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Gloria Soriano. De camino a la oficina

Gloria Soriano

De camino a la oficina

Me detengo en la puerta esperando a que a la abuela diga “vete con Dios”, las palabras con las que siempre me despide, pero el ascensor es lo único que suena. Ya me voy, repito bien alto, ella me responde con un gruñido. Saco el coche del garaje y salgo a la carretera mientras me pregunto por qué estará enfadada, una vez se enojó con San Pancracio y estuvo sin hablarme un día entero. Curva, límite de cincuenta, ceda el paso. Dejo que los camiones se incorporen. Estoy en el trenzado del nudo sur, a punto de acceder a la M40 en el kilómetro veinte. Un cagaprisas me adelanta con una maniobra peligrosa. Imbécil, le grito. Acelero hasta el carril central, me quedo a cien, la velocidad máxima permitida, hay avisos de radar móvil. El tráfico es denso. De pronto una flecha que no pide paso me obliga a frenar para hacerle sitio, hay que ir con cien ojos, me vendría bien ese Dios a quien la abuela no me ha encomendado. Es un descapotable color perla, matrícula LBM, Luisa Bonaparte Mendizábal, lo primero que se me ocurre. Demasiada circulación para este juego. Me gusta la tonalidad mostaza del turismo que se aleja por la salida dieciséis. Quedan diez kilómetros para la mía. Otra vez el gruñido de la abuela resonando como una maldición, ¿qué mosca le habrá picado? Al reloj del coche le sumo diecinueve minutos para saber cómo voy de tiempo. En la aguja horaria ni me fijo, apunta a las ocho de la tarde aunque aún no es mediodía.

Muchos coches toman la salida trece, el tráfico se ha despejado. Van pasando los edificios, residenciales por un lado e industriales por el otro, una franja arbolada los separa de la carretera. El plástico que revolotea en el suelo a unos cincuenta metros delante de mí, de repente se estampa en el retrovisor izquierdo, hace un ruido endemoniado, como de huracán. No me atrevo a retirarlo, temo que se encabrite y salte al parabrisas, al menos de momento tengo visibilidad. Con los reflejos del sol luce indestructible, transparente, veo irisaciones y destellos. Imagino el calor de los rayos incidiendo en el espejo que hace de lupa, la chispa que se enciende, las llamas. Empiezo a bajar la ventanilla dispuesta a retirar la envoltura, pero me asusta su ruido infernal y rápidamente la subo. Ojalá que en la siguiente curva haya un cambio en la dirección del viento y me deje en paz. Pero el plástico continúa agarrado al espejo. No sé si he pisado el freno o es él, su resistencia, lo que me resta velocidad. Hago un segundo intento para arrancarlo. Apenas bajo el cristal unos centímetros, el plástico se cuela por la ranura, lo siento caliente y viscoso sobre mis manos que se quedan pegadas al volante, paralizadas, el plástico se adueña de la dirección. De pronto un roce lateral, un chirriar metálico. En el coche que va por la derecha, el que ha arremetido contra nosotros o nosotros contra él (no sé lo que ha pasado), veo a mi abuela conduciendo, lleva la ventanilla abierta, me habla, no la entiendo, me gustaría bajar el cristal, oír lo que dice, pero mis manos continúan atadas a un volante que no controlo, mientras que las suyas empiezan a flotar repartiendo bendiciones. Sus labios repiten una letanía que por fin leo en voz alta: vete con Dios. Entonces el plástico salta al techo y escapa como un condenado por la misma ranura por la que entró. Cuando vuelvo a mirar hacia el carril por donde circula mi abuela, ella también ha desaparecido. Sacudo con fuerza la cabeza para poner fin a la pesadilla, trato de ignorarlo como si fuera esa aguja horaria que viaja conmigo marcando otro tiempo. Me concentro en los tres kilómetros que me quedan. Al fondo la sierra brumosa con las crestas aún nevadas, a la derecha el edificio de Vodafone. Después de cuatro semáforos aparco y corro para no llegar tarde a la oficina, el reloj del coche ya marca y veinte minutos.

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