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Psicología

PSICOLOGÍA LA CRISIS PERFECTA

LA OPORTUNIDAD PARA UN CAMBIO DE PARADIGMA

POR DIANA LOI

Psicóloga

Hasta ahora, y de un modo suficientemente familiar, solíamos usar la palabra crisis en un ámbito personal y referida a aquellas situaciones que resultan del choque entre nuestras expectativas y lo que constituyen nuestros verdaderos logros, es decir, entre lo que deseamos alcanzar y lo obtenido en realidad. En psicología hablamos de la brecha existente entre el Yo Real y el Yo Ideal. Aquí caben crisis como la pérdida de trabajo, cambio de casa, terminar con la pareja y en estos últimos tiempos descubrir que los roles sociales se encuentran en movimiento y tenemos que adaptarnos.

Existen, por supuesto, otros tipos de crisis, como aquellas de carácter general y/o universal que afectan a una comunidad, un país o el planeta. Estas son graves y decisivas, como un cataclismo, un tsunami o una guerra. En el ámbito país, los diversos tipos de crisis que enfrentábamos como ciudadanos, obligados a obtener el sustento y sobrevivir en el tráfago de la existencia, de pronto fueron desplazadas por un estallido social, un verdadero volcán que estalló antes del desayuno y cuyas cenizas lo cubrieron todo, obligándonos a revisar las reglas del juego y definir un nuevo marco constitucional. Y como si eso no fuera suficiente, desde la milenaria Asia sonaron las alertas y el coronavirus, como una plaga bíblica, invadió el planeta, paralizándonos casi por dos años e instalando sobre nuestras cabezas, como espada de Damocles, una enorme interrogante.

A partir de esta extraña e inédita conjunción nos hemos sentido viviendo una distopía. Si nos ponemos a reflexionar, podemos notar que en algún lugar del camino convertimos nuestra realidad en una ilusoria dualidad. No tenemos registro de cómo ni por qué ocurrió, pero podría traducirse como aquella experiencia que todos sentimos en algún momento; cuando llega eso que no esperábamos, que no planeamos, que se nos presentó como fugaz, incluso surreal, en el cual, por un instante, sentimos la vida… una, presente, real. El resto del tiempo sentimos -a veces levemente y otras más intensamente- una sensación general de adormecimiento, anestesia, desconexión y monotonía. Vivimos en una especie de suspensión,

un estado de latencia en el cual inconscientemente esperamos a que “algo” pase, y nos libere de esta parálisis invisible pero insistente.

Cuando alcanzamos tal nivel de alienación social, que podríamos describir como una energía generalizada de apatía en el ambiente, la mente reemplaza vida por ego, lo vivo por cualquier sucedáneo. Pero la mente es la mente, y posee inteligencia. Por lo cual los escenarios que provee de paliativo no son cualquier cosa. En este nivel de evolución ha sido capaz de generar, en nuestro caso, una realidad cada vez más dicotómica y virtual. Pese a las indiscutibles ventajas de la tecnología, esta también es reflejo del “universo racional o teórico” que hemos creado como sociedad. Y ha sido este mecanismo de disociación que aplica la mente para explicar la realidad en vez de vivirla, el que nos ha llevado a un fenómeno extremo y propio solo del ego, es decir la separación absoluta.

La mente tiene cierta tendencia a parcelar, fragmentar y clasificar la realidad, porque es una forma más fácil de establecer el control sobre la misma. Este sistema ha sido tan eficiente, que llevamos décadas viviendo un automatismo solo visto en las novelas futuristas. Lo que al principio era solo “vivir”, logramos transformar en una especie de esquizofrenia en la cual cada pequeño y gran personaje en nosotros tiene agenda propia. He ahí que aprendimos a separar trabajo de placer, cuerpo de mente, mente de emoción, amigos de conocidos, pasarlo bien de ser responsable, ser feliz o ser un mártir.

Al principio la eficiencia prometía felicidad, pero el algoritmo mental no había tomado en cuenta el factor temporal de la ecuación, en buen castellano: “no hay mal que dure para siempre ni tonto que lo aguante”. Y como la mente no sabe de lo real, porque es un órgano de nuestro cuerpo cuya finalidad es justamente la eficiencia, no sabe de cosas fundamentales como lo son la felicidad o el amor. Por ende, no las ingresa en la realidad virtual, mental o conceptual, donde no cabe la vida.

Como por suerte a la vida la dirige la vida, la hegemonía mental tiene fecha de caducidad, la cual pareciera haber llegado bajo nuestras narices estos últimos años. Y la vida tiene un mecanismo de supervivencia infalible, su botón de eyección por excelencia, la temible, incomprendida e inevitable CRISIS. Es así como ocurrió que lo aguantado hasta ahora se hizo inaguantable, y cantidades de personas a lo largo de todo el mundo llegaron al límite que ni

ellos mismos sospechaban, hasta que la realidad con todas sus necesidades reales, nos reventó a todo el planeta en la cara.

Para continuar habría que hacer una distinción fundamental: tenemos que aprender a discernir entre crisis y patología. Patología es el desequilibrio al que nos ha llevado el exceso de mente; depresiones, ansiedades, trastornos, son todas manifestaciones de este estado dicotómico en las diversas áreas de la vida. Si separo las cosas puedo dañarlas, porque no las veo como algo que existe por sí mismo, sino solo como algo que está dispuesto a serme útil o formar parte de mi plan de vida. Si separo las experiencias (emociones por un lado, pensamientos por el otro y conducta por otro) puedo disociarme de ellas y no vincularme con mi ser, lo cual tiene como consecuencia -entre otras cosas- el pensar que puedo desentenderme, pasar a llevar o incluso agredir aquello de lo que me puedo distanciar. Por lo tanto, estaríamos en terreno firme si dijéramos que patología es aquello que me aleja del ser e inevitablemente me lleva más a la mente, patológicamente exacerbada.

Extrañamente cuando pensamos en crisis, inmediatamente la rechazamos como algo malo; por lo bajo un evento desagradable y por lo alto un estado de absoluto descontrol, generalmente emocional o conductual, porque si cruzamos la frontera del cuerpo, ya le estamos llamando enfermedad. En resumidas cuentas, nadie quiere estar en crisis. Ni cerca. Pero el impulso de la vida es hacia el crecimiento y este implica flujo y movimiento, y al cambio de un estado a otro, la psicología le llama crisis. Es lo que le ocurre al gusano en su paso por la crisálida para transformarse en mariposa. Son las fuerzas de la naturaleza actuando en contra de cualquier lógica para acomodar al planeta en su nueva posición. Una que la naturaleza considera mejor que la anterior.

Ahora, si llevamos esta fórmula a nuestro contexto actual, no podemos ser tan soberbios de creernos la excepción. Tras décadas de intentar sepultar los últimos desastres humanos, la mente resolvió vender su mejor propuesta frente al estrés post traumático: la promesa ilimitada de éxito material, bajo un falso crédito de igualdad de oportunidades. Pero luego de pedalear la rueda del hámster no solo sin resultados, sino con toneladas de deudas, proyectos inconclusos, cero calidad de vida y más desesperanza que nunca, la Tierra pareció apiadarse de nosotros y mandar una peste de proporciones históricas para desarmar la

Torre de Babel de turno, que juraba iba a alcanzar el cielo y ser dios. Y de la Tierra misma se abrió la crisis bajo nuestros pies, primero con las contracciones de parto en forma de descontento social, el cual, entre otras cosas vino a instalar por fin el término “crisis” como una realidad: la crisis social.

De un día para otro estalló la burbuja invisible que contenía años de represión, descontento, sufrimiento, injusticia, mentira y explotación. De un momento a otro la realidad salió a las calles secundada y apoyada por una manifestación apocalíptica de la naturaleza que nos inundó los castillos de naipe, mostrando con una simpleza innegable, la hegemonía de la vida (y su gemela la muerte) por sobre cualquier irrealidad.

Resultado de esto, la mente colapsó. Todos los cálculos, predicciones, planes, metas, todo lo que la mente fabrica para poner la zanahoria del futuro por delante, empezó a sonar como disco rayado en las vidas individuales, familiares y colectivas. Las cosas, como las veníamos haciendo hasta ahora -en todos los ámbitos- dejaron de servir. Y de tener sentido. A consecuencia de lo anterior, el sistema se quedó sin nada que ofrecernos, excepto los lastres atados en pleno hundimiento.

Sin brújulas reales y con compases descompuestos, como humanidad nos quedamos sin respuestas, por lo menos por parte de los líderes que se peleaban hasta ahora los podios del poder, la fama y la gloria. En cuestión de un par de años demostraron no solo no saber, sino develar lo que se nos ha ocultado todo este tiempo; que la vida requiere respuestas vivas, los seres humanos necesitamos recibir amor, y nada de eso lo estaba ni siquiera considerando la mente, con todas sus leyes, políticas e incluso filosofías. El sistema se ha quedado incluso sin respuesta a nuestra salud mental, emocional, física o espiritual. Algo tan básico como sentirme bien y seguro en el mundo es algo que finalmente la economía demostró no saber, y no poder.

Sin ir más lejos, este fin de año hemos vivido una elección presidencial que ha vuelto a polarizar opiniones y espíritus, resucitando viejos antagonismos. Finalmente ha sido elegido por primera vez en la historia nacional un presidente de 35 años, con el cual ingresan brisas nuevas -una generación llamada en un inicio “los pingüinos” (escolares uniformados)- que con una nueva mirada y una nueva actitud pueden abordar los problemas de un modo diferente, en concordancia con los diálogos y encuentros que estos tiempos demandan. Pero durante la campaña volvieron a resurgir los miedos, como la expresión de los monstruos más arcaicos ocultos en el inconsciente colectivo.

Y eso que estamos solo en la primera parte de la crisis: como sociedad por fin estamos unánimemente de acuerdo en el hundimiento del sistema actual. Ahora viene la segunda parte; qué hacemos con todo este derrumbe y cómo seguimos adelante. Para suerte nuestra, es cada vez más evidente que existen las sincronías, como le llama la psicología Jungiana. Explicado en simple, vendrían a ser como los eventos atraídos por el inconsciente colectivo de acuerdo al siguiente paso lógico en la evolución. Y eso es lo que está ocurriendo, quiéralo la mente o no. Por lo tanto, la segunda fase de la crisis, luego de reconocerla como un movimiento de contracción propio y natural de la vida para fomentar la evolución, es poner atención, energía y recursos en las herramientas que sí son útiles para esta dimensión que se nos ha venido como una avalancha encima, llámese las necesidades urgentes de nuestro mundo interior.

Podríamos concluir de esta forma, tal vez, que las crisis son nuestro verdadero “seguro de vida” frente al automatismo mental. Pero como todo en la vida, necesitamos un plan y definitivamente, nuevas estrategias. Nuestros doctores tienen que aprender a ser doctores también del alma, nuestros profesores convertirse en maestros y guías y nuestros líderes en servidores comunitarios. Nuestras relaciones deberían tender más hacia el amor y la colaboración, lejos de toda competencia. Y la vida en el planeta debería incluir una sabiduría colectiva que no solo incluya el concepto de crisis como algo excepcional o negativo a ser evadido, sino un cuerpo de conocimiento articulado que nos enseñe y guíe a vivir en forma orgánica y natural, y dicha forma sabe que las crisis son los puntos de blandura e inflexión de todo cambio que asegura la evolución.

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