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n la esquina de las calles de Nicolás Bravo y Miguel Hidalgo, en el centro de la ciudad de Morosa, hay un edificio. Su aspecto no es deslumbrador: por fuera parece tener siete pisos de altura moderada, y es poco más que una caja de concreto, lisa y sin adornos. La impresión se acentúa porque no hay ventanas antes del quinto o sexto piso y el gris constante bajo esos primeros cristales es una superficie enteramente plana: uniforme. El negocio que funciona en el edificio no tiene nombre, pero muchas personas (sobre todo, cuando hablan del lugar en secreto, o entre risas nerviosas) lo llaman “El Brincadero”. —Ahí está otra vez. ¿Lo oye? —Sí, sí, lo oigo. Este nombre, que es simple y vago al mismo tiempo, no es tan diferente del de otros establecimientos de su mismo giro en la ciudad y fuera de ella. —¿Qué será? —No tengo idea. Suena como radio. En la ciudad se cuenta que el lugar pudo haber sido un restaurante, o tal vez hasta un cabaret, pero hace mucho; otros lo creen un viejo edificio de oficinas o de departamentos, remodelado en algún momento; por último hay quienes creen, o desean creer, que el lugar sigue cerrado y en desuso. —Pero está hablando de este lugar. Esta última impresión puede deberse al aspecto sucio y descuidado de su planta baja. La entrada de servicio apenas puede verse, colocada como está en el fondo de un callejón, entre basura y contenedores de metal. La rampa que conduce al estacionamiento subterrá-
noviembre 2012, n° 65
la torre y el jardín
luego miran para arriba, trepando con los ojos, como si su mirada resbalara en la vasta pared gris y no pudiera mantenerse en ella, y así hasta que llegan al techo, y luego pueden llegar a mirar aún más arriba, aunque ya neo está obstruida por cadenas y candados que pare- se haya acabado el edificio y se encuentren más bien contemplando un montón de nubes, trazas de humo cen cubiertos de óxido. de la zona industrial o el simple cielo de Morosa, que es de un azul deslucido y opaco. Algo los atrae, como —Entonces es algo como música ambiental… si las líneas del edificio se prolongaran mucho más de —Sin música. —Oh, bueno… No sé. ¿No será como lo que ponen a lo que la propia vista sugiere. No pueden detenerse; de veces en los museos o en las tiendas? ¿Una grabación pronto, están mirando para arriba. informativa? —Bueno, en todo caso es interesante. Por ejemplo, —No tengo idea. cuando llegué me pasó precisamente eso, lo de quedarComo no es el único edificio abandonado de la ciu- me viendo para arriba, y acabé en una posición ridícudad, los transeúntes pasan, casi siempre, sin mirar, en la, así como arqueado… dirección a alguna de las avenidas cercanas o a la esta- —¿Arqueado? ción del metro, que se encuentra a poca distancia del —Sí, como…, así. Mire. callejón y más allá de una sastrería, una tienda de aba- —Acuérdese de que no puedo verlo. La voz no ha dejado de hablar. rrotes y otros comercios.
alberto chimal
Quienes saben algo del asunto cuentan que don Cruz, el arquitecto, dijo, cuando vio llegar las primeras cuadrillas de construcción: “La voluntad del edificio, es decir, si existieran mapas, representaciones que mostraran la voluntad de los edificios y permitieran comAlgo en la fachada, sin embargo, produce un efecto cu- parar, discernir qué empuje tiene éste de acá, qué tan rioso que atrae a algunas personas, si pasan en el mo- tímido es este otro, cómo se enterca el de más allá y mento correcto del día y a menos de tres pasos de la persiste y se empeña en existir…, si todo esto lo tupuerta de entrada, que es una hoja de acero pintada de viéramos, si hubiera esos mapas o representaciones, negro, alta y estrecha, adornada con filigranas doradas la voluntad de este edificio que vamos a hacer aquí se vería como una jabalina, recta, enorme, clavada en mepero sucias por años sin cuidados. dio de puros dibujos, es decir, planos: los otros edificios. ¿Me explico? Todo lo demás plano y nada más la —¿Lo que hace aquí la gente? No. jabalina que les digo. Todo lo demás sin volumen, sin —¿Y entonces? No se ofenda, es sólo… empuje, sin nada. Así sería”. —¿Qué me dice de usted? ¿Le gusta? —Ya le dije, yo estoy aquí por otra razón. —¡Ah, sí, es cierto…! Bueno, me…, me desarqueo… Si se cumplen las condiciones ya mencionadas, los Con su permiso. 2 paseantes se detienen; se vuelven, y miran la puerta; —…Adelante. —¿Oiga? —Sí. —No se vaya a ofender. ¿Usted es un…? No, no, no, no, no, perdón. Quiero decir, ¿a usted le gusta…?
dos Hoy, hacia las ocho de la noche, un hombre flaco y barbudo, de mochila al hombro, apareció caminando por Hidalgo. Pasó sin detenerse bajo los arcos que rodean a la Catedral, cruzó Bravo y, sin que nadie le prestara atención (pues Morosa, como su nombre sugiere, es ciudad de gente hosca y resignada), llegó hasta la puerta. Miró hacia arriba por un largo rato. Luego respiró profundamente. Luego tocó tres veces, despacio, y dos más tan rápido como le fue posible, y al fin apoyó la palma de la mano en el metal, para atenuar su vibración. 1
—Ah, caray. —¿Qué? —¿Oyó eso? ¡Es la…, cómo se llama, la clave secreta! — murmura uno de los dos encerrados; su nombre es Francisco Molinar y es corpulento y lampiño. —¿Cómo dice? —La clave para entrar. El hombre esperó. Junto a él pasó un muchacho, corriendo hacia la estación del metro. El hombre siguió esperando. Luego pasó una familia: un padre, una madre y una niña, y la niña formuló una pregunta, pero la madre, en vez de responder, la pellizcó hasta hacerla gritar.
eran los hechos terribles del día, o dónde estaban los discos y las películas de moda en copias baratísimas. Separó de las voces los motores discretos o rugientes de los automóviles; percibió, junto con el sonido o por debajo del sonido, el aroma preciso del aire seco, salpicado de emanaciones, en una brisa tenuísima que parecía venir de alguna calle lejana a chocar y revolverse y morir contra la fachada…
—No exactamente. —¿Está haciendo un reportaje sobre el negocio? ¿Como los que sacan ahora? —¿Cuáles? —Estos que están de moda: porno, pederastia, prostitución infantil… A mí me gustan. Es decir, no esas cosas: me gustan los reportajes… —No —responde Kustos.
—Pero mire, sí es cierto… Sí, claro, suena como si fuera yo. —¿Hace usted eso? ¿Por qué hace eso? —Un momento…, es que esto no se deja… —¿Qué está haciendo? —Sigo tratando de abrir un agujero. Ah, y de lo que usted pregunta… Siempre lo hago. Es que siempre me siento igual cuando voy a empezar un nuevo trabajo. Supongo que le ha de pasar a los arqueólogos. Aunque a ellos, claro, les pasa en ruinas y excavaciones, y a mí en lugares más raros, en calles, en casas…
Ambos, entonces, hicieron una pausa.
Entonces, sin que el primer hombre se diera cuenta, otro salió de la estación del metro, subiendo por la escalera que se hundía en el subsuelo de la calle de Bravo, y luego caminó a paso ligero frente a los abarrotes y los sastres, frente al callejón, hacia la puerta. (Éste se había detenido ante una juguetería casi en la esquina con Hidalgo y se había quedado mirando, por —Sí, ¿verdad? —responde el otro encerrado, cuyo nom- un rato, las figuras de plástico exhibidas en un aparabre completo es Horacio Kustos y, salvo la breve pausa dor: animales azules, verdes, anaranjados, vestidos para arquearse y erguirse nuevamente, no ha dejado lo con ropas humanas y de caras grandes y alegres.) Al llegar hasta la puerta, el segundo hombre se quedó que está haciendo. mirando al primero, intrigado hasta el punto de que El hombre siguió esperando y, mientras esperaba ob- tardó en oír. servó que hay una placa de metal en la parte inferior de la puerta, a tan escasa altura que es difícil notarla. Se —No es cierto —dice Molinar. —¿Qué? agachó para leer —Ése soy yo. —¿Usted?
y no se levantó de inmediato. —Qué raro sonó eso. —¿Qué cosa? —Oiga, pero además, ¿ya se dio cuenta, Horacio? —¿De qué? —Usted es ese hombre, ¿no? El que estaba espere y espere. —¿Yo? —¿No? ¿No le parece? De pronto, le parecía encontrarse en un momento crucial, el último de quietud que tendría en mucho tiempo, y sin hablar, sin moverse, dejó que las puntas de los dedos de su mano izquierda sintieran la aspereza del cemento; cerró los ojos y procuró escuchar los gritos de la niña que se alejaba, cada vez más tenues entre sus pasos y los de sus padres y tantos otros, a diversas distancias; se concentró, por un momento, en el peso, el olor, la textura y hasta las humedades casuales de su propia ropa, que eran las de muchos otros días, en muchos lugares; también escuchó las músicas, átonas, pulsantes, como latidos de muchos corazones, que venían de tiendas y de puestos callejeros, entre voces chillonas de hombres y mujeres que anunciaban ofertas en farmacias, cuáles
—Hace rato, usted sólo se paró hasta que abrieron, me acuerdo—dice Molinar. —Es que puedo ser muy obsesivo —responde Kustos, mientras vuelve a golpear la pared. La puerta se abrió y una voz de mujer, alta y cordial, con fuerte acento, les dijo: “Buenas noches, bienvenidos, pasen por aquí”. —En todo caso, qué raro —Molinar levanta las manos, y las mueve, pero no sabe a dónde señalar y su gesto termina en nada—. Eso. La voz. ¿No cree? —Pues sí…, pero mire, si yo le contara de algunas de las cosas que me ha tocado encontrar… —¿Como qué cosas? —Uy, si le contara…
El elefante: el vestíbulo de la torre, discreto pero notablemente mejor amueblado que los de otros negocios semejantes, se divide a poca distancia de la entrada en dos corredores paralelos, muy separados entre sí, que avanzan varios metros y vuelven a juntarse ante las puertas de escaleras y elevadores, donde aguardan los ayudantes y los guías. La mayor parte de la gente pasa sin prestar atención al espacio entre los dos corredores, que vendría a ser un cuarto de apreciable tamaño pero sin entradas visibles. Pocos saben que en ese cuarto habita el elefante. Se puede entrar sólo por un piso superior muy escondido y tan discreto que no tiene nombre. Hay Pero pronto, sin que ninguno tuviese tiempo de cam- que entrar en silencio y descender con cuidado la biar de posición, ambos advirtieron cómo desde den- estrecha escalera de caracol: la regla de la casa dicta tro, desde muy dentro, llegaba hasta ellos un rumor de que las luces nunca se encenderán cuando pase un otras voces y de cantos. cliente, y por ende todos tardan un poco en percibir la presencia del animal, grande y pesada, plácida – —A ver si ahora —responde Molinar— habla de lo que pero no mansa, nunca mansa– en el centro del cuarto se oía entonces… —¿Algo como esto? No provenía, y esto lo supieron los dos hombres, de gargantas humanas: parecía el fantasma de una selva, y en Ahora bien, el visitante siempre sabe lo que quiere; si verdad –así lo pensaron los dos, sin ponerse de acuerdo– no, no se le deja entrar. Y si lo que quiere se encuense hubiera dicho que de una selva del pasado remoto, tra ahí, sobre esa piel arrugada, recia, fétida a pesar que la memoria no puede evocar ni en los mismos sue- de numerosos lavados, debe desnudarse rápido: esta ños, de no ser por los otros sonidos: voces de mando, de otra forma del amor existe y basta murmurar unas abrir y cerrar de puertas, gemidos de dolor y placer. palabras de afecto mientras se da un paso hacia delante, hacia el calor de la mole tremenda. —¿Qué le parece? —dice Kustos. Entonces viene la primera etapa del juego, pues nunca se —¿Qué me parece? Qué me ha de parecer, rarísimo. sabe con qué parte de su cuerpo recibe a las visitas: si con —También es un poco… el costado, amplio como un mapa de tierras incógnitas, o —¿Quién será? —pregunta Molinar. con la trompa, que en el cuento es una serpiente y con—Espere. Una cosa. ¿Donde está usted hay bocinas o funde con su ligereza y su artería; si con los colmillos, que algo así? Acá no hay. en el ataque son puntas de lanza pero en reposo tienen —Déjeme ver… dureza más amable, o con el trasero, que no es el de un Kustos escucha que Molinar se yergue. Lo oye alejarse ser humano pero se deja explorar de maneras semejantes. de la pared, detenerse. Luego lo oye volver. Sus pasos son —Si es que uno quiere tocarla, claro —comenta Kustos, lentos, pesados. —No, no creo —lo oye decir—. Al menos no veo nada pa- mientras deja de golpear, se pone de pie y decide que necerecido. Digo, a lo mejor muy escondida, en el suelo… sita una mejor herramienta que la pata de la silla—; si —Hay que reconocer que esto está bastante bueno — quiere sentir la sabiduría del animal. dice Kustos. —¿La qué? —¿Bueno?¿Qué cosa? —La sabiduría. No es doble sentido. —Lo de la voz. ¿Le conté exactamente a qué me dedi- —¿Doble sentido?¿Qué sería doble sentido? Ah, ya enco? Soy investigador… tendí… —¿Periodista? —Un poco vulgar. Pero… es cierto. Lo de la sabiduría: el elefante es sabio, aunque no como piensa casi todo el El recuerdo de aquellos sonidos, el de su primer mundo. Una vez estaba yo en Uttar Pradesh, en la India, momento ante la torre, se quedaría con los dos ¿la conoce? hombres durante mucho tiempo. —¿Me ve cara de que viajo a la India?
tres —De hecho no le veo la cara. Ni nada. ¿Se acuerda? El animal está educado: si no basta el entrenamiento de sus domadores, se le puede drogar y encadenar a soportes ocultos. Pero esto se cuenta en otros corredores, más remotos; en depósitos de saberes oscuros; en callejones y plazas donde se puede hablar sin que nadie escuche; en rincones que apestan a excremento, a sangre o a polvo: hay quienes, simplemente, no logran conmover al elefante, que los ignora hasta que la oscuridad se vuelve intolerable por hueca o terrible, y también hay (dicen) quienes han muerto aplastados por un momento de enojo o de otra pasión más distante de la humana. —Yo nunca había oído algo así. Pero los que saben admiten esto: hay que tomar lo que esté enfrente y aceptar lo que venga, los toques en lo oscuro, la fuerza contenida en la carne inmensa. Hay que imaginar la totalidad de la bestia a partir de lo que da a nuestro tacto, a las partes recónditas. Cuando alguien se queda aquí, siempre termina por escucharse un sonido muy dulce; no es exactamente el barritar que tantos han oído, y no tiene un nombre. Es el signo de la pasión de los elefantes. Todos en la torre lo conocen. —Creo que yo pasé por ese cuarto pero no entré —reconoce Kustos—. No cuando usted y yo llegamos, claro, sino después, cuando me desaparecí. Está junto al hacha decorativa que cuelga de una las paredes. Se queda escuchando por unos segundos. Luego asiente, para nadie. Sólo escucha su propia respiración y un ruido remoto, indescifrable. Podría ser de tuberías o de cables eléctricos. —Oiga, ¿ya paró? La voz. ¿La oye usted? —¿Que si ya paró? Creo que sí. Hace rato —dice Kustos, mientras toma el hacha por el mango e intenta arrancarla. —Oiga, Horacio, ¿será verdad todo eso? ¿Lo del elefante? —Le digo que al menos lo de la sabiduría sí lo es. Me ha tocado verlo. Lo del ruido especial, por ejemplo, eso sí no sé —el hacha no cede; Kustos empieza a tirar con más fuerza—. Claro, aquí se cuentan muchísimas historias… Hasta son famosas. —¿Famosas? —Las historias, es decir —Kustos nota que el mango del hacha, puesto sobre dos alcayatas, está atado a cada una de ellas por un par de vueltas de alambre grueso y oxidado—, no en el sentido de que la gente venga hasta acá por ellas. Usted sabe… —Sí, la gente no va a los burdeles a que le cuenten cuentos. —Bueno… —empieza Kustos, pero no termina. Los alambres están muy apretados. Como es sabido, a un buen burdel no se acude jamás para tener un coito, porque un coito puede lograrse en cualquier sitio, deprisa, simplemente con un poco de cautela o de abandono. No hace falta mayor esfuerzo ni cabe esperar mayor recompensa.
—No creo —dice Kustos, mientras empieza a aflojar uno En El Brincadero se puede hallar a visitantes ocasiode los alambres—. Hace rato hablaba de nosotros. nales y también a clientes asiduos. He aquí ejemplos: Pero si la perfección siempre es ilusoria, aquí la ilusión tarda más tiempo en revelarse como tal, retirarse de la vista y dejar en su sitio la fealdad y la terquedad y el egoísmo de la carne. Esto es lo que compra el dinero que piden los acomodadores, los que siempre sonríen y siempre asienten. En ningún otro sitio la pasión es más complaciente, el poderío más avasallador, ni más difusa la conciencia de que nada cambia mientras los humores hierven, se derraman. Todos los que trabajan aquí, puertas adentro, aun si no son ellos mismos objetos de voluptuosidad, tienen el mismo fin: domeñar la realidad, mantenerla a raya, someterla por medio de su propia sumisión a esa cosa pequeñísima: la imagen de su propio placer que los clientes son capaces de crear.
—Oiga, Horacio —dice Molinar al escuchar el tercer golpe.
Por esto, entre los clientes pobres que cuentan sus monedas y las celebridades con cara de revista; entre los abandonados y las aburridas, entre los trajeados de ojos turbios y las muchachas casi desnudas que miran sin ver mientras caminan hacia donde ya las esperan, no es raro encontrar por los pasillos de la torre –incluyendo los que están recubiertos de mármol o de cuero, o más ricamente alfombrados– una parvada de pollos que alguien guía con un palo; o un monito bailarín con todo y cilindrero, o la jaula de un oso polar enfurecido, al que cuatro hombres alejan de los barrotes con picanas. Algunos de estos seres son criados aquí mismo; otros son importados de lugares lejanos.
Cuarto: “Mi mamá no sabe”, se defiende Sabrina, quien viene sola siempre. Ella, como la mayoría, tampoco revela cómo aprendió la clave para entrar en el edificio, que en sí misma es asunto de toda suerte de intrigas y comercios.
Primero: “Hablemos de otra cosa”, dice el actuario Chávez, un hombre delgado y nervioso. No hay noche en que no llegue perfectamente vestido. Le gustan las aves y en especial las muy pequeñas, las que bullen. —¿Qué dice? —pregunta Kustos, y golpea una vez más—. No oigo.
Segundo: “No, no”, dice, levantando las manos como para cubrirse el rostro, Perla. “No” y sonríe. Exige que sólo se emplee su nombre de pila: es actriz y cantan—Sí, ¿verdad? te desde hace más de veinte años, y desde su primera época de éxito ha venido –pese a haber pasado por tres Ahora bien, en este lugar preciso –como en los pocos maridos y cuatro hijos en dos continentes– el primer del mismo giro y la misma pretensión que hay en el sábado de cada mes. Sólo ha faltado a “su cita”, como mundo– existe una dificultad adicional: las criaturas que la llama, en una o dos ocasiones. procuran el placer no tienen capacidad de raciocinio. Y ésta hace falta para apreciar la relación entre trabajo y —Horacio —repite Molinar al quinto golpe. Está paga, para ceder al chantaje, sentir la mezcla de amor pensando en una película de horror que vio cuando y odio que encadena a inferiores y superiores, e inser- era adolescente. tarse sin ayuda en las precarias fantasías de los clientes. En cambio, se necesita quien conduzca a las criaturas: Tercero: El hombre a quien todos llaman Hans es gruequien las mantenga en su sitio cuando no deben mover- so, de hombros anchos, y a la primera oportunidad se se y las espante con las amenazas más simples para que quita los abrigos para mostrar que no lleva camisa y que un vello espeso y rubio –como murmuran asistentes y no hagan daño cuando no se desea. afanadoras– lo cubre entero desde la barbilla. Lleva un —A ver —dice Kustos, y con un último tirón, y un gemi- bigote del mismo color y una melena espesa y larga hasta la cintura. Le gustan los perros amarillos. Nunca dice do, logra arrancar el hacha. nada más que unas pocas palabras en lengua extranjera. —¿Qué fue eso? —Ah, nada. ¿Sabe? Creo que en realidad no deberíamos preocuparnos demasiado por esto. Es de esas cosas raras —¿Francisco? —dice Kustos, quien sigue golpeando la pared. que se encuentra uno, nada más.
Kustos examina el hacha. Descubre que estaba equivocado. A pesar de la colocación descuidada del arma, de las otras que la acompañan y hasta de la armadura de metal renegrido que está de pie junto a ellas, la hoja no es de latón; acaso ninguno de los objetos es realmente de utilería.
Los clientes observan el manejo de los animales sin que—Oiga —dice Molinar—, ¿esta voz no será de veras una jarse. Todos saben que el material de los encuentros en El Brincadero es volátil y rebelde, se controla con gran grabación explicativa, como la de los museos? dificultad y siempre está amenazado por el azar y el Por el contrario, en las casas que merecen nom- error. Si se dieran tiempo para pensar en el asunto, pobres, descripciones y leyendas prolongadas se drían llegar a la conclusión de que el negocio, además comercia con fantasías. Se vende tiempo: horas de ser un serrallo y un teatro, también es un circo. y minutos, en escenarios donde los visitantes se vuelven protagonistas de las historias que jamás —¿Raras? —dice Molinar. vivieron. Sus historias son innumerables, porque —Me refiero a la voz. Y le digo, no la más rara del mundo, cada una posee detalles infinitamente variables pero sí algo bastante… A ver, mire, hágase para atrás. para los sentidos y la percepción, pero también —¿Para atrás? —pregunta Molinar. son todas semejantes, hechas de los mismos mate- Apenas tiene tiempo de apartarse de la pared antes de riales, con parecidos comienzos y finales. En ver- que Kustos, desde el otro lado, dé el primer golpe con dad casi nadie desea algo distinto: la imaginación el hacha. que se enardece es la del cuerpo que desea, y que —¡En un momento estaré con usted! —dice Kustos, mientras vuelve a golpear. al satisfacerse deja de imaginar.
—¡Francisco! ¿Sigue ahí? Kustos deja de golpear y pone el hacha en el suelo. —¿Qué dijo? —pregunta. —¿No deberíamos esperar a que vengan por nosotros? —pregunta Molinar, quien siente la pared en su espalda y de pronto percibe con mucha claridad el tamaño de su vientre, que es mucho más grande de lo que quisiera creer y, por lo mismo, está mucho más cerca de la pared que Kustos intenta perforar. —No sé usted, pero yo ya me cansé de esperar —dice Kustos, y toma de nuevo el hacha. De su lado ya se ve un pequeño agujero. La pared es un poco más fuerte de lo que esperaba pero traspasarla no va a ser imposible. —Bueno —dice Molinar—, si le cobran la pared, yo no respondo —y a Kustos le parece que la voz del hombre tiembla un poco. Levanta el hacha pero, pensando en el temblor de la voz, se detiene antes de dar el siguiente golpe. —¿Sabe usted por qué le dicen “Brincadero”? —dice— Al lugar. A este lugar. Creo que la voz lo dijo, hace rato. —Claro —dice Molinar—. Le dicen así porque la gente viene a “brincar” sobre los animales para tener sexo con ellos. ¿No sabía? Las noches son largas en el Brincadero. —No, sí sabía, pensé que… —dice Kustos, y da un nuevo golpe con el hacha. Molinar da un gritito agudo y enrojece inmediatamente Fragmento del libro La torre y el jardín, de Alberto Chimal. Editorial Oceano, Colección Hotel de las Letras. Publicado con autorización de la editorial.
cuatro
ace unos días decidí hacer un pequeño recorrido por los lugares de mi infancia. Quizá, como dicen, cuando uno entra a otra etapa de vida el recuerdo del ayer se vuelve más fuerte, las imágenes del pasado se visualizan con más detalles, aquello olvidado de pronto aparece así, sin avisar, despertando una nostalgia que no puede pasar desapercibida. O qué sabe nadie por qué nos entra ese deseo de estar donde antes hemos estado… Una emoción particular, de esas que provocan mariposas en el bajo vientre, se suscitó en mí y decidí ir a la vieja colonia —yo viví en los 70 en la Moderna, los que conocen Guadalajara ubicarán inmediatamente ese pedazo de historia—. Comencé a evocar la calle de Francia con sus viejos árboles de tabachines, las aceras amplias, la pequeña glorieta al final de la calle con una palmera gigantesca desentonando con el resto de la vegetación. Todos decían que estaba ahí porque sobró de la glorieta mayor —rodeada de palmeras—, con una fuente portentosa y era el símbolo de la colonia. Recordé, a su vez, la tienda de la esquina de la calle de Alemania, a unos cuantos metros de la casa de Agustín Yañez, donde en ese tiempo vivía una familia —nunca supe si parientes o no del escritor— y tenían una hija extraña, nunca llegó a ser mi amiga porque yo me negué a decapitar a mis muñecas cuando ella me lo pidió. También repetí mentalmente la ruta que hacía a pie todos los martes y jueves para tomar mis lecciones de piano en la calle de España, y cómo alguna vez desafié a mi madre y salí de los linderos de la colonia para llegar hasta Chapultepec. Caí en la cuenta, que pese a vivir muy cerca del Canal 4, de convivir con esa inmensa antena rojiblanca, que se sembró ahí como un árbol más y jamás perturbó nuestro paisaje —de noches sus luces nos recordaban siempre la Navidad—, nunca estuve en ningún programa en vivo. Ni cuando Chabelo o Cepillín fueron hacer un show especial a la ciudad. Tal vez tener tan próximo algo te impide desearlo verdaderamente, tal vez si no se hace la inmensa travesía para llegar al lugar ansiado no tiene ninguna recompensa, qué sé yo: nunca fui o nunca quise ir. Sólo disfruté la programación matutina sin perderme nunca un capítulo de Señorita Cometa, Monstruos del Espacio —aterrorizada por Rodak y los Uyuyuy— y por supuesto el mejor de todos: Astro boy. La casa de infancia siempre es recurrente en mis sueños: grande, con dos patios al fondo, con un jardín lleno de flores y plantas, junto a esa chayotera que puso mi nana e invadió todo. Mi recámara circular que daba a la calle con ese balcón tan peligroso como sugerente, con esos ventanales hasta el piso, con esa arquitectura de los cincuenta que aún ahora persigo con los ojos cuando voy a cualquier parte. La escalera de piedra negra tan moderna con ese techo alto, con un tragaluz que de daba un halo de pasadizo a otra dimensión; la sala ve-
donde habita la añoranza
tada para los niños porque ahí había toda clase de aparatos electrónicos para oír música, inmensos como los robots de los libros de ciencia ficción que leía mi padre en el solar. Sí, fui ahí muy feliz entre mis perros y la boa de la vecina—la compraron para acabar con los roedores— a la cual nos acostumbramos todos y la veíamos pasar silenciosa, o la descubríamos camuflada entre el árbol de guayabas y el arrayán. Nunca nos atacó, incluso la llegamos a tocar —fría como un pedacito de hielo en el verano—, pero desapareció de pronto, tal vez alguien ajeno a nuestro pequeño espacio de convivencia la mató amenazado por su enorme boca. Ahora que lo pienso todos éramos excéntricos en esa calle. Los viejitos que se sentaban en el portal de su casa para vigilar sus rosales, siempre bebiendo refrescos de limón y pastitas de almendras, o la vecina de enfrente una solterona llena de criados, solo varones. Todos nos llegamos a conocer muy bien, cuatro casas de cada lado de la acera, cuatro casas condenadas como nosotros al paso del tiempo. Cuatro casas que vieron morir a los viejitos, a la vecina gritona, a la boa —seguramente—, a mis fox terrier. Cuatro casas, una frente a otra que observaron cómo se desquebrajaban sus muros, se oxidaban sus tuberías, se avejentaba sin perder el glamour de casas modernas. Ellas se quedaron ahí, no pudieron marcharse cuando lo inevitable pasa, cuando la decadencia se aproxima orillándonos a migrar a espacios más nuevos. Y toda esa añoranza de ir a revivir esos recuerdos me pegó de golpe en todo el cuerpo. Me trajo sensaciones, aromas e imágenes sucesivas, en carrera vertiginosa por volver a sentir, aunque fuera un instante, aquella niñez. Me subí al coche, arranqué como si llevara alguna urgencia postergada por mucho tiempo. Conduje con esa felicidad que provocan los encuentros anhelados. Pero finalmente no llegué a mi destino. Me detuve unas calles antes cuando desde lejos vi que la glorieta mayor ya no tenía palmeras, la fuente estaba apagada, las casas de las calles colindantes era tiendas u oficinas. El ruido del tráfico era feroz y la gente ya no miraba a la otra gente. Doblé en la esquina y regresé a casa, no quería que mi recuerdo ahora tan vívido, tan tangible en mi memoria encontrará uno nuevo ajeno al pasado que yo quiero preservar. Ahora entiendo porque nunca fui a ningún programa en vivo al canal 4, porque siempre rehúyo a las certezas cotidianas: me gusta imaginar. Y no importa si restituyo el pasado de otra forma, o me aferro a mirar otro presente, o voy tejiendo un futuro nada probable: me gusta imaginar. Y ahora imagino que esa calle donde habité mi infancia sigue suspendida tal como la recuerdo, como un paréntesis melancólico en medio de la inevitable decrepitud de los hombres, de las colonias, de las ciudades…
qué sabe nadie
ace ya unas semanas, observo la ciudad desde la misma ventana. Claro, no todo el día, sólo los minutos necesarios para cumplir la cuota en una caminadora, yendo a ningún lado pero con mucha prisa. Es curioso, desde ese segundo piso, desde esta colina y con vista a la barranca, la ciudad parece pequeña: un pueblo en vías de expansión. Lo sé, sólo es un efecto óptico, el mismo que me hace creer que los aviones son moscos de otoño. Me gusta más la vista por las noches: contemplar esa marejada de luces que hace ver la ciudad como una maqueta que un urbanista todavía puede arreglar. Con la luz del sol la maqueta sólo es un proyecto ya entregado, para bien o para mal. Observo y entonces me da por pensar qué diablos he hecho, qué hago o qué haré, o si mi proyecto futuro me convence, si tendré tiempo de terminarlo, si tiene sentido. Todo esto mientras mis piernas se mueven ajenas sobre la banda sin fin. Y sucedió: observaba, caminaba y pensé que mejor debería quedarme callada porque ya he dicho todo, porque no tengo más que decir. Seguí caminando con los ojos cerrados, como quien trata de huir del dolor de los músculos o del desencanto. Entonces, al abrir los ojos, vi una nube: tenía la forma de un caballo de madera, de esos balancines que ya ningún niño usa. Lo admito, tal visión me provocó una sonrisa porque tengo dos caballos en casa, pero miniaturas, sobre la mesa de la sala. Ajenas siempre, mis piernas seguían yendo a ningún sitio. Así tuve tiempo de pensar que, si practicara la aeromancia, aquella nube sería una respuesta absurda a mis problemas de creatividad. ¿Qué quieres, Nube?, ¿que regrese a mi infancia, que me mezca, que libre batallas montada
la aeromancia
cecilia eudave
en un estúpido caballito de madera? La imagen me parece patética, porque a lo mejor el camino que debo recorrer es sobre un caballo de juguete, sólo imaginando que cabalgo, que voy a todo galope, así, con la misma imaginación de un niño aunque todo alrededor se mueva en bólido, en cohete o con los poderes especiales de un super héroe. Las piernas siguen su ritmo; mi respiración no. Me dejo de tonterías, pues nada tengo que ver con aquellos que practicaron la aeromancia durante siglos buscando respuestas en la forma de las nubes, en la dirección del viento y en todos los fenómenos meteorológicos. No soy como ellos: yo tengo radares, satélites, televisión, Freud y hasta Wikipedia. Ya no siento las piernas. El caballo nube se mueve. Pienso que los antiguos adivinos habrán dudado como yo, habrán arreglado su interpretación para dar la respuesta deseada, y más: ¿qué formas dejaron de ver por no reconocer los caballitos de madera que están en mi sala? Me doy cuenta que siempre habrá algo que contar, y que el caballito ahora es un espejo de mi lentitud en la caminadora. La nube se distorsiona y pierde forma. Ya sólo es una célula, o acaso es un microrganismo que tendrá que esperar millones de años para evolucionar en algo con cuatro patas o más que yo no podría reconocer. Ya lo he dicho, las mancias son el nicho de nuestra urgencia de certezas. Lo reconozco, me aterra vivir con la duda de si viviré ese momento en que el silencio sea inevitable, en el que no pueda escribir más. Ocurrirá justo cuando abra los ojos para ver por una ventana y encuentre un cielo despejado, sin nubes, azulísimo, radiante como una página en blanco perpetua en la que ya no podré imaginar nada más
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