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HÉROE DE LA FE

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CARTAS

CARTAS

Ya sea en la tierra o en el mar, enferma o con salud, entre conocidos o extraños, Ann Hasseltine siempre invitó a las almas a caer rendidas ante los pies del Señor. Cónyuge del pastor Adoniram Judson, la misionera fue un instrumento de predicación de Dios en Birmania.

DANIELS HUBBARD

EL COMPROMISO Y ENTREGA DE NANCY

Su nombre no es muy conocido por los que están menos familiarizados con la historia de las misiones a pesar de haber sido la esposa del predicador Adoniram Judson. Sin embargo, Ann Hasseltine fue la primera sierva en salir de los Estados Unidos para predicar el Evangelio y ganar almas para Cristo. Mujer que amaba a Dios por sobre todas las cosas, destacó por su compromiso, espiritualidad y voluntad de sufrir por el Señor.

Conocida cariñosamente como Nancy por sus familiares, la hermana Ann nació, el 22 de diciembre de 1789, en un hogar cristiano de la ciudad de Bradford. Sus padres, los creyentes Juan Hasseltine y Rebecca Barton, le transmitieron el mensaje del Creador y la educaron bajo los fundamentos de las Sagradas Escrituras. Desde niña, asistió a la iglesia con puntualidad y destinó un tiempo diario para orar y agradecer al Redentor.

Graduada en la Bradford Academy, una de las instituciones académicas más prestigiosas del estado de Massachusetts, se distinguió, en su juventud, por su gran perseverancia en sus actividades intelectuales. Rodeada de tentaciones y de placeres mundanos, aprendió a escudriñar su corazón y a enfrentar el pecado con el poder del Evangelio. Piadosa y temerosa del Altísimo, prefirió el camino de la redención y se apartó del mal.

En julio de 1806, tras leer “El progreso del peregrino” de Juan Bunyan y “La verdadera religión delineada” de Joseph Bellamy, declaró públicamente su fe en Jesús. Impactada por el Segundo Gran despertar, se percató que necesitaba en su vida a Jehová y optó por una existencia plenamente espiritual. Su transformación se impulsó también con el siguiente versículo: “Pero la que se entrega a los placeres, viviendo está muerta” (1 Timoteo 5:6).

Luego de entregarse a Dios, se propuso que las personas incrédulas entendieran la supremacía del Evangelio. Entonces, leyó a todos los grandes teólogos de su época para empaparse con los conocimientos de la sana doctrina. Más adelante, con suma responsabilidad, enseñó las buenas nuevas en las urbes de Salem y Haverhill y el pueblo de Newbury. En su quehacer cotidiano, evidenció una enorme determinación por el trabajo misionero.

El 28 de junio de 1810, conoció al hermano Adoniram quien, junto con otros tres siervos, se hospedó en su casa de-

bido a que tenía que presentarse ante la Asociación General de Ministros Congregacionales en Bradford con la idea de ofrecerse como voluntario para ir a evangelizar en el mundo pagano. Un mes después, unidos por la fe y por la predisposición de brindar el mensaje cristiano a toda criatura, iniciaron su noviazgo.

RUMBO MEMORABLE Con el apoyo de sus padres, quienes recibieron una sentida misiva por parte del misionero Judson en la que les solicitaba su consentimiento para que su hija se exponga a todo tipo de miseria y angustia por la gloria del Señor en un pueblo pecaminoso, la predicadora decidió casarse con su novio y dejar todo atrás por lo desconocido. El matrimonio se llevó a cabo el 5 de febrero de 1812. Al día siguiente, su esposo fue ordenado pastor.

Con una dirección clara para su futuro, la joven pareja partió hacia la India apenas dos semanas después de haber

Mientras más practicaba esos ritos, el cuadro de depresión aumentaba, el asma galopante que sufría desde años, hacía sufrir su tracto respiratorio y los dolores en el cuerpo se agudizaba.

Luego de tres semanas de lucha constante, un domingo, a primera hora, se levantó temprano y corrió al cuarto de su hija para pedirle que la lleve a una iglesia evangélica. Había decidido acatar el mandato de sus sueños.

unido sus vidas. En ese momento, ambos no se percataron del rumbo memorable que tomaría su intrépida expedición evangelística. El 17 de junio de 1812, luego de cerca de cuatro meses de travesía, llegaron a la metrópoli de Calcuta, donde florecía la pobreza, la esclavitud y la idolatría, listos para servir al Salvador de la forma que Él dispusiera.

Impedidos de efectuar su labor espiritual por conminación de los funcionarios de la Compañía Británica de las Indias Orientales debido a las relaciones hostiles entre Inglaterra y los Estados Unidos, Ann y su esposo se vieron obligados a huir del territorio indio el 30 de noviembre de 1812. En medio de la incertidumbre, el Altísimo les abrió las puertas de la isla Mauricio para escapar de la opresión de la policía británica.

El 13 de julio de 1813, tras un viaje desdichado en el que su primer hijo nació muerto, llegaron a la ciudad de Rangún, situada en Birmania, donde otros misioneros habían intentado infructuosamente sembrar la Palabra. Al llegar, encontraron la urbe infestada de moscas, ratas y todo tipo de alimañas. Pronto, Jesucristo restauró la salud de la hermana Hasseltine y la levantó como uno de sus mejores instrumentos de predicación.

En suelo birmano, la sierva aprovechó cada ocasión que se le presentó con los lugareños para hablarles del Evangelio del Mesías. Identificada por completo con los esfuerzos realizados por su consorte para divulgar la doctrina cristiana, se sometió a la soberanía divina y se familiarizó perfectamente con la lengua local. Con firmeza, perseverancia y coraje, reveló el mensaje transformador del Rey de Reyes para la humanidad.

A inicios de 1815, volvió a enfermarse por lo que tuvo que desplazarse a la India para ser atendida por un médico. Posteriormente, el 11 de setiembre, alumbró a su segundo vástago, al que llamó Roger Williams, con la asistencia de su cónyuge. Por desgracia, su pequeño dejó de existir el 4 de mayo de 1816. El Creador, según su testimonio, le enseñó en medio de la aflicción y el dolor que su corazón solo le pertenecía a él.

HEROICO MINISTERIO Luego del fallecimiento de su bebe, se dedicó de nuevo al heroico ministerio que el Altísimo le encargó al partir de su país. Sostenida por el amor del Salvador, abrió una escuela para niñas que llegó a tener treinta alumnas. El 27 de junio de 1819, su empeño, y el de su esposo, se vio coronado cuando los dos presenciaron su primera conversión entre los birmanos. Su gozo aumentó, el 18 de julio de 1820, con el bautizo de diez almas más.

Cuando su ministerio empezaba a florecer, su salud se deterioró nuevamente y no tuvo más alternativa que partir a su nación, el 21 de agosto de 1821, para restablecerse. Fue un largo periplo que, en primer lugar, la llevó a Calcuta, donde permaneció hasta el 5 de enero de 1822, y luego a Inglaterra. El 16 de agosto de 1822, después de estar más de siete meses en suelo inglés, recién navegó a América para quedarse allí hasta el 23 de junio de 1823.

No obstante que no se recuperó por completo, zarpó hacia Calcuta el 23 de junio de 1823 y llegó a Birmania el 8 de diciembre del mismo año. De inmediato, disfrutó de un tiempo de regocijo junto al reverendo Judson y renovó su amor por Dios y por los inconversos. Además, se enteró que su marido, en su ausencia, había terminado de traducir el Nuevo Testamento al idioma birmano. Cinco días después, la pareja partió a la urbe de Ava.

En la entonces capital de Birmania, los misioneros se vieron afectados por la guerra desatada, el 5 de marzo de 1824, entre el Imperio británico y el birmano. Considerados espías, fueron hostigados por las autoridades locales. Su desfavorable posición fue de mal en peor conforme el Reino Unido fue ganando terreno. El 8 de junio de 1824, el evangelista Adoniram fue encarcelado por orden del rey Bagyidaw en una prisión miserable.

En más de una ocasión, la hermana Ann, quien alumbró a una niña llamada María Elizabeth el 26 de enero de 1825, salvó la vida de su esposo gracias a que intercedió por él y otros extranjeros detenidos a consecuencia de la conflagración anglo-birmana. Con su hija en brazos, siguió sus pasos mientras fue traslado de una cárcel a otra. Recién el 21 de febrero de 1826, tras soportar una serie de pruebas espirituales, lo volvió a ver en libertad.

El 24 de octubre de 1826, cerca de cumplir treinta y siete años de vida y cuando su cónyuge se encontraba ausente, la sierva Hasseltine expiró víctima de una feroz viruela. Sin miedo a la muerte, aceptó la voluntad del Señor y se fue a disfrutar del descanso eterno. Ya sea en la tierra o en el mar, enferma o sana, entre conocidos o extraños, siempre invitó a los pecadores a caer rendidos ante los pies de Cristo como ella lo hizo en su juventud.

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