Duras, Marguerite La vie Matérielle. Gallimard, 1994. (Fragmentos.) Traducción de Hernán Camoletto y Gabriela Milone. Primera edición Córdoba ↔ Rosario: MC editora, 2020.
Imagen de cubierta: Sandra Abichain y Lucas Di Pascuale. Lakshmi Nivas, 2020.
algo de La vida material Marguerite Duras
Traducciรณn de Hernรกn Camoletto y Gabriela Milone
Este libro no tiene comienzo ni fin, no tiene medio. Desde el momento en el que no existe libro sin razón de ser, este no es un libro. No es un diario, no se trata de periodismo, está exento de lo cotidiano. Diríamos que es un libro de lectura. Lejos de la novela aunque más cercana a su escritura que a aquella del editorial de hechos cotidianos. Dudé de publicarlo, ninguna formación libresca prevista o en curso habría podido alojar esta escritura flotante de “La vida material”, este ida y vuelta entre yo y yo, entre ustedes y yo en este tiempo que nos es común. Marguerite Duras
El estado de peligro En este momento, me acuso de escribir porque es así cada vez, después de los libros. Y si es para caer rápidamente en el estado en el que estoy en este momento, no vale la pena escribir. Si puedo asumir eso sin estar en peligro de beber, no vale la pena escribir. Esto es lo que me digo a veces como si pudiera contenerme. Es eso también el estado de peligro. No tengan en cuenta lo que dije últimamente sobre la cura. Se puede recomenzar a pesar de la cura. Esta noche. Por nada. Por ninguna otra razón que el alcoholismo.
El alcohol Viví sola con el alcohol veranos enteros en Neauphle. Algunas personas venían los fines de semana. Durante la semana estaba sola en la gran casa. Es allí donde el alcohol tomó todo su sentido. El alcohol hace resonar la soledad y termina por hacer que se lo prefiera ante todo. Beber no necesariamente es querer morir, no. Pero no se puede beber sin pensar que una se mata. Vivir con el alcohol es vivir con la muerte al alcance de la mano. Cuando aparece la locura de la borrachera, lo que impide matarse es la idea de que una vez muerta no se beberá más. Comencé a beber en fiestas, en reuniones políticas. Al principio vasos de vino y luego whisky. Y después, a los cuarenta y un años, encontré a alguien que verdaderamente amaba el alcohol, que bebía cada día pero razonablemente. Rápidamente lo sobrepasé. Eso duró diez años. Hasta la cirrosis, los vómitos de sangre. Me detuve durante diez años. Fue la primera vez. Retomé y volví a parar, ya no sé por qué. Luego dejé de fumar y no pude hacerlo más que volviendo a beber. Me detuve por tercera vez. Nunca fumé opio ni hasch. Me “drogué” con aspirina todos los días durante quince años. Nunca me drogué. Al comienzo bebí whisky, calvados, eso que llamo alcoholes insípidos, la cerveza, la verbena de velay –la peor para el hígado. Al final empecé a tomar vino y nunca paré. Desde que empecé a tomar, me volví una alcohólica. Enseguida bebí como una alcohólica. Dejé todo atrás. Empecé a tomar a la noche, luego al mediodía, luego a la mañana, luego comencé a beber a la madrugada. Una vez por noche, luego cada dos horas. Nunca me drogué de otra manera. Siempre supe que si me metía con la heroína, la escalada sería rápida. Siempre bebí con hombres. El alcohol se liga al recuerdo de la violencia sexual, la hace resplandecer, son indisolubles. Pero en espíritu. El alcohol reemplaza el momento del goce pero no ocupa su lugar. Generalmente, los obsesos sexuales no son alcohólicos. Los alcohólicos, incluso los borrachos empedernidos, son intelectuales. En todo el mundo, el proletariado, que actualmente es por lejos una clase más intelectual que la burguesa, tiene una propensión al alcohol. El trabajo manual es de todas las ocupaciones del hombre aquella que sin dudas lo lleva a la reflexión, y así a la bebida. Vean la historia de las ideas. El alcohol hace hablar. Es la espiritualidad hasta la demencia de la lógica, es la razón que intenta comprender hasta la locura el porqué de esta sociedad, el porqué de este Reino de la Injusticia, y que concluye siempre en desesperación. Un borracho a veces es grosero, pero raramente obsceno. Algunas veces se enoja y mata. Cuando se ha tomado demasiado, se vuelve al inicio del ciclo infernal de la vida. Hablamos de felicidad, decimos que es imposible aunque sabemos lo que quiere decir esa palabra. Nos falta un dios. Ese vacío, que se descubre un día de adolescencia, nada puede hacer con lo que nunca sucedió. El alcohol fue hecho para soportar el vacío del universo, el equilibrio de los planetas, su rotación imperturbable en el espacio, su silenciosa indiferencia en relación a tu dolor. El hombre que bebe es un hombre interplanetario. Se mueve en un espacio interplanetario. Es allí donde acecha. El alcohol no consuela para nada, no llena los espacios psicológicos del individuo, sólo reemplaza la falta de Dios. No consuela al hombre. Por el contrario, el alcohol reafirma al hombre en su locura, lo transporta a las regiones soberanas donde es el dueño de su destino. Ningún ser humano,
ninguna mujer, ningún poema, ninguna música, ninguna literatura, ninguna pintura puede reemplazar al alcohol en esta función que tiene en el hombre, la ilusión de la creación fundamental. Está ahí para reemplazar. Y lo hace en relación a toda una parte del mundo que debería creer en Dios y que ya no cree más. El alcohol es estéril. Las palabras del hombre dichas en la noche de la ebriedad se evaporan con la llegada del día. La ebriedad no crea nada, no se entiende con las palabras, oscurece la inteligencia, la duerme. Yo hablé tomada por el alcohol. La ilusión es total: lo que decís, nadie lo ha dicho aún. Pero el alcohol no crea nada que dure. Es el viento. Como las palabras. Yo escribí tomada por el alcohol, tenía la capacidad de respetar la ebriedad que sin dudas venía del horror de la borrachera. Nunca tomaba para emborracharme. Nunca tomaba rápido. Tomaba todo el tiempo y nunca estaba borracha. Estaba retirada del mundo, inalcanzable pero no borracha. Una mujer que bebe es como si bebiera un animal, un niño. El alcoholismo escandaliza cuando es la mujer la que bebe: una mujer alcohólica es rara, es grave. Es la naturaleza divina la que es atacada. Reconocí ese escándalo a mi alrededor. En mi época, por ejemplo, para entrar sola a un bar de noche, para tener la fuerza de afrontarlo en público, hacía falta haber ya bebido. A quienes toman demasiado, siempre se les dice demasiado tarde: “tomás demasiado”. Siempre es escandaloso decirlo. Uno nunca sabe por sí mismo que es alcohólico. En el 100% de los casos se recibe esta noticia como una injuria. Se dice: “me decís eso porque estás enojado conmigo”. En mi caso, el mal ya estaba muy avanzado cuando me lo dijeron. Estamos aquí en un espacio paralizado de principios. Hasta un cierto punto se deja morir a las personas. Creo que en la droga ese escándalo no existe. La droga separa completamente al individuo drogado del resto de la humanidad. No arroja al individuo al viento, a las calles, no hace de él un vagabundo. El alcohol es la calle, el asilo, los otros alcohólicos. La droga es muy corta, la muerte llega muy rápido, la afasia, la oscuridad, las ventanas cerradas, la inmovilidad. Nada consuela el no beber más. Desde que no tomo más, tengo simpatía por la alcohólica que era. Realmente bebí mucho. Después vinieron en mi ayuda, pero ahí cuento mi historia y no hablo del alcohol. Es increíblemente simple, los verdaderos alcohólicos son lo más simple que hay. Se está ahí donde el sufrimiento no hace sufrir. Los vagabundos no son infelices, es una bestialidad decir eso. Están ebrios de la mañana a la noche, veinticuatro horas sobre veinticuatro. Lo que viven no podrían vivirlo en ninguna parte fuera de la calle. Durante el invierno de 1986-1987, renunciaron al refugio antes que a su litro de tinto, prefirieron arriesgarse a la muerte, al frío. Todos buscaron las razones por las que no querían ir al refugio, y era por eso. Lo más duro no son las horas de la noche. Pero si evidentemente uno tiene un insomnio tenaz, esas horas son las más peligrosas. Es necesario no tener una gota de alcohol en casa. Soy parte de esos alcohólicos que recaen en la bebida con un solo vaso de vino. No sé cuál es el nombre que nos da la medicina. Eso funciona como una central, como un cuerpo alcohólico, como un ensamble de compartimentos diferentes, vinculados entre sí por la persona completa. El cerebro es el primero en ser tomado. Es el pensamiento. La felicidad del pensamiento primero, y luego el cuerpo. Es ganado, embebido poco a poco, y llevado –esa es la palabra: llevado. Es a partir de cierto tiempo que se toma
la decisiĂłn: beber hasta la insensibilidad, hasta la pĂŠrdida de la identidad, o quedarse en las premisas del placer. Morir de alguna manera, cada dĂa, o bien, seguir viviendo.
Comer la noche En Trouville le compré queso, yogur, manteca, porque cuando vuelve tarde, entrada la noche, se lanza sobre esas cosas. Él me compra las cosas que me gustan: brioches y frutas. No es tanto para darme placer cuanto para nutrirme. Hay en eso cierta voluntad infantil de hacerme comer para que no me muera. No quiere que me muera, pero tampoco quiere que engorde. Esto es difícil de conciliar y yo tampoco quiero que él se muera. Nuestro vínculo es ése, nuestro amor. A la tarde, a la noche, sucede que hablamos sin prudencia y en esas conversaciones nocturnas decimos la verdad por más terrible que sea y nos reímos como antes, cuando bebíamos y no podíamos hablar más que al mediodía.
Las cartas Yo también he escrito cartas -como Yann a mí durante dos años- a alguien con quien nunca me reencontré. Luego llegó Yann. Reemplazó las cartas. Es imposible quedarse sin ningún amor, incluso si no hay más que palabras, eso se da siempre así. Lo peor es no amar. Creo que eso no existe.
El último cliente de la noche La ruta atravesaba la Auvernia, el Cantal. Habíamos partido de Saint-Tropez por la tarde y viajamos durante una parte de la noche. Ya no recuerdo qué año era, era pleno verano. Lo conocía desde principio de año. Lo reencontré en un baile al que había ido sola. Esa es otra historia. Quiso detenerse antes del alba en Aurillac. El telegrama había tenido una demora, había sido enviado a París, luego reenviado de París a Saint-Tropez. El entierro debía tener lugar al día siguiente hacia el fin de la tarde. Hicimos el amor en ese hotel de Aurillac, luego volvimos a hacerlo. Luego lo hicimos una vez más por la mañana. Creo que fue ahí, durante ese viaje, que este deseo vino más claramente a mi cabeza. Por él. Creo. Pero no estoy tan segura. Por él, sin dudas, sí en el momento en que él me alcanzaba en ese deseo. Pero él, como un otro, como el último cliente de la noche. Apenas si dormimos, salimos muy temprano. Era una ruta muy bella y terrible, interminable, con curvas cada cien metros. Sí, fue durante ese viaje. Eso no se volvió a dar nunca más en mi vida. El lugar ya estaba ahí. En el cuerpo. En esas habitaciones de hotel. En esas orillas de arena del río. El lugar era en la noche. Estaba también en los castillos, en sus muros. En la crueldad de las cacerías. En los hombres. En el miedo. En los bosques. En el desierto de los caminos. En los fragmentos de agua. En el cielo. Ocupamos una habitación a orillas del río. Hicimos otra vez el amor. Ya no podíamos hablarnos. Bebíamos. A sangre fría, él golpeaba. El rostro. Y ciertos lugares del cuerpo. Ya no podíamos acercarnos uno al otro sin temer, sin temblar. Me llevó hasta lo alto del parque, a la entrada del castillo. Allí estaba el personal de la funeraria, los custodios del castillo, la gobernanta de mi madre y mi hermano mayor. Mi madre aún no estaba en el cajón. Todo el mundo me esperaba. Mi madre. Besé la frente helada. Mi hermano lloraba. En la iglesia de Onzain éramos tres, los custodios se habían quedado en el castillo. Pensaba en ese hombre que me esperaba en el hotel a orillas del río. No sentía pena por esa mujer muerta ni por este hombre que lloraba, su hijo. Nunca la he sentido. Luego hubo una cita con el notario. Acepté las disposiciones testamentarias de mi madre, me desheredé. Él me esperaba en el parque. Dormimos en ese hotel a orillas del Loira. Luego, durante muchos días permanecimos cerca del río, dando vueltas. Nos quedábamos en la habitación hasta tarde, pasado el mediodía. Bebíamos. Salíamos para beber. Volvíamos a la habitación. Luego, volvíamos a salir a la noche. Buscábamos cafés abiertos. Era la locura. No podíamos irnos del Loira, de ese lugar. De eso que buscábamos, no hablábamos. Algunas veces teníamos miedo. Estábamos en una pena profunda. Llorábamos. La palabra no era pronunciada. Nos arrepentíamos de no amarnos. No sabíamos más nada. Eso era lo que decíamos. Sabíamos que eso no volvería a suceder en nuestras vidas pero no decíamos nada, ni siquiera que éramos los mismos frente a esta extraña disposición de nuestro deseo. Eso siguió siendo la locura durante todo el invierno. Luego se volvió menos grave, una historia de amor. Escribí después Moderato Cantabile.
Los hombres Si quisiéramos generalizar, podríamos decir que La enfermedad de la muerte es un primer estadío de Ojos azules pelo negro. Pero a diferencia de éste, La enfermedad de la muerte fue un proceso. Las personas, desde Peter Handke hasta Maurice Blanchot, creyeron que La enfermedad de la muerte tomaba partido por las mujeres contra los hombres. Si se quiere. Sin embargo, digo que si los hombres se interesaron hasta tal punto en La enfermedad de la muerte es porque presintieron que ahí había algo más, algo que les concernía. Extraordinario que lo hayan visto. Tan extraordinario como que algunos no hayan visto que en The Malady of death hay un hombre entre los hombres frente a los hombres y, más allá, de manera bien precisa, hay solamente un hombre frente a las mujeres. Los hombres son homosexuales. Todos los hombres son en potencia homosexuales, sólo les falta saberlo, encontrar el incidente o la evidencia que se lo revelará. Los homosexuales lo saben y lo dicen. Las mujeres que conocieron homosexuales y que los han amado también lo saben y lo dicen. La travesti maquillada, avasallante, clamorosa, deliciosa, inefable, adorada por miles, porta en el centro de su cuerpo y de su cabeza la muerte de la antinomia orgánica y fraternal entre los hombres y las mujeres, el duelo absoluto de las mujeres, este segundo término. Es menos la fruta de una experiencia verificable que una intuición, una suerte de percepción enceguecedora de lo que pasa realmente en los hombres. No es un conocimiento personal del hombre, de un estado general del hombre; es una evidencia. Ya no nombro eso literalmente con palabras. Ahora que lo sé, no tengo las palabras para decirlo. Está ahí y no se dice más. Podemos abordarlo desde lejos, aproximándonos con metáforas, si lo desean. Ahora ya no digo como antes de La enfermedad de la muerte, más bien digo esto: es una diferencia de una sola palabra, no sabemos cuál, es la importancia de una sombra sobre una palabra, sobre el decir de una palabra. Un color sin genio, un azul repentinamente incorrecto. Una diferencia muy tenue pero excluyente o, quizás, por el contrario, puede que también la ausencia de una sombra total sobre el mar y sobre la tierra. Y en los ojos ese velo tan dulce de la falta de amor. Es entre el hombre y la mujer donde es más fuerte el imaginario. Es ahí donde están separados por una frigidez que la mujer reclama más y más, arrasando al hombre que la desea. La mayor parte del tiempo, la mujer no sabe qué es ese mal que la priva de deseo. Más frecuentemente que lo que se cree, ella no sabe lo que es el deseo, ni cómo se le presenta a la mujer. Ella cree que debe hacer ciertas cosas para sentirlo a su alrededor como ciertas otras mujeres. En este punto, no hay nada que decir salvo esto: ahí donde creemos que el imaginario está ausente, es ahí donde es más fuerte. Es la frigidez. La frigidez es el imaginario, el deseo por esa mujer que no desea al hombre que se le propone. Esta frigidez es la del deseo de la mujer
por un hombre que no ha llegado aún a ella, que ella ignora aún. La mujer es fiel a ese desconocido incluso antes de pertenecerle. La frigidez es el no-deseo de eso que no es este hombre. El fin de la frigidez es una noción imprevisible, ilimitada, a la que ningún hombre puede llegar. Es el deseo que la mujer no tiene más que para su amante. Cualquiera sea, de cualquier clase social que sea, este hombre será el amante de la mujer si es que ella siente deseo por él. La vocación incontrolable por un solo ser en el mundo es femenina. En la heterosexualidad sucede que, entre amantes, el deseo se apega a la persona; tal es así que el hombre -como la mujer- se vuelve frígido, impotente, si cambia de pareja. Pero esto es mucho más raro. Aunque estas son nociones radicales, desesperantes, son las más próximas a la verdad. La heterosexualidad es peligrosa, es ahí donde estamos tentados de esperar la dualidad perfecta del deseo. En la heterosexualidad no hay solución. Hombre y mujer son irreconciliables y es en esa tentativa renovada en cada amor donde radica su grandeza. La pasión de la homosexualidad es la homosexualidad. Eso que el homosexual ama como su amante, su patria, su creación, como su tierra, no es su amante, es la homosexualidad. Somos alcanzadas por el deseo de nuestro amante en esa cavidad de la vagina que resuena como un hueco en nuestro cuerpo. Un sitio en el cual está ausente la verga de nuestro amante. No podemos equivocarnos con este amante. Es decir, no podemos imaginar una verga extranjera en ese lugar que ha sido hecho para un solo hombre, nuestro amante. Cuando un hombre extranjero nos toca, gritamos de disgusto. Poseemos a nuestro amante como él nos posee. Nos poseemos. El lugar de esa posesión es el lugar de la absoluta subjetividad. Es allí donde nuestro amante nos asesta los golpes más fuertes que le suplicamos nos dé para que se expandan como eco en todo nuestro cuerpo, en nuestra cabeza que se vacía. Es ahí donde queremos morir. El escritor que no conoció mujer, que jamás tocó el cuerpo de una mujer, que quizás nunca haya leído libros de mujeres, poemas escritos por mujeres y que sin embargo cree tener una carrera literaria, se engaña. No se puede ignorar semejante información y ser un referente para sus pares. Roland Barthes era un hombre por el que sentía amistad pero que jamás pude admirar. Me parecía que mantenía siempre el mismo aspecto de profesor, muy cuidado, rigurosamente sectario. Una vez concluido el ciclo de las “Mitologías” ya no pude leerlo. Luego de su muerte traté de leer su libro sobre la fotografía y una vez más no lo logré, salvo por un capítulo muy bello sobre su madre. Esa madre venerada que fue su compañera y la única heroína del desierto de su vida. Seguidamente, traté de leer “Fragmentos de un discurso amoroso” pero tampoco lo logré. Evidentemente, es muy inteligente. Block de notas amoroso, sí, es eso, amoroso, saliéndose con la suya sin amar, pero nada, me parece, nada, hombre encantador, verdaderamente encantador, de todos modos. Y escritor, de todos modos. Voilà. Escritor de una cierta escritura, inmóvil, regular. Incluso en un particularismo religioso, es necesario abrirse a lo desconocido, que eso desconocido entre e incomode. Es necesario abrir la ley y dejarla abierta para que alguna cosa entre y enturbie el juego habitual de la libertad. Habrá que abrirse a lo impío, a lo prohibido para que lo desconocido de las cosas entre y se muestre. En Roland Barthes no pasa eso, no hay este tipo de movimientos, pulsiones adolescentes más fuertes que sí, que atraviesan eso que se presenta. Roland Barthes tuvo que ser adulto muy rápidamente después de su infancia. Los peligros de la adolescencia él no los atravesó.
En cuanto a lo sexual, los hombres interpretan a menudo las cosas de mis libros como reveladoras de una toma de posición por mi parte. Clasifican todo lo que leen, todo lo que hacemos. Y se ríen de toda sexualidad que no es la suya. En “El amante”, ciertos hombres han sentido rechazo por la pareja de la pequeña blanca y el amante chino. Ellos dicen: pasamos las páginas o cerramos los ojos. Cuando leen, cierran los ojos. Para ellos “El amante” es la familia loca, los paseos, el ferry, es “Saigon by night” y todo el bullicio colonial. Pero no la pequeña Blanca y el amante chino. Pero para la mayoría, esa pareja de “El amante”, por el contrario, los llena de un deseo inesperado que proviene del fondo de los siglos, del fondo de los hombres, aquel del incesto, de la violación. Para mí, esta pequeña niña que camina por la ciudad para ir al liceo, en la inmensa avenida atravesada por tranvías, mercados, veredas oscuras del mundo, para ir hacia ese hombre, hacia esa obligación servil para con su amante, tiene una libertad que yo perdí. Recuerdo la presencia de las manos sobre el cuerpo, la frescura del agua de las jarras, que hace calor, un calor que ahora es completamente inimaginable. Yo soy aquélla que se deja lavar, él no seca mi cuerpo, me lleva, empapada, al catre -la madera lisa como la seda, fresca-, enciende el ventilador. Me come con una fuerza y una dulzura que me deshacen. La piel. La piel del hermanito. Es parecida. La mano. Parecida.
Creo que la conducta del hombre con la mujer es, en general, una conducta brutal, autoritaria. Sin embargo, esa conducta no prueba que el hombre sea brutal o autoritario; prueba que el hombre es así en la pareja heterosexual. Porque en esa pareja, él está incómodo. Representa un papel porque se aburre. En la pareja heterosexual diríamos que el hombre espera su momento, su momento personal. Él no lo sabe. La cantidad de hombres que esperan en las parejas heterosexuales, solos, en su rincón, sin lenguaje común con su mujer, o en los salones, o en las playas, o en las calles, ignorándolo, se cuenta por millones y millones en todos los países del mundo. Esos hombres abandonan su reserva cuando abandonan el rol que tienen en la pareja heterosexual. Los hombres no conocen el equivalente de la conversación íntima entre las mujeres, sino en compañía de hombres, los otros hombres. Hablar es hablar de su sexualidad. Y hablar de la sexualidad es ya estar en la sexualidad. No es hablar de deportes o del trabajo. Las cosas son distorsionadas por las mujeres. Entre sí, ellas no hablan más que de la vida material. Ellas no son admitidas en el dominio de la espiritualidad. Son muy pocas las que lo saben. Son muchas las que aún no lo saben. Desde hace siglos, las mujeres son instruidas sobre ellas mismas por el hombre que les enseña que son inferiores. En esa posición de postergación, de oprimidas, la palabra es mucho más descontrolada, más general, porque se queda en la materialidad de la vida. Esa palabra es más antigua. La mujer ha vehiculizado una desgracia prácticamente estatuaria durante siglos antes de ver el día en un primer libro consagrado a la mujer. El hombre, no. Es la mujer la que es joven, fresca. Ella no lo sabía. La cosa común entre ellos y nosotras es el encanto y en el encanto somos similares. Ser hombre o ser mujer es descubrir que somos similares.
Si usted es un hombre, su compañía privilegiada en la existencia, la de su corazón, su carne, su raza, su sexo, es la del hombre. Es con ese temple que ustedes reciben a las mujeres. Es el otro hombre, el hombre número dos que está en ustedes el que vive con su mujer, el que tiene con ella relaciones sexuales ordinarias, utilitarias, culinarias, vitales, amorosas, pasionales incluso y también generadoras de hijos y de familia. Pero el gran hombre que habita en usted, el hombre número uno, no tiene relación decisiva más que con sus hermanos, los hombres. Las conversaciones apacibles de sus mujeres, ustedes las escuchan en bloque, sin detalles, les llegan como ritornelo. A las mujeres no se las escucha. Al propósito de las mujeres no se lo escucha. Pero de esto no queremos acusarlos. Es verdad que las mujeres aún son aburridas, que para nada osan salirse de su rol. Y que ustedes no quieren que ellas lo hagan. La burguesía francesa es para una mujer menguada. Pero ahora la mujer lo sabe. Y ella se va, abandona al hombre; es mucho más feliz que antes. Con su hombre, ella estaba en pose. Menos con los homosexuales. El pasaje de un hombre de la heterosexualidad a la homosexualidad es una crisis muy violenta. No hay cambio mayor que éste. El hombre ya no se reconoce. Está como naciendo. La mayor parte del tiempo no puede dominar la crisis, no puede descifrarla. En el principio, no reconoce nada y rechaza de plano la hipótesis de la homosexualidad. La mujer de este hombre, ella, ella lo sabe, lo aprende de él o de otros, de amigos, ella se dispone a “reconocer” todo. Todo lo que el hombre ha hecho o dicho en el pasado, ella lo reconoce. Ella dice: “Eso debió estar siempre ahí y él nunca lo vio. Son los otros quienes lo descubrieron, los que son como él.” Será la gran catástrofe de todos los tiempos. Desde el inicio, lo aprende. Se observa un ligero despoblamiento. No se trabaja más. En ese primer momento se recurre a una inmigración masiva para que el trabajo se realice. Y luego no se sabe qué se debe hacer. Es posible que esperemos todos juntos el despoblamiento final. Dormiríamos todo el tiempo. La muerte del último hombre pasaría desapercibida. Pero puede que nuevos heterosexuales resurjan y recomiencen la Comedia. Sí, es difícil hablar de la sexualidad, verdaderamente. Antes de ser un plomero, o un escritor, o un chofer de taxi, o un hombre sin profesión, o un periodista, los hombres son antes que nada hombres, heterosexuales u homosexuales. La diferencia es que hay quienes te lo recuerdan desde que te conocen y otros, un poco más tarde. Es necesario amar mucho a los hombres. Mucho, mucho. Amarlos mucho para amarlos. Si no es así, no es posible, no podemos soportarlos.