Llagas en los pliegues de Magdalena (2019). Sergio Marentes

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POESĂ?A

Llagas en los pliegues de Magdalena Sergio Marentes

HEBEL



Sergio Marentes LLAGAS EN LOS PLIEGUES DE MAGDALENA POESÍA HEBEL



POESÍA

Llagas en los pliegues de Magdalena Sergio Marentes

HEBEL ediciones Cuadrá-Tú | Poesía


LLAGAS EN LOS PLIEGUES DE MAGDALENA | POESÍA © Sergio Marentes, 2019 © HEBEL Ediciones Colección Cuadrá-Tú |Poesía santiago de Chile, 2019 www.issuu.com/hebel.ediciones Diseño y edición: Luis Cruz-Villalobos Imagen de portada y contraportada: © Andreas Feininger Qué es HEBEL. Es un sello editorial sin fines de lucro. Término hebreo que denota lo efímero, lo vano, lo pasajero, soplo leve que parte veloz. Así, este sello quiere ser un gesto de frágil permanencia de las palabras, en ediciones siempre preliminares, que se lanzan por el espacio y tiempo para hacer bien o simplemente para inquietar la vida, que siempre está en permanente devenir, en especial la de este "humus que mira el cielo".


Un hombre entero es una costilla de mujer. AnatomĂ­a de las sustancias


A Carolina, hembra.


«Llega, ve y vence».


«En aquellas épocas, jornadas eremitas, cenicientas y adustas, y muy amarillas, las venias, fiándose en el amor verídico, emergían redimidas de las gruesas voces. No se oyó del viento cantar, de hembra tal, que procurara fijarse en hombres al azar. No se oyó del fuego alegar, de hombre tal, que en plena plaza renunciara a ser deseo. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, el amor, aún, estaba por inventar».


Un distinto matiz

En una de esas mañanas para ir al pozo por agua, en las que todo es perfección, el sol, la luz, el cielo. El agua era, lo prometo, puro éxtasis y vida a cántaros, producto mismo de los santos lloros de las entrañas del mundo. Y, justo ahí, cuando me mojé lo labios resecos, recién amados, apareció Él, o lo vi en el reflejo gozoso, no lo sé. Estaba reparándome beber vida de su madre tierra. Me calmó más la sed su bella sonrisa de ángel, Dios mío, que lo que hicieron miles de hombres con su leche santa. (Siempre dudé de que existiera Dios, pero ahora mis pliegues son suyos para siempre).


Interludio en develo

Me habló de su prodigiosa estirpe, carpintera y virgen, y fue difícil creerle en principio tal falacia, tamaña herejía, nadie oyó hablar jamás de una madre impoluta embarazada de una ave, ni de mujer inmaculada dando a luz dioses con rostro humano. Pero su paz me alteró tanto como su ingravidez y su fe, y lo vi entonces más impalpable que miembro masculino alguno, con el aura de los ángeles sobre sí, blanca y de tul transparente. Al fin me dijo apiadándose de mi pasmo: mujer, tienes aquí a tu hombre, hombre que es parte de Dios y, por ende, tu bienhechor y simiente. (Antes de manchar por primera vez mi entrepierna, un adivino leyó eso en mi mano).


Maraña con núcleo

Cuando Él daba un sermón en el desierto, algún día cualquiera, y hablaba de su padre todopoderoso y de Él en tercera persona, algún milagro recóndito me desplegó un albor radical que salía de su nada común alma, dócil como los peces embrujados, y valiente, misericordiosa y magnífica, cual amor sin paga. Se enlazó allí mismo con la mía, salvaje y algo más voraz, e hicieron un nudo ciego alrededor de mi sucio corazón, palpitante y hambriento como méndigo, pero lleno de su hombría, lleno ahora, de la gracia de Dios nuestro señor, preñado de futuro. (Creí en las señas hechas con su dedo sobre mi vientre, y abrí las puertas de mi casa).



ÂŤSi no acreces, entonces amaÂť.


«Los tardos y arcaicos humanos de la época, de miramientos esbozados, sin horizontes y muecas insignes, guindadas en los árboles, cortejaban a sus pares, con pasmo maquinal. Las mujeres, ineluctables, y con velos encima, los hombres, sin método, y con barbas delante, calcaban fieles a las bestias que corrían libres, así, con mímicas disímiles, pulcras y oriundas. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, los animales, luego, habrían de pensar».


Flama tan flema

Se dijo un día que por nuestras tierras llegaría un semejante que en busca de muchos hombres vendría, imprudente, para hacerlos sus aprendices, sus discípulos, sus huellas y testigos. Fueron muchos los que sin preguntar lo siguieron hasta el cansancio, oyendo por horas su sabiduría sin afán ni talle. Excitada, ceremonial y de culto, acudí un día a su sermón con atavío de fiesta y facha de mujer clemente y decente. Y oliéndolo, como una perra, me senté frente a Él, plena, y me sentí feliz y muy llena cuando su sudor me salpicó. (Todavía no me bañé su sudor de esta piel que es la suya, su patria lúbrica).


Filo de pantomima

Se volvieron frecuentes mis visitas a Él, a sus charlas, a su cuerpo, siempre presta en primera fila, ya casi en Él, me abría toda. Escuchaba atenta sus bellas palabras y perseguía sus ademanes, y siempre, sin excepción, tocaba mi alma húmeda, para comprobarla. Una tarde, al final del discurso, se me ocurrió seguirlo en silencio. Me dije: deberá ir a donde todos los hombres, a mi casa. Sorpresa grata me llevé cuando se fue solo a la orilla del mar, se arrodilló, oró por un rato, sonriente, quizá por nosotras las pecadoras, y al término, jovial, me miró y me llamó sin moverse, como si fuera el mar. (A esa playa, desde entonces, la llamo La sonrisa de Dios, y al mar, Él).


Afición sin ficción

Me envió mensajes secretos siempre, dándome su ruta, incitándome a importunarlo con mi peste a hombre ajeno. Y ya el lazo era tan fuerte que todo nos unía: el clima, el tiempo, la gente, el corazón, Dios mismo. A los demás oyentes se les veía serios, casi celosos, quejosos por mi presencia ante Él, por sus miradas penetrantes y por mí postrada, bañándome el pecado con sus santas babas de rey. Y así, sin pedirlo, me hice para siempre al mejor amo y señor, el amigo que nunca tuve, y el Dios que no hubiera debido ser. (La historia no tuvo registros de otro amor así hasta ahora, pero no fue el único, lo juro).



ÂŤA moral muerta, villa invadidaÂť.


«Las dilatadas voces paternales, gruesas ellas, de caciques congénitos, categóricos, repetidos, coreaban todos los dictámenes, una tira sin final, nacidos de sus bocas, todos únicos pero iguales. Las solitarias féminas solo criaban a los críos, y los hombres reprendían a sangre y con fuego. Las bestias morían sonriendo viendo al cielo, y los niños jugaban con su caca seca en la arena. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, el juicio hacía parte de la lista de pecados».


Rima en su cántico

Todos dicen que fui la causante de sus primeras miradas de hombre, que antes mujer alguna desvió sus pensamientos y su mente. Se le veía tan inmerso en sus súplicas y sus rezos que ni sus discípulos osaban respirar para no perturbarlo. Pero un buen día, Él entró en mi casa muy tarde, en horas no santas, sin mi permiso pero sí con el suyo; venía sudoroso, romántico, y me cantó unos versos antiguos, en arameo, para derretirme, no tolerados por los sacerdotes, sacrílegos y herejes, como el amor ilegal. Decían: tú eres mi sol, mi vida, y mi luna, y yo tu pan, tu leche y tu siervo. (Soy poeta desde entonces, la vida me la hizo su canto, aunque fueran sólo cortejos).


Gotas casi paralelas

Y así, Él pasaba días y noches enteros cantándome versos impúdicos y blasfemos, deliciosos como sus labios. Unos hablaban de vida extraterrestre dentro de mi vientre, otros, de vida por millones en su semilla y en su lengua. Y, entre uno y otro, entre Él y yo, consumamos al fin lo que quiso hacer la primera noche que llegó a mi tibio hogar: fuimos uno solo. Fui los labios del señor nuestro Dios, Él atizó mi fuego. A la vida di gracias infinitas cuando, separándonos, nuestras babas eran una sola alma eterna, caliente como nuestra humanidad. (Fundida entre la leche tibia volví a ser su madre, y me convertí en su hija).


Una ordenanza desgajada

Luego de unos meses de amor, los incrédulos callaron y los que me acusaron injustamente de hereje supieron que el galán por excelencia, además el único, ahora era Él. Y aquello desató una furia fémina masiva, casi incontrolable. Todas ellas, en la puerta de mi casa, vitoreaban en contra de nuestro amor, de nuestra unión, de nuestra comunión. Mi sabio señor, oportuno, dictó entonces una nueva ley: todas las mujeres se repartirán en grupos de dos y cada noche, dos veces, yo haré que las almas se derritan. (Destrocé la ley con las féminas cabezas, porque yo era la única, y lo seré).



ÂŤEl camino nace sin tus huellasÂť.


«Había montones de designios, muy esparcidos, profundas señales arcaicas proferidas por sabios, que se resarcieron con fuerza, lejos, ignorados, y por ello muchos comentaban no diferenciarlos de los de las bestias mudas, que roncan sin remedio, de los de las tripas simples, que se comían tibias. Las tantas y diversas formas híbridas e insurrectas no resultaban hijas de ninguno de los dioses oídos. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, los truenos se asimilaban, se creían uno».


Otra creación erigida

Pasan los días y las noches, uno tras otro, y nuestros seres, como bestias telépatas, se auguran la junta estupenda del contagio. Las noches siempre son un pecado etéreo, una cercanía, un amor caníbal y ávido que no teme. Las miradas se trasponen, penando por la espera, y las mentes se cruzan viendo el candente reflejo del fuego en nuestras pieles. Se ha consumado un amor inédito y armónico, señoras y señores, uno de los más grandes, demasiado memorable, por cierto. Ha empezado el mundo nuevo, el mundo mío, el reino de Él. (Creé un mundo con Él, y compartí los créditos de haber sido Dios).


Traza inmortal

En medio de todos los mundos que debí haber inventado e imaginado, vivía mi propia religión, mi propia ley con Él y su carne. Él se convirtió en mi rey y mi señor, mi varón único e irremplazable. Hablar ya no era como antes y jamás lo sería, además, la historia lo escribiría luego. No sé si por suerte, mi alma entonaba cantos dulces en las mañanas soleadas, coreando ruegos a todos los dioses posibles, suplicando la extensión del sueño, el ocaso del tiempo y la expansión del espacio, tiempo y espacio que, para siempre, habrían de convertirse en nuestros adeptos. (La huella que quedó luego de nosotros no va a hacia ningún amor, ni hacia ningún mar).


Una riña infiel

Adentro mío, en un lugar insólito y casi imaginario, un nuevo ser, un demonio emprendió vuelo desde vida hacia la vida. En aquel infinito firmamento estrellado que llevo dentro, con mundos por inventar, y seres gigantescos en miniatura, el diminuto soldado de mi Dios cabe por miles. A ese nuevo ángel lo siento cantar con su lira las canciones que me enseñan a aprender de mí misma. Y aprendo que todo mi cuerpo, como dicen los sabios y los profetas, al fin, está listo para combatir en el frente de batalla contra las demás hembras. (La sangre del campo de batalla sabe a hierba fresca, y a sudor del otro).



«Pierde en franca lid».


«Reproducirse sin medida era una ley venerada, dejar viajando, como viento, toda la ralea habida. No se formaba, y nadie estaba al tanto entonces, en el arte de la resta, de la mesura, agraciada hoy, sino en la fea maña escabrosa de la multiplicación. Resultaron, por ende, en la senda de la repartición, que cada hijo vendría, dijo un gran profeta, con su apropiado pan debajo del brazo. Y nunca se vio tal. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, la sumisión instintiva, no tenía, aún, aroma».


Como combate leal

Al sentirme lista para combatirlo en franca lid, preparé la armas y el sitio, además de todo mi encanto para no perder y, por el contrario, dar la lucha justa, digna, el verdadero espíritu del guerrero que jamás luchó por su vida, que suele darse en el combate por vez primera y por vez última a la vez. Durante días preparé mis principales distracciones, mis palabras sinceras y las cocidas por igual. Y mis manos temblorosas, que solo dirían algo: estoy lista para ti, soy tu divino presente, hazme tu sagrado futuro. (El regalo quedó abierto de par en par por siempre, vivo, como la flor que parece muerta).


El yerro ajeno

Con bastantes hombres antes conocí a mi ángel perverso, pero con ninguno el ángel se sintió tan negro y tan puro. Todos, sí, fueron hombres comunes y corrientes, precoces, todos iguales entre sí, reversos a mi señor, que es el único hombre. Recuerdo que en las primeras veces cambia la luz, los sudores saben diferente, saben al afán del otro y al miedo propio. Pero sin ellos, jamás hubiera estado lista para Él, para mi nuevo hombre, el hijo único de Dios, el cordero de Dios que, así, me quita todos los pecados. (Olvidados todos mis pecados, me gané sus permisos, y fui su ama).


Tejida con axioma

Tengo tantos pecados que temo llegar a saber cuántos son. Temo que Dios sí lo sepa y no me perdone este, el peor de todos. Quisiera poder vendarle los ojos a Dios por un rato, o que durmiera un sueño mío durante su noche, una noche eterna. Hasta estuve a punto de pedírselo a Él, entre gemidos: el prodigio de parar el tiempo a antojo, el don de amar a destiempo, estancarlo todo unos minutos, unas horas, un día, un amor. Y así, sin tiempo en mi cabeza, lo desnudé esa noche y rasgué en su piel un nuevo evangelio, el evangelio según yo misma. (Improvisamos el espacio, porque tiempo hay para los tres).



«Embiste invisible, infalible».


«Se veían sin control los machos, exasperados, desgarrados, temblorosos sobre sus hembras, jadeaban y gritaban mascullando sus rabias. Así los hombres plagiaron, sosegados, y asentaron como tierra sobre las recónditas caderas sumisas de sus hembras, serenas y mojadas en sus naturalezas. Nacían así los festejos sobrios, solitarios y avarientos, fiestas que mutaban en necrópolis latentes, sin hierba. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, no existían los edictos, ni el oído para oírlos».


Adhesión en aumento

Mientras le lavo la pureza de los pies, él lame mis llagas infectadas de otro. Sigo lavando y él suspirando: Sí, me dice. Sí, me repite. Yo lo sigo frotando, pero ahora con mi aceite hirviente. Su hombría, vital como ninguna que vi, late sobre mi pecho. A esto que somos ahora mismo, se le llamará como una cifra, y los amantes, por ser uno nueve y otro seis, se lamerán y lavarán todos, ignorando su diferencia, pero, sobre todo, su duplicación, y ante todo esa que él y yo ahora mismo no sabemos que seremos. (El brote dejó de serlo, para ser una semilla, para dar una semilla).


La nueva estirpe

La sangre que emanan mis pliegues es bendita porque trae consigo la emulsión de mi libertador. Damos a la luz un ser inadecuado e histórico. Él lo ve y lo prueba, porque tiene el sabor de la tierra. Mi sangre deshonra a la tierra que me vio nacer, la misma que encarceló a mi suegra María con un tal José, los abuelos de la raza que acabo de producir para siempre. El buey y el burro siguieron nuestro ejemplo santo, uno sobre otro, germinando más especie. (Fueron altísimos nuestros espíritus, irreflexivos, porque ya no había marcha atrás).


Por el estigma

Y así, entre los humores y vapores rancios de amor, mi señor acaricia mi melena prohibida, ensortijada como una oveja vieja, y entrelaza sus dedos con mis virutas negras. Juega, charla de pronto cuando hay una mudez basta, entona una oración con su voz de turpial versado, esa misma por la que miles han matado a tantos fieles, esa voz que cantará en la cruz un día en tono claro: padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Pero hoy a mí no, dice luego, porque sé que lo que hago está bien. (Y la cruz será el emblema del amor, la única señal de vida clavada en la muerte).



«La expiración no aísla».


«Desde que, en el principio, silbaron los latidos, los hombres primeros, sin saberlo a tiempo, demandaban, como a la luz, de diferentes ligaduras, conexiones estrechas, intangibles, con todo lo que veían. Y anhelaban, como a las hembras, que los ataran taciturnos, con finos hilos de oro, con nervios de fe. La historia se resumió, entonces, si así se admite, en un telaraña perpetua, sin luz en medio, a través. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, las arañas, y sus pulcras telas, escasearían».


Consorcio como culto

De los amores verdaderos se ha hablado por siempre, unos lo hacen por envidia carnal y otros por angustia existencial. Del nuestro se dijo, por ejemplo, que era del sucio Satán, que el mismo Dios debería estar avergonzado y fúrico, que solo merecíamos el infierno férvido del exilio. Con todo eso y más, decidimos enlazarnos más fuerte aún, desposarnos en santa unión, como manda Dios, y porque Dios lo manda, ser parte del arte abstracto de la familia consiguiendo hijos, techo, y el amor perdurable de un Dios y un padre que lo perdona todo. (Hicimos de nuestra vida una nueva devoción, l a mejor religión posible para la carne).


Consejo de vaticinio

La noche anterior, me alisté como jamás para un hombre, quería irradiar más y mejor que la misma luna llena. Mi prima María me habló algo de las cosas nuevas, de las prestadas y de las robadas con que debía de ir. Pero todo lo robado era de Él, mi Señor, y lo prestado, era nada más que su aroma, tropical, a gran hombre; lo nuevo era mi amor, que cada vez más era menos viejo, y a la vez mejor con su portadora y donante, además positiva acarreadora de un siempre nuevo amor. (Sazoné muchas vidas con mis jugos, pero mastiqué una sola boda con mi carne).


Adhesión maquinal es

¿Aceptas a esta mujer como tu esposa, dijo, para amarla, y respetarla, y serle fiel hasta que la muerte los separe? ¡Acepto!, dijo con voz firme y una sonrisa burlona por lo de la muerte. Y tú, ¿aceptas a este hombre como tu esposo, me dijo, para honrarlo, respetarlo y obedecerle hasta que la muerte los separe? ¡Sí!, dije sintiendo la vibración del alma a punto de salirse. Entonces me declaro tu marido y te declaro mi mujer, dijo mi señor mientras se decía a sí mismo: puedes besar a la novia, y se pueden ir en paz hacia el amor. (Él fue mi párroco y mi hombre, todo un señor, mi monaguillo).



«Tus raíces están colgadas del cielo».


«Como babosa, la esquiva y distante fortuna de revertir el tiempo a capricho como niños, no era cosa de seres ordinarios, del común caminar, sino de favorecidos, de hombres con luz propia, iluminados. La inmortal y eterna anémica suerte del de los cielos la deseaba el que arrastraba su miseria por la tierra, la ambicionaba, con hambre, crédulo, el del infierno, y la anhelaban con temblores de carne, los ángeles. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, la suerte era un don embarazoso».


Prodigio casi imperioso

Del primer fruto de nuestro amor nació un Jacobo con cara de José. Luego un Pedro triste tras un Juan, sano, salvo, gordo y feliz. Pero mi señor, intolerante e inconmovible no descansaría, dijo, hasta que entre él y yo, entre el amor y Dios fuéramos capaces de engendrar una sola María. Y, cuando por fin la niña nació sana y salva y la tuvo en sus brazos, él me hizo el milagro de hacerme estéril. Puso sus manos sobre mi vientre recitando un hechizo: nunca más, vientre, recibirás fruto varonil; gracias. (La casta no fue el prodigio, pero sí el finiquitarla).


Metáfora muy falaz

Miles de maniobras utilicé con nuestros infantes cuando me escudriñaban sobre su labor diaria. Alguna vez dije que pescaba, a veces peces, a veces hombres, otras, más poéticas, les dije que salvaba almas perdidas mientras lo vieron llegar con esa, su barba rucia, y las sandalias desabrochadas, renegridas de camino. Él, entonces, les habló con una parábola sabia y acertada: las crías de las aves nunca saben de dónde provienen, ni cómo se muere su alimento, que no es alimento. (Enseñar fue engañar, y siempre lo seguirá siendo).


Vuelco para persistir

Toda nuestra prole estuvo bien hasta aquel día. Me preparé para mis días de sangre muerta entre las piernas, me envolví en la manta sagrada de los días pútridos. Esperé y esperé, y la sangre jamás se murió. Pensé en un principio que moriría como mujer, pues existía el mito, y podía sucederme también. La sorpresa vino entonces, a la llegada de mi señor, por verse ofendido y vencido por el pecado, al convertir su propio milagro en sangre coagulada. (Para matar hay mil formas, para subsistir solo una).



ÂŤAdentro eres una trampaÂť.


«La egoísta y melcochuda soledad de esos tiempos disminuía dispar, como flores con los alumbramientos. Ellos, como se reveló en algún discurso, largo y arduo, vienen con compañías, de alimento, almas bien santas, vienen, con su ángel íntimo, vestido de blanco nuevo y su demonio rojo, fiado a infinitas cuotas a decidir. Vienen con esos ojitos redondos de presa presionada, que todo lo ven sin mirar nada, sin mirarse por dentro. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, se dormía con gente encima, y debajo».


Envidia incrustada allí

Es indecente, casi inmoral gritar a viva voz las veces que, como a una fruta ordinaria, a un hombre normal lo comparé viendo sus monumentales atributos masculinos, sus dotes de Dios. A pesar de su bello don de gentes, siempre lo quise para mí sola, para mi ser, para mis pliegues entusiastas. Y sufrí sin medida, e infinitamente lloré como Magdalena, esperando que ninguna de las mujeres que tras él corrían, en busca de lo que fuera, carne, leche, pan o herramienta fuera capaz, o al menos osara enamorarse de mi maestro. (Vigilé siempre, hábil, lo que me violaba la fe).


Mil veladas amatorias

Él en ocasiones llega tarde, mientras dormito profundamente. El pan se mohosea a la espera de sus labios rojos y el vino se vuelve agrio dentro del Santo Grial, deseoso de mojarle las palabras y su barba pulcra y perfecta de Dios en pleno verano junto al mar, de dios sangrando. Sin falta, al llegar sin calzado, cierra la puerta y, solemne, me observa doctamente, y me dice unas pocas palabras dulces, pero suficientes siempre para enamorarme un poco más y dejar de pensar en su embriaguez y efervescencia masculina. (Mis noches fueron mis días mientras él me respiró, mientras me tocó donde debió).


Grande fuerza femenil

En lo de complacer a mi hombre siempre llevé la delantera. Pues, si me comparaba a las vecinas, ganaba por más de una cabeza. Él, como todos los hombres, al llegar me citaba en nuestro lecho, con frenesí si estaba ebrio, como casi siempre, con amor, si no, como casi nunca, pero con ternura si sangraba. Siempre creí en su magia de esterilizarme, funcionó perfecto, porque en las tantas ocasiones, tres por noche, o más si comía bien, en que sembraba en mí una semilla, luego de nuestros hijos, no volví a serle útil para ser mamá. (Admití al amo muchas veces adentro, me hice mujer concebida).



ÂŤEl siguiente truco es la magiaÂť.


«Los eufemismos, y sus parientes, en aquellos tiempos no se reconocían como rostro ni como vestir. Los hombres disfrazados eran mal llamados deformes bárbaros, adefesios rancios, blasfemos. Si traían sobre el lomo algún disfraz, alguna mentira, a las gentes se les recreaba en su mente un tiempo, y si se creía ser el disfraz, la mentira sobre su espinazo, las gentes señalaban, con los diez dedos, o los veinte. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, los ojos veían la verdad, y los dedos la herían».


El manto sombrío

Se llegó el tan anhelado día de cambiar de prendas de vestir, usar las de ellos y cortar la mitad de mi pelo, sandalias usadas, las de mi señor, siendo indigna. En principio, los demás discípulos discutieron por montón, alegando que yo era nuevo en esas tierras y que no los merecía. Me miraban de arriba a abajo como diciendo ¿De qué extraña tierra vienen esos hombres pequeños, así, flacos, débiles, como unas hembras, sin pelo de barba? ¡Lejanas! Mucho, dijo mi señor un día y calmó toda tempestad. (Ser hombre fue muy fácil, ser mujer después es lo difícil).


Suerte siempre natural

Un día muy soleado, a las orillas de un río puro, de aguas mansas de color diamante, y casi infinitas, los cuerpos de cada discípulo fueron expuestos al sol. Quedábamos Pedro y yo con ropas, mientras los demás decían: ¿Le tenéis miedo al agua, acaso? ¿O tal vez, miedo a los hombres? Lo mío fue cuidar las ropas, mentir en mis funciones vitales. Lo de Pedro, verdad: mostrar su mutilada entrepierna sin vergüenza. Así, pues, las aguas se calmaron, con suerte, porque más calló un ciclán franco que un joven trémulo. (Develar los secretos tuvo siempre algo de paz si no se hizo).


Presiona la veracidad

Al fin tuve que dejar los hábitos para siempre y mutilar a la manada. Al maestro no le quedaba ni una excusa más para inventar y, por eso, el día que tuvimos una cena diferente nos habló de cosas jamás oídas de sus labios. Herejías, manifestaciones de un demonio poderoso, de entregar al Señor, a Él, a los soldados del César, de Pedro, que lo negaría mínimo tres veces antes de la voz del gallo. A los demás, que fuéramos como siervos débiles e ignorantes a las bocas de los leones que caminan de pie, nos ordenó. (La última noche fue roja, color sangre, y la sangre fue negra, del color del hombre).



ÂŤBatallas mejor perdiendoÂť.


«Desde tiempos inmemoriales, cuando las sobras pensaban, trabajaron como hombres las madres, pero sin pausa ni queja. Se despotricaba entonces, a gritos, por doquier de ellas, como si fueran bestias, flojas y vanas, como hombres falsos. Las meretrices, las más viejas madres, rígidas en su portal, todo cuanto dieron a sus parroquianos, fieles clientes, por pagos onerosos, canjes carnales, y siempre anticipados, fue su cuerpo templado, como nuevos cueros, y mentiroso. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, las leyes, y los hombres, padecían ardores de corazón».


Mimosa insurrección remota

Aunque se trataba de un tema sombrío y de hombres, dije que, si acaso, las mieles de mis pliegues ya eran hieles, u otra cosa, cualquiera, diferente, pero lo suficiente para demoler su pasión que había sido tan solo mía. En las noches cuando más lo necesitaba dentro de mí, rompiendo la barrera del hastío con su dureza de carne, su ternura y su amor, pero sobre todo su paz de Dios, él era cada vez más frio, un témpano, aunque en el lecho se volvía más mío, y menos de los dos. (Amar a dos personas bien amadas era el arte de la actuación).


Arrojo para seducirse

Se me hizo la idea en la cabeza, una tarde muy oscura, mientras oía a las vecinas hablar pestes de él, de sus hombres, y de sus mujeres, como bárbaras. Decían que fornicaban en fiestas clandestinas como animales, y que pecaban ensalzando un Belcebú pérfido. Decían que en caso de no tener mujer, ellos, sin arrepentimiento, se desnudaban los unos a los otros, y se salpicaban vino en los pechos y comida en las entrepierna, que lamian hacia abajo, hasta el fin mismo de los hombres. (Mi señor, según las féminas, lo era de ellos más que mío).


Diálogos, mis voces

¿Qué tiene de verdad, todo lo que me dijeron de ti?, le dije. Nada, mujer, tú bien sabes que los demonios hablan de más, me dijo, lo hacen justo cuando se sienten al borde de un abismo. ¿Has presenciado a otro hombre, tal vez desnudo? ¡No, cómo lo imaginas! Sí en el rio, a la hora del baño. ¿Y Pedro, qué me dices de él, duermes con él, en él, con él dentro? ¡Qué cosas dices, mujer! Blasfemas del hijo de Dios, de tu hombre. Este hijo de Dios tiene hijos con una prostituta y nadie lo sabe. El hijo de Dios es parte de él, no denigres más, pecadora. (Guardé entonces un silencio tan ruidoso que él se calló).



«Centuplicaos, aún si crónicos».


«Lo que era impalpable para los ojos viejos, cansos de mundo, no existía, no contaba como vivo en los inventarios de Dios. Se tornaba entonces, así de la nada, visible lo invisible, por ahí, en la ralea, caminando, fastidiando el paisaje. Algunos niños al jugar con mocos colgando de la nariz dejaban rastros de su piel, rosada y nueva en la tierra, con la que, sonrientes, distraídos y fulminantes al verla viva, se divertían sus amigos, se divertían todos viéndola mover. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, la genética no existía, ni los hombres lo imaginaban todavía».


Reconcomio rosado

Él nos hablaba de las profecías y de su salud, se le veía tembloroso y amainado, como un cachorro mojado. Nos habló de los profetas más atrevidos, los que se entregaron ciegamente a sus visiones ufanas y lo vieron sufriendo justo antes de su pasión. Nos conversaba mucho y lo veíamos contagiado, siempre rascándose el cuerpo y la entrepierna. Una noche lo ausculté y a mí se me pareció, o, por lo menos, a mis llagas, las de mi vagina. (Contagié a mi señor por fin, y fuimos así, rojos, los dos).


Perpetúa la mácula

Pedro siempre fue uno de los más preocupados por Él. Muchos jurarían que el malestar suyo era verlo sufrir. Pero algunos dijeron que Pedro maldijo a Jesús horas después de su muerte, cuando dormía con otro hombre, un imberbe joven forastero, porque sangró como una mujer, como un hombre defectuoso. Pedro haría desde entonces su propia raza enferma. Años luego, muchos hijos con úlceras en su piel lo seguían hasta donde él fuera, buscando la cura, y hasta el fin de los días seguirán sin cura, y sin camino. (Razas manchadas poblarán la tierra por los siglos de los siglos, amén).


Tanta apatía magnánima

Padre, ¿por qué permites que tu hijo y tus nietos tengan signos de enfermedad de hombres impuros?, dijo, veo sus llagas como las mías, y sangro más todavía. Magdalena, cúrame tú que sí eres experta en las úlceras, en sanarte esas heridas tú misma con la leche de hombre. Ven, mi señor, tómate un poco de mi agua fresca mientras te emplasto una boñiga de animal virgen. Y, mirando hacia Dios, atravesándome, me dijo: si fueras mi padre, nada de esto pasaría. (Mi hombre nunca volvió a estar sano y salvo, pero estuvo siempre adentro de mí).



«He ahí a tu soledad».


«En esos tiempos lejanos, vetustos como quienes los vivían, las oraciones y las súplicas eran simples, de fácil instrucción. Se pedía, siempre, por alguien próximo a la vista, al tacto, o, al sufrir por algo perdido, venidero, mereciendo repetición. Dios también entonces las oía más y les hablaba menos, no conocía todas las lenguas o por lo menos aún no. El diablo no gemía tanto desde la oscuridad, vivía solfeando. Los pecados eran diez, no había tantos miles, tenían un límite. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, se contaba hasta diez, con los dedos manuales del vecino».


Principio de fin

Y así, para que por fin toda profecía se cumpliera, las de los profetas mayores, sobre todo, Él fue entregado y llevado hacia la muerte a plena luz del día. Y aquí, hoy presente, junto a nosotros esta Él, el elegido, el digno valiente de ser la vida. Todos sobrecogidos, nos observábamos entre sí, las copas cayeron y los panes mordieron el polvo. Y la cena fue testigo de la última orgía, y la orgía, testigo de una última vida. (En un instante vi a la muerte convertirse en la vida, y al revés).


Intrepidez como labor

Ya mi señor me había prevenido de esto una vez. Una noche, reciente, tras el amor, estando recostada en su pecho, escuché la historia por escribir del cordero divino. Me habló de la cruz, de Judas, de Pedro y el gallo. Mi espíritu tiritó entonces como velo roto al viento cuando sus palabras me incluyeron, cuando dijo que de verdad él moriría, y que yo, errabunda, debería forjar mil veces su nombre por el mundo, y herir otras mil a mi corazón diminuto para no caer en el olvido. (Ensayo de valor es el amor, que me espera siempre al día siguiente).


Amo del soplo

Hasta esta noche tuviste hombre y yo mujer, me dijo. Hasta hoy viajé por tu cuerpo como navegante, mujer, temerario, corsario sediento del color del oro de tu viruta grasosa. Rogaré con fuerza a mi padre esta noche para que se duerma como piedra en la noche de un desierto caluroso y me deje gobernar a mi antojo y necedad por siempre, haciéndote mía durante más tiempo y cada vez que yo quiera, así entre mis manos corras como agua de río yendo hacia el mar, ahora dueño de las burbujas golosas de la vida, blancas, como mi semilla. (El mar fue mío aquella noche, y suya el agua que salía de mí por última vez).



«Al final todo es principio».


«Conquistarse en franca lid a sí mismo, llegar a la cima del alma, no solía tener significado ni mérito, ni prebendas, era de ciegos, eran épocas exilias, de sumisión masiva, de rodillas sangrantes. Una querella, aunque mínima, contra los propios dioses solía ser dilapidada con adelantamiento, leída desde su génesis. La lucha podría nivelarse entonces si se nacía de alguno. Se dice que una lucha, por esos días, duró poco, en la tierra, unos años a lo sumo, no más de cuarenta; pero en el cielo, aún. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, alzarse contra un padre, el que fuera, era delito y pecado».


Débil clemencia morosa

Así como se derrama tu sangre, cae lluvia que nos lava en todas las direcciones, y cada gota tala con firmeza la piedra en la que cae tu alma hambrienta. Es imposible calcular los golpes que te dieron hoy, cuántas espinas tiene tu falsa corona de rey. Le pido a Dios, tu padre, que a todos los perdone, ninguno de ellos sabe lo que hace contigo ni con tus hijos. Duele verte en medio de dos ladrones atados, crucificados y violentados como las ratas más fétidas. (Imagen semejante jamás fue expuesta al sol, porque nunca más salió el sol).


Los últimos pujos

Hoy estarás conmigo en el paraíso, le dijo, y viéndome dijo: mujer, aquí está tu hijo. Dio un suspiro inmenso y una mirada vaga al cielo de la noche diciendo, o implorando, tal vez, no se sabe, ni se sabrá: Dios mío, por qué me abandonaste como un perro. Y el pobre, cuando su padre no le respondió, tuvo más sed. Entonces bebió de una esponja amarga y, llorando, supo que todo estaba consumado por la ley de los hombres, y encomendó su espíritu a las manos de Dios, las menos indicadas. (Mis lágrimas aún caen, agrias, en la misma raíz de su cruz).


Crepúsculo de dolor

¿Cuándo será la próxima vez que vea tus ojos?, le pregunté. Mujer, no temas, porque no dormirás en veintidós horas. ¿Por qué permites que te hagan esto los soldados? Perdónalos, porque ellos no lo saben, y tú y yo sí. Ya no tendrá sentido vivir, vivir sin ti, mi señor. No temas eso, riega por el mundo mi palabra y alimenta a nuestros hijos. Eso haré, no habrá nación sin ti, sin tu señal. Solo sígueme hasta mi duro lecho de muerte, y tras el cierre, sabrás que no supe lo que hice. (El sepulcro fue su morada por tres largos días, tres eternos días).



ÂŤLas ropas las eleva el vientoÂť.


«Mientras más a un mortal del montón sus blandos sesos, anhelosos de pálpitos infinitos, se le llenaran de poder, más fresco, desenvainado como espada, se veía su relleno, más afloraba, eso, lo imperceptible para los ojos inventados. Con poderes invisibles, mágicos y legendarios, inverosímiles, se controlaba la mente de los hombres, y ellos a sus familias, remedos intangibles, bocetos, de lo que fue la del Cristo, en fila, como bestias mansas que al matadero van, sin ir. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, las bestias no sabían del carnívoro bípedo que sufría de hambres».


Prófugo apego heredero

Ya había pasado la hora de mi hombre, su hora, la hora de reinar, de ser jefe del mundo entero. Así pues, en medio del caos, Pedro se autonombró como el primer representante de Dios en la tierra ante los atónitos, sin distingos de credo, ni de raza, ni de tierra, ni de época. Pedro entonces sería el papa inaugural, y el que menos lo fue. Pero también al papa, aun al primero, le llega hora, porque quien lo pudiera destronar tendría su turno, la bendición y el poder de Dios, más aún si se era su nieto. (Dios creó una raza que se exterminó a sí misma, como todas sus creaciones).


Lloros y alegres

Pedro, el primer papa, se desahució a sí mismo sin darse cuenta, contagiado de un insólito mal de prostitutas enfermas. Se dijo que el padecimiento fue un único mensaje enviado por los ángeles para buscar su sucesor. Miles quisieron y se dieron a la oferta, pero no, era uno solo el que estaría investido y con el beneplácito de la sangre real. Jacobo, el nieto de Dios, se le apareció en los sueños papales con voz de ángel proclamando su reinado. Y así, Pedro muerto, Jacobo vivo de papa sería. Sería. (Hubo lágrimas por la herencia, sonrisas igual por el desfalco).


Preceptos sin viento

Dentro de las leyes del primer papado, dos eran las más importantes: una, nombrar mandatarios en orden jerárquico, sin más, en forma descendente de sangre, a partir de Pedro; y otra, no permitir jamás el ingreso femenino al trono. Jacobo se reconoció por ser un hombre apto si se consideraba a Pedro hijo de Él, inteligente, pero sobre todo agalludo y temerario. Dicen que la peor de todas, de sus tantas falsas doctrinas, fue el mismo evangelio escrito por él, que años después sería quemado en una hoguera de llamas muy rojas, como las del infierno. (En el ímpetu propio todo ardió más y mejor, como en el amor).



«Disfraza a la mentira, será verdad».


«A los hombres del montón, como tubérculos amontonados, se les engañaba con colores, tres, a lo sumo, y de ahí, con todos. Los pobres venían de un desierto café, de colores arenosos, y los sorprendía el rojo sangre por el brillo sincero de su mentira. La incredulidad no estuvo hecha, ni descubierta, ni inventada para cuando fue necesitada como ley de vida, como líquido vital. Fue fabricada con lienzos pálidos y resistentes, ramas escuetas, varios siglos después de que creyeran toda la patraña que no era. Eran tiempos difíciles, muy difíciles, les esperaban, ignorados y confiados, los modernos».


El patriarca femenil

El papado de Jacobo fue tan corto y fugaz que apenas le alcanzo para engendrar poca prole y morir por manos del suegro, desangrado y solo. De nuevo, los mismos de antes enfilaron sus armas hacia el trono, en el templo mayor como cuervos negros, viudos, a la espera de una nueva y santa iglesia: la cría que, débil, batía sus alas sin progreso alguno. Pero a lo lejos vieron que, sin pausa pero firme, la otra nieta de Dios se hacia la nueva y única papa. (Se reescribió el pergamino sagrado de Dios con tinta húmeda).


Constreñir la soledad

Y así María Segunda, la incipiente delegada legal de Dios en la tierra, empezó su duro mandato con mayores opositores que adictos, gracias a que, por esos tiempos, de los doce quedaba solo su madre, sorda, ciega y, además, loca. Todas las ovejas del rebaño ya eran negras y su ideal fue volver claro el bruno y dulce lo salino. Su primer mandamiento, para salvar, fue cubrirle los ojos a los que veían a Dios hasta en los alimentos. (Ver a Dios a los ojos fue tentación y pecado mortal, pero duró poco).


Traspiés genéricos múltiples

Pobre papa María Segunda, era tan chica al morir su padre que no creyó las patrañas de su madre, María la loca. ¡Mi abuelo nunca sería Dios ni en tus fantasías, y menos mi padre, el Cristo, que derramó sangre para salvarnos y rescatarnos de los pecados! Nunca creeré a mi madre, dijo, soy una fruta solitaria, hija de nadie, reniego de mi madre loca, y madre de la tierra eterna y sabia, madre también de cada profeta que erró y nunca me supo de papa. (La mujer fue papa y los hombres ni enterados, como siempre).



Estoy en todo lo que miro. Me rompĂ­ en demasiados pedazos. Corina Freyre Gaspard






Sergio Manentes. Bogotá. Director técnico de la Revista Rostros Latinoamérica y Editor general de la editorial digital Rostros Editores, ambas del Grupo Rostros. Es colaborador periódico de diferentes medios Hispanoamericanos con aforismos, poemas y relatos de diferentes tipos. Ha publicado el libro de relatos «Los espejos están adentro» y seis libros de poemas («Un bicho cayendo con épica agonía»; «De un marzo los días todos»; «Leyes mudas de la mano alzada»; «Error binario del huevo de oro»; «Nuevos cantos mañaneros, desafinados y mudos» y «Disentir de las paredes en blanco») reunidos bajo el título «Segunda poesía del poeta menos poeta», y el libro «La diferencia entre invento y descubrimiento», publicado en Hebel Ediciones.


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