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TEOLOGÍA

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METROPLEX

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Alan Perdomo

@alanperdomo4j

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Alan es originario de Honduras. Reconocido maestro de Teología e Historia. Por muchos años trabajó como profesor en el Seminario Teológico Centroamericano (SETECA) en Guatemala. Autor del libro para jóvenes «¿Y tú, qué crees?»

¿Adoramos al Señor o adoramos la adoración?

N AMÉRICA LATINA HAY ADORACIÓN… Y MUCHA. SIN EMBARGO, ¿a quién o a qué adoran los creyentes? ¿Al Señor del universo o al proceso en sí de cantar, levantar las manos y emocionarse? ¿Cuál es la diferencia entre ambas? Las siguientes reflexiones tratan de señalar cómo la teología es el ingrediente que conscientemente se debe cultivar para adorar genuinamente al Señor como parte de nuestro estilo de vida.

¿A quién adoramos?

Parece obvio decir que a quien adoramos es al Señor; al Dios de la Biblia. Sin embargo, en la práctica, a veces estamos más preocupados por el estilo de música o en la expresión de nuestros sentimientos que en la persona de Dios. La teología nos recuerda los siguientes hechos: El Dios al que adoramos es soberano. Cuando los primeros cristianos

fueron perseguidos por las autoridades judías, elevaron una poderosa oración, la cual comenzaron con la frase «Soberano Señor» (Hech. 4:24). La frase en griego es déspota, la cual tiene generalmente una connotación negativa. Sin embargo, su significado es un gobernante que posee el poder absoluto. Esa es una de las mejores definiciones de soberanía. Él es el único del que se puede decir que hace lo que quiere cuando quiere, con quien quiere y como quiere (Sal. 115:3). En medio de la persecución, esos creyentes de Hechos 4 proclamaron en alta voz («alzaron unánimes la voz») que el Señor tiene el control total del mundo, de los enemigos y aun de sus vidas. Es que adorar no es sinónimo de adular con el propósito de conseguir lo que uno desea, sino reconocer la superioridad del Señor (Sal. 100:3) y someterse humildemente ante su poder. El Dios al que adoramos es todo suficiente. Jesús afirmó que «el Padre

tiene vida en sí mismo» (Juan 4:26). Con base en esas y otras palabras, los teólogos acuñaron la palabra «aseidad» (del latín a se, «por sí») para expresar la naturaleza de un Dios que existe en sí mismo y por sí mismo. Lo anterior significa que Él no depende de nada ni de nadie. Entonces, el Señor no necesita de nuestra adoración. De hecho, tampoco necesita de nuestro servicio o nuestras ofrendas (Hech. 17:25). Cualquier cosa que hagamos para servirlo, adorarlo o colaborar con su obra es producto de su pura gracia y misericordia. En otras palabras, adorar a Dios es nuestro privilegio y deberíamos aprovechar al máximo cualquier oportunidad para hacerlo; ya sea durante un culto o durante las actividades diarias. El Dios al que adoramos es glorioso. La Biblia afir-

ma con claridad que Dios es digno de suprema alabanza (Sal. 48:1). Esta afirmación tiene relación muy cercana con su gloria, ya que ésta se puede definir como la dignidad de su ser perfecto y la fama de sus obras. Nosotros somos testigos de ese excelso carácter. A propósito, la gloria ya es parte del ser de Dios. Lo que hacemos como creyentes es reconocer su excelsa dignidad y, entonces, adoptar una actitud de compromiso y obediencia ante Él. Eso es adoración como un estilo de vida.

Trascendencia e inmanencia. La sublime grandeza

del Señor lo aleja por completo de nuestra limitada y pecaminosa humanidad. Por ser glorioso, Él es el «totalmente otro», con sus propios planes, propósitos y una manera propia de hacer las cosas. Los teólogos le llaman a eso la «trascendencia de Dios». Ello implica, por ejemplo, que Él no es evangélico, bautista, pentecostal o presbiteriano. Por el contrario, el Señor proclama «Yo soy el que soy»; lo cual implica que somos los seres humanos los que debemos estar del «lado de Dios», haciendo su voluntad y siguiéndolo de todo corazón. A la vez, ese Dios majestuoso, glorioso y santo, ha decidido acercarse a sus criaturas por amor. A eso se le denomina «inmanencia de Dios». De hecho, la razón por la que podemos adorarlo es porque Él ha decidido revelarse a nosotros. De lo contrario, no tendríamos manera de conocer sus excelencias y su carácter glorioso. Ya sea por medio de la creación (Sal. 19:1), los profetas (Heb. 1:1), las Escrituras (2 Tim. 3:16) o la persona de Cristo (Juan 1:18); Dios mismo es la fuente que hace posible nuestra adoración a Él ¡Puedes adorarlo porque Él ya ha hablado!

Una alabanza emotiva, pero que no lleva a una transformación de vida es, en el menor de los casos, incompleta y en el peor de los casos, una hipocresía.

Los que adoramos

Imagen de Dios. Es claro en el relato bíblico que somos las únicas criaturas hechas a imagen de Dios. Eso eleva nuestra humanidad a alturas magníficas, ya que implica que el Creador compartió con nosotros algo de sí mismo. La imagen de Dios, que probablemente es la espiritualidad, la racionalidad, la creatividad y la moralidad, nos permite adorar al Señor de una manera consciente y libre. Mientras la creación y las otras criaturas alaban por instinto, nosotros podemos tomar la decisión libre de adorarlo. Todo lo anterior nos afirma, además, que la adoración involucra todo el ser: el intelecto, los sentimientos y la voluntad. Frágil barro. La Biblia declara que los seres humanos somos débiles (Sal. 103:14), falibles (Jer. 17:9) y miembros de una raza caída y pecaminosa (Ecl. 7:20; Rom. 3:10). Por lo tanto, nuestra adoración debe provenir de una actitud de humillación ante un Dios que es infinitamente santo y puro. ¡Qué lamentable es escuchar las discusiones vanas en algunas iglesias sobre el tema de la adoración! Parece como que solo se buscara demostrar la superioridad sobre los demás o hacer prevalecer la opinión personal sobre las otras. De nuevo, se está «adorando la adoración». En realidad, nuestra procedencia como pecadores y nuestra lucha constante contra el pecado nos deberían recordar que la adoración a Dios es un privilegio inmerecido. Redimidos. Sin duda, la salvación es una obra de Dios, en la cual nuestros méritos no han tenido papel alguno. El resultado es que somos redimidos; es decir, comprados para ser liberados del pecado. Antes éramos enemigos, pero ahora, por la obra perfecta de Cristo, somos hechos amigos de Dios (Rom. 5:10). La implicación con respecto a la adoración es doble. Primero, significa que simplemente por ser hijos de Dios, ya constituimos una adoración a Él, porque desde ahora y por los siglos seremos una muestra auténtica de su excelsa gracia (Ef. 2:7; 1 Tim. 1:16). Segundo, significa que nuestra capacidad de exaltar las virtudes divinas con nuestras palabras, actos y pensamientos ha sido restaurada, al menos en parte (1 Ped. 2:9). Es como una especie de ensayo de la adoración total que como hijos suyos rendiremos por la eternidad. Es que, aunque Dios puede escuchar la adoración de los inconversos (Hech. 10:2, 31), ésta es recibida, no como proveniente de hijos, sino como solo criaturas de Dios. En cambio, los creyentes adoran como hijos, recibiendo incluso, la asistencia del Espíritu de Dios al orar (Rom. 8:26-27). Sacerdotes. Claramente los creyentes tenemos un solo mediador entre nosotros y Dios: Jesucristo (1 Tim. 2:5). Además, la Escritura dice que la iglesia es un pueblo de sacerdotes (1 Ped. 2:9; Ap. 1:6). La doctrina del sacerdocio universal de todos los creyentes implica, por ejemplo, que no necesitamos intermediarios para adorar a Dios; llámense éstos sacerdotes, pastores, ancianos, apóstoles o profetas. Cada uno puede acercarse libremente al trono de la gracia para orar, para interceder o adorar al Señor (Heb. 4:16). Por otra parte, si los creyentes son sacerdotes, entonces, no son espectadores. Los músicos tampoco son actores, ni forman parte de un show. Cuando se «adora la adoración», lo que se busca es impresionar a la audiencia, la cual es consumidora de un producto. Sin embargo, cuando se adora al Señor genuinamente, cada creyente es un ministro que está efectuando un servicio de todo corazón. Los músicos y directores son encargados solamente de guiar a la congregación sacerdotal que está adorando a su Rey.

¿Por qué adoramos?

En último caso, para los cristianos no solamente es importante hacer algo. Lo más importante es la motivación por la cual se hace. Eso también es cierto en cuanto a la adoración. ¿Cuáles son las razones por las cuales se debe adorar? Para la gloria de Dios. Por encima de todas las cosas, la principal motivación de las acciones del creyente es la gloria y buen nombre de Dios (1 Cor. 10:31). Entonces, cuando adoramos al Señor, diariamente o en el culto, debemos hacerlo nada menos que para glorificarlo, exaltarlo y honrarlo. Cualquier otra motivación, como ganar una discusión, entretenerse, divertirse o incluso preparar el ambiente para la predicación, es indigna de Él. El Señor critica esa «adoración de la adoración» en el libro de Amós. Allí, en Amós 4:5, el Señor condena una actitud que solamente satisface los gustos de los adoradores: «¡Eso es lo que a ustedes les encanta!». Es que la adoración no debe realizarse pensando en el agrado de los «clientes-miembros», sino en darle la máxima gloria solamente al Señor.

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