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Alfonso Camín. Las ideas de Juan de Pin

Alfonso Camín

ALFONSO CAMÍN

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Nació en Gijón en 1905. Tras haber trabajado en una cantera, se traslada a Cuba, donde se inicia en el periodismo, siendo redactor de los periódicos La Noche, y del Diario de la Marina y llegando a dirigir la revista Apolo. En 1914 regresa a España como periodista del Diario de la Marina para cubrir la Primera Guerra Mundial.

Se estableció en Madrid, donde habitó hasta 1936 y es en la capital española donde conoce a la que será su esposa Rosario Armesto. Fue director de la revista Norte desde 1929 hasta su fallecimiento. Al estallar la guerra civil vuelve a emigrar trasladándose primero a Cuba y luego a México. Regresa el 25 de septiembre de 1967 a Gijón donde falleció. Está enterrado en el cementerio de San Félix, en Porceyo.

Es considerado el Poeta Nacional de Asturias, pero sobre todo, su gran aporte a la literatura mundial fue abrir el camino, siendo pionero de la poesía afroantillana. Sus poemas desde inicios de los años 1920, influyeron en muchos de los poetas que siguieron ese rumbo, Girao, Carpentier y Guillén, entre otros. En 1981 fue nombrado «Hijo Predilecto y Poeta de Asturias».

Extractado de https://www.cancioneros.com/ at/1721/0/biografia-de-alfonso-camin

Las ideas de Juan de Pin

Juan de Pin calose la boina. Pasaba el príncipe de Asturias entre grandes fanfarrias marciales. La calle estaba llena de banderas. De penachos en forma de torrentes de plumas. De sables al sol. De botas charoladas y de herraduras de plata. —Juan de Pin, quítate la boina. —Yo soy republicano, rediós. Y más liberal que Riego. —Pero, hombre. ¿Qué tiene que ver que seas republicano o liberal para que te quites la boina? ¿No oyes la Marcha real? —Que toquen el Himno de Riego.

Juan de Pin guardó silencio con la boina calada. Envolvió un cigarrillo de mal tabaco. Pegó el papel con saliva. Sacole chispa a la piedra a golpes de pedernal. Guardó el mechero. Y se acogió a una de sus razones. —Además, Riego era asturiano. La Marcha real es austriaca.

Esto último lo había oído decir Juan de Pin a un librepensador de Langreo.

Fracasé. Juan de Pin no me hizo caso. Siguió con la boina calada hasta los ojos. Ni quiso ver la cara del hijo del rey. Para no oír la Marcha real, que atronaba los aires asturianos, volvió a taparse las orejas con el pañolón de batista lleno de cuadros escandalosos. —Presénteme a don Melquíades —me dijo Juan de Pin después de que pasó el príncipe. —Bueno, hombre, bueno.

Llegada la ocasión, le presenté a Melquíades y a Pedregal en la calle Corrida.

Juan de Pin les dijo que él era más liberal que Riego; más republicano que Salmerón y más reformista que don Melquíades. Que por don Melquíades había andado a palos con todos los «retrógrados» de Serín; que en Veriña consintió en no vender más pan de la su tahona a los monárquicos; y que consentía en tener una vaca tueria por no querer emparentarla con un toro que uno de sus vecinos tenía a medias con el conde de Revillagigedo.

Pasó el verano. Yo me interné en la corte con los primeros vientos de octubre. Mi escarcela no me daba licencia para esperar a comer las castañas en los magüestos familiares. Unos meses después, Juan de Pin se plantó en Madrid. Sin echar carta por delante. Sin pedirle permiso a los coraceros del rey. Sin fijarse siquiera, al pasar por la Puerta del Sol, en el ojo de buey que finge el reloj de Gobernación. Rinchábanle a Juan de Pin las botas nuevas, color de avellana. Su traje, de un verde claro, recordaba a los

El general Riego

prados en la otoñada y a los castaños al cubrirse de hojas. Hasta me creí que Juan de Pin olía a fronda nueva.

En un dos por tres, sin abandonar el rabil de acero con el que medía la mesa del café como si fueran las costillas de un prójimo, me dijo sus intenciones. Contó su historia. Los «retrógados» le habían hecho cerrar la tahona del Llano de Abajo. En consecuencia, había vendido hasta la xarré , en la que su pobre mujer luchaba a diario en la repartición de pan, mientras él pasaba las horas en el chigre bebiendo sidra, pellizcando las carnes duras de las taberneras. Claro que esto no me lo contó Juan de Pin.

Ahora, Juan de Pin dejaba diez hijos y la mujer encinta. Se iba para América, a los cincuenta años, a probar fortuna. En tal guisa venía a que yo le diera unas cartas para La Habana. Juan de Pin, no obstante estos reveses, seguía siendo más republicano que Salmerón y más liberal que Riego.

Un día me acompañó a la Sociedad General del Publicaciones. Juan de Pin no creía que yo «sacara dinero de los papeles». Y a veces no le faltaba razón. Para cerciorarse —no pude desprenderme de él— subió conmigo a un tranvía frente a Palacio. No sé si era el santo o el cumpleaños de la infanta Isabel. Lo cierto fue que apenas se podía andar a un lado y otro de la calle de Bailén. El tranvía avanzaba a paso de entierro. Las cabezas se descubrían. Los sombreros temblaban en lo alto del brazo. El rey y la reina pasaban en automóvil. Iban a saludar a la infanta. La gente se aglomeraba en medio de la calle. En las aceras. Detrás del tranvía marchaban los reyes.

Fernando VII pintado por Goya

Iba yo en la plataforma oyendo las cosas de Juan de Pin. Dando grandes chupadas a una mala tagarnina española. No ardía ni a cien tirones. Se hubiera salvado tranquilamente de las iras de Nerón en el incendio de Roma.

El rey ya estaba a unos pasos de nosotros. Quitándose y poniéndose el sombrero. Repartiendo saludos como quien reparte avellanas. De izquierda a derecha. De derecha a izquierda. La popularidad es terrible. Requiere de gran ejercicio de brazo. En la cara, una gran colección de sonrisas. El rey llevaba cruzada una pierna sobre otra. Unas piernas largas, como dos pértigas. Y el cigarrillo humeante en la mano, mintiendo sortijas azules. La cara de la reina, blanca y matinal, recordaba la flor del cerezo. —Juan de Pin, quítate la gorra. Pasa el rey. —Yo soy republicano, rediós.

Y siguió con la gorra puesta.

El automóvil del rey ya estaba casi enfrente de nosotros. Como íbamos de pie, en la plataforma, si el rey se dignara darnos la mano, nos hubiéramos tenido que inclinar yo y Juan de Pin. —Juan de Pin, quítate la gorra. Te mira el rey.

Nota del Editor

Rafael del Riego y Flórez (1784-1823), conocido como General Riego, fue un militar y político liberal español que el 1 de enero de 1820 se alzó en Andalucía con el objetivo de derrocar el régimen absolutista de Fernando VII y restablecer la Constitución de 1812 que fue firmada a regañadientes por el rey. Se inició así el llamado Trienio Liberal (1820-1823) que, junto con la Segunda República (1931-1939), adoptó el Himno de Riego como himno nacional español frente a la Marcha Real vigente desde que Carlos III la declarara “Marcha de Honor” el 3 de septiembre de 1770.

♠Sidra y música de la tierra. Una estampa de España desvaída. Allí estaba Juan de Pin. Orondo y jovial. Dándole sidra al gaitero para que no cesara de hinchar el fuelle. Para que de vez en cuando entonara La soberana, acompañado por Juan de Pin, que no quitaba la oreja del puntero, del fuelle y hasta del roncón de la gaita.

—Sí, pero yo no lu miro a él.

Juan de Pin seguía de frente a mí. De espaldas al rey. Pero, de pronto, la curiosidad hizo que Juan de Pin mirara con el rabillo del ojo. Con tan mala suerte que; al mismo tiempo, la casualidad hizo que don Alfonso alargara su sombrero a medio metro de las narices de Juan de Pin. Hasta la gente creyó que el rey saludaba a mi hombre. Todos los ojos se fijaron en Juan de Pin. Asombrados de aquella distinción del monarca.

Juan de Pin se quitó la gorra. Rápidamente. Atropellado y torpe, con las dos manos. Su cara de asturiano saludable se tiñó de carmín, como una manzana. El automóvil del rey partió rápido, dejando atrás al tranvía, lento y cojitranco. Media hora después, cuando nadie se acordaba del rey, Juan de Pin aún seguía con la gorra entre los puños. Sin saber qué hacer con ella. Parecía que llevaba un nido en la mano. Y que se le habían roto los huevos al tropezar en el camino.

Le di las cartas de Juan de Pin. Y Juan de Pin, más liberal que Riego, partió para La Coruña. Tomó un barco y llegó a La Habana.

Dos años despué s llegué yo. En la Quinta del Obispo se celebraba una fiesta española. Cada mata de mangos mentía un árbol de Navidad, lleno de farolillos de verbena y de cintas multicolores. Alegría desbordante. Entusiasmo del desterrado, hecho a fuerza de hiel y de recuerdos, de nostalgias patrias y familiares. Cantos regionales. Banderitas rojo y gualda tremolando en la fronda del trópico. Sollozos de la gaita. Dolor ronco del tamboril. Mozas falsificadas luciendo trajes de la región. El pañolón asturiano. El rojo de geranio del faldellín gallego. La gracia nevada de la mantilla. Pero vacía la celda donde estaban condenados unos ojos ladrones. El mantón andaluz retando al sol como otra red de llamas. Pero sin el clavel de sangre de las fiestas de toros. Sin el ritmo, violento y cálido, de aquel cuerpo de guitarra, que iba matando piropos a taconazos de amor.

Sidra y música de la tierra. Una estampa de España desvaída. Allí estaba Juan de Pin. Orondo y jovial. Dándole sidra al gaitero para que no cesara de hinchar el fuelle. Para que de vez en cuando entonara La soberana, acompañado por Juan de Pin, que no quitaba la oreja del puntero, del fuelle y hasta del roncón de la gaita.

No pensaba echar raíces en Cuba. Ya tenía once hijos. La mujer no estaba encinta. Y é l pensaba ponerla. Panadero por vocación, artista en el oficio, para é l la mujer era un horno más de la tahona. Y horno que no cuece pan no es un horno. Es una ruina.

En estas consideraciones se deslizaba la fiesta. Las risas de las mujeres. Las canciones del terruño. De pronto se oyeron los acordes de la Marcha real. El primero en descubrirse fue Juan de Pin. Tal emoción sentía, que yo escuchaba crujirle el pajilla entre las manos.

Alguien pronunció un discurso. Al final, los aplausos estremecieron las copudas matas de mangos. Se agitaron corazones y banderas. —¡Viva España! ¡Viva el rey! —¡Viva el rey! ¡Viva España!

Juan de Pin había sido de los primeros en gritar: ¡Viva España! Y acabó gritando ¡viva el rey! —¿En qué quedamos, Juan de Pin? ¿Y tus ideas liberales? —¡Qué concho sé yo! En la patria, España y rey son dos cosas distintas. Pero fuera de España, yo no sé qué pasa. Se enredan como las cerezas en el ramo. Va uno a comer unas y come otras. O se las come todas juntas con hoja y todo.

Se le escaparon dos lagrimones a Juan de Pin. Luego vació media botella de sidra en dos copas. Y puso una en mis manos. —Bueno, Juan de Pin, ¿y el Himno de Riego?

Gravemente volvió a llenarme la copa de sidra. —Es la sangre de la tierra —sentenció Juan de Pin.

Y no gritó otra vez viva el rey, porque le miré cara a cara.

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