Revista Médica abril 2017

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Anuncios a línea desplegada Noche de médico

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FUNDADOR Hugo Soto Crotta 1933-2002 DIRECTOR Marcelo Peruggia Canova COORDINADORA CORPORATIVA Mayte Vega Fernández Vega

Abril 2017

Pérdidas y ganancias

EDITORA Sandra Hussein

SRIA. DE DIRECCIÓN Caridad Ortiz

CORRECCIÓN Marxa de la Rosa Cinthya Mendoza

COMERCIALIZACIÓN Ann Karene del Pino

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DISEÑO GRÁFICO Dafne Martínez PORTADA Dafne Martínez PRODUCCIÓN Claudio Peruggia Canova Tomás López Santiago

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RM, REVISTA MÉDICA DE ARTE Y CULTURA es una publicación mensual correspondiente al mes de Abril de 2017, impresa el 29 de Marzo de 2017. Producida y comercializada por Grupo Percano de Editoras Asociadas, S.A. de C.V. Rafael Alducin No. 20, Col. Del Valle, C.P. 03100, CDMX, Teléfono: 5575 96 41, Fax: 5575 54 11. Editor: Claudio Humberto Peruggia Canova. REVISTA MÉDICA se reserva todos los derechos, incluso los de traducción, conforme a la Unión Internacional del Derecho de Autor. Para todos los países signatarios de las Convenciones Panamericana e Internacional del Derecho de Autor, queda prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier sistema sin autorización por escirto del editor. El contenido de los artículos es responsabilidad exclusiva de los autores y no refleja necesariamente el punto de vista de los editores. Autorizada por la Dirección General de Correos con permiso No. PP09-0227. Licitud de contenido 848 y licitud de título No. 1507. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título No. 04-2008-080417034700-102. Impresa en México por Compañía Impresora El Universal, Allende No. 176. Col. Guerrero. Impresa en papel Burgo R4. Distribuida por SEPOMEX y por MAC Comunicación e Imagen, S.A. de C.V. Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial con registro No. 2797. Tiraje: 21,500 ejemplares mensuales, circulación certificada por PKF México Williams y Cía, SC.


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Día internacional del

«Ars longa, vita brevis» –Hipócrates– La idea de dedicarle una jornada a los libros surgió del escritor valenciano Vicent Clavel Andrés, quien lo propuso a la Cámara Oficial del libro de Barcelona, en cuya ciudad se celebraría la primera Feria del Libro, en 1926. La fecha se eligió como conmemoración al día en que murió uno de los más grandes representantes de las letras castellanas: Miguel de Cervantes. El segundo motivo, y no menos importante, era porque por aquel entonces se creía que el día de la muerte de Cervantes concordaba con el de otro gran escritor universal: William Shakespeare. Muy pronto la Feria del Libro comenzaría a adquirir relevancia, porque también coincidía que en Barcelona (y toda Cataluña) el 23 de abril se festejaba la Diada de Sant Jordi, patrón de la comunidad, y en la que existía la tradición de regalar una rosa. Fue entonces cuando se introdujo la costumbre de regalar también un libro durante la jornada. Hace unos pocos años, en la 28ª reunión de la UNESCO celebrada en París entre el 25 de octubre y 16 de noviembre de 1995, se decidió declarar “Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor” al 23 de abril de cada año. “El arte perdura, la vida es corta”, decía el padre de la Medicina. Y vaya si tenía razón. Hay pocas formas de vivir en otras épocas y surcar territorios desconocidos como a través de un texto. En RM Revista Médica de Arte y Cultura queremos seguir la tradición, por eso les regalamos esta pequeña antología de relatos escritos por médicos que consideraron que la pluma no sólo era útil para escribir recetas. De este modo, homenajeamos a los libros como se debe: leyendo. MÉDICOS “INFECTADOS” POR EL VIRUS DE LA LITERATURA

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Mariano Azuela Lagos de Moreno, Jalisco 1 de enero de 1873 / Ciudad de México, 1 de marzo de 1952 Médico cirujano.

ANUNCIOS a línea desplegada

Desde la acera de enfrente, acariciando su luenga y sedosa barba, dejó vagar sus dulces ojos de buey en los grandes letreros del instituto: Electroterapia, fisioterapia, mecanoterapia, terapia glandular Luego los dejó bajar —tras los gruesos lentes de oro— hacia el pórtico huérfano del negrazo de uno ochenta, encargado de aplicar los primeros pases magnéticos a la clientela, siempre de rigurosa etiqueta; largo y ajustado levitón de parlo azul oscuro, con botones dorados, embetunadas las botas y brillantes como espejos. Para aliviar su pena, compró al vendedor ambulante un cartucho de cacahuates garapiñados. Cabalmente cuando se le nublaron los ojos y le bambolearon las piernas. “¿Un vértigo ? Pero si hace una semana no lo pruebo.” Miró arriba, miró abajo, y las nubes seguían bogando, borreguitos blancos desperdigados, y sus pies se asentaban en un piso parejo y firme. No advirtió, por tanto, la causa de su pasajero desequilibrio: que en vez de tres viles fierros (precio vil de la dictadura) había dado una sábana de Villa por un alcatraz de cacahuates. Sí se acordó de que a su negro había tenido que seguirlo el escuadrón de bellas enfermeras-ganchos, por clausura del Instituto. Precisamente el día que México amaneció poblado de negritos de guarache y calzón blanco con sendos 30-30 en las manos. Porque a la irrupción de los bárbaros sucedió la fuga de la pintoresca clientela: norteños de gruesos borceguíes americanos y pañuelo rojo anudado al cuello; charros patizambos del Bajío, con inmensos galonados y zapatones bayos; costeños lanudos de voz cantarina y ligero panameño. Toda la provincia atraída por el anuncio, a línea desplegada, en los grandes diarios metropolitanos.

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Extinguido, pues, el infiernito de luces policromas, chispas, estallidos, estridentes vibradores, detonadores demoníacos; todo lo que deslumbra, ciega y ensordece (terapéutica infalible para futuros inquilinos del limbo o del manicomio) el doctor Olivares de los Montes, en vez de buscar trabajo, como muchos de sus colegas honestos y tontos, concentró su pensamiento con el mayor optimismo, y le dio cuerda a la maquinita de hacer dinero que llevaba en la cabeza. No tardó mucho en estallar la salvadora idea: “Estos pazguatos de la nueva era traen en sus manos un tesoro y ni ellos mismos lo saben. Hay que comerles el mandado.” Salió corriendo a vender sus lentes de oro, se tiró su preciosa barba y luego fue al periódico a pagar un anuncio a línea desplegada: “El eminente doctor Olivares de los Montes salió anoche rumbo a los Estados Unidos y Europa en viaje de estudio. Visitará las clínicas más famosas de Nueva York, Berlín, Roma y París… etcétera.” Y todavía le ajustó para comprarse un terno gris, sombrero tejano con pluma de pavo, zapatos bayos de ojillos, todo de medio uso y a los precios de Tepito. En una tarde se aprendió el andar despernancado de los del interior y la dulce tonadita de los de la frontera. Y esa misma noche dio principio a la realización de su proyecto. Al chofer que lo condujo al restaurant le pagó con una andanada de injurias, mostrándole la cacha de una pistola que ni gatillo tenía. Convidó a comer a cuanto cuerudo encontró, y cuando le llevaron la cuenta no dejó porcelanas ni cristales sanos. Ante demostraciones tan radicales, los de la familia legítima ni pestañearon siquiera cuando les dijo: “Venustiano me ha dado la comisión de hacer el reparto de tierras.” Y hasta se pusieron de pies, para hacerle los honores al que le hablaba de tú al “Primer Jefe”.

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Allá por la polvosa y olvidada colonia de Peralvillo, muy cerca de los llanos de la Vaquita, se levantó un letrero con letras tan negras y tan gordas que se veían desde la Villa: Gran reparto de tierras a los pobres Aquí informan Por muchos días los transeúntes miraban el anuncio con el rabillo del ojo y pasaban de largo. Pero el día que el eminente doctor socialista llegó seguido de ruidoso y pintoresco cortejo de latrofacciosos —sus amigos nuevos— los mirones y los vagos acudieron en mosquero. Hubo banquete a la sombra de una fresca arboleda y a la hora de los brindis, por primera vez salieron a relucir “los postulados ideológicos de la revolución” y “las necesidades del obrero y del campesino”. —Compañeros, mi compadre Emiliano y Pancho Villa me han comisionado para que les reparta la tierra. Ya don Venustiano había corrido a Veracruz. —¿ Y cuánto se da ? —preguntó el primer avorazado. —La tierra es tuya, hermano, nosotros te la devolvemos. —Pues entonces apúnteme con dos lotecitos. —Los tenemos desde cincuenta centavos hasta cinco pesos a la semana. Platita, naturalmente, hermano. —¡Hum! —La tierra es tuya, compañero; pero el ingeniero que te la reparte y el abogado que te la legaliza, también comen. Carrancistas, villistas, convencionistas y zapatistas entran y salen de la capital, sin soltarse de la greña; el sufrido pueblo, ahíto de beneficios, hace interminables colas esperando un kilo de carbón o una medidita de maíz a cambio de un puñado de billetes, mientras el doctor Olivares firma recibos y bebe champaña en las mejores cantinas, con los próceres de la hora. Hasta que don Venustiano, obedeciendo el mandato del pueblo, se afianzó de la presidencia y comenzaron a sacar la cabeza de sus tuceros los potentados de la Odiosa y aun a reclamar lo que creían que era suyo. Pero todo resultó bien. El pelantrín que seguía cobrando las cuotas, sin saber quién lo había puesto allí, fue de vacaciones a Belén; los agraciados proletarios, a la calle con todo y chivas; mientras el doctor Olivares de los Montes se dejaba crecer la barba luenga y sedosa y reaparecían los grandes letreros del INSTITUTO con su negro y sus guapas enfermeras. Y en anuncio a línea desplegada, los grandes diarios de la mañana llevaron la buena nueva hasta los rincones más apartados del país: “El eminente doctor don Fulgencio Olivares de los Montes acaba de regresar de Europa, después de haber visitado las clínicas más famosas del mundo. El doctor Olivares de los Montes ha traído los aparatos más modernos que la ciencia ha inventado en beneficio de la humanidad doliente. Cura sin drogas ni operación las enfermedades de la cintura… etcétera.”

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Pío Baroja San Sebastián, 28 de diciembre de 1872/ Madrid, 30 de octubre de 1956 Médico cirujano

Noche de

MÉDICO No sé por qué conservo tan grabado el recuerdo de aquella noche. El médico de un pueblo vecino me avisó para que fuera a ayudarle en una operación. Recibí su recado por la tarde, una tarde de otoño triste y oscura. Las nubes bajas se disolvían lentamente en una continua lluvia que dejaba lágrimas cristalinas en las ramas deshojadas de los árboles. Las casas de la aldea, con las paredes ennegrecidas, parecían agrandarse en la niebla. Cuando las ráfagas impetuosas de viento barrían el agua de la atmósfera, se veía, como al descorrerse un telón, las casas agrupadas del pueblo, por cuyas chimeneas escapaba con lentitud el humo de los hogares, a perderse en el ambiente gris que lo envolvía todo. Precedido por el labriego que había venido a buscarme, comenzamos a internarnos en el monte. Yo montaba en un viejo caballo, que iba tropezando a cada momento. El camino se dividía en unos sitios en estrechísimas sendas, terminaba a veces en prados cubiertos de hierba amarillenta, esmaltada por las campanillas purpúreas de las digitales, y subía y bajaba los senderos al cruzar una serie de colinas que, como enormes olas, se presentaban bajo un monte, olas que fueron quizá cuando la tierra más joven era una masa fluida originada de una nebulosa. Oscureció y seguimos marchando. Mi guía encendió un farol. A veces rompía el augusto silencio alguna canción del país, cantada por un labriego que segaba la hierba para las vacas. El camino bordeaba las heredades de los caseríos. El pueblo estaba cerca. Se le veía a lo lejos sobre una loma, y señal de su vida eran dos o tres puntos luminosos que brillaban en su montón sombrío de casas. Llegamos al pueblo y seguimos adelante; la casa se hallaba más lejos, en un recodo del sendero. Estaba oculta entre viejas encinas, robles corpulentos y hayas de monstruosos brazos y de plateada corteza. Parecía mirar de soslayo hacia el camino y esconderse para ocultar su miseria. 8

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Entré en la cocina del caserío; una vieja mecía en la cuna a un niño. —El otro médico está arriba —me dijo. Subí por una escalera al piso alto. De un cuarto cuya puerta daba al granero, escapaban lamentos roncos, desesperados, y un ¡ay, ené! regular, que variaba de intensidad, pero que se repetía siempre. Llamé, y el médico, mi compañero, me abrió la puerta. Del techo del cuarto colgaban trenzas de mazorcas de maíz; en las paredes, blancas por la cal, se veían dos cromos, uno de un Cristo y otro de la Virgen. Un hombre, sentado sobre un arca, lloraba en silencio; en el lecho, la mujer con la cara lívida, sin fuerzas más que para gemir, se abrazaba a su madre. Entraba libremente el viento en el cuarto por los intersticios de la ventana, y en el silencio de la noche resonaban potentes los mugidos de los bueyes... Mi compañero me explicó el caso, y allá en un rincón hablamos los dos grave y sinceramente, confesando nuestra ignorancia, pensando únicamente en salvar a la enferma. Hicimos nuestros preparativos. Se colocó en la cama a la mujer, su madre huyó llena de terror. Templé los fórceps en agua caliente, y los fui pasando a mi compañero, que colocó fácilmente una hoja del instrumento, después con más dificultad la otra; luego cerró el aparato. Entonces hubo ayes, gritos de dolor, protestas de rabia, rechinamiento de dientes; después mi compañero, tembloroso, con la frente llena de sudor, hizo un esfuerzo nervioso, hubo una pausa, seguida de un grito estridente, desgarrador... Había terminado el martirio; pero la mujer era ya madre, y, olvidando sus dolores, me preguntó, tristemente: —¿Muerto? —No, no —le dije yo.

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Aquella masa de carne que sostenía en mis manos nos vivía, respiraba. Poco después el niño gritaba, con un chillido agudo. —¡Ay, ené! —murmuró la madre, envolviendo con la misma frase, que le servía para expresar sus dolores, todas sus felicidades. Tras de un largo rato de espera, los médicos salimos de la casa. Había cesado de llover; la noche estaba húmeda y templada; por entre jirones de las negras nubes aparecía la luna iluminando un monte cercano con sus pálidos rayos. Caminaban por el cielo negros nubarrones, y el viento al azotar los árboles murmuraba como el mar oído desde lejos. Mi compañero y yo hablábamos de la vida del pueblo; de Madrid, que se nos aparecía como un foco de luz, de nuestras tristezas y de nuestras alegrías. Al llegar al recodo del camino nos despedimos: —¡Adiós! —me dijo él. —¡Adiós! —le dije yo, y nos estrechamos la mano con la ilusión de dos amigos íntimos, y nos separamos.

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Anton Chejov Taganrog, 29 de enero de 1860 / Badenweiler, Baden, 15 de julio de 1904 Médico cirujano

CIRUGÍA Estamos en un hospital del Zemstvo. A falta de doctor, que se ausentó para contraer matrimonio, recibe a los enfermos el practicante Kuriatin. Es un hombre grueso que ronda los cuarenta; viste una raída chaqueta de seda cruda y pantalones usados de lana. En su rostro se refleja el sentimiento de que cumple su deber y se encuentra satisfecho. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda sostiene un cigarro que despide un humo pestilente. A la sala de visitas entra el sacristán Vonmiglásov. Es un viejo alto y robusto, que viste una sotana pardusca ceñida con un ancho cinturón de cuero. El ojo derecho, atacado de cataratas, lo tiene medio cerrado; en la nariz ostenta una verruga que de lejos se asemeja a una mosca grande. En un primer momento el sacristán busca con los ojos el icono y, al no encontrarlo, se persigna ante una bombona que contiene una disolución de ácido fénico; luego saca un trozo de pan bendito, que traía envuelto en un pañuelo rojo, y, haciendo una inclinación, lo coloca ante el practicante. —Ah, mis respetos —bosteza el practicante—. ¿Qué lo trae por aquí? —Le deseo un buen domingo, Serguei Kuzmich. Tengo necesidad de sus servicios. Con razón se dice, y usted me perdonará, en el Salterio: “Mi bebida está mezclada con lágrimas”. El otro día me disponía con mi esposa a tomar el té y no pude ni probarlo, ni tomar un bocado; era como para morirse. Tomé un sorbo y sentí un dolor horrible en una muela y en toda esta parte. ¡Qué dolor, Dios mío! En el oído, perdóneme, parecía como si me hubieran metido un clavo u otro objeto. ¡Qué punzadas, qué punzadas! ¡He pecado, no observé la ley, mi alma se ha endurecido con vergonzosos pecados, he pasado la vida en la pereza! ¡Por mis pecados, Serguei Kuzmich, por mis pecados! El reverendo padre, después de los oficios litúrgicos, me lo echa en cara: “Tartamudeas, Efim, tu voz es gangosa. No hay manera de entender nada cuando cantas”. Pero ¿cómo quiere que cante, si me es imposible abrir la boca, tengo el carrillo hinchado y no he podido pegar ojo en toda la noche? 12

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—Ya veo. Siéntese. Abra la boca. Vonmiglásov se sienta y abre la boca. Kuriatin arruga el ceño, mira y, entre las muelas que el tabaco y el tiempo han puesto amarillas, ve una adornada con un resplandeciente agujero. —El padre diácono me aconsejó que me aplicara vodka con rábano, pero esto no me ha proporcionado ningún alivio. Glikeria Anísimovna, que Dios le conceda salud, me dio un hilo traído del monte Athos para que lo llevara atado al brazo y me dijo que hiciera buches de leche tibia. El hilo me lo puse, pero lo de la leche no lo cumplí: temo a Dios, estamos en Cuaresma. —Es un prejuicio. Hay que extraerla, Efim Mijéich. —Usted sabrá, Serguei Kuzmich. Para eso estudió, para comprender estas cosas tal como son, lo que hay que extraer y lo que se puede remediar con gotas o algo por el estilo. Para eso está aquí, que Dios le dé salud, para que recemos por usted día y noche como si fuera nuestro propio padre, hasta el fin de nuestros días. —Tonterías... —replica el practicante en un rasgo de modestia, mientras busca en el armario del instrumental—. La cirugía es una cosa muy sencilla, todo es cuestión de práctica y de buen pulso. En un instante acaba uno. El otro día, lo mismo que usted, vino el propietario Alexandr Ivánich Eguípetski, también con una muela. Es un hombre culto, todo lo pregunta, quiere saber el porqué y el cómo. Me estrechó la mano, me llamó por el nombre y el patronímico. Vivió siete años en Petersburgo y conoce allí a todos los profesores. Estuvo un buen rato conmigo. “Por nuestro Señor Jesucristo”, me suplicaba, “extráigamela, Serguei Kuzmich”. ¿Por qué no hacerlo? Se la podía extraer. Lo único que hace falta es comprender las cosas. Hay muelas y muelas. Unas se sacan con fórceps, otras con el pie de cabra, otras con la llave... Según los casos.

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El practicante toma el pie de cabra, lo mira interrogativamente, luego lo deja y coge los fórceps. —A ver, abra más la boca —dice, acercándose al sacristán con los fórceps—. Ahora mismo, es cosa de un momento. Tendré que hacerle una incisión en la encía, efectuar la tracción según el eje vertical, y eso es todo… —hace la incisión—. Y eso es todo... —Usted es nuestro protector. Nosotros, estúpidos, somos unos ignorantes, pero a usted lo iluminó el Señor... —No hable con la boca abierta. Esta muela es fácil de extraer, a veces uno no encuentra más que raigones, pero ésta es cosa de nada... —aplica los fórceps—. Quieto, no se mueva... En un abrir y cerrar de ojos... —efectúa la tracción—. Lo principal es agarrarla lo más hondo posible, para que la corona no se rompa. —Padre nuestro... Virgen Santísima... Ay... —Así no... así no... ¿A ver? ¡No me agarre! ¡Suélteme! —Tira—. Ahora, así, así... La cosa no es tan fácil... —¡Santos padres! —grita—. ¡Ángeles del cielo! ¡Ay, ay! ¡Pero tira ya, tira! ¿Te vas a pasar cinco años para arrancarla? —Esto de la cirugía... De un golpe no es posible... Ahora, ahora... Vonmiglásov levanta las rodillas hasta la altura de los codos, mueve los dedos, los ojos se le desorbitan, respira fatigosamente. Su cara, congestionada, se cubre de sudor, los ojos se le llenan de lágrimas. Kuriatin resopla, se mueve ante el sacristán y sigue tirando... Transcurre medio minuto horroroso y los fórceps se escurren de la muela. El sacristán se pone en pie de un salto y se mete los dedos en la boca. La muela sigue en su sitio. —¡Vaya manera de tirar! —dice con voz llorosa y, al mismo tiempo, burlona—. ¡Ojalá tiren así de ti en el otro mundo! ¡Muchísimas gracias! ¡Si no sabes sacar muelas, no te metas a hacerlo! No veo ni la luz. —¿Y tú por qué me agarrabas de ese modo? —se irrita el practicante—. Cuando yo tiraba, me empujabas en el brazo y no cesabas de decir estupideces. ¡Imbécil! —¡El imbécil serás tú! —¿Crees, mujik, que es fácil extraer una muela? ¡A ver, prueba tú! ¡No es como subir a la torre de la iglesia y repicar las campanas! —Remedándole—: “¡No sabes, no sabes!”. ¿Quién eres tú para decirlo? Al señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, le extraje una muela y no protestó para nada. Es un hombre mucho más distinguido que tú; no me agarraba. ¡Siéntate! ¡Te digo que te sientes! —No veo nada... Espera a que recobre el aliento. ¡Oh! Se sienta. —Pero no te entretengas tanto, tira fuerte. No te entretengas y tira ¡de una vez!

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—No me des lecciones. ¡Señor, qué gente más ignorante! Es para volverse loco… Abre la boca —aplica los fórceps—. La cirugía, hermano, no es una broma. No es lo mismo que cantar en el coro —hace la tracción—. No te muevas. Se ve que la muela es vieja; las raíces son muy hondas —tira—. No te muevas. Así... así... No te muevas... Ahora, ahora... —se oye un crujido—. ¡Ya lo sabía! Vonmiglásov permanece unos instantes inmóvil, como si hubiera perdido el conocimiento. Está aturdido. Sus ojos miran estúpidamente al espacio y su pálida cara está bañada en sudor. —Si hubiera usado el pie de cabra... —balbucea el practicante—. ¡Buena la hemos hecho! Volviendo en sí, el sacristán se mete los dedos en la boca y en el sitio de la muela enferma encuentra dos salientes. —Diablo sarnoso... —gruñe—. ¡Te han puesto aquí para nuestra desgracia! —Todavía vienes con insultos... —protesta el practicante, colocando los fórceps en el armario—. Eres un ignorante. En el seminario no te zurraron bastante. El señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, vivió siete años en Petersburgo, es un hombre culto, lleva trajes de cien rublos, y no me insultó. ¿Y tú, qué gallinácea eres? ¡No te pasará nada, no te morirás por eso! El sacristán coge el pan bendito de la mesa y, con la mano en la mejilla, se va por donde había venido…

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Arthur Conan Doyle Edimburgo, Reino Unido, Mayo 22 de 1859/ Crowborough, Reino Unido, Julio 7 de 1930, Médico cirujano

La aventura del

DETECTIVE AGONIZANTE La señora Hudson, la patrona de Sherlock Holmes, tenía una larga experiencia de sufrimiento. No sólo encontraba invadido su primer piso a todas horas por bandadas de personajes extraños y a menudo indeseables, sino que su notable huésped mostraba una excentricidad y una irregularidad de vida que sin duda debía poner duramente a prueba su paciencia. Su increíble desorden, su afición a la música a hora extrañas, su ocasional entrenamiento con el revólver en la habitación, sus descabellados y a menudo malolientes experimentos científicos, y la atmósfera de violencia y peligro que le envolvía, hacían de él el peor inquilino de Londres. En cambio, su pago era principesco. No me cabe duda de que podría haber comprado la casa por el precio que Holmes pagó por sus habitaciones en los años que estuve con él. La patrona sentía el más profundo respeto hacia él y nunca se atrevía a llamarle al orden por molestas que le parecieran sus costumbres. Además, le tenía cariño, pues era un hombre de notable amabilidad y cortesía en su trato con las mujeres. Él las detestaba y desconfiaba de ellas, pero era siempre un adversario caballeroso. Sabiendo qué auténtica era su consideración hacia Holmes, escuché atentamente el relato que ella me hizo cuando vino a mi casa el segundo año de mi vida de casado y me habló de la triste situación a la que estaba reducido mi pobre amigo. —Se muere, doctor Watson —dijo—. Lleva tres días hundiéndose, y dudo que dure el día de hoy. No me deja llamar a un médico. Esta mañana, cuando vi cómo se le salen los huesos de la cara, y cómo me miraba con sus grandes ojos brillantes, no pude resistir más. “Con su permiso o sin él, señor Holmes, voy ahora mismo a buscar a un médico”, dije. “Entonces, que sea Watson”, dijo. Yo no perdería ni una hora en ir a verle, señor, o a lo mejor ya no lo ve vivo. Me quedé horrorizado, pues no había sabido nada de su enfermedad. Ni que decir tiene que me precipité a buscar mi abrigo y mi sombrero. Mientras íbamos en el coche, pregunté detalles. 18

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—Tengo poco que contarle. El había estado trabajando en un caso en Rotherhithe, en un callejón junto al río, y se ha traído la enfermedad con él. Se acostó el miércoles por la tarde y desde entonces no se ha movido. Durante esos tres días no ha comido ni bebido nada. —¡Válgame Dios! ¿Por qué no llamó a su médico? —El no quería de ningún modo, doctor Watson. Ya sabe que dominante es. No me atreví a desobedecerle. Pero no va a durar mucho en este mundo, como verá usted mismo en el momento en que le ponga los ojos encima. Cierto que era un espectáculo lamentable. En la media luz de un día neblinoso de noviembre, el cuarto del enfermo era un lugar tenebroso, y esa cara macilenta y consumida que me miraba fijamente desde la cama hizo pasar un escalofrío por mi corazón. Sus ojos tenían el brillo de la fiebre, sus mejillas estaban encendidas de un modo inquietante, y tenía los labios cubiertos de costras oscuras; las flacas manos sobre la colcha se agitaban convulsivamente, y su voz croaba de modo espasmódico. Siguió tendido inerte cuando entré en el cuarto, pero al verme hubo un fulgor de reconocimiento en sus ojos. —Bueno, Watson, parece que hemos caído en malos días— dijo con voz débil, pero con algo de su vieja indolencia en sus modales. —¡Mi querido amigo!— exclamé, acercándome a él. —¡¡Atrás!! ¡Échese atrás! —dijo, del modo tajante e imperioso que yo había visto en él sólo en momentos de crisis—. Si se acerca a mí, Watson, mandaré echarle de casa. —Pero ¿por qué? —Porque ése es mi deseo. ¿No basta? Sí, la señora Hudson tenía razón. Estaba más dominante que nunca. Sin embargo, era lamentable ver su agotamiento. —¡Exactamente! Ayudará mejor haciendo lo que se le dice. —Es verdad, Holmes. MÉDICOS “INFECTADOS” POR EL VIRUS DE LA LITERATURA

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Él suavizó la dureza de sus maneras. —¿No estará irritado? —preguntó, jadeando para obtener aliento. Pobre hombre, ¿cómo iba yo a estar irritado al verlo tendido en tal situación frente a mí? —Es por su bien, Watson— respondió. —¿Por mi bien? —Sé lo que me pasa. Es una enfermedad de los coolíes de Sumatra, algo que los holandeses conocen mejor que nosotros, aunque hasta ahora no han conseguido mucho. Sólo una cosa es cierta. Es mortal de necesidad, y es terriblemente contagiosa. Ahora hablaba con una energía febril, con las largas manos convulsionándose y sacudiéndose en gestos para que me alejara. —Contagiosa por contacto; eso es. Mantenga la distancia y todo irá bien. —¡Válgame Dios, Holmes! ¿Supone que eso va a influir en mí por un momento? No me afectaría en el caso de un desconocido. ¿Se imagina que me impediría cumplir mi deber con tan viejo amigo? Volví a avanzar, pero me rechazó con una mirada de cólera furiosa. —Si se queda ahí, le hablaré. Si no, tiene que marcharse de este cuarto. Siento tan profundo respeto por las extraordinarias cualidades de Holmes, que siempre he obedecido a sus deseos, aun cuando menos los entendiera. Pero ahora todo mi instinto profesional estaba excitado. Aunque él fuera mi jefe en otro sitio, en un cuarto de un enfermo yo era el suyo. —Holmes— dije—, usted no es usted mismo. Un enfermo es sólo un niño, y así le voy a tratar. Quiéralo o no, voy a examinar sus síntomas y lo voy a tratar. Me miró con ojos venenosos. —Si debo tener un médico, quiéralo o no, por lo menos que sea uno en quien tenga confianza— dijo. —¿Entonces no la tiene en mí? —En su amistad, ciertamente. Pero los hechos son los hechos, Watson, y después de todo, usted es sólo un médico general de experiencia muy limitada y de títulos mediocres. Es doloroso tener que decir estas cosas, pero me obliga a ello. Me sentí muy ofendido. —Tal observación no es digna de usted, Holmes. Me muestra muy claramente el estado de sus nervios. Pero si no tiene confianza en mí, no le impondré mis servicios. Traigamos a sir Jasper Meek, o Penrose Fisher, o cualquiera de los mejores de Londres. Pero alguno tiene que aceptar, y eso es definitivo. Si cree que voy a quedarme aquí quieto, viéndole morir sin ayudarle bien por mí mismo o bien trayendo otro para que le ayude, se ha equivocado de persona. —Tiene buenas intenciones, Watson —dijo el enfermo, con algo entre un sollozo y un gemido—. ¿Tengo que demostrarle su propia ignorancia? ¿Qué sabe usted, por favor, de la fiebre Tapanuli? ¿Qué sabe de la corrupción negra de Formosa? —No he oído hablar de ninguna de las dos cosas.

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—En Oriente, Watson, hay muchos problemas de enfermedades, muchas posibilidades patológicas extrañas.—Se contenía después de cada frase para concentrar su menguante energía—. He aprendido mucho en algunas investigaciones recientes de índole médico-criminal. En el transcurso de ellas he dado con esa enfermedad. Usted no puede hacer nada. —Quizá no. Pero por casualidad sé que el doctor Ainstree, la mayor autoridad viviente en enfermedades tropicales, está ahora en Londres. Es inútil toda protesta, Holmes. Voy a buscarlo ahora mismo —y me dirigí decidido hacia la puerta. ¡Nunca he sufrido tal choque! En un momento, con un salto de tigre, el agonizante me había interceptado. Oí el brusco chasquido de una llave al girar. Un momento después, volvió tambaleante a su cama, agotado y jadeante después de esa única llamarada de energía. —No me quitará la llave por la fuerza, Watson. Ya la tengo, amigo mío. Aquí está, y aquí se quedará hasta que yo disponga otra cosa. Pero le seguiré el humor. —Todo eso en breves jadeos, con terribles luchas en medio, buscando aliento—. Sólo piensa usted en mi propio bien. Se saldrá con la suya, pero déme tiempo de reunir fuerzas. Ahora no, Watson, ahora no. Son las cuatro. A las seis se puede ir. —Eso es una locura, Holmes. —Sólo dos horas, Watson. Le prometo que se irá a las seis. ¿Está contento de esperar? —Parece que no tengo alternativa. —En absoluto, Watson. Gracias, no necesito ayuda para arreglar la ropa de la cama. Usted, por favor, guarde la distancia. Bueno, Watson, sólo hay otra condición que yo pondría. Usted buscará ayuda, pero no del médico que ha mencionado, sino del que elija yo. —No faltaba más. —Las tres primeras palabras sensatas que ha pronunciado desde que entró en este cuarto, Watson. Ahí encontrará algunos libros. Estoy un tanto agotado; no sé cómo se sentirá una batería cuando vierte la electricidad en un no-conductor. A las seis, Watson, reanudaremos nuestra conversación. Pero estaba destinada a reanudarse mucho antes de esa hora, y en circunstancias que me ocasionaron una sacudida sólo inferior a la causada por su salto a la puerta. Yo llevaba varios minutos mirando la silenciosa figura que había en la cama. Tenía la cara casi cubierta y parecía dormir. Entonces, incapaz de quedarme sentado leyendo, me paseé despacio por el cuarto, examinando los retratos de delincuentes célebres con que estaba adornado. Al fin, en mi paseo sin objetivo, llegué ante la repisa de la chimenea. Sobre ella se dispersaba un caos de pipas, bolsas de tabaco, jeringas, cortaplumas, cartuchos de revólver y otros chismes. En medio de todo esto, había una cajita blanca y negra, de marfil, con una tapa deslizante. Era una cosita muy bonita; había extendido yo la mano para examinarla más de cerca cuando… Fue terrible el grito que dio, un aullido que se podía haber oído desde la calle. Sentí frío en la piel y el pelo se me erizó de tan horrible chillido. Al volver22

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me, vislumbré un atisbo de cara convulsa y unos ojos frenéticos. Me quedé paralizado, con la cajita en la mano. —¡Deje eso! Déjelo al momento, Watson, ¡al momento, digo! —Cuando volví a poner la caja en la repisa, su cabeza volvió a hundirse en la almohada, y lanzó un hondo suspiro de alivio—. Me molesta que se toquen mis cosas, Watson. Ya sabe que me molesta. Usted enreda más de lo tolerable. Usted, un médico, es bastante como para mandar a un paciente al manicomio. ¡Siéntese, hombre, y déjeme reposar! Ese incidente dejó en mi ánimo una impresión muy desagradable. La violenta excitación sin motivo, seguida por esa brutalidad de lenguaje, tan lejana de su acostumbrada suavidad, me mostraba qué profunda era la desorganización de su mente. De todas las ruinas, la de una mente noble es la más deplorable. Yo seguí sentado en silenciosa depresión hasta que pasó el tiempo estipulado. El parecía haber observado el reloj tanto como yo, pues apenas eran las seis cuando empezó a hablar con la misma excitación febril de antes. —Bueno, Watson —dijo—. ¿Lleva cambio en el bolsillo? —Sí. —¿Algo de plata? —Bastante. —¿Cuántas coronas? —Tengo cinco. —¡Ah, demasiado pocas! ¡Demasiado pocas! ¡Qué mala suerte, Watson! Sin embargo, tal como son, métaselas en el bolsillo del reloj, y todo su otro dinero, en el bolsillo izquierdo del pantalón. Gracias. Así se equilibrará mucho mejor. Era una locura delirante. Se estremeció y volvió a emitir un ruido entre la tos y el sollozo. —Ahora encienda el gas, Watson, pero tenga mucho cuidado de que ni por un momento pase de la mitad. Le ruego que tenga cuidado, Watson. Gracias, así está muy bien. No, no hace falta que baje la cortinilla. Ahora tenga la bondad de poner unas cartas y papeles en esa mesa a mi alcance. Gracias. Ahora algo de esos trastos de la repisa. ¡Excelente, Watson! Ahí hay unas pinzas de azúcar. Tenga la bondad de levantar, con ayuda de ellas, esa cajita de marfil. Póngala ahí entre los papeles. ¡Bien! Ahora puede ir a buscar al señor Culverton Smith, en Lower Street, 13. —Nunca he oído tal nombre —dije. —Quizá no, mi buen Watson. A lo mejor le sorprende saber que el hombre que más entiende en el mundo sobre esta enfermedad no es un médico, sino un plantador. El señor Culverton Smith es un conocido súbdito de Sumatra, que ahora se encuentra de viaje en Londres. Una irrupción de esta enfermedad en su plantación, que estaba muy lejos de toda ayuda médica, le hizo estudiarla él mismo, con consecuencias de gran alcance. Es una persona muy metódica, y no quise que se pusiera usted en marcha antes de las seis porque sabía muy bien que no lo encontraría en su estudio. Si pudiera persuadirle para que viniera aquí y nos hiciera beneficiarios de su experiencia impar 24

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(*) Coche de punto o Hackney Coach debe su nombre a la palabra francesa haquenee, que significa “caballo de alquiler”. Estos vehículos de cuatro ruedas y tirados por dos caballos, eran en realidad carruajes viejos que las familias nobles habían dejado de usar y se convirtieron en medio de transporte en Londres en el siglo XVII.

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en esta enfermedad, cuya investigación es su entretenimiento favorito, no dudo que me ayudaría. Doy las palabras de Holmes como un todo consecutivo, y no voy a intentar reproducir cómo se interrumpían con jadeos tratando de recobrar el aliento y con apretones de manos que indicaban el dolor que sufría. Su aspecto había empeorado en las pocas horas que llevaba yo con él. Sus colores febriles estaban más pronunciados, los ojos brillaban más desde unos huecos más oscuros, y un sudor frío recorría su frente. Sin embargo, conservaba su confiada vivacidad de lenguaje. Hasta el último jadeo, seguiría siendo el jefe. —Le dirá exactamente cómo me ha dejado —dijo—. Le transmitirá la misma impresión que hay en su mente, un agonizante, un agonizante que delira. En efecto, no puedo pensar por qué todo el cauce del océano no es una masa maciza de ostras, si tan prolíficas parecen. ¡Ah, estoy disparatando! ¡Qué raro, cómo el cerebro controla el cerebro! ¿Qué iba diciendo, Watson? Mis instrucciones para el señor Culverton Smith. Ah, sí, ya me acuerdo. Mi vida depende de eso. Convénzalo, Watson. No hay buenas relaciones entre nosotros. Su sobrino, Watson, sospechaba yo algo sucio y le permití verlo. El muchacho murió horriblemente. Tiene un agravio contra mí. Usted lo ablandará, Watson. Ruéguele, pídaselo, tráigalo aquí como sea. Él puede salvarme, ¡sólo él! —Lo traeré en un coche de punto (*), si lo tengo que traer como sea. —No haga nada de eso. Usted lo convecerá para que venga. Y luego volverá antes que él. Ponga alguna excusa para no volver con él. No lo olvide, Watson. No me vaya a fallar. Usted nunca me ha fallado. Sin duda, hay enemigos naturales que limitan el aumento de las criaturas. Usted y yo, Watson, hemos hecho nuestra parte. ¿Va a quedar el mundo, entonces, invadido por las ostras? ¡No, no, es horrible! Transmítale todo lo que hay en su mente. Lo dejé con la imagen de ese magnífico intelecto balbuceando como un niño estúpido. Él me había entregado la llave, y con una feliz ocurrencia, me la llevé conmigo, no fuera a cerrar él mismo. La señora Hudson esperaba, temblaba y lloraba en el pasillo. Detrás de mí, al salir del piso, oí la voz alta y fina de Holmes en alguna salmodia delirante. Abajo, mientras yo silbaba llamando a un coche de punto, se me acercó un hombre entre la niebla. —¿Cómo está el señor Holmes?— preguntó. Era un viejo conocido, el inspector Morton, de Scotland Yard, vestido con ropas nada oficiales. —Está muy enfermo— contesté. Me miró de un modo muy raro. Si no hubiera sido demasiado diabólico, podría haber imaginado que la luz del farol de gas mostraba exultación en su cara. —Había oído rumores de eso— dijo. El coche me esperaba ya y le dejé. Lower Burke Street resultó ser una línea de bonitas casas extendidas en la vaga zona limítrofe entre Notting Hill y Kensington. La casa ante la cual se detuvo mi cochero tenía un aire de ufana y solemne respetabilidad en sus verjas de hierro pasadas de moda, su enorme puerta plegadiza y sus dorados re-



lucientes. Todo estaba en armonía con un solemne mayordomo que apareció enmarcado en el fulgor rosado de una luz eléctrica coloreada que había detrás de él. —Sí, el señor Culverton Smith está en casa. ¡El doctor Watson! Muy bien, señor, subiré su tarjeta. Mi humilde nombre y mi título no parecieron impresionar al señor Culverton Smith. A través de la puerta medio abierta oí una voz aguda, petulante y penetrante: —¿Quién es esa persona? ¿Qué quiere? Caramba, Staples, ¿cuántas veces tengo que decir que no quiero que me molesten en mis horas de estudio? Hubo un suave chorro de respetuosas explicaciones por parte del mayordomo. —Bueno, no lo voy a ver, Staples, no puedo dejar que se interrumpa así mi trabajo. No estoy en casa. Dígaselo. Dígale que venga por la mañana si quiere verme realmente. Otra vez el suave murmullo. —Bueno, bueno, déle ese recado. Puede venir por la mañana o puede no volver. Mi trabajo no tiene que sufrir obstáculos. Pensé en Holmes revolviéndose en su lecho de enfermo, y contando los minutos, quizá, hasta que pudiera proporcionarle ayuda. No era un momento como para detenerse en ceremonias. Su vida dependía de mi prontitud. Antes de que aquel mayordomo, todo excusas, me entregara su mensaje, me abrí paso de un empujón, dejándole atrás, y estaba ya en el cuarto. Con un agudo grito de cólera, un hombre se levantó de una butaca colocada junto al fuego. Vi una gran cara amarilla, de áspera textura y grasienta, de pesada sotabarba, y unos ojos huraños y amenazadores que fulguraban hacía mí por debajo de unas pobladas cejas color de arena. Su alargada cabeza calva llevaba una gorrita de estar en casa, de terciopelo, inclinada con coquetería hacia un lado de su curva rosada. El cráneo era de enorme capacidad, y sin embargo, bajando los ojos, vi con asombro que la figura de ese hombre era pequeña y frágil, y retorcida por los hombros y la espalda como quien ha sufrido raquitismo desde su infancia. —¿Qué es esto?—gritó con voz aguda y chillona—. ¿Qué significa esta intrusión? ¿No le mandé recado de que viniera mañana por la mañana? —-Lo siento —dije—, pero el asunto no se puede aplazar. El señor Sherlock Holmes… El pronunciar el nombre de mi amigo tuvo un extraordinario efecto en el hombrecillo. El aire de cólera desapareció en un momento de su cara, y sus rasgos se pusieron tensos y alertados. —¿Viene de parte de Holmes? — preguntó.

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—Acabo de dejarle. —¿Qué hay de Holmes? ¿Cómo está? —Está desesperadamente enfermo. Por eso he venido. El hombre me hizo señal de que me sentara en una butaca y se volvió para sentarse otra vez en la suya. Al hacerlo así, vislumbré un atisbo de su cara en el espejo de encima de la chimenea. Hubiera podido jurar que mostraba una maliciosa y abominable sonrisa. Pero me convencí de que debía ser alguna contracción nerviosa que yo había sorprendido, pues un momento después se volvió hacia mí con auténtica preocupación en sus facciones. —Lamento saberlo —dijo—. Sólo conozco al señor Holmes a través de algunos asuntos de negocios que hemos tenido, pero siento gran respeto hacia su talento y su personalidad. Es un aficionado del crimen, como yo de la enfermedad. Para él, el delincuente; para mí, el microbio. Ahí están mis prisiones —continuó, señalando una hilera de botellas y tarros en una mesita lateral—. Entre esos cultivos de gelatina, están cumpliendo su condena algunos de los peores delincuentes del mundo. —Por su especial conocimiento del tema, es por lo que deseaba verle el señor Holmes. Tiene una elevada opinión de usted, y pensó que era la única persona en Londres que podría ayudarle. El hombrecillo se sobresaltó, y la elegante gorrita resbaló al suelo. —¿Por qué? -—preguntó—. ¿Por qué iba a pensar el señor Holmes que yo le podía ayudar en su dificultad? —Por su conocimiento de las enfermedades orientales. —Pero ¿por qué iba a pensar que esa enfermedad que ha contraído es oriental? —Porque en unas averiguaciones profesionales, ha trabajado con unos marineros chinos en los muelles. El señor Culverton Smith sonrió agradablemente y recogió su gorrita. —Ah, es eso —dijo—. Confío en que el asunto no sea tan grave como usted supone. ¿Cuánto tiempo lleva enfermo? —Unos tres días. —¿Con delirios? —De vez en cuando. —¡Vaya, vaya! Eso parece serio. Sería inhumano no responder a su llamada. Lamento mucho esta interrupción en mi trabajo, doctor Watson, pero este caso ciertamente es excepcional. Iré con usted enseguida. Recordé la indicación de Holmes. —Tengo otro recado que hacer— dije. —Muy bien. Iré solo. Tengo anotada la dirección del señor Holmes. Puede estar seguro de que estaré allí antes de media hora. Volví a entrar en la alcoba de Holmes con el corazón desfalleciente. Tal como lo dejé, en mi ausencia podía haber ocurrido lo peor. Para mi enorme alivio, había mejorado mucho en el intervalo. Su aspecto era tan espectral como antes, pero había desaparecido toda huella de delirio y hablaba con una voz débil, en verdad, pero con algo de su habitual claridad y lucidez. —Bueno, ¿lo ha visto, Watson? 30

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—Sí, ya viene. —¡Admirable, Watson! ¡Admirable! Es usted el mejor de los mensajeros. —Deseaba volver conmigo. —Eso no hubiera valido, Watson. Sería obviamente imposible. ¿Preguntó que enfermedad tenía yo? —Le hablé de los chinos en el East End. —¡Exactamente! Bueno, Watson, ha hecho todo lo que podía hacer un buen amigo. Ahora puede desaparecer de la escena. —Debo esperar a oír su opinión, Holmes. —Claro que debe. Pero tengo razones para suponer que esa opinión será mucho más franca y valiosa si se imagina que estamos solos. Queda el sitio justo detrás de la cabecera de mi cama. —¡Mi querido Holmes! —Me temo que no hay alternativa, Watson. El cuarto no se presta a esconderse, pero es preciso que lo haga, en cuanto que es menos probable que despierte sospechas. Pero ahí mismo, Watson, se me antoja que podría hacerse el trabajo. —De repente se incorporó con rígida atención en su cara hosca-. Ya se oyen las ruedas, Watson. ¡Pronto, hombre, si de verdad me aprecia! Y no se mueva, pase lo que pase, ¿me oye? ¡No hable! ¡No se mueva! Escuche con toda atención. Luego, en un momento, desapareció su súbito acceso de energía, y sus palabras dominantes y llenas de sentido se extinguieron en los sordos y vagos murmullos de un hombre delirante. Desde el escondite donde me había metido tan rápidamente, oí los pasos por la escalera, y la puerta de la alcoba que se abría y cerraba. Luego, para mi sorpresa, hubo un largo silencio, roto sólo por el pesado aliento y jadeo del enfermo. Pude imaginar que nuestro visitante estaba de pie junto a la cama y miraba al que sufría. Por fin se rompió ese extraño silencio. —¡Holmes!—gritó—. ¡Holmes!—con el tono insistente de quien despierta a un dormido—. ¿Me oye, Holmes? —Hubo un roce, como si hubiera sacudido bruscamente al enfermo por el hombro. —¿Es usted, señor Smith? —susurró Holmes—. Apenas me atrevería a esperar que viniera. El otro se rió. —Ya me imagino que no —dijo—. Y sin embargo, ya ve que estoy aquí. ¡Remordimientos de conciencia! —Es muy bueno de su parte, muy noble. Aprecio mucho sus especiales conocimientos. Nuestro visitante lanzó una risita. —Claro que sí. Por suerte, usted es el único hombre en Londres que los aprecia. ¿Sabe lo que le pasa? —Lo mismo— dijo Holmes. —¡Ah! ¿Reconoce los síntomas? —De sobra. —Bueno, no me extrañaría, Holmes. No me extrañaría que fuera lo mismo. Una mala perspectiva para usted si lo es. El pobre Víctor se murió a los cuatro 32

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días; un muchacho fuerte, vigoroso. Como dijo usted, era muy chocante que hubiera contraído una extraña enfermedad, que, además, yo había estudiado especialmente. Singular coincidencia, Holmes. Fue usted muy listo al darse cuenta, pero poco caritativo al sugerir que fuera causa y efecto. —Sabía que lo hizo usted. —¿Ah, sí? Bueno, usted no pudo probarlo, en todo caso. Pero ¿qué piensa de usted mismo, difundiendo informes así sobre mí, y luego arrastrándose para que le ayude en el momento en que está en apuros? ¿Qué clase de juego es éste?, ¿eh? Oí el aliento ronco y trabajoso del enfermo. —¡Déme agua! — jadeó. —Está usted cerca de su fin, amigo mío, pero no quiero que se vaya hasta que tenga yo unas palabras con usted. Por eso le doy agua. Ea, ¡no la vierta por ahí! Está bien. ¿Entiende lo que le digo? Holmes gimió. —Haga por mí lo que pueda. Lo pasado, pasado— susurró—. Yo me quitaré de la cabeza esas palabras: juro que lo haré. Sólo cúreme y lo haré. —Olvidará, ¿qué? —Bueno, lo de la muerte de Víctor Savage. Usted casi reconoció que lo había hecho. Lo olvidaré. —Puede olvidarlo o recordarlo, como le parezca. No lo veo declarando en la tribuna de los testigos. Lo veo entre otras maderas de forma muy diferente, mi buen Holmes, se lo aseguro. No me importa nada que sepa cómo murió mi sobrino. No es de él de quien hablamos. Es de usted. —Sí, sí. —El tipo que vino a buscarme, no recuerdo cómo se llama, dijo que había contraído esa enfermedad en el East End entre los marineros. —Sólo así me lo puedo explicar. —Usted está orgulloso de su cerebro, Holmes, ¿verdad? Se considera listo, ¿no? Esta vez se ha encontrado con otro más listo. Ahora vuelva la vista atrás, Holmes. ¿No se imagina de otro modo cómo podría haber contraído eso? —No puedo pensar. He perdido la razón. ¡Ayúdeme, por Dios! —Sí, le ayudaré. Le ayudaré a entender dónde está y cómo ha venido a parar a esto. Me gustaría que lo supiera antes de morir. —Déme algo para aliviarme el dolor. —Es doloroso, ¿verdad? Sí, los coolíes solían chillar un poco al final. Le entra como un espasmo, imagino. —Sí, sí; es un espasmo. —Bueno, de todos modos, puede oír lo que digo. ¡Escuche ahora! ¿No recuerda algún incidente desacostumbrado en su vida poco antes de que empezaran sus síntomas? —No, no, nada. —Vuelva a pensar. —Estoy demasiado mal para pensar. —Bueno, entonces lo ayudaré. ¿Le llegó algo por correo? —¿Por correo? 34

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—¿Una caja, por casualidad? —Me desmayo. ¡Me muero! —¡Escuche, Holmes — hubo un ruido como si sacudiera al agonizante, y yo hice lo que pude para seguir callado en mi escondite—. Debe oírme. Me va a oír. ¿Recuerda una caja, una caja de marfil? Llegó el miércoles. Usted la abrió, ¿recuerda? —Sí, sí, la abrí. Dentro había un resorte agudo. Alguna broma… —No fue una broma, como verá. Idiota, usted se empeñó y ya lo tiene. ¿Quién le mandó cruzarse en mi camino? Si me hubiera dejado en paz, yo no le habría hecho nada. —Recuerdo— jadeó Holmes—. ¡El resorte! Me hizo sangre. Esa caja… está en la mesa. —¡Esa misma, caramba! Y más vale que salga del cuarto en mi bolsillo. Aquí va su último jirón de pruebas. Pero ya tiene la verdad, Holmes, y puede morirse sabiendo que yo lo maté. Usted sabía demasiado del destino de Víctor Savage, así que lo he enviado a compartirlo. Está usted muy cerca de su final, Holmes. Me quedaré aquí sentado y veré como se muere. La voz de Holmes había bajado a un susurro casi inaudible. —¿Qué es eso? —dijo Smith—. ¿Subir el gas? Ah, las sombras empiezan a caer, ¿verdad? Sí, lo subiré para que me vea mejor.—Cruzó el cuarto y la luz de repente se hizo más brillante—. ¿Hay algún otro servicio que pueda hacerle, amigo mío? —Un cerillo y un cigarro. Casi grité de alegría y asombro. Hablaba con su voz natural; un poco débil, quizá, pero la misma que yo conocía. Hubo una larga pausa y noté que Culverton estaba parado, mirando mudo de asombro a su compañero. —¿Qué significa esto?— le oí decir al fin, en tono seco y ronco. —El mejor modo de representar un personaje—dijo Holmes—. Le doy mi palabra de que desde hace tres días no he probado de comer ni de beber hasta que usted ha tenido la bondad de darme un vaso de agua. Pero el tabaco es lo que encuentro más molesto. Ah, ahí unos cigarrillos. —Oí rascar un cerillo—. Esto está mucho mejor. ¡Hola, hola! ¿Oigo los pasos de un amigo? Fuera se oyeron unas pisadas, se abrió la puerta y apareció el inspector Morton. —Todo está en orden y aquí tiene a su hombre— dijo Holmes. El policía hizo las advertencias de rigor. —Lo detengo acusado del asesinato de un tal Víctor Savage— concluyó. —Y podría añadir que por intento de asesinato de un tal Sherlock Holmes — observó mi amigo con una risita—. Para ahorrar molestias a un inválido, el señor Culverton Smith tuvo la bondad de dar nuestra señal subiendo el gas. Por cierto, el detenido tiene en el bolsillo derecho de la chaqueta una cajita que valdría más quitar de en medio. Gracias. Yo la trataría con cuidado si fuera usted. Déjela ahí. Puede desempeñar su papel en el juicio. Hubo una súbita agitación y un forcejeo, seguido por un ruido de hierro y un grito de dolor. —No conseguirá más que hacerse daño— dijo el inspector—. Quédese quieto, ¿quiere? MÉDICOS “INFECTADOS” POR EL VIRUS DE LA LITERATURA

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Sonó el ruido de las esposas al cerrarse. —¡Bonita trampa!— gritó la voz aguda y gruñona—. Esto lo llevará al banquillo a usted, Holmes, no a mí. Me pidió que viniera aquí a curarle. Me compadecí y vine. Ahora sin duda inventará que he dicho algo para apoyar sus sospechas demenciales. Puede mentir como guste, Holmes. Mi palabra es tan buena como la suya. —¡Válgame Dios! —gritó Holmes—. Se me había olvidado del todo. Mi querido Watson, le debo mil excusas. ¡Pensar que le he pasado por alto! No necesito presentarle al señor Culverton Smith, ya que entiendo que le ha conocido antes, esta tarde. ¿Tiene abajo el coche a punto? Lo seguiré en cuanto me vista; quizá sea útil en la comisaría. “Nunca me había hecho más falta —dijo Holmes, mientras se reanimaba con un vaso de borgoña y unas galletas, en los intervalos de su arreglo—. De todos modos, como usted sabe, mis costumbres son irregulares, y tal hazaña significa para mí menos que para la mayoría de los hombres. Era esencial que hiciera creer a la señora Hudson acerca de mi situación, puesto que ella debía transmitírsela a usted. ¿No se habrá ofendido, Watson? Se dará cuenta de que, entre sus muchos talentos, no hay lugar para el disimulo. Nunca habría sido capaz de darle a Smith la impresión de que su presencia era urgentemente necesaria, lo cual era el punto vital de todo el proyecto. Conociendo su naturaleza vengativa, seguro que vendría a ver su obra”. —Pero ¿y su aspecto, Holmes, su cara fantasmal? —Tres días de completo ayuno no mejoran la belleza de uno, Watson. Por lo demás, pasando una esponja con vaselina por la frente y poniendo belladona en los ojos, colorete en los pómulos y costras de cera en los labios, se puede producir un efecto muy satisfactorio. Fingir enfermedades es un tema sobre el que he pensado a veces escribir una monografía. Un poco de charla ocasional sobre medias coronas, ostras o cualquier otro tema extraño produce suficiente impresión de delirio. —Pero, ¿por qué no me quiso dejar que me acercara, puesto que en realidad no había infección? —¿Y usted lo pregunta, querido Watson? ¿Se imagina que no tengo respeto a su talento médico? ¿Podía imaginar yo que su astuto juicio iba a aceptar a un agonizante que, aunque débil, no tenía el pulso ni la temperatura anormales? A cuatro pasos se le podía engañar. Si no conseguía engañarle, ¿quién iba a traer a Smith a mi alcance? No, Watson, yo no tocaría esa caja. Puede ver, si la mira de lado, el resorte agudo que sale cuando se abre, como un colmillo de víbora. Me atrevo a decir que fue con un recurso así con lo que halló la muerte el pobre Savage, que se interponía entre ese monstruo y una herencia. Sin embargo, como sabe, mi correspondencia es muy variada, y estoy un tanto en guardia contra cualquier paquete que me llegue. Pero me pareció que fingiendo que él había conseguido realmente su propósito, podría arrancarle una confesión. Y he realizado ese proyecto con la perfección del verdadero artista. Gracias, Watson, tiene que ayudarme a ponerme la chaqueta. Cuando hayamos acabado con la comisaría, creo que no estaría de más tomar algo nutritivo en Simpson’s. 38

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Archibald J. Cronin Dunbartonshire, 19 de julio de 1896/ Montreux, 6 de enero de 1981 Médico cirujano

PÉRDIDAS y GANANCIAS El cerro de Langloan se encuentra al oeste de Levenford. Se trata de una colina fragosa, pelada y fea, con una faja de achaparrados árboles en su base, igual que una orla de pelo en derredor de la cabeza de un calvo. Pero el arbolado carece de importancia. El valor de Langloan lo constituyen sus canteras. Las canteras, penetrando profundamente en la parte superior del monte, proporcionan una magnífica piedra arenisca, rica en colores y fácil de trabajar, que es la que ha hecho famoso el cerro. Una vez por semana, generalmente los martes, si se subía el estrecho sendero que va desde la carretera de Ardfillan a la cima del cerro, el paseante encontraba cerrado el paso por una bandera roja y un cartel que decía en grandes letras encarnadas: “¡Peligro! Explosión de barrenos” Realmente, el peligro no era considerable; y si, a pesar de la advertencia, uno se disponía a seguir adelante, desde el cinturón de raquíticos árboles podía contemplar detenidamente la explosión de los barrenos. El martes que nos ocupa, exactamente el 12 de marzo, habían comenzado los trabajos. Hacía una mañana fresca; soplaba el viento. Las nubes corrían veloces a través de un cielo bruñido. A unas doscientas yardas de distancia, se levantaba la escarpada mole de la rojiza cantera. Trabajaban al pie de la roca unos cuantos barreneros. Vistos desde lejos, no parecían hombres, sino pigmeos de una época prehistórica en algún gigantesco acantilado paleolítico. Dan Tainsh se encontraba al frente de la cuadrilla. Sin embargo, no es que fuera el jefe del equipo, pues era demasiado irresponsable y, al mismo tiempo, excesivamente informal. Pequeño, moreno, con un cuello de toro, inflamable como la yesca, con un puño que podría causar el efecto de la coz de un mulo, Dan era adusto y brutal para dar las órdenes. He aquí por qué, una vez en el tajo, se le admitía como encargado de la cuadrilla. 40

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De hecho, Dan hubiese podido ser capataz efectivo, ganando tres veces más; pero a pesar de sus cuarenta años, daba la impresión de no tener ni pizca de juicio. Bebía demasiado; su genio iracundo y camorrista lo hacía turbulento. Le gustaban los escándalos, cuyo epílogo, el lunes por la mañana, había purgado varias veces en la cárcel de la ciudad. —Dan se encuentra de nuevo a buen recaudo. Era una frase corriente, estereotipada, por decirlo así, entre sus camaradas de la cantera cuando Dan, después del día festivo, dejaba de incorporarse al trabajo. —¿Por qué? —preguntaba alguien. —¡Oh, nada! Como de costumbre. Se peleó con un remachador en el bar Fitter. Casi mató al pobre diablo. Luego se volvió contra los guardias. Borracho como estaba, fueron necesarios tres para arrastrarlo a la cárcel. Ese era Dan. Pronto para ofender y ligero para golpear. Es decir, un individuo colérico, intolerante e insoportable, que no sabía exprimir de la vida nada que pareciera satisfacerle. El martes 12 de marzo, por la mañana, el mal temple de Dan era particularmente terrible. Trabajó con el barreno de una manera brutal y brutal también con un joven llamado Green, compañero de trabajo, nuevo en la cantera y en el oficio. —Tú no serás nunca barrenero —decía burlándose del nervioso e inexperto mozo—. Deberías irte a tu casa y entrar de aprendiz en una confitería. ¡Tira aquí agua! ¿Quieres hacerme tragar un cubo de polvo? Green alzó el bidón rápidamente, e hizo lo que Dan le indicaba. —Ahora ve en busca de la caja de jabón —gruñó Dan—. Está cerca de la barraca. Corrió el joven diligentemente a buscar la caja de jabón, nombre con el que Dan designaba el cajón de los cartuchos de dinamita. Y luego, junto con los demás trabajadores, se quedó presenciando la maestría con la cual Dan metía el explosivo en los agujeros, taponándolos a continuación. MÉDICOS “INFECTADOS” POR EL VIRUS DE LA LITERATURA

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Había en total unos veinte agujeros, pues la explosión iba a ser de importancia. Dan preparó el artificio de fuego, y terminado de fijar los cables, llevó todo el equipo en dirección de la barraca situada a un centenar de yardas. —¿Todo está preparado, Dan? —preguntó Collins, el verdadero capataz, que se encontraba ocupado frente a una mesa haciendo números. Collins era un hombre flaco, con un largo cuello y una pequeña barba. Cuando se asomaba a la ventanilla de la barraca tenía un cómico parecido con una tortuga saliendo de su caparazón. —Sí, todo está listo —gruñó Dan—. ¿Estaríamos aquí, si no? —¿Están despejados los alrededores, Joe? —preguntó Collins a otro de los obreros del grupo. Joe Frew movió la cabeza afirmativamente. Satisfecho Collins de su papel, tomó un silbato y dio tres fuertes y prolongados silbidos; luego miró a Dan. Éste estableció el contacto y se produjo la explosión, que fue enorme y profunda, acompañada de una serie de rápidas humaredas en la base del acantilado, seguidas de un grande y prolongado estruendo. No se produjo dispersión de piedras en el aire, como un inexperto hubiese podido aguardar. Nada espectacular, en suma. Simplemente, una parte considerable de roca se desgajó de la mole formando una masa compacta, igual que se desliza la nieve del tejado de una casa cuando empieza el deshielo. La cosa era tan vulgar que parecía una bobada. No obstante, varios centenares de toneladas de piedra se desmigajaron y cayeron en presencia del grupo de observadores. Se levantó una horrorosa polvareda, que seguía aún cuando el último eco de la explosión murió en la lejanía. —¡Una pésima explosión! —refunfuñó Dan con impaciencia. —¡Miren aquel lado! —dijo Frew—. Está resquebrajándose. —¡Que se resquebraje el infierno! —comentó Dan, volviéndose furioso contra Green—. Tú tienes la culpa, torpe. Ha sido el agujero de la izquierda, el que te dejé barrenar a ti. Ahondaste demasiado y lo has echado todo a perder. Me están dando unas ganas locas de retorcerte el pescuezo. Al ver la mirada de pocos amigos de Dan, Green se acobardó. —Lo hice lo mejor que pude —murmuró—; usted ya sabe que estoy aprendiendo el oficio. —¡Dios! La cosa ya se ve igual que tu puerca cara. —¡Silencio! ¡Basta ya, Dan! —intervino Collins—. Vamos a ver qué es lo que ha ocurrido. Salió de la barraca y todos se pusieron en marcha hacia la cantera. —La verdad es que esto no está muy seguro —observó Frew cuando llegaron cerca—. Tenemos que colocar un par de barrenos en la parte superior para hacer caer de una vez ese morro resquebrajado que no acabó de desprenderse. Ya fuese por la falta de pericia de Green como cantero, o por alguna particularidad de la piedra, lo cierto era que la explosión MÉDICOS “INFECTADOS” POR EL VIRUS DE LA LITERATURA

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había hendido la peña, es decir, había hecho caer la masa inferior, pero sin desprender la parte superior. Así, pues, sobresalía un gran morro con una amplia oquedad debajo. Dan y los obreros se detuvieron a una distancia de unas diez yardas, y desde allí, disgustados, contemplaban el resultado de la explosión. Debido a su amplia experiencia, Dan sabía que acababa de crearse una situación peligrosa. En cualquier instante —tanto podía ser dentro de un segundo como al cabo de una hora— toneladas y más toneladas de piedra mal sostenidas se derrumbarían. —¡Vaya un zafarrancho! —murmuró Dan en voz baja, volviéndose hacia Collins. En aquel momento, el joven Green, picado por lo que él creía una acusación injusta, deseando justificarse ante sí mismo, localizando la situación del barreno, se puso en marcha hacia el lugar donde la piedra había quedado resquebrajada. Un grito unánime de todos los trabajadores hizo que Dan se diese cuenta de lo que pasaba. —¡Apártate, mocoso! —vociferó—.¿Tú sabes lo que estás haciendo? ¡Maldita sea! Green dio media vuelta y miró a Dan desafiante. Parecía como clavado en el suelo. —¿No te digo? ¡Sal de ahí, idiota! —gritó de nuevo Dan, que se precipitó hacia adelante y de un tirón sacó al aturdido joven del lugar del peligro, haciéndolo rodar por el suelo. Fue entonces cuando una enorme roca se desprendió de la masa, y lanzada al aire voló como si apenas pesara. Dan la sintió y la vio venir. Dio otro nuevo empujón a Green y luego brincó a un lado tratando de escabullirse. Pero fue un segundo demasiado tarde. La piedra de tres o cuatro toneladas, cayó sobre su pierna derecha, haciéndosela papilla.

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Dan, caído, empezó a vociferar. Intentó moverse, pero no pudo. Su pierna, mutilada e inútil, estaba cogida como por un cepo por el pedazo de roca. Collins, Joe Frew y todos los demás corrieron hacia donde se encontraba Dan. —¡Márchense, diablos! —rugía él—. ¡Márchense, imbéciles! ¿No ven que va a desmoronarse más todavía? —¡Dan! ¡Dan! —casi gemía Collins, agarrado con las dos manos a los hombros de Dan intentando, aunque en vano, liberarlo. El hombre seguía gritando, echando espuma por la boca. —No pueden sacarme. Todo un maldito cementerio está encima de mí. Joe Frew se arrodilló para ayudar a Collins. Era inútil. La pierna de Dan estaba inexorablemente aprisionada, como en un cepo de lobo. No existía ni la más remota posibilidad ni fuerza humana capaz de maniobrar y levantarla. Además, se estaba bajo la amenaza de un nuevo desprendimiento. —Por Dios, denme un trago de aguardiente —dijo Dan, pasando su lengua por los resecos labios. Inmediatamente trajeron una botella de la barraca, y al mismo tiempo Collins le decía a Green: —¡Corre! Corre tan de prisa como te sea posible y trae un médico, no importa cuál. Busca uno como sea, Cameron o Hyslop, si fuera posible. Sin dejarlo terminar, el aterrorizado mozo echó a correr como un galgo. Quiso la casualidad que aquella mañana, a las once, el doctor Finlay Hyslop volviese a Arden House, pues se había olvidado el estetoscopio. De no haber ocurrido este providencial olvido, Finlay hubiera estado fuera, haciendo su visita, cuando se presentó Green. El médico encontró al pálido y jadeante muchacho en las mismas escaleras de su casa. Un minuto después, ya se encontraba en el calesín corriendo a la máxima velocidad del caballo por la carretera de Langloan. Cuando llegaron a la cantera, reinaba allí el extraño y desacostumbrado silencio que en la calle o en el hogar presagian siempre un serio desastre. Agarrando su maletín de instrumental, el médico saltó del coche y corrió hacia donde estaba tumbado Dan. Dándose cuenta de la apurada situación, hizo un examen relámpago: la pierna había sido triturada debajo de la rodilla. Sólo quedaba un recurso: la amputación. Miró a Dan, cuyo descolorido rostro estaba cubierto de sudor, y Dan lo miró a él. El dolor y el aguardiente —pues la botella le estuvo dando ánimos hasta que Finlay llegara— lo tenían trastornado. —¡Adelante, doctor! —dijo—. Usted sabe lo que hay que hacer. Corte por donde quiera. Pero tenga cuidado que mientras me esté mechando no le caiga otra buena piedra encima de la cabeza. Finlay no perdió el tiempo en contestar. Se quitó la chaqueta, se subió las mangas de la camisa y abrió el maletín. Con un par de tijeras cortó el pantalón de Dan, que luego rasgó febrilmente. Vertió medio frasco de tintura de yodo sobre el muslo, encima de la macerada rodilla. MÉDICOS “INFECTADOS” POR EL VIRUS DE LA LITERATURA

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—Le voy a quitar esto —murmuró— y ahora respire profundamente. Cuando Dan estuvo bajo la influencia de la anestesia, Finlay cerró el frasco del anestésico, poniéndolo cerca, al alcance de su mano. Se puso un par de guantes de goma, tomó el bisturí y empezó. No quedaba tiempo para hacer prodigios de cirugía. Lo único urgente era cortar. Tumbado sobre el vientre, bajo el peligroso techo de roca, Finlay trabajó como un demonio, cortando colgajos, vigilando las arterias y yendo después directamente al hueso. Cuando empezó a manejar el serrucho se desprendió de la roca un pequeño pedazo de tierra y piedra que fue a caer sobre el frasco del cloroformo, que se hizo añicos. Finlay, consternado, profirió una exclamación no demasiado suave, mas no era posible detenerse. A una velocidad frenética siguió procediendo a las ligaduras. Collins, con la vista fija en la piedra, lo incitaba para que se diera prisa. Deslizó dos tubos de drenaje, hizo las dos últimas suturas internas y empezó a coser los colgajos. Cuando enhebró la aguja por última vez, vio las dilatadas pupilas de Dan clavadas en él. —Hermoso trabajo, doctor —murmuró entre dientes—, si bien no he podido presenciar más que el final de la operación. Los efectos de la anestesia se habían terminado hacía cinco minutos. Cuando lo levantaron sacándolo de debajo de la roca, sus ojos seguían clavados en el doctor Finlay. Quiso hablar de nuevo. Pero se desmayó. * * * —Como le iba diciendo —continuó el vigilante nocturno—, si hace seis meses alguien me hubiera dicho que no lamentaría haber perdido una pierna, le hubiese partido la mandíbula de un puñetazo; así era yo de insolente y pendenciero. Pero desde entonces considero las cosas de una manera muy distinta, doctor. No sé cómo, pero lo cierto es que ahora me siento y descanso, sin sentir la necesidad de alborotar. Puedo permanecer quieto y silencioso. Sí, puedo estar en paz conmigo mismo. Es raro, pero logro exprimir el jugo de la vida mejor con una sola pierna que cuando tenía dos. Siguió un momento de silencio. Luego Finlay Hyslop dijo: —Supongo, Dan, que al final siempre es lo mismo. Lo que ocurre siempre es lo mejor. Aunque en los primeros momentos sea difícil comprenderlo. A fin de cuentas, se trata de pérdidas y ganancias. Lo que se pierde por un lado, se gana por el otro. Tengo que marcharme, Dan. Déjate ver mañana cuando pase por aquí. Le tendió la mano y se alejó cuesta abajo, hacia la carretera. Allí quedaba Dan Tainsh, el vigilante nocturno cojo, en su silenciosa comunión con las estrellas.

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abril 2017




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