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“El consultorio del Dr. Klimowitz”
Una historia de Gustavo Gall Versión libre, inspirada en la obra teatral: “La Prótesis” De Martín Kahan. © 2011 SinFin Publishing S.L. 2ª edición 1102158-497509/2011 International Copyright Impreso en España / Printed in Spain SinFin Ediciones
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Prólogo de una amiga, lectora y admiradora prosélita: En uno de sus viajes a Argentina, Gus, me contó que había visto una obra de teatro escrita y dirigida por un amigo suyo. La obra le había gustado mucho por su ambientación y su idea. Recuerdo que dijo unas palabras muy interesantes: “Si yo me meto en la oscuridad tengo que ser valiente para meterme del todo. La oscuridad a medias deja un sabor inconcluso”, refiriéndose a la posibilidades y limitaciones que ofrece una puesta en escena. En algún punto supe desde ese momento que iba a terminar tratando de hacer una versión propia de esa obra, pero desde la literatura, donde no existen esas limitaciones. Yo no conocí la obra de teatro “La prótesis”, aunque tenía una idea muy vaga de lo que Gus me había contado en su momento. Cuando me llegó el manuscrito de este relato y su propuesta de que escribiera un prólogo, confirmé mi intuición. Gus pidió permiso al autor de “La prótesis” para escribir un relato basado en su obra, en una versión libre. Su amigo lo aceptó y Gus se puso a trabajar en ello. El resultado es esta historia oscura, negra, de tres personajes decadentes que terminan juntos, una noche, en el consultorio del Dr. Klimowitz (uno de los tres personajes). 7
Es un relato pulp en el que lo fundamental son los diálogos que mantienen los tres personajes entre sí. En su mayoría, el texto está construido a base de esos diálogos, con breves acotaciones que proporcionan al lector información circunstancial de la situación. Con estos diálogos el lector va descubriendo una trama en la que es fundamental el pasado de los personajes y su relación, anterior a esta noche en la que transcurre la historia. Este descubrimiento del pasado traza el carácter y el talante de los personajes. Los tres personajes son unos perdedores natos y están marcados por una mala estrella. Por momentos hay ocurrencias cómicas, características de un humor negro que es intrínseco del ser humano vulgar, es decir que, esta historia podría desarrollarse en cualquier ciudad de cualquier país. En la obra teatral había un marcado regionalismo argentino, de Buenos Aires. Si bien, en el relato, Gus utiliza un lenguaje característico de Buenos Aires, le ha dado esa amplitud y flexibilidad como para que cualquier lector, de cualquier parte, pueda ubicar la historia donde mejor le parezca. La técnica de escritura es muy similar a otros trabajos anteriores como “Tuka” o “Qué hay, Jack?”, donde el desarrollo de los acontecimientos ordinarios rayan la ridiculez y la locura, pero sin dejar de ser posibles y descabelladamente trastornados. Esta es una típica historia de esas que se empiezan a leer y no se pueden abandonar hasta el final, y, en este terreno, Gustavo Gall, sabe muy bien como administrar y suministrar el suspenso.
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Directo, conciso, y elegantemente macabro, el relato, es una maravilla. Betina Amasia.
Comentario de Hernán Migoya: Al abrir el Email y descargar la versión electrónica, lo primero con lo que me encontré fue con la fulminante carátula. Una mujer con ojos sobresaltados y la boca abierta siendo atendida por un dentista, en una ambientación rojiza y oscura. Con esta presentación ya tuve un indicio de por donde iban los tiros. “El consultorio del Dr. Klimowitz”, decía el encabezado y esto prometía ser uno de esos relatos satíricos del género “tiempos violentos”, que Gustavo Gall supo manejar muy bien en diferentes ocasiones, tal es el caso de “Tuka” y “Qué hay, Jack?”. Leí todo el trabajo en una sola noche y quedé fascinado. La construcción general del texto se basa en los diálogos, apenas intercalados por glosas y apuntes. Es un relato creado con peroratas entre tres personajes sombríos: el dentista, el buscatalentos y la actriz de medio pelo. Los tres personajes intentan sostener los andamios rotos de sus vidas, y solo consiguen más de aquello que son en realidad, eso que llevan encarnado: la mediocridad. Hay momentos de este relato que son características construcciones que determinan el talento del escritor. La personalidad de Klimowitz, que se modifica cada vez que cambia de habitación, es uno de esos condimentos que 9
despiertan mi admiración por la forma de escribir de Gus. Cuando terminé de leer el relato dije espontáneamente: “Esto da para una película de Tarantino”. “El consultorio del Dr. Klimowitz” desde los primeros momentos es una historia que va anticipando su final, y aún así, da un giro sorpresivo. Tiene un lenguaje simple, rápido y directo y no se detiene en los detalles que suelen llenar páginas para engordar libros. Es un relato corto, satírico, que los lectores querrán volver a leer varias veces. Hernán
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“El consultorio del Dr. Klimowitz” Gustavo Gall
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Introducción: Estaba clareando el cielo del amanecer. Un auto blanco frenó estrepitosamente en medio de la calle. -¡Doctor Climowi!- gritó René al encontrarse con el Doctor en la vereda. -Klimowitz ¡Pronuncia bien, Boliviano de mierda!- dijo el otro.
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I Primero fueron timbrazos impacientes y poco después empezaron los golpes a la puerta. Klimowitz se sentó en la cama, encendió la linterna y consultó al reloj. Eran pasadas las dos de la mañana. Los golpes a la puerta y timbrazos continuaron persistentemente y no le quedó más remedio que ir a ver de quien se trataba. Nadie llamaba a la puerta de su departamento, y mucho menos a esas horas. Se calzó las chanclas y se echó la bata de su hermana por encima. Se movió con la torpeza y lentitud de un hombre viejo, de huesos cansados. Avanzó hasta el recibidor enfocando el trayecto con la linterna porque no había luz en esa parte del antiguo departamento. Tampoco había luz en el salón, ni en las otras habitaciones, solo en el pasillo y en la cocina. Se puso los lentes para avistar por la mirilla. -Alfredo, abra. Sé que está ahí. Lo escuché. Por favor ábrame- suplicó la voz desde el otro lado. El viejo afinó la vista. No terminaba de reconocer al tipo que llamaba a su puerta, aunque la voz le resultaba conocida. El otro insistió... -¡Alfredo, por el amor de Dios! 1
El viejo descorrió la traba y giró la llave. Casi no le dio tiempo a reaccionar cuando el otro se escurrió dentro de su casa. Él mismo cerró la puerta después de echar un vistazo al pasillo del edificio para asegurarse de que ningún vecino lo había visto entrar allí. Alfredo Klimowitz corrigió sus lentes y enfocó con el rayo de luz de la linterna directamente en la cara del recién llegado. -¿Ferrantes?- preguntó. -Si, Alfredo, soy yo. Sáqueme la luz de la cara que me está dejando ciego. -¿Sos Ferrantes? -Si, ya le dije que sí- respondió de mal modo-. Prenda la luz así nos podemos ver bien. -No hay luz acá. Tengo que arreglar la... La conexión se jodió. -Vayamos a un sitio donde podamos hablar- y empujó al viejo en dirección al pasillo desde donde llegaba una luminosidad blanca de tubo fluorescente. El anciano se resistió y se deshizo de la mano de Ferrantes que lo sujetaba del brazo. -¿Sos Ferrantes? -Que sí. ¿Cuántas veces quiere que se lo responda? -¡Hijo de puta, Ferrantes, son las dos de la mañana!- gritó el viejo e hizo un amago de pegarle. El otro hombre, que era mucho más joven, lo contuvo sin dificultad. -¿Quiere quedarse quieto? ¿Qué le pasa, viejo? 1
-Matarte, eso es lo que quiero... ¿A qué venís a mi casa a las dos de la mañana, traidor? -Tranquilo, Alfredo. -No me llames Alfredo. Te voy a cagar a trompadas- retó el viejo levantando el puño, e hizo un nuevo intento fallido de pegarle. Forcejearon un poco y finalmente Ferrantes consiguió inmovilizarlo. -¿Cómo entraste al edificio?- preguntó Klimowitz, y sin esperar respuesta gritó: -¡René! Boliviano de mierda... no servís para nada... -¿A quien le grita, Alfredo? ¿Quién es René? Cálmese un poco. Tenemos que hablar. Ya sé que me tiene bronca y que me odia. Las cosas no salieron como estaban planeadas, hubo complicaciones y todo se demoró un poco. -¡Siete años, hijo de puta! Hace siete años que desapareciste... -Ya sé, Alfredo, ya sé. Pero tiene que entender que... -Larisa se murió- interrumpió el viejo. Se hizo un largo silencio. -No sabe cuanto lo lamento. De verdad. Mi más sentido pésame. ¿Qué le pasó? -¿Qué le pasó? Se murió te digo, eso le pasó. Se levantó de la silla y se cagó muriendo. Se hizo otro largo silencio que, de vez en tanto, era interrumpido con las exclamaciones de “¡Hijo de puta!” que el viejo descargaba sobre el recién llegado. -No sé que decirle, Alfredo. Yo no tengo la culpa. En este ambiente las cosas son así. A veces todo se va para atrás. 1
-Dame un pucho- ordenó el viejo y se abrió camino en dirección a la cocina. Ferrantes lo siguió. -Cuidado con los charcos de agua. Se me inundó tododijo el anciano enfocando los charcos dispersos por el salón. Había trapos de piso, tohallones y baldes, con los que juntaba el agua cuando se esparcía demasiado por todo el suelo. La oscuridad del ambiente ocultaba un poco la dramática decadencia del lugar. Avanzaron por el pasillo donde tuvieron que hacerse paso entre pilas de revistas, periódicos y libros que desbordaban de una biblioteca desvencijada. Al llegar a la cocina, el viejo, buscó una botella de ginebra y una copita. La pileta de la cocina estaba atestada de platos que se mantenían en un milagroso equilibrio, eximiendo las leyes de la gravedad. Sobre la mesada había tantas cosas que apenas se podía ver el mármol. La vieja y panzona heladera Westinhouse tenía una banda elástica alrededor para sujetar su puerta, y estaba atiborrada de pegatinas e imanes. No había un solo espacio en el que la ruina y mugre no hubieran hecho su trabajo. El anciano permaneció taciturno, dándole las espaldas a Ferrantes, bebiendo su ginebra. -Necesito que me ayude, Alfredo - dijo Ferrantes rompiendo aquel incómodo silencio. El viejo sonrió agitando la cabeza. Se echó la ginebra de un trago y volvió a llenar su copita. -Estoy metido en un problema y solamente usted puede ayudarme- insistió. Se le acercó para que pudieran verse de frente. 1
-Se murió solita y sin nadie que la ayude. Sola... mi hermana. Yo justo había salido y la dejé sentada ahí con su desayuno - dijo el anciano señalando una de las dos sillas que yacían junto a la mesa-.No podía pasarle nada. Me fui a la pescadería de la calle Moreno porque en la que está acá abajo no traían pulpo. Ahora sí traen. A ella le gustaba el pulpo como lo hacía mi vieja. Pero si solo son cuatro cuadras... Me demoré un poco más porque a la vuelta se me ocurrió comprar el Clarín. Cuando llegué la encontré tirada justo ahí...- y señaló un lugar en el suelo, frente a la heladera-. Estaba toda morada. Ya no respiraba. - Alfredo... -¿Para qué se levantó? Si yo le había puesto todo lo que necesitaba sobre la mesa. ¿Qué quería de la heladera? A veces me desvelo haciéndome la misma pregunta, una y otra vez. Tres años llevo así. A veces me levanto en medio de la noche y vengo hasta acá para reconstruir sus últimos momentos. Pero por más que le doy vueltas... nada. No entiendo. Entonces me pregunto: ¿porqué no compré merluza en la pescadería de acá abajo? - Alfredo... el destino es el destino. -Si, es fácil decir eso. Eso no me sirve de consuelo. Porque si yo hubiese comprado merluza, como todos los viernes, entonces no me hubiese demorado tanto y...- se dio unos golpes en la cabeza y se secó las lágrimas. - Alfredo, eso pertenece al pasado. Por más que se cargue de culpas no va a poder cambiar nada- intentó consolarlo el otro-. Ahora estamos en el presente y yo necesito su ayuda urgentemente. 1
El anciano lo miró por encima de sus gafas. Sonrió. Su sonrisa era una mueca maliciosa y sus ojos agresivos. -Ahora resulta que venís con urgencias, ¿no? Te importa una mierda lo que le pasó a mi hermana. Mi hermana siempre te importó una mierda. ¡Decilo! -¡No! Su hermana era una de las mejores cantantes que conocí en mi vida. Yo la admiraba y... -¿La admirabas? -Si, tenía un talento único y además... -¡Talento único!- interrumpió el viejo con ironía. Rompió a reír a carcajadas. Se tomó la ginebra y volvió a llenar la copita. -¡No chupe tanto, Alfredo! -Si tenía un talento único y la admirabas tanto como decís...- se le acercó y agarró a Ferrantes de la camisa en actitud amenazante-. ¿Porqué la engañaste? Ferrantes se deshizo de la garra del viejo y retrocedió. -Vamos a dejar esto bien claro. Yo no engañé a Marisa... -¡Larisa!- corrigió el viejo – Si ni sabés como se llamaba. -Si, Larisa... digo que yo no la engañé. Empecé a mover todos los contactos para disparar su carrera, lo que pasó es que me cagaron, entiende Alfredo, a mí me cagaron. Ya tenía hablado al representante, ese tal Eduardo Bello, y había arreglado con la discográfica y hablamos de las tourné que íbamos a hacer... pero no fue por ella, fue por mí, me cagaron con un negocio y se fue todo a la mierda. Ya sabe como es este ambiente. 1
-La hiciste ilusionar. Empeñó todas las joyas que nos quedaron de mi vieja. Vendió la alianza de mis padres. Gastó todo en vestidos y en ese peinado que se hizo para verse más presentable... Se compró un vestido azul para su debut. Precioso. Y vos la dejaste plantada. Desapareciste. Te llamamos miles de veces pero nunca estabas. Después el número de teléfono dejó de existir. Nadie sabía donde te habías metido. En tu casa vivía una familia centroamericana que no tenían ni puta idea de vos. Los días empezaron a pasar... las semanas... los meses... Larisa se empezó a venir abajo, se puso depresiva y triste... pasaron los años... y se volvió vieja, gorda y enferma... Una mañana, le preparé el desayuno, como todos los días, y le dije que bajaba a comprar pescado. Los viernes comíamos pescado, siempre. Merluza. Cuando estoy bajando se me ocurrió la maldita idea de comprar pulpo, porque a ella le encantaba el pulpo y yo quería hacer cosas para verla feliz. Pero para comprar pulpo tenía que caminar cuatro cuadras porque en la pescadería de acá abajo... -Eso ya me lo contó, Alfredo - interrumpió Ferrantes. Se hizo un largo silencio. -Dame un cigarrillo- ordenó el viejo. -No tengo, pero después le compro un paquete. Ahora necesito que me preste atención... -Debe ser algo groso lo que te pasa, hijo de puta...- dijo el viejo-... porque para caer en mi casa a las dos de la mañana, después de siete años... -Si, es algo importante.
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-Una vez viniste a las doce de la noche con aquel tipo... el boxeador. Era boxeador y cantante- bromeó y rompió a reír. Negro cumbiero de mierda. Un provinciano que solo sabía dar trompadas. ¿Te acordás? -Si que me acuerdo, Alfredo. Pero también le mandé gente importante- dijo Ferrantes. El anciano buscó dentro de uno de los cajoncitos del aparador y sacó un paquete de cigarrillos que tenía guardado. Encendió uno sin ofrecerle al otro. -No lo niego, no. Es cierto que vinieron a mi consulta dos o tres figuritas conocidas. Me cebaste para hacerme creer que iba a ser el dentista oficial del ambiente, y que me iban a dar un puesto importante en el sindicato. ¿Cuánto era lo que iba a ganar? Fortunas, ¿no? Me iba a hacer rico. - Alfredo, me cagaron, me fue mal. Lo lamento, son cosas que pasan. Pero ahora es otra historia. Ahora sí que lo puedo meter en el medio artístico porque ahora conozco a tipos más importantes- explicó Ferrantes-. Si usted me hace este favor le prometo que... -¡No! No me prometas nada, hijo de puta. Le prometiste a mi hermana que la ibas a convertir en cantante, que iba a ser la gran estrella de Buenos Aires y mirá... se murió solita y triste, ahogada. Le dio un ataque. Seguro que se levantó muy rápido y se descompensó. ¿Para qué carajo se habrá levantado de la silla si yo le había puesto todo encima de la mesa?- dijo el viejo y se dio otro golpe en la cabeza. Caminó desde la silla hasta la heladera repitiendo la rutina de la reconstrucción de la muerte de su hermana-. No lo entiendo. Le doy mil vueltas y no lo entiendo... Ferrantes lo agarró del brazo y se le puso de frente. 2
-Tiene que ayudarme, Alfredo, no tengo mucho tiempo y estoy metido en un quilombo tremendo. Usted es el único que me puede salvar. -¿Enserio? -Si. El anciano volvió a sonreír. -Mirá lo que son las vueltas de la vida... El gran cagador, el tipo que me iba a hacer millonario arreglándole los dientes a las estrellas, y que iba a hacer de mi hermana la nueva figura del espectáculo... me viene a buscar a las dos de la mañana para suplicarme que le salve el culo... No sabés... No te das una idea, Ferrantes, de cómo estoy disfrutando de esto. Ferrantes lo soltó. Caminó en círculos por la cocina sin saber como abordar el tema. No sabía como hacer para que el viejo dejara de reprocharle las cosas malas que le había hecho en el pasado. -Estoy desesperado, Alfredo. Tiene que tener piedad y ayudarme. Usted es el único ser humano que puede ayudarme. Por eso vine a su casa a estas horas- suplicó Ferrantes. El viejo volvió a llenar su copita con ginebra y encendió un cigarrillo con la colilla del que se acababa de fumar. -¡Deje de chupar, Alfredo!- lo retó el otro y le apartó la botella. Alfredo Klimowitz se la arrebató con violencia. Se sentó en la silla que estaba cerca de la pared, la que antes ocupaba su hermana. 2
-¿Qué carajo te importa a vos si yo tomo o no tomo? Es mi vida y la estropeo como se me antoja. Y no me llames “Alfredo”, de la forma en la que lo decís suena como una burla. Me hace sentir estúpido. Ferrantes intentó conservar la calma. Sabía que no tenía que cebar más al anciano si quería conseguir algo de él. Se hizo un largo silencio mientras buscaba en su cabeza el modo de abordar el tema. -Doctor... necesito que me escuche...- comenzó diciendo. Klimowitz sonrió con orgullo y jactancia. -Buen comienzo... “Doctor”, con respeto. Como en los viejos tiempos- dijo el anciano y se echó un trago-. ¡A ver! Decime, pedacito de mierda, ¿qué te trae por mi casa a estas horas? Me muero de la curiosidad. Ferrantes agarró la segunda silla que quedaba junto a la mesa. La colocó con el respaldo hacia delante y la montó, para quedar frente a frente con el viejo. Se aflojó el nudo de la corbata y se hizo sonar el cuello. Se miraron a los ojos. Ferrantes tenía la desesperación y el abatimiento dibujado en su rostro cansado. Tenía una barba de dos días, ojeras y ojos de trasnochado. Era una imagen caricaturesca de lo que había sido en otros tiempos. El viejo disfrutaba de verlo así. -¿Sabés?- dijo el anciano con una voz calma y en tono bajito – Es curioso lo que hace el tiempo con nosotros. Ahora mismo te estás pareciendo mucho a tu viejo cuando tenía tu edad. Respiro tu decadencia porque viví la de tu propio padre. La última vez que lo vi fue acá mismo, a estas horas. Él también alguna vez estuvo sentado así, suplicando. Ferrantes hizo caso omiso al comentario... 2
-No vine solo, Doctor... Ahí afuera, en el pasillo, junto al ascensor, hay una chica... una mujer... que tiene un problema. -¿Una mujer? ¿Un problema? Dos palabras que siempre están emparentadas- bromeó el anciano. -Resulta que a ella... a mí... bueno, a los dos... nos gusta hacer cosas... y, ya sabe, a veces las cosas se van de las manos y... ella necesita que usted la revise porque... Klimowitz escupió el humo y aplastó el resto del cigarrillo en el cenicero. -¿Qué pasó? La cagaste a palos, ¿no?- dijo. -No... bueno... se me fue un poco la mano pero... -Discutieron y la cagaste a piñas, eso pasó. Decime la verdad- insistió el anciano. Ferrantes se levantó de la silla y se puso a caminar en círculos, como un loco. -¡No, no y no! ¡No pasó así! Estábamos jugando y... una cosa lleva a la otra y...- se defendió Ferrantes, irritado. -Ya sé. A la mina y a vos les gustan los juegos de mano... no mediste la fuerza y ¡pum! Me lo imagino...- dijo el viejo y rompió a reír a carcajadas. Ferrantes volvió a sentarse. -Quiero que le eche un vistazo porque está un poco... lastimada. ¿Entiende? -¿Porqué no la llevaste al hospital, pedazo de pelotudo? A la guardia del Pirovano, a cualquier parte. ¿Para qué me la traés a mi casa? Yo no soy médico, soy dentista. 2
Ferrantes se encaró al anciano para que pudiera verlo bien de frente y entender su problema. -No puedo llevarla a otra parte. Si esto sale en algún lado yo voy en cana. Yo sé que usted no es médico pero sabe algo de todo esto. Mi viejo atendía a la gente del barrio cuando se lo venían a pedir y... -¡Tu viejo ni siquiera tenía el título de dentista!- gritó Klimowitz dando un fuerte golpe sobre la mesa-. ¡Yo tengo el título! Yo estudié mientras él se la pasaba de joda con las minas. Cuando me recibí, él trabajó para mí. No era nadie. Todo lo que sabía lo aprendió conmigo. Tu madre no se hacía atender por él porque sabía que era un kamikaze. ¿Sabés quién le arreglaba la boca a tu madre? Se hizo un largo silencio. Ferrantes no respondió. -¡Yo! Mientras él se la pasaba por ahí, metiéndole los cuernos con cualquier minita. La voz furiosa del anciano resonaba en un eco acústico en aquel enorme departamento de paredes altas y espacios sombríos. Era como una inmensa catacumba. Volvió a hacerse un largo silencio. -¿Le rompiste los dientes?- preguntó el viejo, ahora con la voz calma. -No sé... tiene que revisarla y ver usted. No puede ser nada serio. -¿Porqué me la trajiste a mí? -Ya se lo dije Alfredo... no puedo llevarla a otro lado, usted es el único que me puede ayudar. Ella, mañana tiene una actuación y tiene que estar bien. No puede debutar con la jeta así, ¿entiende? 2
Alfredo Klimowitz se incorporó de su silla y fue en busca de otro cigarrillo. -¿Cómo que una actuación? ¿Mañana? ¿Cómo que debutar? ¿De qué estamos hablando?- preguntó el viejo. -Ella canta y... -¿Cómo que canta? ¿Es conocida?- insistió Klimowitz. -Bueno... no es conocida... pasa que está casada con alguien importante y... -¡Uhhhhhh! ¡Nooooo!- exclamó el dentista y se perdió saliendo de la cocina en dirección a una de las habitaciones oscuras del departamento. -¡Doctor! ¡Alfredo!- gritó Ferrantes. Después de un portazo y el sonido de dos vueltas de llave se hizo un largo silencio. El dentista se refugió en su habitación. Ferrantes intentó seguirlo pero no sabía para donde dirigirse entre tanta oscuridad. Se quedó en el pasillo y gimoteando dijo: -¡Por favor! Tenga piedad, Doctor. Si usted no me ayuda estoy frito, ¿entiende? Revísela, solamente eso y... -¡Fuera de mi casa, hijo de puta!- gritó el anciano desde alguna parte lejana. -¡Por el amor de Dios! Se lo estoy suplicando. Hágalo por la amistad que tuvo con mi padre... por mi madre... por los buenos tiempos... No puede dejarla que se desangre así. Tenga un poco de compasión humana. Silencio.
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II Giró dos veces la llave y el viejo dentista volvió a aparecer. Sujetaba la linterna bajo la axila porque tenía las manos ocupadas cargando un tuperweare plástico. Cruzó el pasillo pasando por delante de Ferrantes y avanzó hasta la cocina. El otro lo miraba con curiosidad. Klimowitz depositó el tuper sobre la mesa y despejó todo lo que había alrededor. Buscó de uno de los cajones del mueble bajomesada una vela y un candelabro, y antes de encenderla la colocó en un extremo de la mesa. Se persignó y destapó el tuperweare. -¡Mirá!- le dijo a Ferrantes- Acá la tenés a la pobrecita. Pedile a ella que te perdone. Ferrantes se acercó para mirar. Dentro del recipiente plástico había cenizas. Tuvo una arcada y retrocedió. -Si, ya sé... No es lo más común tener las cenizas de un pariente en un taper. Cuando pueda le voy a comprar una urna de verdad, una con una tapa linda y bordes doradosexplicó el viejo Alfredo secándose las lágrimas. Se dio la vuelta para ocultar su desconsuelo y se sirvió otra copita de ginebra para acompañarla con otro cigarrillo. -¿Y qué tengo que hacer?- preguntó Ferrantes que estaba dispuesto a exponerse a cualquier propuesta absurda con tal de que el dentista le ayudara con su problema. 2
-No sé... ¡Vos sabrás! Es tu conciencia... Hablale que ella te escucha. Se hizo un incómodo intervalo en el que Ferrantes no sabía como actuar. Avanzó y miró dentro del tuperweare. Entre las cenizas había un pequeño muñeco antiguo del Pato Donald despintado, un collar y la dentadura de Larisa. Ante su cara de asombro el anciano explicó que ese era un muñeco que perteneció a la infancia de su hermana y que conservó toda su vida. El collar se lo habían regalado a Larisa cuando cumplió los quince, y la dentadura era la que él mismo le había mandado a hacer. -Un mecánico dental uruguayo que trabaja con porcelanaexplicó Klimowitz-. Por ahí, enterrado entre las cenizas también tiene que estar el anillo que le regalé cuando cumplió los sesenta años. Lo festejamos acá...- señaló la mesa-...los dos solitos. Yo compré una lata de caviar y lo mezclamos con arroz. -Alfredo, ¿es necesario todo esto? La mirada del anciano se volvió cenagosa y oscura. Ferrantes comprendió que el viejo no solo estaba furioso por lo que le había hecho en el pasado sino que también estaba muy mal de la cabeza. Anticipándose a un nuevo ataque de agresión contra él se aventuró a improvisar una disculpa en voz alta. Juntó las manos como en actitud de súplica y dijo: -Marisa...soy yo... Ferrantes... -El hijo de Emilio y Susana- intervino el dentista dirigiéndose al tuperweare. -Quería perdirte disculpas por... 2
-Por haberte cagado la vida- volvió a interrumpir el anciano-. Decilo así que ella entiende. -Por haberte fallado- continuó Ferrantes-. Las cosas no salieron como yo quería. Vos sabés que yo te admiraba mucho y veía en vos a una gran estrella y... -¡Ahorrá la sanata, Ferrantes!- gritó el viejo, y agarró el recipiente plástico y lo ubicó en el suelo, justo en el lugar donde su hermana cayó muerta, frente a la heladera. Le ordenó a Ferrantes que se arrodillara. De mala gana, Ferrantes accedió. El viejo también se arrodilló. -Como te decía, Marisa... -¡Larisa, boludo! -Dije Larisa. -Dijiste: Marisa. ¡Dos veces! -¡No! Dije: Larisa. ¡Usted escucha para el orto!- retó Ferrantes con agresión. -¡Dale, seguí!- dijo el anciano. Ferrantes, harto de la situación, se incorporó y llevando el brazo hacia atrás, sacó una pistola que llevaba escondida. Encañonó al viejo con el arma. -Se me acabó la paciencia, Alfredo. El anciano se incorporó y retrocediendo hasta la pared se acurrucó de miedo. -¡Loco! ¡No dispares! ¡No dispares! ¡René!- gritó lloriqueando como un niño. -No quería llegar a esto, Alfredo. Era un último recurso pero usted me obliga a ponerme serio. Ahí fuera, en el 2
pasillo, hay una mujer que requiere atención y usted me viene con estas pelotudeces. -¡No digas eso delante de mi hermana! -Alfredo, tiene que ayudarme con mi problema. Si no me ayuda lo mato. Así de simple. No tiene opción. -Nunca me habían apuntado con un arma. ¡Es feo! ¡René! Ferrantes bajó el arma. Retrocedió hasta quedar apoyado contra la mesada y exhaló un largo suspiro de cansancio. Klimowitz, moviéndose con cuidado, le puso la tapa al recipiente donde yacían las cenizas de su hermana, le dio un beso al plástico y conservó el tuperweare entre sus manos. -¿Dónde está el consultorio, Alfredo? El otro no respondió, estaba demasiado ocupado diciéndole cosas en secreto al recipiente de plástico. -El consultorio, Alfredo... ¿dónde es? -No tengo más consultorio. -¿Cómo que no tiene consultorio? Usted es dentista... ¿dónde atiende a los pacientes? -No tengo pacientes- respondió el viejo-. Hace años que no ejerzo. No tengo guita para nada, ni siquiera para pagar la cuenta de la luz, ni siquiera para comprarle una urna digna a mi hermana. Ferrantes, furioso, dio un fuerte golpe contra la mesada, haciendo que los cacharros, platos y vasos que se amontonaban en la bacha, se desplazaran hacia un lado haciendo un gran estruendo. -¿Y donde mierda se supone que iba a atender a la mujer que traje? ¿Porqué no empezó por ahí, viejo pelotudo? 2
-Yo te dije que no la podía atender. Ferrantes caminó en círculos como un loco, rascándose la cabeza con el caño de su pistola. Parecía estar a punto de entrar en una crisis nerviosa. A cada paso tiraba patadas al aire y maldecía. Se le encaró al viejo y apoyó la pistola en la punta de su nariz. -Algo le tiene que haber quedado. Haga lo que sea para ayudar a esa mujer o sino le va a hacer compañía a su hermana en la cajita de plástico, ¿me entendió? Arrinconado, el anciano, cerró los ojos y se abrazó al tuperweare. Temblaba como una hoja. -Allá... en la puerta de la derecha...- dijo con la voz quebrantada -... miralo por vos mismo. No hay nada. Ferrantes dejó al anciano y se encaminó a la habitación que era el antiguo consultorio odontológico. -¡Llevate la linterna que no hay luz! Klimowitz aprovechó su ausencia para guardar el recipiente de su hermana en el mueble, debajo de la mesada. -Quedate tranquila. Esto es provisorio, después te llevo al cuarto- dijo en voz baja. Agarró la linterna y acompañó a Ferrantes. -¿Dónde están todas sus cosas? -Las fui empeñando- respondió el viejo-. Te dije que me quedé sin un centavo. El sillón, el escupidor, los muebles de puerta de vidrio... todo. Lo único que me quedó es la máquina...- y enfocó con el rayo de luz al enorme aparato que yacía en un costado, cubierto por una sábana. -¿Funciona? 3
-¿Qué si funciona? Es un Ritter del año 1926. No se rompe. Venía con un sillón hidráulico. Pueden pasar mil años y ese aparato sigue funcionando como el primer día. Ferrantes avanzó hasta la bestial mole que, en sus días, fue una maravilla tecnológica. -Me acuerdo de este bicho... el torno... Mi viejo se compró uno parecido. -¿Parecido? Tu viejo tenía un torno nacional. Una mierda. A cada rato tenía que llamar al técnico para que le regulara la potencia. Este no se rompe, es alemán. Es de los buenos de verdad- explicó Klimowitz orgulloso de su viejo aparato que tenía un añejo esmaltado color verde agua. Ferrantes giró sobre sus talones y echó un vistazo al penumbroso consultorio. -¿No hay luz acá? -No. Me la cortaron por falta de pago. -Pero en la cocina y en el pasillo... -Es otra face. Ferrantes se mantuvo pensativo. Volvió a rascarse la cabeza con el cañón de la pistola y caminó de un lado a otro. -Bueno... con un alargue podemos traer luz a esta parte. Si no hay sillón ponemos una silla. Si tiene que escupir para enjuagar que escupa dentro de un balde. Vaya a arreglarse un poco. Póngase el delantal y péinese. Tiene que parecer lo más decente posible- ordenó Ferrantes. -No puedo atenderla. No tengo los instrumentos necesarios. 3
-La va a atender con lo que tenga o sino le vuelo los sesos- dijo, levantando la pistola. Protestando en voz baja, el viejo, buscó su caja de herramientas y se puso manos a la obra. Improvisó un cable y fabricó un alargue para poder enchufar el aparato. Mientras lo hacía, rezongaba y decía cosas horrendas sobre Ferrantes y su padre. Al otro no le importaba lo que el viejo dijera. Lo único que le interesaba era salir limpio de una situación de la que era imposible librarse sin consecuencias.
Mientras el viejo Klimowitz se ocupaba de la conexión de cables, él dijo que saldría un momento al pasillo para ver si la mujer se encontraba bien. Antes de salir le advirtió al anciano que si se le ocurría esconderse y encerrarse en su habitación, como había hecho antes, iba a matarlo. -Es horrible que le diga esto así, Alfredo, pero no me queda otra opción. -Sí que te queda otra opción... ¡matate!- respondió el viejo y mostró su sonrisa malvada-. Pegate un tiro en la boca y ya está. Le harías un favor al mundo y continuarías con la tradición que empezó el cobarde de tu padre. Ferrantes lo agarró de la ropa y lo encañonó. -No me gusta que hable así de mi viejo. Klimowitz dejó escapar una risita nerviosa. -Ya se que no te gusta. Por eso lo hago, para provocarte, para joderte. No tenés más remedio que aguantártelas porque yo soy el único que puede hacer algo por vos. No me vas a matar. 3
Ferrantes lo soltó. El anciano tenía razón. De repente no parecía el mismo Klimowitz cobarde de la cocina, que suplicaba que no lo matara. Ahora se había vuelto repentinamente valiente. Sin decir nada salió del consultorio en dirección al pasillo. El viejo le dijo que usara la otra puerta, que daba directamente a la antigua salita de espera y a la segunda puerta de entrada. Hubo un chispazo en medio de la oscuridad, un olor a cables quemados y finalmente se encendió la luna del aparato, que era un enorme reflector direccional de luz blanca y potente.
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III La pareja ingresó desde el pasillo directamente a la salita de espera. Permanecieron allí, hablando y discutiendo. Klimowitz, que ya había dispuesto todo para recibir a la paciente, se acercó a la puerta para escuchar lo que decían. -¿Adonde me trajiste, hijo de puta?- le decía ella. -Confiá en mí, Laura, te traje al mejor odontólogo de Buenosaires. Este tipo es una eminencia. Atendió a todos los famosos. Cuando vino Frank Sinatra a la Argentina, vino a verlo a él, acá mismo, para que le extrajera una muela de juicio. A Klimowitz le gustó oír lo que Ferrantes decía de él, aunque nada de todo eso fuera cierto. Cuando Frank Sinatra estuvo en Argentina ya usaba una innegable prótesis dental. -Conseguime un espejo, quiero verme- exigió ella. -¿Para qué? Dejá que el Doctor Klimowitz te examine y te diga él. -Quiero ver como me dejaste la cara. -Laura, ya te lo dije, ahora lo vas a ver todo mal porque es reciente, pero dejá que el Doctor te lo arregle. -¡Mañana tengo que actuar y cantar, pelotudo! Si esto me jode la carrera te juro que mando a dos rusos para que te rompan las piernas. 3
-Poné un poquito de buena voluntad, nena. Mañana vas a estar estupenda. Si te ponés en negativa y en pesimista todo va a salir mal. -¿Voy a poder cantar? -Vas a poder cantar, te lo prometo. Nos vamos a reír de ésta situación, de verdad. -¡Juralo por tu puta madre! Ferrantes guardó silencio. -Pasá que te presento a Klimowitz- dijo. Avanzaron hasta la puerta. El Doctor se apresuró para regresar a su sitio, junto al aparato del torno. -Conseguime un espejo. -Pasá. ¿Doctor?- llamó Ferrantes. -Está todo muy oscuro- dijo ella. -¡Adelante!- dijo la voz circunspecta del Doctor Klimowitz. Posaba como una estatua, con los brazos hacia atrás. La única luz del interior de aquel consultorio provenía del inmenso foco circular del aparato del torno. El resto de la habitación era una profunda oscuridad. El reflejo del Doctor, junto a aquella luz blanquecina, era macabro y tenebroso. Aún así, él, tenía su mejor sonrisa. Estaba peinado hacia atrás, con gomina, y llevaba puesta la indumentaria de dentista que solía usar en sus años de actividad profesional. El delantal se conservaba planchado, tal como lo dejó su hermana, después de que Klimowitz atendiera a su último paciente, unos años atrás. Olía a naftalina.
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Al ver el panorama, Laura tembló de miedo y opuso resistencia. Ferrantes la contuvo y hubo un extraño forcejeo entre ambos. Él la agarró del pelo y la sostuvo con fuerza, reduciéndola, tirando su cabeza hacia atrás. El forcejeo acabó en dramatizados besos con lenguas y suaves mordiscos. Se comportaban como animales. Todo acto violento entre los dos se confundía, indefectiblemente, con un iracundo deseo. Golpes y forzamientos eran lo mismo que arrumacos lascivos, besos sexuados y manotazos. Todo era parte de una misma cosa. El Doctor avanzó hasta ellos y elegantemente extendió su mano invitando a la mujer a acompañarlo. Había improvisado el sillón con una antigua silla de madera, con apoyabrazos, un almohadón y una frazada cubriéndolo todo por encima. -Siéntese aquí, señorita. No tenga miedo. Voy a revisarlale dijo Klimowitz, con un tono calmo y cuidadoso en su voz. Ella accedió, sorprendida y seducida por su galantería y sus modos. No estaba acostumbrada a los buenos ademanes. Al reflejo de la luz se podían ver claramente sus moretones violáceos. Un golpe se extendía como una mancha en el pómulo izquierdo hacia abajo, junto a la boca, el otro por debajo del ojo izquierdo. -Disculpe que no me presenté... mi nombre es Alfredo Klimowitz. Soy odontólogo, especialista en implantes y prótesis de alta complejidad. Aquellos son mis títulos, cursos, especializaciones académicas, expedidos por la Facultad de Odontología perteneciente a la U.B.A, Universidad de Buenos Aires...- y enfocó los cuadros que 3
colgaban de una de las paredes, junto a la puerta que daba a la casa- ¿Usted es....? -Laura- respondió ella mientras observaba el balde rojo que yacía junto a la silla. -Laura. Un lindo nombre. ¿Y su apellido?- insistió el Doctor. Ferrantes, desde la oscuridad, resopló con impaciencia. -Solís- respondió ella. -¡Laura Solís!- exclamó el anciano con exageraciónPodría ser el nombre de una artista, una actriz, una cantante... -Soy cantante y actriz- respondió ella sorprendida- ¿Lo adivinó? -Tengo muchos años de profesión, mi querida. Conozco a la gente con solo verla. No solo por el nombre... se le nota... tiene un aire de... arte... un ángel. El comentario de Klimowitz agradó mucho a Laura. Aquellas palabras no solo la halagaron sino que también le inspiraron confianza. Ferrantes volvió a bufar como un toro impaciente. -Casualmente mi hermana, en paz descanse, también era cantante. Adoro a las cantantes. Son sensibles y delicadas como muñequitas, pero, ¡eso sí!, muy poderosas en el escenario. Las cantantes requieren un trato muy especialdijo el Doctor, diciendo exactamente lo que Laura necesitaba escuchar. Sus palabras fueron como una caricia para Laura, la apertura de una puerta hacia algo desconocido. Sonrió agradecida y complacida. Enseguida no pudo evitar volver a mirar el balde. 3
-Veo que le llama la atención todo esto. No es para menos. Yo sé que no es el consultorio ejemplar para atender a una figura como usted. He tenido un problema con la luz y ya está hecho el reclamo, pero no lo solucionarán hoy, y menos a estas horas. Entienda que esto es mi casa. Mi verdadero consultorio está en otro lugar...- mintió-. Dadas las circunstancias no me queda otro remedio que disponer de estas cosas para poder revisarla. Se hizo un silencio. Sus palabras no sonaron muy convincentes para nadie, ni siquiera para Laura que dedujo que si ese no era su consultorio... ¿porqué tenía sus títulos colgados en la pared, y no en su “verdadero” consultorio? -Escupa si quiere. Es para eso- dijo el Doctor señalando el balde. Tímidamente ella escupió. -No, no, no... escupa bien, con confianza. Laura escupió un chorro de saliva sanguinolienta que golpeó pesadamente en el fondo del balde. Ferrantes se acercó por detrás para mirar iluminando el interior del balde con el foco de la linterna. Buscó con los ojos al Doctor Klimowitz para comprobar si a él también le parecía que algo no andaba del todo bien. -Ferrantes, haga el favor de traerme los instrumentos que se están esterilizando en la cocina- ordenó el Doctor y cabeceó para que se diera prisa. Ferrantes, con la linterna, iluminó el camino hasta la cocina. Allí, sobre la mesa, encontró los instrumentos sumergidos dentro de una fuente, al lado de la botella de ginebra. Olió el líquido de la fuente y corroboró su sospecha... era ginebra. 3
-¿Cómo se los llevo, Doctor? -Con los guantes que están ahí nomás. Miró a su alrededor y finalmente divisó unos guantes naranjas, de goma, de esos que se usan para fregar los platos, colgando del grifo de la cocina. -Usted, Laura, no se preocupe por nada. Yo voy a ir diciéndole cada cosa que le vaya a hacer. No haré nada sin su consentimiento- explicó el Doctor. Ferrantes apareció en el consultorio con los instrumentos en un plato y los guantes puestos. Dejó el plato en la bandejilla del torno. -Ahora, Laura, escuchará un ruido que comenzará a sonar a partir del momento en que yo le de a la perilla de encendido de esta maravillosa máquina que ve aquí...señalando el torno-. Las buenas máquinas necesitan calentarse un rato antes de usarlas. ¿Entiende? Laura asintió y volvió a largar otro espeso escupitajo en el balde. -Cuando lo encuentre oportuno abra la boca y permítame examinarla. Laura echó atrás la cabeza y abrió la boca con dificultad. El Doctor se calzó los lentes y se acercó el foco para observar dentro. Del otro lado, Ferrantes, también se inclinó para observar. Laura se aferró fuertemente a los posabrazos de la silla. Klimowitz palpó ambos lados de su mandíbula y ella emitió un breve gemido. Al cabo de un rato de silencio y gran expectativa le ordenó que cerrara la boca. 3
-Escupa si quiere- dijo, y ella no se demoró en largar otro gargajo rojo dentro del balde. -¿Qué le pasó, Laura?- preguntó el Doctor Klimowitz. -Me caí- respondió ella rápidamente. -Se cayó ¿cómo? -Por la escalera. -¿Se cayó de boca por las escaleras? Ella asintió. El viejo se quitó los lentes y acarició la cabeza de la paciente. -¡Bueno, bueno!- exclamó en un suspiro-. Ferrantes, traiga agua para que la señorita... o señora... se enjuague. -Señora- aclaró ella. Ferrantes obedeció rápidamente y el Doctor lo siguió. -Lo acompaño para mostrarle donde están las cosas... ya vuelvo... Los dos hombres avanzaron hasta la cocina. Una vez dentro, cerraron la puerta. -¿Y? ¿Cómo la ve?- preguntó Ferrantes ansioso y preocupado. -Está hecha mierda. Parece que le pasó un tren por encima. -Pero acaba de decirle que no es nada... -¿Qué querés que diga delante de ella? Tiene la mandíbula rota, no sé como no se está retorciendo de dolor. Hay, al menos, un diente partido, y algunos daños colaterales internos. Esto le va a llevar meses para recuperarse. 4
-¿Meses, dice? ¡No! Ella tiene que subir al escenario mañana mismo. -¡No puedo, Ferrantes! No tengo instrumental, y si lo tuviera tendría que practicarle cirugía. Estás pidiendo un milagro. Ferrantes volvió a sacar el arma y encañonó al anciano. -Lo mato. Se lo digo en serio. Lo mato a usted, después la mato a ella y me pego un tiro. -¡Pará! No me apuntes- dijo Klimowitz temeroso, cubriéndose la cara. Volvía a ser el asustadizo que había sido antes. Buscó un cigarrillo y lo encendió. Ferrantes apoyó el caño de la pistola en la mejilla del Doctor. -Salga ahí, póngale huevos y haga su trabajo, Doctor. Tiene una paciente esperando. -No puedo Ferrantes... no se puede- dijo, lloriqueando. En ese momento se escuchó un grito desde el consultorio. Los dos hombres se quedaron perplejos. El viejo apagó el cigarrillo y guardó el resto en el bolsillo del delantal. Ambos acudieron de inmediato a donde estaba Laura. El Doctor se mantuvo detrás. Ella, llorando dijo: -Escupí y cayó algo... creo que era un diente... ¡me rompiste un diente, hijo de puta! Ferrantes guardó el arma y se acercó para consolarla. Ella entró en crisis. Forcejearon y se pegaron, y él la redujo sujetándola fuertemente del pelo, inmovilizándole la cabeza hacia atrás. Entonces se besaron. 4
El Doctor Klimowitz, que vio la escena desde la puerta del consultorio, los dejó solos. Llenó una jarra con agua y al cabo de un rato volvió a reunirse con ellos. Sirvió un vaso con agua y se lo acercó a Laura, junto con una pequeña pastilla para que se la tomara. -¿Qué es esto?- preguntó ella con desconfianza. -Un relajante. Tómelo, Laura, se sentirá mejor. Con reconcomio la mujer obedeció al Doctor. Él, por detrás, hizo a Ferrantes un gesto de “V” con los dedos. En otras circunstancias ese gesto significaría “Victoria”, pero en esta eventualidad significaba: “Valium”.
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IV Laura respiraba agitada. Se aferró fuertemente a la silla y rompió a llorar. -Tranquila. Todo va a salir bien- la consoló el anciano acariciándole el hombro. -¿Fue un diente? ¿Dígamelo? Lo que escupí... ¿era un diente? -No, no, no... era un... un trozo de diente... -¡Hijo de puta! Me rompió un diente...- y se dio la vuelta para mirar a Ferrantes que había retrocedido sobre sus pasos, refugiándose en las cerrazones de la habitación- ¡Me rompiste un diente!- gritó furiosa. -Tranquilícese Laura. Si conservamos la calma entonces podremos solucionar esto- continuó el viejo. -Mañana tengo que cantar, ¿entiende? Llevo años esperando una oportunidad para esto. Mañana es el debut. -Claro, claro... lo entiendo. Sé que es importante. Mi hermana también cantaba, ya se lo dije. -Tráigame un espejo. Quiero verme- ordenó ella. -No, no creo que sea conveniente. -¡Quiero un espejo!- gritó, pataleando como una niña caprichosa. 4
Klimowitz buscó a Ferrantes con la vista. El otro se dirigió a la cocina para simular que buscaría un espejo, pero en realidad no tenía intenciones de acceder al pedido de Laura. Si se veía en ese estado iba a entrar en otra crisis nerviosa. -Trate de relajarse, Laurita. -No me diga Laurita. Así me llamaba mi padre que era otro hijo de puta, como este. -Perdón. Laura ¿Le gusta que la llame: Laura? Ella ignoró la pregunta. Se acurrucó porque sintió chuchos de frío. -Hay corriente de aire, ¿quiere que cierre la puerta? -Me pegó él...- comentó Laura-... era mentira lo de la escalera. Me ató y me cagó a palos. Yo le gritaba “¡Saratustra!” y no me hizo caso, me siguió pegando, e incluso con el puño cerrado. -¿Saratustra? -Si, es la clave que tenemos para cortar. El Dr. Klimowitz permaneció pensativo. -¿Para cortar qué? ¿Los golpes? Laura asintió. Miró al doctor con cierta vergüenza. -Los golpes, ahorcamientos, pellizcos, mordidas... lo que surja- confesó. Desde la cocina se escuchaban ruidos de cosas que se movían de un lado a otro estrepitosamente.
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-¡No me desordene todo, Ferrantes! Ahí no va a encontrar nada. Busque en mi habitación o en el baño. Hay un espejito redondo que era de Larisa. Laura rompió a llorar nuevamente. El Doctor la consoló acariciándole el pelo. Ella recostó su cara contra su mano. Las caricias de Klimowitz eran como un bálsamo en ese momento angustioso. -Soy una tarada... Cuando me sale algo bien, busco la forma de estropearlo. -No sea tan dura con usted misma, Laura- dijo el anciano, y se acercó a ella para decirle algo al oído-. Hágame caso, aléjese de este enfermo mental. No importa si le consiguió una actuación, ya conseguirá otras cosas. Pero aléjese de él porque está totalmente loco. Laura se acomodó en la silla para enfocarse de frente con el Doctor. Se le puso una extraña mirada, entre enfado y estupor. -No... si él no me consiguió nada. ¿Usted cree que yo debuto mañana gracias a este pelotudo? El viejo no supo que responder a eso. No salía de su asombro. -Mi marido fue el que me consiguió un papel en el musical. Este tarado no consigue nada, no es nadie. Le gustaría estar en el ambiente pero todos le huyen porque es un chanta. Estuve tres años pateando al lado suyo y no pasó nada... ¡Tres años! -No entiendo entonces. ¿Qué hace con él? Laura se desinfló como un globo y se escurrió en la silla. El Valium empezaba a hacerle efecto. 4
-Pasa que soy melancólica. Una estúpida, una romántica... Le tenía mucho odio, mucha bronca porque me hizo perder el tiempo. Me casé con un hombre serio y bueno, uno que me quiere de verdad... Mauricio. Él me consiguió este papel en la obra. Tiene muchos contactos y amigos que le deben favores. Si no tenés enganche, hoy, ni te hacen un casting. -Pero ¿porqué está con Ferrantes si tiene un marido? Laura sollozó. Se aferró a la mano del Doctor. -Lo llamé por despecho. Quería contarle que estaba por debutar en el San Martín. Quería pincharlo porque mi marido, ese al que tanto despreció, al que llamaba “el peladito simpático”, me había conseguido un laburo de verdad, cosa que él no hizo nunca. -¿Y? -Y bueno...- continuó ella-... una cosa lleva a la otra... Me dieron ganas de verlo. Fui a su casa. Me juré que no iba a acostarme con él, que iba a resistir la tentación pero... la carne es débil... no pude...- y rompió a llorar-. Me pasó lo mismo que el día antes de la boda... -¡Ah! Ya había pasado antes- murmuró Klimowitz. -Si. Cuando estaba por casarme, el día antes, lo llamé para fanfarronear, para decirle “me voy a casar con un hombre de verdad, que me trata bien y me respeta”. Hablamos... lo fui a ver... En las fotos de la boda tengo un ojo negro. El viejo volvió a acariciarle la mejilla. Sintió lástima por ella. -Laura... usted no se quiere... usted se castiga... Le gusta sufrir. -¿Qué quiere decir con eso? 4
La conversación se cortó con la aparición de Ferrantes que venía con la tapa de una hoya. -No encontré nada. A ver si te sirve esto. Laura y el Doctor se quedaron mirando el absurdo recurso de Ferrantes. Volvieron a cruzar una mirada y guardaron silencio, haciendo caso omiso de la tapa de hoya. -¿Se siente mejor?- preguntó Klimowitz. -No sé. Me siento agotada. Tengo ganas de dormir. -Es por el relajante que le di. Abra la boca, quiero volver a verla. Laura obedeció aferrándose con la mano derecha al delantal del Doctor. Ferrantes, que advirtió cierta complicidad en ellos, se sintió celoso. Abandonó la tapa de la hoya y se retiró a la cocina a beber un poco de la ginebra que quedaba en la botella. El Doctor entró en la cocina arreglando el resto del cigarrillo que se había guardado antes en el bolsillo del delantal. Ferrantes estaba junto a la mesada bebiéndose el néctar de una lata de duraznos en almíbar que acababa de comerse. -Me dio hambre. Es lo único que encontré. Después se la repongo- dijo. Mientras encendía el cigarrillo, el viejo, vio la pistola abandonada sobre la mesa, pero al cerciorarse de que Ferrantes había advertido sus intenciones, abandonó cualquier tentativa por agarrarla. Ferrantes se apresuró a guardarse la pistola. 4
-¿Y? ¿Cómo la ve? -Se durmió. Por el Valium. No entiendo como no se retuerce de dolor. Tiene la mandíbula partida ¿Con qué le pegaste? -No le pegué, estábamos... -¡No te hagas el pelotudo, Ferrantes! No me subestimes. Hablemos claro- increpó el Doctor con impaciencia. -Con la mano- confesó el otro-. Tengo la mano pesada. Habíamos tomado un poco y... -Le pegaste con el puño- interrumpió el Doctor-. Le diste una piña porque le querías joder la actuación. Te dio bronca que le saliera algo bien, ¿no? -¡No diga boludeces, Alfredo! -Eso es lo que pasó. Yo sé que eso es exactamente lo que pasó. -¡Basta!- gritó Ferrantes y volvió a sacar la pistola. El anciano sonrió y le dio una larga chupada a su cigarrillo. Buscó una copita del fregadero y la llenó con la ginebra que había quedado del lavado del instrumental. -¿Conocés la película Frankenstein? Esa en la que trabajaba... creo que era Karloff o Lugossi... no me acuerdo. -Boris Karloff- afirmó el otro. -Si. Bueno... la película estaba bien pero el director cometió un error espantoso... ¿sabés cual es? Ferrantes no respondió, se encogió de hombros. -Mostrar tanto al monstruo. Al principio daba miedo, pero después de un rato, de tanto verlo, el espectador se 4
acostumbra y ya no causa nada. Cometieron el mismo error en muchas películas. Cuando sucede eso lo único que puede salvar a la película es el peso del argumento de la historia. Si el argumento es flojo... la película aburre. Se hizo un largo silencio. Klimowitz se echó la ginebra de un trago y aplastó el cigarrillo en el cenicero. -¿Y? ¿Qué me está diciendo con eso? -Quiero decir que, a estas alturas del asunto, ya me amenazaste con esa pistola demasiadas veces, tantas veces que ya no me asusta. Lo único que debería sostener este problema es el argumento de esta historia, y tu argumento es flojo. Aburre, ¿entendés? Me pasaba lo mismo con tu viejo. Y le pasó a todas las personas que tenía alrededor. El monstruo dejó de asustar... el argumento era flojo... aburrió y se quedó solo. A tu madre también la aburrió. Finalmente, tu viejo, no tuvo más remedio que pegarse un tiro. -¡No quiero que hable así de mi padre! ¿Qué carajo sabrá usted de lo que le pasó?- gritó Ferrantes agarrándolo del delantal. -Me estás arrugando. ¡Soltá! Lo planchó mi hermana. -¡Su hermana está jodidamente muerta! Klimowitz sonrió. Se sentó en la silla que estaba más cerca de la pared. -Es verdad. Tu viejo también. Tu madre también... todos muertos...- y se quedó pensativo. Instintivamente señaló el camino que hizo su hermana hasta la heladera antes de caer, e hizo un gesto de negación con la cabeza. -¿Qué va hacer con Laura?- apuró Ferrantes. 4
-No puedo hacer nada. Tendría que improvisar una corona o una funda para arreglarle ese diente roto. Además, todavía puede hablar, pero mañana no va a poder ni decir “hola”. La mandíbula está rota. Se le mueve toda. Sin una radiografía no puedo precisar como está eso. En cuanto se despierte hay que decirle que no podrá actuar mañana. Tiene que asumirlo. -¡No! Si pasa eso, esa zorra me va a denunciar ¿entiende o no entiende? La conozco bien, es peligrosa. Si el marido se entera de la verdad me va a mandar a matar, y a ella también. Es un tipo pesado. -Ferrantes, ponele huevos a la situación. Escapate ahora que está dormida. Huí asumiendo el papel del cobarde que sos y rajate de Buenosaires esta misma noche. -¡No! Usted va a atenderla. Si no funciona, ya le dije lo que va a pasar- volvió a amenazar Ferrantes. Desde el consultorio se escucharon quejidos. Ferrantes se inquietó y volvió a caminar en círculos. -Tranquilo. Está dormida pero le duele. Le tengo que meter un calmante. Tenés que bajar a buscar alguna farmacia abierta. -¡Ni loco! Si los dejo solos se va a escapar con ella, o se va a escapar solo ¿se cree que soy idiota? -Bueno, entonces voy yo. Te prometo que vuelvo- dijo el anciano. -¿Me toma por estúpido, Alfredo? -¿Y entonces que hacemos? Decímelo vos porque a mí no se me ocurre nada. 5
Ferrantes caminó en círculos nuevamente, rascándose la cabeza con el caño de la pistola. Con la mano libre lanzaba puñetazos al aire. -¡En la mesita de luz!- exclamó. -¿Qué? -Cuando estaba buscando el espejito de su hermana vi que en la mesita de luz estaba lleno de medicamentos y ampollas y cosas raras. Ahí tiene que tener algo. -Ferrantes, querido, hace años que no trabajo ¿no te diste cuenta? Ahí hay de todo, es cierto, pero son del año del pedo. Son cosas que usaba en el consultorio. Mi hermana las guardó ahí pero imaginate que todo eso ya está vencido. Ferrantes dejó la cocina y cruzando el pasillo se metió en la habitación de Klimowitz. En el camino se llevó por delante una pila de revistas que estaban sujetas por una banda elástica. Al cabo de unos segundos regresó a la cocina volviendo a trastabillar con las revistas. Se había olvidado la linterna. Regresó a la habitación caminando con torpeza y arrebato. -¡No me desordenes nada, Ferrantes!- gritó el viejo que permaneció sentado mirando el suelo, repasando el camino que hizo su hermana hasta la heladera antes de morir. Cuando estaba allí no podía dejar de darle vueltas al mismo asunto, una y otra vez. Después de un rato Ferrantes regresó con una caja llena de medicamentos. La dejó caer sobre la mesa. -¡Ahí tiene! Hay calmantes y anestesia. Reconozco bien esas ampollas porque eran las mismas que usaba mi viejo. 5
-Ferrantes... ¡mirá la fecha de vencimiento, por el amor de Dios! -En el baño... en el estante... ahí vi que tiene jeringas y agujas. -¡Son viejas, Ferrantes! Deben estar oxidadas. No son de las de ahora, las descartables, son agujas del año de miaupa. -Las limpiamos y las desinfectamos. Como hizo con el instrumental. ¡Vamos! Si la anestesia está vencida le duplica la dosis y listo. -No se puede hacer esto, Ferrantes... las cosas no son así... Ferrantes se guardó la pistola y se arrebató contra el anciano. Lo levantó de la ropa y lo aplastó contra la pared calzándole la mano en el cuello para ahorcarlo. El anciano intentó defenderse pero era demasiado débil ante la furia de aquel hombre animalizado. -Se me acaba la paciencia, Alfredo- dijo, con la voz ronca y los dientes apretados. El viejo balbuceó unas palabras. Ferrantes aflojó un poco para dejarlo hablar. -¿Qué? -Me preguntaba... ¿así es como las agarrás? A las mujeres, digo. ¿Esto es lo que les hacés? Ferrantes dobló al anciano contra la mesa y llevando su brazo hacia atrás lo hizo jurar que se ocuparía de Laura. -¡No me rompas los anteojos que son carísimos!- suplicó Klimowitz, y volvió a llamar a René a los gritos. Ferrantes le soltó el brazo y se apartó para tranquilizarse. Abrió la canilla de la pileta de la cocina, empujando la pila de 5
platos hacia un costado, y puso las muñecas bajo el chorro de agua fresca. Respiraba agitado y encorvado como un animal. Después de un largo silencio el viejo dijo: -Tengo que saber qué es lo que tomaron. -¿Qué? -Si, dijiste que tomaron algo antes de... cojer... Necesito saber exactamente qué fue lo que tomaron- insistió el Doctor. -Fernet. -¿Y qué más? -Con coca cola. -¿Qué más tomaron, Ferrantes?- insistió el Doctor. -Cocaína. -¡Mierda! -Y algunas pastillitas... no sé... esas cosas que se toman para ponerse a tono. -¿Qué pastillas? -Pastillitas. ¡No sé! No me rompa las bolas con eso, Alfredo. -Es para saber que clase de cóctel se va a mezclar con la anestesia. Si le inyecto esto... será como una bomba de tiempo... Ferrantes volvió a sacar el arma y la apoyó directamente en la frente del Doctor. Esta vez sí parecía dispuesto a disparar. Klimowitz advirtió una mirada de locura en sus 5
ojos, algo que reconocía del pasado, de su padre. Sabía que esa era la mirada del límite. -¡Lo mato hijo de puta! En serio, voy a matarlo, Alfredo. Ya no puedo soportar más esta tensión. Klimowitz no pronunció palabra. En absoluto silencio se apartó del cañón de la pistola. -Voy a necesitar tu ayuda...- dijo, en voz calma y bajita-... buscá en el armario del baño las jeringas, las agujas y la pasta. Voy a hacerle un provisorio en el diente. Le va a aguantar hasta mañana- y se abrió paso para salir de la cocina en dirección a la habitación. Allí dentro se demoró un largo rato buscando algo dentro del placard. Se escuchaban ruidos de revolver cosas. Ferrantes se ocupó de traer las otras cosas del baño y se encargó de poner a remojar en ginebra las jeringas y las agujas. -¿Qué busca, Alfredo? -Nada, una cosa... vos mientras tanto hacé lo que te pedí. -Si tiene un arma le juro que... -No tengo armas. No me gustan las armas. Esta es una casa decente- respondió el viejo y continuó removiendo cosas dentro del placard. Desde el consultorio volvió a oírse a Laura dejando escapar gimoteos inconscientes de dolor. Finalmente el anciano gritó: -¡Acá está! ¡Sabía que la tenía! Ferrantes estaba nervioso y expectante. 5
Klimowitz apareció en la cocina con una caja que estaba sellada con cinta engomada. Apoyó la caja sobre la mesa y buscó un cuchillo para abrirla. -¿Qué tiene ahí?- preguntó Ferrantes intrigado. -¿Esto? Me lo mandaron desde Alemania. Esto le salvó la jeta a mas de uno, te lo aseguro- y sacó del interior de la caja un extraño y pesado artefacto de hierro. Luego sacó tornillos y palillos de hierro parecidos a clavos que se sujetaban de pequeñas cadenitas. -¿Qué mierda es eso? -Esto es un F.G.K. que son las siglas de Fix Gebrochenen Kiefer. No se que significa. Con esto le vamos a sujetar la mandíbula rota. Ya lo vas a ver. -Pero con eso puesto no va a poder cantar. -Con esto puesto voy a inmovilizarla y voy a poder arreglarle lo que haya que arreglarle de la boca. Así como está no puede mantener la boca abierta- explicó el Doctor. Miró a su alrededor buscando los elementos que le había pedido al otro-. La pasta... ¿dónde está la pasta? Ferrantes se la acercó. El viejo buscó un plato y una cuchara y le explicó como debía moler el polvo y machacarlo humedecido para que se convirtiera en una pasta consistente. De la caja de herramientas sacó unas pinzas y le dijo que le ayudara a colocarle la máscara de hierro a la mujer. -Ya lo tenemos todo...- dijo el anciano-. Esto no va a funcionar pero por lo menos no vas a poder decir que no lo intenté.
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V -¡Laura! ¡Laura, despierte! -¿Para qué la despierta? -Le prometí que le iba a ir diciendo cada cosa que le hiciera- respondió el viejo y la zamarreó un poco. La mujer, con dificultad, pestañeó un poco y se quejó del dolor. Ya tenía la cara un poco más hinchada y los moretones bien marcados en su piel blanca. Se incorporó, dobló un poco el cuello y se inclinó para lanzar otro escupitajo en el balde. -Estoy desfigurada ¿no? Consígame un espejo, Doctor. -No encontré un espejo, Laura, pero tengo todo lo que necesito para intervenirla. Lo primero que voy a hacer es ponerle un poco de anestesia y luego voy a reconstruir el diente roto. Cuando se despierte estará todo el trabajo hecho ¿Le parece bien? Respondió encogiéndose de hombros y volvió a cerrar los ojos. Tenía una mirada inestable y parpadeante, y la cabeza le pesaba. 5
El Doctor Klimowitz la acomodó en la silla y le pidió ayuda a Ferrantes para que le sujetara la cabeza mientras él le calzaba la máscara de hierro. En un primer momento ella se asustó y se resistió, pero no tenía fuerzas para evadirlo. Con cierta dificultad la cara de Laura quedó, literalmente, enjaulada tras las bandas de hierro, y, a modo de torniquete, fueron ajustando los tornillos mariposa que se ubicaban a los lados. -Abra bien la boca, Laura. Usted, Ferrantes, coloque la barrita en el tercer agujero. No apriete, solo cálcela y deje que yo haga los ajustes. -¿Qué me están haciendo?- exclamó Laura en un arrebato de lucidez. -Esto es para poder trabajar mientras esté dormida. Es un FGK con un separador y un abrebocas autoestático, para que le quede la boca abierta y la mandíbula bien derechitaexplicó el Doctor. -¡No quiero estar dormida! ¡Sáqueme esto! El Doctor Klimowitz desoyó sus gritos y ajustó los clavos y torniquetes que estiraron su quijada hacia abajo y enderezaron su mandíbula. La mujer gritó de dolor y lanzó manotazos al aire. Dos pequeños suspensores le mantenían la boca bien abierta y no había forma de doblegar su fuerza. Ella intentó arrancarse la máscara. -Ferrantes... en la caja de herramientas... traiga la cinta plateada- ordenó el Doctor. El otro obedeció de inmediato. -¡Y una tijera o algo para cortar, Ferrantes! ¿Quiere que la corte a mordiscos?- increpó el Doctor. 5
El otro obedeció sin chistar. Estaba asustado y sudoroso. Aquella máscara de hierro parecía un elemento de tortura o un perverso artilugio fetichista. Con la cinta, el Doctor, contuvo los brazos de Laura inmovilizándolos a los antebrazos de la silla. Ya no podía dar manotazos ni arañazos ni iba a intentar quitarse la máscara de hierro. Se arrodilló y sujetó también sus piernas a las patas de la silla, con varias vueltas de cinta. -Ferrantes... tráigame un trapo húmedo de la cocina, o una toalla mojada. Se me ensuciaron las manos- dijo. El hierro de la máscara estaba herrumbrado y oxidado. Llevaba demasiado tiempo sin uso, guardado en un sitio con mucha humedad. Reducida como una bestia, Laura ya no podía moverse, ni hablar, ni resistirse de ningún modo. Los preliminares ya estaban realizados y ahora comenzaba la verdadera intervención. -Y que Dios nos ayude...- murmuró Klimowitz y se persignó.
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VI -¿Cuánto tardará en hacerle efecto la anestesia?- preguntó Ferrantes mientras apisonaba con la cuchara el polvillo que se convertiría en pasta para la funda. -Un rato- dijo el Doctor-. En cuanto se duerma voy a trabajar con el torno para limarle bien los restos del diente roto. -Haga lo que tenga que hacer- dijo Ferrantes. -No te lo estoy diciendo a vos, imbécil. Le hablo a ella. Laura emitió un quejido deforme y áspero. Klimowitz le dio unos golpecitos a la jeringa con el dedo y dejó escapar unas gotita al aire. Buscó un buen sitio en su antebrazo y apoyó la aguja en la piel blanca y delicada de la mujer. Ella se sacudió resistiéndose. -Laura, no se mueva tanto o tendré que sujetarla con cinta alrededor, contra el respaldo, para inmovilizarla. Una voz gutural y ronca brotó de su garganta. -¡Tranquila, nena! El Doctor sabe lo que hace- dijo Ferrantes. La aguja perforó la piel y ella se sacudió nuevamente. El Doctor tuvo que abortar y retirar la aguja. 5
-Páseme la cinta, Ferrantes- ordenó, y entre los dos le dieron varias vueltas de cinta, entre el abdomen y el respaldo hasta dejarla inmóvil y sosegada. -Lo que le inyecto ahora es solo un calmante, simplemente, para que se relaje, Laura. Luego le pondré la anestesia. Retomó lo que había empezado antes, y volvió a pincharla en el brazo. La presión del pulgar empujó todo el líquido hacia dentro rápidamente. Volcó un chorro de ginebra sobre el sitio del pinchazo y limpió con el delantal. -Ya casi estamos... ¿cómo va eso, Ferrantes?- refiriéndose a la pasta. -No sé, fíjese usted, Alfredo. El Doctor tocó con el dedo para comprobar la consistencia de la pasta. -Le falta un poco. Dale más. Ajustó el foco y lo acercó a la boca abierta de Laura. Miró dentro, chasqueó la lengua e hizo un gesto negativo con la cabeza. -¡Mierda! Tiene el paladar roto, necesita sutura- murmuró. Acercó la bandeja del instrumental y con el explorador repasó cada uno de los dientes-. Por algún lado yo tenía una pinza para fragmentos...- dijo inspeccionando alrededor con el foco del torno. Laura se relajó, agotada por los efectos del sedante. El Doctor nervioso se quebró en un arrebato de pánico y se apartó. Ferrantes abandonó lo que estaba haciendo y se le acercó por detrás colocando una mano sobre su hombro. -¡Siga, Alfredo! Yo confío en usted- le dijo para alentarlo. 6
-¡Esto es imposible! Voy a necesitar una llave acodada, una fresa quirúrgica, un prolongador, una carraca, cemento de obturación... no tengo nada de todo eso, Ferrantes, es como si un cirujano tuviera que operar de apéndice con una cuchara y un tenedor. -¡No sea cagón, Alfredo! ¡Usted puede! La vida le impone un desafío. -No va a poder cantar, no va a poder ni hablar mañana. -Pero si igual solo tiene que cantar dos frases. Se hizo un efímero mutismo. -¿Cómo que dos frases? -Si. Entra en el quinto acto, canta dos frases junto con otras dos chicas y desaparece- explicó Ferrantes. -¿Eso solo?- se sorprendió Klimowitz. -Si. Es un musical. Ella tiene un papelito secundario de nada. Hace de musa griega, creo, o algo por el estilo. El Doctor volteó para ponerse de frente a Ferrantes. No conseguía salir de su asombro. -¿Me estás tomando el pelo? ¿Ese era su debut estelar? Ferrantes miró a Laura y tomando del brazo al Doctor lo apartó para que pudieran hablar en voz baja. -El marido le consiguió el papel. Para ella es importante. Se cree que con esto se va a disparar al estrellato, pero no es nada. El Doctor se sintió confusamente aliviado. -Yo pensé que... ¿porqué no me dijiste todo esto desde el principio? O sea que, si sube al escenario y no canta, digo, si 6
solo mueve un poco la boca, no pasará nada... las otras dos la van a cubrir. -Claro. Klimowitz se desinfló. Se secó el sudor de la frente con el trapo repasador que había traído de la cocina para usar como secamanos. -Voy a preparar la anestesia- dijo-. Vos seguí con lo que estabas haciendo. Ferrantes se dirigió a la cocina para mojarse las muñecas, nuevamente, bajo el chorro de agua fría. Desde allí escuchaba como el viejo le decía cosas a Laura. Se echó un trago de ginebra y regresó al consultorio. -... es solo un pinchacito de nada que arde un poco. Pronto va a sentir un cosquilleo y que se le duerme la boca y un poco la lengua. Si le molesta algo levante la mano- y le colocó la inyección en la encía-. En un ratito, cuando haga efecto, le voy a poner un poco más pero esa ni la va a sentir, Laura. Quédese tranquila- explicó el Doctor. Ella emitió un débil sonido gutural. -Me dan impresión las agujas- comentó Ferrantes. -A tu madre le pasaba lo mismo. Le arreglaba las caries sin anestesia- dijo Klimowitz. Dejó la jeringa sobre la bandeja y acarició el hombro de Laura. Ferrantes lo observó con desagrado. -Me voy a la cocina a fumar un pucho mientras le prende la anestesia- dijo el viejo y, con las manos temblorosas, se quitó los lentes. 6
Se sentía cansado por la hora y por los nervios. Ferrantes se reunió con Klimowitz. Se encontró con el viejo, fumando, bebiendo una copita de ginebra y repasando mentalmente el recorrido que hizo Larisa desde la silla hasta la puerta de la heladera. -No tiene sentido...- murmuraba el viejo. -¿Es normal que esté delirando un poco? Klimowitz se sobresaltó por la interrupción. No lo había escuchado llegar. -¿Qué? ¿Quién? -Laura, digo, ¿es normal que delire y que haga ruidos?insistió Ferrantes. -¡Ah! Si, si, es por la anestesia. En un rato le enchufo el resto y es posible que se duerma. -¿Qué le va a hacer? -Voy a pulir un poco el diente y voy a hacerle una funda provisoria. Tengo que ver como está esa herida del paladar. No me gusta como se ve la herida. Y bueno... no puedo hacer mucho más que eso. -Va a quedar bien, ¿no?- preguntó Ferrantes. -No- aseguró Klimowitz, sin vueltas. -¿Cómo que no? -No, ya te lo dije antes. Mañana va a tener la cara hinchada y le va a doler todo. Se va a sentir fatal. Va a necesitar calmantes fuertes y antibióticos. No va a poder subir al escenario. 6
-Ella va a poder...- aseguró Ferrantes-. Yo la conozco bien. Se banca cualquier cosa. Usted haga lo que tiene que hacer. -No seas ingenuo, Ferrantes. No le dolió hasta ahora por los efectos de las drogas que se clavaron antes. Tiene el hueso de la mandíbula partido. -Usted no la conoce. Es amiga del dolor. Le pasó esto porque le gusta que la sacudan...- dijo Ferrantes presuntuoso. -Eso es masoquismo, Ferrantes. Es una patología. -Si, si, eso... ya sabe... broches en los pezones, cinturón apretado en el cuello, esposas en las muñecas, bofetadas... ella me lo pide. Me grita: “¡Pegame, hijo de puta! ¡Pegame más fuerte! Y yo... -¡Pará, pará! No me cuentes detalles de las cosas que hacen. No me interesa. Cada loco con su tema- reprobó el viejo y se dejó caer sobre la silla cercana a la pared. -Se lo digo para que no me juzgue más, y para que no me siga mirando como a un depravado. Klimowitz dejó escapar un largo suspiro de agobio. -No, si no te juzgo. Después de todo vos solo sos un accidente de la naturaleza y no tenés la culpa de haber nacido. -¿Qué está diciendo, Alfredo? El anciano sonrió jactancioso, como quien guarda un inconfesable secreto. -Otra vez con lo de mi familia, ¿no? ¡Hable, viejo! ¡Desde que llegué me está jodiendo con el asunto de mi familia! Klimowitz hizo una sonrisa corta... 6
-¿Familia? Vos no tuviste ninguna familia. Tus padres estaban juntos por conveniencia. Vos caíste de prepo y terminaste de joderle la vida a tu madre. -¡No le permito que hable así!- gritó Ferrantes, encarándose y dando una fuerte palmada sobre la mesa. El viejo lo miró fijamente. Su sonrisa se transformó en una mueca confusa y tensa. Escupió una bocanada de humo y, en un solo movimiento, sacó un tenedor que tenía escondido bajo la manga del delantal, pretendiendo clavárselo a Ferrantes en la mano. Tuvo muy mala suerte con la maniobra porque los dientes del tenedor chocaron con los nudillos sin hacerle mayor daño. Igualmente, Ferrantes sintió un dolor espantoso y se lastimó un poco. Clavó sus ojos de furia en los del viejo y lo atrapó del cuello para ahorcarlo. La misma escena de antes volvía a repetirse. Klimowitz quedó estampado contra la pared, estrangulado por los dedos de Ferrantes que oprimían como tenazas. Con la voz quebrantada y débil, el viejo, repetía: -Lo tenía que intentar... lo tenía que intentar... ¡René! Ferrantes, con la mano izquierda lastimada, apretando el cuello del Doctor, y la derecha cerrada en un puño, a punto de romperle la nariz, tuvo un rapto de lucidez y se contuvo. Lo dejó libre. El viejo cayó sentado sobre la silla, sacudiéndose las brazas del cigarrillo que, en el arrebato, se habían desperdigado sobre su delantal. Ferrantes abrió el grifo y colocó la mano lastimada bajo el chorro de agua fría. -¿Qué mierda fue eso, Alfredo? ¡Me atacó a traición! 6
El anciano se desplomó recostándose sobre la mesa para recuperarse de la estrangulación. Rompió a llorar como un niño. -No sos vos...- decía-...no es culpa tuya... solo sos un instrumento del destino. -¡Deje de decir boludeces, viejo chiflado! -El pasado siempre vuelve para cobrarse las deudas. Vos sos solo un instrumento, Ferrantes. No es culpa tuya que seas tan patético. El otro hizo caso omiso a lo que decía el viejo porque ahora tenía otra preocupación. Se echó un chorro de ginebra sobre la herida que le dejó los dientes del tenedor y buscó algo para cubrirla. -¿Tiene una venda? -¡No tengo nada... nada de nada! ¡Mi vida es una mierda!dijo, llorando desconsolado-. No tengo nada. Ferrantes fue en busca de algo para improvisar un vendaje. Laura, desde el consultorio, emitía sonidos deformes con su boca abierta. No parecían gemidos de dolor sino voceos de delirio. Al cruzar por el pasillo para dirigirse a la habitación, Ferrantes, volvió a tropezar con la pila de revistas y libros, atados en bloques con sogas. Tiró de la sábana de la cama y la rompió haciendo un par de tiras. Se envolvió la herida de la mano. De regreso vio que el viejo había abandonado la escena de autolamentación de la cocina y había regresado al consultorio para seguir atendiendo a Laura. 6
Ferrantes avanzó al consultorio y se ubicó detrás de Laura. -Ya le puse el resto de la anestesia. Enseguida voy a poder trabajar- anunció Klimowitz, mientras introducía trocitos de algodón dentro de la boca de la paciente. Ahora su tono de voz era neutral y serio. No parecía la misma persona que unos momentos antes se había quebrado, llorando en la cocina. Es que la cocina lo transformaba en un hombre débil. Tan solo cruzar el pasillo e ingresar en su consultorio bastaba para convertirlo en alguien decidido y profesional. Dentro del consultorio era valiente y seguro. El límite era el umbral de la puerta. La cocina lo llenaba de culpas y de miedos, porque allí, el fantasma de la caída y muerte de su hermana, volvía a Klimowitz un ser humano perdedor y temeroso, lleno de fragilidades y remordimientos. -Me hizo mierda la mano, Alfredo, no vuelva a intentar estupideces de esas o lo mato- amenazó Ferrantes. -Lo mato, lo mato, lo mato... el monstruo no asusta...dijo el viejo mientras pasaba cinta metalizada alrededor de la zona de la frente de la máscara de hierro para sujetarla al respaldo de la silla. -¿Quién es René?- preguntó Ferrantes. El anciano estaba demasiado concentrado en lo que estaba haciendo e hizo caso omiso a su pregunta. Cuando terminó de fijar la cabeza de Laura dio la vuelta al torno para comprobar como estaba la consistencia de la pasta con la que, supuestamente, pensaba fabricarle una funda provisoria. -¿De donde sacó este aparato?- preguntó Ferrantes refiriéndose a la máscara de hierro. 6
-Me lo mandaron de Alemania. Es una reliquia de la época de la guerra. -¡Claro! Ya me parecía... parece un aparato de tortura nazi...- comentó Ferrantes-... seguro que es un aparato de tortura nazi. -Se usaba para atender a los soldados. Para operaciones quirúrgicas de emergencia. Al principio lo usaban para los cuerpos de paracaidistas. Parece que cuando caían a tierra, a veces, se pegaban con las rodillas en la mandíbula y se las rompían. Con esto lo arreglaban. Dio tan buen resultado que después lo empezaron a usar para las fracturas de cráneo provocadas por esquirlas de granadas. Con esto inmovilizaban la cabeza- explicó Klimowitz-. Es una reliquia. La compró mi amigo Edmund en una subasta en Hamburgo. -Igual parece un aparato de tortura nazi- insistió Ferrantes. El Doctor levantó los párpados de Laura. Le tomó el pulso de las muñecas y acarició suavemente su frente. Ferrantes, que observaba cada uno de sus movimientos, reparó en la forma cariñosa de Klimowitz al tocar a Laura. Se sintió celoso. Sonrió con malicia. -Le gusta ¿eh? -¿Qué? -Lo noto en como la toca. La toca mucho. Ella le gusta. -Dejá de decir pelotudeces, Ferrantes- renegó el Doctor y se dio la vuelta para preparar el torno. Al volver, Ferrantes, seguía en la misma posición, vigilando atentamente. Aun conservaba esa sonrisita malvada. Pasó las manos por 6
encima de los hombros de Laura y se aferró a sus pechos con ambas manos. Se mantuvo allí, masajeándolos por encima de la blusa. -¿Le gusta? Yo sé que le gusta... Se parece a su hermana, ¿no? Claro que cuando era joven y delgada...- dijo en un tono socarrón-...tan ambiciosa, tan fresca, tan frágil... como su hermana, ¿no? -¡Basta!- gritó el Doctor abriéndose paso bruscamente para apartarse de allí-. ¡Así no puedo trabajar! Ferrantes dejó de provocarlo y se marchó a la cocina. Al pasar junto al viejo le dijo al oído: -Yo seré un accidente, como dijo antes, pero prefiero ser eso a ser visto como un viejo depravado e incestuoso. Todos sabían lo de su hermana y usted, Alfredo. Era tan evidente. Todos hablaban de eso. Klimowitz permaneció en silencio, cabizbajo y nervioso. Estaba contenido. Sentía deseos de molerlo a palos, pero no tenía fuerzas para enfrentarse a él. Ferrantes, orgulloso de su venganza verbal, se sentó en la cocina a descansar. Usó la silla que estaba junto a la pared, la que solía ocupar Larisa, para tener la puerta de frente y mantenerse atento a los movimientos de Klimowitz. Se sentía agotado y le dolía la mano. Al cabo de un rato no pudo resistirse al fulminante sueño que lo invadió, y se quedó dormido apoyado sobre la mesa.
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VII Se abre el inmenso telón rojo vino. La sala se colma de aplausos y aclamaciones. Alfredo Klimowitz pasa sus dedos cuidadosamente a través de los barrotes de la máscara de hierro y le pinta los labios a Laura. Le acomoda el vestido y le anuncia que ya es el momento de entrar en escena. -Tiene que quitarme esta cosa, Klimowitz, tengo la cabeza enjaulada. -No te preocupes, princesa, nadie puede verla. Solo vos y yo sabemos que la llevas puesta. -¿Me lo promete? -Te lo juro. Subí al escenario... tu público te espera impaciente. Así, conforme remontaba los peldaños de la escalera, su inmenso vestido de gala se iba desenvolviendo y extendiendo en una infinita cola. La atención del público se podía sentir latente en aquel silencio expectante. Laura Solís avanzó hasta el centro del escenario con exquisita compostura y andares minuciosos. La escenografía se parecía mucho al consultorio del Doctor pero en grandes dimensiones y con una excelente iluminación. Se sentó en el sillón que era iluminado por un inmenso foco direccional desde arriba, y aunque le era imposible cerrar su boca, tensa por las trabas y los torniquetes, desde lo más hondo de su 7
garganta brotó una voz tan espectacular que dejó paralizados a todos los presentes. Podía cantar. El Doctor Klimowitz, ahora convertido en su asistente personal, le había dicho la verdad. No le hacía falta recordar la letra ni ejercer esfuerzo alguno. Todo salía tan naturalmente que hasta ella misma se sorprendía de sus aptitudes. Entonces apareció en escena su marido, vestido de verdugo. Tenía una capucha en la cabeza, el torso desnudo, con un enorme vientre colgante y peludo, y unos pantys ajustados. Tenía un hacha en la mano y en la otra una ofrenda... -Lo hice por vos, cariño, para que sepas que, mientras permanezcas junto a mí, nadie en el mundo que te haya lastimado, quedará impune- y descubrió una bolsa plástica en la que cargaba la cabeza inerte de Ferrantes, cortada de cuajo desde la mitad del cuello. La sangre chorreaba por la extremidad donde había practicado el corte. Laura agarró la cabeza de Ferrantes y la colocó sobre sus faldas, e introduciendo la mano en la bolsa para acariciar su cabellera, cantó una pieza tan emotiva que cautivó y emocionó al público entero. Al final, la gente estalló en una única ovación. Se disparaban flashes de cámaras fotográficas y la gente mordía pañuelos y se arrancaba los cabellos de la emoción. De repente, Laura, divisó entre el público a su padre, retirándose del teatro, furioso de indignación, llevándose de la mano a una niña vestida de blanco que se resistía a abandonar el lugar. En medio del forcejeo, la niña se dio la vuelta y clavó sus ojos directamente en los de Laura, 7
y ambas se reconocieron porque eran la misma persona en dos etapas diferentes de la vida. -Ese hombre está despojándome de la niñez...- dijo Laura al verdugo-. Quiero su cabeza en una bolsa de plástico. -No puedo- respondió su marido-. Él pertenece a algún pasado del mundo real y yo, aquí, nosotros, somos personajes ficticios sobre un escenario. Tras estas palabras, la eufonía de los aplausos y las ovaciones se fundieron en una argamasa sonora, en una ciénaga estrepitosa y acústica que se deprimía en el cono de un embudo espectral. Las luces se fueron apagando una a una y el telón se fue cerrando lentamente. El escenario fue menguando hasta convertirse en una solitaria habitación en un departamento, en un quinto piso, en Buenosaires. Laura miró al Doctor Klimowitz quien la besó en la mano y le dijo: -Ha sido un debut espectacular. Ninguno de los presentes olvidará esto en toda su vida. -¿Ya pasó todo, Doctor?- preguntó ella. El Doctor asintió y le regaló una cariñosa sonrisa. Pronto todo se diluyó hasta licuarse en una rotunda soledad y Laura quedó sola, sentada en su silla, bajo la única luz del foco. La oscuridad se encargó de tragarse todo lentamente.
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VIII Confuso y dolorido, Ferrantes se despertó. Se odió a sí mismo por haberse quedado dormido. Había mucho silencio en todo el departamento. Se incorporó sobresaltado y palpó en su cinturón para asegurarse que la pistola seguía en su lugar y pretendió ir a ver que había pasado con Laura. Entonces trastabilló con una leve pero inoportuna muesca que sobresalía de la baldosa y se desplomó al suelo, justo frente a la puerta de la heladera. Por unos milímetros estuvo a punto de darse un golpe con el borde de la mesada. Miró hacia arriba, desde el suelo, y estudió el alrededor. “Así es como sucedió”, pensó, y se incorporó de inmediato para abandonar esa extraña deducción que lo hacía sentirse obsesivo como Klimowitz. Cruzó el pasillo para dirigirse al consultorio. En el trayecto descubrió algo muy extraño... en el bolsillo de su saco tenía un fajo de billetes sujetos con una gomita elástica. “¿Y esto?”, se preguntó. Aquello no tenía sentido. Prosiguió hasta el consultorio. Los primeros claros del alba se dejaban asomar por la ventana que daba a la calle, y se activaron los primeros sonidos de los automóviles que llegaban desde la avenida. Ahora, con aquella mezquina claridad, la habitación parecía mas amplia. 7
Tuvo un horrible presentimiento al ver a Laura, de espaldas, sola, sentada en la silla. En el aparato del torno había unos vestidos colgando en sus perchas enganchadas entre sus artilugios, y ella, Laura, tenía puesto un vestido azul de gala. Hacia los lados colgaban las tiras cortadas de la cinta con la que antes había estado inmovilizada a la silla. Se le acercó lentamente desde atrás y la rodeó con cuidado. Laura continuaba con la máscara de hierro envolviéndole la cara, la boca exageradamente abierta y llena de algodones que sobresalían por las comisuras, los labios grotescamente pintados de rojo, y una mueca inerte y exánime, de ojos abiertos y blancos, como los de un pájaro envenenado. Estaba pálida como un cadáver. Ferrantes tuvo el impulso de agarrar su mano, pero no se atrevió a tocarla. El vestido le quedaba bufonamente grande. -¡Alfredo! ¡Alfredo!- gritó sin obtener respuesta. Su voz tañó en un eco vibrante, en una habitación en la que fluctuaba un aire fosco y tétrico. La desesperación se apoderó de él, anudándose en su estómago y aflojándole las piernas. El viejo se había marchado dejándolo solo, y aquello significaba el rotundo final de todo. Empuñó la pistola y corrió, con intenciones de llegar al rellano, pero al abrir la puerta de la salita de espera, se encontró con el Doctor Klimowitz, sentado, con las manos apoyadas sobre sus rodillas y un gesto apático en su cara. -¡Alfredo! ¡Doctor! Pensé que se había ido... Sin quitar la mirada de la ventanita, Klimowitz, le dijo: 7
-Guardá el arma. -¿Qué hace acá? Pensé que se había fugado ¿Qué pasa con Laura? -La verdad es que pensé en fugarme. Te vi dormido en la cocina y me dije: “Esta es mi oportunidad”. Pero cuando llegué acá me di cuenta que no tengo adonde ir. Estoy en mi casa, no tengo que escaparme... Ferrantes guardó la pistola y se ubicó en otra de las sillas. La voz pausada y tranquila del viejo lo ponía muy nervioso. -... ¿Es cierto eso que dijiste antes? Eso de que se rumoreaba de que mi hermana y yo... -¡No! Lo dije para joderlo, Alfredo, porque me ofendió eso que dijo usted sobre que yo había sido un accidente... -Pero igual no me extraña que tu padre haya corrido un rumor así. -¡No! Lo deduje yo solo, lo improvisé...- explicó el otro...como usted vivía con su hermana, solos, en un departamento donde solo hay una cama matrimonial y un solo dormitorio... Usted siempre hablando de Marisa y... -¡Larisa! ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? -Si, Larisa... bueno, eso... fue para provocarlo. El anciano movió la cabeza asintiendo como dando a entender que comprendía sus intenciones. -Pero eso de que fuiste un accidente es cierto igual. -No empiece con eso, Alfredo. -Tu madre vivió acá conmigo. Apareció una tarde con dos valijas, llorando. Se había enterado de que tu viejo andaba con una mina rica que vivía por allá, por Núñez. Tu 7
madre se escapó y como no tenía donde ir se vino acá. Por entonces Larisa vivía en casa de una prima que teníamos en la zona Oeste y daba clases en las Academias Pitman. Al otro día tu padre me llamó para ver si sabía algo de Susana y yo le dije que no. Ella me pidió que no le dijera a nadie. Se quedó unas cuantas semanas. Ella dormía en la cama grande y yo me tiraba en la camilla que había en el consultorio. La respetaba a pesar de que estaba perdidamente enamorado de ella. Creo que se daba cuenta, pero nunca pasó nada. Convivíamos, comíamos juntos, charlábamos mucho, escuchábamos música, mirábamos la tele y nos reíamos de todo... Fueron las semanas más felices de mi vida. Un día, cuando llegué del laburo, por entonces yo tenía un puesto en el Hospital de Clínicas, ella se había marchado. Me dejó una nota que decía: “Gracias por todo, Alfredito, sos un amor”. A mí me agarró una desesperación espantosa. Sentí que las paredes se me venían abajo. Este lugar me pareció horrible y solitario, y siempre me quedé con la espina de no haberle dicho lo enamorado que estaba de ella. Tal vez no hubiese pasado nada y ella me hubiese rechazado, pero, como eso no pasó... siempre quedará la duda. Volvió con tu viejo, porque las mujeres siempre vuelven con el tipo equivocado, así, como le pasó a Laura volviendo con vos que la cagabas a palos. Yo entré en un estado depresivo fulminante y por eso, Larisa, mi hermanita, vino a vivir acá para cuidarme. Y me cuidó y me ayudó a salir de ese pozo, y se quedó y se quedó... Tu padre se enteró de que su mujer había estado viviendo acá y se enojó conmigo. Nos distanciamos. Después vino la noticia de que Susana quedó embarazada. En la época en la que vos naciste yo llevaba mucho tiempo sin hablarme con tu viejo. Una noche apareció, así como 7
apareciste vos anoche, desesperado, pidiéndome ayuda. Se había metido en un quilombo de juego y debía mucha guita. Yo no lo ayudé. Lo eché a la calle como a un perro sarnoso. Lloraba y suplicaba y decía que lo iban a matar. Siempre me quedó la duda del suicidio. Pudo ser un montaje. Es muy probable de que lo hayan liquidado. Yo tenía la guita que necesitaba. Pude ayudarlo, pero sabía que él nunca me la iba a devolver y decidí no tenerle piedad, por primera vez en la vida. Tal vez por eso es que el destino te mandó para llevar a cabo un acto de justicia. Se hizo un largo silencio. Ferrantes no pronunció una sola palabra. Por la ventanita se filtraban los claros del día. Al cabo de un rato preguntó: -¿Y Laura? El viejo lo miró. -Le quedó lindo el vestido azul, ¿no? -Si. -Era el que compró Larisa cuando... bueno, ya sabés. -Si, le queda un poco flojo pero luce bien- dijo Ferrantes. -Si. Luce bien. Es un buen vestido para un debut. Volvió un largo silencio entre los dos. -Nunca la atendió, ¿no? -¿Qué? -No le hizo nada. Solo hizo tiempo para entretenerme pero no tenía intenciones de atenderla. Diga la verdad, Alfredo. 7
-Ya estaba fuera de práctica. No tenía instrumental y me pedías un imposible- explicó Klimowitz. -¿Le habrá dolido? -¡Noooo! Se durmió tranquilita. Se durmió como un bebé. Ferrantes se agarró la cabeza. -Deberías escaparte antes de que se deschave todo. Hacelo ahora que es temprano y tenés tiempo. -¿Adonde voy, Alfredo? -Tomate un micro y salí de Buenosaires. Eso lo primero. Después vas viendo. En el bolsillo de tu saco te dejé unos ahorros que tenía. No es mucho pero te va a sacar de apuros. -¿Y usted que va a hacer? -Yo voy a bajar también. Vos no te preocupes por mí. Corré por tu vida, corré ligero porque el destino te va a empezar a perseguir desde el momento en que pongas un pie en la calle. Ferrantes se incorporó. Se acomodó un poco la ropa y se arregló el pelo. Se ajustó la venda que le cubría la mano. Le dolía mucho. Agarró el trapo de cocina que el viejo tenía colgando del delantal y envolvió la pistola para limpiarla y volver a guardársela, esta vez en el bolsillo que le quedaba libre en su saco. Posó su mano sobre el hombro del Doctor Klimowitz y le dio un breve apretón. Salió por la puerta al pasillo del edificio y miró en ambas direcciones para asegurarse de que no lo viera nadie.
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Estuvo a punto de abordar el ascensor pero prefirió bajar por las escaleras. El edificio entero permanecía silencioso. A esas horas, todavía, ningún vecino se había levantado. Atravesó el hall del viejo edificio y caminó recto hasta la puerta de calle. En la vereda había jaleo. Un auto blanco parado en medio de la calle y el portero del edificio gritando como loco. Ferrantes miró hacia la derecha y comprobó que el Doctor había bajado antes que él. Aprovechando la confusión del momento se encaminó por la vereda en dirección a la avenida. Por allí, detrás, en la distancia, se escuchó el rugir de la sirena de un patrullero. Dobló en la esquina y metió el paquete de la pistola dentro de un tacho de basura. -¡Taxi!- gritó. Buenosaires empezaba a amanecer.
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Epílogo René se levantó temprano, como todos los días, antes del amanecer, y lo primero que hizo fue darle gracias al Señor por el regalo de un día nuevo en la vida. Preparó café con leche y encendió la radio cuyo dial estaba clavado en la emisora de la colectividad. Después de un desayuno con prisas, se calzó el mameluco y salió por la puerta. Se detuvo en la gaveta de los objetos de limpieza y sacó la pequeña manguera con la que cada día regaba la vereda. Contaba con una hora larga antes de que los primeros vecinos empezaran a asomar para pisotearlo todo. A esas horas, las cinco menos cuarto, pasaba por la vereda la chica que trabajaba de mucama en el edificio de al lado. Le gustaba y siempre dejaba escapar algún piropo para probar suerte. Ella sonreía y seguía por su camino sin detenerse, pavoneándose, y René guardaba las esperanzas de que algún día... Pero esta mañana, mientras abría la canilla para dejar que corriera el agua desde la manguera sobre la vereda, un fastuoso estruendo lo sacudió de un sobresalto. Un remís blanco, que bajaba desde la avenida, clavó los frenos en medio de la calle al ver todo el episodio. 8
René saltó los tres escalones que daban a la vereda y se encontró con el espantoso panorama de un cuerpo humano desplomado junto a los canteros. Totalmente conmocionado miró hacia arriba, como midiendo instintivamente los cinco pisos del trayecto de la caída. Se acercó al cuerpo. -¡Doctor Climowi!- gritó. El viejo, mortalmente herido, agonizante, lo miró con el rabillo del ojo y con el último suspiro le dijo: -Klimowitz. ¡Pronuncia bien, Boliviano de mierda!
FIN
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