Gustavo gall a medio camino capitulo 5 y 6

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“A medio camino”

un relato de

Gustavo Gall


Capítulo Cinco: “Racionalizando el delirio”

El agua de los bidones ya estaba caliente. Era imposible que me quitara la sed con eso, pero era lo único que tenía. Miré hacia ambos lados de la ruta... nada... solo campo amarillo y postes de líneas telefónicas en una hilera interminable que se fundía al confín. Empecé a desesperarme porque me daba cuenta de que no tenía opciones y de que, el Payaso, tuvo razón cuando me dijo que nadie pasaría por esa ruta. Encendí un cigarrillo y me deshice de él a las dos pitadas porque el humo bajaba como un infierno por mi garganta. Ya tenía el sol del mediodía por encima, calcinándome. Me refugiaba inútilmente bajo la absurda sombra que proyectaba el auto y bajo el sombrero de cowboy. Pensé en aquella chica, la de los collares de huesitos y calaveras, y en sus rocambolescas advertencias. Pensé en el Payaso Rabioso... Woll Spector, y en el otro tipo del que me había hablado: Miche Hautkender. Nunca olvidé esos nombres tan raros en todos estos años. El apellido Spector me sonaba a “espectro” y le quedaba estupendamente bien, porque eso es lo que era... un espectro de esos de los que me había hablado la chica y de los que me había advertido. Me pregunto... ¿qué me hubiese hecho ese extraño Payaso si yo no llevaba el símbolo de la calavera sobre mi cabeza? Pensé... ¿Cuántos

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tipos antes que yo se habrán quedado varados en esa maldita ruta solitaria sin haber sido advertidos de esos espectros? Pero igualmente me mantenía algo escéptico a creer del todo que ese tipo fuera una presencia de una dimensión entrecruzada. Pensaba en la posibilidad de que se tratara de un producto de mi retorcida imaginación. Lo pensé sobre todo por lo que me dijo sobre mi madre. Al mismo tiempo yo me sentía muy entero y no podía creer que estuviese delirando de tal modo. Y mientras pensaba en estas cosas y me sentía desfallecer, el calor me estaba achicharrando y creo que sufría breves desconexiones. Sí, eran como desmayos que me apartaban intermitentemente de la realidad, la jodida realidad en la que estaba metido. ¡Una pesadilla! Deliraba, y en medio de esos delirios fue cuando apareció aquel muchacho con su bicicleta...

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Capítulo 6 “El chico negro en su bicicleta”

Sus enormes ojos me enfocaban sin parpadear mientras se me acercaba para mirarme. Luego se alejaba y se le dibujaba una mueca de desconcierto en su cara. Tenía una vara en la mano con la que me daba pinchazos en las costillas, supongo que para saber si estaba vivo o muerto. Yo no podía reaccionar. Se trataba de un muchacho joven, negro, que tenía puesto un sombrero y llevaba una camisa blanca. Yo apenas si podía mantener los ojos semi abiertos por períodos cortitos e intermitentes. -¿Tuvo un accidente? ¿Está bien?- me preguntó repitiéndolo varias veces como un disco rayado. Yo tenía la boca tan reseca que me dolía el paladar y tenía las cuerdas vocales empastadas. Los labios se me resquebrajaban como cuero reseco. No podía responder a sus preguntas. -¡Siñor! -¿Tuvo un accidente? ¿Está bien?- repetía. Le señalé el bidón de agua y me lo acercó. Me dio una mano para ayudarme a incorporarme, y mientras lo hacía, y a pesar

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de mi estado agónico, me aseguré de mantener el sombrero sobre mi cabeza. El chico miró el dibujo de la calavera e instintivamente frunció el ceño. Apoyé la espalda sobre el auto mientras el muchacho inclinaba el bidón y el agua tibia chorreaba sobre mi cara. No me calmaba la sed. Me sentía extenuado. Tenía, lo que llaman, un “golpe de calor”, y eso es horrible. Es una sensación de agotamiento y ofuscación, de fiebre, de escalofríos a pesar del calor, de dolor bajo la piel y de entumecimiento en la cabeza. Cuando logré limpiarme la garganta para hablar le dije: -Tienes que llevarme hasta el bar... Tengo que irme de aquí... ¡Ayúdame! Lo próximo que recuerdo son secuencias recortadas de escenas que se entremezclan confusamente... como estampas de diapositivas o como imágenes que se suceden en una moviola. Cuando conseguí detener el torbellino de mi cabeza y amainó un poco la intensa presión que sentía en la nuca, comprendí que estaba solo otra vez. El muchacho se había marchado. Podía ver la huella de la rueda de su bicicleta encaminada hacia el asfalto. Entonces uní las partes y en mis confusos retazos de recuerdos escuché al chico prometiéndome que iría en busca de ayuda. Me dijo algo de los bidones... los había acercado a mí lo suficiente como para que tuviese el agua a mano. Y lo vi marchándose y perdiéndose bajo la intensa luz del sol que me quemaba los ojos y me cegaba la visión, como una rojiza fotografía

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velada. Esa horrible agonía de calor distorsionaba las secuencias temporales y el pasado inmediato se trasponía con el presente. Incluso, por momentos, no sabía donde estaba ni como había llegado hasta allí. A tientas, logré incorporarme y quedar sobre mis rodillas. Sentía la repentina paranoia de que el muchacho me habría robado la guitarra. Pero después de mojarme la cara y la cabeza con el resto del agua que quedaba en el bidón número uno, descubrí que solo era un delirio mío. La guitarra, perfectamente enfundada, estaba allí donde la había dejado. La mochila también. Metí la mano en mi bolsillo y saqué el recorte de periódico con la noticia del cosmonauta ruso... lo miré y me sentí aliviado. No sé porqué. Bueno... era mi amuleto, ya lo dije antes, mi amuleto recuperado, que me había devuelto mi padre durante la cena en el hotel del restaurante... Todo estaba en orden. El chico negro no me había robado nada. Volví a mirar las huellas de las ruedas de la bicicleta para cerciorarme de que aquella repentina y misteriosa visita no hubiese sido parte de un delirio por el golpe de calor. Si había huellas. “El chico fue en busca de ayuda”, me dije y me lo repetí varias veces para tranquilizarme. Nunca había transigido por una experiencia tan traumática como esa. Fue lo más pavoroso que aconteció en mi vida. Toda la vivencia de haberme quedado varado a medio camino en esa Ruta 45 fue horrenda, pero ese preciso momento, entre el Payaso Rabioso y el chico negro de la

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bicicleta, fue particularmente traumático porque me sentí morir. Era como un involuntario trip lisérgico provocado por la embobamiento y la enajenación del calor, del que no se puede uno recobrar. Ya el sol había pasado la fatal línea mortal del mediodía y emprendía su recorrido hacia la inclinación de las horas de la tarde.

© Los Tres Lobitos S.L., 2013 1ª edición Cod. Licencia Internacional: 1312199631132 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Digitalizado por L.T.L / Reg. Int. de la Prop. Intelectual. A.R.Ress. 57


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