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“A medio camino”
un relato de
Gustavo Gall
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© Los Tres Lobitos S.L., 2013 1ª edición Cod. Licencia Internacional: 1312199631132 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Digitalizado por L.T.L / Reg. Int. de la Prop. Intelectual. A.R.Ress. LosTres Lobitos & Gustavo Gall copyright. 2013 4
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Dedicatoria: Al Chino
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Introducción I 1961, Aleksei Gólubev pudo ser el único superviviente del primer prototipo tripulado por humanos previo de la misión espacial soviética: Vosok. Los otros dos tripulantes que lo acompañaban murieron prematuramente en la nave por causas nunca reveladas. Gólubev se mantuvo en contacto con la estación durante algunas horas hasta que se perdió la comunicación definitivamente. Quedó flotando en el espacio literalmente desamparado porque no hubo presupuesto ni plan estratégico para llevar a cabo un modo de rescate de emergencia. A partir de esa prueba fallida la cabina esférica y el módulo cónico del prototipo original fueron completamente modificados para emprender el proyecto. Oficialmente el programa espacial soviético reclutó a seis astronautas para la misión Vostok que duró desde abril de 1961 a junio de 1963. No hubo bajas. Pero estos datos no fueron del todo ciertos. El módulo de la Vostok fue rectificado en pleno desarrollo para el programa Vosjod, y para otros siguientes programas con prototipos no tripulados. Aleksei Gólubev simplemente desapareció. Las pruebas previas a la misión Vosok tripuladas por hombres nunca fueron reconocidas oficialmente y pasaron a formar parte de los archivos secretos rusos. El cosmonauta quedo flotando a la deriva en el espacio sujeto al cable que 7
lo conectaba con la nave. Durante el desahucio se mantuvo en comunicación intermitente con la base central en tierra, hasta que su voz se fue sumergiendo en un sonido áspero de interferencias que acabaron en el silencio absoluto. La historia saltó a la prensa más de treinta años después cuando un periodista decidió hacer público un reportaje que su padre hiciera a un colega de Gólubev, que se dedicaba a las capturas radiofónicas y escuchas de espionaje de estado: Dmitry Kuznetsov, quien por entonces tenía 26 años y era un flamante ingeniero en telecomunicaciones. En aquellas grabaciones de cinta magnetofónica se podía escuchar claramente el pedido de ayuda desesperado del cosmonauta superviviente y luego las terribles descripciones durante su agonía a medida que el oxígeno se le agotaba y comprendía que nadie iría a rescatarlo. Ahora se reabre la apelación y el reclamo internacional de un juicio de estado, a pedido de los herederos de Gólubev, y la historia se difunde públicamente. Komitet gosudárstvennoy bezopásnosti, el comité para la seguridad de estado, principal agencia de inteligencia de la Unión Soviética, indultó responsabilidades desclasificando archivos de la conocida:“antigua Urss”, hacia finales de los años ochenta. Tal vez la insuficiencia de pruebas a causa de la destrucción de evidencias sobre la política astronáutica, posterior a la Guerra Fría, vuelvan a aplazar el caso y nuevamente todo quede en la nada. (Everly Post de Queelsee. Sección matutina. Octubre de 1996)
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Introducción II
Media mañana en una lavandería de Nilven... Varios clientes dentro... El sonido de la radio de la encargada que, tras el mostrador, doblaba toallas y las embalaba en unos paquetes de papel madera. Despreocupada, ella, silbaba y pensaba en sus cosas. Era una mañana normal en la jornada laboral. En eso uno de los clientes corrió por el pasillo de máquinas hasta el mostrador y lo embistió precipitadamente, ordenándole que subiera el volumen de la radio. Detrás de ese hombre, una mujer vestida con ropas de ejecutiva, intentaba detenerlo sujetándolo del brazo. El hombre, insistente y alterado pegó un fuerte manotazo sobre el cristal del mostrador y gritó: -¡Suba la radio! -Señor, me está asustando...- dijo la encargada que había retrocedido varios pasos hasta quedar embutida contra la pared de perchas. -¡Ahí está otra vez ese hijo de puta! ¿Lo oyes? ¡Te lo dije! No fueron alucinaciones mías... ¿Puedes oírlo?- decía dirigiéndose a la mujer de la ropa de ejecutiva. -Si, vamos. Deja eso ya. 9
-Voy a llamar a la policía- murmuró la encargada. -¡Suba la radio!- volvió a gritar el hombre. Las dos mujeres intercambiaron una mirada de desconcierto. La que estaba detrás, vestida de ejecutiva, le suplicó con los ojos que hiciera lo que él le estaba pidiendo. La encargada subió el volumen de la radio y en toda la lavandería se escuchó la canción que estaba sonando en ese momento. Se trataba de una música acústica, con dejes countrys mezclados con retoques de Blues. Una típica canción rutera del Sur. Una de las clientes que se encontraba entre las máquinas, aterrada por la situación, llamó a la policía con su teléfono celular. Mientras la canción transcurría, el hombre, repetía en voz baja la letra a la par de la voz del cantante. Por momentos se detenía y decía: “¡No lo puedo creer!” -¿Qué le pasa? ¿Qué está pasando?- preguntó la encargada a la mujer vestida de ejecutiva. -Nada, nada... no se preocupe... todo está bien. Ya nos marchamos- y arrastró al hombre empujándolo del brazo del que lo sostenía todo el tiempo. Mientras caminaban hacia la puerta por el pasillo de lavadoras el hombre se agarraba la cabeza y decía cosas aparentemente incoherentes... “No puede ser cierto... no puede ser...” 10
Pues bien, ese tipo desquiciado era yo. Me pasó eso al escuchar esa canción por la radio. Entré en una especie de locura transitoria y cuando logré tranquilizarme, en mi casa, tuve que hacer un repaso de todas las posibilidades que hicieron que esa canción sonara en la radio. Luego la escuché varias veces en diferentes emisoras y logré acostumbrarme un poco. Pero claro... no tienen idea de lo que estoy hablando y por eso estoy aquí, para contarles una historia que tiene que ver con algo que pasó en mi vida el día en que decidí aventurarme por la ruta del fin del mundo y me quedé “A medio Camino”. Tengan un poco de paciencia para que ordene mentalmente los acontecimientos y luego van a comprenderlo todo... Ahí voy...
unos años antes... 11
Capítulo Uno: “Remite South” El cartelito plástico que llevaba la inscripción de Happy Tours se derritió sobre el capó del auto dejando una mancha azul similar a la chorreadura de una vela. Hacia la derecha del parabrisas se veía la calcomanía con el dibujo de la calavera. El Chevrolet blanco quedó inclinado sobre la banquina como un barco anclado en un mar congelado. Pero aquí era el desierto... Un océano amarillo del horizonte al confín... Solamente una ruta interminable, la 45, que acababa en una nebulosa flotante que parecía una inmensa laguna evaporándose por efecto del sol... Postes de líneas telefónicas sin cables, en una hilera sempiterna, como un cementerio de cruces gigantes. A los lados de la carretera solamente campo y desierto, y mucho sol. Ningún movimiento. Un silencio apocalíptico y abrumante. Yo con mis borcegos, caminaba como un autómata de un lado al otro rodeando el auto de alquiler que no dejaba de humear desde el motor. Conservaba el tubo del extintor en la mano por las dudas, pero no podía siquiera abrir el capó del calor que emanaba el vehículo. Lo primero que hice fue sacar mi mochila y la guitarra que estaban en el asiento trasero, y alejarlas lo suficiente del automóvil por las dudas de que se le diera por prenderse fuego. Luego decidí esperar un poco. Había sentido que el motor venía recalentando y que había olor a quemado, pero 12
como no tenía idea de autos pensé que aquello podía esperar hasta llegar al Doomsday Place Café, que era mi lugar de destino. Según mis cálculos restaban apenas treinta kilómetros. Al auto se le dio por acabar allí, a medio camino, exactamente en el medio de la nada, en un desierto que era la apoteosis de todos los desiertos. Yo nunca antes había estado en el desierto, solo lo conocía por películas, por la televisión o por postales. Justamente en medio de ese camino, donde la chica de los collares de huesitos y calaveras me había dicho que no me detuviese nunca. En esos años no había teléfonos celulares, porque de haber sido así esta historia se hubiese resuelto inmediatamente. Igualmente, de haber tenido un celular, no tenía a nadie a quien llamar, solo a la compañía Happy Tours que me alquiló el auto, para que vinieran a rescatarme del naufragio. “Happy Tours”, ahora que lo pienso el nombre de esa compañía parece una burla. El resto de los seres humanos, a excepción del Sr. Avila, que era el que me citó al café, y la misteriosa chica del restaurante que me vendió el sombrero, nadie más sabía que yo estaba allí. Ni mis amigos, ni Blanca, ni mi padre... nadie. Todos pensarían que estaría en mi acostumbrado retiro ermitaño dentro del estudio, escribiendo y delirando en mi mundo privado, intentando arrancarle a la musa de la inspiración algo nuevo con que sorprender a los demás. Si me moría en medio de aquella Ruta 45 nadie me echaría en falta por mucho tiempo, y nadie me buscaría en un lugar tan alejado de casa: “Remite South”, un sitio que figuraba en los mapas de carreteras en letras muy pequeñas, casi ilegibles. 13
Pero conservaba las esperanzas de que algún auto, algún camión, alguien, pasara en algún momento por aquella ruta y me echara una mano para volver a hacer arrancar el vehículo, o para llevarlo hasta ese café donde hacer una llamada telefónica. Aunque el sol todavía no se había puesto en la línea aniquiladora del mediodía, ya se empezaba a sentir el suficiente agobio del calor calentándome el cuero cabelludo bajo el sombrero. Ya estaba tarde a la cita. El Sr. Avila me dijo que me esperaba en aquel café sobre el mediodía así almorzábamos juntos. Pensé en largarme a caminar, pero era una locura. Treinta kilómetros bajo el sol rabioso del mediodía en una ruta que cruza el desierto era andar directamente hacia la muerte segura. Además no iba a dejar allí la mochila ni mi guitarra, y si bien tenía los dos bidones grandes de agua potable en el maletero del coche, no tenía nada pequeño para llevarla encima. ¡Una locura! Lo único que tenía a mano era aquel sombrero negro de cowboy que me regaló la misteriosa chica del restaurante donde paré a comer mi sandwich a las dos horas de salir de casa... el sombrero que tenía cosido el signo de la calavera con los dos huesos cruzados, y que había dado pie a toda una conversación sobre supersticiones entre dos desconocidos. Pensé que nunca iba a precisar usar ese sombrero, pero la chica tuvo razón al decirme: “Consejo Número Tres... no te quites el sombrero”.
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Alguien tendría que pasar por esa ruta en algún momento, porque para algo estaba asfaltado ese camino. Alguien construyó ese tramo de ruta para atravesar el desierto de un lugar a otro, por ende, alguien debía volver a casa o simplemente salir de compras o cualquier cosa. Además, deduje... “si hay un café rutero a treinta kilómetros, tiene que haber gente que vaya a ese café en algún momento”. Una hora después de esta deducción, cuando ya mis piernas se movían con impaciencia nerviosa caminando en círculos sobre la ruta, decidí sentarme junto al auto, justo ahí donde había una mezquina sombra. Sentía que se estaba cocinando por dentro, como un cerdo a la parrilla, y sabía que lo mejor era conservar la ropa puesta a pesar del calor y mantener la calma. Pero poco más de media hora después aquel infierno se transformó en una agonía espantosa e insoportable. Era peor que un dolor, era un sofocación insufrible que no me permitía ni siquiera mantener fijamente los pensamientos ordenados durante un minuto para pensar en alguna posibilidad de supervivencia. Me recosté en el suelo y rodé bajo el auto para intentar conseguir algo de sombra. Pero el coche no terminaba de emanar calor desde el motor fundido. Me sentía al borde del desmayo. Busqué en los bolsillos de mi chaqueta para buscar los cigarrillos que acababa de comprar en un pueblito llamado Visconte. Necesitaba uno de esos cigarrillos urgentemente... Entonces mis dedos tropezaron con aquel recorte de diario que me había devuelto mi padre durante la cena en el hotel, la noche anterior. Lo desplegué y leí el encabezado... “La historia del cosmonauta fantasma”. Sonreí con la mitad de la boca.
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Capítulo Dos: “La chica de los collares de huesitos y calaveras” Seguí las indicaciones estrictas de lo que había anotado en la libreta junto al teléfono. Esa noche, como dije, había cenado con mi padre y su esposa en el restaurante del hotel donde ellos pararon para verme y luego continuar camino en la “ruta de la evangelización”. Mi padre es pastor. Hacía mucho tiempo que mi padre y yo nos debíamos ese encuentro. Al regresar a casa me encontré con tres mensajes de Avila, y luego la llamada. El tipo parecía ansioso por asegurarse de que yo acudiera a la cita. A la madrugada del día siguiente me puse en camino por la ruta sur de Nilven hacia Turell- Visconte y unas horas más tarde, ya cercando el mediodía me detuve en el restaurante de una gasolinera a repostar y comer algo. Allí conocí a la chica de los collares de huesitos y calaveras, la misma que me vendió el sombrero cowboy. Fue uno de esos encuentros casuales que acaban por modificar algo en tu vida. Yo estaba allí sentado en mi mesa, tomando mi café, esperando a que me trajeran un sándwich “supercompleto”, de esos que prometían en los letreros de la puerta, mientras le daba vueltas al mapa de carretera que traía en la guantera del coche (cortesía de la agencia). Mi mesa estaba ubicada junto al ventanal que daba al playón de estacionamiento, y el Chevrolet estaba estacionado de culo a mi lado (con el ventanal de por medio). 16
No la vi entrar, la vi recorriendo las mesas ofreciendo algo que estaba vendiendo. Me llamó la atención porque era muy hermosa y joven, sonriente y enérgica. Parecía un cervatillo curioso y escurridizo. Volví a mi mapa de ruta y a mi libreta de anotaciones, cuando, de repente, algo liviano cayó sobre mi cabeza. Me asusté, y, al levantar la vista, la tenía a ella de frente, mostrándome su espectacular sonrisa de perfectos dientes blancos. -Ese te queda estupendo, Vaquero- me dijo, refiriéndose al sombrero cowboy que acababa de calzarme de prepo. Me lo quité y lo miré detenidamente. -¿Enserio? -Está hecho para ti- aseguró. Recorrí con la mirada a Miss simpatía y me detuve en sus collares de huesitos y calaveras, y en sus pulseras también. Muchas calaveras. Los parches de sus jeans supergastados y superajustados también mostraban el mismo dibujo de la calavera. -¡Lástima esto!- dije, señalando el dibujo de la calavera de los dos huesos cruzados que tenía el sombrero en la parte delantera. -¿Eso? Pues eso es lo mas importante, Vaquero- dijo ella. Avanzó un paso y apoyó su dedo índice sobre el mapa señalando la ruta que yo trazaba con el bolígrafo-. Si vas a ir por ahí lo vas a necesitar- aseguró. 17
La miré sin entender. Sus ojos eran grandes y verdes, y su mirada profunda y espabilada. Llevaba el cabello enrulado y largo hasta la mitad de la espalda, y unos aros enormes colgando de las orejas. Era como una de esas gitanas escapada de un comic de Hugo Pratt. -Enseguida vuelvo- dijo, y colgó su mochila del respaldo de la silla de enfrente, en mi mesa, y dejó uno de los exhibidores portátiles al lado. Todas sus artesanías, pulseras, collares, colgantes y accesorios, llevaban el mismo diseño de la calavera con los dos huesos cruzados. Era su logo. Su marca. Se alejó para recoger las cosas que había dejado en las otras mesas. Algunas personas le compraron algo, pero, creo, por su simpatía y su belleza natural más que por el valor de sus productos. Al rato buscó un agua gasificada del mostrador y un platito con aceitunas verdes, y se reunió conmigo. En ese lapso el camarero ya me había traído mi sándwich. Lo corté al medio y le ofrecí la mitad, pero ella no quiso. -¿Adonde vas?- me preguntó, señalando el mapa con los ojos. -Me dirijo a Remite South, pero no lo encuentro en este mapa. Sé que tengo que atravesar el Pasaje Rural de Coatlekook y seguir por la 45 hacia el Sur. La chica dejó caer su dedo índice señalándome un punto en el mapa. 18
-Es ahí- dijo. Miré con atención. No había nada entre Turell, Valmont, Viscont, Nilven Sur, y ese Pasaje Rural de Coatlekook. Me incliné sobre la mesa casi chocando el papel del mapa con la punta de mi nariz. Allí estaba la línea de puntos, y en letra pequeña, entre paréntesis, la palabra Remite S. Así es como señalaban en esos tiempos los tramos desérticos en esos mapas ruteros. Hoy día, con los GPS y toda la tecnología celular no existen esas complicaciones. Pues allí, en ese tramo, se encontraba un Café llamado “Doomsday Place”, que era el lugar donde acordamos encontrarnos con ese misterioso tipo. De no haber sido por la chica de los collares de huesitos y calaveras jamás hubiese encontrado el modo de llegar allí. ¿Quién la puso en mi camino? ¿La casualidad? ¿El destino? Muchas veces, en los años posteriores a ese encuentro, soñé con ella. La vi una sola vez en mi vida, esa única vez, pero ese ratito fue suficiente como para que su imagen se quedara para siempre en mi memoria. ¿Quién sabe que será de ella ahora? Tal vez continúe por ahí, vendiendo sus collares y pulseras de calaveras, y los parches... y los sombreros de cowboy que, supuestamente, te salvan la vida cuando estás solo y desprotegido en medio de un camino solitario en el desierto. Le conté, muy por encima, que me tenía que encontrar allí con un tipo para hablar de negocios. No quería contar los detalles porque, en realidad, yo tampoco sabía mucho acerca de los detalles. 19
-¿A quién se le ocurre hacer negocios en un lugar así?- me preguntó ella. No supe que responder a eso. Hizo un gesto como el de quien intuye algo oscuro de lo que no se puede hablar abiertamente. -No, no, No se trata de nada raro- aclaré-. Es un tipo que quiere que yo escriba una biografía sobre su familia. -¿Eres escritor? -Si- y se hizo un largo silencio en el que ella esperó alguna ampliación de mi respuesta. Pero yo no quería explicar nada. No me gusta hablar de lo que escribo. -Algo huele mal en todo esto- dijo la chica-. No vayas. Me pareció un atrevimiento de su parte largarme ese consejo tan apresurado. Sonreí. -¿Ah, si? -Si, te lo aseguro. Algo no está bien. Conozco esta región como la palma de mi mano porque nací por aquí. El sitio al que te diriges no es de buen agüero. Es decir... no me refiero al lugar ese... al café. Me refiero al camino para llegar allí. Eso es un desierto, un punto muerto entre dos caminos. Nadie quiere aventurarse por ahí. -Tendré que correr el riesgo- dije, apurando el resto de mi café. Ella hizo un gesto negativo ladeando la cabeza y chasqueando la lengua. 20
-Lo sabía. Eres terco como todos los artistas. Mi advertencia no va a hacerte cambiar de idea, pero al menos vas a escuchar algún consejo que tengo para darte. Volví a sonreír. Me gustaba su gracioso estilo. Sentía una curiosidad magnética por sus modos. -¡Tres!- dijo, enseñándome tres de los dedos de mano izquierda-. Tres consejos en uno, toda una oferta- bromeó sonriente, inclinándose sobre la mesa. Tenía un buen escote. -A ver... dispara. -Primero... no te detengas nunca a medio camino. Sea como sea, en la 45, no te detengas-. Me miró seriamente. No estaba bromeando con esto. Continuó hablando: -Segundo... no te quites nunca el sombrero ese que vas a comprarme enseguida...- y rompí a reír en una carcajada espontánea. Era buena comerciante y sabía como venderme el sombrero cowboy. Igualmente yo tenía pensado comprárselo. Continuó hablando: -Tercero... No hables con nadie durante el recorrido por la ruta. No levantes a los autoestopistas ni les prestes atención. Me la quedé mirando extrañado. ¿Qué me estaba diciendo? -Y cuarto...- continuó. -¡Eh! ¡Momento! ¿no eran solo tres consejos?
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-Este es una yapa, Vaquero, se me acaba de ocurrir...- dijo sonriente-...lleva agua por las dudas. Bastante agua. Lo que más puedas. Ahí fuera venden unos bidones para gasolina. Llévate varios de esos con agua porque si te pasara cualquier cosa la vas a necesitar. Por suerte le hice caso en eso. Saqué mi billetera para pagarle el sombrero y le pregunté si no tenía uno igual pero sin el parche de la calavera. -¡Vaquero! Lo más importante de ese sombrero es ese signo del parche. Recuerda el consejo número dos... “no te lo quites nunca” mientras vayas por la ruta 45. Un poco por el sol, porque se te puede cocinar el cerebro, pero también por el parche. -Es que no me gustan las calaveras- le dije. -¿No te gustan? ¿Porqué? Debajo de tus pelos, tu piel y carne, tienes una calavera también. -Es cierto pero no tengo que verla. La calavera expuesta es sinónimo de muerte. Ella sonrió. Creo que por el gesto de mi cara más que por lo que dije. -Si. La muerte es parte de nosotros, es parte de la vida. Y sí es cierto que significa “muerte”, pero ¿sabes que es lo que más asusta a los espectros? -No. 22
-La muerte- respondió. Se hizo un largo silencio en el que la chica pareció quedarse en pausa esperando a que la información recorriera mi cerebro. Luego continuó: -Los espectros, fantasmas, apariciones... esos entes, son almas vagabundas que no aceptan a la muerte y por eso se mantienen ahí, en ese intermedio, en total beligerancia. Odian a las almas que partieron y odian a las que continúan en cuerpos vivos. Reniegan de su estado y quisieran volver a terminar cosas que no les dio tiempo acabar en la vida. Le temen a la muerte, las repele. Si ven ese parche en tu sombrero te tendrán respeto y conservarán la distancia. Volví a mirar el sombrero. Recorrí el dibujo de la calavera con la punta del dedo índice como delineándolo, y encogí los hombros. Todo ese mundo supersticioso de la chica me resultaba demasiado ajeno, pero era bastante creativo y, a efectos de la creatividad, la explicación tenía mucha lógica. Le pagué algo más de lo que me pidió por el sombrero. Luego ella me acompañó a comprar los bidones y a llenarlos con agua del grifo de la gasolinera. Fue entonces cuando vio mi guitarra en el asiento trasero del auto y me preguntó si también era músico. -Toco música por diversión...- le respondí-...Blues. Toco para mí, compongo canciones y uso la música como terapia de relajación y esparcimiento. Me gusta, me acompaña. -Blues...- murmuró inexpresiva. Entonces sacó del bolsillo de su mochila unas pegatinas redondas, autoadhesivas, que tenían impresas el mismo signo de la calavera del parche del sombrero. 23
-Pega una de estas en tu guitarra...- me ordenó. Otra, la pegó ella misma en un rincón del parabrisas del auto, y una tercer pegatina me la dio para que la pegara en la solapa de mi mochila-. Esto mantendrá a los espectros lejos de tus cosas. A ellos les encanta quedarse con las pertenencias de los viajeros. Fanática. Obsesiva. Igualmente le hice caso, por las dudas. Todo esto sucedió alrededor de las once y cuarto de la mañana. Dos horas más tarde ya estaría metido en un serio problema. Me despedí de la misteriosa chica de los collares de huesitos y calaveras y emprendí viaje en dirección Sur. Luego de atravesar un tramo industrial de las afueras de Nilven, crucé por el medio de un pequeño pueblito llamado Visconte donde me detuve a comprar cigarrillos. Proseguí. Quince kilómetros abajo había una intersección del camino Monroley, la ruta 23 y la 45. Tomé la circunvalación y bajé por el acceso que indicaba Coatlekook, el Pasaje Rural que figuraba claramente en el mapa. Hasta ahí todo iba tal cual lo tenía apuntado en la libreta. Según mis planes, en principio, tenía por delante unos cuarenta kilómetros hasta completar el tramo para llegar a Remite South, y eso me llevaría, como mucho, hora y fracción, si conducía a velocidad tranquila. Todo iba viento en popa. Alguien puede darte el consejo: “no te detengas nunca en ese camino”, y está muy bien. Pero... ¿Qué sucede cuando el auto se rompe? No hay forma de seguir el consejo por más 24
buenas intenciones que uno tenga. Me había asegurado de que el Chevrolet estuviera bien de gasolina, aceite y agua, y salí tranquilo. Lo había hecho revisar en la gasolinera y todo continuaba en orden. Pero cuando ese humo blanquecino empezó a brotar por las rendijas del capó, como la bufa de un dragón viejo, me desesperé. Continué un tramo de poco menos de un kilómetro y eso fue la peor decisión porque el olor a quemado me invadió todo el interior del vehículo. El motor del auto se estaba fundiendo... no había que ser un experto en coches para darse cuenta de ello. No se podía respirar, y para peor de males, afuera hacían, al menos, 42 grados de calor. Así fue como me quedé a medio camino en la ruta del fin del mundo. Todos mis planes por ser puntual y por hacer bien las cosas se fueron a la mierda.
Capítulo Tres: “Recuerdos emergentes”
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“Nigger” es una expresión del idioma inglés para referirse a los Negros despectivamente. En el ambiente de la literatura se usa para referirse a los escritores que escriben para otros. Eso existe desde siempre, no es ninguna novedad. Hay tipos que tienen muchas cosas interesantes para contar y les encantaría eternizarlas en un libro, pero no saben escribir, y necesitan de otros que lo hagan por ellos. Luego firman el escrito como si fuese de su autoría. Los lectores no tienen porqué conocer ese secreto, al fin y al cabo, lo que importan son las historias y no los escritores. No me gusta porque es un modo de estafa, pero es una realidad. Solo estoy contando como funciona un sector oscuro del “negocio” de la literatura. Cuando un personaje público-mediático saca a la venta un libro, uno suele hacerse la pregunta obvia: “¿Desde cuando escribe este tipo?” Cualquiera sabe lo trabajoso y difícil que es escribir un libro. Me refiero a la parte intelectual del asunto. Del mismo modo que no cualquiera puede pintar un cuadro, componer y cantar canciones, no cualquiera puede escribir un libro. Ocurre que con las otras dos actividades artísticas que cité, canta y pintar, se puede poner en evidencia mucho más fácilmente al impostor. En cambio la escritura es una actividad aislada y solitaria y es muy difícil comprobar la veracidad de la autoría. Un tipo puede ser un auténtico idiota, (como yo, por ejemplo) y no tener facilidad de palabras para hablar, y sin embargo, en su intimidad, ser un gran escritor. Suele suceder. El negocio del “Nigger” es rápidamente rentable para el que escribe porque es pagado en mano inmediatamente una vez acabado el manuscrito. No hay que esperar a que la editorial 26
se encargue de la edición y la publicación, ni hay que ver los resultados de las ventas para cobrar el monto acordado desde el principio. ¡Clink, caja! Y a otra cosa... Como yo siempre anduve necesitado de dinero y se me da bien escribir, muchas veces no me quedó más remedio que hacer de Nigger, guardando las esperanzas de que, algún día, algún buen editor reconociera mi talento y se dignara a hacer campaña apostando a mi propia producción. Pero eso todavía no sucedió y no estoy seguro de que vaya a suceder. Porque Aaron Beyer no es nadie. El nombre no vende porque no aparecí jamás en la televisión ni fui protagonista de ningún escándalo mediático morboso, y alguien así, desconocido, anónimo, no da dinero a las editoriales. Así de simple. Aquel tipo me llamó para que yo escribiera para él, y yo, que me había jurado que no volvería a hacer eso nunca más, tuve que romper mi promesa y saltarme a mis principios porque no tenía dinero y me estaban comiendo las pulgas. Estaba tan desesperado por el dinero que si tenía que cruzar el país a pie para conseguir el trabajo iba a hacerlo. Me dijo que se apellidaba Ávila y le pregunté como había dado conmigo. Él no quiso revelarme sus fuentes. De cualquier modo yo estaba convencido de que mi antigua agente literaria, Meredith, le habría pasado el dato. No quise insistir sobre eso porque noté que al tipo le irritaba un poco que yo le hiciera preguntas al respecto. Pero hubo un curioso detalle...
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La primera y única vez que le pregunté como había dado conmigo el tipo me respondió: “No importa como lo contacté. Yo hice mis averiguaciones. Sé algunas cosas sobre usted y su trabajo. Sé que está ocupado escribiendo las letras de las canciones sobre el astronauta ruso... y sé algunas cosas más. Ahora necesito que trabaje para mí...” Me quedé helado cuando dijo eso sobre las canciones. Podría haberme dicho cualquier otra cosa, pero eso... justamente eso del astronauta ruso... No había forma de que supiera que yo estaba escribiendo esas letras porque formaban parte de mi proyecto titulado “A medio camino”, y era absolutamente privado. Yo no había hablado de ello con nadie en el mundo. Era mi gran secreto. Nadie tenía acceso a mi libreta de notas que yo siempre llevaba conmigo, dentro de la mochila. No le había contado a nadie que escribía sobre eso porque el asunto del “Cosmonauta Fantasma” era una obsesión privada, y en cierto modo me daba vergüenza hablar de ello. Voy a explicar porqué...
Cuando era un niño mis padres solían pelear mucho. No había paz en mi casa. Mi madre era una mujer agresiva que rompía todo cuando se enfadaba. Cuando los problemas entre ellos se solucionaban ella juraba que no volvería a hacerlo, pero en cuanto montaba en cólera por algo, ahí estaba de nuevo su bestia interior haciendo añicos cualquier 28
cosa de la casa. No le importaba que valor tuvieran las cosas, ella rompía todo lo que tenía a mano. En una ocasión hizo estallar la pantalla del flamante televisor que mi padre compró en cuotas, arrojándole un florero. Por su parte, mi viejo, era un tipo que no necesitaba ser agresivo físicamente porque lo era verbalmente. Nunca insultaba ni perdía su talante, solo sabía qué cosa decir exactamente para herir y hacer que el otro se sintiera como una mierda. A su modo los dos eran violentos. Ella hacía añicos los objetos y él hacía añicos su psiquis. La separación era inminente. En esos años, (me refiero a los jóvenes años sesenta) yo era un niño solitario que me entretenía con mis cosas. No me gustaba que mis amigos del colegio vinieran a mi casa por temor a que descubrieran que allí dentro era un infierno. Por eso no salía de casa, jugaba en el jardín con mis juguetes y me entretenía con mis libros. Por entonces yo estaba suscripto a la revista “Zoalt” especializada en relatos cortos de ciencia ficción y comics y en la revista científica “Z Group”, que traía noticias trascendentales de astronáutica y robótica. Me gustaba ese tema y era el tema sobre el que escribía y la temática central de mis juegos. Allí leí por primera vez la noticia sobre el “Cosmonauta Ruso” que dejaron flotando en el espacio sin poder regresarlo a tierra por falta de presupuesto. La noticia me caló hondo. Tan solo con imaginarme la terrible situación de ese hombre me provocaba escalofríos. En el fondo de mi casa había maizales que plantaba mi madre. Más allá de la alambrada, junto al cerco, pasaba la vía del tren de Nilven, el ramal dos. Cada vez que mis padres se 29
empezaban a pelear yo iba allí, al fondo, y me sentaba con mis revistas esperando a que pasara el tren. El sonido del tren apagaba las voces de los gritos y los estallidos de cosas rotas, y era un verdadero alivio. En otras ocasiones me iba a casa de mis tíos y me quedaba allí lo suficiente como para volver cuando la tormenta había amainado. Mis tíos, el hermano de mi padre y su esposa, conocían perfectamente la situación y me protegían lo más que podían. En una ocasión mi tío fue a hablar con mis padres y les cantó las cuarenta por el modo en que se desentendían de mí cuando comenzaban las peleas, y lo supuestamente mal que eso me estaba haciendo emocionalmente. Ellos admitieron su error pero su arrepentimiento les duró hasta la siguiente pelea. Hasta allí nunca pasó de más, quiero decir, de los insultos y las cosas rotas, hasta que una vez las cosas se salieron de control y mis padres empezaron a golpearse. Fue después de una fiesta de fin de año en mi colegio. Yo había actuado en esa fiesta con mis compañeros y mi padre se había retrasado y se había perdido mi acto. A mi no me importó, pero a mi madre sí, y unos años después me enteraría porqué. Al parecer ella sospechaba que mi viejo estaba con otra mujer. Pero, ya de adulto, en aquella cena que tuvimos en el restaurante del hotel, antes de mi viaje, cuando hablamos del tema, mi padre me juró que ese día realmente se le habían complicado las cosas en el trabajo y no pudo llegar a horario. Lo cierto es que una vez en casa se desató la batalla campal y comenzó una lamentable lucha cuerpo a cuerpo en la que se golpeaban sin medición.
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Yo, asustado, corrí a esconderme a mi habitación. Allí tenía una suerte de rincón secreto donde guardaba mis revistas. Encendí la linterna en la oscuridad y busqué, entre las páginas de la revista de novedades científicas, algo que me distrajera lo suficiente como para apartar mis pensamientos de lo que estaba sucediendo en el piso de abajo. Recurrí al artículo del Cosmonauta Fantasma. Me lo había leído tantas veces que ya casi me lo sabía de memoria. Leer ese artículo fue como el recurso del sonido del tren... algo que me apartaba de la realidad. Era como estar ahí fuera, en el espacio, flotando con él. Lo leí una y otra vez y jugué mentalmente intentando empalizar con la agonía de aquel cosmonauta. Intelectualmente volé al espacio y estuve a su lado, ayudándolo con el oxígeno que se le estaba acabando, socorriéndolo, flotando con él en aquel infinito desierto cósmico. Esa noche mi madre fue a parar al hospital víctima de un colapso nervioso, y a mi padre tuvieron que hacerle curaciones en las heridas de los rasguños de la cara. Los dos terminaron detenidos, y a mi me llevaron a la casa de mis tíos donde me quedé durante dos semanas. Y aunque esto pareciera ser otra historia, esta historia tiene mucha relación con los sucesos de la ruta 45. Sigo contando... El recorte de la noticia sobre el Cosmonauta Fantasma fue mi amuleto o mi talismán (no comprendo bien la diferencia) durante esos tiempos críticos. Poco después aquel artículo estuvo pinchado en el “Tablero de noticias” de la pared de mi habitación, entre otros. El “Tablero de noticias” era una 31
plancha de terciado forrada con una tela en la que yo pinchaba recortes de cosas curiosas y noticias insólitas que me llamaban la atención. Noticias sobre la Atlántida, el oso de dos cabezas, el niño que tenía la fuerza de un luchador, la verdad sobre las pirámides de Egipto, el perro que sobrevivió de un naufragio, etc, etc... y, por supuesto, la noticia sobre el Cosmonauta Fantasma. Pero un día sucedió algo espantoso... Luego del escarmiento que recibieron mis padres siendo detenidos por violencia doméstica, les dio un ataque de mala conciencia y culpa. Por consejo de mi tío acudieron a un tipo que, supuestamente, les ayudaría a cambiar las cosas. Era un charlatán de los que hoy abundan por todas partes, pero, en los años sesenta, su rollo era novedoso y auténtico. El tipo les dijo que debían limpiar la energía del hogar, ya que las cosas supuestamente sucedían porque algo, en otro tiempo, había dejado instalada una mala vibración espiritual. Siempre suele ser más fácil y más cómodo echarle la culpa a una energía que a una mala actitud y a un problema psicológico. Cuestión que aquel tipo limpió la casa de la mala energía y ahuyentó a los fantasmas, pero, no conforme con ello, les aconsejó que se deshicieran de todo aquello que fuese viejo y que perteneciera al pasado de la casa. Eso afectó también a mis cosas. Una tarde, al regresar de la escuela (que en esos años estaba ubicada en el centro cívico de Nilven, junto al cuartel de 32
bomberos) me encontré con la fatal noticia de que todo en mi habitación, como en el resto de la casa, había sido desmantelado. Tuve un ataque de ira. Allí dentro yo tenía cosas que eran importantes y que formaban parte de mi mundo y de mi intimidad. Lo único que mi padre respetó fue la colección de soldados de plomo que heredé justamente de él, y que estaba embutida en un expositor acristalado. Supongo que esa no la tiró a la basura porque sabía lo que le había costado conseguir reunir a todos aquellos soldados del ejército del West Point, los Legionarios y los Artilleros Británicos. Pero esa colección, para mí, solo tenía un valor sentimental, porque era suya, no era mía y no me interesaba en absoluto una reunión plomiza de exposición bélica. Mi colección de botellitas minúsculas de gaseosas, o la colección de cromos de músicos de rock and roll, me eran más importantes porque la había hecho yo, la había juntado con mi esfuerzo y dedicación y con mi propia pasión. Habían metido todo aquello en bolsas de arpillera dentro de un inmenso barrilero de chapa, aguardando a que se lo llevara el camión recolector de basura. Mi intento por lanzarme al rescate de mis tesoros fue frustrado por mi padre quien me dijo: “Ahora no lo entenderás, Aaron, con los años comprenderás todo esto”. Y con los años no lo comprendí, al contrario, todavía se me oprime el estómago al pensar en aquello. Creo que la indignación por aquel acto de injusticia me hizo vislumbrar que estaba conviviendo con dos adultos, mis padres, que estaban perdidamente locos de remate, y esos intentos por 33
permanecer juntos eran solamente manotazos de ahogado, porque esas dos personas no debieron estar juntas nunca. Fue un error... y claro... soy consciente de que ese error fue el que me dio la vida, y lo agradezco, pero igualmente sostengo que fue un error. Mis padres eran pasionales y obsesivos. Eran adictos uno del otro y se amaban y odiaban intermitentemente todo el tiempo. Lo mismo que le sucede a un adicto a la nicotina, como yo, que la odio pero no puedo dejar de fumar. Salí a ver mis cosas destruidas y hechas añicos, metidas en aquel gran cilindro de chapa, y lloré desconsoladamente. Lloré porque eran parte de mi mundo, eran los objetos que componían mi refugio. Si había alguna mala vibración en mi casa, como había dicho ese tipo, justamente entre mis objetos, en mi habitación, sucedía todo lo contrario. Allí se generaba mi asilo, mi escape de toda la mierda de la realidad que me había tocado vivir junto a mis padres. Odié a ese charlatán que les metió esas ideas en la cabeza, a mi tío que se los presentó, a mi madre y a mi padre por llevar a cabo un dictamen tan indigno con las pertenencias del único punto coherente y cuerdo de esa maldita casa. Mientras lloraba y sentía una fuerte opresión en el pecho, aquellos recortes con Noticias Insólitas flameaban pinchados al panel, roto al medio, por encima de las cosas embutidas y despedazadas en ese tacho. Me acerqué, como quien quiere ver por última vez el cuerpo de un pariente amado en su velorio, y leí... “La historia del Cosmonauta Fantasma”. Arranqué de un zarpazo el recorte y lo metí velozmente en 34
mi bolsillo. Fue lo único que pude rescatar de mi mundo. Lo único que supervivió al exterminio. Durante largo tiempo llevé conmigo ese recorte, y cada vez que me sentí solo y desprotegido por alguna razón eventual, volvía a leerlo, y de algún modo me sentía aliviado. No sé porqué. No puedo explicar concretamente lo que sentía, solo sé que la agonía de aquel astronauta llamado Aleksei Gólubev me despertaba una necesidad de empatía. Cualquier cosa, por más terrible que fuese, que me sucediera, no sería nada al lado de lo que había pasado aquel hombre que fue abandonado y olvidado en el espacio. Con respecto a mis padres... El cambio de muebles y la limpieza de objetos viejos puede que hayan cambiado alguna energía, pero no curó la enfermedad de ellos. Es que la mala vibración no estaba entre las paredes de aquella casa sino que ellos mismos la provocaban agrediéndose y queriéndose mal. Con el tiempo todo se puso peor... mucho peor. Volviendo a la Ruta 45... Tal vez en mi relato no pueda ser muy preciso con los horarios. Solo sé que era casi el mediodía y yo estaba allí, agotado del sol y el calor, en medio de la nada absoluta de una ruta del desierto, esperando a que alguien pasara para rescatarme. Mi reloj había dejado de funcionar... eso era un detalle muy extraño. Me eché un largo trago de agua de uno de los bidones y me refresqué un poco la cabeza y la cara. En ese momento distinguí en la distancia la figura grotesca de alguien que se 35
acercaba caminando por el medio de la ruta. Venía por la misma dirección por la que yo había llegado hasta allí. Se movía torpemente, como dando tumbos, como caminan los borrachos, y se demoró su tiempo hasta acercarse hasta donde yo estaba. Para mi sorpresa, cuando se acercó lo suficiente como para poder verlo bien, vi que llevaba puesto un desteñido y rotoso disfraz de payaso. Era un tipo bajo y regordete, de aspecto patético. Tenía todo el maquillaje de la cara chorreado por el calor y el cuerpo humeaba como si se estuviese prendiendo fuego por dentro. Se acercó, agotado, insolado, arrastrando los pies y respirando como un pez enfermo, y al mirarme sonrió. Era una sonrisa escalofriante, de dientes oscuros y espuma blanca. Horrible. Pero lo peor de todo es que sentí verdadero miedo cuando distinguí que en la mano derecha, enfundada con un rotoso guante blanco, llevaba una pistola. -¡Hola, Vaquero!- saludó con la voz rasposa. Retrocedí unos pasos. Aquel tipo me causaba mucho pero mucho miedo... (Continuará)
Fin de la Primer Entrega
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