15 minute read

MIGRACIONES INTERNACIONALES Y TOLERANCIA

Next Article
EVOLUCIÓN

EVOLUCIÓN

POR LORENZO AGAR CORBINOS

Sociólogo, PhD U. Paris V, académico Universidad de Chile/ UDP

El texto que se presenta a continuación corresponde a una reflexión acerca del fenómeno migratorio internacional y su vínculo con uno de los principios filosóficos, como es la tolerancia.

Es necesario reconocer que el encuentro (o choque) cultural que se produce cuando grupos de personas emigran, con el fin de salvar sus vidas o aumentar su bienestar, lleva consigo una historia llena de recuerdos, prácticas, usos y costumbres. Este objetivo hecho puede colisionar, de una forma tenue o severa, con la cultura de la sociedad de llegada. Por esta razón, explorar con la seriedad debida el proceso de integración de los flujos migratorios en los lugares de destino, es una necesidad que tanto los políticos que adoptan leyes y normas, como las distintas organizaciones deben asumir como una tarea ineludible.

Las líneas que se presentan a continuación ilustran sintéticamente el estado actual de las migraciones internacionales, con una mirada en lo que hoy sucede en Chile.

Se acompañarán algunos datos, sin el propósito de hacer exhaustivo análisis estadístico, pues no es ese el sentido de este escrito, que den cuenta de la magnitud del fenómeno que se considera uno de los grandes temas poblacionales del siglo XXI.

El Contexto Mundial De Las Migraciones

Tres de cada cien personas viven en un país distinto del que nacieron. Estos son los migrantes internacionales. Así como el siglo XX nos ha mostrado un impresionante crecimiento demográfico -la población se triplicó desde mediados de siglo hasta nuestros días, hoy ya somos ocho mil millones de personas habitando el planeta- el siglo XXI será recordado como el del envejecimiento de la población y la movilidad humana entre las naciones.

Según la estimación actual (OIM, 2021), en 2020 había en el mundo aproximadamente 281 millones de migrantes internacionales, equivalente al 3,6 % de la población mundial. Con todo, este número, en términos absolutos, no ha dejado de aumentar: 128 millones más que en 1990 y más de tres veces el valor estimado de 1970.

Esta es una ínfima porción de la población total, lo que significa que permanecer en el país natal sigue siendo la norma casi universal. A su vez, la gran mayoría de las personas que migran no cruzan fronteras, sino que permanecen dentro de sus países: por cada migrante internacional existen aproximadamente 2,6 migrantes internos.

EE. UU. sigue siendo el país de mayor atracción migratoria, seguido de Alemania. Por otra parte, la India y México son las naciones con más emigrantes en el mundo. Alrededor de ocho por cada diez migrantes internacionales son personas en edad de trabajar (15 - 64 años); los hombres predominan levemente.

En 2020 (OIM, 2021) se han verificado un total de 40,5 millones de desplazamientos internos, causados por conflictos y situaciones de violencia y por desastres naturales (principalmente tormentas e inundaciones). El 76 % de estos nuevos desplazamientos han sido ocasionados por desastres naturales, y el 24 % por conflictos y situaciones de violencia.

La actual vorágine migratoria que se vive en el mundo se debe principalmente a los siguientes dos grandes factores: en primer lugar, la crisis humanitaria por desplazamientos masivos como consecuencia de crisis sociales, guerras y persecuciones étnicas y religiosas. En segundo lugar, la tensión entre la necesidad poblacional y de fuerza de trabajo laboral joven vis à vis los temores por la seguridad interna y la preservación de una cierta (o imaginaria) identidad nacional. Los ejemplos más patentes de esta situación los encontramos en la migración desde África hacia Europa Occidental y desde América Central hacia los EE. UU. de América. También Turquía se ha posicionado como país receptor preferente del flujo migratorio sirio, hoy uno de los mayores del mundo. Asimismo, el éxodo venezolano que se ha ido asentando en toda Latinoamérica, con serias secuelas en los países de destino, entre ellos Chile. Esta situación ha ido creando un ambiente migratorio restrictivo y regulatorio en medio de una era globalizada y de alta comunicación humana y territorial. Por lo mismo crecen las políticas que apuntan a un control y regulación de los flujos migratorios. Existe consenso mundial en que la migración internacional debe tomar un giro hacia su ordenamiento y regulación, abriendo rutas seguras de movilidad, así como evitando los ingresos irregulares, propicios al fomento del tráfico humano. En 2018 la mayoría de países del orbe firmó el Pacto Global Migratorio. Este Pacto contiene 23 objetivos que dan cuenta de un consenso internacional. Destacamos algunos de ellos que nos parecen relevantes. Estos son:

• Minimizar los factores adversos y estructurales que obligan a las personas a abandonar su país de origen.

• Empoderar a los migrantes y las sociedades para lograr la plena inclusión y la cohesión social.

• Crear las condiciones necesarias para que los migrantes y las diásporas puedan contribuir al desarrollo sostenible en todos los países.

• Fortalecer la cooperación internacional y las alianzas mundiales para la migración segura, ordenada y regular.

En Torno A La Tolerancia

Es inobjetable que diversos principios esenciales tocan la puerta de este fenómeno humano; entre ellos, sin duda, encontramos a la tolerancia, mas también la fraternidad, la solidaridad, la caridad y muchos otros. Sin embargo, hemos decidido en este caso concentrarnos en la tolerancia, toda vez que consideramos que esta es una de las aristas, que se requiere refinar para avanzar hacia un mundo donde reine mayor entendimiento entre los pueblos y culturas.

La tolerancia se concibe como el punto de partida mínimo para construir relaciones, para tomar conciencia del otro y reconocerlo, también nos permite reconocernos a nosotros mismos y las diferencias culturales y personales que emanan del contexto social, de la experiencia de vida y de nuestra biografía. Podemos suponer que en la medida que exista un mayor grado de tolerancia social, esto se reflejará en una mayor promoción de los derechos humanos, la democracia y la participación ciudadana.

La falta de comunicación, comprensión y recono- cimiento del otro, debilita a la sociedad como espacio de participación, como comunidad, es decir, el otro, con su forma novedosa de observar y participar en la vida se convierte en un ser distinto que puede ser objeto de discriminación, como consecuencia de sentirlo distante, ausente, fuera de nuestro alcance.

Por el contrario, el saber del otro, o al menos, la toma de conciencia que existe un otro, basado en el respeto y la aceptación de la diferencia, es el terreno fértil para generar confianzas, entendimientos y acuerdos; son aquellos mínimos para democratizar las distintas esferas de la sociedad y situar a ese otro como una referencia de nuevas formas de socialidad, de estar juntos en comunidades emocionales más que solo funcionales. Esta tolerancia sería el despliegue de la socialidad, esa palabra no existe, debe haber querido decir sociabilidad, es decir aquella interacción humana que responde a la expresión de emociones emanadas desde la propia comunidad.

La tolerancia implica una actitud que escapa a la estructura social y se radica en aquellos espacios íntimos de la convivencia cotidiana. La tolerancia, en sí, se puede entender en distintas dimensiones y momentos. En una primera instancia se entiende como el advertir sobre las diferencias y particularidades que surgen en el encuentro con el otro, en este momento se produce una primera categorización de las personas. Por medio de este ejercicio nos hacemos conscientes de nuestra pertenencia y de alteridad, e incluso de que existe vínculo humano. Al reconocer nuestra propia pertenencia y la diferencia con el otro, estamos reconociendo una relación.

La tolerancia puede en este sentido entenderse también como un entramado significativo de identificaciones múltiples. En el mundo posmoderno, más que buscar descubrir una identidad exclusiva nos encontramos en una vastedad de identificaciones diversas, las cuales no responden a un solo elemento de orden cultural central sino que, esta es la novedad, se despliegan de distintas maneras, incluso contradictorias, y van de esa forma des-atando al individuo de una adscripción rígida identitaria.

En esta construcción de tolerancia se hace necesario distinguir entre tolerancia pasiva y activa. La primera reconoce la existencia del otro y supone una relación preliminar, intrínseca, que se define como relación solo por el hecho de la existencia de dos otros. La tolerancia activa en cambio, supone diálogo, encuentro, respeto, se trata de una relación más profunda. Esta es la tolerancia que nos interesa proponer cuando se trata de migraciones, una tolerancia que se entiende como una relación de identificaciones capaces de dialogar.

Entonces, pensamos una tolerancia como reconocimiento, como respeto, como relación, y un poco más allá como diálogo; esto significa que la sociedad debiese constituirse como un espacio en el que se articulen y se expresen los pluralismos y las culturas, de modo que la forma de relación en la sociedad no sea mediatizada por el consumismo, la competencia y la acumulación, sino que la relación social se despliegue como un acto de reciprocidad y solidaridad.

La tolerancia debe entenderse no solo como un reconocimiento abstracto, no solo se permite la existencia del otro, no solo se respeta y se dialoga con el otro, además estamos proponiendo que se comprende al otro al punto de ser capaces de sacrificar nuestra propia verdad por alguna otra que sea significativa para con aquel otro que respetamos; eso es la práctica real y efectiva de la tolerancia.

En un contexto de conflicto cultural – sin duda que el factor migratorio ha impulsado ese choque al colocar mundos distintos en espacios comunes - se puede producir una especie de tolerancia basada en el temor, en la inseguridad, en la desconfianza, en donde seremos tolerantes con lo que esté dentro de la normalidad social, una tolerancia rígida. En este tipo de tolerancia cabe la indiferencia, la aversión, el rechazo; se trata de un tipo de tolerancia que discrimina, que incluye a los mismos y a los que siguen la norma, una tolerancia que genera exclusión.

Este efecto de homogeneidad que produce esta tolerancia unidireccional, fría o rígida, se enquista en el sentido común, pues deviene en una institucionalización de este modo de ser; se establece un sentido común discriminador y excluyente, se infunde el temor de ser sospechoso o culpable de ser diferente.

En particular, en nuestra región latinoamericana, la identidad cultural expresa diversidades étnicas, religiosas, políticas y sociales y se configura a través de un mestizaje de culturas regionales y foráneas. También se ha construido en el reconocimiento de pluralismos y diferencias, y por su devenir histórico, se presenta como una diversidad flexible, cambiante, dinámica, viva. Un ejemplo de esto se demuestra en que la movilidad de personas es un rasgo estructural histórico de las sociedades en América Latina. Es así como consecuencia de estos grandes patrones migratorios, se ha forjado el sello de lo que hoy son gran parte de las sociedades en nuestra región. El fenómeno migratorio ha sido uno de los hechos históricos más significativos en el proceso de formación de las sociedades americanas, y más aún, ha sido un factor determinante en la conformación de nuestras naciones mestizas .

Por su parte, Michel Maffesoli hace notar que el migrante es un nómada por esencia. Por el solo hecho de cruzar fronteras ya hace parte de nuevas tribus comunitarias, además de seguir perteneciendo a la de origen: la de su propia comunidad en el lugar de destino; la comunidad de extranjeros por oposición a los nativos y la local. De golpe, dice, se encuentra adscrito a nuevas tribus y redes sociales. En la posmodernidad, según este autor, el acento se coloca en las identificaciones más que en la identidad y son los migrantes externos quienes pueden reflejar con mayor determinación este nuevo hecho social, o más bien, hecho de la sociabilidad. Esta se da a partir de la comunión simbólica interactiva de pequeñas cosas aparentemente sin importancia, pero que en su visión global dan significado al alma social.

La metrópolis con sus paisajes recónditos y múltiples posibilidades se presenta seductora frente a las personas que la recorren en sus variadas posturas. En ella se producen encuentros fugaces y aparece este “azar objetivo”. Es en esta aventura en donde el migrante imagina una vida mejor, plena de nuevas oportunidades que en sus lugares de origen no las ha podido conseguir. Al mismo tiempo, los nativos observan a estos “extraños” como seres que vienen a dar nuevos bríos cálidos a la sociedad un tanto petrificada por la rutina. Ven en ellos el mundo global, las diversidades y otras formas culturales, lo que de alguna forma los lleva a nuevas realidades y los saca del letargo de lo repetitivo. Los acerca, pues, al teatro del mundo con sus actores de distintos lenguajes y colores.

Es en estas metrópolis en donde confluye el “azar objetivo” con la “subjetividad interactiva” y son los migrantes quienes aportan una buena cuota de responsabilidad para que este encuentro se produzca y genere una nueva sociabilidad y esa energía subterránea que da cuerpo a la posmodernidad (Maffesoli, 2004).

La emigración —dejar lo conocido— y la inmigración —arribar a lo desconocido— no solamente suponen desplazamiento de individuos. Significan la interacción de modos de expresarse, costumbres, hábitos, obligaciones y derechos. No migran únicamente personas, también ideas, concepciones vitales, lenguajes. La migración plantea dilemas de diversa naturaleza. Psicológicos, por el efecto que el “extraño” suscita y la alienación del “extraño” que llega. Económicos, por las modificaciones del escenario laboral. Políticos, por la necesidad de acomodar poblaciones provenientes de regímenes jurídicos distintos. (Agar y Lolas, 2018).

Platón ya nos advertía: el inmigrante o el viajero se convierten en riesgo moral para el mantenimiento de lo habitual; es portador de novedades y puede incomodar.

Para Maffesoli (2004) el viajero es el testigo de un “mundo paralelo” donde lo afectivo, en sus diversas expresiones, se permite errar; también predomina la ausencia de normas. El inmigrante se transforma en un provocador —lo cual puede no ser así en su medio de origen— que amenaza los valores de la sociedad de llegada.

Migraciones En Chile

Chile ha vivido a lo largo de su historia importantes procesos migratorios de distinta índole: durante el período colonial la movilidad desde Europa fue para conquistar y consolidar el reino español en tierras americanas. A partir de este proceso surge nuestro mestizaje con sangre indígena y europea. Durante el siglo XIX y hasta entrado el siglo XX llegan a Chile oleadas de inmigrantes europeos y asiáticos que van aportando al mestizaje esencial chileno. No hay duda que estos migrantes y su descendencia han sido actores positivos para el desarrollo económico de Chile y su diversidad cultural comunitaria. Vivimos también un doloroso proceso emigratorio a partir del golpe de Estado de 1973, que implicó la salida forzada o voluntaria de miles de chilenos hacia distintos destinos en el mundo. Hoy en día, en torno a un millón de compatriotas residen en otros países: la mayoría emigrantes y otra porción han nacido en el exterior, pero son chilenos por ius sanguis.

Desde el retorno a la vida democrática en 1990 vuelven a aparecer con renovados bríos flujos migratorios, ahora, desde Latinoamérica, principalmente desde Perú y Bolivia. Y desde 2010 se inicia una década migratoria de grandes proporciones y que están modificando nuestra estructura demográfica y cultural. Hoy en día viven en Chile cerca de 1,5 millones de extranjeros que representan el 8 % de la población nacional. El 16 % de los nacimientos cuentan con al menos un progenitor extranjero, reflejando, por un lado, la contribución decisiva al crecimiento poblacional natural, y la diversidad cultural comunitaria.

Hoy es la población venezolana la que predomina en nuestro país: uno de cada tres inmigrantes pertenece a esa nacionalidad. Luego vienen peruanos, colombianos, bolivianos y haitianos. Se concentran en la Región Metropolitana (un 62 %) y representan en algunas regiones una porción importante de su población: en la RM de Santiago, un 11 %, en Tarapacá un 19 % y en Antofagasta un 15 %.

Desde 2022 nos rige una nueva Ley de Migraciones. Podemos destacar en los principios fundamentales dos aspectos: a) se asegura a los extranjeros la igualdad ante la ley y la no discriminación; b) se valora la contribución de la migración para el desarrollo de la sociedad en todas sus dimensiones.

A su vez, se hace notar que se promoverá la migración segura y las acciones tendientes a prevenir, reprimir y sancionar el tráfico ilícito de migrantes y la trata de personas, y velará por la persecución de quienes cometan esos delitos.

Más allá de la evidente complejidad que trae aparejado un fenómeno migratorio de crecimiento explosivo, como se ha evidenciado en Chile, es necesario que la tolerancia actúe como principio rector, sin que aquello signifique desproveerse de las herramientas que tiene el Estado para regular la migración y propender al bien común y la armonía entre las distintas comunidades (Agar, 2017).

Nuestra cultura, si acaso es posible hablar de una cultura latinoamericana, tiene como eje central el sincretismo cultural; un permanente conflicto que superpone a las grandes ciudades con la selva y la montaña, el verde profundo de la Amazonía con su inserción galopante en el mundo global.

Latinoamérica es una historia llena de puntos pendientes, que pide un reconocimiento y una reivindicación, una historia llena de conflictos, en donde fuimos “descubiertos” y, la lógica del descubrimiento, supone esta mirada ajena como la única posible, y ahí radica el tema, las identificaciones latinoamericanas reclaman su propia identidad múltiple.

Al existir muchas miradas posibles, surge la posibilidad de la tolerancia como un valor activo de nuestras relaciones sociales, de nuestra socialidad, la posibilidad de que las comunidades emocionales inmersas en la diversidad, puedan interactuar en forma mucho más profunda y libre, para así concebir una cultura participativa, en donde la realidad se construye sobre la base del diálogo y la tolerancia activa.

Se trata, pues, de un reconocimiento de la práctica cotidiana, de una valorización de las comunidades que se agrupan en torno a las emociones y en las cuales surge una nueva energía, cuyo motor es el diálogo social e intercultural. La tolerancia no significa aceptar los errores del otro o las tensiones que una forma de vida pueden producir en otra. La sana crítica sirve para juzgar las ideas y las acciones del hombre, mientras que el respeto es un atributo axiológico del ser humano que permite mantener su mente libre y abierta. Muchas instituciones propugnan la tolerancia como uno de los principios fundantes. En esta línea, la postura frente al fenómeno migratorio debe ser comprensiva. El reconocimiento de que las sociedades y naciones viven en permanente transformación transcultural es un paso necesario para observar a las migraciones, y a las personas migrantes, como portadoras de cambios.

Esto no significa que no habrá tensiones y resistencias por parte de la sociedad de acogida; es natural que así ocurra, mas nosotros, los librepensadores, debemos mantener una equilibrada mirada al respecto: crítica frente a un Estado que no muestra capacidad de ordenar, dar seguridad, dar regularidad y dignidad a este flujo migrante y tolerancia para comprender que lo que estamos presenciando es una nueva criatura que nace con el dolor natural asociado.

La dialéctica de la migración reúne en tensa armonía las expectativas de los nuevos llegados y los temores de los que reciben. Es en este proceso deberá ser acompañado por conceptos como el respeto a la diversidad, el diálogo, la fraternidad, la justicia, la igualdad, la tolerancia, la cooperación, entre otras.

La irrupción de un nuevo mestizaje, con su potencia emergente, significará sin duda un rico germen de riqueza cultural para la sociedad, la revitalizará y la rejuvenecerá. Es, eso sí, deber nuestro saber canalizar esas energías. Las aguas pueden correr libres por los surcos montañosos y los valles fecundos, mas para no inundar los asentamientos humanos, debemos saber conducir ese torrente por las vías adecuadas. Eso depende del hombre y su capacidad de organización y cooperación.

El desafío de Chile en esta nueva era de migraciones consiste en la apertura social y mental hacia una sociedad plural y dialogante, desde el ángulo cultural, basada en el nomadismo y las identificaciones múltiples. Se trata de transitar hacia una sociedad inclusiva que acoja, reconozca e integre con mucha fuerza a la gente que no pertenece al “topos” –lugar–para así construir la “u-topia”, aquello que trasciende el lugar, de una sociedad más diversa y tolerante.

El lazo dialéctico entre el necesario sedentarismo y la pulsión del “otro lugar”, polos que tensionan la sociedad posmoderna, puede y debe constituirse en potente motor de una sociedad renovada, marcada por influencias culturales variadas y por el empuje de nuevos grupos humanos (Agar, 2016).

Más allá de resquemores y temores de unos y otros, el encuentro de culturas, a la larga, siempre enriquecerá, ya que contiene la fuerza de un renacer en los inmigrantes y, por parte de quienes acogen, la lucidez para reconocer la necesidad de nueva savia en las raíces forjadas.

En nuestra historia, encontramos un sinnúmero de experiencias vitales, tanto de comunidades extranjeras como de individuos, que han permeado las rigideces de lo social, actuando como una suerte de detonantes de encuentros culturales fructíferos que, lenta pero constante, han ido construyendo en el imaginario colectivo una sociabilidad que ha superado los límites de las relaciones formales.

En estos casos, tal energía subterránea de la diversidad ha superado, en fuerza y magnitud, a la tentación aún presente de uniformidad. Así, aparece la diversidad cultural comunitaria como un nítido aporte a la formación de una nación nueva y potente, aunque persistan dificultades para aceptar tal diversidad y permanezca latente la idea de que nuestro desarrollo se ha basado exclusivamente en la integración de diversas culturas –extranjeras y originarias– a lo largo de la historia independiente de Chile.

La cohesión social es un proceso de reconocimiento recíproco entre subjetividades, fundado en la referencia común a modelos socialmente aceptados. Existe una confluencia entre las metas culturales, las oportunidades existentes y la formación de capacidades para alcanzarlas (capital social). En tal sentido, el aporte cultural de los inmigrantes y sus descendientes ha significado un inmenso aporte al desarrollo del país, en su historia republicana.

Uno de los principales desafíos en materia migratoria y de pluralidad cultural consiste en generar condiciones de inclusión. Hay mucho por hacer, no solo con los inmigrantes, sino también con los descendientes hijos de inmigrantes o producto de uniones mixtas. Los descendientes serán parte de nuestra comunidad nacional, en la medida que mantengan sintonía con sus raíces y se cohesionen con los intereses de la nación receptora: cuando logran el justo equilibrio entre el vínculo emocional que los une a sus orígenes y la sociedad de acogida.

Para forjar un ethos en que la nacionalidad no sea criterio excluyente, sino elemento reconocedor de la adscripción a distintas culturas, el trabajo ha de ser perseverante, muchas veces silencioso. Este es el signo de los nuevos tiempos.

El enfoque comprensivo debiese buscar bajo el principio esencial de la tolerancia, la cohesión pluricultural, sin perder la visión de nación unitaria. La identidad nacional saldrá fortalecida con el reconocimiento de la diversidad comunitaria.

This article is from: