“A medio camino”
un relato de
Gustavo Gall
Capítulo Trece “El autobús”
Me miró con impaciencia... -Bueno, Vaquero, firma y acabemos con esto...- dijo, y me cedió los nuevos formularios. Pero esta vez ni siquiera estiré la mano para recibirlos. -No. Hizo una sonrisa, como esas que se les ponen a las personas cuando no pueden creer lo que oyen. -El autobús vendrá a recogerte enseguida y te llevará a tu casa. Es tu única oportunidad para salir de aquí- y sacudió los papeles con zozobra. -Todavía no me aclaras qué es “aquí”. No me explicaste como llegué a este lugar ni porqué vine. -¿Este lugar? ¡Este lugar es una mierda!- gritó-. ¿No te das cuenta? En esta tierra no crecen ni rocas. Es un agujero negro en el camino, una puerta invisible que se abre de tanto en tanto, y tú te metiste por casualidad. Es como el Triángulo de las Bermudas, pero en tierra... No sé... Esto es una puta mierda y tú estás metido dentro ¿qué más da como fue que llegaste? Me quedé observando sus ojos de desquiciado. En la distancia se oyó el rugir de un motor de un vehículo que se acercaba desde el lado Sur. En unos instantes me di cuenta que se trataba de un viejo y enorme autobús que 116
bajaba por la ruta a toda velocidad, dejando una espesa nube de polvo y humo por detrás. -¡Ahí lo tienes!- exclamó el tipo-. Te lo dije. Si no firmas ahora mismo se marchará dejándote aquí para siempre. El chofer tiene muy mala leche y no espera por nadie. ¡Aprovecha esta oportunidad, Aaron! El gran autobús se detuvo en plena ruta frente a nosotros, emitiendo un chirrido dilatado y hondo con los frenos. La portezuela manual se abrió violentamente con un palancazo del chofer, y allí lo vi... era un gordo enorme y calvo, pálido. Parecía un bebé gigante o un luchador de sumo. Se asomó hacia fuera y nos enfocó con sus ojos pequeños y muy juntos, y lanzó un escupitajo negro de coca o tabaco, a la vez que cabeceó como preguntando: “¿Y?” El interventor volvió a sacudir los papeles que sujetaba con su mano para apurarme. Yo recorrí el autobús con la mirada. Los oscuros vidrios de las ventanillas no me permitían ver nada en su interior. Quería saber si llevaba más pasajeros. Estiré la mano y agarré los papeles. El Interventor lanzó un involuntario suspiro de alivio. Sonrió, me cedió su bolígrafo, y se apresuró a calzarse los zapatos que habían quedado junto a la piedra y el maletín. Yo crucé los papeles y los partí al medio dos veces, en cuatro partes, y los lancé al aire. Los ojos del Interventor parecieron salirse de sus órbitas. No podía creer que hiciera eso. -¡Mierda!- gritó-. ¡Mierda, mierda, mierda y carajo! No llevo más copias de esos formularios. Ahora sí que la jodiste bien jodida, Vaquero. 117
El Chofer pisó el acelerador que emitió un rugido de impaciencia, y el Interventor corrió velozmente para montarse en el autobús antes de que el otro cerrara la portezuela. -¡Terco! Eres un maldito cabezadura- gritó mientras corría. Una vez que subió las escalinatas, volteó hacia mí y me dijo: -¡Ten cuidado con los lobos por la noche! Fue lo último que escuché de él. El autobús arrancó violentamente y se perdió ruta abajo. Caí hacia atrás apoyándome contra el auto. Tenía la cabeza como un torbellino, pero algo me decía que había hecho lo correcto. En ese instante, mientras intentaba acomodar mis ideas revueltas, vi que el Interventor se había dejado olvidado su maletín. -Volverá- me dije.
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Capítulo Catorce “Halfway Song”
El sol amainaba lentamente pegando ahora en la izquierda delantera del auto. Debo haber estado un largo rato allí, apoyado con todo el peso de mi cuerpo por el lado derecho del vehículo. Alcé el bidón del suelo e intenté exprimirle algunas rezagadas gotitas de agua. Sentía que me estaba secando por dentro y la piel de mis resquebrajados labios me dolía. No tenía fuerzas siquiera para intentar acercarme al maletín. Por el tiempo que transcurrió desde la partida del autobús, deduje que el Interventor y el bebé gigante no regresarían. Le eché un vistazo al recorte con el artículo del cosmonauta y pensé en lo que habría sentido él a medida que se le agotaba el oxígeno. Debió padecer los mismos dolores intensos que yo, y debió pasar por la misma angustia desesperante. El plástico adherido al papel del recorte transpiraba por efecto del calor. ¿Cómo habría conseguido un papel adhesivo de esos mi padre en la cárcel? Recordé el día en que le dí aquel recorte... Fue en una de las visitas a la penitenciaría de Cabriggen, a unos pocos kilómetros de Nilven, sobre la ruta portuaria hacia Queelse. Mi viejo ya llevaba casi un año y medio tras las rejas y lo habían trasladado a la cárcel local hacía pocas semanas. Mi tío se encargó de los trámites para hacer efectivo el traslado, 119
y de ese modo pudimos empezar a visitarlo cada quince o veinte días. Por entonces todavía no le había picado el bichito de la evangelización, eso fue después. Mi padre era un ente demacrado y flaco. Lloraba y la pasaba muy mal dentro de la prisión, y aunque todavía no se había dictado la sentencia, su abogado sospechaba que le darían unos treinta años, pero que podría salir antes por buena conducta. A veces yo me sentaba frente a él y no nos decíamos muchas cosas, solo nos mirábamos. Me preguntaba por la escuela, por mis amigos y por mis cosas, pero jamás tocamos el tema de lo que pasó con mi madre. Él había asumido toda la culpa y solo nosotros dos sabíamos la verdad de los sucesos. En las visitas no nos permitían llevar más que una muda de ropa, cigarrillos y algún fiambre embutido. Mi padre estaba muy mal anímicamente y físicamente, y nunca me miraba directo a los ojos, supongo que era para que yo no llegara a interpretar que me estuviera juzgando por lo que le hice a mi madre. Nunca tocamos el tema, ¡nunca! Fumaba y fumaba todo el tiempo durante las visitas porque decía que dentro tenía que compartir el tabaco con los otros presos y no le quedaba nada. El día de su cumpleaños, el segundo que pasaba en prisión, con mis tíos le compramos una radio portátil, y además yo le llevé algunos de mis dibujos. Siempre le llevaba dibujos míos, y él se los quedaba mirando durante largos ratos, como si repasara cada línea y cada trazo mentalmente. Me decía que tenía mucho talento... 120
-Siempre dibujando astronautas, Aaron- decía, pero en realidad yo no dibujaba astronautas sino “ese” astronauta¿Te gustaría viajar al espacio? -Si- le respondía yo. -A mí también. En realidad me gustaría viajar a cualquier lugar lejano, lo más lejos posible de todo. El espacio podría estar muy bien- y se le ponían esos ojitos de melancolía. Pues esa vez, la del cumpleaños, además de la radio y los dibujos, le di mi preciado artículo sobre el cosmonauta ruso. Él lo leyó en voz baja y asintió moviendo la cabeza. -Ya Me habías enseñado esto alguna vez- dijo-. Es increíble lo que le sucedió a este hombre. Tantos avances tecnológicos para finalmente quedar abandonado en la nada, sin posibilidades de retorno. Le pedí que se quedara con el recorte y él lo aceptó muy agradecido, y lo guardó y lo conservó como un objeto muy preciado, el más preciado de todos. Así es como fue a parar a sus manos. Unos años después, cuando ya estaba mejor y se había enganchado con Cristo y la religión, me mostró que aún llevaba consigo ese recorte del cosmonauta. Lo había plastificado para que no se estropeara el envejecido papel. -Me sirvió mucho esto, Aaron. Me abrió el pensamiento hacia muchas cosas. Y es que el asunto del cosmonauta ruso abandonado en el espacio solo puede ser interpretado por aquellos que sufrimos una extrema empatía. La noticia puede ser más o menos relevante para una persona común, pero para determinadas personas como yo y como mi padre, el padecimiento ajeno tiene un brutal efecto espejo que nos hace vulnerables. El empático crónico no se pregunta 121
“¿Porqué me pasa esto a mi?” sino “¿Porqué a mi no?”, y esa es la clave de nuestra mayor desdicha. La noche antes de que yo emprendiera el viaje, aventurándome por la Ruta 45, mi padre y su esposa me invitaron a cenar. Ya lo conté antes, varias veces. Fuimos al restaurante de un hotel. En la sobremesa bebimos unas copitas de coñac y café, y hablamos de nosotros. Yo le pedí perdón por todo lo que tuvo que pasar durante tantos años, por mi culpa, y él me dijo que no me tenía que disculpar jamás por eso. Me dijo que la culpa de lo sucedido a mi madre fue suya y de ella también, que habían sido dos adultos irresponsables e incapacitados para educar a un hijo. “Tú fuiste la víctima, Aaron, y yo pagué por los dos, por ella y por mí, el gran pecado que cometimos contigo. Pero todo sucede por algo... de no haber acabado en la cárcel no hubiese estudiado y no hubiese conocido a Cristo”. Y me entregó el recorte del Cosmonauta ruso que llevaba prolijamente plegado en su billetera, plastificado. Me lo dio a modo de devolución y agradecimiento. -Esto me lo diste hace muchos años, y me dijiste que era algo muy importante para ti. Al principio no lo entendía pero con el correr de los días, allí, en la soledad de mis pensamientos, supe que esta noticia y este dibujo eran una especie de mandala. Con el tiempo y la práctica podía meterme en él, orbitar y viajar allí, al espacio, lejos de todo. Y he llegado a soñar...- me dijo-... que podía ir al lado de ese hombre para acompañarlo en su agonía y tranquilizar su dolor. Allí me di cuenta que mi viejo entendía realmente, como nadie en el mundo, el significado de mis sentimientos. 122
No sé porqué, cuando nos despedimos, tuve la extraña sensación de que ya no volveríamos a vernos nunca más. La brisa de la tarde me despejó de mis recuerdos y mis pensamientos. Era la primer ventisca del día que iba a empezar a envejecer. Fue un alivio, aunque era caliente y cargada de polvillo. La sed me dolía y lo único que se me ocurrió fue orinar sobre mi mano y beber de mi propia orina, porque si no pasaba algo líquido por mi garganta sentía que se me iba a resquebrajar. Dicho así suena asqueroso, lo sé, pero era el último recurso que me quedaba. Me moví arrastrándome por los lados del auto hasta llegar al maletín. Inútilmente intenté abrirlo moviendo los tamborcitos numéricos de sus dos trabas. No hubo forma de conseguirlo. El maletín no pesaba casi nada y algo rebotaba suelto en su interior. “¿Qué demonios llevaría dentro?”, me pregunté. Lo arrojé en el interior del auto, sobre el asiento trasero, al igual que hice luego con mi mochila y con mi guitarra. Todo lo hacía con movimientos lentos, como un anciano, porque ya no me quedaban fuerzas y las escasas energías se me agotaban rápidamente. Incliné las butacas delanteras del auto lo más que pude para conseguir más espacio en su interior. Sabía que enseguida caería la noche e iba a tener que encerrarme dentro del auto para sobrevivir. Busqué mi libreta y el bolígrafo que me había dado el Interventor para que firmase aquellos engañosos papeles. Desenfundé la guitarra y allí, en la soledad de la ruta desierta, compuse una canción titulada “Halfway Song” (La canción de a medio camino). Cuatro acordes y unas pocas estrofas fueron suficientes para darle forma a una letra sencilla que 123
hablaba de mí, de mi situación, y no sobre el astronauta, padeciendo la rotunda e inapelable soledad, en medio de la nada... en un lugar sin retorno, en un sitio al que nadie iba a acudir a socorrerme. Fue la canción más espontánea y significativa que compuse, y la primera, dentro de esa libreta, que no tenía nada que ver con el cosmonauta perdido en el espacio, sino con un escritor mediocre perdido en una ruta desierta. La toqué una y otra vez, y la canté lo más fuerte que pude con mi garganta dolida, mientras miraba como el sol caía derretido hacia le Oeste. Y lloré... lloré sin lágrimas. Y reí... reí sin carcajadas. Y miré hacia el cielo, y en algún instante sagrado, ya cuando todo el paisaje se teñía de rojos y dorados, y la brisa se alzaba como una danza al compás de la música de mi guitarra, me sentí formando parte del colage del entorno... Sentí que yo era solo una pincelada accidental que se había filtrado extrínsecamente, tamizado, en esa inmensa pintura del Universo. Y me mimeticé con sus matices, y me añadí a sus gamas hasta ser parte de todo aquello. Sentía que era el fin y no me importaba tanto morir como el hecho de morir sin saber qué era lo que realmente me había sucedido. Un final confuso y rocambolesco para cerrar una vida como la mía, no me gustaba. Tocaba mi canción y le hacía frente al momento, apretando los dientes de bronca y beligerancia contra el absurdo destino.
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