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© de los textos: Martín Sacristán Tordesillas © de las ilustraciones: Olga OC © de esta edición: Ángel Sánchez Crespo / Guadarramistas Editorial
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ISBN: 978-84-945082-2-6 Depósito Legal: M-9418-2016 Impreso en España/Printed in Spain COORDINACIÓN y MAQUETACIÓN: Isabel Pérez ILUSTRACIÓN de CUBIERTA: Olga OC DISEÑO de CUBIERTA: Ángel Armisén
EDITA:
Guadarramistas Editorial/Historia
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D I F E R E N T E S PA R E C I D O S
Cervantes y Shakespeare
Martín Sacristán Tordesillas
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ÍNDICE PRÓLOGO 1. De padres pobres, hijos sin suerte
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Ascenso y caída de los Shakespeare El declinante apellido Cervantes
2. Así nacen y se educan los genios, o tal vez no
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William, nacido junto al río Avon Miguel, junto al curso del Henares
3. De estudiante a fugitivo o casado
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Quiso la justicia hacer a Cervantes manco William, estoy embarazada
4. Años de valentía, años perdidos
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Por la diestra que salvaste en España, perderás la izquierda en Lepanto De mi no sabréis nada
5. Ciudad de piratas, ciudad de ingleses Guerra o prisión Bienvenido a Londres, muchacho
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6. Bisexuales e infelizmente casados
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Miguel, garzón de un corsario William, amante de hombres y de mujeres negras
7. Teatros isabelinos y corrales de comedias
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El prisionero a escena Un actor también puede ser dramaturgo
8. El camino literario hacia el éxito
165
El escritor que huyó para encontrarse a sí mismo Aclamado historiador y bestseller erótico
9. El Mezclaescenas y el Cornudo Menudo par de escritores
193
Ese Shakespeare que no tiene estudios Tú, manco, viejo, cornudo, ¿por qué escribes?
10. Morir sin gloria, o con poca, I
213
Perderemos tus restos
11. Morir sin gloria, o con poca, II
231
Maldito el que remueva mis huesos
12. Shakespeare y Cervantes se encuentran
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Ayer, enemigos y hoy, aliados
13. El camino hacia la eternidad
257
Y los ingleses alumbraron el cervantismo Y pasado un siglo, William Shakespeare resucitó
BIBLIOGRAFÍA
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PRÓLOGO
C
uánto no querría yo, lector amable, al dirigirme a ti como hiciera Miguel de Cervantes Saavedra, en el prólogo de sus obras, que mi lenguaje alcanzara el vuelo del suyo. Así se encumbraría el español, que es patrimonio de todos, y me retribuiría a mi, que no tengo otro patrimonio que a mi mismo. Pero no porque la belleza de mi palabra sea menor es más pequeño el empeño que yo he puesto en hacer de mi ingenio tu entretenimiento. No es poco mérito saber aprovechar los extensos estudios de otros, más eruditos que yo, para compilarte una narración amena y formativa. Lo digo no por merecer tu elogio, sino para que sepas que mi deseo es conducirte al amor, si no a la lectura, de los dos más grandes genios de la literatura universal. Y ello porque yo mismo, a mis diecisiete años, quise leer por curiosidad el famoso monólogo “ser o no ser”, de Hamlet, y quedé tan fascinado por él, que leí la obra entera, y más tarde, todas las de Shakespeare, preguntándome cómo había sido, aquel inglés, capaz de expresar con tan pocas palabras tantas acciones y sentimientos. Decepcionado, en cambio, me
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9 había dejado El Quijote, tostón donde lo hubiera, incluso para alguien que, como yo, disfrutaba de Calderón de la Barca y de Lope o Quevedo. Me gustaban más sus novelas ejemplares, especialmente El Licenciado Vidriera o Rinconete y Cortadillo. Y sin embargo, no era posible que fuera yo el más ignorante de los lectores, cuando de todos oía que la novela del loco caballero eran tan grande. Ciertamente su sintaxis lo era, y el modo de manejar el lenguaje, pero aquellos argumentos y aquellas incomprensibles palabras eran más preludio de un buen sueño que de un gran entretenimiento. Tardé muchos años en comprender lo que El Quijote escondía, y ello porque fue escrito por un escritor muy maduro, y los matices de la sabiduría vital que demostraba en sus páginas pueden escapársele al lector que no ha vivido mucho. También, creo yo, porque siendo la mejor obra en español se obliga al lector a admirarla mucho antes que pueda comprenderla. La luz se hizo en mi cabeza escuchando a los cervantistas, y especialmente al oírles decir que El Quijote era más apreciado en las lenguas extranjeras porque en ellas se le despejaba de vocabulario antiguo y expresiones arcaicas. Lo tenían más fácil los lectores no hispanohablantes, igual que para mi había sido más sencillo acercarme a Shakespeare a través de traducciones. Ahora yo, que me precio de haber leído a ambos, y reiteradamente además, quiero compartir contigo su grandeza. Comprendiendo que no puede a nadie pedírsele que lea o vea representadas las obras de Shakespeare o bucee las páginas de Cervantes, pero queriendo hacerte llegar que si ambos escritores no inventaron la humanidad, porque ya estaba hecha, sí concibieron el modo en que la comprendemos, narramos y hasta vivimos. Y que muchas de las convicciones que hoy damos por hechas parten de ellos. Pues quién sino Shakespeare inventó esa frase de “¿Tú también, Bruto?” que creemos dicha por Julio César cuando le asesinó su hijo adoptivo Bruto. Qué amor desgraciado no lleva el nombre de Romeo y Julieta, y qué ser humano acosado por las preocupaciones no se pregunta, como Hamlet, si es mejor seguir viviendo o suicidarse. Cuántos no hemos querido enloquecer ante la injusticia y refugiarnos en la locura, como Don Quijote, creyendo que cambiaríamos el mundo. Por qué nos hace tanta gracia hablar de la caca o el pis, sino porque Sancho cagó en la oscuridad, al lado mismo de Don Quijote, porque le daba de-
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10 masiado miedo apartarse un poco, no sabiendo qué ruido era ese que sonaba constante en mitad de la noche. Y cuántas veces no somos Sancho Panza, siguiendo a un loco, a un político o a un jefe porque nos ha prometido que allí, en el futuro, se encuentra la ínsula Barataria, esa recompensa, ese tesoro que equivale hoy a ganar la lotería. O soñando con la tierra de Jauja, en la que crecen jamones de las ramas de los árboles y el suelo está empedrado con huevos fritos y choricillos. Sabemos mucho de Cervantes y Shakespeare, aún sin ser conscientes de ello. Lo que yo me pregunto es cómo después de cuatrocientos años nadie ha reparado en que ambos genios, salvo en lo de morir el mismo día, que no, coincidieron en muchas cosas. Tantas, que merece la pena conocer a la par sus biografías y el tiempo histórico en que desarrollaron sus obras, para disfrutar de ambos a la vez. Incluso para preguntarse si condiciones vitales análogas dan como consecuencia a escritores geniales. La Inglaterra de Isabel I vivía una revolución educativa de la que William Shakespeare se benefició, y la España de Felipe II no sólo regulaba la profesión de maestro, sino que dejaba desarrollarse la transformación del método educativo emprendida por los jesuitas. En la isla de Europa se fraguaba el inglés, que adquiría su forma definitiva y ampliaba sus términos, componiéndose para él su primera gramática, la de William Lilly, equiparable a la de Antonio de Nebrija para el castellano. Y por cuanto a la infancia de ambos, sus padres, que comenzaron conociendo el bienestar, se empobrecían, incapaces de proporcionar a ambos futuros escritores la educación universitaria a la que tal vez aspiraron. Para cuando maduraran, dos acontecimientos vitales interrumpirían sus vidas de raíz, determinando el resto de su existencia. Shakespeare se casó a los 18 por un embarazo no deseado, y Cervantes salió huyendo a Italia por intentar matar a un hombre. El dramaturgo se mudaría a un Londres en plena ebullición, el novelista conocería las cortes de Felipe II y Felipe III. Ambos comenzarían sus inicios literarios en el teatro, Shakespeare estrenando dramas históricos sobre reyes ingleses, Cervantes sobre la histórica Numancia y sobre sus días de cautivo entre los piratas de Argel. Cuando llegasen al éxito, lo primero que harían el resto de los escritores de su tiempo sería criticarlos, acusando al inglés de plagiario, al español de cornudo, viejo, y
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11 poco imaginativo. Y su muerte sería en silencio, sin que los contemporáneos de ambos reconociesen en ellos a los genios que hoy disfrutamos. Se les olvidaría o relegaría, además, durante al menos un siglo. Después, al estudiarlos, los eruditos coincidirían en que tuvieron matrimonios infelices, y que tal vez mantuvieron relaciones sexuales tanto con hombres como con mujeres. Por si no fueran suficientes coincidencias, el cervantismo iba a nacer de la mano de los ingleses, y sería un escritor español quien descubriese a Hispanoamérica a William Shakespeare. Mucho antes, un dramaturgo ya envejecido leería en el Londres de 1612 la traducción de la Primera Parte de El Quijote. Y para que no llegáramos a saber qué impresión le produjo, la obra dramática que escribió inspirada en uno de sus pasajes se perdió para siempre. Pues claro que Miguel de Cervantes y William Shakespeare coincidieron. La distancia que los separaba y sus diferentes idiomas no impidieron que viviesen un mismo tiempo, y en una cultura que no sólo reivindicaba la Antigüedad romana y griega, sino que se educaba en latín y griego clásico. Ambos tuvieron que inventar el idioma en que escribían y dotarlo de expresión. Usando cada uno más de 20.000 palabras del inglés y el español, respectivamente. Ambos padecieron los desengaños y éxitos comunes a toda vida humana. Ambos fueron sagaces observadores de cuanto les rodeaba y fijaron personajes que superaban su condición de entes de ficción para acercarse y, a veces, superar lo real y lo humano. Ambos eran, en fin, humanos. Que es la única condición que nos equipara a todos, sin importar dónde nacemos o la lengua que hablamos, ni siquiera el siglo en que vivimos. Esa realidad hace de ellos dos genios que han sobrevivido a los 400 años de su muerte, y que son leídos, entendidos, y sentidos como próximos, en todos los idiomas de este mundo. Mi único propósito, ahora, es que tú también, lector amable, puedas disfrutar de esa genialidad que les hace a ellos tan grandes y a quienes los leemos, tan plenamente humanos.
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capítulo 1
De padres pobres, hijos sin suerte
Ascenso y caída de los Shakespeare. Comprender el tiempo de William Shakespeare es entender las circunstancias políticas e históricas del país en el que nació y desarrolló su vida. Una Inglaterra que no sólo procuraba buscar su camino como nación, sino que además intentaba, a toda costa, mantener la estabilidad de su monarquía, frecuentemente alterada, y dar forma a su propio idioma. El rey Enrique VIII había dado un paso fundamental al emancipar la iglesia inglesa de Roma, clausurando los monasterios y abadías, incorporando sus tierras, riquezas e impuestos a la corona, y renovando los obispados con prelados afines a su reforma. Nacía así la Iglesia Anglicana, fruto de un intento de asentar la monarquía y no, como se ha dicho frecuentemente, del capricho de un monarca que precisaba divorciarse de su esposa para tener un heredero varón. Desde luego, la posibilidad del divorcio entraba en los planes de Enrique VIII, porque tras engendrar ocho hijos en su esposa Catalina de Aragón, tan sólo le había sobrevivido una,
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DIFERENTES PARECIDOS. CERVANTES Y SHAKESPEARE
María. Su condición de mujer no garantizaba una sucesión estable, y el soberano quería, a toda costa, un varón. Hoy sabemos que una enfermedad genética le impedía tener hijos sanos, por lo que al cabo de seis matrimonios y la ejecución de algunas de sus esposas por adulterio o traición, tan sólo pudo tener un heredero enfermizo, que apenas le sobrevivió seis años. Es Eduardo VI, que muere a su vez sin descendencia, siendo sucedido por lady Juana Grey, a quien tardaron tan sólo nueve días en deponer y ejecutar. La siguió María I, hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, que además de casarse con Felipe II trató de devolver el país al catolicismo. Fugaz reinado que no consiguió sus objetivos, y al cabo de los cuales vio entronizar a Isabel I, reina que da nombre al período isabelino, en el que William Shakespeare desarrolla su obra, profundamente influido por la política real. Isabel I no sólo gobernará acosada permanentemente por el Imperio Español, empeñado en devolver su país al catolicismo, sino por los movimientos de nobles y altos clérigos contrarios a su política. Heredera de una monarquía que llevaba siglos en permanente inestabilidad sucesoria, una de sus obsesiones fue asegurarse un gobierno estable y fuerte, como garante de la paz y de una vida próspera para sus ciudadanos. Encuadrada en esta política, una de sus leyes marcaría profundamente la vida y la figura de William Shakespeare. Es el Acta de Uniformidad, que obligaba a que las ceremonias religiosas se realizaran en inglés, conforme a un único libro de culto, lo que fue determinante para que los clérigos, hasta ese momento únicos custodios de la cultura y la educación, comenzaran a emplear su lengua natal, la cual acabaría imponiéndose de tal modo en su reinado, que si la coronación de Isabel I se había desarrollado en latín, la siguiente, de Jacobo I, 58 años después, ya se hizo en inglés. Claro que una cosa era el deseo de elevar su idioma a la categoría de los clásicos, y otra el tiempo necesario para dotarle de unas normas universalmente aceptadas por todos. Eso no sucedió en el tiempo del escritor, y pocas cosas lo reflejan tan bien como el modo en que firmó sus documentos. Conservamos, autografiadas por su mano, las formas Shaksp, Shakespe, Shakspe, Shakspere y Shakspeare. Para mayor paradoja, aunque hoy pronunciemos su apellido como [ˈʃeɪkspɪər], en español “sekspir”, ni siquiera estamos seguros de que el escritor lo dijese así. Más aún, en el condado de Warwickshire,
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DE PADRES POBRES, HIJOS SIN SUERTE
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cuna de la familia, lo encontramos transcrito de formas tan diversas como Sakspere, Saxper, o Shasspeere. Pero si las normas ortográficas y de pronunciación tardaron en formarse, no así la sintaxis, el vocabulario y la capacidad expresiva. Nadie como el dramaturgo que escribió Hamlet y Romeo y Julieta ampliará esas cualidades de su idioma, lo que permite afirmar que si el español es la lengua de Cervantes, el inglés es la de Shakespeare. Empleó, como el mismo autor del Quijote, más de 22.000 términos distintos, incorporando, además, a sus obras de teatro la idea isabelina de monarquía estable como garantía de paz y prosperidad para los ciudadanos. Ello ha conseguido que su influjo no se limite al modo en que se habla y emplea el inglés, sino también a la formación del espíritu nacional de Inglaterra. Para comprender cómo llegó a conseguirlo, es fundamental conocer su historia familiar, de ascenso y caída, que, como veremos, es similar en su desarrollo a la de los Cervantes. El abuelo del escritor, Richard Shakespeare, fue un próspero propietario rural, cuyas tierras y ganados le permitieron vivir con holgura, y dejar un legado testamentario de 40 libras, lo que le sitúa en la clase media de la época. Su hijo, John Shakespeare, padre de William, no quiso seguir la tradición familiar campesina, eligiendo trasladarse a la cercana población de Stratford Upon Avon, donde entró como aprendiz en el taller de un maestro guantero. La organización gremial de la Edad Media permanecía en los términos establecidos siglos antes, y John tuvo que cumplir los siete años reglamentarios al servicio de su maestro, comenzando por ser criado, recadero y encargado de las tareas menos cualificadas, a cambio de comida y techo primero, y de un pequeño sueldo después. Cuando pudo al fin licenciarse, estableciéndose como maestro por su cuenta, accedería a uno de los negocios más prósperos de la época. Y es que los guanteros no se limitaban a la confección de guantes, sino que abarcaban todo el proceso de selección de la materia prima, piel y cuero, curtido y teñido de la misma, hasta el cosido y bordado de la pieza final. Además de los guantes, fabricaban monederos, cinturones y bolsos. Usando todo tipo de pieles, procedentes tanto de la caza -ciervo y gamo- como de la ganadería -cerdo, carnero, cabra y vaca-. La curtiduría era un proceso maloliente, que incluía el sumergido de pieles en excrementos animales, y el propio
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John Shakespeare sería denunciando en una ocasión por el ayuntamiento de Stratford Upon Avon por establecer un estercolero delante de su vivienda. Fuente de materia prima para su negocio y, sin duda, también de molestias para sus vecinos. Ello no le impidió situarse entre el gremio mejor retribuido de la localidad, bien conocida por la calidad de sus maestros guanteros, que llegaron a ser 23 en una población de sólo 2.000 habitantes. Obviamente, no fabricaban exclusivamente para ellos, porque Stratford está situado a tan sólo 135 kilómetros de Londres, a apenas cuatro días a caballo o en carro durante la época isabelina, y en una de las arterias comerciales que unía Gales con la capital. Alimentos, materias primas y manufacturas galesas pasaban por allí camino de la amplia demanda de los más de 200.000 londinenses. Y a ellas se unían las de los guanteros de Stratford. La prosperidad de John Shakespeare, empero, no respondió únicamente a su oficio, sino a otras actividades paralelas, en teoría ilegales para él, pero que no le reportaron graves denuncias, al menos en un principio. Comerció con lana sin pertenecer al gremio de laneros, y compensó el riesgo que corría con la ventaja de no pagar impuestos, quedando así encuadrado en el mercado negro. Sus operaciones alcanzaron cifras exorbitantes para la época, y existen pagos documentados de hasta 70 y 140 libras. Lo que indica que su gran capacidad financiera le permitía no sólo comprar a productores locales -su propio hermano Henry seguía explotando la granja familiar en su localidad natal de Snitterfield-, sino almacenar la lana hasta que subieran los precios, obteniendo un importante beneficio. Su tesorería también le permitió hacer préstamos a particulares. Otra actividad ilegal, pues teóricamente, y aunque todos lo hicieran, no estaba permitido prestar dinero con interés, algo considerado usura. Hipotéticamente, el deber de un buen cristiano era dejar dinero a quien lo necesitase, sin cobrarle intereses. Como eso no lo hacía casi nadie, la ley había fijado un máximo del 10% de interés sobre el capital. Pero pocos ricos estaban interesados en obtener tan exiguo beneficio de operaciones que, al fin y al cabo, eran de alto riesgo. Los fiadores y garantías de los endeudados no proporcionaban excesiva seguridad, y las demandas por impago se cuentan por millares en los archivos isabelinos. Pero ese número tan abundante también refleja otra realidad. En una sociedad donde el comer-
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cio había tomado un gran papel productivo frente a la agricultura, no había bancos ni entidades financieras de préstamo, lo que obligaba a buscar ese necesario aporte de tesorería en particulares. La actividad, por tanto, era tolerada por la corona, en cuanto de otro modo no habría manera de que el país funcionase. Lo mismo ocurría en la España de Cervantes, y por idénticas razones. El caso es que John Shakespeare aprovechó su capacidad financiera para hacer préstamos con un 20% de interés y en cantidades importantes. Para hacernos una idea de su cuantía, sólo tenemos que comparar una de sus operaciones, que ascendía a 180 libras, con las casi 40 que su padre deja como herencia a su muerte. Richard era un hombre medianamente acaudalado, pero su hijo le había superado en mucho. Cabe preguntarse si toda esta actividad comercial era posible para John siendo analfabeto, y si tal condición intelectual supuso una influencia nociva en su hijo Will. Algunos estudiosos de Shakespeare han sostenido que su padre no sabía leer ni escribir, fundamentando la idea en que firmaba todos sus documentos con una X. Hoy, esa visión parcial está siendo revisada por los historiadores, especialmente porque el método de enseñanza isabelino comprendía la lectura y la escritura como habilidades separadas. No era extraño, por tanto, que muchos ingleses aprendieran a leer, pero no a escribir. De hecho, la reforma religiosa potenció el aprendizaje de la lectura, ya que a los anglicanos no sólo les estaba permitido leer la Biblia en su idioma original, sino interpretarla para alcanzar su salvación. Salvar su alma era un buen motivo para el aprendizaje. Todo lo contrario a la tradición católica, que sólo permitía publicar el libro sagrado en latín, y cuya interpretación estaba reservada a la Iglesia. Ello lleva a pensar a los eruditos que posiblemente John Shakespeare sí supiera leer, y de hecho resultaría difícil comprender cómo pudo desarrollar su futura carrera política en los puestos de gobierno de Stratford Upon Avon, no digamos ya establecer las condiciones de sus préstamos o la compraventa de mercancías de su negocio, sin saber leer. Tampoco se explicarían las masivas ventas de las ediciones “de bolsillo” de la Biblia en este período isabelino, sin una gran demanda de lectores. Iletrado o no, en el año 1556 John Shakespeare da un paso más en su desarrollo vital, y se casa con Mary Arden. Una significativa elección, pues ella procede de una familia de campesinos acau-
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dalados, análoga a la de él, con tierras y ganados. Pero que se considera merecedora de pertenecer a la baja nobleza, la llamada hidalguía en España, y clase de los caballeros en Inglaterra. Es otra de esas curiosas coincidencias entre los dos escritores. El padre de Cervantes también ejercerá un oficio, el de barbero, y su madre, descendiente de hidalgos, usará siempre el don. A ambos matrimonios acabará acosándolos la estrechez, pero partiendo de una posición inicial desahogada. Mucho antes de eso, la carrera de John sigue un curso objetivamente ascendente. Comienza en la jerarquía de cargos públicos de Stratford siendo catador de pan y cerveza. Que no consistía como parece indicar su nombre, en probar ambas mercancías, sino en asegurarse que los pesos y medidas, así como los ingredientes empleados en su elaboración, fueran los correctos. En las hambrunas que asolarían Londres muchos años más tarde, tenemos constancia de que el pan se adulteró con harina de lentejas, maíz y otros sustitutos baratos de la harina, y que su peso se redujo en un sexto respecto al original para mantener su precio de venta en un chelín. John se ocupaba, por tanto, de evitar que la población fuese envenenada con tales prácticas fraudulentas, y que los fabricantes se enriquecieran ilícitamente vendiendo panes por debajo de su peso, o cerveza aguada. Recorrería para ello cantinas, posadas y carnicerías de su localidad, lugar donde se dispensaban estos productos. Que además constituían la base de la alimentación de las clases menos pudientes. Hay que destacar que la cerveza no estaba considerada una bebida alcohólica, sino un alimento, y que el desayuno de los niños solía consistir en pan remojado en ella. Su fabricación había surgido, principalmente, como un método de conservación del cereal, ya que en el húmedo clima inglés, la harina molida podía enmohecerse, y el grano germinar. La bebida inglesa llamaba la atención a los extranjeros que visitaban el país, los cuales la calificaban de “turbia como orina de caballo”, lo que en realidad es una evidencia más de su función alimenticia. La España de Cervantes, debido a su entorno mediterráneo y más cálido, encontraba un sustituto análogo en el vino, otro de los alimentos habituales en niños y adultos de esta época. Siempre que se lo pudieran permitir, claro. El siguiente puesto desempeñado por John Shakespeare fue el de alguacil, equivalente a policía municipal en nuestro tiempo. Tenía entonces 29 años, y era uno de los cuatro con que contaba Stratford.