ESPAÑA EN TIEMPOS DE CARLOS II

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Auto de fe, en la Plaza Mayor de Madrid.


© De la Edición: Guadarramistas Editorial/ A.S.C. Título original: ESPAÑA EN TIEMPO DE CARLOS II, EL HECHIZADO. Julián Juderías. 1912 Imagen de portada: El puente de Segovia con el Alcázar al fondo, a la izquierda.(Tarde de toros en la ribera del Manzanares). 1670. Anónimo.

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Edición coordinada y revisada por: Ángel Sánchez Crespo

ISBN: 978-84-945082-8-8 Depósito Legal: Impreso en España/Printed in Spain

MAQUETACIÓN Y DISEÑO de PORTADA: Equipo de diseño de Guadarramistas Editorial


LA ESPAÑA DE

CARLOS II JULIÁN JUDERÍAS


Índice 10 Al que leyere LIBRO I. EL TERRITORIO LOS REINOS Y PROVINCIAS LAS VILLAS Y CIUDADES LA CAPITAL DE LA MONARQUÍA

13 Capítulo I España según los cronistas del siglo XVII. Sus bellezas y encantos.

17 Capítulo II Los viajes en el siglo XVII. Sus molestias y peligros. Cómo se viajaba.

25 Capítulo III Regiones en que se dividía España. Principales comarcas.

31 Capítulo IV Navarra. Sus principales ciudades. Pamplona. Tafalla. Olite. Roncesvalles y sus leyendas.

33 Capítulo V El Reino de Aragón. Sus caracteres. Zaragoza y el Pilar. Otras villas aragonesas.

41 Capítulo VI Los reinos de Murcia y Granada.

49 Capítulo VII Castilla. Su aridez y pobreza. León y sus villas. Salamanca, “Atenas de España”, etc.

57 Capítulo VIII Las cercanías de Madrid. La villa y corte y su recinto.

69 Capítulo IX Los habitantes de Madrid. Temores que inspiraba su aumento.

83 Capítulo X

La pobreza de la Corte. Lo que comían los madrileños. Miserias y apuros.


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LIBRO II. EL PUEBLO ESPAÑOL SUS ELEMENTOS. SU CARÁCTER LAS CLASES SOCIALES EL PROBLEMA DE LA DESPOBLACIÓN

87 Capítulo I La nación española a fines del siglo XVII. Rivalidades entre unas regiones y otras.

95 Capítulo II El español del siglo XVII. Su desdén hacia lo extranjero. Su amor patrio.

101 Capítulo III El elemento extranjero. Profesiones a que se dedicaba. Genoveses y franceses.

107 Capítulo IV Las clases sociales. Pretensiones nobiliarias de los españoles. Su extremada pobreza. Los agricultores.

121 Capítulo V La clase obrera en la segunda mitad del siglo XVII. Laborantes y menestrales.

125 Capítulo VI El problema de las subsistencias. Encarecimiento de la vida.

133 Capítulo VII Las clases medias. Sus caracteres. Hidalgos de sangre e hidalgos de privilegio. Las casas, los muebles, los coches, los vestidos.

143 Capítulo VIII La aristocracia. Los Grandes. Su vanidad. Privilegios de que gozaban.

151 Capítulo IX El problema de la despoblación. La aglomeración en las ciudades.La despoblación de los campos.


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LIBRO III. LA IDEA RELIGIOSA EL CLERO Y LAS ÓRDENES MONÁSTICAS LA INQUISICIÓN, LA CULTURA, EL ARTE Y LA CIENCIA

157 Capítulo I Importancia de las ideas religiosas en España.

163 Capítulo II La perversión del sentimiento religioso. Los disciplinantes. El miedo al infierno. Cualidades del demonio, según un tratadista.

173 Capítulo III El clero y las órdenes monásticas. Opinión de Fernández Navarrete. Atracción que ejercía el hábito religioso.

187 Capítulo IV La perversión del gusto literario y artístico. Ideas en materia de cultura general. Educación de las clases altas.

LIBRO IV. EL GOBIERNO Y SUS HOMBRES LOS CONSEJOS, LA JUSTICIA, LA HACIENDA LA DEFENSA NACIONAL ESPAÑA ANTE EUROPA A FINES DEL SIGLO XVII

199 Capítulo I Caracteres generales de la política española en tiempo de Carlos II. La forma de gobierno. El Poder Real.

209 Capítulo II Don Juan José de Austria, su carácter. Carlos II, su educación y su modo de ser.

221 Capítulo III La burocracia. Abusos y cohechos. Consecuencias de la intervención de determinados personajes en la política. Sistema empleado al adjudicar los cargos públicos. Los Secretarios del rey.


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231 Capítulo IV La administración de justicia. El castigo de los delitos. Los tribunales juzgados por un contemporáneo. Cómo se nombraban los jueces.

235 Capítulo V La Hacienda española a fines del siglo XVII. Males de la Hacienda. Los tributos Los fraudes. Los juros. Abusos y fraudes.

249 Capítulo VI La defensa nacional. Su Estado a fines del reinado de Felipe IV.

257 Capítulo VII Estado de nuestras fronteras en la segunda mitad del siglo XVII. Un proyecto francés de invasión de España.

265 Capítulo VIII La Marina española en la segunda mitad del siglo XVIII. La Armada de Carlos II. Sus buques, su estado. Situación de abandono en que se hallaba España.

271 Capítulo IX España ante Europa. España y Francia. Fray Pablo de Granada. Quevedo. Francia pintada por un francés. La penetración pacífica francesa en España. Conclusión.

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Notas


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Al que leyere

E

l estudio que va a continuación no es la historia del reinado de Carlos II, sino un bosquejo de lo que eran España y la sociedad española en aquel tiempo. Hemos prescindido de las paces y de las guerras, de las victorias y de los desastres, elementos hasta ahora esenciales, por no decir imprescindibles, de los trabajos de esta naturaleza, y hemos procurado concentrar la atención en todo aquello que, empleando el lenguaje teatral, pudiera llamarse escenario, ambiente, personajes y desenlace del drama representado por la nación española en las postrimerías del siglo XVII. Las causas de la decadencia de España, de aquella decadencia que poco a poco se hizo extensiva a todos los aspectos de la vida nacional, no es dado hallarlas exclusivamente en los errores de los hombres de estado, ni siquiera en sus defectos intelectuales y morales, sino en el modo de ser de la sociedad a que pertenecían. Los planes mejor concebidos y los propósitos más loables en materia de gobierno fracasan irremisiblemente desde el punto y hora que la masa del país no responde a ellos, los acoge con frialdad o les opone una resistencia pasiva mil veces peor que la resistencia a mano armada.


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Ciertamente que en el reinado de Carlos II no hubo que registrar planes salvadores ni acertados proyectos de regeneración nacional, como no fueran los concebidos con mejor deseo que sentido práctico por los arbitristas, pero, aún suponiendo que los ministros de aquel monarca hubieran tenido ideas capaces de levantar a España de su postración y de poner un límite a la ruina que iba enseñoreándose de ella, el pueblo, la sociedad entera, había llegado ya a un grado tal de indiferencia y de desmoralización que les hubiera sido imposible vencer su descreimiento y su desvío. ¿Por qué sucedió esto?. ¿A qué se debió la falta de fe en los destinos de la patria y la creencia de que sus males sólo Dios podía con su omnipotencia remediarlos?. ¿Cómo fue que un pueblo tan apegado a sus costumbres, a sus prejuicios, a su misma política, renunció, de pronto, a todo lo que había constituido el fundamento de su modo de ser y se sometió a la voluntad de otro pueblo que había sido siempre su enemigo y su rival y que volvió a serlo poco después?. La contestación a estas preguntas que instintivamente formulan cuantos estudian el reinado de Carlos II no se halla, ciertamente, en los actos, por muy malos que fueran, de los hombres públicos ni en la incapacidad de los gobernantes, sino en el Estado general del país, producido a su vez por multitud de causas de origen bastante remoto que llegaron a su período álgido en los buenos tiempos de Carlos II. De aquí que nos hayamos propuesto analizar los elementos que componían aquella sociedad, exponer sus ideas, hablar de sus prejuicios y de sus errores, investigar los medios con que contaba para hacer frente al avance de otros pueblos y estudiar los recursos de que disponía desde el punto de vista de la cultura en general. Deficiente e incompleto, como nuestro, este estudio puede, sin embargo, dar idea del Estado a que llega un pueblo cuando se abandona y se deja caer en brazos del pesimismo y de la indiferencia.


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LIBRO PRIMERO El Territorio Los reinos y provincias Las villas y ciudades La capital de la MonarquĂ­a


ESPAÑA SEGÚN LOS CRONISTAS DEL SIGLO XVII. SUS BELLEZAS Y ENCANTOS 13

capítulo I

El transcurso de los años y el progreso material introducen en todos los países, aun en aquellos que progresan con más lentitud, cambios que, al modificar notablemente el aspecto de comarcas enteras, hacen que no se parezcan a lo que fueron en épocas anteriores. Sin acudir al ejemplo clásico de Holanda, cuyas tierras hubieron de disputarse al mar con admirable tenacidad, no hay país en el cual dejen de observarse transformaciones de este género. Las lagunas que se desecan; los ríos que se encauzan; los canales que se construyen; los montes que se repueblan; los puertos que se engrandecen a expensas del mar; los caminos que se multiplican; el subsuelo que se explota; la industria que todo lo utiliza y a todas partes llega; la intensidad del tráfico y los efectos de la paz durante muchos años mantenida entre estados que antes se hallaban en hostilidad casi perpetua, cambian radicalmente el aspecto de los países. Esto no obstante, si impulsados por un patriotismo irreflexivo fuéramos a otorgar entero crédito a lo que la mayoría de los historiadores y cronistas nacionales han escrito en sus libros al tratar de nuestro territorio, de la fertilidad de su suelo, de la abundancia de sus productos, de la belleza de sus distintas comarcas y del esplendor de las villas y ciudades que se alzaban en cada una de ellas, sería preciso declarar que era España a mediados y aún a fines del siglo XVII una región privilegiada, capaz de dar envidia a las más celebradas de la tierra. “Es tan perfecta -dice uno-, que parece que todas las excelencias repartidas a varias partes cifró en nuestra España naturaleza, pues en abundancia de frutos, prosperidades de riquezas, sobra de metales, pureza de aires, serenidad de cielo, felicidad de asiento, las excede sin comparación, porque si de alguna se puede decir ser más copiosa, vence al exceso de cantidad la virtud, sustancia y valor de la cosa, como claramente experimentan naturales y extranjeros1”. “¡Feliz afecto de los ojos de Europa! -exclama otro-, nido de


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las gracias, habitación de las sirenas, escuela de las ciencias, teatro de las políticas, centro de la milicia, parnaso de las musas, jardín del mundo, palacio hermoso del sol, afortunado compendio de la tierra, continuados equilibrios de la justicia, digna distribución de los premios, hermoso palacio de la primavera, tesoro de los más ricos favores del cielo, blandos y suaves nortes, constelación saludable, cielo hermosamente benigno. ¿Qué pensil compuso el arte que pueda competir con lo frondoso de tus prados, con lo alegre de tu clima, con lo benigno de tus aires?. ¿Qué fuente, qué mar, qué río, qué monte o qué collado te puede competir?. Tú compites en grandeza a todos; tú eres la más abundante en mieses, en ganados, en ríos, en fuentes y, en fin, un océano de grandezas2”. Otro español declara, ingenuamente, que España tenía mayores ventajas que ningún otro reino del mundo, “como destinada por el cielo a señorear y mandar a todo el orbe y gozar de sus inmensas riquezas3”, y el mismo Mariana, aunque no incurre en el exceso de alabanzas que otros contemporáneos suyos, asegura en los primeros capítulos de su Historia general, que “la tierra y provincia de España como quiera que se pueda comparar con las mejores del mundo, a ninguna reconoce ventaja ni en el saludable clima de que goza, ni en la abundancia de frutos y mantenimientos que produce, ni en copia de metales, oro, plata y piedras preciosas de que toda está llena. No es como África -añade-, que se abrasa con la violencia del sol; ni a la manera de Francia es trabajada de vientos, heladas, humedad del aire y de la tierra. Antes, por estar asentada en medio de las dos dichas provincias, goza de mucha templanza y, así, bien el calor del verano, como las lluvias y heladas del invierno muchas veces la sazonan y engrasan en tanto grado, que de España, no sólo los naturales se proveen de las cosas necesarias a la vida, sino que aun a las naciones extranjeras y distantes, y a la misma Italia cabe parte de sus bienes y la provee de abundancia de muchas cosas; porque, a la verdad, produce todas, aquellas a las cuales da estima o la necesidad de la vida, o la ambición, pompa y vanidad del ingenio humano4”. La realidad, áspera y cruel, no respondía en modo alguno a estas bellas descripciones, ni justificaba tan excesivas alabanzas, como lo prueban los relatos de viajeros que visitaron nuestra patria en aquel tiempo. “España es estéril -dice Federico Cornaro, embajador de Veneciapor la aridez del suelo, por los vientos, por el calor excesivo y seco, pues, fuera de Andalucía y de algunas otras provincias que baña el mar, en lo interior del país no se encuentra una casa por espacio de jornadas enteras y los campos aparecen abandonados e incultos...”. “El país -dice Giovanni Cornaro, también embajador de Venecia-, causa la impresión del desierto de Libia o de los inmensos campos africanos5”. Y es que al lado de Valencia o de


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Andalucía estaba Castilla con sus inmensas llanuras, León con sus campiñas desiertas y la misma corte con sus alrededores despoblados. “Hay en estos reinos -escribía Madame D’Aulnoy- lugares admirables, donde parece que quiso derramar el cielo sus más preciados dones, pero hay otros tan estériles que no se ve en ellos trigo, ni hierba, ni viñas, ni frutales, ni praderas, ni fuentes y bien pudiera decirse que éstos. abundan más que los otros6”. El padre Mariana así lo confiesa: “El terreno -dice- tiene varias propiedades y naturalezas diferentes. En partes se dan los árboles, en partes hay campos y montes pelados. Por lo más ordinario pocas fuentes y ríos; el suelo es recio... En gran parte de España se ven lugares y montes pelados y secos y sin fruto, peñascos escabrosos y riscos, lo que es alguna fealdad. Principalmente la parte que de ella cae hacia el septentrión, tiene esta falta , porque las tierras que miran al mediodía son dotadas de excelente fertilidad y hermosura...7”. España, a mediados y, sobre todo, a fines del siglo XVII, producía en los que la visitaban una impresión poco grata de abandono y pobreza. Esta última era tan extremada que, según Villars, “no se concebía más que viéndola8”. “A veces se andaban cinco y seis leguas sin ver una casa9”. Pocos y pésimos caminos conducían a través de los campos y por los desfiladeros de las sierras a las ciudades principales; puentes de antigua y nunca reparada fábrica permitían cruzar en algunas partes los ríos, tan secos en verano, como temibles por sus desbordamientos en invierno. De trecho en trecho, a veces muy lejos unas de otras y para eso abandonadas por no escasa parte de sus pobladores, se alzaban mezquinas aldeas de casas hechas de adobes, al pie de colinas coronadas por castillos cuyos muros se desmoronaban y caían. Villas, cercadas de murallas antiguas, gloriosas en otra edad, ricas en otro tiempo, vegetaban miserables y olvidadas, y aun las mismas capitales de reinos y provincias, con sus murallas mal conservadas, sus calles fantásticas, sus edificios pobres y mezquinos y sus conventos a cada paso, sorprendían a los viajeros que se habían formado idea muy distinta de la nación a quien calificaban sus cronistas de “cabeza de Europa, emperatriz de dos mundos, reina de las provincias y princesa de las naciones10”. Era, pues, España un país pobre. Las causas de esta pobreza ya las estudiaremos en el curso de nuestro trabajo. Por ahora nos limitamos a apuntar esta primer característica. Lo maravilloso o mágico, en cambio, abundaba en todas las regiones. El lago de Sanabria, cerca de Astorga, no tenía fondo; el pozo Airón, en la Mancha aragonesa, carecía de manantial; la Peña Tajada de Zamora estaba llena de piedras preciosas, y esta ciudad afortunada se asentaba sobre veneros de turquesas11. Las aguas de las fuentes y de los ríos tenían extraordinarias propiedades. La Fuente de las Siete


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Hogazas, a dos leguas de Alcalá, permitía cometer los mayores excesos en la comida; la de San Jerónimo, en Córdoba, se convertía en piedra apenas salida del manantial, y la del monasterio de San Bernardo, cerca de Toledo, contenía, al decir de las gentes sencillas, piedras preciosas12. Las aguas de los ríos no tenían que envidiar nada a las de las fuentes. Las del Guadalquivir teñían de rojo la lana de las ovejas; las del Ebro blanqueaban el cutis mejor que los más famosos inventos de la perfumería, y las del Darro, amén del oro que arrastraban, eran inestimables para la curación de las enfermedades del ganado. La fantasía popular multiplicaba estas consejas y convertía los fenómenos más explicables, como el rumor del viento en las montañas de la Alcarria o la desaparición del Guadiana, en cosas extraordinarias y medrosas. Por doquiera había santas ermitas y famosos monasterios construidos en lo más abrupto de los montes, donde se veneraban milagrosas imágenes descubiertas por sencillos pastores o venerables anacoretas, y sin salir de las ciudades, la campana de Velilla, el sepulcro de Santiago, el Santo Cristo de Burgos o la sagrada imagen del Pilar, suspendían el ánimo de las gentes piadosas. Auxiliada por la fe inocente y supersticiosa de la época, la leyenda convertía a España en extraño museo de prodigios, en los cuales lo verdadero se mezclaba con lo falso, la piedad con el fanatismo, el hecho cierto con la tradición, cuyo origen se perdía en las épocas remotas de la historia.


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