Guardagujas74

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ana teresa hernĂĄndez sarquis laura baeza alejandro badillo agustĂ­n fest

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marzo 2013, n° 72


dos

hubo algo

ana teresa hernández sarquis

a noche no prometía mucho, lo mismo de siempre pero en otro escenario. Lo único bueno esta vez eran los balcones. Al menos así no estaré obligado a “interactuar”. Podría estar solo emborrachándose hasta la hora de irse. ¿Qué hacía allí, para empezar? Estos no eran sus amigos, de nuevo se había dejado convencer. Te vas a divertir. No es cierto. La comida es buenísima, lo has dicho. Pero ni te sientas conmigo en la cena. Te dije: los lugares están asignados. Ve sola, me invento algún paciente. No puedo ir sola, no es bien visto. ¿Para qué quieres que vaya si me vas a abandonar? Y allí estaba, visible desde el balcón, con su sonrisa y brillo debajo de todas esas luces y entre toda esa gente atenta a cada palabra suya. Al final daba lo mismo de quién era la fiesta o para qué buena causa la habían organizado. Los invitados se conocían de antes y los meseros ya sabían cómo tomaba cada quien el café. Tú eres el que se aísla. No conozco a nadie. Va a ir Fulano, te cae bien ¿no? Nos sentaron juntos una

los solitarios

vez. Y platicaron. Hablar de alergias no es amistad. Hablar de música no es matrimonio y míranos. Y mírala, con la copa de vino blanco, invariablemente blanco, rodeada, en escena, muy feliz mientras yo me ahogo en la noche sin testigos. Con el traje negro se escondía dentro de la oscuridad sorbiendo el whisky. Bebía solo en un salón lleno de gente y lo peor era que estos sí deberían ser sus amigos, mediana edad, en un matrimonio feliz, mismo tipo de trabajo, misma ciudad, rutina, clima… pero no me dan ganas. Hablarles, hacer amistad, rendirse. Algo bueno daban en la tele, la novela empezada seguía sentada en el buró, había podido cenar cereal en lugar de pato o lo que había debajo de la compota de cereza, una subestimada noche sencilla. Ingrata, con ademanes ajenos, regalando su sonrisa, Laura entre los invitados, envenenada de atención. Antes no era así, usaba vestidos de algodón para ir a la universidad y comía en la calle y resplandecía. Se recargó en el balcón, desde ahí la ciudad era una peregrinación de luciérnagas. Odio su peinado de señora, el vestido carísimo y los zapatos, lo único

laura baeza

xploro la nostalgia como quien acaba de quedar ciego y debe andar por el mundo a tientas, adelantando las manos para intentar reconocer lo que se le presenta pero desconoce; expectante, con miedo a tropezar y quedar rendida. Dejé de tener certeza del suelo firme el día en que salí del hospital, con una venda en los ojos, sobre la silla de ruedas, cuando mi madre dijo que mis piernas estaban bien y podía ponerme de pie para entrar caminando a mi casa. Aquella fue la primera vez que el vacío se extendió más allá de mi piel, antes sólo lo había sentido dentro de mí. Cada paso era el último peldaño de una escalera gigante, el vértigo crecía, el miedo a estrellarme –una vez más– contra un millar de cosas inéditas; ser ciega, manca, sorda, ageusia; valerme de mis recuerdos como la única biblioteca que podría consultar en el futuro. La ceguera era igual de terrible como la imaginé: un mar de medusas cafés, marrón, grises, nadando en mi entorno cada vez más espeso. Lo supe de inmediato: redescubriría la vida a través del tacto. En la preparatoria leí un ensayo de Borges sobre la ceguera, pero después de veinte años es difícil hacer memoria de algo que nunca me importó.

que queda de Laura es el aderezo de mi suegra. Dice que no me doy cuenta, no pongo atención pero me acuerdo que mis papás la conocieron con él, traía el cabello suelto sobre el algodón blanco, casi otoño, toda sonrisas. Bonita y lista, muy educada, una chica decente, no son tan fáciles de encontrar. Llamó su atención. Los trajes eran negros uno tras otro, la mayoría de los vestidos también, o rojos o Laura en verde oscuro. Un vestido blanco junto a la ventana. Tal vez era la hija de alguien queriendo escapar. No es lugar para ella, bonita, fue insensato traerla, obligarla a venir, muere de aburrimiento sin quejarse, educada. Salió, le habría gustado fumar todavía para entonces tener un accesorio más galante además del old-fashioned de whisky. El vestido blanco estaba en el balcón vecino con los ojos incrustados de noche, lejanos como la ciudad, o el pasado. Dejó de escucharse la fiesta, apenas se distinguían unas palabras vagabundas mientras ellos compartían balcones. En realidad es amante de alguien. Es bonita. Y sí, más bien es hija de alguien. Aquí nadie se atrevería a invitar a la Otra. Yo no me atrevería a traer a mi

hija. Se recargó en el barandal, el cabello negro le cayó de lado y descubrió la espalda escotada. No importa que sea hija de alguien, todas las mujeres lo son; ya estoy viejo, ella es para alguien joven que madure a su lado, a ver si le agarra gusto a estas cosas, el amor va a la costumbre y la costumbre a los lugares en los que no queremos estar. Tuvo ganas de saber su nombre. Mariana o Beatriz, ¿dónde está mi Laura? La chica entró a la fiesta. Nunca nada se queda en el mismo lugar. Se terminó el trago, quiso más. Desde el bar la volvió a ver, caminaba sin ser vista por los demás, un fantasma blanco. Laura estaba por ahí, centro de un círculo, pero ¿dónde? Lo distrajo el vestido blanco que sólo lo veía a él, la siguió con veintitantas personas de separación. El vestido como humo, él, hechizado, empujó gente para atraparla. ¿A dónde va? Ahí. Unos hombros cubiertos por cabello negro. Ahí estás, ¿dónde te escondiste? Te mandé buscar. ¿Laura? Ella era todavía el único color además del negro. ¿Probaste el pastel? No ¿Qué buscas? A nadie. Claro, conmigo tienes suficiente. Sí

ana teresa hernández sarquis

Ana Teresa Hernández Sarquis (Ciudad de México, 1988) Escritora y traductora. Estudió Letras Modernas Inglesas en la UNAM y Creación Literaria en la escuela de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM). Ha hecho traducciones para la galería de arte Kurimanzutto y para el XXII Catálogo de Ilustradores de Publicaciones Infantiles y Juveniles del Conaculta. Es guionista y locutora del programa de radio en línea Nuestra Habitación.

Ahora no sé cuál de nuestras oscuridades es peor, si la paulatina de ir desdibujando el contorno de las cosas sin poder evitarlo, o el golpe seco en la cabeza, que borró todas las imágenes posibles de las pupilas y las transportó a una región remota del cerebro. Hoy estoy en un hospital para ciegos, mi madre dice que es un sanatorio donde me enseñarán a valerme por mí misma –si es que eso fuera posible– y alguien, en discurso panfletario, ofrece que con el entrenamiento de mis demás sentidos podría llevar una vida casi normal. Con el golpe seco perdí los colores, los paisajes, la fe. Prefiero el distanciamiento. El único sentido que se me ha revelado es el olfato, tacto de lo impalpable, y así es como reconozco la presencia masculina de quien se para cerca de mí, en silencio, a unos pasos de estar a mi lado. Sé que estamos en un espacio abierto, creo que va a llover o las gotas cayeron dispersas hace tiempo, aunque desconozco el panorama que se extiende delante, eso nunca lo sabré. Me recuerda mucho una pintura de Munch que mi padre me enseñó en nuestro único viaje juntos. Ahora aquel hombre –tal vez ciego– y yo somos los que pintó Munch, dos siluetas mirando un paisaje incierto de medusas nebulosas. Y detrás de nosotros infinitos espectadores

laura baeza (Campeche, 1988) Narradora. Ha sido becaria del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artísticos de su estado en 2009 y 2011, estudió Literatura en la Universidad Autónoma de Campeche, y fue seleccionada en 2011 y 2012 por la Fundación para las Letras Mexicanas en su Curso de Creación para Jóvenes. Actualmente estudia Narratología en la Universidad Autónoma de Barcelona.


divino la penumbra, los relámpagos en el rostro de Lidia. Cuando camina miro su vestido, el pesado oleaje que deja la tela. Más tarde, sentada, es un mueble vacío que sólo proyecta sombras, el remanente de las cosas que pasan. El día anterior la había encontrado en el jardín, insomne, dando vueltas, mirando cosas al azar. Me duelen los pies. También las manos. El fulgor en su pecho por una medallita. A veces, por su posición, deslumbra; un brote de luz para toda ella. Entonces se mueve y me pregunta: — ¿Qué soñaste? Busco en la memoria. Deber mío soñar todas las noches, lo que sea, pero a veces no. Lidia libera sus dedos mientras recuerdo: prueban las uñas su boca, la cercan. Después, una mueca que perturba, la sonrisa que se forma como una línea en el agua. Tocan la puerta. Lidia cruza la habitación. La aldaba en la madera. La sombra al otro lado que florece. Los pasos de Lidia son los de alguien que camina bajo la lluvia. Desde hace tiempo percibo con claridad sus manías: la duda en sus dedos antes de encender la luz, el movimiento de sus aretes cuando inclina la cabeza, alerta ante un suceso inverosímil que, por algunos instantes, se vuelve atroz y definitivo. Mientras Lidia abre la puerta miro la mesa dispuesta, los dados oscurecidos por el azar, una baraja, la derrota de una vela. Inclino la cabeza: un filo de nube mueve la luz sobre la madera. —Entra. Otra mujer en la habitación, más nueva, más pequeña. Es la primera vez que la veo. Ya no más nube en la madera, sólo en la hojarasca que transcurre, en su memoria. La lluvia de hojas, desde hace días, cubre con su sonido la superficie de las cosas. La recién llegada, en el quicio de la puerta, sigue por instinto el movimiento. Con nerviosos ojos, de pajarillo en rama, atisba. —Me acuerdo del sueño —digo por decir algo, para ser intruso, aunque sea por un momento. — ¿Qué es? — Una tetera que envuelve el fuego, tus manos a cierta distancia. — ¿Qué más? — No sé. Lidia suspira, decepcionada. La otra se refugia en una esquina del cuarto, apenas la percibo. Sólo el compás de su respiración, lento, sumergido en el agua. A su piel le imagino gotas. Imagino su cara afuera, en el descampado, iluminada por brasas. Resplandecida, entonces, se acerca a la mesa y mira los dados. —Perdón por llegar tarde —dice. Su voz es una cesura. El cuerpo del silencio ya no pesa. Leves hojas se desmoronan en los ojos de Lidia, nos habitan aunque no lo sepamos. Las respiraciones se sincronizan, como manada que avista una fosa de agua. También la mía. Siento el dolor de mi cuerpo, los brazos hormigueantes por la posición en la silla, las crecientes náuseas. —Llegas tarde —reclama. Lidia camina hacia mí, desbocado el olor a madera de su cuerpo. Un bosque entero cuando se acerca, sus frutos cuando me toca. Trato de inclinar la cabeza pero Lidia sabe que su tacto entume y lo prolonga en mi frente. La otra nos mira: desde su perspectiva la oscura mano de Lidia, la mano que baja hasta mi garganta, cuidadosa, como si fuera a tañer una cuerda. — ¿Soñaste algo más? El cuerpo de Lidia crece su sombra, casi un char-

tres

lidia

alejandro badillo

co donde beben los pies de la otra. Cierro los ojos en busca del fuego, de las manos expectantes por la tetera. Empiezo a formar una imagen en el cuerpo de Lidia, algo que me rescate de ella, cuando la otra aviva la voz: —Un río, cuando llegué. Por eso la tardanza. Lidia la mira. Sus labios entrecerrados, apenas los dientes, como si buscaran en el aire una fruta. — ¿Qué más? —No recuerdo. Las dos se sientan en la mesa. Sus manos extendidas, las miradas en lo bajo, en un tanteo que no llega. La mesa es un campo nevado. Las manos de ellas, oscuros pájaros que lo vadean. Sus rostros y los cuerpos serenos, al unísono en la luz, incluso los parpadeos. Están un rato así, una frente a otra. Después, por turnos, arrojan los dados. El golpe sobre la madera. El lento movimiento que no acaba. Después murmuran números. Juegan a adivinar y ríen. La nueva me observa con insistencia. Apenas habla. ¿Dónde la he visto? ¿Por qué la imagino con las manos húmedas, la espalda contra la pared, embebida en algo? Muevo un poco los pies, despierto sin querer un crujido de la silla. Lidia se acerca, da una vuelta alrededor de mí, recupera algo, una sustancia que no veo. Me estremezco cuando se aproxima, cuando vuelve la olorosa madera de su cuerpo. — ¿Tienes sed? Asiento en silencio. Ella va a un rincón del cuarto y regresa con un vaso abundante. Me da de beber. El agua se derrama en mi boca, como antes la luz entre ellas. Después, cuando estoy satisfecho, su mano desciende: un instante el vaso a la altura de mis ojos: un anzuelo. A través de él, de su reflejo, las crecientes cumbres de Lidia. La voz es sustento de la otra, apenas visible desde el fondo del vaso, como alguien perdido en un banco de niebla. Lidia deja el vaso en el fregadero y me mira como un objeto perdido, rescatado entre el polvo, a ciegas. —Pensé que te acordarías con el agua. No sé qué responder. Sólo espero que concluya la tarde. La inútil hojarasca en el patio, el nervio de los pájaros en las ramas, diminutos carroñeros después, en el círculo de la conjura, planeando. Ya no hay bruma en la otra, sólo penumbra ceñida alrededor, que baja por sus pechos, que deposita sombras leves en su cintura. Oscurecida se acerca y su boca promete lumbre de voz. Pero Lidia se da cuenta y la calla colocando un dedo firme entre sus labios. Sólo queda el temblor de sus ojos, desvinculado por completo del rostro. Lidia me pregunta: — ¿Sabes cómo se llama? — Tal vez la conocí en otro lugar —respondo casi de memoria. — ¿En el lugar donde aparece la tetera, donde mis manos se acercan al fuego? Trato de responder, pero el dolor se acrecienta. Mi cabeza es un vaso que rebosa. Mis pensamientos sondean el vacío. Busco afanosamente la tetera, le dibujo un asa, el febril humillo que bordea. Pero la imagen se diluye. Sólo me queda la provocación. Alzo la mano a pesar del dolor, en un movimiento absurdo que me delata. Lidia mira los dados, la desparramada vela, acaricia el cabello de la otra. Las sonámbulas muy juntas. Las dos, una solitaria mujer, en el rito de la ablución, frente a un espejo. Van y vienen las manos de Lidia. Tararea. Detiene su mano cuando percibe la mía. Sigue el viaje con la otra, la tejedora. Enmarcado por la ventana el movimiento. En una pintura las dos. Gruesas pinceladas en los ojos, más finas —por la luz— en los brazos. Mantengo la provocación. Lidia deja a la

otra encandilada por los remanentes de su fuego. La cabizbaja, desde mi perspectiva, con un poco de humedad, perenne en la frente y los labios. Lidia me toma de la mano. Percibo su respiración. El desorden de las venas, el oro desordenado del cabello. Con su presencia aumenta el dolor. Todo el embate en el cuerpo, una marejada que sube, que no cesa. — ¿Qué pasa? —me dice. Más cómoda en la creciente oscuridad. La tarde se apaga poco a poco y las habitaciones menguan igual que los camarotes de un barco hundido, alejado del sol y la misericordia. En poco tiempo Lidia prenderá las lámparas. El gobierno de los oscilantes focos, entonces, sobre nosotros. También su amarillo. La fría mano de Lidia me toca, no me suelta, tantea el aire, le da forma. Le digo: —Una tarde bajé por las escaleras, estabas cerca de la hornilla, próximas tus manos a la tetera. Desde entonces siempre te veo. Sonríe Lidia. La otra, en un rincón, desordena con su silencio las cosas. Lidia guía su respiración, impide que se desboque y acabe con todo. Como en agua revuelta los dedos de Lidia cuando van al interruptor. Después, calculados los muebles por el muerto dibujo de las lámparas, se sienta en el sofá, frente a mí. Sigue el interrogatorio, los ojos a veces en el vaivén eléctrico, en los insectos que concurren a las recientes bocanadas: —Tienes que contarme más. —Sueño con eso, sólo bosquejos de ti, nunca de la otra. —Algo más concreto. —Seguías con la tetera, mirabas el ascenso del humo hasta el techo, quizás una figura que se escapa, que no recuerdo. Lidia endereza el cuerpo. Inspirado en el diablo el tiento de su voz, el tono que acecha, que rodea con hambre: — ¿Y si repetimos todo? — ¿Qué? — Lo del sueño, la imagen, ese instante. No puedo responderle. Abundante y amarillo su cuerpo; la madera que lo templa. La otra está expectante, mirando nuestras sombras, abiertas las palmas, temblor de peces en los dedos. A ratos parece más viva, pero la mayor parte del tiempo se mantiene constante y frágil, con el equilibrio de los sonámbulos, de los sumergidos. — Quizá así descubras el inicio de todo. Da una vuelta por la habitación. En fiesta sus pasos por la idea. Una vuelta más. Se dirige a la ventana, un dedo curvo al pulso de los árboles, al nervio de las ramas por el viento. Dedica varios segundos a la estratagema, pero no tomo en serio sus intenciones por su mente volátil, porque son volutas sus pensamientos en la tarde, humo. —Ayúdame —dice a la otra. Las dos, a un mismo tiempo, se dirigen a la cocina. En el trayecto el dolor adquiere una consistencia uniforme, cenagosa. Buscan en la alacena, a un lado del fregadero. Apenas logro inclinar la cabeza, una ligera variación que me reafirma, que me sitúa —de alguna forma— en el mundo. Pero pierdo la batalla: demasiado estropeadas las articulaciones, los huesos recorridos por innumerables penas. El hormigueo en las manos —a veces acicate— impide cualquier intento. Con el tiempo aumentará la embestida. Sólo atisbo desde mi lugar, como santo a media luz, en doloroso nicho. Sedimentos se reúnen en la orilla de mis ojos, esquivas siluetas en una playa, interrogando la desolación, después de la marejada. En el piso refulgen pocillos para 3


cuatro

3 el café, cucharas sin orden, inútiles cazuelas. Sin gobierno la estrategia de ambas, por la premura, por la desesperación, por resolver el asunto a costa mía, de ellas mismas. Yo prefiero lo abierto, lo maleable, lo inconcluso. La búsqueda continúa, obcecada. El piso es un cementerio de cacharros. Desperdigados ocupan la escena, protagonistas a su modo, hasta que Lidia exclama: — ¡Aquí está! Entre sus manos acuna la tetera. Siente su peso, examina la tapa, abarca con sus dedos el ininteligible grabado, el suspenso que deja en su boca abierta. La otra sujeta la tetera del asa. Desde lejos miro el descubrimiento, el asombro que comparto porque nunca habíamos llegado a este punto, porque siempre nos interrumpía algo: un ladrido, el ruido de la lluvia en la ventana, el oscuro vuelo de los pájaros. Revuelven un estante. Un cerillo a media combustión pero que devora y contagia la hornilla. A pesar de la distancia percibo la corona de humo, el temblor azul en los extremos. El galope del gas en las tuberías. El agrio siseo aísla las náuseas, como una risa en un cuarto vacío. La otra va al garrafón, llena un pocillo de peltre y lo lleva cerca de la hornilla. Lidia otea en el especiero, busca esencias, hojas de limón para el agua. No encuentra nada. Indecisa, se acerca a la hornilla, a la burbujeante superficie. El metal de la tetera pule la luz, fija la mirada de Lidia en una memoria, un tiempo. Imagino el resto: en el diminuto espejo un fragmento de su rostro, parte de la habitación, el esbozo de nosotros. Las paredes curvas por la redonda superficie, los objetos en distorsión, figuras ambiguas en una repisa, impregnadas de veneno. —Creo que lo estamos logrando, ya sé dónde está el truco, sólo hay que tener paciencia — dice Lidia. El fuego lame el vientre de la tetera. La otra más blanca, despabilada, también mira. Por el acercamiento menos luz en la tetera, una nube invadiendo el redondo camino del sol. Sin embargo se acentúan sus ojos, la parte superior de la nariz, las pestañas. Las dos, curiosos gatos, persisten. Lidia dice: —Creo que veo algo. Apenas puedo parpadear, mis ojos arden. El dolor asciende lentamente, como el agua en la tetera. Las figuras ganan nitidez. El cuadro completo se abre. Desvío, como último recurso, la mirada. Escucho la voz de Lidia, llena de maravilla: — ¿Así era en el sueño? Pero no busca mi respuesta, sólo se funde en un plano, en un volumen. Luego se concentra en un punto que la define, que le devuelve una imagen nítida, la entera perspectiva de sus tardes. Mantengo abierta la mirada. En la esquina la secreta espalda de Lidia, inalterable, con el peso de la conjura. No puedo percibir a la otra, apenas su hálito, su sedimento. Siento su amenaza, como si de pronto fuera a aparecer en el encuadre, a destiempo, y nos obligara a repetirlo todo: las palabras dichas, el acto de prender la luz, el pulso de Lidia en mi garganta. Imagino a la otra para salvarme, prevenir algo: la espalda contra la pared, embebida en mí, los pechos bebiendo la luz, el aire espeso. Asciende el agua en la tetera, en el límite la ebullición, un poco de vapor en la escena. Inmóvil Lidia, sólo el avance de su mano, casi imperceptible a la distancia, como el reflejo que se esconde en una vitrina. Entonces, con la cercanía, termina el dolor. El fuego se extingue y sólo queda humo, el desequilibrio en la habitación, el remanente de la imagen hasta otra espera

alejandro badillo Ciudad de México, 1977. Ha publicado la novela La mujer de los macacos (Libros Magenta Editorial) y los libros de cuentos: Ella sigue dormida (Fondo Editorial Tierra Adentro/Conaculta), Tolvaneras (Secretaría de Cultura de Puebla), Vidas volátiles (Universidad Autónoma de Puebla) y La herrumbre y las huellas (Ediciones de Educación y Cultura). Es colaborador habitual de la revista Crítica de la Universidad Autónoma de Puebla. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla (Foescap) y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Actualmente es coordinador del Taller de Creación Literaria de la Universidad Iberoamericana-Puebla y de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla.

la necedad de los padres

la habitación de humo

agustín fest

i basset hound, al que algunas veces tienen la amabilidad de llamar “Salchicha” a pesar de todas mis protestas, nació bajo el signo de la necedad. Esa necedad que fácilmente se confunde con estupidez. Es decir, no importa cuántos libros lea acerca de cómo entrenar al perro o cuantos episodios vea del encantador César Millán, si me equivoco una vez en el entrenamiento y las reacciones, probablemente me equivoco para siempre. El otro día, por ejemplo, un perro extraño se acercó sigilosamente para morder al mío. Normalmente hubiera anticipado el ataque, regularmente estoy a la expectativa de otros animales (no sólo canes, también topos, ratas, gatos, etcétera), pero en ese momento estaba en una difícil discusión acerca del «Teatro de la crueldad» con mi mujer, buscando mis propios argumentos necios. Entonces Nico, mi basset, empezó a lloriquear y el otro perro huyó disparado. Era de noche, no encontraba señales visibles de daño: alguna herida, una oreja mocha, un manchón de sangre… Sin embargo, no podía cerciorarme hasta que Nico dejara de gañir. Esto es muy importante, especialmente para razas necias (o que algunos llaman estúpidas, aunque ningún perro lo es), si uno corre a su auxilio al primer lloriqueo, se les enseña que así llaman la atención de los dueños. Piense en esos perros que pasean como desesperados halando la correa enseñándole al humano cómo debe ser el paseo, piense en cuántos dueños platican con su perro cuando ladra y lo acarician para premiar su conducta cuando debería ser precisamente lo contrario. ¿No le parece un espectáculo extraño? No podía arrodillarme para palpar a mi perro y buscar su bienestar hasta que dejara de llorar, porque eso obligaría una canallada en vez de una bondad, sería educar al perro que importa más en la jerarquía y sus berrinches son prioridad. También, en menor grado, con ello podría educarle el miedo a otros perros y plantar una semilla de agresión. Además del susto, abriría una herida a la jerarquía y una confusión que podría tardar meses, o años, en quitarse. Los perros son animales que tienen sus trucos, constantemente aprenden de la actitud de sus dueños. Algunos estudios han descubierto que son capaces de comprender un complejo lenguaje de señas y qué, a través de nuestras manos y nuestros gestos, intuyen al momento lo que deseamos, sin hablarles siquiera. Que nos hagan caso, es otra cosa. Cuando paró de llorar y se quedó quieta en su sitio, unos segundos después, pude buscar el alivio de ambos: Me arrodillé, palpé sus orejas, su cuello y su lomo. Me preocupo por ti, me preocupo por nosotros. La necedad de que el silencio y la tranquilidad de espíritu, después del golpe, merecen la recompensa de una caricia. Ojalá fuera así de fácil con los humanos. O quizás es así. ¿Cuántos padres de hogaño no recompensan la necedad de sus hijos llorones? Voy a llorar, un poco, para que me levanten, para que cambien el celular a uno más nuevo y para que me compren el mismo juego que a mis amigos porque, ¿cómo voy a jugar con ellos? (Antes rogábamos para que nos dejaran salir en el parque). Esto no se reduce a una vida infantil. Neceamos por una salida a comer, una salida al cine, unos zapatos o una camisa, o porque ha pasado tiempo desde el último encuentro lúbrico. ¿De qué sirve una resistencia estoica si no es para nuestra propia incomodidad?, algún día se le olvidará, algún día entrará en razón, algún día reconocerá las justas reglas del intercambio amoroso, metafísico y kármico. Dejamos pasar el tiempo para los necios y para el necio, quizás, el tiempo es todo lo que existe, cuenta los segundos, las horas y los transforma en ruegos, en anotaciones de un juego de poder, en una cuenta en papel de cuántas veces ha pedido la tranquilidad de su alma. Por fortuna, la lealtad del perro se confunde con la comodidad de tener un hogar para comer todos los días, sin falta, y en pertenecer a una jerarquía que le acomoda. Difícilmente abrirá la puerta, cogerá su sombrero y su abrigo, e irá a comprar los cigarrillos para no volver. Además el perro no habla, sólo sabe ladrar, hacer trucos y ofrecer el estómago para que le acaricien la panza. Un dato curioso: Ofrecen la panza porque así el perro revive la memoria de cuándo era cachorro, y su madre lo bañaba. Un perro más débil ofrecerá la panza a uno más fuerte (siempre y cuando sea perro, en el humano es un asunto más gatuno: de comodidad y cariño), regalándole el dominio y asegurando que acepta su lugar en la jerarquía. El humano es otra cosa (sobra decir que sus motivos para enseñar el estómago son infinitos, variados y regularmente jubilosos). Una persona con la cantidad correcta de paciencia, los años necesarios y una medición precisa en la sequedad de las respuestas, se irá… Sí, supuestamente se irá. Se dice que algunos neceamos porque es uno de los deportes más divertidos de la vida y el premio sale sobrando


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