Gustavo gall a medio camino capitulo 9 y 10

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“A medio camino”

un relato de

Gustavo Gall


Capítulo Nueve “Pequeñas ayudantes de mamá”

What a drag it is getting old "Kids are different today," I hear ev'ry mother say Mother needs something today to calm her down And though she's not really ill There's a little yellow pill She goes running for the shelter of a mother's little helper And it helps her on her way, gets her through her busy day (Jagger-Richards)

La sombra que proyectaba el auto se movió, dejando que el sol volviera a encandilarme. Ya no era tan fuerte como un rato antes. La tierra giraba. El Universo seguía su curso sin importarle lo que me estaba sucediendo, así como debe ser. Rodé sobre mi cuerpo porque sentía el hombro entumecido, intentando abrazarme al bidón para echarme otro trago de agua. Me había vuelto a desmayar y no sabía cuanto tiempo había estado dormido, pero no debió ser mucho. Eran pequeñas desconexiones. Lo peor de desvanecerse por golpes de calor son las incesantes y 75


arbitrarias avalanchas de pesadillas que parecen retazos de sueños que se superponen y lo enmarañan todo. Bebí el agua exasperadamente, ya sin importarme demasiado conservar una reserva. Tenía sed, mucha, insaciable. Sabía que debía racionalizarla un poco pero no podía dejar de beber. Parecía que cuanto más tragaba, la sed se acrecentaba. En eso me sentí observado... Desde el suelo levanté un poco la cabeza y ví que se aproximaba una figura humana... Se trataba de alguien con una ropa blanca que, bajo el solazo y en medio de aquella ruta desierta, resultaba una aparición fantasmagórica. -¡Oh, no! ¡Otra vez no!- exclamé, y me hice de mi sombrero rápidamente. Me abracé al sombrero y rodé bajo el auto para esconderme, dejando el bidón destapado a un costado. -¡Aaron!- gritó. Su voz... Reconocí esa voz... me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. -¡Aaron! ¡No te escondas que ya te he visto!- gritó, y esta vez revalidé lo que mi cabeza se negaba a aprehender, y a medida que se acercaba iba confirmando la peor de mis sospechas, que era la peor de mis pesadillas. La mujer, vestida con su camisón blanco, llevaba los pelos revueltos hacia arriba, la cara demacrada y ese torpe andar de alguien que apenas consigue mantener el equilibrio. Tenía una coronita dorada cayéndole por la frente y una banda cruzada sobre el hombro izquierdo hasta la cadera 76


derecha. Venía pisando con los pies descalzos sobre el asfalto caliente. Al llegar al auto se arrodilló y se inclinó para verme... Era mi madre, tal como la recordaba, tal como la había visto la última vez, “antes de que pasara lo que pasó”... Tenía la mirada perdida y en la boca esa espuma reseca entre la comisura de los labios que se le formaba cuando le daban unos de esos ataques de abstinencia. -Ya sé que estás ahí abajo... ¡Sal inmediatamente!- ordenó con su voz chillona y quebrantada. Se me hizo un nudo en el estómago y en el corazón. Era el espectro de mi madre, la mujer a la que más amé y a la que más odié en mi vida. Era ella, estaba allí y venía a cobrarse una vieja deuda... -¡No me hagas enfadar, Aaron! ¡Te ordeno que salgas de ahí ahora mismo!- volvió a repetir con tono amenazante. Guardé silencio y rompí a llorar mordiéndome los labios. Las viejas sensaciones más traumáticas de mi infancia volvían a devastarme. Ya casi me había olvidado de lo que se sentía cuando se sentía eso... Me tapé la boca con las manos para reprimir los sollozos y me enrosqué, anudándome, en postura fetal, rogando al cielo de que esa alucinación se terminara pronto. -¡Aaron, no me obligues a meterme ahí para sacarte!volvió a amenazar. Estiré lentamente el brazo hacia abajo y busqué en el bolsillo de mi pantalón el recorte plastificado con el artículo sobre el cosmonauta ruso, tal como lo hice aquella vez, de pequeño. Lo llevé hasta mis ojos y leí... 77


“Aleksei Gólubev el único superviviente del primer prototipo tripulado por humanos previo de la misión espacial soviética: Vosok, fue abandonado en el espacio. Sus dos compañeros tripulantes murieron prematuramente en la nave por una intoxicación. La estación mantuvo comunicación con el cosmonauta durante algunas horas hasta que se perdió contacto definitivamente. No hubo forma de lanzar un operativo de emergencia de rescate ya que el oxígeno se le acabaría antes de que se pudiera siquiera comenzar con las maniobras. Gólubev quedó flotando en el espacio...” Sabía este párrafo de memoria, pero igual lo leía una y otra vez para que mi mente agenciara el mismo efecto de enajenación ensayada de cuando era niño, y se disparara allí, a la galaxia, al desierto negro de las estrellas flotantes, junto a él, que era el único sitio del Universo donde me sentía seguro. -Tengo todo el día para esperarte, Aaron, tarde o temprano tendrás que salir- dijo mi madre-espectro. Allí se abrió una puerta de claridad en mi mente, y mis recuerdos reprimidos y sepultados durante tantos años, emergieron, salieron a flote como envases vacíos en un pantano podrido. Entonces supe cual fue el comienzo de todos mis conflictos... Mi casa en mi infancia fue un infierno por las peleas y disputas que mantenían mis padres. Pero esas peleas comenzaban siempre cuando a mi madre se le daba por maltratarme. Y eso era por culpa de las “Pequeñas Ayudantes de Mamá”, aquellas píldoras amarillas que algunas mujeres consumían a comienzos de los años sesenta. El laboratorio Pfeitter comercializaba esas supuestas pildoritas amarillas que eran de venta libre en cualquier 78


farmacia. Las pastillas prometían devolverles a las mujeres sus figuras y la juventud de sus mejores años. Mi madre, que había sido tal vez la mujer más hermosa de Queelse, y que durante una década mantuvo su trono como “La Reina de la Belleza”, fue la víctima perfecta de aquellas drogas legales. Ella vio sus anhelos coartados desde el momento en el que quedó embarazada accidentalmente. Mi existencia vino a estropear su gloria y también su cuerpo. Me culpaba por la enorme cicatriz que le quedó tras la cesárea que le practicaron durante el complicado parto. Luego por las estrías y la celulitis. ¡Ah! Y también me culpaba por el ensanchamiento de sus caderas. Su cuerpo de niña perfecta cambió rotundamente desde el momento en que nací. Yo no era más que un error, producto de una noche loca de alcohol y hongos alucinógenos que consumían por entonces los hippies revoltosos y las chicas ricas rebeldes. Mi padre, por esas cosas de la vida, se quedó con la chica más linda de la región, la que era portada de las revistas y periódicos locales. Mi madre, con su espléndida figura, era la modelito más cotizada de los modistos de turno. La carrera floreciente de la Reina de la Belleza, a la que nadie podía destronar, se vino a arruinar con mi existencia. Entonces vino la depresión y la frustración y luego la angustia. Luego sobrevino el odio, en una casa en la que nunca hubo un solo día de paz y armonía. Ella fue destronada al volverse gorda, y también fue desterrada de su familia que no le perdonaba que se encaprichara con un hippie sin futuro y sin ambiciones como era mi padre. Entonces vino el intento de llevar a cabo una familia, vino la rutina y la monotonía y más tarde... “las pequeñas ayudantes de mamá”. Con ellas despertó la esquizofrenia. 79


Pero esta vez, aquí en medio de la Ruta 45, no estaba mi padre para salvarme ni rescatarme de su ataque agresivo. Rodeó el auto caminando con esos lastimados pies descalzos, repitiendo: -¡Tengo todo el tiempo del mundo, Aaron! Tarde o temprano vas a tener que salir de ahí...- y en una de sus vueltas pateó, con todas las intenciones, el bidón de agua, haciendo que se derramara casi todo el resto de mi última reserva, mi única esperanza de supervivencia. En aquella Gran-Fogata que se hizo el día en que decidieron cambiar la energía de la casa, ardieron cientos de fotografías, souvenirs, recortes, coronas y atuendos de la Gran Reina de la Belleza de Queelse. Lo recuerdo como si fuera hoy. Con eso pensaban quemar el pasado y comenzar una nueva vida, pero no fue más que una ilusión, un momento de calma antes de la gran tormenta. Debieron deshacerse de las pequeñas ayudantes de mamá antes que nada. De repente se agachó, arrodillada, para verme bajo el auto. Su rostro estaba muy cerca del mío y distinguí en sus ojos la mirada vacía y lunática de una demente pretendiendo enfocarme. “No la mires a los ojos. No la mires a los ojos”, me repetía a mí mismo en pensamientos. La corona ya se le caía sobre la cara, pendiendo de un mechón de pelo, y la cinta dorada sobre el brazo, junto con el bretel de su camisón, dejando esos pechos estirados y estriados, secos como pasas, colgando hacia abajo. -¡Pagarás por lo que me hiciste!- amenazó, y esta vez, de su boca, brotaron dos voces al mismo tiempo, la de ella y la de Blanca, las dos mujeres que varias veces quisieron verme 80


muerto. Extendió el brazo hacia mí pero me arrastré velozmente hacia atrás para esquivar el zarpazo. De repente noté que su mano se trocaba en una pezuña larga, delgada y peluda. Su rostro se alargó como desliéndose hasta erigirse en un hocico, y su cuerpo mutó gradualmente torciéndose y encrespándose, hasta cobrar forma canina. De repente su voz fue un berrido... -¡Fuera!- grité con todas mis fuerzas, y el coyote reculó. Protestó mascullando entre sus fauces hinchadas y dio un par de rodeos antes de alejarse y marcharse por donde había llegado. Cuando me aseguré de que el animal ya no estaba por allí, me apuré para salvar el resto del agua que quedaba en el bidón tumbado. Era el resto del nivel que no podía salirse por el pico, y me daba para unos tres o cuatro tragos, racionándolo muy bien. Sin dudas se trató de uno de esos Coyotes-vigía que suelen salir a husmear el terreno para avisar a los otros sobre el panorama. Luego los de la manada vendrían tarde o temprano a por mí, eso lo tenía yo muy claro.

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Capítulo Diez “Tormentos del pasado” El Doctor Tesvey se lo dijo claramente a mi padre: “Tu mujer padece de esquizofrenia y no tiene cura. Con un buen tratamiento podremos mantenerla tranquila, pero se descompensará a menudo. Tendrá picos anímicos. Se deprimirá y se volverá eufórica con facilidad”. Debió ser la gran advertencia, pero mi padre no podía pagar ni siquiera el tratamiento de desintoxicación que aconsejaba el Doctor previo a la internación. Tuvo que guardarse el orgullo y pedir ayuda a la familia de mi madre, que lo odiaban, pero nadie se tomaba en serio eso de las enfermedades mentales en esos años. Tuvo dos internaciones en períodos abstinencia y en esas dos oportunidades volvió una seda. Pero en cuanto pensábamos que instauraba en la familia, los ataques de locura tormenta se desataba por cualquier cosa, insignificancias domésticas.

críticos de a casa hecha la calma se volvían. La incluso por

Mi padre vivía con culpas. Él la había iniciado en el mundo de las drogas y fue él mismo quien le hizo conocer aquellas malditas pildoritas amarillas. Las cosas como son...

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En sus años hippies, mi padre fue un dealer, y mi familia, en los primeros tiempos, vivía económicamente gracias a su negocio. Él abastecía a las bandas de rock lisérgico de la época con las drogas que necesitaban y que era la materia prima de inspiración del movimiento psicodélico. También consumían los políticos, los personajes mediáticos y los artistas, y, por supuesto, las drogas estaban a la orden del día en el mundillo de la moda. Eran tiempos de ácidos y hongos, y de pastillas de diseño. También de cocaína, claro que sí. Yo vine a nacer en medio de todo ese alboroto. Las píldoras amarillas, las “pequeñas ayudantes de mamá”, como se las conoció a partir de la famosa canción de los Rolling Stones, se prohibieron a la venta libre en menos de un año, pero continuaron vigentes, circulando en el mercado clandestino. Originalmente fueron creadas por el laboratorio Kladmen y más tarde Pfeitter como una medicina alternativa para el tratamiento de los enfermos del mal de Parkinson. Al parecer estas drogas disminuían los temblores a los pacientes actuando directamente sobre determinadas regiones cerebrales específicas. Quitar el apetito era una de los efectos colaterales. Las alucinaciones, dolores de migrañas y dolores de huesos fueron consecuencias que se conocieron con la experimentación. El uso como pastillas para bajar de peso no era el fin con el que fueron creadas. Lo que sucedió en mi casa no era exclusividad de mi familia, me refiero a que mi madre perdiera un tornillo por culpa de esas píldoras. Pasó mucho en esos años, y por todas partes se escuchaban historias aterradoras con desenlaces nefastos por culpa de las mujeres que se volvían locas. Hoy día a los drogadictos se los cura con drogas supletorias. Antes, en esos años, no se hacía así. 83


Se los encerraba con un chaleco de fuerza dentro de una habitación acolchonada y se los dejaba sufrir hasta que el “mono” de la droga se diluyera solo. Los resultados físicos no eran tan terribles, puede que algo exitosos, pero las consecuencias mentales eran fatales. El día de la desgracia, mi madre se despertó cerca del mediodía. Yo estaba en casa por el receso escolar de invierno, jugando en mi habitación. La noche anterior había sido una noche hermosa. Recuerdo que habíamos estado, los tres, sentados en el porche, jugando a los naipes bajo la luz de la farola. Fue una noche templada en pleno invierno, y el cielo estaba salpicado de estrellas. A menudo, con mi padre, dejábamos que mamá ganara una vuelta. Nos confabulábamos para que ella no perdiera siempre y así no se sintiera inferior. No era buena jugando naipes. Creo que lo hacíamos para evitar que se alterase. Todo lo que hacíamos era así, pisando sobre algodones para evitar cualquier ataque. Pero cuando se levantó de su silla, en medio de la partida, y nos anunció que se retiraba a dormir, vi aquella mirada en sus ojos... bajo la luz de la farola, esa mirada fue escalofriante. Yo siempre vivía con miedo a que volviera a suceder. Cuando ella se marchó al interior de la casa, se lo comenté a mi viejo, pero él no me hizo caso. “Solo está un poco cansada”, dijo. Y al otro día, mientras yo jugaba con mis cosas, y escuché el modo en que abrió la puerta de su habitación, confirmé mis sospechas... la tormenta había vuelto a posarse sobre nosotros... Recuerdo el sonido fragoso de sus talones retumbando en el suelo al caminar, acercándose a mi cuarto. Instintivamente 84


me escondí debajo de la cama rodando por el suelo. Sus pasos de talones furiosos recorrieron el pasillo ida y vuelta. La escuché entrando en el cuarto de baño y revolver nerviosamente cosas dentro del mueblecito de los medicamentos. Escuché el ruido del servicio al descargarse, y luego ruidos de cristales rotos y otras cosas que se destrozaban estrepitosamente. Desde mi posición estiré el brazo y capturé la carpeta donde guardaba mis recortes de “noticias interesantes” (las guardaba ahora dentro de una carpeta de folios luego de que mis padres me destruyeran aquel panel de polietileno cuando decidieron “limpiar” la casa de las malas energías). La primera de las páginas del folio plástico contenía la nota del cosmonauta ruso desamparado en el espacio. Lo quité y me lo quedé, y arrojé la carpeta al centro de la habitación. Ya dije que ese artículo era mi amuleto, mi único mantra de seguridad contra todos los males. Lo leía una y otra vez para dispersar mi mente y dispararme al espacio, junto a él. Me gustaba pensar que el cosmonauta seguía allí, vivo, en su periplo flotante de contemplación, lejos de todo y a salvo de cualquier peligro de este mundo. Yo quería eso. Quería sentirme así de lejos y aislado de todo. La puerta se abrió precipitadamente de un golpe y los pies de mi madre aparecieron pateando juguetes y revistas. -¿Dónde estás pequeño hijo de puta?- dijo con su voz temblorosa y chillona. Me oriné en mis pantalones y me acurruqué en posición fetal. Entonces se agachó y se asomó bajo la cama, enfocándome con esos ojos de locura. Pero no me veía... Me tenía delante suyo pero no podía verme...

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Dio algunos manotazos que conseguí esquivar hábilmente arrastrándome hacia atrás y hacia los lados, librándome de sus manos que eran como las garras de un ave rapaz. -¡Sé que estás ahí, maldito desgraciado! Ya vas a tener que salir tarde o temprano...- repetía. Yo, con mis manos, me tapaba la boca para amortiguar los sollozos de mi llanto de pánico. Entonces esperó un poco y tras un breve silencio sacudió la cama, y en su intento por moverla de lado, se cayó al suelo. No tenía fuerzas para obligarme a salir. Y allí en el suelo se enredaba con su propio camisón blanco y se lo arrancaba haciéndolo añicos, hasta dejar sus pechos al aire. Entonces se agarraba las tetas, flácidas y estriadas, y me decía: -¡Mira como me dejaste! ¡Desgraciado! ¡Mira lo que le hiciste a tu madre! ¡Maldigo el día en que quedé preñada! Durante años sufrí el terrible acoso de esa imagen y esos gritos persiguiéndome. Se levantó a los tumbos y volvió a salir de la habitación. Creo que pudo ser el momento exacto de emprender la huída, pero no pude. Estaba paralizado de miedo. Si lo hubiese hecho supongo que esta historia pudo ser diferente. Al cabo de un rato regresó. Tenía unas enormes tijeras en la mano y las empuñaba con el filo hacia delante con intenciones de clavármelas. Se dejó caer de rodillas al suelo y avanzó hacia mí, inclinándose bajo la cama. Allí hubo un forcejeo... De repente hubo un instante de suspensión en el que quedamos mirándonos a los ojos.

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La melindrosa e incomparable quietud, justo después de que la carne fuera quebrantada por el filoso metal, fue tan horrible e inapelable que pareció detener el tiempo... Me miró y sus cejas se torcieron hacia arriba. De repente sentí que su rostro se colmó de una belleza repentina, de una frescura sublime. Allí, en ese único instante de calma, mi madre volvió a ser la Reina de la Belleza de Queelse. -¿Qué me haz hecho, Aaron?- me preguntó con desconcierto, con una dulce vocecita que me taladró el alma al medio. Miró hacia abajo... Las tijeras estaban hincadas en su entrepierna, cerca de la ingle derecha, y germinaba de su herida una sangre oscura, casi negra, que salía a borbotones. Sus manos, con esos dedos flacos, dejaron de apretarme los brazos, y, temblorosas, dudaban entre quitar las tijeras o frenar la sangre. Volvió a mirarme enfocándome con esos ojos asustados que clamaban ayuda, y la invadió una palidez mortuoria. -Nunca te quise...- me dijo entre susurros- No sé quererte... solo sé odiarte...- me dijo. Casi sonó como un pedido de redención. Finalmente cayó desplomada hacia atrás. Mi mente no terminaba de asimilar lo que estaba sucediendo. Todo era como una sucesión de fotogramas irreales. Me moví a su lado y la toma de las manos mientras su agitada respiración se entrecortaba hasta tullirse. Cuando llegó mi padre a casa aquello era un mar de sangre. Todo fue muy confuso. Recuerdo que se agarró de la cabeza y lloró, pero aún así, a pesar de la conmoción del momento, tuvo un rapto de lucidez en el que me ordenó que cogiera ropa limpia y que me diera una ducha y me cambiara. 87


Nunca supe que hizo con la ropa que se me manchó de sangre. Lo cierto es que la policía nunca la encontró, o tal vez ni siquiera se molestaron en buscarla, porque mi padre se auto incriminó. Asumió las culpas absolutas del asesinato. Así fue el triste final de la Reina de la Belleza de Queelse, “La Rosa Blanca”, como la apodaban en los periódicos. Perdió la cabeza y su hijo, su único hijo no deseado, el mismo que arruinó su juventud y su cuerpo y los mejores años de su vida, ese hijo, terminó matándola en defensa propia. Fui a parar a casa de mis tíos. Nunca más volví a pisar aquel lugar. Mi tío rescató de mi habitación mi ropa, mis cosas de colegio, y mi carpeta de artículos raros y curiosos, y obviamente, como un encargo especial de mi parte, rescató de debajo de la cama el artículo del cosmonauta ruso.

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© Los Tres Lobitos S.L., 2013 1ª edición Cod. Licencia Internacional: 1312199631132 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Digitalizado por L.T.L / Reg. Int. de la Prop. Intelectual. A.R.Ress. LosTres Lobitos & Gustavo Gall copyright. 2013

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