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Monchu Calvo. Pepe Santos
Monchu Calvo
Pepe en la feria de Orlé
Pepe Santos
Hablamos con los responsables de la Residencia San Luis, de Rioseco, para ver si era posible ponerles un video a los residentes, teniendo en cuenta lo del Covid, y todas las amenazas que pululan por el aire. Les encantó la idea, y no había nadie enfermo, asi que para allá fuimos
En 2007 con ocasión de escribir un libro sobre Les mayades de Casu (mayades = construcciones pastoriles en la montaña), encontramos a un pastor, que apoyado en dos muletas estaba cortando unas ramas de un árbol caído en el suelo. Nos decía que lo hacía para que las vacas y caballos no se lastimasen en las patas. Era un lugar muy querencioso para estos animales, por la sombra que ofrecían las hayas del bosque de Purupintu, en los sofocantes días veraniegos.
Nuestro amigo Pepe era un pastor de los de antes, de los que permanecían días y semanas a cargo de sus vacas y las de su sobrino, Javier, en aquella prehistórica cabaña, arrimada a la peña, y con el robusto fresno que nuestro hombre plantó la víspera de marcharse a Bélgica.
Conocía aquel entorno como pocos, y a él acudían guardas forestales, biólogos, montañeros y aprendices de novelistas como nosotros. Porque todo lo sabía, y con precisión. Lobos, urogallos, ginetas, y hasta si algún oso había pasado por el entorno.
De poca estatura, pero se le ve fuerte, a juzgar por las carreras que se pega en pos de sus animales, acompañado de su fiel perro pastor alemán.
Traemos este preámbulo de introducción para que se vea la personalidad de nuestro hombre.
Llegada la finalización de la temporada de pastoreo, cuando las nieves se sienten cerca, con su navaja escribía una dedicatoria de despedida, en cualquier castaño o haya que tuviera a mano. Y asi descubrimos muchos de los árboles de Purupintu con un texto o dibujo, haciendo alusión a su ausencia.
Pepe y su cabaña
“Me voy. Ya no subo mas”, 2007. “Esta vez de verdad. Voy al asilo”, 2008. “Me despido de ti, Purupintu”, 2011.
Él siempre volvía a ver sus montañas y sus árboles, pero los años son implacables, y llevaba un tiempo recluido en su casa de Orlé, hasta que sus familiares optaron por llevarlo a donde tantas veces dijo que iría: al asilo, como se refería a las residencias geriátricas en sus vaticinios. “Vengo aquí a morirme”, me dice. Y yo le contesto que cuando le toque, pero no deja en las paredes ningún escrito, como hacía en los árboles.
Mantuve una larga charla una guapa tarde de primavera, y aproveché para que me contase un poco su vida. Le lleve dos libros, donde salía retratado durmiendo en un jergón de helechos, y su neolítica cabaña. Miró con atención las imágenes. “¿Este soy yo?”. Sí, eres tú. Grabamos la charla, porque yo sabía que sería la última, y con las dos grabaciones, con 15 años de por medio, montamos un documental, que fue el que proyectamos para todos los internos y personal de la residencia de Rioseco, con Pepe Santos de protagonista principal.
En aquella sala llena de sillas de ruedas, y taca taca´s, se habilitó el patio de butacas, y tras una primera explicación de lo que iban a ver, y mientras duró el documental, allí no pestañeo nadie.
Se les hacía extraño ver a Pepe, en algunas secuencias y fotos, corriendo por la campera de Piedrafita, y a lo lejos los imponentes Picos de Europa y la Panda Moniellu, y ahora con miradas perplejas sentado en una silla especial, y pendiente de que lo muevan de un lugar a otro.
Mientras duró la proyección me iba fijando en las caras, y en los cansados ojos de aquellos abuelos y abuelas, que todavía se les adivinaba algún brillo, quizás recordando años mozos, que ellos también corrieron por camperas similares a las que contemplaban en la pantalla. Costó poco llevarles un rato de ilusión, y sobre todo ver la cara de Pepe Santos, actor principal de su vida.
Al final aquella despedida a sus árboles de Purupintu se cumplió, y ya su figura acompañada del perro no volverá a verse. Con él desaparece el pastor tradicional, conocedor del territorio y último habitante de aquellas humildes cabañas, por la que nunca volveremos a ver salir el humo de aquel guiso de “arroz colorao” con el que combatían el hambre y el cansancio. A veces lo hago en casa, pero no es lo mismo que en el monte.