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mauricio bares sofía ramírez erika mergruen cecilia eudave
octubre 2012, n° 63
Foto: Where the boys spend their money / Library of Congress. Tomada del proyecto The Commons de Flickr, una galería de Patrimonio público gráfico que inició el 16 de enero de 2008
dos
que viva el neo-porfirismo! viva!*
mauricio bares
Cien metros urbanos, con obstáculos En esta tarde aún soleada, el capitán de meseros me conduce hasta el lugar donde me esperan el ingeniero y una norteamericana de doscientos años de edad. Al verme aparecer el ingeniero mira su Citizen y exclama: —Puntualidad inglesa! Gracias a que el ingeniero tiene un Mercedes Benz y es asiduo del lugar, el capitán de meseros nos atiende personalmente. A una seña suya aparece sobre la mesa una tercia de tequilas con sus respectivas sangritas para celebrar la independencia del país. El capitán me ofrece el menú y me pregunta si quiero ordenar algo. De entre los poco regionales carajillos y caféau-latte, los croissants y los baguettes, ordeno festivo: —Un Croissant Louverture! Por la independencia de Haití! El capitán de meseros queda perplejo y le digo que es una broma, pero no le hace gracia porque no la entiende. Después de recoger ceremoniosamente la carta, se retira con una sonrisa forzada. Brindamos y, para mi sorpresa, soy el único que no empina el vasito de tequila hasta el fondo. Una nueva terceta de tequilas sustituye a la anterior, ante lo cual prefiero distraerme mirando los alrededores. Nuestra mesa se ubica en la terraza del exquisito Café D’Europe, y a no ser por una hilera de robustas macetas, estaríamos en plena acera, integrados al ajetreo imperturbable de la ciudad. Pero gracias a las macetas, los imperturbables somos nosotros… De cualquier manera este privilegio no dura mucho: después de los forzados saludos de mano, una mano aparece por encima del expresso del ingeniero y el capuchino mentolado de la norteamericana, sobre los tequilas de la celebración, por entre las ramas del limonero y los arbustos en las macetas, una mano salida de ultratumba, resquebrajando la plancha de concreto y saliendo de las mismas entrañas de la historia nacional, una mano amenazante que parece dispuesta a vengarse por siglos de abuso pero que de pronto se convierte en cuenco, acompañada de una voz que sólo pide una limosnita por el amor de dios. —Y qué nos cuenta, Mauri-
cio, acabó la traducción? —pregunta el ingeniero mientras ojea a la gringa, clavando su sonrisa en mi mirada, capaz de fingir cualquier cosa con tal de evadir la mano que no quiere retirarse. —Claro que sí, lo prometido es deuda —le contesto perturbado. —Es muy importante que traduzcamos estos materiales para que nuestro país progrese… —Viva México! —arenga el capitán de meseros. —Viva! —vocifera la clientela. La mano sigue allí, más cerca de mí que de nadie. La miro de reojo en ráfagas fugaces. Empinamos la segunda ronda, lo que es muy incómodo. Por entre las ramas, la norteamericana se digna a decirle que no tenemos dinero. Pero la mano insiste, acompañada por nuevas letanías. —No le importa que le paguemos con un cheque / para un taco? —las voces se mezclan, no sé a quién contestarle. —No hemos comido en dos días si prefiere en efectivo por favor ayúdenos. —Ya, aquí tiene! —grito después de meter la mano al bolsillo y sacar un billete y colocarlo en la mano miserable. Por entre el limonero veo que el limosnero es limosnera. El ingeniero y la mujer me miran con asombro. Entonces descubro que el billete es de cincuenta pesos, en exceso generoso para limosna. —El dinero no es ningún problema —digo sin pensarlo—, cheque o depósito está bien. La charla continúa sin que yo pueda seguirle el hilo. De pronto descubro que, por alguna absurda razón, estoy sudando… Entonces me excuso y voy al baño. Una vez allí, trato de relajarme y controlar mi sofoco, pero la colindancia con el excusado no es el sitio más recomendable para respirar profundo… Me quedo un rato sin hacer nada… El encargado de los baños me mira con extrañeza y finge ocuparse aseando un lavabo que no podría lu-
cir más limpio. Afuera sigue sonando el México lindo y querido, y de vez en vez algún patriota vuelve a gritar “Viva México! Viva la Independencia!” Y tiene razón: ésta es nuestra independencia. El tequila ya surte efecto en mi triste sistema digestivo. Decido usar el mingitorio… Vuelvo al lavabo y me refresco la cara con agua fría. El encargado me acerca un par de toallas de papel y se coloca junto a una bandeja de propinas. Al meter la mano en el bolsillo, me doy cuenta de que el billete de cincuenta pesos constituía la totalidad de mis finanzas. —Al rato coopero, vengo llegando — digo al pobre diablo, cuya expresión me califica como pobre diablo. Salgo con la idea de solicitar al ingeniero que me pague en efectivo, aunque sea una parte. Pero al llegar a la mesa, el capitán de meseros me aguarda con una sonrisa y una nota garrapateada en una servilleta: “Lo lamentamos pero no pudimos esperarlo más. Mañana depositamos su pago”. Tanto me tardé?, me pregunto. —Otro tequilita? —pregunta el capitán. —No, gracias —le contesto sin prestarle atención, por lo que recibo de inmediato un papelillo con la cuenta. Lo miro desconcertado. El ingeniero suele cubrir los gastos de nuestras negociaciones. Reviso la suma y el desorbitado total, y recuerdo que no tengo un quinto para pagar. —Sabe qué, mejor sí, tráigame ese tequilita. El tipo toma el papel y se marcha molesto por tener que abrir otra cuenta y mantener una mesa con un solo cliente cuando hay lista de espera. El café está a reventar. Ya sentado me doy cuenta de que voy a hacer un ridículo MAYÚSCULO y de que el único modo de disfrazar mi nerviosismo es fumando el último cigarro de la cajetilla. El lapso que tengo para encontrar una solución es exactamente un tequila. De dónde puedo sacar dinero, me pregunto. Mi cuenta bancaria se
El cafe esta a reventar. Ya sentado me doy cuenta de que voy a hacer un ridiculo MAYUSCULO y de que el unico modo de disfrazar mi nerviosismo es fumando el ultimo cigarro de la cajetilla
encontrará vacía hasta que el ingeniero deposite mi pago. Mis amigos no significan ninguna garantía financiera, así que bebo y fumo en espera del momento preciso. Las macetas están tan cerca una de la otra que intentar algo por allí sería andarse por las ramas, con la seguridad de una captura tan descompuesta como indigna. En tanto, difusa por la nube de tequila, se me aparece la imagen del ingeniero felicitándome por vivir en una calle cuyo nombre es Porfirio Díaz. Cómo se puede felicitar a alguien por algo que no implica ningún mérito? Uno no escoge el nombre de la calle donde vive. Y don Porfirio no es santo de mi devoción, para decirlo con idiosincracia. Además, el ingeniero me lo ha manifestado tantas veces, que ya me acostumbré a ignorarlo, sobre todo por ser mi única fuente de ingresos (él, no don Porfirio)… Pero se largó sin pagar la cuenta, el muy maldito! El mesero que colocó nuestra primera ronda no ha parado de dar vueltas por mi mesa, como mosca. Es seguro que intuye algo, a menos que los tequilas me estén poniendo paranoico. La gente en espera, impaciente, fisgonea el consumo de las mesas y los rostros de la clientela, aguardando alguna señal para ocupar un lugar. De pronto, el mesero da la vuelta por un momento. Mi momento. Veo su espalda reclinarse para interpretar lo que un niño extranjero trata de ordenarle en un español inaceptable. Recojo mis cosas con parsimonia, camino por entre las mesas, doy las buenas tardes a una mujer que no conozco y en cuanto piso la acera viro a la izquierda y salgo a toda carrera, sobre Insurgentes, precisamente, en pleno día de la independencia. Escucho gritos, silbidos. Sé que estaré a salvo si corro tres cuadras más sin que me dé un infarto. Los alveolos pulmonares están muy cerca de reventar. En una esquina esquivo un auto que me habría volado por los aires si no lo esquivo en la esquina. Rompo el récord alcohólico de los cien metros urbanos con obstáculos, por lo que me detengo con los músculos a punto de los calambres más olímpicos. Desde una camioneta en marcha, un orangután pita una cornetilla tricolor y me grita que viva México. Yo sólo alzo la mano como cualquier atleta luego de ganar una competencia y vomito el tequila, la bilis y nada más
tres
guárdame esta navajita* unca he podido pronunciar correctamente los nombres indígenas, así diré que este pesero viene de un lugar con nombre local, pero va rumbo a la basílica, como Dios manda. Aprovechando que medio México parece venir aquí dentro, bien podemos evangelizarnos todos de una buena vez. Pero para ser francos —en un país donde la franqueza no cunde— dirigirnos a la casa de Dios y de nuestra Virgen Morena no ofrece garantías adicionales: este calorón infernal a medio día, este retacamiento, este aire sólido y sucio y seco, este maldito olor a gasolina en espera del menor chispazo, este modo circense de moverse entre el flujo caótico de vehículos veloces, las señoras babosas que cruzan la calle con todo y chamacos sin mirar al semáforo ni calcular las distancias, la edad del chofer, su escolaridad, todo nos pone más cerca de Tezcatlipoca (el dios maldito del humo, del espejo y la malaventura) que de Jesús. En México, Dios y Jesús, aparte de ser divinos, han sido creados a imagen y semejanza de señores como cualquier otro: lo poseen todo, lo pueden todo, hacen como que trabajan —siempre tienen un buen pretexto para no hacerlo—, abusan de su poder, en fin, lo habitual en esas latitudes. Por eso ahora no hay quien nos resguarde del pendejete de diecisiete años que lleva el volante en sus manos además de nuestras tristes existencias. Si Dios trabajara como Dios manda, aprovecharía cualquier luz roja para desaparecerle piernas y brazos al chofer de modo que pudiéramos arrojar por la puerta al bodoque restante y escogerle un sustituto mientras se pone el siga. Pero los mexicanos tenemos tan mala suerte, que Dios sería capaz de desaparecerle las extremidades a este cabrón justo al cruzar alguna esquina peligrosa. Juro por Dios que si supiera náhuatl le rezaría a alguna otra deidad. A Tonantzin en vez de a Guadalupe. Pensándolo bien, rezarle a un Dios indio podría resultar más efectivo, pero el sacrificio del chofer debería realizarse como ritual ortodoxo, a la vieja usanza, requiriendo sacerdotes para el arrancadero de piernas y partes. Sangre, nervios, venas, pedacitos de carne y brazos repartidos entre los pasajeros y embarrados en las ventanas. Todo un festín. Aun así, yo llegaría tarde al trabajo, pues pocos valientes se atreverían a proponerse como voluntarios para sustituir al chofer despedazado. Como fuera, me parece inconcebible que los agasajados con el imaginario festín serían estos mismos compatriotas tan serios y callados, tan decentitos (por qué demonios no abren sus ventilas?). Es arriesgado suponer que se regocijarían ante tal despliegue de saña —al igual que sus bisabuelos remotos— si ahora lucen como competidores para el premio al Mártir del Año (a menos de que ambos comportamientos estén íntimamente relacionados y yo sea el único idiota que no se ha dado cuenta). De momento es preciso apuntar que, en efecto, soy el único que no arrastra su costal de tragedias por todas partes, bajo la filosofía de dejarlo guardadito en el clóset: no cargar mi corona de espinas parece incomodarle mucho a mis coterráneos y consanguíneos. (Por encima de sus cabezas veo el cuerpo sangrante de nuestro señor Jesucristo con un letrero que lee: Dios me guía, justo arriba del asiento del chofer, lo cual nos obliga a olvidar que hace tres minutos pudimos atropellar un niño que no habría tenido más remedio que estallar y quedar embarrado sobre el pavimento.) Gracias a mi asiento —casi hasta atrás y pegado a la ventana derecha— evito sentirme parte de este auténtico embutido humano, producto nacional. La ventana me ofrece cierta panorámica, un escape. Pero, para contradecirme, el chofer aprovecha para escurrirse por el carril de baja hacia un espacio donde el pesero, teóricamente, no tiene cabida. De hecho, las llantas del lado derecho trepan un poco a la banqueta. La amplia perspectiva de la ventana desaparece: quedo a un lado (casi dentro) de un puesto de periódicos, rodeado de tetas y culos al descubierto, de futbolistas tan millonarios como mediocres, y de actricitas que certifican su virginidad enseñándonos media cola: más pechos, más nalgas, sexo casi explícito en un país sin sexo, sexo hipócrita, país tan religioso; más acá, los trozos sueltos de lo que fue un mexicano aparecen en un charco de sangre mexicana (salsa mexicana?) con todo color y a ocho columnas en la primera plana de un periódico que sólo puede ser mexicano. Me pongo de
pie y, tras abrir la ventila, lo robo. Curiosamente, por la misma ventila, se cuela para invadirnos el aroma fragoroso de los tacos de ojo, de cachete, de lengua, de buche, oreja, nana, nenepil, trompa, cabeza, cola, todo en partes como el mexicano en su salsa. Increíble que mis consanguíneos sean tan sanguinarios: seguramente lo llevamos en la sangre. —Pásele para atraaaás, por favooor, atrás hay lugaaaar— exige el chofer adolescente con un tono que ya me tiene francamente hasta la madre. En verdad deseo descuartizarlo y ofrecérselo a Tonatiuh (un amigo mío que hace cine). Saco un cuaderno y anoto algunas impresiones. Mi vecino de asiento, un gordo sudoroso y bufante, se asoma a mis notas y pone tamaña cara de fuchi. Ignoro si es por la letra o por lo que dicen las letras, y de pronto siento deseos de explicarle que me interesa escribir sobre mi país, pero que quiero echar un buen vistazo a aquellos rasgos que hábilmente hemos escondido para nosotros mismos. Aquello que todos hacemos, pero que nadie quiere aceptar. Aquello que todos queremos decir, pero que todos se callan. Mejor aún, aquello que realmente somos pero que todos han decidido ignorar, menos yo… De pronto escucho que el gordo grita: —Abusado, mi cuate, te están sacando la cartera! —alertando a un pasajero que viene de pie, junto a él. Recuerdan el truco del suéter? Efectivamente, inclino la cabeza y veo la mano de un carterista cubierta por un suéter descansando sobre su antebrazo; veo también media cartera asomando por el bolsillo trasero del asaltado. Veo cómo la cartera sale de un último tirón. Veo cómo otro pasajero se inclina delicadamente sobre el gordo alertador y le dice: —Un recuerdito, carnal —y le pasa su mano por la cara, como acariciándolo. En efecto, se trata de una caricia de Tezcatlipoca. La sangre brota de la mejilla del gordo, quien es el último en enterarse. La gente se apiña en todas direcciones tratando de alejarse de la escena. Los codazos no se hacen esperar. Nadie sabe quiénes son los asaltantes ni cuántos son: no se puede confiar en nadie. Desde algún otro lugar del pesero alguien grita que también a él le robaron su cartera. Una mujer revisa rápidamente un navajazo en su bolso y prefiere callar. El gordo aúlla al ver la inaudita cantidad de sangre que escurre por su mano y sus ropas. El asaltado cercano a él gira para tratar de recuperar su cartera pero el asaltante lo sujeta por detrás y lo empuja hacia la puerta delantera, como rehén. De pronto el asaltado grita lleno de pavor: —Auxilio, me están picando, ayúdenme por favor! El otro asaltante se abre paso hacia la puerta trasera amenazando a los pasajeros con una gillette entre los dedos. Nadie trata de detenerlo pero es tanta la densidad de población que el cabrón no encuentra escape. La gente grita. El chofer acelera por el carril de alta, escurriéndose como víbora entre los coches. Una mujer alerta que el chofer debe de estar de acuerdo con los ladrones. Cuando el asaltante llega con su rehén hasta la puerta, le ordena al chofer que lo deje bajar. Desciende sin esperar a su colega. Y tan pronto como esto sucede, el asaltante camina con su rehén, por la banqueta, en sentido inverso a la circulación. El rehén lleva una mueca de pavor pero no puede hacer nada: lleva medio picahielos dentro del riñón. De pronto el asaltante se da a la fuga, dejando a su víctima con la estocada dentro. Volvemos a ponernos en marcha pero nos detenemos con brusquedad. Al parecer algunos pasajeros están madreando al chofer. El chofer, casi un niño, jura ser inocente y, sin embargo, los gritos, los golpes en seco, los tirones, las monedas regándose sobre el suelo, todo indica que esto no es literatura, que en verdad lo van a descuartizar. Ahora no sé si debo defenderlo. En vía de mientras, algunos pasajeros amagan al segundo asaltante, quien ahora hace notoria otra navaja además de la gillete. Lo hacen retroceder. Como yo no me afeité y se me ha hecho tardísimo para trabajar, decido lanzarme contra el asaltante. Dada mi posición y la velocidad del ataque me resulta fácil inutilizarle la mano de la navaja, pero con la gillette le raja toda la madre a mi brazo derecho. Otros pasajeros se suman al ataque. Alguien, por fin, ha detenido una patrulla. Los policías ponen todo en calma. Descendemos del pesero cubriéndonos las espaldas. Quedamos a merced de un furioso Tonatiuh (no mi amigo). Una mujer, presa de la histeria, se lanza de uñas contra los ojos del asaltante. Alguien la detiene después de los primeros arañazos. Un pelotón de curiosos nos examina: parecen expertos, profesionales, rápidos y eficientes: parecen estar siempre detrás de los policías, al acecho, listos para entrar en acción. Y todo por un par de carteras empobrecidas. En este instante me percato de que estoy cubierto de sangre, nuestra sangre. El pantalón verde-patria, la camisa blanca entintada. El rojo de la sangre caliente traspasa las telas y enfría mi piel. Casi puedo olerla. Me alejo a traspiés y detengo un taxi. No sé qué decirle, cómo explicarle. Ahora a dónde voy
* Tomado del libro de relatos Ya no quiero ser mexicano, editorial Nitro/Press, 2ª. ed., 2011, disponible en Casa Laberinto o en editorial.nitropress@gmail.com.
mauricio bares
Ciudad de México, 1963. Narrador, traductor y editor. Cofundador y director de ediciones_aparte y de A sangre fría, ahora dirige la editorial Nitro/Press. Autor de los libros de narrativa Streamline 98, Sobredosis, Ya no quiero ser mexicano, La vida es una telenovela, y de Posthumano (finalista en el Premio Anagrama de Ensayo, España). La novela Anónimo, aún inédita, resultó finalista en el Premio Herralde de Novela, también de Anagrama. En ella se narra la infancia de Anónimo Hernández, hoy mundialmente conocido por Apuntes de un escritor malo.
editores
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consejo editorial
beto buzali J alberto chimal J luis cortés J rodolfo jm J norma pezadilla Jsofía ramírez J jorge terrones
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cuatro
popular
zoom
croniomancia sofía ramírez
a poesía, supongo, no es un género popular. Aunque actualmente me he percatado de que hay más personas que leen poesía, no es el género más afortunado en cuanto a lectores se refiere. Pero no importa, se seguirá escribiendo poesía porque alguien continuará leyéndola y también seguirá generando expectativa en relación a las convocatorias y premios. Además, seguirá siendo tabla de salvación tanto para los enamorados que buscan conquistar como para aquellos que pretender ser intelectuales y sensibles en las redes sociales. Yo, lo confieso, no comencé leyendo poesía, pero una vez que me sorprendió un autor o una obra específica, que me sobresaltó un poema, no pude más que rendirme a sus pies. Yo leo poesía. Roberto Juarroz afirmaba que el poema es una revelación y que forma parte de la creación y no de la producción, por lo tanto no es un objeto de consumo. La poesía requiere tiempo, degustación, por lo que suele ser inaccesible para algunos, embaucados en este vertiginoso proceso de recepción inmediata en la que estamos inmersos. Justo por eso, porque estamos acostumbrados a seguir una línea trazada sin sobresaltos, porque nos cuesta asimilar aquello que decía Huidobro “en todas las cosas hay una palabra interna” y no nos atrevemos a descubrirla. La poesía es tan cercana a la realidad como la prosa. La poesía también cuenta, también tiene una historia interna y sus procesos creativos van más allá de la inspiración: el poeta vive y experimenta, luego sucede que necesita expresarse y recurre al tamiz de los sentidos. Así el poeta recrea hechos, transforma la realidad y a partir de ésta, construye un universo imaginario que, según Marco Antonio Campos, “nos haga ver como verdad una realidad más allá de esta realidad”. Baste leer del poeta griego Yannis Ritsos “La señora de las viñas”, “Sueño de un mediodía de verano” o “Sonata del claro de luna” y comprobar la fuerza narrativa de sus poemas y lo tangible de la realidad descrita. Probablemente lo que provoca que la poesía no sea un género popular entre los lectores sea el silencio: todo eso que oculta el poema, pero que para la fortuna de los lectores de poesía, es descubierto en cada lectura y hace que ésta sea siempre novedosa, como si el poema fuese leído por primera vez, cada vez, cientos de veces. Yo leo poesía y a la poesía no le molesta no ser un género popular, pero sé que podría serlo, pues como diría Marco Antonio Campos “es todavía una de las pocas cosas verdaderamente grandes que otorgan sentido a un mundo condenado”
dos sueños
qué sabe nadie
El sueño del ciempiés iempre me pregunto qué sueñan los bichos. Porque tengo la firme convicción de que todo lo vivo sueña así como es soñado. No tengo una fijación especial con ellos ni tampoco es que los insectos en su generalidad me repulsen, bueno, en realidad sí, sobre todo los que tienen muchas patas y las pasean por ahí con una agilidad pasmosa, con una velocidad increíble. Quizá por eso cuando vi aquel ciempiés deslizándose siniestro por la rama de un árbol muy próximo a mi ventana quedé paralizada. La cerré de inmediato y tras la protección del vidrio lo observé tan fijamente, tan absorta, que él giró sobre su largo cuerpo y, lo juro, me miró. Fueron unos segundos de mirada sostenida. Él ganó, bajé los ojos, sin soportar más corrí las cortinas y me fui a dormir. Soñé entonces su sueño. Él era un hombre larguísimo que había muerto de pronto al caer de lo más alto de un árbol. Él era un hombre riquísimo que tenía muchas esposas y un sinfín de amantes. Y él era cargado en hombros por todas ellas que, en procesión, lo llevan a cuestas, listas para lanzarlo a la fosa. La mujer a la cabeza era la más vieja, detrás de ella en orden descendiente las otras. Los ojos de las mayores se clavaron en mí cuando fui descubierta espiando – ¿o es mejor decir soñando? –. Quise sostenerles la mirada pero… justo cuando
cecilia eudave
iba a bajarla pasó algo curioso: todas sonrieron de manera idéntica, todas me mostraron cien sonrisas satisfechas y liberadoras, tan embriagantes como venenosas, asustada noté que yo me unía al ¿gozo? Desperté empapada de sudor. Me levanté de golpe, corrí las cortinas y busqué afanosamente al ciempiés nocturno. Quizá deseaba sacudirme el sueño que me recorría intensamente la piel y provocaba un severo ardor por dentro, como si ese bicho estuviera clavando sus minúsculas patas en mi cerebro. Después de unos minutos abandoné la búsqueda, tal vez porque afuera sólo quedaba un aire calmo entibiando la noche.
El otro sueño de Gregorio Samsa Cuando Gregorio Samsa abrió los ojos se descubrió humano otra vez, los cerró y se negó a abrirlos. Nada más de pensar que no era un bicho recluido en el deleite de descubrirse día con día encerrado en ese cuarto; sino por el contrario, un hombre que tenía que levantare a diario para ir a trabajar, para mantener a su penosa familia, le pareció la peor de las pesadillas… Conteniendo las ganas de abrir los ojos se mantuvo de ese modo mucho tiempo. Tanto estuvo así que sus familiares lo creyeron muerto, pues a pesar de las pataditas y sacudidas violentas se negó a dar signos de vida. Lo enterraron vivo. Pero seguro, desde ese sueño profundo del que ya no despertará, sonríe complacido de no volver a la rutina…
métodos de adivinación
erika mergruen
e todas formas, ya estarías muerto, aunque hubieras tomado esas cebollas porque sobraban, porque nadie iba a hacer más nada con ellas. Así hubieras seguido la tradición de esta mancia: construir un altar con tierra húmeda, enterrar los bulbos, elegir una pregunta para cada uno y esperar días, semanas, para ver los retoños o la esterilidad. Sólo entonces hubieras obtenido respuesta a tus consultas. Pero no fue posible, porque algunas incertidumbres son sentenciadas a hervir en una sopa que sacia a las víctimas de una guerra atroz. En verdad quisiera ser bruja, no sólo porque cito mancias absurdas o porque observo los arcanos del tarot, sino para poder robarme las cebollas de tus versos, las cebollas de tu pasado y grabar en ellas, urnas de falso cristal, los nombres de los que están muertos, y regresarlos a la tierra, a ese tu tiempo, para rescribir la historia. E ir más allá, escribir un cancionero sobre el resentimiento acunado por lo ineludible, y con sus folios cercenar las cebollas de esos otros, los sobrevivientes inmundos, para que no mueran plácidos en sus camas de oro y sí mueran despeñados, rotos, con el mismo dolor que apagó tus ojos. Sí, en verdad quisiera ser bruja para resucitar a los que se fueron, aunque de todas formas hoy ya serían sepultura. Lo sé, de todas formas ya estarías muerto, porque el próximo 30 de octubre, de estar vivo, cumplirías 102 años, y pocos viven más de cien. De lograrlo, tal vez no estarías cuerdo al descubrir los finales de aquellas historias, los silencios y las afrentas que nunca llegaron a buen término. Cierto, quédate quieto, no sepas lo que pasa / ni lo que ocurre, que esa sea tu historia porque ¿qué seríamos nosotros sin tus nanas?, esas que nos dan consuelo, que muestran la belleza de lo grotesco, ese último bastión que nos permite ser vigías en una torre imaginaria de un continente distante al tuyo, tristísimo, porque Hoy el amor es muerte, y el hombre acecha al hombre; y creo que tu hoy será un siempre. Preguntar a las cebollas por los que están lejos, consultar a las cebollas sobre el ser amado, buscar las certezas bajo sus capas sólo para descubrir el vacío. Y asesinarlas con un cuchillo, como se asesinan en esta tierra, para llorar lágrimas falsas que ahoguen a las verdaderas. No importa lo que diga, lo que haga o lo que imagine: de todas formas, Miguel Hernández, poeta, ya estarías muerto, como el hortelano, como el niño de ojos negros, como los vientres apagados bajo la tierra, tan muerto como el muerto frutal, caído / con octubre en los hombros. No me engaño, no engaño a nadie: las mancias sólo causan maravilla cuando existe la posibilidad de adivinar el desenlace de una historia. Cuando el punto final ya ha sido trazado, sólo nos queda lo que otros han dejado escrito: como aviso o testimonio, como sentencia o eco. O acaso como designio de lo que está por venir: ese reflejo de la desolación perpetua. De todas formas, todos estaremos muertos un día. Sólo nos queda, al igual que en Orihuela, decir: Cuatro pasos, y los muertos. / Cuatro pasos, y los vivos. Dulces sueños, Miguel Hernández, poeta