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Pilar Solís. Una ventana indiscreta
Pilar Solís
Una ventana indiscreta
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Las aceras comenzaron a llenarse de lágrimas. La superstición se hizo tan fuerte como para evitar el contacto con tal sentimiento líquido, y se cerró la ventana.
Era la hora de ese baile infinito de grises sombras presurosas, las que huían de un inevitable destino pasado por agua. El plomo que envolvía cada brizna de aire se difuminaba en esa niebla insípida que ahogaba los pulmones. En la lejanía, una tos.
Un coche de ruido cansado desangró el asfalto encharcado y humedeció el graznido contrariado de un fantasma bien vestido. No quedan sueños, sólo presentes pasados por agua. Las manos en los bolsillos, en ellos un pañuelo, en él un corazón. Quizás un latido. No, ya no. Esa blancura ya no retiene aquel particular aroma. R.I.P entre la lluvia.
Cuatro piernas femeninas con cabezas de prensa empapada crearon ecos metálicos y algún traspiés presuroso. Ese ahora que quedará desteñido sobre cabelleras asfixiadas en tintes, en las que no se distinguirá el color de un futuro. Demasiados años de obediencia, de caretas basadas en el agrado del prójimo. No queda tiempo. No quedan mariposas. Sólo se espera a los gusanos.
En la distancia, empapado, un lince escrutando al que todo esto percibe. Envuelto en su sequía, en su silencio, se congela la imagen en la retina gris del cazador cazado. El acomodado espectador del film, el supersticioso, el que cierra la ventana, ahora echa las cortinas.