Guardagujas60

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dos

mientras organizo

R

ealmente no importa por qué mueren las personas; lo que importa es que se van. No importa el color de sus coronas ni de qué está hecho el ataúd; al final, no importa quién muere. La comida que sirven para quienes asisten al funeral no es de importancia, ni mucho menos el discurso que borbotea por la boca de quienes están vivos. No; la muerte no es en absoluto importante. Es sólo un hecho y nada más. Es sólo un número en el registro. De ahí en fuera, no, no importa. Porque la muerte es -al final- morir no es lo que interesa, después de muerto, al que ha de morir. De ahí que cuando Marco mencionó a sus padres la fecha de su muerte, nadie preguntó la razón. Finalmente, dijo su padre, iba a morir, y eso era lo único que debían saber. No mencionó, por lo tanto, que su muerte sería causada por una enfermedad, ni que había guardado el diagnóstico médico durante meses. Todos en casa guardaron silencio cuando Marco anunció su muerte. Y el silencio fue untado en la habitación. Su madre tosió. Después de eso, Teresa, su hermana, pidió le pasaran la mostaza. Se la dieron. Y el desayuno volvió a correr. Marco cedió el bote sin agregar detalle; uno muere y es lo único que cuenta. Detalles dichos al azar habrían prolongado el desayuno, y bien sabían todos que nadie quería eso. Muchos tuvieron dudas con respecto a la noticia, pero ni Marco ni su familia estaban dispuestos a saciar curiosidades, e incluso ellos no lo conseguirían, puesto que no preguntaron jamás y nunca les interesó el por qué la certeza del hijo al anunciar que moriría en tres semanas. Tampoco Aurora conocía los detalles. Y cuando Marco le dijo que moriría en 21 días, sólo estacionó la mirada en el techo, pasó su lengua por los labios, regresó el rostro hacia el de su novio, y agregó con voz ligera: “Bueno, es que todos vamos a morir.” Dijo su madre, en una ocasión, que las cosas se acomodan a como el tiempo avanza. Lo mencionó al recordar que Marco aún llevaba taller de carpintería en la escuela y, entonces, lo primero que cruzó por su mente y estalló en la punta de su lengua, fue una línea sólida, plagada de lucidez: -Pero además matas dos pájaros de un tiro: sacas un diez en tu clase y nos ahorras la compra del ataúd. Ante el hecho de que la idea resultara obvia, aquellas palabras resbalaron por sus labios y gotearon fuertemente. La mujer imprimió una sonrisa en el rostro para constatar la alegría producida después de tan clara idea, por si quedaban dudas, además, sobre la lucidez con la cual actúan los padres. Marco, después de escucharlo, no pensó en la posibilidad de simplemente no hacerlo; se propuso, a partir de ese día, redirigir su proyecto final de carpintería a lo que sería el empaque donde habría de pasar el resto de su muerte. Cuando sus compañeros le vieron comenzar el ataúd, con ensimismamiento, callado, y al filo sus brazos que cortaban con fuerza sobre la superficie de madera en un mar de aserrín, sugerencias y opiniones comenzaron a brotar, con tanta rapidez, que Marco se vio inundado por una ola coloidal de comentarios. —¿Y qué harás ahora que te vas a morir? Marco escuchaba con el brazo pendiente del serrucho. — ¿Vas a viajar? —No. —Escalarás una montaña —¿Para qué? —¿Formarás una banda?

isabel hion castro

—No. —¿Cogerás como si no existiera el infierno? —No… —¿Leerás algún libro? —No. —¿Engordarás hasta romper tu silla? —Claro que no. —¿Qué vas a hacer? —Quiero dormir. Porque saberse muerto no es una idea que impere en los vivos. Es algo que atañe y sólo debería importar a los muertos, a quienes saben qué pasa al morir. Y los vivos que piensan en ello consumen sus días. No es que importe, por lo tanto, si vives o no. Marco usó, a partir de entonces, su tiempo en dos cosas: preparar el ataúd, y planificar todo lo que pasaría después de morir. No resultó como si sus días corrieran más rápido ni a través de una brumosa ciénaga. Para Marco esas eran ideas violentamente aburridas de películas y poemas insulsos. Él sólo pudo ver, al final de su muerte, la gran interrogante de qué sucedería en caso de no morir. Porque después de ver su muerte, de visualizarse en un ataúd, sepultado en el hígado de la tierra, bajo las personas, y el césped; bajo todo lo que alguna vez tuvo a sus pies, no concebía la idea de esperar el momento de su muerte y que después éste nunca llegara. Aurora intentó asesinar el temor, y dijo mientras, él a su lado, tomaba su mano con fuerza hasta destrozarla con la suya: —Eso sería tonto, porque todos vamos a morir. Entonces, lo que le cortaba el sueño, a tajadas, era pensar que su muerte se prolongaría más allá de todo lo que su imaginación ya había trazado. Aurora escarbó sin encontrar consuelo, y no lo hizo dormir. Quedaron ambos en vela, estáticos como piedras, sobre el colchón, y ninguno tuvo idea de qué harían si, después de muerto, al final no muriera. —No seas ridículo –dijo su madre- Además ni siquiera has trabajado en el ataúd… Pero el ataúd estaba en vísperas de ser terminado. Aurora había decidido ayudarlo; ambos trazaron y cortaron durante dos semanas sin descanso. De la escuela lo transportaron a su casa, para poder trabajar a deshoras, y sin advertirlo, dejó de ser una simple caja que acorazaría a su cuerpo, para convertirse en un complicado estuche largo como el de una estilográfica gigante forrada en carne y huesos. De ahí que Aurora comenzara ingenua, y después se obsesionara, para diseñar un ataúd tal vez práctico pero no convencional. Mientras los padres y su hermana veían a Marco y su tiempo que parecía terminar, Aurora y él convirtieron cada día, las noches, ambos insomnes, en programas de diseño para perfeccionar el ataúd. Por las noches ya no era sólo estar sobre una cama y desvelarse entre el no dormir; era además una simulación de ataúdes y hablar de ellos hasta conciliar el sueño. Era Aurora sobre el cuerpo de Marco para idear alguna forma de trazar el ataúd y que éste se acomodara a su silueta. Sólo así se dieron cuenta de que el prototipo mostrado en las películas no era el más óptimo. Crearon, entonces, uno completamente invertido en el que la parte inferior casi punzara con ambos lados de la sien –por si estuviera vivo, que ejerciera presión en la cabeza y terminara por matarlo a media muerte- Y si en caso de que el ataúd resultara pequeño para Marco, habrían de pensar en otra solución —Cortarte en pedazos, como si fuera un frasco de conservas –comentó seriamente Aurora, frente a la mirada atónita de los padres- En caso de que no cupieras dentro. —¿Pero, y si al cortarme despierto?

—Te enveneno entonces, después de que mueras. —¿Y si al final siento el veneno cuando vaya pasando? —Te dormimos después de muerto. —Pero podría no hacerme efecto… —Bueno, te golpeo en la cabeza. Marco frunció el entrecejo: —La sangre mancharía el interior. —Lo decoramos de negro para que no se note… Marco tragó saliva y carraspeó: —Pero el negro me deprime… estando bajo tierra, cubierto de negro, cualquiera se pondría triste… —Pues te mueres de tristeza y ya. Además estarás muerto para entonces, ¿De qué te quejas? Y negro o no, bajo tierra no se distinguen los colores. —Asegúrate, entonces, de meter una lámpara en el ataúd, por si acaso. Para entonces sus padres y hermana habían continuado con el desayuno. Corrió más de una hora antes de que ambos notaran la mesa limpia y vacía. A cada punzada de la noche, la silueta de Aurora era un bulto en la oscuridad; desde la ventana en la habitación de Marco podía vislumbrar su cabeza que sobresalía de la penumbra como una enorme hinchazón. Si su novio lograra conciliar sueño, ella estaría, en cambio, fuera de casa, en el patio, con una mesa plagada en diagramas y dibujos, aserrín untado en las manos y brazos. Podría explicarse con más exactitud el tiempo restante en la vida de Marco por el número de martilleos y los callos que poco a poco fueron desbordándose en las manos de Aurora; ella, y no nada más Marco, fue quien vio en su muerte la construcción de un objeto en madera y no la deconstrucción de un cuerpo forrado en piel. De ahí en más, las tardes fueron ocupadas por cuatro ojos inyectados en una televisión; Marco y Aurora observaron una y otra vez películas con ataúdes y ataúdes en las películas; el joven pensó - resultó ser su más grande temor- el que tuviera un ataúd tan más parecido al de cualquier otro sepultado al morir. Por las noches, le pedía a Aurora que no llorara cuando lo recordara muerto. —La muerte es una pérdida de llanto –le dijo en una ocasión. Su familia había programado el día de su muerte con la finalidad de no faltar. Mientras todos se prepararon para el día del entierro, Aurora consiguió un calendario que deshojaba, como cada noche ella en el cambiar algún desperfecto del ataúd, un día por otro hasta golpear en cero. —Todos se preocupan por embellecer lo de afuera –concibió un día Marco –A nadie le debería importar cómo se ve el ataúd: se va a enterrar de todas formas. Y el pobre muerto, que es quien sufre cuando muere porque además es quien está adentro; él, el difunto, no se atreve a decir que no le gusta el interior porque además ya ha muerto y los que mueren no hablan. Nada de colchones ni telas cómodas, ¿Quién puede morir tranquilo cuando está en un ataúd agradable que nos jala a que estemos vivos y a que no muramos? Yo no quiero cambiar de parecer cuando esté al final de la muerte. En cambio quería ceremonias de las más insoportables, y personas que acorazaran alrededor la garganta que habría de albergarlo en muerte, para que el simple hecho de recordar -ya bajo tierra mientras le untaran capa de lodo tras una capa más- que indudablemente habría de ser buena idea morir y que, de no morir y seguir con vida teniendo la oportunidad de estar muerto de una vez por todas, tendría que escuchar y rodearse de aquellas situaciones y personas insoportables a las cuales podía dejar, sola y de única manera, cuando se viera finalmente muerto. Por esa razón el ataúd mutó en demasiadas ocasiones, y cuando creían haberlo terminado, un nuevo inconveniente se prensaba, otro diseño aparecía. Marco no lo sintió, fueron las manos de Aurora quienes comprendieron cuán cambiante llegó a ser la apariencia que buscaban en su caja para muertos. Y es que, además, nunca supo por qué su mano extirpaba la madera a cada noche rasgada; era 3


tres 2 construir el ataúd y nada más. No era la cons-

trucción con base en una razón fundamentada más allá de la muerte en sí. Aurora no lo preguntó, y las preguntas en realidad jamás se le ocurrieron porque al final sólo importaba que su novio moriría. Tal vez por resfriado pero ella jamás lo preguntó. Pues no es que los ataúdes se construyan según la muerte de cada muerto. No existen ataúdes para cancerosos, ataúdes para acribillados, ataúdes para suicidas, ataúdes para imbéciles. Por lo tanto, no importaba la razón de su muerte; se haría un ataúd para un muerto en vida que pronto sería un muerto en medio de la muerte, y eso era todo. Aurora lo tuvo presente cada noche, al tiempo que construía y deconstruía con afán, cada minuto en que escuchaba aún el gramófono nasal de Marco expulsar una pobre respiración; la imagen de su novio como esqueleto de un pez que habría de escuchar sus pasos cuando ella pasara junto a su tumba se le clavaba un poco más. El maestro de carpintería, atendiendo las necesidades de su venerable escuela, pidió fotografías con los avances de lo que sería al final un ataúd; pues de qué otra manera podría constarle que su alumno cumplía con la materia, aunque nunca supo que la calificación en todo caso habría de merecerla Aurora y no Marco. El diagnóstico médico, impreso en papel y guardado en un sobre, se pudo haber consultado en el cajón superior de una cómoda; bastaría simplemente hacer uso de un par de pies que abordaran el suelo de su habitación, para que, con ayuda de una mano que habría de apretujar el mango del cajón, jalara éste sin necesidad de mucha fuerza. De ser así, por tanto, al lograr vomitar la cómoda uno de sus cajones, podría verse ahí, junto a la ropa, y no al fondo como se creería sino ahí, a simple vista, cuando el cajón se asomara por fuera de la cómoda, el pulcro sobre que alguna vez el doctor entregó a Marco; no sucio, sino limpio, puesto que el joven tuvo necesidad de verlo una, y no por segunda vez sino simplemente en una ocasión, para comprender que le quedaba si acaso un año con vida. De haberse aferrado a la idea donde indudablemente viviría por más tiempo, el sobre estaría vuelto un manojo de dobleces, forrado en manchas; estaría el pedazo de papel hecho una esfera de nervios. Y en vez de eso, intacto, como apenas abierto y después olvidado en algún lugar, el sobre retrataba el momento cuando en la silla frente al doctor, volteó hacia él ya con el diagnóstico en manos: —No quiero una muerte dolorosa y tampoco me gustaría acabar poco a poco. —Eso no va a pasar; usted comenzó a morirse antes de que se diera cuenta– contestó el médico. —Pero es que además sería traumatizante si, suponiendo que voy a morir, al final no muriera… Fue únicamente la razón de pensar en no morir cuando en realidad - y así lo creía- él debiera estar muerto, lo que hizo estrujara un poco el sobre contenido en las manos, como una gruesa ostia sin redención. Con esa idea, Marco entendió lo importante que sería, a partir de ese momento, confeccionar una muerte a la medida de su eje de pensamiento. —Usted ya dijo que moriría. ¿Entiende que si me está engañando sólo me juega una broma pesada? Entonces comprendió el que Aurora, una vez enterada, decidiera ayudar en la construcción del ataúd, e incluso bajo sábanas de insomnio, jamás pudo objetar cuando, por las noches, lograba alzar su cabeza un poco y sólo en suficiencia para moldear a través de su ventana, en la oscuridad del patio, a Aurora junto a un ataúd incompleto, papeles, y una cruel necesidad por no dormir y por lo tanto no encontrar en la figura de Marco somnoliento ya una anticipación de lo que sería cuando, en definitiva, durmiera sin interrupción alguna. Percibir tal afán en ella le hacía pensar en su muerte como un hecho consumado antes de

tiempo; en su cabeza podía ver la construcción del ataúd como una prueba asegurada de que moriría al apretujarse en la caja. —Porque además es muy importante un ataúd cuando se está muerto. Es lo único que nos queda. Nada de familia, ni de amigos, tampoco una pareja. Sólo el ataúd y su encerramiento. Aurora masificada era la prueba más tangible de que así como dijo el papel, casi intacto en el cajón, moriría. Incluso al observar diseños y diagramas hechos por ella, que solía despertar más tarde, puesto que dormía siempre más tarde que los otros, imaginó cuán bien habría de morir. Revistas en caso de que reviviera de súbito y no se aburriera. Solicitó una linterna agregada lateralmente porque además no podría mover sus brazos. Indudablemente, eso era obvio, algún día la batería habría de morir, pero al final, esperaban que para entonces él muriera antes que la linterna. -Y usted no sabe lo frustrante que sería para mí esperar la muerte y que al final no llegara. “Resultó ser un gran carpintero” –leía en las cartas de su profesor. La madre, por el contrario, desaprobaba el diseño del ataúd, pues esperaba de éste algo más parecido a lo que veía en las funerarias. -Ni un día más; eso sería desesperante. –insistió Marco, frente al doctor.

con ensimismamiento, callado, y al filo sus brazos que cortaban con fuerza sobre la superficie de madera en un mar de aserrín, sugerencias y opiniones comenzaron a brotar Y en una ocasión, durante el almuerzo, cuando Teresa encontró pertinente mencionar la construcción, y el ataúd como sujeto en la frase que concernía en exclusiva al construir, el padre mencionó lo poco agraciado que para él resultaba la caja para muertos, que además de todo parecía hecho en casa y no por un experto en carpintería. Marco habría de advertir que no lo estaba haciendo él solo pues, más allá de su mano, las de Aurora también lijaban sobre éste, pero fue entonces que su madre embistió con el comentario de que si no lograba siquiera fabricar un ataúd decente, cómo entonces podría defenderse en la vida. Aunado a eso, insinuó que Marco tal vez podría tratarse de un potencial inepto, y que en dado caso, ese tipo de personas debían pasar por un juicio y recibir como sentencia la muerte… Debió rasgarse un par de minutos para que ella recordara, con lucidez, que después de todo, aquello, ya sin más, estaba en proceso. -De verdad no crea que para mí es doloroso. Haga otro examen; necesito saber los días que me quedan, con exactitud. Porque morir no importa, finalmente, cuando un día despertamos, en definitiva, muertos. -No un estimado, no la cantidad ideal; lo preciso. Quiero saber, con mis días contados, cuánto falta para que muera. Quiero un examen, otro, y que me especifique cuánto me queda para estar muerto. En tan obvia conjetura aún persistía Aurora, cuando al despertar -y entonces ella se alarmó porque debía haber despertado antes, y no en ese momento cuando, al abrir los ojos, sintió al sol escupiéndole con fuerza en el iris- ella levantó el torso, sobresaltada, y con temor de haber perdido tiempo destinado en la construcción del ataúd, apretujó con fuerza la mano de Marco,

aún dormido. En ese momento, sintió la pulsión que le anunciaba ya no era necesario preocuparse por el contratiempo, porque sus dedos habían sentido ya antes de que ella lo notara, cómo en contrapunto y sin más interrupción, el pulso de Marco dormía tranquilo, tanto, al extremo incluso de no palpitar. Apretujó aun más los dedos; notó la ausencia de aire en su gramófono nasal, y subiéndosele como ya lo había hecho, aunque no ya en plan de imaginar la silueta del ataúd concentrada sobre el colchón, lo besó sin llorar siquiera; tan sólo el besar y en la idea de que el morir no importa, y de que el estar muerto finalmente no es indispensable en muchas ocasiones; no es de importancia al fin y al cabo, porque además uno muere y no hay anomalía alguna en ello. Así que el besar, y otras cuantas cosas, no están vetadas, suponiendo que la muerte es sólo perceptible ante la vista y el olfato. Mas, fuera de eso, nada en absoluto podría confirmar lo que diferencia a alguien muerto de un mortal vivo. Ya afuera de cama, a punto de anunciar que Marco no dormía, percibió cómo en el calendario faltaban aún setenta y dos horas para llegar a la hoja donde, tangible y en total armonía obedeciendo a lo acordado, se anunciaba su muerte. -Es en serio: necesito saber cuándo moriré. ¿Cree que soportaría saber mi hora de muerte y que, cuando llegue, yo siga aquí? Aurora rodeó como única persona el ombligo de tierra en la que se hundía el ataúd. Nadie más presenció el entierro; todos tenían planes para entonces, pues no de otra forma lo habrían de anticipar al tener programado el día de su muerte. Al adelantarse, entonces, ésta, por supuesto que nadie habría de asistir, pues ya el día estaba ocupado en otra cosa, e incluso los padres de Marco se hallaban en una reunión familiar a la que no debían faltar, pues es necesario cumplir con los parientes, y sólo un inútil programaría con inexactitud el día de su muerte. - Ingénieselas; algo se le ha de ocurrir. Lo que sea; no me va a molestar. Y es que no importa el cómo ni el por qué mueren las personas; eso Aurora lo sabía. Porque no es de importancia para los muertos, quienes no pueden contemplarlo, pero sí para los que todavía no mueren y sólo observan el descenso de quien supuestamente habrá de morir. Buscó una lápida acorde a lo que Marco había pedido con rigor: nada de mensajes, ni siquiera una frase corta pero que en definitiva nada tuviera que ver con él. Así pensó ella cuando recordó debía lapidar según la costumbre. Se encargó, entonces, de hacer colocaran sobre el distante cuerpo de Marco, la frase que encajara con sus deseos antes de morir: su nombre a la cabeza, secundado por una práctica pero amena receta para hacer caldo de pollo. Así lo planeado, Aurora no lloró, ni sintió en momento alguno deseos por llorar. Después de todo -lo sabía muy bien- la muerte no es algo de importancia, ni una razón para el llanto. Tan sólo contempló el ombligo que conecta al infierno, las capas de tierra apiladas sobre el ataúd; observó incluso todas las manos al empuñar la pala y cavar con más fuerza una tumba que aunque no en el aire, podría tener estrechez en el suelo. - Sólo asegúrese –pidió el joven, aún con el sobre en sus manos- de buscar una forma para que muera antes de que llegue la muerte, antes de que me dé cuenta. No es de importancia y entonces no hay nada más que agregar. Encontró ya en descenso de Marco la seguridad de que, al final, realmente no hay nada de dolor en ver cómo una persona se fuga de la vida sin intención alguna de volver. La muerte –lo platicaron ella y Marco, él aún vivo- no es tanto una festividad, pero sí una serie de accidentes moleculares que las personas se esfuerzan por llamar destino. Allá al fondo, Marco le proyectaba un proceso en descomposición que, así como él, ella y todos los demás habían comenzado sin advertirlo. Cuestión de tiempo –pensó ella- para que yo también esté allá abajo; y yo dé alimento a los gusanos hambrientos, o seamos parte de otro mito más sobre nuestra incapacidad para aceptar la muerte en tránsito


cautro

la habitación de humo cuaderno posapocalíptico fumar a la nada

agustín fest

s el momento donde enciendes un cigarrillo y no cedes a los pensamientos. En silencio, la nicotina y el alquitrán se consumen por el fuego y los pulmones. Tal vez te asomes por la ventana para ver la noche o quizás estás tomando una pausa después de leer cualquier texto. De ahí no pasa. No hay estudio de gravísimas cuestiones o la búsqueda de respuestas. Simplemente uno fuma por el placer de fumar. Te conviertes en el sueño de otro, en la estatua silenciosa de un niño que le pregunta a su madre: "¿Ese señor, mami, que está pensando?", "¿Esa señora, mami, está triste?". Puede ser, pensará la madre, o cualquier otro que mire la fotografía. ¿Desde cuándo la nada es tristeza? Supongo que, desde tiempos inmemoriales, nos piden justificar todas las acciones, darles un propósito. En hogaño, es especialmente importante que el fumador explique por qué lo hace si los cigarrillos están tan caros, si tiene una carrera exigente de momentos reflexivos o si de verdad está tan azorado por la vida para necesitar un respiro de cuatro pesos, en la esquina, antes de llegar a donde sea que vaya. Uno se acostumbra a buscarle formas al humo ajeno, fumador o no. Al no-fumador esto le puede agarrar de sorpresa. El humo del cigarrillo mete la zancadilla cuando le descubrimos las aspiraciones como mancha de Rorschach. Depende de los pulmones y la garganta, de la nariz, de la cabeza del fumador. No digo que confiese los secretos, no, mejor dicho, expulsa la imaginación. Los minutos de vida perdidos en el momento del cigarrillo se transforman en imágenes, en una habitación de humo a la cual podemos elegirle forma. El humo, como nubes portátiles, forman personas corriendo, los rostros de los muertos, la casa donde solías vivir, la faz de una muerte aburrida e inexorable, quimeras y dragones. Algunos, seguramente, perciben mensajes escritos y señales para interpretar su futuro. El mismo fumador no puede interpretar sus propios mensajes, dejaría de estar fumando a la nada para fumar por algo. Sencillamente, en el momento, se convierte en el medio. Una pausa en el cuerpo, y la mente, para dejar de buscar, abandonar las preguntas y las cuentas. El truco está cuando un fumador se dedica a mirar, sin vergüenza, el humo que expulsa otro. Descubre su papel como un mensajero, mientras, hipnotizado, trata de leer las señales del otro, ese que por un momento es igual que él, o es una copia del pasado o un vistazo al futuro. Fumar a la nada es un accidente. Pasa en el momento justo que te descubres con el cigarrillo encendido, a medio consumir. La consciencia de que fuiste algo, y el momento ya pasó. Quien sabe cuánto habrás expulsado. Fuiste otro, perdiste unos segundos (o minutos) de vida, en un tiempo vacío, sin memoria. No sirve sentarse y murmurar, convencido, "Voy a fumar a la nada". No lo encontrarás, no te engañes, lo he intentado. Es como tratar de convencer a los otros niños (los imaginarios, si estás solo) en el parque que eres Superman. Simplemente la noción de la acción basta para llenar la cabeza de ideas y el humo se desperdicia. ¿Cuántos libros habrá escrito el humo de la nada? No digamos las personas, porque ahora con internet y la vida digital, la cantidad de libros es imposible. Todo lector conoce la titánica, y abismal, tarea de leerse todos los libros, incluso ni terminará aquellos que piensa para su vida. Imagínense ahora todos los libros accidentales que se han escrito en el humo, como los orangutanes en la máquina de escribir que eventualmente habrán de sacar las obras de Shakespeare, los fumadores a la nada ya escribieron todas las obras universales, del pasado y del futuro (en el presente no, siempre es muy pronto para hablar de obras universales). También es posible que gracias al humo observado, ya tengamos un puñado de lecturas que se dieron por accidente. Según leemos por primera vez a Proust, pero descubrimos esa rara sensación asmática de dejá vù durante la lectura. Nos cruza el pensamiento: "Ya lo leí en algún lugar". Presta atención, sugiero, al humo de los fumadores especialmente silenciosos, estáticos, inertes. Las respuestas que ellos no encuentran, las ofrecen en abundancia los hilos grisáceos que escapan de su nariz y sus labios editores i edilberto aldán i joel grijalva consejo editorial beto buzali ialberto chimal i luis cortés irodolfo jm i norma pezadilla i sofía ramírez i jorge terrones diseño sarahi cabrera

la gente difusa

¿

alejandro espinoza

A dónde va la gente que permanece poco en la mirada? ¿Quiénes fueron para ti en esa estancia pasajera, en ese breve lapso de reconocimiento de una silueta, de una figura sentada en el porche de un patio o enseguida de ti en un camión de pasajeros? ¿Quiénes pudieron ser, en caso de que este encuentro no hubiera sido incidental? ¿Son acaso el potencial de algo que tuvo su oportunidad de existir, digamos, una relación, o por lo menos, una conversación que cambie tu vida? Ha habido casos en los que esos encuentros fortuitos adquieren una dimensión casi mítica en mi pasado, una presencia-ausencia que se queda colgando en la punta de la memoria. No recuerdo sus rostros, ni cuestiones específicas. Quizás sí olores, la inflexión de sus voces. Algunas palmadas en el hombro, una risotada, una ocurrencia que trajo consigo la sorpresa de una frase memorable. El encuentro más fugaz, más brutal y más memorable me sucedió durante uno de mis traslados de vuelta a la ciudad, después de una estancia veraniega en la casa de unas tías en Los Ángeles, California. De los once a los catorce años, me subía todos los veranos a un Greyhound Bus y me dirigía a casa de mis tías, una noble y romántica solterona de espíritu bukowskiano, que parecía una de esas personas que aparecen en las fotos de los beats pero que no eran necesariamente escritores, y su tía, mi tía abuela, una mujer jocosa y regordeta que trabajó en la maquila y que, según cuenta la mitología familiar, tuvo una tórrida relación con un sujeto que llegó a la ciudad del Distrito Federal para aprender a hacer películas y que luego conoceremos como el director Alejandro Galindo. Era genial mi tía, una mujer que aprovechaba siempre la oportunidad para decir majaderías. “¡Mierda con cagada!” era su expresión favorita. Solía gritarla, para asustarnos. Una joya de mujer. Como les decía, esta vez venía de regreso a casa. El bus tomó el camino desértico en vez del costero, y pude ver por primera vez las planicies del Palm Desert, rosadas al caer la tarde. Fue en ese viaje cuando me topé con este sujeto anónimo. En retrospectiva, creo que se trataba, o de un mentiroso compulsivo, o de una de las personas con la vida más extraordinaria que yo jamás haya conocido. Se trataba de un negro de aproximadamente cuarenta años, con la barba unos tres días sin rasurar y, a juzgar por su aroma, la misma cantidad de días sin baño. Se acercó conmigo después que yo me quitara los audífonos, tras haber escuchado por enésima vez el Highway to Hell de AC/DC. Comenzó a preguntar nade-

rías, qué hacía un niño solo en un bus, de dónde venía, a dónde iba. Cuando dije la palabra Mexicali, inmediatamente puso a trabajar su maquinita productora de ficciones. Me contó de la vez que comió tacos en Mexicali, y de cómo las muchachas estaban bien bonitas, que conoció a una de por allá que se enamoró de él. Luego cruzamos por un campo donde pudimos ver cómo descendía un grupo de paracaidistas. Me contó de la vez que usó un paracaídas, de cómo tuvo miedo al principio pero luego se divirtió. Pasábamos por un restaurante y hablaba de su comida. Pasaba un camión cargando caballos y me contó de la vez que trabajó en un establo. Veíamos un espectacular que anunciaba un casino y me habló de la vez que ganó miles de dólares en Las Vegas. Pasó un tipo en moto y me contó de cuando tuvo una moto y atravesó el país en ella. Conoció mucha gente, vivió muchas vidas, y cada que rememoraba un pasado inexistente, suspiraba y se echaba en el respaldo del asiento, dibujándose en su cara una de esas hermosas sonrisas de negro. Sólo que, después de varios relatos, después de contarme infinidad de historias, de peripecias, de robos bancarios, la guerra en el Golfo Pérsico, volcanes en erupción, centros de rehabilitación, carcajadas que recuerdan alguna puntada, o la salvación de damiselas de incendios de rascacielos, o del infante calcinado que recogió del suelo al finalizar un brutal ataque aéreo, después de hablarme de todos sus trabajos –mecánico, campesino, baterista en una banda de blues, pintor de brocha gorda, dueño de una tienda de abarrotes, consejero en AA, entre muchos otros—después de demostrarme, a través de una mezcla que revelaba la verdad detrás de la ficción, lo extraordinaria que había sido su vida hasta el momento, después de todo eso, se calló. Se recostó en el asiento, pero esta vez ya no suspiró, sino que se puso a llorar. Fue un llanto quedito, como si hubiera querido que no me diera cuenta, pero a la vez sí. Un sollozo que se mezclaba con el motor del bus que corría a toda velocidad, el lejano zumbido de su voz después de unas dos horas de plática ininterrumpida, el arrojo de lágrimas que fueron deslizándose por sus mejillas, una muestra del más puro desconsuelo. No sé si fue cansancio, el agotamiento inminente de alguien que usó todos sus recursos, o simplemente esquizofrenia. Por alguna razón, este ritual de catarsis que vivió este tipo desconocido, lo relaciono con el acto de escribir: un agotador ejercicio de fabricación de la realidad que nos ayuda a sentir que estamos vivos. Aunque sea mientras dure el relato


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