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noviembre 2012, n° 64
adán echeverría edilberto aldán alejandro espinoza agustín fest
foto
felipe huerta
dos
la pecera Sofía compró los peces porque vio atrapada su angustia en esos ojos. Detrás del cristal de la pecera, esos globos saltones atrapaban las preguntas que ella acostumbraba hacer al vacío. Sintió la vista acuática recorrer su piel, los párpados caídos, las mejillas tersas, bajar por el cuello hasta entrar por el costillar, golpear el plexo para que la respiración regresara intacta y poder sentirse viva. La noche anterior a la compra aún tenía las marcas de insomnio en la cara por el terror a sentirse presa de un amor enfermizo que ya no compartía. Tenía razón la soledad: era prisionera y los reclamos de su esposo la iban avejentando. Le llenaban la cara de surcos que, por más cremas que utilizara, le arañaban el rostro, volviéndole una anciana treintañera. De aquel amor inaugural que la había enfrentado a sus padres, a los compañeros de escuela, no quedaba más que la sombra de aquel “Es mi decisión” que dijo apretando puños con los ojos fijos en un futuro prometedor. Ahora los peces, que una tarde de domingo compró en un tianguis, le muestran su rostro detenido en las burbujas. Gotas de aire del universo acuático suben a la superficie y revientan liberando el grito fantasmal que Sofía siente necesario. Aquella tarde, que hubo de transcurrir entre gritos y amenazas, fiel a la costumbre de su esposo, Sofía decidió quedarse en el parque del centro de la ciudad para ver corretear las aves tras las migas de arroz, intentar una sonrisa al mirarlas desprender sus plumas mientras levantan un tenue vuelo, huyendo de las manitas de los niños que las alimentan. Esperaba que el hombre con el que vivía se calmara y le hablara al teléfono portátil. Mientras tanto dejaría que el calor la consumiera, ofreciendo el rostro al sol. Era preferible el calor incendiario a ser consumida por la angustia de permanecer en casa. No importa perderlo todo. Ese hogar que han adornado a su capricho, el auto deportivo, el cuerpo delgadísimo producto del gimnasio por las tardes y las clases de baile en el club social. Los múltiples regalos e incluso el trabajo en las mañanas le sirven para huir del aburrimiento. El hastío se enreda cual nauyaca entre sus piernas, apretando el corazón con las escamas del tedio. Tampoco importó la amenaza de divorcio. Él estaría con ella siempre. Lo había dicho en la iglesia junto a las promesas mutuas. Incluso lloró al ver realizarse el sueño de tener a la niña que siempre había amado. Vivía para recordárselo. Si a eso pudiera llamarse amor. Sofía quizá ya no lo intentaba, no quería hacerlo; no estaba segura si el sentimiento de salir del hogar paterno fue amor por
adán echeverría* este hombre o arriesgarse a una vida nueva. Cómo llamar a la relación que los mantenía juntos al borde del estallido que los conducía a los golpes. “No eres mi dueño”, solía gritarle a su esposo después de cada pleito. Pedro estaba conforme con lo poco que ella le daba. Aquel hombre de cejas cerradas, dientes apretados y pómulos secos sólo necesitaba saber que él la amaba y eso, ni ella ni nadie podría evitarlo: “Te lo doy todo y nunca dejaré que te vayas”, decía la voz por el teléfono. Sofía se seca las lágrimas al regresar a casa, nuevamente doblegada. Intenta permanecer a salvo detrás de esa muralla de recuerdos con que aquel hombre pone candados a sus salidas. De regreso a casa Sofía anduvo cinco cuadras para llegar al tianguis donde se exponía la venta de animales para mascotas. Miró un conejo. Sostuvo en sus manos a un curie. Se quedó atrapada en el verde plumaje de los loros, y la escandalera de los periquitos australianos le arrancó la risa casi en el olvido. Entre jaulas, ladridos y pelos de gato, escuchó la voz sobre los tímpanos. Su propia voz que había querido mantener encerrada y ahora le hablaba a través de los ojos de los peces dorados, subía con las burbujas de aire estallando como un eco sordo hasta sus tímpanos. Los peces dorados la miraban con sus ojos acuosos, en cuya oscuridad Sofía observó su alma atrapada arañando la superficie. Presa dentro de esos ojos, dentro de la pecera, en su propia casa, en el interior de su cuerpo. A dónde huir, cómo sostenerse si él siempre se encarga de todo. El trabajo se lo había conseguido un amigo de su esposo. Pedro la llevaba y la iba a buscar sin contratiempos. Ni un minuto más en la oficina después de la jornada. Con la pecera en el sitio que le ha escogido, cerca de la ventana del jardín, permanece horas, sentada, mirando el ondular de sus dorados cuerpos. En el fondo de los ojos mira el encuentro con su amante. Las escapadas por las tardes cuando su esposo trabaja. Invitarlo a casa y manchar las sábanas del matrimonio. Aquel amor que pronto se hartó de la indecisión y una madrugada se alejó diciendo: lo tienes todo menos aventura, eres una niña aburrida sin intención de rescatar su vida. Y después del No te vayas, recuerda la respuesta: Ya vendrá alguien más. Tenía razón. Las imágenes se precipitan entre las burbujas: diversos rostros la hacen gritar en el espejo, pintarlo con labial, romperse las uñas para abrir las puertas del hartazgo. Las persecuciones con que sueña, amenazada: te encontraré donde vayas. Su corazón late apresurado. Le duelen las muñecas, moradas por los apretones, el maquillaje cubre los malos tratos, el
labio roto, los lentes oscuros, el disfraz de femme fatal que oculta la violencia doméstica en que sobrevive. Sofía junto a la pecera todo el día, absorta, comiendo yogurt con miel y bebiendo pequeños sorbos de té de jazmín. No piensa más que en la voluntad de sentirse viva, y el sexo no ha sido esa posibilidad. Ha paseado la casa reconstruyendo cada adorno y el momento de adquirirlo, cada historia con esos hombres que horadaron su cuerpo para rescatarla y que sólo consiguieron enterrarla mas en su mutismo, en su miseria. Empaca sus cosas en un maletín de cuero y regresa junto a la pecera. Mira los peces ir y venir en el encierro del cristal. Su esposo llegará en cualquier momento, con su cara de felicidad por verla sobre la cama, doblegada. Durmiendo o llorosa con el insomnio de siempre. Ya no será así. Baja de nuevo, corta una fruta y se queda mirando los peces dorados. No quiere huir a escondidas, quiere verlo de frente y decirle adiós. Ha apagado las luces de la casa para no mirar el cadáver de la tristeza que se derrama
por la escalera. La puerta pronto dejará caer los cerrojos que anunciarán su llegada. Su partida. Quita el oxígeno a la pecera y derrama en el agua dos puñados de sal. Espera mientras recorre cada espacio de lo que pudo ser su hogar, pasa los dedos por las paredes, sale al patio, mira las cerradas ventanas de su dormitorio, va hacia la cocina, abre los cajones, la alacena, se detiene frente al refrigerador y lo desconecta. El tiempo camina lentísimo y Sofía busca evitar los espejos de la sala. Regresa junto a la pecera. Mira como la respiración de los peces empieza a atragantarse. Engulle la pulpa de la fruta. Se queda fija en la mirada de los peces y ve extinguirse la luz de esos discos jugosos donde se petrifican los colores y se abandonan los brillos. Para Sofía el pasado ha muerto con los peces. Pronto la puerta se abrirá. Allá va. Es él, ha llegado. Gira el picaporte. Sofía se levanta con decisión. El maletín de cuero en la mano. Su futuro relumbra en el cuchillo que ha quedado entre las cáscaras y el bagazo de la fruta, ahí, sobre la mesa
ante un espejo
adán echeverría
El agua ha hidratado su piel y el jabón le ayudó a retirar el exceso de grasa que le daba brillantez. Se siente opaca, traslúcida. Mira su reflejo e intenta reconocer el rostro descolorido, sin luz ni ánimo para seguir esta carrera que le ha arrebatado los años. Al atardecer se deshará de las imágenes de sí misma. Ahora prefiere concentrarse en esa piel sin brillo. Quiere ser real y sin engaños, como en el nacimiento. Volver a sentir un vestigio de inocencia, aunque sean los últimos instantes. Sabe que llegarán. Que su Gustavo no podrá defenderla, ni interponer el cuerpo ante esa bala que, igual lo sabe, viene marcada para ella. Para Silvia y esos rostros que ha sido bajo las pelucas y el maquillaje. En cualquier país, atravesando fronteras, o en el engaño que le brindaba la oportunidad de saberse viva. Gustavo tuvo su propia bala, muy justa y certera, y se desmoronó como una montaña hasta los pies de Silvia. Los borbotones de sangre no dejaban de salirle del cuello. Ella miró los ojos de su amante oscurecerse. Crecer el disco de sus pupilas por ese terror ante la muerte que planeaba y movía su manto por encima de las cabezas de ambos, él como cuerpo detenido en el asfalto, ella de rodillas mojándose las botas en la sangre, queriendo reconocerse en los ojos de ese rostro bello que no tuvo tiempo para llorar, que no tuvo oportunidad de arropar con besos de despedida. Tuvo que huir porque él se lo exigió. Corrió por la ciudad con las luces mercuriales marcándole el paso. El sudor le pica los ojos a Silvia, y las puntas del miedo van pinchándole la espalda para que no se detenga. Gustavo está en los relojes y en el insomnio, en el dolor de los músculos en tensión. Está detenido en el asfalto formando una cruz de carne, señalando un punto exacto en el mapamundi que dice: acá es, no sigan tras ella, acá encontrarán el tesoro. Silvia quiere convencerse que Gustavo no murió esa noche, mientras los minutos de ausencia llegan plenos a morderla. Los cuervos van deteniendo su vuelo en el ventanal por donde mira las calles oscurecerse. Su hombre estaba vivo, aún latía en sus venas, en cada espasmo, en cada mirada que se desliza buscando un lugar para olvidarse de todo. Con dedos finos Silvia recorre los recovecos de su anatomía. Centímetro y centímetro de piel y violencias escurren por el agujero del drenaje. Se quita el maquillaje como piel antigua. Sentada en el banquillo del tocador, la memoria juega su última partida. Ahí está el rostro de su padre y aquel tufo de alcohol que le rodeaba su cuerpo de niña. Ella, desde su colchón, daba la espalda a los bultos que se retorcían con furia y manoteaban al otro lado del cuarto sucio y mal iluminado. Se le quedaron grabados los gritos de su madre, y aún ocultaba el rostro bajo las almohadas, odiando los monstruos cada anochecer. Esa es Silvia de pie y recargada en un poste, a la espera de clientes. Mira el avanzar lento de ojos que calculan su carne de niña y soban sus pechos diminutos. Pasan automóviles en cámara lenta, como los recuerdos y aromas de la calle. Se observa fatigada, y con desgano da chupadas a ese cigarrillo. Apenas unos meses que ha dejado atrás a la pandilla de la infancia, y las balas zumban en sus oídos. Entran ruidos de la ciudad hasta su habitación. El sol es una silueta 3
tres detrás de las nubes que anuncian el chaparrón para la tarde. Silvia enciende la luz eléctrica y mira la blancura del cuarto. Las paredes, el piso y el techo como un augurio impuesto en el cuidado de su húmeda piel luego del baño. Silvia es blanca como el cuarto de este hotel. Intenta reconocerse bajo las capas enteras de otras identidades que ha tenido. Probándose su rostro original se mira con detenimiento. –Me gustan tus ojitos de perrita abandonada, de paloma enfurecida -le había dicho Gustavo mientras le pasaba el cabello tras las orejas. –Suelta, qué te crees. -ella rezongaba con disimulado fingimiento y arrugaba la nariz. El monótono bisbiseo de los insectos del agua atraviesa el umbral de la ventana para volar cerca de los oídos. Las balas zumban mientras escapa por las calles de la mano de Gustavo. Van colgados de la adrenalina. –Ya no podremos dejarnos - pensó muchas veces al reposar con su hombre, en la oscuridad del callejón que habían habilitado para pasar las noches. ¿Cuántos años han transcurrido? Silvia no lo puede recordar. Al huir de casa, sobrevivió unida a esos mocosos delincuentes con quienes todo era ritual y juego. Fallar era inapropiado. Sólo la muerte indicaba el fracaso. Y en ese arriesgarlo todo se les iban los días. Tanto Silvia como Gustavo conocían las reglas, no había que rajarse ahora. Con el rostro pintado de negro asaltaban ancianos y mujeres que solitarias pasean por las calles, al salir de las oficinas, rumbo a casa. Era divertido. Desamparados bajo las luces mercuriales dormían sobre las bancas de los jardines públicos. Robaban tienditas de videojuegos, escuelas, dulcerías. Hasta terminar en la Correccional con el rostro manchado de sangre. Silvia reconoce cada cicatriz sobre su cuerpo mientras va pasando los dedos a su desnudez y el espejo le recrea un mapa mental. Aquellos chicos callejeros fueron sus hermanos desde que huyó de casa. Mamá había muerto, a qué quedarse. ¿A ser la sirvienta del gordo ebrio? Su pestilencia rozando las mejillas. Era mejor la calle. Pero los chicos crecen. Se han ido. Se los ha tragado el mar de la indiferencia. En su mente, Silvia sigue fiel a su esquina. No quiere huir más. Sentada frente al espejo contempla sus manos. Los poros abiertos en la piel que le ha dejado el agua calientita de la regadera. Siendo callejera conoció a Gustavo con sus ideas de salir a la luz. Robar no sólo por droga, robar para irse de ese mundo. Construir su propia vida. Servir de mulas o burritos, darse a notar. Demostrar que no puede haber remordimiento. Y así, mostrándose en las calles, ya sólo eran dos, Silvia y Gustavo para ser correspondidos por los narcos y ayudar al Imperio, sirviendo junto a las escuelas o en las discotecas. Distribuir la droga o esconderla, curarla, entregarla a quien la necesite. Imperio de violencia contenida, donde la voz de la metralla y el coraje de arriesgarlo todo son lo único que importa. De nuevo el silencio viene a corromperla en esta habitación blanca e iluminada con la luz eléctrica. Afuera los borbotones de agua inundan el aire. Silvia se mira en silencio con las manos en el tocador. Las manos de Gustavo le acarician el cuello. Ella se deja tocar por ese fantasma. Por la sensación de niebla que sube por las pantorrillas. -¡Ya basta! -Se levanta sacudiendo la memoria, empujando fuera las manos del fantasma, y camina hacia la ventana del cuarto. Deja entrar la brisa húmeda de este día nublado. Tímidas gotas la mojan. Es una mujer más en una ventana de este edificio, de todos los edificios, de cualquier ciudad. Eran los edificios oscuros ante sus gestos de niña, ¿cuántas mujeres en una ventana? ¿Cuántos rostros huyendo de sí mismos? Gustavo huyendo de los judiciales. Ella y él huyendo de sus antiguos hermanos de la alcantarilla que por lana, ahora quieren acabar con ellos y cobrar la recompensa que los capos han circulado: vivos o muertos. Han puesto precio a su cabeza por no entregar la última ganancia. Por creer que lo pueden todo: huir hasta las nubes, encumbrarse. Huyeron con el producto de una venta, y la traición no se perdona ni entre criminales. Gustavo ya no está en el apartamento. Queda su sangre en esta ciudad donde al fin ella detuvo la carrera. Se quedó tirado en la calle mirando el cuerpo de Silvia hacerse pequeñito mientras se alejaba. ¿Habrá grabado esa imagen mientras su último aliento se escapaba? ¿Tendrá memoria la muerte? Esperar nunca ha sido tan fácil como ahora. Al cumplirse el plazo el avión abrirá sus puertas, los asesinos recorrerán las calles hasta el escondite donde ella, tranquila y sin maquillaje, espera frente al tocador. Subirán por las escaleras hasta hallarla sentada en el departamento, con los trozos del espejo regados por el piso. Primero pensó en apuntar la pistola sobre la puerta y llevarse al primero que entrara. Luego decidió que al mirarlos se pegaría un balazo con el cañón dentro de la boca. Pero ha tirado las balas por la ventana. Quiere estar desnuda y con la cara limpia. Dejarse morir sin oponer resistencia. Alcanzar a su Gustavo. La lluvia cae. Con ella se lavan las historias de la ciudad. Todos se guarecen. Se cierran las ventanas de los edificios. Las demás mujeres en sus ventanas se guardan de la noche. En este cuarto ella sólo espera
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*Mérida, Yucatán (1975). Escribe poesía y cuento. Biólogo con Maestría en Producción Animal Tropical por la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Integrante del Centro Yucateco de Escritores, A.C. Ha publicado los poemarios El ropero del suicida, Delirios de hombre ave, Xenankó y La sonrisa del insecto, así como el libro de cuentos Fuga de memorias y la novela Arena. Los cuentos “La pecera” y “Ante un espejo” pertenecen al libro Compañeros todos, aún inédito.
acto de comunión
maniobras de escapismo
edilberto aldán
nvariablemente, cuando alguien me dice que debo escuchar a Calle 13, lo primero que me aparece en la mente es la imagen del cantante (del que no sé el nombre y no me importa) posando feroz para las cámaras, un joven en camiseta que luce sus tatuajes y sabe cuál es el ángulo preciso en que debe salir fotografiado para que se aprecie su detallado corte de pelo, un indignado en toda la extensión de la palabra. No, me dicen, no lo veas, escúchalo. Insisten, porque saben que pertenezco a una generación que logró ver videos musicales a través de MTV (así de viejo estoy) y que siempre me quejo de que la propuesta musical tenga que estar acompañada de la parafernalia visual (mucho ruido y pocas nueces). Así que cedo a la presión y escucho a Calle 13, en verdad lo intento, incluso lo he hecho buscando la complicidad de quien sí lo disfruta y se enternece con la letra de Latinoamérica, pero no llego muy lejos, me gana la risa cuando para generar pertenencia el joven dice que es un “una canasta de frijoles”, hasta ahí llego, a pesar del estremecimiento al escuchar que ser latinoamericano es ser “una fábrica de humo, mano de obra campesina para tu consumo, frente de frio en el medio del verano, el amor en los tiempos del cólera, mi hermano”. Me aguanto la risa provocada por la pena ajena, tampoco se trata de insultar a quienes no encuentran la similitud de la rima facilona entre Calle 13 y Arjona, o no logran relacionar una sintaxis atropellada por el lugar común en pos de la consigna que despierte la conciencia revolucionaria. Me rindo pues y me quedo atrás, muy atrás de quienes me invitan a descubrir a este ícono de la rebeldía, imagen refulgente del pensamiento radical. Me rindo porque todavía me revuelve el estómago escuchar que alguien vea en una sonrisa “una guerrilla, una aventura, un movimiento. Tu lenguaje, tu acento. Yo quiero descubrir lo que ya estaba descubierto. Ser un emigrante, ése es mi deporte”. Quienes me insisten con Calle 13 me explican que lo que no estoy entendiendo es que detrás de “eso” está una elaborada burla, me guiñan el ojo y apuntan: una broma intelectual, eso que estás escuchando, no es reggaetón, es algo más elaborado, usa guitarra eléctrica, acordeón, saxofón… Le doy vueltas y no, no encuentro dónde está la broma, ¿en qué René es un niñato clasemediero que finge ser radical?, tampoco le encuentro el chiste, la calle está poblada de jóvenes con la camisa del Che Guevara maquillado como Cepillín, ¿dónde reside el valor que se me escapa?, qué, que soy incapaz de corear febril cuando suena “Lo mío es soltar la lengua y que resbale por la pista/ Yo tengo del respeto que no se compra con plata/ Soy un tipo decente sin tener que usar corbata/ Rimando con franqueza soy todo un académico/ Soy más polémico que Michael Jackson y su médico/ Siempre digo lo que pienso”. Culpo a mi infancia y mi formación católica, no hay más. Dos cosas aprendí en esa época: la solemnidad de la comunión y que no se habla con la boca llena. Y como creo que escuchar música es un acto de comunión, me niego a repetir en voz alta la exhibición poco imaginativa de otro quien proclama que su mayor valor es decir siempre lo que dice y demanda mi atención porque es quien me recuerda que estamos jodidos. Quizá, sólo quizá, es la edad, que me pasaron de noche las tertulias en que con camisa de bordado indígena, morral al hombro y huaraches, era obligatorio compartir la pena con Silvio Rodríguez porque había perdido su unicornio, o buscarse una novia que se llamara Yolanda para susurrarle miles de veces su nombre, por decir lo menos, porque también me pasaron por alto la indignación sin memoria de quien anhelaba pisar nuevamente las calles de Santiago de Chile, ya sin sangre, ante esas invitaciones siempre preguntaba si sabían qué estaban cantando y la respuesta, también era invariablemente la misma: no, para después acusarme de no tener conciencia revolucionaria. Entonces, sí, es la edad y que considero que escuchar música es un acto de comunión, al que se acude para generar un espacio de intimidad entre quien canta y quien escucha, un lazo que se genera entre dos y sólo para ellos. En silencio, para que en ese espacio, se genere lo que no está, como una ofrenda. Le creo pues a Leonard Cohen, cuando pide ese espacio en uno de los poemas más entrañables e iluminadores de La energía de los esclavos: Hago esta canción para ti, Señor del Mundo, que lo tienes todo, menos esta canción
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cuatro
Hoy en día, y desde hace mucho tiempo, los narradores estamos enfrascados en un dilema: ¿Qué hacer con la realidad? Mientras los espectáculos y el teatro siniestro de la vida nacional y las catástrofes mundiales circulan como fantasmas de imágenes y memes y deconstrucciones visuales frente a nosotros, nuestras únicas armas han sido, tristemente, la figura irónica, el comentario mordaz o una retórica alambicada pero vacía, lejos de cualquier relación sensible con los acontecimientos. Es cierto que no tenemos la obligación de estar “a pulso” con los sucesos del día (una recomendación de Henry Miller, hoy olvidada, es que deberíamos leer los periódicos sólo una vez por semana, ya que, por un lado, las noticias nos dicen lo mismo, pero por el otro, nos estamos perdiendo de eso que está allá afuera y llamamos –o llamábamos—vida), pero si podemos rescatar una migaja de obligación moral de nuestro ejercicio narrativo, es el de revelar, a través de los mejores artificios y las mejores elocuencias, que de perdida podemos sentir algo. Lo que sea. Aunque sea un poquito. Las recientes devastaciones originadas por el huracán Sandy me llevaron a identificar una figura recurrente en el pensamiento colectivo: aludir a las maneras como Hollywood nos ha entrenado para este tipo de experiencias. Esto quiere decir que la ficción nos rebasó, ya que la experiencia vivida (aunque sea a través del filtro de la tele, o de la transmisión en livestream del evento en tiempo real) no se compara con la realidad controlada hasta el más mínimo detalle por las producciones cinematográficas, de modo que hemos relegado nuestras experiencias a otra cosa que ni siquiera es realidad. Somos como niños atrapando ilusiones ópticas en el aire. Y si esa es la verdad que impulsa nuestra necesidad por escribir el mundo, creo que estamos en aprietos. Entre fotografías del diluvio, de calles inundadas, de fachadas de edificios arrancadas como por un gigante para que veamos todos su interior, los escritores buscamos, fatídicamente, la mejor manera de entender. Entender, así, a secas, ya que las cosas han ido más allá del entendimiento, y cualquier explicación que derive de nuestros instintos irónicos o de nuestras teorías conspiratorias no contribuye nada a comprender la narrativa inherente a los hechos. De los subterráneos inundados y de las zonas del sur de Manhattan envueltas en la oscuridad de la noche, de las filas en las gasolineras y de los pequeños detalles es de donde podemos extraer un ápice de verdad. Personalmente, me quedo con la señora que sacó a pasear a su perro a escasas horas de que comenzara el huracán, y que cuando le preguntó un reportero si no estaba preocupada por su seguridad (y la de su perro), ella simplemente respondió que acababan de renovar su casa y que difícilmente creía que se fuera a derrumbar
por una lluviecilla. Me imagino a la señora, increíblemente despreocupada por lo que ocurrirá unos momentos después, avocada a la rutina de sacar al perro a hacer sus necesidades. La mayoría si no es que todos los vecinos ya se encontraban lejos del suburbio, hospedados en hoteles, distanciados y a salvo del caos por venir. Me gusta la valentía de esta señora. Sí, ustedes pensarán que no es valentía sino franca estupidez pero piénsenlo, acérquense por lo menos unos minutos a la conciencia de esta señora: su decisión es una decisión humana, la de una persona con la vida resuelta. Quizá no del todo, quizá está pagando una segunda hipoteca para la renovación de su casa, quizá tiene al cuerpo de su difunto esposo en el sótano, quién sabe. Quizá se levanta todas las mañanas a prepararle su sándwich: la mayonesa y la mostaza finamente untadas en dos rebanadas de pan con doble fibra, la rodaja de cebolla, la rebanada de un jitomate blando y la rebanada de jamón o mortadela o alguna de esas variaciones de carnes frías condimentadas o procesadas para contener menos grasa, menos colesterol, menos calorías, menos sabor. Pero el sándwich se queda ahí, en la mesa del desayunador, todos los días. Su difunto esposo no puede regresar de donde está para comer diligentemente ese almuerzo. La señora sufre de amnesia cada vez que tiene que tirar el sándwich a la basura, al siguiente día, o siete días después. Su esposo le puso el nombre. Sam, se llama el perro, un pomeranian color canela que una vez fue atropellado y anduvo causando lástima con una patita enyesada. Sam acompañaba a esta pareja de ancianos de Nueva Jersey a todas partes: al supermercado, a las reuniones de vecinos, al parque, a la iglesia, a la pastelería, a la limpiaduría, a la oficina de correos, mientras ellos se preguntan cómo estarán sus hijos (una poderosísima abogada lesbiana que vive en Manhattan pero que está de viaje de negocios en Singapur, y un gordo ex drogadicto que ahora tiene veinte kilos de más y es consejero en un centro de rehabilitación) cómo será la vida en otras partes del mundo, quién será el próximo presidente del país, qué habrá sido de la hija de la vecina, la que tuvo ese horrendo accidente que la dejó parapléjica. Sam los observa sin observarlos, en el asiento trasero de la camioneta, mientras ellos se observan a sí mismos y se preguntan si uno es el fantasma que visita al otro, o viceversa. Se preguntan en qué momento sus voces, sus suspiros, serán sólo un eco o un aire del pasado, de esos que ya no regresan. No es muy descabellado pensar que eso fue lo que pensó la señora cuando le preguntaron porqué no se salía de su casa, a punto de ser –posiblemente—devastada por el huracán. El reportero vive con la misma prisa y el mismo cinismo que nosotros, necesitaba que la señora se comportara con el mismo sentido de espectáculo que el resto del mundo. La señora sólo quería sacar a pasear a su perro. Y creo que eso es lo que verdaderamente debería hacer la escritura en nuestros tiempos: un paseo desinteresado por las ruinas de este caos
pasear al perro en medio del caos
cuaderno posapocaliptico alejandro espinoza
fumo culpablemente en la soledad (humo desolado)
la habitación de humo
agustín fest
i esposa tiene trabajo para mes y medio en otro estado. Ha confiado, con cierta duda ilustrada en sus cejas arqueadas, a mi sola responsabilidad los perros, los asuntos caseros y que no se caiga el Popocatépetl. * Pienso en este problema tan contemporáneo: No es gracioso cuando una institución es incapaz de reconocerle a una mujer sus habilidades en el trabajo pero que tierno es cuando un varón se hace cargo de la casa. Míralo como trapea, barre, limpia, cambia los pañales del mocoso. Al instante y con unas gotas de agua, es un caballero. Señalar culpables es un pasatiempo estéril. * La soledad me permitió ignorar dos rutinas: La hora de gimnasio y las dos horas nocturnas de televisión. He redescubierto el placer de leer a horas reservadas para otras cosas… Durante la comida, a las cinco de la tarde, a las ocho de la noche. Aderezo con literatura mientras mi panza crece a base de harinas y refrescos. * Hay algo de tristeza a la hora de comer cuando ella no se presenta y nadie ayuda a lavar platos, picar verduras, poner aceite en el sartén, empanizar carne, cocer pasta. Mi esposa platica en su trabajo, orgullosamente, que la cocina exige de ambos contratantes y sus compañeros algo envidiosos, antojadizos, preguntan todos los días que alcanzamos a cocinar con la economía del tiempo. Descubren el paraíso de la confianza y la charla. * El silencio recobra su fuerza sin pláticas, y sin llegadas. Ambos perros no tienen a quien ladrarle o moverle la cola cuando suena el motor de la camioneta, el arrullo muere y finalmente alguien abre la puerta. * Posiblemente sobra decir cómo ha cambiado el menú gastronómico y el lector ya lo intuyó: hamburguesas, sandwiches de jamón, sincronizadas, quesadillas, jochos, cereal, sabritones, cacahuates enchilados y finalmente la pizza que no terminamos el día que se fue. Las rebanadas esperan pacientemente en el refrigerador al recalen-
tado de la cena. Las mujeres de mi vida son, invariablemente, el impulso de la nutrición y las defensoras imbatibles de las verduras. * Al menos a todo le pongo aguacate. * En las noches, mientras escribo, pongo la música y el radio a volúmenes normalmente prohibidos por la educación. Ella duerme horarios normales, yo nunca he podido y cuando me encierro en la oficina, pongo música aunque sea a niveles bajos. Sonrío alegremente, soy un adulto-niño que comete la travesura. La venganza es contra el vecino que vive a unos terrenos de distancia y que durante las mañanas suele practicar los discursos entre canción y canción, con el micrófono a todo lo que da, para la fiesta a la que contraten su sonido. * Los primeros dos días, para hablar solo volteaba hacia los perros y me refería a ellos como si fueran personas. En la segunda etapa conseguí ignorar a los perros para hablar con mi cigarrillo, con el cenicero, el cacto en el jardín o con la pantalla. Hoy conseguí practicar el soliloquio sin justificarlo. Abrí la boca y nadie pudo callarme… pero como reza el viejo enigma: “¿Si un árbol cae a mitad del bosque y nadie estuvo para escucharlo, realmente hizo ruido?”. La pregunta es un consuelo de la locura aparente. * Fumo casi por toda la casa: En la sala, en el comedor, en la cocina, en las escaleras, afuera de mi oficina, en bodega, en la azotehuela, en la entrada, en los pasillos. Los ceniceros sucios desperdigados por doquier, sin nadie que los critique o que los levante. En el único cuarto donde todavía no me atrevo a hacerlo (y tal vez nunca lo haga) es en la recámara. * Los perros ya se rindieron en recibir el desayuno a una buena hora (Ella los alimenta a las nueve de la mañana, antes de salir a su trabajo). Duermen a mi lado hasta las diez, once de la mañana, y duermen un poco más (aprovechan la cama, se extienden, toman las almohadas como un descanso para el hocico) en lo que me ducho, me visto, bajo a desayunar, mastico frente a ellos y leo fragmentos de la novela que estoy escribiendo. Desayunan a la hora del almuerzo. No se preocupen. He hablado con ellos, y no les molesta. * Pienso: Brunch es el almuerzo. ¿Por qué algunos gringos le toman demasiada atención a la palabra, al concepto? Anoto que debo investigarlo en mi cuaderno de imbecilidades, aprovechando que está descuidadamente abierto ahora que nadie más convive en esta casa. * Soy un adolescente y aprovecho la televisión de la sala para ver algo de pornografía. A los pocos minutos, olvido la esperanza del relief, ignoro el volumen alto que quizás espante a los vecinos, recargo la cabeza sobre mis manos y me descubro platicando con una muchacha que no para de pujar