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Laudelino Vázquez. Cuando ocurren las cosas
Laudelino Vázquez
Cuando ocurren las cosas
Entraban y salían desde el rincón oscuro, apretujado contra las dos esquinas del infinito salón barroco donde se amontonaban, no los recuerdos de una vida, sino los de una estirpe, que generación tras generación, acumuló avariciosa las más curiosas pertenencias. En el dédalo de callejuelas que los objetos habían formado con su geografía propia, se apilaban descuidadas contra el tope de las paredes las mil y una reliquias ya irreconocibles sobre las que construyeron su medianía —grandes, lo que se dice grandes nunca llegaron a serlo a pesar de las ínfulas—, los Mediasombra Palmilla. —Y el caso es que el niño nos iba normal, pero normal, normal.
La voz de la señora Aulia Palmilla se resquebraja de emoción mientras señala el lugar en el que podríamos entrever al Niño en lo que fue su reino. Don Grimorio, marido antañón, rey del braguetazo, y orgullo de la casta de los advenedizos, anda ahora abandonado en plena edad tardía porque ya no puede rendir con la eficacia que lo hiciera en los años mozos, y ha devenido en vagabundo dentro de una casa que él aún considera propia. Quiere hacerse notar y explicar que él también sabe, pero un gesto de la que fuera su mujer basta para ahogar la primera sílaba, convirtiéndola en lastimoso quejido.
Todos simulan no haberse enterado del desaire, y muy especialmente Gúndulo, el nuevo señor de la casa, tan parecido a don Grimorio con 25 años menos, que casi da miedo, y que, viéndose como en un espejo de tiempo cada vez que se cruza con el primer marido, procura no ganarse enemigos, no vaya a ser que el dinero y las ansias carnales de la señora den para un nuevo gañán al andar de los años y se vea abandonado en el Laberinto como su antecesor. Así que dirigiéndose a mí, y fingiendo que la intentona y su interrupción no existieron, le pide a doña que lo explique. —Que tú lo cuentas mejor que ninguno de nosotros, querida.
Los diminutos diamantes negros que brillan en las zonas oscuras del salón se multiplican de repente, como si todos los moradores de la casa se pusieran de acuerdo para asistir a una representación, ya conocida, pero que despierta la misma emoción cada vez que se lleva a escena. —Y no sé.
Un coro de voces surgidas de todos los rincones del salón, entre las que no falta, tímida, pero inconfundible la de don Grimorio, reclaman a la señora para que me cuente la historia. —Que en su boca es gloria divina, tocinillo de cielo, doña Aulia.
La señora se vuelve hacia mí, tan alto y desgarbado, vestido con demasiada elegancia para ser criado, y con demasiada poca para ser íntimo de la familia, y me agradece la frase con una leve inclinación de cabeza. —Pues ahí donde lo ve.
Un hondo suspiro de satisfacción surge de todos los pechos presentes y alguien, de quien yo ni siquiera sospechaba su existencia, atempera las luces con mano precisa, experta, aminorando el brillante blanco amarillento de la lámpara hasta alcanzar un suave tono melocotón. —Usted perdone la mala entonación —me dice sin hacer caso de las protestas espontáneas—. Empiezo de nuevo: Pues ahí donde lo ve, el niño tiene 42 años. Cua-ren-ta-y-dos. Y nos salió de lo más normal, hasta que le entró la manía de leer.
Un largo silencio, perfectamente pautado, siguió al introito. —No se extrañe —me dijo entonces la señora ante mi cara de pasmo—. los Mediasombra Palmilla llevamos en nuestro escudo la tea con que nuestro antepasado Joseph María alcanzó notoriedad en la quema de libros de la Plaza del Régulo Rómulo en el año de mil y quinientos treinta, que le valió título de gentilhombre, escudo familiar y las tierras del felón Isael, cuando le descubrieron antepasados judíos, y que no sólo no participaba en la quema de libros, si no que escondía dos volúmenes del Índice en su casa. Lógico pues, que ni a un solo Mediasombra Palmilla se le haya ocurrido leer un libro hasta lo del Niño.
Gúndulo apareció con un vaso de agua que ofreció a la señora adornándose con una sonrisa infinita y una ligera inclinación de respeto. —Sí —continuó de inmediato—, el niño lee. Usted lo ha visto. Y nos ha traído insomnios y miedos que ni sospechábamos: Mi pobre Grimorio, por ejemplo, rebajado de alazán a Rocinante, por más que él mismo quiera encubrirlo con la excusa de la edad. —Terrible, señora. —Es negro, señor Otro, el Futuro, así en mayúsculas. Si las crecientes amenazas que surgen de los rincones donde se ha leído se concretan, más aún si las cosas que el niño lee llegaran a saberse o a oírse ¿cómo la interpretaría, por ejemplo, la criadas Sofla y su familia, siempre sonriendo y acatando porque el mundo el así? —Su brandy, señor Otro —interrumpió Soflita, siguiendo las instrucciones de la madre, que a su vez las siguió de la suya y así hasta la noche de los tiempos en las sagas de criadas hogareñas sonrientes y acatadoras.
Pero no sirvió de interrupción pues doña Aulia, había cogido ritmo de crucero. —Y lo peor, es que anda anunciando la buena nueva y dice que hay una cosa que se llama futuro. Que esta esquina varada en medio del mundo, quieta y garantía de lo que es y debe ser, tampoco va a durar siempre. Y claro, perder el control por un niño que lee, que además es mi hijo.... —Es difícil señora, difícil... —Este es el rincón de los Mediasombra Palmilla. Nuestro mundo. El Mundo. Y así ha de seguir. Por eso lo hice ¿Y cómo lo hizo?
Sonreía mientras le llegaba el recuerdo mismo.
—Hoy debes leernos los salmos todos, al modo peripatético —le dije al zagal—. Quiero oír tus mejores declamaciones esta noche. Y así lo hizo, no sin faltarle la presión de la cachaba de Gúndulo clavada en sus costillas para impedir movimientos de retroceso. Casi sin darse cuenta El Niño acabó al aire libre. Afuera. Ese lugar extraño, sin diamantes negros ni fauna de interior propia y segura. Y allí se le oyó algunos días, con una flauta y acompañado del perro bizco del vecino, pero un día Soflita vino a darme la buena mala nueva: No se oía nada de nada del que lee. —Dolor sobre dolor para una madre abnegada, Aulita, me dijo mi Grimorio , que aún no sospechaba su participación para ordenar eso que llamamos futuro: El sacrificio lo elogia el Señor y lo agradece, Grimo —le respondí, invitándolo a salir en busca del Niño—: salió tembloroso por entre las enredaderas, avanzó unos metros y se dispuso obedecer mi mandato, pero le faltó valor. También Gúndulo tuvo que empujarlo, a mosquete cargado. Y luego, cuando hubo avanzado unos metros, alzó la cabeza y miró al Palacio, y se dio cuenta de que no estaba allí y que no había nada para él en el futuro. Anduvo (poco), dio vueltas, buscó... Y por fin agotado, entendió que tampoco él volvería al paraíso. Sofla, que lo encontró tirado en un banco esperando el momento verdadero, dice que le dijo, que ahora entendía que había vivido en el Paraíso.
Unos pasos detrás o arriba o al fondo, sentí que alguno se removía por entre los diamantes negros, y el mundo volvía a su lógica natural. —¿Puedo ser el nuevo Grimorio, doña Aulia? ¿Quedarme a respirar los diamantes negros? ¿Puedo ahora que el Niño se ha ido? —pregunté–. —Puedes si no caes en el nefando pecado de leer, ni creer en el futuro —Ni por asomo. Todo es así, aquí, y como debe ser y estar. —Pues encuentra la habitación de Grimo y quédatela. Es tuya.
Corro con paso apresurado evitando la figura de Gúndulo, y pienso en el Niño y don Grimorio, ahí afuera en la noche. Cuando entré en la casa la temperatura era de 12 grados bajo cero. Sin más techo que el banco, y más calor que el del perro bizco, el Niño ya hace días que dejó de leer (por decirlo de alguna manera), y don Grimorio, si ha sobrevivido, seguramente le acompañará esta noche para siempre, pero con suerte, a lo mejor hasta entiende qué es el futuro, aunque le haya salido tan breve. Y ocurrirá mientras yo, calentito y feliz, duermo. Que es cuando ocurren las cosas.