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Francisco Trinidad. Zafarrancho en el despacho
Francisco Trinidad
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Zafarrancho en el despacho
Mi mujer se pone muchas veces imposible, con exigencias domésticas, del todo lógicas, por otra parte, pero que a mí me incomodan. Como todo lo que rompe mi rutina, que me produce una suerte de desequilibrio áspero y compacto, casi vértigo. Pero cuando se pone realmente pesada, insistiendo un día y otro sobre el mismo tema, no me queda más remedio que plegarme a sus pretensiones si no quiero que sus llamadas de atención se conviertan en gritos y sus gritos en lágrimas o sollozos acompañados de reproches que anuncian otras tormentas.
Tal me ocurrió la semana pasada. Después de cuatro o cinco días diciéndome que tenía que ordenar el despacho, que es una vergü enza que lo tengas así, que no cabe un papelote más, que el polvo lo cubre todo, que…, el martes pasado me levanté decidido y entré a saco en el despacho, dispuesto a dejarme la piel en el empeño si hacía falta y dejar mi lugar de trabajo cotidiano como los chorros del oro, que es una expresión a la que mi mujer se agarra cuando me recrimina mi dejadez.
Empecé por la gran estantería en que se acumulan los últimos libros que me van llegando y donde tengo, además, una serie de manuales que hasta ahora me resultaban imprescindibles para algunas consultas y cotejos puntuales de datos: diccionarios, historias de la literatura o de España y otra serie de manuales que últimamente, con el auxilio de internet, cada vez utilizo menos, si es que alguna vez los manejo, más que nada por costumbre. Llené una caja con libros que seguramente no usaré más; y luego otra, siguiendo el mismo criterio; y finalmente otra más. Y aquello pareció abrir una espita, una especie de furor que me llevó de estantería en estantería en lo que más que una limpieza fue una poda. Llené varias cajas con libros y con carpetas de documentos que tampoco usaré más.
Cuando vi aquellas cajas apiladas y los estantes desnudos, sentí una especie de vértigo. Aquello era una ruptura con un pasado lejano en el que todo eran proyectos y la entrada en un mundo que cada vez se cerraba más sobre sí mismo. Alguna vez leí que ser viejo es vivir más de recuerdos que de proyectos. Así que me sentí viejo. Aquellas cajas resumían mi renuncia a proyectos que ya no se materializarán y aquellos anaqueles vacíos me ponían frente al espejo de mis propias contradicciones: toda la vida viviendo de, por y para los libros y ahora les hacía pasto de traperos. Menos mal que mi biblioteca, la que reúne los libros de los que jamás me desharé, sigue viva en la habitación de al lado acumulando polvo y recuerdos por igual. Algún día también tendré que limpiarla a fondo, aunque no pienso retirar ninguno de sus volúmenes.
Claro que eso será cuando ya no aguante más la insistencia de mi mujer, que se asomó al despacho a media tarde y, cuando vio la purga tan drástica a la que lo había
Cuando dejó de llover, mis manos estaban debajo de su blusa, torpes y atrevidas, y sus labios pespunteaban el lóbulo de mi oreja. Oímos que alguien hablaba cerca de nosotros y nos separamos bruscamente. En aquel momento, arruinada definitivamente la fiesta y con las primeras luces del atardecer sombreando el prado de la romería, comenzamos a andar hacia casa. En algún momento del camino nos cogimos de la mano y antes de separarnos quedamos citados para el sábado siguiente.
sometido, me preguntó si no me arrepentiría más adelante. “No voy a tener tiempo”, pensé, pero ante ella opté por encogerme de hombros. E chi lo sa, susurré, abrumado y nostálgico por partes iguales.
Al día siguiente, sin embargo, me levanté animoso. Como primera medida, saqué las cajas al pasillo y luego limpié a fondo las estanterías, coloqué holgadamente todos los libros con que me había quedado, dispuse en buen orden las carpetas que había decidido conservar y coloqué algunas piezas de cerámica y algunas placas de reconocimientos varios dándole aire y color a la estantería.
Después me senté en esta mesa de trabajo y comencé a sacar, limpiar y volver a colocar todo lo que contienen sus seis cajones, desde bolígrafos y plumas estilográficas hasta discos duros externos, llaves de memoria y otros útiles de escritorio. Lógicamente, me deshice de una serie de objetos que me habían llegado en distintos momentos y que había ido metiendo en los cajones por no tirarlos directamente. Allí había teléfonos móviles antiguos, con sus respectivos cargadores; cables de distintas procedencias sin uso definido; ratones de ordenador abandonados a su suerte, seguramente obsoletos; y otras antiguallas guardadas sin sentido —como un cuerno de caza o una máquina para liar cigarrillos— y que fueron directamente a una caja de cartón con destino a la basura.
En el último de los cajones encontré un sobre con tres viejas fotografías, de color ya desvaído, y un recorte de periódico. Una de las fotos mostraba el rostro de una joven, como de quince o dieciséis años, de media melena y ojos muy abiertos; a pesar del paso del tiempo y de la pérdida de color se apreciaban perfectamente sus facciones y aquella sonrisa que iluminaba la fotografía. En el reverso, escrito con letra insegura: “Con todo mi cariño” y una firma, Elena, envuelta en una rúbrica ovalada. En las otras dos fotos aparecíamos la chica y yo, apoyados en una valla rústica y con una inconfundible escena de romería detrás de nosotros.
Cuando vi esas dos fotos una primera lágrima recorrió mi mejilla. No sé cuántos años hacía que no las contemplaba, aunque recuerdo perfectamente el día que conocí a Elena, una tarde de verano en una romería. Ella iba con unas amigas de su misma edad; yo, solo, a la espera de que llegaran mis amigos. Me llamaron la atención sus ojos o su sonrisa o todo junto, qué sé yo, y siguiendo un impulso inexplicable me acerqué a ella y comencé a hablarle. Ella aceptó mi charla, sorprendida, pero cómplice, y participó de manera decidida, dejando sonar los cascabeles de su risa. Cuando nos dimos cuenta, nos habíamos alejado de sus amigas —“Ya las encontraré”, me dijo, encogiéndose de hombros, cuando se lo hice notar— y seguimos charlando, contándonos nonadas de adolescentes, pienso ahora, aunque entonces lógicamente mi visión fuera muy distinta. Pasamos juntos un par de horas, acaso algo más, mientras recorríamos el espacio de la verbena, los carruseles en que los niños se divertían encandilando a sus padres y abuelos, y acabamos en el baile donde, a ritmo de un viejo bolero carraspeado por un vocalista con mejor voluntad que ritmo, unimos nuestros pechos mientras arrastrábamos los pies. Luego atacamos un vals y un corrido, un pasodoble, una cumbia, acaso un tango, figuras de baile, en fin, que servían para el abrazo mientras nos susurrábamos niñerías al oído.
El tiempo pasó al ritmo de un suspiro y, sin darnos cuenta, comenzó la noche a asomar su rostro de ceniza. Sin saber cómo, casi por ensalmo, aparecieron las amigas de Elena y se la llevaron en volandas. Antes nos dieron tiempo para una breve despedida —nuestras manos unidas por la ansiedad— y para citarnos, de nuevo el sábado siguiente, en la romería de San Roque, aquí al lado.
Así pasamos las tres o cuatro semanas siguientes, de romería en romería, de risa en risa. Hasta que, allá a mediados de septiembre, fuimos un domingo a la que llamaban Romería de los Piescos. Había estado todo el día nublado y a media tarde comenzó a lloviznar y finalmente a llover a cántaros. Tuvimos suerte y pudimos refugiarnos bajo el alero de una cuadra cercana, medio tapados por las hojas de un
Foto ( retocada para envejecer) : Anna
castaño. Allí estuvimos en silencio unos primeros minutos, refugiados de aquella lluvia que caía con fuerza; luego comenzamos a hablar, de todo y de nada, hasta que nuestras manos tropezaron al azar y nuestros labios inexpertos se juntaron en aquel primer beso que nos abrió las puertas del olimpo. Cuando dejó de llover, mis manos estaban debajo de su blusa, torpes y atrevidas, y sus labios pespunteaban el lóbulo de mi oreja. Oímos que alguien hablaba cerca de nosotros y nos separamos bruscamente. En aquel momento, arruinada definitivamente la fiesta y con las primeras luces del atardecer sombreando el prado de la romería, comenzamos a andar hacia casa. En algún momento del camino nos cogimos de la mano y antes de separarnos quedamos citados para el sábado siguiente.
Pero aquel sábado no apareció. Inútilmente esperé a la puerta de la cafetería que habíamos convenido. Inútilmente miré una y mil veces mi reloj para ir comprobando, según pasaba el tiempo, que Elena no llegaba. Cuando entendí que no vendría me acerqué hasta su casa, por si acaso le hubiera pasado algo y pudiera enterarme, pero en aquel cuarto piso en que vivían parecía no haber nadie: las persianas estaban bajadas y no se apreciaba ninguna luz en su interior. Pasé la noche inquieto y desperté varias veces, triste y con la fiebre propia del desconsuelo, hasta que al día siguiente, a primera hora, llegó a casa mi amigo Alfredo para comentarme lo sucedido: Elena se había suicidado la mañana anterior arrojándose por la ventana. Nadie sabía por qué.
Dos semanas más tarde, cuando ya mis lágrimas habían dejado de fluir a todas horas y se reservaban solo ciertos momentos del día, apareció por mi casa el fotógrafo ambulante que nos había hecho aquella foto en la romería. Pagué las dos copias, sabiendo que una de ellas nunca llegaría a su destinataria, y las metí en un sobre junto con una foto de Elena que me había dado una de aquellas tardes y con un recorte de prensa en la que se daba la noticia del que calificaban como “trágico suceso”. Alguna vez, a lo largo de estos cuarenta años, ha surgido el sobre, siempre en alguna mudanza o alguna limpieza, y he mirado estas fotografías, con la misma añoranza, el mismo desconsuelo, sin saber qué había pasado y preguntándome por qué el destino me había jugado tan mala pasada.
Cuando ya había metido el sobre de nuevo en el fondo del cajón, entró mi mujer, cada vez más asombrada de la limpieza que estaba llevando a cabo, y reparó en las lágrimas que yo trataba de ocultar. —¿Qué te pasa? —preguntó solícita. —Nada especial, recuerdos…
Y no fui capaz de agregar lo que realmente pensaba: el recuerdo más triste de mi vida.