¿Qué es el Patrimonio? por Víctor Hermosillo
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Solamente se conserva lo que se aprecia, y solamente se aprecia lo que se entiende.Freeman Tilden
l patrimonio es un capital simbólico vinculado a la noción de identidad (Bourdieu, 1999). En términos simples, el patrimonio no consiste en otra cosa que en la identificación y selección de las manifestaciones y los elementos más representativos y valiosos de la realidad cultural de cada grupo social; así el patrimonio cumple fundamentalmente con una función identificadora: cuando hablamos de patrimonio nos referimos irremediablemente tanto a símbolos como a representaciones. Dichos símbolos al ser importantes y distinguibles, son considerados entonces, como bienes culturales de carácter patrimonial. Estos bienes pueden tener una manifestación física concreta, tal como un manuscrito, un artefacto, un vestuario, un conjunto de edificios; o bien pueden ser de carácter intangible como una danza, un relato oral, una ejecución musical, o incluso una religión.
Es importante distinguir que el patrimonio en su más amplio sentido, es de manera simultánea tanto un proceso como un producto que tiene por función dotar a la sociedad, de un ancho caudal de recursos que le son heredados del pasado (tanto inmediato como remoto) para ser recreados en el presente, de manera que pueda asegurarse su trasmisión a las generaciones emergentes y futuras, procurando en todo momento su valoración, así como su disfrute y salvaguarda. El patrimonio cultural nos ayuda a entender la dimensión histórica de una colectividad humana, así como a reconocer sus usos, costumbres, sus estilos de pensar y de actuar en el mundo; las formas de verse a sí mismos y a otros, las maneras de relacionarse con su memoria: sus muchas maneras de recordar y las maneras que tienen para olvidar.
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l reconocimiento, cuidado y puesta en valor del repertorio de bienes patrimoniales por parte de la sociedad, es muy importante para asegurar su desarrollo y sostenibilidad. En la medida en que la ciudadanía re-conoce (es decir, vuelve a conocer, ve la “misma realidad” con nuevos ojos) su patrimonio cultural, amplía una conciencia de aprecio, cuidado y apropiación de dichos bienes patrimoniales. Con ello, el sujeto es capaz de verse reflejado no solo a sí mismo en el entorno, sino también al otro.
¿Patrimonio para qué?
Dicho proceso, deviene irremediablemente en un círculo virtuoso en donde el sujeto se convierte en un agente mucho más vinculado, respetuoso y comprometido con su contexto; más activo y creativo con el mejoramiento de su comunidad, en resumidas cuentas, un ciudadano con la capacidad de formular nuevas preguntas al pasado, para imaginar, construir y disfrutar de un mejor presente.
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Patrimonio arquitéctonico de la ciudad de León
El renacimiento de la Plaza de Gallos
Redescubriendo a Herrera: 1959-2018
Carlos Flores Montúfar
Salvador Zermeño / Luis Meza
Luis Meza
Patrimonio arquitéctonico de la ciudad de León
Editorial
por Carlos Flores Montúfar
Este mes, en Mirador Cultural, hemos hecho alianza con el Instituto Cultural de León para hablar sobre el patrimonio, aprovechando el bicentenario de uno de los grandes artistas leoneses y el renacimiento de un recinto único. Nos acompañan en ello: Víctor Hermosillo, coordinador del Museo de las Identidades Leonesas; Carlos Flores Montufar, estimadísimo arquitecto y catedrático y Salvador Zermeño Méndez, líder del proyecto de restauración de la Plaza de Gallos. Evocamos también la palabra de dos entrañables literatos adoptados por León: Concha Mojica y Ariel Muniz. ¡Acompáñenos a Mirar!
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ablar de patrimonio arquitectónico suscita condiciones de corte académico y de apreciación popular que a veces llevan a conflictos apreciativos. Son estos conflictos los que me llevan a la comprensión del contexto urbano relacionado, por una parte, con la fundación de León, y por otra, con la de los barrios que fueron surgiendo con el crecimiento natural de la ciudad, fincados en varios aspectos: la estancia familiar, el comercio y, sobre todo, el religioso, así como las áreas de recreación y esparcimiento. Más que hablar de edificios específicos, sugiero hablar de las áreas que comprenden lo que hoy hemos dado en llamar Patrimonio Inmaterial, factor necesario para la lectura de una ciudad: Zona Centro, Bellavista y Barrios del Coecillo, San Miguel y Arriba, fundamentalmente. Estas áreas son patrimonio urbano, donde se identifican edificios de variados valores, como el Templo Expiatorio, en la Zona Centro, artísticamente muy discutido (por su atemporalidad y modo constructivo) pero con cualidades sociales y religiosas, además de una iluminación nocturna de gran calidad. O la Catedral de León, de enorme valor artístico, religioso, histórico y social. Por el rumbo, nos encontramos con la Parroquia del Sagrario de San Sebastián, con una torre de extraordinario valor, no sólo por su arquitectura, sino como un hito que une y regula un importante entorno recreativo, religioso y festivo. Esta presencia contundente del Centro Histórico puede ser un extraordinario punto de partida para transitar hacia cada rumbo de la ciudad. Hacia el norte nos conecta con el Barrio Arriba, con su templo, plaza y mercado, sus fiestas y ambiente de auténtico barrio. Configurado por una serie de calles, callejuelas y callejones de gran valor plástico y que, por fortuna, en últimas fechas ha sido considerado. No tanto por valores arquitectónicos específicos –que sí los tiene–, sino por la identificación de sus habitantes, comercios, cantinas… en fin. Estas actitudes eclécticas las encontramos en su variedad fisonómica, con arquitecturas del siglo XVIII y del XX-XXI en una extraña armonía. Y digo extraña porque no hay propiamente una uniformidad visual en estilos, sino una coherencia social que se muestra sin ofensas en los entornos. Si pasamos al sur nos encontraremos con San Miguel. Su historia de siglos aún late con la esencia de los barrios: su iglesia, plaza-jardín, comercios y sus talleres de artesanía. Pequeñas fábricas, la habitación variada y un pulso muy vital como sociedad barrial altamente
identificada que ofrece calles de diversas arquitecturas, con sello, costumbres y hasta habla y canto propios. Si volvemos otra vez a nuestra torre de referencia en el Sagrario y discurrimos ir hacia el oriente por calles más típicas de León, veremos alternarse casas añejas con cierto sabor y muchas ‘caries’ que la ausencia de imaginación comercial ha convertido en estacionamientos, contribuyendo a la pérdida de memoria urbano-arquitectónica. Eso, por supuesto, da tristeza. Aun así, guarda un tránsito agradable por la calle Madero, testigo de la historia de León y quizá el trayecto más largo como gozo urbano, continuando en la Calzada de los Héroes. Con un sesgo algo forzado, cruzando el López Mateos, nos aparece el histórico Mercado República, con su templo y actividad comercial, aunque desgraciadamente, deprimida. Pero la magia del puente Barón, que cruza el Río de los Gómez, nos vuelca entre calles y callecillas al maravilloso Barrio del Coecillo. Con dos plazas trabadas por sus esquinas y sus respectivos templos, se huele todavía la hermosura de su vejez, con su profunda actividad y vida de lo cotidiano bien contemporáneo. Guardando sus tradiciones, sus ya conocidos castillos pirotécnicos en las festividades propias de barrio, propias de la ciudad, propias de la Nación. Como una pequeña provincia bien identificada. Si en San Miguel tienen su canto al habla, su memoria rebocera, sus recuerdos sombrereros, sus telas de hechura maravillosa, aún se recuerdan sus leznas de trabajo, sus colores mestizos y su bravura, igual el Coecillo tiene sus picas y sus chavetas. Todavía resuenan las herrerías de aquellos machetes y cuchillos de corte seguro para la carne, el cuero… y también para la bravura. Qué hermosos barrios. Volvemos a nuestra torre del Sagrario de San Sebastián. Y ahora al poniente, hacia Bellavista. Por algo se llamó así: calles y callejuelas que ascienden y descienden, identificándose con un mercado de tránsito –el de la Soledad – y que obliga a subir al Santuario de Guadalupe, con sus escalinatas y callecillas; un pequeño barrio al que debemos prestar atención por su potencial social, que puede ofrecernos una reestructuración visual arquitectónica que le reviva y sea más gozable. Preferí aquí hablar someramente de contextos para que el lector se avive y viva lo gozable de nuestros barrios. Allí encontraremos la arquitectura llamada “significativa” y la arquitectura de la simplicidad doméstica, que a veces compite con la nostalgia del pasado.
El renacimiento de la Plaza de Gallos por Salvador Zermeño, Luis Meza
| Fotografía Paulina Vaqueiro
Nuevo y antiguo
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uego de un proceso lleno de desafíos, ha quedado lista la primera fase de restauración de la antigua Plaza de Gallos, uno de los inmuebles con mayor historia y significado en León, pero que hace apenas un lustro era una ruina a punto de colapsar por completo. Ubicada en la tercera cuadra de la calle Juárez, en el Centro Histórico, la Plaza de Gallos es un recinto único, protagonizado por un ruedo de 12 metros de diámetro rodeado por graderías de cal y canto y enmarcado por imponentes arcos de cantera y ladrillo. Al lado suyo se ubica una señorial construcción de dos plantas que hizo las funciones de hotel. La primera referencia documental de la finca, conocida entonces como coligallo, data de 1798. Los arcos de su redondel comenzaron a cerrarse en 1802 y a partir de entonces fue acumulando un historial como espacio público, que acogía principalmente peleas de gallos, pero también corridas de toros y espectáculos, gracias al escenario a la italiana que se le incorporó en 1864 y que lo hizo el principal foro de la ciudad, hasta la aparición del Teatro Doblado en 1880. El antiguo coso y su hotel dejaron de utilizarse hacia mediados del siglo XX y sobre él se abatió el abandono, hasta convertirse en una ruina, semienterrada por sus propios derrumbes y maleza. Consciente de su valor histórico, el Ayuntamiento de León adquirió la finca a finales de 2013 y comenzó su rescate, con las necesarias labores de limpieza y apuntalamiento. Recientemente se concluyó la primera fase de la restauración, un proceso que inició en 2017 bajo la estricta supervisión del Centro Guanajuato del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Forma prístina
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l proyecto de restauración estuvo encaminado a devolver el inmueble a su forma prístina: es decir, a entender cómo funcionaba durante los casi 200 años que estuvo en actividad y recuperar su estructura original, de tal forma que sus arcos, graderías y muros fueran nuevamente funcionales y no piezas de adorno. Para ello se hizo una intensa labor de investigación, que abarcó no sólo la búsqueda de información documental y testimonios de los últimos propietarios, sino también el estudio científico del edificio en su estado actual, a través de calas, análisis de materiales, ultrasonidos y otras herramientas. Este enfoque en la forma prístina implicó devolverle al coso su cubierta, no sólo por el imperativo de protegerlo de la intemperie, sino también para permitir que volvieran a funcionar estructuralmente los arcos, que fueron hechos para sostener el techo y son una proeza arquitectónica para la época en que fueron construidos, con sus claros de más de 15 metros que aportan además una dimensión escénica impresionante. Muros perimetrales y arcos fueron tratados con técnicas
de inyección y cosido para eliminar agrietamientos y devolverles su estabilidad estructural. Sobre el redondel se reconstruyó el techo con una técnica adaptada de la original, con vigas de madera y baldosas de barro. Sólo que en lugar de un relleno de tierra, se optó por uno a base de poliestireno, a fin de mejorar el aislamiento térmico de la estructura. Las gradas también se recuperaron utilizando remanentes del material original de cuña de barro. Asimismo, se restableció la circulación perimetral original, que aprovechaba las aberturas en los contrafuertes de los arcos. Esta circulación se había interrumpido en 1920, cuando se amplió el redondel y se perdió así una cualidad social muy valiosa que tenía la plaza desde su origen, que era la de permitir que se entremezclaran dos tipos de público: el popular que ingresaba desde la calle Justo Sierra a través de dos túneles y uno más pudiente, que ingresaba desde el hotel a través de dos escaleras con comunicación directa a los balcones.
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as únicas intervenciones netamente contemporáneas en el redondel, en función de las necesidades de un foro en la actualidad, son la cabina de control, ubicada en la parte alta de la gradería del lado norte y la torre escénica, donde se acomodaría la tramoya. El reto para esta última era el reducido espacio disponible, por lo que se diseñó una estructura sumamente compacta y liviana, a cargo de la firma mexicana Genesist, una veterana en el campo del equipamiento teatral, con más de 100 años de historia. El proyecto de restauración también abarcó el hotel, que brinda rostro y acceso principal a la Plaza de Gallos desde la calle Juárez. Aquí los retos técnicos fueron diferentes y estuvieron encaminados a subsanar fallos constructivos de origen, como muros desfasados y vigas orientadas erróneamente que habían desequilibrado notablemente la estructura del edificio. Para restablecer la verticalidad y consolidar los muros fueron necesarias operaciones de inyectado y cosido. Los techos se reconstruyeron con la técnica original a base de losetas de barro y vigas de madera, orientadas ahora sí de manera correcta. A sugerencia del INAH se reconstruyó todo el claustro poniente, que se había derrumbado y desaparecido por completo, pero cuyo material original estaba disponible en el sitio. Así, el visitante al ingresar podrá ver este elemento completo, tal y como era en un principio. Esta técnica reconstructiva se denomina anastilosis. Sobre el patio se colocó una cubierta de vidrio, sostenida con vigas de madera laminada, mientras que el piso se niveló y recubrió con un material contemporáneo. El rescate de la Plaza de Gallos aún no concluye. Quedan pendientes para etapas subsecuentes la restauración de la fachada del hotel, todos los aplanados interiores, la conservación de la escalinata histórica junto a nuevas escaleras y concluir el equipamiento escénico. Preservar la Plaza de Gallos es cuidar un legado que refleja la construcción de nuestra identidad, es recuperar una parte de los que somos en la forma de un espacio que propicia el encuentro y el diálogo. Un recinto que será parte ya no sólo de nuestra historia, sino también de nuestras vidas. 3
Redescubriendo a Herrera: 1959-2018 por Luis Meza
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on la muerte de Juan Nepomuceno Herrera en 1878, un velo de oscuridad y desconocimiento se abatió paulatinamente sobre su obra, al punto que durante casi un siglo permaneció como una figura semi anónima, con cuadros no siempre firmados, dispersos y confinados en casas familiares, iglesias y sacristías. Buena parte de las piedras con las que se edificó la muralla que ocultó la memoria del artista leonés las puso él mismo, dado su carácter discreto y su trabajo acotado a un ámbito casi doméstico. Como diría la historiadora mexicana María Ester Ciancas en su tesis de maestría: “ni el trató de darse a conocer, ni hubo quien se interesara en hacerlo”. “La pintura mexicana del siglo XIX”, el texto presentado por Ciancas para obtener la maestría en historia de las artes plásticas en la UNAM, en 1959, es la primera referencia académica sobre Juan Nepomuceno Herrera. La autora, quien catalogó a más de 500 autores, dedica una de las fichas más extensas de su tesis a Juan Nepomuceno Herrera, a pesar de que sólo contaba con un par de referencias documentales y el acta de defunción del artista, localizada por Wigberto Jiménez Moreno. Ciancas ubicó una docena de cuadros de Herrera en colecciones particulares de León, Guanajuato y Ciudad de México y se entrevistó con descendientes del artista, que no pudieron aportarle más información sobre su vida o el paradero de sus obras, lo que sí pudo hacer José Castillo, hijo de uno de los discípulos de Juan Nepomuceno Herrera: José Refugio Castillo, quien colaboró con él en murales para el Convento de Guadalupe, en Zacatecas. El siguiente hito investigativo sobre el artista leonés se dio en enero de 1971, cuando la revista Artes de México presenta el trabajo del connotado especialista en arte virreinal Gonzalo Obregón y Pérez Siliceo, bajo el título: “Un pintor desconocido. Juan N. Herrera”. Esta publicación sería fundamental para que la figura del creador aludido saliera de las tinieblas y fuera situada entre los mayores artistas mexicanos del siglo XIX. Al mismo tiempo, con motivo de la X Feria Estatal de León, María Ester Ciancas y Wigberto Jiménez Moreno transformaron momentáneamente la Casa de las Monas en un museo de arte 4
La exhibición “J.N.H. Un pintor desconocido”, en Mi Museo Universitario De La Salle.
e historia, emplazando en los salones de este emblemático edificio 10 exhibiciones sobre arquitectura, arqueología y arte colonial, reservando un apartado especial para la que sería la primera exposición de Juan Nepomuceno Herrera al público del siglo XX. Esta exposición múltiple abrió sus puertas el 8 de enero de 1971. La sección dedicada a Herrera era dominada por el imponente retrato del primer obispo de León, José María Diez de Sollano y Dávalos, que por primera vez salió de la Sala Capitular de la Catedral Basílica de León, su hogar desde hace más de un siglo. La muestra también sería importante para la historia cultural local, porque inspiró la recuperación de la Casa de las Monas, y la creación, un par de años más tarde, de la Casa de la Cultura, cuya galería sería bautizada con el nombre de Juan Nepomuceno Herrera. Gonzalo Obregón continuó siguiendo la pista de Herrera y el 25 de abril de 1971 publicó, en El Sol de León, nuevos y muy significativos hallazgos: dos autorretratos del pintor, la única fotografía suya conocida, además de las de su esposa, Juana Martínez y de su hijo Miguel Herrera Martínez (1868-1918). También ubicó a dos descendientes del artista, radicados en la Ciudad de México: su nieto Juan Herrera López y su biznieto Juan Herrera Preciado. La figura de Gonzalo Obregón sería trascendental no sólo para el conocimiento de la obra de Juan Nepomuceno Herrera, sino también para su conservación, pues con paciencia y tino fue adquiriendo a lo largo de su vida un buen número de cuadros del artista. A su fallecimiento en 1977, y conforme a
su voluntad, ese acervo fue ofrecido para adquisición preferencial al Municipio de León, mientras gobernaba la Junta de Administración Civil encabezada por Roberto Plasencia Saldaña. En 1978 se cumplió el centenario del fallecimiento del artista. Con ese motivo, se organizaron dos exposiciones homenaje en el patio de honor de la Presidencia Municipal: la primera, del 26 de mayo al 9 de junio y la segunda, del 22 de noviembre al 8 de diciembre. En ellas se presentaron oficialmente las obras legadas por Obregón. Paralelamente, los estudiosos de la historia local no descansaban en sus afanes por tratar de desenterrar mayores datos sobre el pintor. El 20 de enero de 1987, en las páginas de El Sol de León, Mariano González Leal dio a conocer el testamento del artista. Con información de ese documento y otras indagaciones en los registros de la ciudad, Carlos Arturo Navarro Valtierra, director del Archivo Histórico Municipal, logró ubicar la casa donde habitó y dictó su testamento el artista, en lo que ahora sería el 221 de la calle Hermanos Aldama. Publicó la primicia, también en El Sol de León, el 24 de marzo de 1988. Desafortunadamente, el núcleo principal de la finca, de propiedad particular, terminaría siendo demolido años más adelante para abrir sitio a un estacionamiento. Pocos meses después, el 27
de diciembre de 1988, abriría sus puertas el Museo de la Ciudad, creado con el propósito de servir como hogar definitivo no sólo para las obras de Juan Nepomuceno Herrera, sino para las de otros artistas guanajuatenses que se fueron integrando al acervo pictórico del
Municipio. En las sucesivas ampliaciones de la institución, como la apertura de su efímera sucursal en la calle Madero (que funcionó de 2000 a 2009) y la apertura de su segunda sede en Pedro Moreno, en 2011, siempre estuvo presente alguno de los cuadros de Herrera. Sin embargo, la primera gran exposición del pintor tuvo lugar entre el 27 de agosto y el 30 de octubre de 1993, cuando el Museo de la Ciudad logró reunir cerca de medio centenar de piezas, integrando el acervo de varias colecciones. Una nueva exposición dedicada al maestro leonés se presentaría en la Galería Jesús Gallardo, como parte del 31° Festival Internacional Cervantino. El bicentenario del nacimiento de Herrera, en 2018, motivó dos grandes proyectos interconectados para continuar la difusión de su obra. La exposición “J.N.H. un pintor desconocido”, inaugurada en Mi Museo Universitario de la Universidad De La Salle Bajío (MIM) el 15 de febrero, y el libro “Juan Nepomuceno Herrera. Los lindes del retrato”, coeditado por la Comisión de Cultura del Senado de la República, la Fundación Organizados para Servir, la Universidad De La Salle Bajío y Artes de México, que lo presentaron el 15 de marzo. “J.N.H. un pintor desconocido” es la mayor exposición herreriana desde la que tuvo lugar en el Museo de la Ciudad hace 25 años, presentando más de 40 lienzos y, por primera vez en público, una serie de 22 dibujos del artista resguardados en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Los dibujos de Herrera protagonizarían también la muestra “Destreza perpetua”, ofrecida por el Museo de las Identidades Leonesas del 30 de mayo al 19 de agosto, junto con la cual se realizó un propositivo programa de conferencias y ejercicios creativos para apreciar su legado con ojos nuevos. Finalmente, el Museo de la Ciudad abrió el pasado 24 de agosto la exposición “Retratos llenos de vida”, que resume las dos anteriores en una selección con 20 óleos y 28 dibujos. Con todos estos esfuerzos realizados a lo largo de los años por académicos, coleccionistas, historiados, curadores, editores y promotores culturales, sin duda que se acerca más al anhelo que expresaba una frase latina impresa en el catálogo de la primera exposición homenaje a Herrera en 1978: “Hic natus, ubique notus: el que aquí nació, es en todas partes conocido”.
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Cuento por Ariel Muniz
LA CONSTRUCCIÓN
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omprado a plazos el predio, por un módico costo su metro cuadrado, pues era el campo y el cerro y no podíamos apostarle a futuro ni cotización, no todavía, dispusimos nuestro chalet suizo sin disimular una economía limitada, de clase media. Pasados un par de años, la zona se pobló. Aparecieron mansiones, piscinas, hasta un campo de golf y así, como quien no quiere la cosa, nos convertimos en habitantes de una pequeña ciudad residencial. Todos los lotes fueron vendidos y edificados. Camiones con materiales, brigadas de obreros, constructores y arquitectos examinando planos junto a parcelas donde grandes máquinas desmontaban, desgajaban y aplanaban, dieron un poco la tónica, activos y efervescentes. En ese breve plazo, el fraccionamiento, con bellos jardines y un nombre también bello, relativo a los mismos, adquirió importancia para toda la región como uno de los privilegiados islotes que la gente mucho más humilde, en zonas circunvecinas, llamó “sector para ricos”, supuestamente porque las casas tenían muros y rejas protectoras, supuestamente con escasa malicia porque esa misma gente resolvía allí mismo sus necesidades económicas, al cumplir tareas de servicio. Para nosotros, fue cuestión novedosa, y un poco extraña también. Pero nos amoldamos en seguida. Y hasta la fecha, vivimos en forma en nuestro templete, sin alterar lo económico ni que esto último aburguese, ni enrarezca. Un planteo digno, por lo que vemos. Salvo aquel predio de considerables dimensiones, en uno de los flancos que apuntan hacia el exterior, hacia la sierra antes y hacia unas extensiones planas y yermas después. Ese terreno, ni los administradores del complejo supieron cuál uso asumiría, quién adquirió, ni si lo que pusieran iba a armonizar o no con caracteres estilísticos reglamentarios, las normas acordes ni el gusto siquiera virtual de los demás colonos.
Andando el tiempo, a veces se presentaban las Caterpillar para limpiar, aplanar, moldear, eliminar inevitables bolsas de basura que a la larga hasta en un sitio atendido van proliferando, y los habitantes del entorno, nosotros y otras personas, contemplamos sin curiosidad, casi por rutina, esos movimientos que se orientaban hacia un futuro indefinido. El futuro se hizo presente, pero lo indefinido se mantuvo tal cual. Porque de pronto, el día menos pensado, aparecieron muchos albañiles pujantes, y arquitectos y constructores (ni éstos ni los albañiles, según se dijo, eran gente conocida); hubieron camiones con piedras, sólo piedras y piedras y, dada una tenacidad que a veces llegó incluso a obsesión, esos albañiles (apiladores, más bien, nunca menos de cincuenta) empezaron a trabajar, amontonando en orden las piedras, cascotes y peñascos, luego de clasificar (así al menos lo vimos) por tamaño, peso, forma, tono y textura. La construcción, siempre afanosa, avanzó con rapidez, trepó sobre sí misma por así decir. En breve plazo, tuvimos en el emplazamiento, prominente respecto a otras propiedades, una forma algo irregular, cónica, con vagas aristas y caras, escabrosa, jaspeada, un poco sombría. Nadie supo decir qué era aquello, o acaso lo pensó como todos, pero entonces no lo dijo, aspecto muy interesante si en él nos detuviéramos. Pero ciertamente, esa cosa no pasó de estar allí, sin más, pues nunca supimos que cumpliera función real alguna, complementaria ni estética. Allí quedó, allí la vimos día tras día al levantarnos, cada mañana, al pegamos a la ventana y sentir desplazarse el sol por uno de sus declives, como en un fácil acomodamiento, como si entre el objeto tumulario y el astro prepotente se cumpliera alguna simbiosis acordada, desmesurada. Con lo que va hasta aquí habría bastado, para hacer constar algo inexplicable, si no fuera que hace dos noches oímos un ruido, como de tambores broncos, distantes, y vimos, sin poder determinar origen, un fulgor de hogueras justo hacia el lado de esa eminencia, pero más lejos, más aún que las primeras estribaciones de la sierra. Al día siguiente, un grupo de niños, entre los cuales iban los nuestros, osó escalar la forma empinada y anómala, hasta su cima un poco chata. Dicen que pisaron algo brillante, húmedo, sucio de calina gredosa, sobre las piedras que coronaban el conjunto. Les prohibimos volver a subir, pues era peligroso y un resbalón podía resultar fatal. Miramos todo aquello con fijeza. Enajenados. Sin ser adivinos y sin tener que comentarlo para coincidir, sin saber del todo por qué, nos abrazamos, respirando muy lentamente. Pero estamos seguros, algo nos dice, que esta misma noche, la de mañana o la de pasado mañana, despertaremos medio enfermos, oiremos severos tambores y veremos el fulgor más cerca, allí, al lado de la construcción.
SOBRE EL AUTOR Ariel Muniz nació en Minas, Uruguay, en 1942. Residió en México desde 1977, falleciendo en León, Guanajuato, el 10 de noviembre de 2005. Su pasión por la literatura hizo que incursionara por muchos senderos allegados a ella, desempeñándose como narrador, periodista cultural, guionista de cómics, docente y coordinador de talleres de creación literaria. Este cuento abre el volumen póstumo “La construcción… y otros cuentos”, publicado por el Instituto Cultural de León en 2006. Ariel Muniz escribió las 18 narraciones del libro tres años antes, autoimponiéndose que cada cuento estuviera resuelto en menos de una hora y dos cuartillas y media.
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Poesía por Concha Mojica
MOSAICO ¿Dónde, las rosas musgosas de mi lago desvaído, el de los cortos senderos que llevan hacia el olvido? ¿Dónde el rosa de mis rosas?... ¿Dónde la cumbre lejana del Ayo, de azul zafiro, mi Cruz del Sur tempranera, desvanecida en suspiro? ¿Dónde el Ayo, en la mañana?... ¿Dónde los verdes boscajes del Oriente, de los robles, el de las recias encinas de pedestales innobles? ¿Dónde mis verdes mirajes?... ¿Dónde el cirro acumulado en los corderos del viento; rebaños que van y vienen en las eras del momento? ¿Dónde el blanco desolado?... ¡Soplo de cristal, fundido en mosaico de espirales, con limo de rosas viejas en gris suspiro de males! ¡Fuego, en mi nada vertido!...
SOBRE LA AUTORA A 110 años de su nacimiento y 60 de su prematura muerte, Concha Mojica mueve al orgullo tanto en Arandas, su tierra natal, como en León, ciudad en donde creció y desarrolló su carrera literaria, siendo parte del núcleo fundador del grupo artístico Oasis, cuya revista llegó a dirigir. A contracorriente de varias escritoras de su tiempo, que se solazaban en los quiebres amorosos, Concha Mojica se volvió inolvidable por su poesía embebida de misticismo y añoranza. El célebre crítico literario Emmanuel Carballo, quien publicó varios poemas suyos en la revista Ariel, la describía como “un ser que debía vivir en el cielo y no en la tierra: podía intimar con Dios, pero no con los hombres”.
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