Anthony Seidman

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Blues del

Valle de

San Fernando Anthony Seidman


Encuentro la calma en el yonke detrás del motel, y aunque el cielo es de un azul impenetrable, se levanta una brisa que disipa el calor. El golpecito de las patas de un gato que se desliza sobre el cofre de un Cadillac y salta a la pared de block. La brisa toma fuerza, y los arbustos tóxicos resuenan, una lata de cerveza rueda entre la hierba junto a un periódico viejo, y los chasis de una docena de autos americanos abandonados de los 60 y 70 comienzan a rechinar, como si estiraran, por un instante, sus estructuras corroídas. Cierro los ojos, siento el viento atravesarme, intuyo las soledades de pavimento sobre las que correrá, dejando en este chaparral y en el polvo, una breve caricia, una pluma ausente de felicidad.

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** En el sueño en el que los dientes se me desprenden, los escupo mientras el sueño me asfixia. Me palpo las encías, erizadas con astillas, como los muros coronados de botellas rotas que protegen a los ricos en los sofocantes trópicos. Cuando el calor me arranca los párpados, escucho el flak-flak-flak del helicóptero de la policía y las paredes se estremecen mientras el reflector corta la oscuridad, y se va. Paso la lengua por mis dientes – están todos, intactos. Mi habitación es un templo oscuro, donde ninguna vocal se abre a una conflagración. Mis preguntas suenan como una piedra que se precipita al agua y choca con otra en el cauce del río: ¿Es éste un sueño de insolvencia financiera? ¿el augurio de copiosas enfermedades o de sequía? ¿De un lecho donde la fiebre muele mis dientes para convertirlos en caleidoscópicas reliquias de la erosión y lo difuso? ¿Un sueño en mil pedazos?

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** Me tira de la cama un terremoto, como una avalancha de rocas por un cañón, una lluvia de magma y relámpagos que vomitan la tarántula y la serpiente de cascabel. La habitación oscilaba, el yeso y las vigas se vencen, hasta casi romperse. Y de pronto, todo se detiene con un chocar de tuberías. Estoy desamparado como un hijo de la chingada, y el aire hace arder mis pulmones. Tumbado en el suelo, quiero recordar dónde me enamoré del polvo, cuando las orquídeas y el polen de mi infancia aún están fragantes en mis sueños, pero ni siquiera me puedo escuchar a mí mismo porque las alarmas de los autos penetran la noche y las sirenas me llaman. (Traducciónes: Gaspar Orozco)

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** ¿Quién vive del otro lado de la pared? Lo he oído azotar la puerta al entrar a su cuarto, o cuando se marcha a trabajar cuando el aire está húmedo y violeta. Me ha llegado el olor a huevos con chorizo de su cocina, risas grabadas de un programa de radio mañanero. Después de la medianoche, el silencio es ensordecedor; palpita, tejiendo sombras a través de los canales de mi pulso. Sudando, me siento en la cama, le oigo llorar y toser con sollozos enérgicos, como si se estuviera riendo. El sonido de un grifo abierto, y luego el chirrido del colchón...silencio que brilla como luz de la luna acristalando una moneda de plata. Yo no conozco al hombre que vive al lado. No llevo la tarifa para cruzar a su oscuridad. Pero me oye toser y moverme en mi propia cama. Él es, después de todo, mi eco.

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** En este cuarto de motel que alquilo, es donde hiervo sopa Ramen en la estufa de la cocineta. Aquí es donde me siento a leer Ritsos y su doxología: alabo al sol que no se puede quemar. Cae la noche, me paseo por la habitación: el presentador de noticias en la televisión recita el hambre en el mundo y las modas con el tono de un entrenador de Pilates. Horas más tarde, quito las sábanas y me extiendo sobre la cama. Este es el cuarto con una puerta roja, donde cada noche lucho, mientras mi Ama de insomnio me monta, atrapa mis brazos entre sus muslos, luego me zurce los párpados abiertos, con hilo ovillado en brasas y aguja como astilla de hielo.

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** Es domingo y mi vecino ha dejado la puerta abierta; camino al estacionamiento en llamas, los humos de asfalto, alquitrán y smog me envuelven, desenfocan mi visión del horizonte, todas las chimeneas, las rebabas, y camiones esforzándose con su cargamento vacuno, la suciedad y el propano en una neblina de color rosa marchitado. Estoy llevando una cesta de ropa sucia y miro por encima de mi hombro; con las persianas cerradas, es una sombra que se mueve entre las sombras más oscuras. La luz del día es cegadora, y creo que mientras él guisa en su cocina -el olor a huevos fritos y la acidez de whisky- está estudiando las imágenes parpadeantes fuera de su cueva de estuco y asbesto. La gente en la oscuridad siempre están buscando a las personas en la luz, y el cielo de verano es una cúpula de color azulado. Después de lavar dos cargas de ropa, camino de vuelta al estacionamiento, extrañamente quieto, a pesar de las flotas de camiones y coches retumbando en el bulevar. Al pasar por la puerta abierta de mi vecino, lo veo: sentado en su única silla, un plato frente a sus pies descalzos, limpio, el tenedor cruzado sobre el plato; fuma, y las columnas de la nicotina se tiñen de azul en la luz oblicua de su umbral. Y mientras paso, me doy cuenta de cómo asiente con la cabeza, mientras me ve desde el interior de la oscuridad.

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** Cuando llega el cheque de desempleo, se me seca la boca; miro al oeste y veo los tubos de neón de cobalto en forma de un cangrejo, y la palabra cerúlea: MARISCOS. Las camareras balancean sus bandejas de camarones endiabladamente picantes; por debajo de los ventiladores de techo, los paneles de madera y techos de hoja de palma, los hombres amamantan sus resacas con Clamato, hunden sus cucharas en tazones de almejas y pulpo. Estamos aquí para una cosa, la manera en que una viuda va a la orilla para ver las olas que se hinchan luego y disuelven en la arena, como un dolor que se hincha, luego mengua. Las camareras son palomas fuera de alcance, y los hombres recuerdan oro que brilla debajo de las corrientes más oscuras. Yo, también, miro por la ventana, más allá de los grandes camiones, más allá de las vías del tren y las chimeneas; mi visión se extiende más allá de las colinas, alcanza el desierto, ese otro océano donde uno va a llorar, a comprender la arena, la calcificación.

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** La campana suena cuando abro la puerta; dos hombres vestidos en overoles están cobrando sus cheques del propietario de Siria; cada uno lleva un paquete de doce cervezas Bud. La risa y jactancia chasqueará cuando más tarde se sienten en una troca en el estacionamiento de un edificio de apartamentos, escuchando baladas norteñas. Camino a las puertas de cristal que vibran con la refrigeración; mis ingresos, cinco dólares. Mi objetivo, saciar esta sed que me ha aporreado desde que regresé del desempleo. El calor ha sido insoportable; nada ha florecido de mis esfuerzos, de las largas colas y el papeleo. Dejo la puerta abierta por un par de minutos, dejando que el aire frío esmalte mi frente enrojecida, hasta que el propietario silbe y haga gestos: ¿Va a comprar o qué? Saco dos latas altas, pago por ellas, y entro en el atardecer escaldado. En el estacionamiento de la tienda de licores, los dos trabajadores ya han abierto a pedazos un paquete de doce. Débilmente, desde el estéreo de camiones: un acordeón, una guitarra rasguea cambios de acordes en 3/4, y un cantante desafinado numera venganzas y traiciones. Un viento con polvo se precipita a través del estacionamiento, y veo en silencio perfecto a las constelaciones, siento la inmensidad, la fosilización de la luz muerta, y la nueva agua en Marte. Reposo mi espalda contra la pared de la tienda. Un farol de la calle crepita débilmente. A un metro de mí, me doy cuenta de un terreno baldío, y mientras me tomo un sorbo, veo la hormiga rastrera, el enjambre y trazo de líneas negras y remolinos por el montículo: persistencia, el trabajo tan perfecto, ya que se lleva a cabo con ecuanimidad. Y me siento aquí, engrandecido en el menosprecio de mí mismo bajo la luna, el viento, por debajo de las hormigas.

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** Me quedo dormido al amanecer, y despierto pasado el mediodía. Sequedad en la boca, y un sabor a suciedad y carroña llega en una brisa lenta. Despego mis labios e inhalo calor seco. Es sólo cuando me miro en el espejo que me doy cuenta de que he dormido por días; mi cara se ha endurecido sobre mi cráneo y mis ojos están hundidos, como la mirada hundida de un adicto. En la cocineta, los plátanos están de color marrón, su dulzura excesiva y nauseabunda. Cuando abro la nevera, casi vomito al ver la caja con los restos de fajitas, la lata abierta de licor de malta. El hambre roe mi estómago, y salgo, paso por el estacionamiento calcinado, y camino al yonke detrás del motel. La quietud entre los arbustos; después, un crujido seco de lagartija o de ratón de mata de salvia. De rodillas, me pongo a juntar el polvo, y empujo un puñado más allá de mis dientes, mastico fragmentos de maíz o semilla, saboreando.

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** Mi lengua como un cuero, me tropiezo en el Templo de Dios Pentecostal. Domingo. Conflagración del mediodía cuando el verano empalidece la pintura en estas tiendas de licores de estuco y lavanderías y el chaparral en las estribaciones de las colinas en la temporada de incendios. El sistema de sonido crepita con los aullidos de éxtasis, como el predicador aplasta la humedad de las mujeres y los niños con una biblia carmesí. Las madres son regordetas en celo y la miel de la vocal que ahora se abre como el predicador, acristalada por el sudor y el esfuerzo, chillidos de ¡Aleluya! Nadie se me da cuenta que estoy allí cuenta, temblando y pálido. Nadie, pero el predicador que extiende su palmas y ordena: Ven acá. Una matrona choca conmigo y comienza a girar como un planeta de gas engorroso. Otro comienza a balbucear. Los bebés, docenas de ellos, se lamentan en los brazos de sus madres que los sacuden con el fin de echar luz a la primera luz. Me arrodillo, me colapso boca arriba. Panderetas y sonajas me despiertan mientras mi lengua se desliza, mi garganta desatando un centenar de colores.

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** Como en aquel poema Zen, los leñadores colman las cuestas, el choque de acero del hacha; mientras ellos cortan, los lotos se marchitan. El ermitaño en su cueva, donde un pequeño fuego chisporrotea bajo un pote de té verde. Se levanta, se estrecha, sabe que es inútil… mañana reanudará el poema; cómo el pincel tiñó tales imágenes, rocío en el pico de la grulla. Con sílabas oyó la caída de flores de cereza en un atrio del templo en aquella región donde los agricultores habían almacenado ya el arroz, y se sentaron bebidos en chozas mientras la lluvia crecía. Siglos más tarde, Dürrenmatt describe al hombre moderno como una criatura en perpetua observación; la soledad es la ausencia del agua bajo la arena roja de Marte, un vacío, como el poro minúsculo en una roca que fue alguna vez un microbio hace cuatro mil millones de años. De mi ventana, veo siete palmeras como las siete esferas y su música brillando en los argumentos de lógicos desaparecidos y poetas que vivieron en una edad cuando un hombre podía aspirar a la soledad, aire que se precipita en los pulmones de aquel ermitaño cuando él ahora deja la cueva y se sienta para mirar los árboles caer, tan lejos que sólo oye su eco. Quiero esa calma cuando despierto, afuera las puertas cerradas de golpe, y los hombres que colocan sus sillas en las aceras para beber cerveza y escuchar sus baladas desde el estéreo en la troca. Quiero ser esa soledad, de modo que yo me haga la presciencia del otro que me observa, ni hombre, ni mujer, pero más bien el perfume en el ala de una polilla, el olor de sudor y lluvia entre la ropa de un armario, aquella perturbación del otoño que pruebo en el aire, y el pétalo emblanquecido.


** La diferencia entre el hombre y la mujer es la diferencia entre el agua y las aguas; la diferencia entre la casa y Venus es una torsión de presión, escaldando grados de dióxido de carbono, precipitación sulfurosa y cometas que bombardean el pico de Ishtar. Mi perro no lee, no sabe nada sobre el planeta nombrado para el deseo y su nariz es seca, marchitada como el pene de un centenario. Él y yo estamos atrincherados en un clima donde la vagabunda viene al amanecer para pepenar botellas que se cuecen lentamente en recipientes, los trabajadores encienden el agua caliente, suenan los tubos, y luego calientan sus camiones hasta que la luz del sol derrama sus gorriones. A veces, este terreno se queja en su sueño, placas tectónicas rozándose una contra otra como los muslos de una mujer inmensa que rueda en su cama antes de toser y caer dormida otra vez. La diferencia entre la poesía y una revista de chismes es como la del agua y el agua pesada; entre poesía intuida y palabras ordenadas en estrofas, la bioluminiscencia de un pescado y un mero fósforo encendido. La diferencia entre mí y este perro a mis pies es como, sin ninguna vergüenza o tropos que elogian la luz de la luna y la celosía abierta, él se reproduce en los peñascos urbanos, mientras vacilo entre la seda y el olor del incienso, entre procreación y creatividad.

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** No hay lugar para mí en ese cuarto sencillo; la puerta abierta, discierno los pies descalzos, la madre y su hombre, dos adolescentes que miran fijamente el fútbol por la noche en la pantalla, mientras que una niña, todavía en pañales, se sienta en el escalón de la puerta, chupando caramelos de tamarindo. Quiero entrar, para probar el agua que corre de su grifo, y conocer la gloria estricta de haber sobrevivido la travesía. El marido da sorbos a una lata grande de Bud tan lentamente como yo podo palabras hasta llegar al poema. Mañana estará en la esquina, abriéndose paso a través de los otros hombres a la camioneta del contratista que necesita yeseros. La tierra aquí es árida, y la capacidad de recuperación de la hormiga que transporta una corteza de pan es mejor que la del motor diesel, sin embargo, incluso los cactus son más suaves que la sed y el hambre. A lo lejos, el calor asa la piel de la madre, un recién nacido en sus brazos, ambos que todavía tienen que dormir, pero nunca por debajo de su barro nativo. (Traducciones: Martín Camps)

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Anthony Seidman (1973) es el autor de cuatro libros de poesía, incluyendo Where Thirsts Intersect (The Bitter Oleander Press) y Combustions (March Street Press). Sus poemas, ensayos y traducciones han sido publicados en revistas como World Literature Today, Nimrod, Skidrow Penthouse, Rattle, Borderlands: Texas Poetry Review, The Bitter Oleander, y en México en Luvina, Reverso, La Jornada Semanal, Parteaguas, Crítica, La Reforma y Newsweek en español. Poemas suyos han sido incluídos en las antologías Corresponding Voices (Syracuse University) y Vapor transatlántico (UNAM). Actualmente reside en Los Ángeles donde da clases de literatura.


En este cuarto de motel que alquilo, es donde hiervo sopa Ramen en la estufa de la cocineta. Aquí es donde me siento a leer Ritsos y su doxología: alabo al sol que no se puede quemar. A n t h o n y S e i d m a n

3 años

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Es una iniciativa independiente realizada por escritores y ciudadanos con el afán de difundir la literatura y fomentar la lectura en la ciudad Para mayor información sobre nuestras actividades o si desea integrarse a nuestra agrupación escríbanos al correo electrónico hojaderutajrz@hotmail.com o conri@hotmail.com


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