ORIGEN, HISTORIA Y NORMAS DE LOS
TEMPLARIOS VICENTE JOAQUÍN BASTÚS
© De la Edición: Guadarramistas Editorial/ A.S.C. Imagen de portada: Shutterstock TÍTULO ORIGINAL: HISTORIA DE LOS TEMPLARIOS. VICENTE JOAQUÍN BASTÚS. Edición original de 1834. Imprenta de J. Verdaguer. Barcelona
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ORIGEN, HISTORIA Y NORMAS DE LOS
TEMPLARIOS VICENTE JOAQUÍN BASTÚS
Índice
Prólogo del Editor
8
capítulo I
11
Origen, principios e institución de la Orden capítulo II
15
De la recepción de los caballeros templarios capítulo III
19
Del gran Maestre y otras dignidades de la Orden capítulo IV
21
Del hábito, de la cruz y de ciertas obligaciones de los caballeros, fámulos y armígeros capítulo V
25
De los capellanes o sacerdotes capítulo VI
27
Del modo de pelear o entrar en batalla capítulo VII
29
Santidad de vida de los primeros templarios capítulo VIII
33
Distinciones, gracias y prerrogativas capítulo IX
39
De los servicios y heroicas acciones capítulo X Causas que motivaron el decaimiento de la Orden
45
capítulo XI Primeras acusaciones y procedimientos contra los templarios
47
capítulo XII Crímenes que atribuían a los templarios y otros procedimientos que se practicaron contra ellos
53
capítulo XIII
57
Concilios para entender las causas de los templarios capítulo XIV
73
Extinción solemne y universal de la Orden capítulo XV
81
Distribución y destino de los bienes de los templarios Conclusión
85
Catálogo de los grandes Maestres de la Orden del Temple
93
Catálogo de los Maestres provinciales de Castilla y León
97
Catálogo de los Maestres provinciales de Aragón y Cataluña
99
Regla de los Pobres Conmilitones de Cristo y Templo de Salomón de Jerusalén
101
Notas
129
8
Prólogo del Editor
E
sta obra de Vicente Joaquín Bastús analiza el fascinante mundo de los caballeros de la Orden del Temple. El lector no encontrará en su páginas más que acontecimientos históricos y un conciso, pero esclarecedor análisis de la vida cotidiana de aquellos hombres entregados a las armas, mitad monjes, mitad guerreros. No hallará fenómenos extraños ni explicaciones esotéricas, tan comunes en los textos que se refieren a los templarios. Únicamente Historia, la que explica el auge de esta organización, el crecimiento de su poder y riquezas, y su desmantelamiento, perfectamente orquestado por la monarquía francesa y el papado, que comenzaron a ver en ellos una peligrosa competencia moral y económica.
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Los breves, pero intensos capítulos de este libro permiten al lector una aproximación seria a la materia. La forma de ingresar en la Orden, el modo de batallar, la vida cotidiana, los procesos que contra ellos se siguieron en toda Europa, especialmente en Francia, pero también en las coronas de Castilla y Aragón, y el modo en que se repartieron los bienes de la institución. Todo ello se completa con la incorporación de las Reglas de los Templarios, lo que permite conocer con exactitud, sin elucubraciones de ningún tipo, cuál era el cometido de la Orden del Temple, su organización, la disciplina y todas los estrictas normas a las que estaban sometidos sus miembros.
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Capítulo I
Origen, principios e institución de la Orden
Entre los muchos caballeros que acompañaron a los príncipes cristianos de la primera cruzada, la que pasó a Oriente en los últimos años del siglo XI para rescatar los santos lugares de Palestina, merecen una particular mención Hugo de Paganis -Hugo de Payns- de la ilustre casa de los condes de Champaña, y Godofre de Saint Omer, lo primeros fundadores de la Orden del Temple. Estos dos caballeros, con otros cuatro llamados, según se cree, Gaufredo o Gofredo de Bisol, Rotario, Archimbaudo de Saint Ameno, y Pagano de Monte Desiderio, en unión con tres compañeros más cuyos nombres se ignoran, todos caballeros franceses, impulsados de una acendrada devoción se juntaron en Jerusalén por los años de 1118 y se consagraron al servicio divino. Su primera e interina institución fue, según opi-
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nan algunos autores, a manera de canónigos regulares, siguiendo en algún modo la regla de san Agustín, y como tales hicieron en manos de Gormondo, patriarca entonces de Jerusalén, los tres votos ordinarios de obediencia, pobreza y castidad. Balduino II, rey de aquella ciudad santa, viendo el celo de estos nueve siervos del Señor, les dio de limosna una casa inmediata al Templo de Salomón, en donde poder vivir reunidos y ejercer parte de las piadosas obligaciones que se habían propuesto observar; pues como dice Zapater1 en su Cister militante: “todos juntos reverentes a Dios y a su casa santa, determinaron servirle y defender su Cruz con oraciones en el monasterio y espada invencible en el campo”. De la cercanía de su primera vivienda o monasterio al Templo de Jerusalén, tomaron, según creen la mayor parte de los historiadores, el nombre de templarios o caballeros de la milicia del Templo. Bossuet2 dice que fueron instituidos bajo el título de pobres caballeros de la Santa Ciudad. Se les llamó también soldados de Cristo, milicia del Templo de Salomón, milicia de Salomón, y hermanos del Templo o del Temple. Como estos nueve compañeros no vivían sino de limosna, el rey, que en cierto modo se constituyó en su protector, los prelados y los grandes de aquella nueva corte cristiana, les fueron socorriendo, haciéndoles merced unos y otros de ciertos beneficios y rentas para que con ellas pudiesen subsistir; algunos de cuyos donativos fueron temporales y otros perpetuos. El objeto de su primitivo instituto fue tener desembarazados los caminos que conducían a Jerusalén, con el objeto de que los peregrinos que iban en romería a visitar los santos lugares de Palestina no fuesen molestados por los infieles, ladrones y otros maleantes que infestaban aquellos caminos.
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Los nueve compañeros siguieron solos y sin recibir otros nuevos miembros en su compañía hasta nueve años después de su primera asociación. Estando aún estos hombres en hábito seglar, y careciendo de regla determinada que seguir, acudieron en el año de 1127 solicitándola de Estevan, patriarca que era a la sazón de Jerusalén, cuyo prelado elevó su petición al papa Honorio II. Su Santidad, con el fin de actuar en esta materia con toda madurez, remitió la súplica al concilio Tresense o de Troies, en Francia, que entonces se estaba celebrando. Este era presidido por Mateo como cardenal legado pontificio, y asistieron a él Reinaldo arzobispo de Reims, Henrique arzobispo de Sens y sus sufragáneos3, el de París, el de Troies, el de Orleans y otros obispos y abades, con algunos seglares de mucha distinción. Entre los abades estaba Bernardo, que lo era de Claraval -Bernard de Clairvaux-, y Estevan del Cister. Se hallaron también presentes en él, Hugo de Paganis y los otros cinco templarios nombrados, los cuales pidieron nuevamente al concilio lo que habían solicitado antes del patriarca de Jerusalén. Los padres del concilio aprobaron finalmente el instituto en el mismo año de 1127, según la opinión más recibida. Hay fundados motivos para pensar que el concilio encomendó la formación de la regla a Bernardo luego sería santo-, tío o pariente que se cree era de Hugo de Paganis, quien la dividió en cincuenta y siete capítulos, como puede verse más adelante; y al presentarla a la santa asamblea pronunció un discurso encomiando aquel nuevo género de milicia desconocido en los siglos anteriores, en la cual se juntaban los dos combates, uno contra los enemigos corporales, y otro contra los espirituales. “No es una cosa rara, -dijo el mismo san Bernardo-, ver guerreros valerosos, y el mundo está lleno también de monjes; pero es admirable la alianza de estas dos profesiones al parecer tan opuestas entre sí. Para entrar
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con ánimo en la pelea, es una gran cosa estar seguro de ganar la victoria o el martirio”. A continuación hizo una animada descripción de la santidad de vida de los primeros templarios; santidad que más adelante, desgraciadamente, perdieron algunos de sus sucesores. Luego que Hugo de Paganis hubo recibido en el concilio los estatutos para su orden, de la que fue primer gran maestre, retornó con sus compañeros a Jerusalén para dar principio a aquella santa institución. El ejemplo de estos religiosos excitó el celo de muchos otros guerreros cristianos, los cuales abrazaron tan piadoso instituto y milicia religiosa, que durante años quedó cubierta de honor y gloria en los campos de batalla.