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Laudelino Vázquez. El marqués de Miego

Laudelino Vázquez

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Foto: Grecia Blanc

El Marqués de Miego en su castillo

Si estuviera su amigo El Director, ese personaje curioso, que a los cincuenta años, aún vive con y de mamá, porque según él, ha nacido y vive como un artista, que lo mismo te pinta un cuadro genial en su mente que te dirige las mejores películas que imaginarse puedan, pero que, por supuesto, jamás se molestaría en intentar llevarlo a cabo porque eso queda para los mediocres, empezaría la escena con un trávelin circular de la habitación muy lento para poder apreciar los detalles. Una primera toma del enorme ventanal del salón, desde el que se disfrutan los campos verdes sin límite de la propiedad, en los que sus antepasados se divirtieron con su deporte preferido durante siglos. Es verdad que ya no hay ciervos, ni jabalíes, ni siquiera las codornices y perdices, cuya caza a partir de mediados de agosto suponían la distracción preferida de los Miego, plasmada en numerosos cuadros que se desparramaban por todo el palacio como recuerdo de un tiempo que ya no volverá, pero todavía se pueden vislumbrar sobre el terreno los restos de las plazas de ojeo, las sendas abiertas sobre la hierba a base de caminar y caminar siguiendo a los animales. Y el enorme castaño que marca el principio de la propiedad, separada del camino por un muro de más de cuatro metros que permite vivir en el centro de la ciudad y a la vez, en otro mundo. No solo en otro mundo físico, sino también temporal.

Siguiendo con el trávelin, pararía frente al espejo que preside el salón. Papá le decía que era del siglo XVII, cuando los espejos grandes solo se los podían permitir reyes o nobles especialmente ricos, y como todos y cada uno de los muebles que aún sobreviven, fue papá el que lo consiguió de la forma en que papá conseguía las cosas. No quiere pensar en nada que traiga a papá a la memoria, porque a pesar de los años, sigue odiando con ferocidad la memoria de un padre omnipresente, al que debe absolutamente todo lo que puede ser, pero también lo que es ahora mismo, apenas nada más que un nombre en una larga lista, plasmada en el árbol genealógico que ocupa casi una pared del salón.

Y eso no es poco. Nada menos que un verdadero y auté ntico Verdejo, el penúltimo de una historia brillante, llena de hombres valientes que lucharon por y para la corona y de damas que dedicaron su vida a hacer felices a los hombres que tuvieron la suerte de compartir la vida con ellas. Un Verdejo, se repite contemplándose en el espejo, satisfecho de la imagen que ve reflejada; un hombre de edad mediana, muy bien conservado en su opinión, un tipo de un metro setenta centímetros por más que en el lejano tiempo en que aún existía el servicio militar, el funcionario que lo midió se empeñara en que apenas sobrepasaba el metro sesenta. Un imbécil más que solo creía en lo que veía o en lo que le decía aquel trasto de medir. Como le ocurre demasiado a menudo con esa gente que no quiere aceptar la realidad.

—Soy el Marqués de Miego —se repite—, y este es mi castillo.

Deja que una sonrisa triste flote sobre el rostro que é l considera augústeo, noble, sereno, y se coloca de forma que la panoplia familiar, se refleje sobre su cabeza en el espejo como una corona. Un rey, un rey en su castillo, se repite, mientras una lágrima estúpida que contradice su imagen de noble hidalgo inquebrantable, pugna por invadir las mejillas recién rasuradas.

Necesita recorrer cada uno de los rincones del salón, cada mueble cargado de historia, aunque sea la de un padre depredador, poco menos que robando legalmente las propiedades de los desgraciados que caían en sus redes, cada trazo de pintura en los cuadros que reflejan las escenas de caza. Necesita volver a repetirse su propia historia una vez más. El hombre capaz de resistir los embates de una sociedad que camina hacia la nada, mientras él se aferra a su honor, a su hidalguía, a su mundo. Un hombre capaz de dar lecciones de cultura a cualquiera. De escribirle esas cartas a su amada, de replicar los poemas de Lope con esa gracia. Un hombre único, que había decidido permitirle entrar en su vida. —¿Qué no entendió esa mujer?

Vuelve a repetírselo otra vez, a repasar la historia hasta el mínimo detalle sin encontrar dónde puede estar el fallo; todo estuvo claro desde el principio, cuando le explicaba los méritos de las matronas que ocuparon el marquesado junto a sus maridos durante siglos. —Una dama debe entregarlo todo por amor —¿Qué no entendió esa mujer?

Las luces van cayendo sobre el parque al que da la ventana del salón, y a medida que las farolas empiezan a iluminarse, la bonita ficción del castillo comienza a diluirse en una realidad gris: bien, solo es un parque público y no el territorio de caza de su familia, pero sigue siendo un Verdejo. Es verdad que, si mira el reverso del espejo descascarillado, encontrará un desagradable «made in China» impreso en una pequeña placa, pero la imagen que devuelve sigue siendo la de un hombre interesante. En un salón de veinte metros cuadrados, pero interesante. Un tipo capaz de recitar la lista de los reyes godos, al que esa mujer no quiso aceptar como rey.

Esa mujer que ha tenido la osadía de elegir. De decidir por sí misma. Y que le ha dicho con toda la amabilidad del mundo que no aspira a gobernar un castillo. Una mujer, maldita sea, que ahora que las luces no permiten construir un mundo a su gusto y a su imagen, prefiere decidir por sí misma qué quiere hacer con su vida. Y eso es lo que el Marqués de Miego, no puede consentir. No aquí, en su palacio.

Una voz lejana, que pugna por salir de alguna parte, parece querer gritarle que el castillo no existe, pero con un gesto rápido, aparta el molesto sonido de su cabeza, vuelve a mirarse en el espejo y sonríe. —El marquesado de Miego, lo fundó un Verdejo allá por el mil…

A esta voz, sí que le permite que siga hablándole, que le cuente esa realidad tan hermosa en la que él reina en su castillo

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