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Francisco Trinidad. Mi abuela Margarita en su galería
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Mi abuela Margarita en su galería
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Mi abuela Margarita salía todas las tardes a la galería acristalada del piso de arriba de nuestra casa en Asturias. Desde allí se veían varios farallones de una montaña cercana, de un granito que a veces brillaba y de un verde que parecía deslumbrar, sobre todo cuando lo iluminaba el sol después de aquella lluvia que en la zona llaman “orbayu” y que no es otra cosa que una lluvia fina que cala hasta los huesos en cuanto te descuidas. Desde aquella galería se veía también un hórreo —o una panera, que no sé en qué se distinguen— y sobre todo a los vecinos pasar, unos de paseo, otros al cuidado de sus animales y los más enfrascados en sus propios pensamientos. Supongo que eso era lo que llevaba a mi abuela a aquella galería donde pasaba varias horas por la tarde, hasta que el sol se perdía tras el pico más alto de aquella amigable montaña, tan lejana y sin embargo tan aparentemente cercana.
Aparte de contemplar a los vecinos, mi abuela leía gruesos libros en inglés que yo no conocía ni entonces me importaban, pero además dormitaba plácidamente y, cuando yo llegaba correteando, me llamaba y me contaba historias increíbles. Una vez me enseñó una flor que estaba, ya reseca y como adormilada, entre las páginas de un libro. “La flor más bella del mundo”, me dijo, aunque a mí no me pareció muy allá, era una flor normal y corriente y un poco arrugada. Pero entonces mi abuela me cantó a media voz una canción que hablaba de una flor escondida en un libro y me contó la historia de amor de una mulata y un joven español, allá en La Habana —“Cuando seas mayor tienes que ir”, me decía—, un sitio en el que al parecer ocurrían cosas muy emocionantes. O eso quise entender. “Toma —me dijo aquel día—, te regalo este libro, con la flor dentro. Cuando seas mayor y aprendas inglés, ya lo leerás. Sé que te va a gustar”.
El libro se titulaba, creo recordar, “The Wild Palms”. Se me quedó grabado no sé por qué. Por ahí lo tengo en alguna estantería, sin leer, como todo lo que atañe a mi abuela, quizás para no romper la magia del recuerdo, para no empañar ese cristal por el que la miro y a cuyo través se ve el mundo de otra manera.
Otra tarde me contó un cuento de un pájaro llamado “Cantarín”, que cantaba muy bien y que, oh casualidad, vivía en nuestra misma calle, frecuentaba nuestros mismos sitios y, aunque vivía en un árbol del bosque cercano, estaba siempre presente en nuestras vidas. En los días siguientes, me contó más historias de aquel pájaro, “Cantarín”, que acabé adoptando como mi amigo invisible. Los pájaros vuelan, van y vienen, suben y bajan, pero, según decía mi abuela, aunque viven nuestra misma vida, tienen un aire de libertad que nosotros jamás alcanzaremos.
Eso sí, a partir de aquel día todos los pájaros que se asomaban a la galería eran para mí el mismo “Cantarín”, en cuerpo y pluma, una mirada mágica al mundo a la que, he de reconocerlo, todavía no he renunciado.
Uno de aquellos días, a la hora del almuerzo, mi madre y mi abuela comentaron que por la tarde iba a venir una estudiante americana que estaba haciendo no sé qué y quería hablar con la abuela. La cosa no iba conmigo, al parecer, así que ni pregunté ni dije nada. Pero por la tarde, cuando me acerqué a la galería, mi abuela estaba acompañada por una chica de rasgos orientales que llevaba un magnetófono. Cuando mi abuela me vio asomarme, me llamó. “Mira —le dijo a la chica que la acompañaba—, este es mi nieto Ernesto, un chico
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muy listo que algún día escribirá mi biografía”. Yo me callé y me dediqué a sentarme a los pies de mi abuela y escuchar lo que hablaban aquellas dos mujeres sin enterarme de nada.
Escuché que hablaban de música, de conciertos, de experiencias de mi abuela en distintos sitios y en variados escenarios. Me fijé en que aquella chica, que hablaba muy raro y que de vez en cuando lo hacía en inglés y en inglés le respondía mi abuela; aquella chica la llamaba Margareth constantemente; así que pregunté por qué, temeroso de que mi abuela me reprochara haberme metido en aquella conversación. —En América me llaman Margareth; pero mi nombre es Margarita, ya lo sabes.
Siguieron hablando y quedaron en seguir haciéndolo al día siguiente. Por lo visto aquella chica tenía mucho que preguntar y grabar en aquel magnetófono negro que la acompañaba.
Al día siguiente no subí a la galería, menudo aburrimiento. Ni los dos o tres días siguientes, aquella chica que hablaba tan raro debía tener muchas preguntas. No sé cómo me enteré de que se llamaba Asako. Un día me preguntó a mi qué me parecía mi abuela y cómo me llevaba con ella. Le dije que me llevaba bien, que mi abuela era muy agradable y que me contaba cuentos de “Cantarín”, pero aquella chica no había oído hablar de “Cantarín”, así que me puse a jugar a la peonza sin atender a lo que me decía.
Aquel día durante la cena nos acompañó Asako, y por lo que hablaban deduje que mi abuela era cantante, una cantante importante que había cantado por todo el mundo. —Como “Cantarín” —dije yo.
Mi abuela se río de buena gana, pero mi madre y Asako me miraron de forma rara, con esa cara que ponen los adultos cuando no entienden algo. Así que me callé durante toda la cena y comencé a pensar en lo que dijo mi abuela el primer día que llegó Asako sobre que yo escribiría su biografía. Yo entonces no sabía lo que era, lógicamente, pero lo tomé como
un compromiso, una especie de deuda con mi abuela por los cuentos que me contaba en la galería y las canciones que algunas tarde me cantaba a media voz.
Asako se fue al día siguiente y antes de irse me regaló un bolígrafo de cuatro colores, que yo lucí durante el curso siguiente en mi colegio. Pero al dármelo, me dijo muy seria: “Toma, para que tomes notas para la biografía de tu abuela”. Tampoco entonces lo entendí.
Cuatro días más tarde, murió mi abuela. No me lo dijo nadie. No hizo falta. Pero yo subí a la galería hacia las seis de la tarde y ella no estaba en su mecedora y entendí que solo la muerte podía alejarla de aquella galería que había elegido, ahora lo entiendo, como su último refugio. En aquel momento me pregunté qué era aquello de su biografía.
Han pasado los años, tantos años. Durante muchos de ellos mi madre y yo seguimos yendo de vacaciones a aquella casona de Asturias, con su hermosa galería, a la que yo me resistía a acercarme desde que entendí que mi abuela había muerto. La vida sigue, olvidándose de los sentimientos que alberguemos. Así que murió mi madre también y yo heredé la casona, a la que me trasladé un verano para arreglar todo el papeleo de la herencia y para cumplir la voluntad de mi abuela, escribir su biografía, la biografía —ahora sé bien lo que es— de la soprano Margarita Rivero de Castro, “Margareth Rivero” para la cartelería internacional.
La escribí casi de un tirón, en esta hermosa galería, como en un rapto, ayudado de los miles de notas y apuntes que había ido recopilando, ordenadamente, en varias libretas que luego fui trasladando a este portátil del que ya nunca más me he separado, a pesar de que se cae de viejo y ha necesitado varias reparaciones y muchas actualizaciones. Escribía toda la mañana, tranquilamente, y corregía por las tardes. Así un día y otro, durante seis meses en los que dejé listos para la imprenta los seiscientos folios en los que recopilé las andanzas de mi abuela a través de toda la geografía mundial, llevando en su voz los secretos húmedos de los bosques asturianos que también ella había hollado de niña.
Cuando escribí la última palabra le envié un correo electrónico a Asako, anunciándoselo y consciente de que ella, la mayor especialista en el arte de mi abuela, a la que había dedicado su tesis doctoral, se alegraría. Y en ese momento entró un pájaro en la galería, dudó un poco entre aquella cristalera, revoloteó despistado y por fin salió y fue a refugiarse en el alero del hórreo que tenemos enfrente. Estoy seguro de que era “Cantarín”, aquel pájaro del que mi abuela conocía todos los secretos.
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