BOMODOJOPO

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1ª edición; julio de 2017 Todos los textos son originales de Pablo Lavilla; escritos entre agosto de 2015 y julio de 2017, y publicados en nubesytripas.es Diseño y maquetación; industrias Clinamen

p.lavilha@gmail.com


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ÍNDICE

BO — 6 MO — 7 DO — 11 JO — 15 PO — 20


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La otra tarde estaba yo, mirando a las palomas mientras las sombras se nos ponían largas, e hice un gesto a Bo con la mano estirada para pedirle otro papel. —Te advierto —dijo con una profunda voz— que esto que te ofrezco tiene, al menos, una pega—. Agarré la mortalha y pensé en mi papel, en quién es quién, en qué pantalla. Me vi tiritando y siendo títere de un guión y eso no me gustó nada. Elegí una butaca y me puse a mirar, pero apenas se entendía nada entre acto y acto y, aburrido y con el culo dormido, regresé a las palomas y al tabaco de estraperlo desmigajándose entre mis dedos. —Dame otro —apunté—, que se me voló—. Me lo alcanzó, lo extendí, y lo lié con destreza para terminar lamiendo la única pega. Y entonces lo entendí, lo encendí, —Bo —tosí—, este papel es perfecto—.


Ayer no, ayer no, al otro, ocurrió una cosa. Circulaba distraído por la A-440 con una mano descansando sobre el volante y la otra escrutando los diales en busca de la emisora apropiada cuando algo impactó contra el parabrisas dejando una deliciosa mancha sanguinolenta con forma de charco y un manojo de plumas desperdigadas alrededor. Aceleré la marcha. Lo sentí por el pájaro, pero yo ya poco podría hacer, así que activé los limpias. Tenía prisa por llegar a casa y cortarme las uñas, pues me estaba quedando sin calcetines. Y además estaba todo aquel asunto de la fiesta de bienvenida de Bubbs, en el Diapasón, a la cual ya llegaba tarde hasta para la despedida. Dejé el coche en la esquina de Pachydermes con Testudo y enfilé la calle cuesta arriba cargando a mis espaldas el regalo para Bubbs; un pesado paquete cuyo contenido ignoraba. Cosas de los muchachos, les encantan las sorpresas.

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Cuando aún me quedaban unas cuatro cuadras para llegar a mi departamento, a la altura de la rúa Parnaso, me topé con el viejo Mo. Mo era el viejo mimo de mi barrio, tan viejo como el barrio mismo, y mimo desde antes de ser viejo; todo un personaje. Mo llevaba cada lado del rostro pintado de un color: El izquierdo era blanco como un periódico usado, y la fingida sonrisa rosa le llegaba hasta la oreja. El derecho, en cambio, era negro como una ceguera, y en la mejilla lucía un cuarto menguante pintarrajeado en dorado, o tal vez fuera una banana mojada. Me paré junto a él, pues me hizo un gesto con su dedo corazón enfundado en un guante blanco, y le pregunté que qué le pasaba. —¿Qué te pasa, Mo? —le dije. 8

Mo se señaló a sí mismo con ambos pulgares y después dirigió su dilatado índice hacia mi cintura, como refiriéndose a mi trasero, y al final se puso a dar patadas al aire con sus babuchas color crema. Yo le dije: —Así que quieres patearme el trasero, ¿eh? Se llevó las manos a la cara como en aquella película de Munch, la del crío solo en casa, y, en un instante, se había encaramado a la farola trepando como un simio y me amenazaba desde lo alto con el puño y haciendo muecas de exabruptos. Caí presa del pánico. Desde luego, eso no me lo esperaba. Dejé el paquete en el suelo y, con las manos temblorosas, me apresuré a sacar unas monedas del bolsillo y las arrojé en su sombrero. Tiré también la cartera y unos cromos que no tenía repetidos y salí huyendo calle abajo.


Atravesé la praça do Ninho Basura como un salivazo de neutrinos y, al doblar por rúe Flâneur, me crucé con mi casera, maldita, y la esquivé de un quiebro. Galopé por los bordillos como si la acera fuera lava y terminé subido, no sé cómo, a la escalera de incendios de aquel edificio de ladrillo mustio y color de plomo que tan poco nos gusta y que tanto evitamos. Desde arriba, desde arriba huele a polvo en Estagira. El cielo se ve blanco como un oso polar albino y los coches no se escuchan, se oye un río. Un torrente de sollozos y quejidos en todas direcciones. Desde arriba lo sentí así y sentí pena. Y olvidé a Mo. Y me bajé. Llegué al Diapasón con una suela rota y la cremallera del forro atascada a medio abrigar. Me senté frente a Policarpo el fructífero bajo las torres del momento y solicité un chorrito de bilis negra que empapara la cerveza. —Se te ve hecho un asco —dijo Poli. —Yo qué sé —mascullé—. ¿Ha llegado Bubbs? —Perdió el tren, ya sabes, la resaca. —Eso está bien, yo hoy maté a un pájaro. —¡Bah, seguro que se lo merecía! —¿Y éstos? Quiero decir, ¿No vienen? —Hasta mañana no creo que aparezca nadie por aquí, no hasta que llegue Bubbs. Tú has ido a recoger el regalo, ¿Verdad? —Sí, sí, está donde Mo. Me la ha jugado otra vez. —Estupendo.

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—Oye, ¿Tú sabes qué pollas es? —Ni idea, ya sabes cómo les gustan las sorpresas.

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Ayer no, al otro, ocurrió una cosa. Amanecí en un banco del parque Rodol, pasado el mediodía. Rezumando los síntomas de la cruda veisalgia por la boca del estómago hasta el filo de las uñas. Por lo que alcanzaba a recordar, las vestales habían olvidado mi rostro y mi nombre al tercer chorrito de atrabilis, y, a partir de ahí, se puso la atmósfera en negro y, entre medias, perdí un zapato. Un chasquido líquido y ovalado sucedió bajo mi trasero cuando fui a incorporarme, dejándome los pantalones impregnados de albumina y un antiestético pringue de feto de pichón. Bostecé. Lo sentí por el pájaro, pero en el fondo pensé que le había ahorrado una vida de amarguras y polución, así que me aboclé los trozos de cáscara del trasero y me largué de allí. Enfilé el camino a casa hecho un guiñapo y con el paso cruzado. Unas garras beige verdoso asomaban por el desgarrón de mi calcetín desamparado y me hedía el aliento a mierda. Francamente, necesitaba una ducha. Además, estaba todo aquel asunto de la consunción del dipsomaníaco

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deshumedecido cuando se mezcla con una categórica urgencia por cagar. Tomé rúe Flâneur para despejarme con la brisa estancada del río y dejé atrás el Sol Naciente con apurados andares y un nudo forzado y tirante en la punta del orificio; justo como aquel que anda transfigurándose de caracol a babosa sin cuestionarse el calendario, una entelequia.

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No había llegado a cruzar la línea imaginaria que delimita las fronteras de mi barrio cuando, sin advertencia previa, fui a tropezarme con Imperator Furiosa. Furiosa era una antigua novia que tuve, mi orbe, mi vía lechosa; pero ya pasaron muchos ayeres desde aquel pretérito, y ya ni hablamos, ni nos olemos. Furiosa lucía un iris pardo y el otro gris, y la melena ensortijada deslizándose por las clavículas. Aún conservaba, después de todo, la candidez primigenia en los lóbulos de las orejas, y ese viso de frescura que reverdece la pupila hasta el haz de His como sumergido en una marmita de esencia de ocalito. Se paró junto a mí, pues percibió que había reparado en ella. Me miró de arriba abajo, sobre todo abajo, a los mitílidos de mi pie. Movió la cabeza levemente a un lado y al otro con gesto compasivo y, sin terciar palabra, giró sobre sus hermosísimos tobillos y siguió su camino. Yo le grité que esperara. —¡Espera! —le grité. Furiosa, sin volver la mirada, tendió su esbelta mano atrás, como ofreciéndomela, y apresuró la marcha. Yo le dije: —¡No puedo seguirte! ¡Espera! Me enjugué las legañas y otra vez corrí tras ella, como en aquella película de Motorizado Marx, la del loco del troglodomo en el


desierto, y, de pronto, descubrí que de aquellos preciosos dedos suyos colgaba otra figura, parecida a mí, pero con pelo en la cabeza y la sonrisa cosida. Caí de rodillas contra el asfalto. Lloriqueé de un modo vergonzante unos instantes y me deshice del zapato que aún me quedaba. El aspecto del calcetín era, a grandes rasgos, similar a su análogo, aunque quizá de un matiz tirando más a ocre que a gris castaña. Decidí despojarme también de ellos y salí huyendo calle arriba. Desboqué por callejuelas sin apellido sin fijarme en los tendidos eléctricos, desnudos, y, cuando me di cuenta de que me encontraba practicando la fuga en dirección contraria, crucé el río por el puente de la fusa y agarré en equilibrio el raíl del tranvía, con la nariz apuntando a la colina de Ubú Roi, y los restos de huevo resecos en la culera. Conseguí mantenerme erguido el tiempo suficiente como para poder apreciar, desde una posición privilegiada, la flagrante parábola que trazó mi cuerpo cuando fue a estamparse contra el suelo con tremendo batacazo. Salí entonces despedido, cosa de tres yardas en trayectoria oblicua, esta vez en parábola ascendente, reboté en una señal de STOP, y terminé colándome, no sé cómo, por la boca de una alcantarilla que alguien se dejó un día abierta y que nunca nadie cerró.

Desde abajo, desde abajo huele a humo en Estagira. El suelo se ve negro como un oso negro carbonizado y se escucha cómo el tiempo gira sobre sí mismo y, al fondo, se oye un río. Un reguero de dudas y memorias en todas direcciones. Desde abajo lo sentí así y sentí pena. Y olvidé a Furiosa. Y me subí.

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Llegué al Diapasón descalzo y sin duchar. Me aposté en el córner y suspiré longo. Policarpo el fructífero bajo las torres del momento puso ante mí una crátera de cerveza y un cadencioso chorro de Pancrenoir, sin yo solicitarlo. —Olvida lo que te dije ayer —dijo Poli—; hoy sí que estás hecho un asco. —Yo qué sé —mascullé—. ¿Y Bubbs, ha llegado ya? —¿No te has enterado? Le detuvieron en la frontera para ver qué había en su culo. —Pues hablando de lombrices, yo hoy maté a un pájaro. 14

—¡Bah, hay más peces en el mar! —¿Y éstos? Quiero decir, ¿tampoco van a venir hoy? —Ya sabes cómo son los muchachos; les encantan las sorpresas. Creo que podrían aparecer en cualquier —se calló, y yo aproveché para darle un largo tiento a la amarga envilecida y pensar en el tiempo que pasé con Furiosa, cuando por la noche resplandecían tres lunas sin mácula en el cielo, y en el tiempo que pasó desde entonces, y en cómo ahora, con el recuerdo viejo, parece que aquello duró sólo un— momento. Por cierto, ¿Has recuperado el regalo de Bubbs? —Yarboclos, lo olvidé por completo. —Estupendo. —No te vayas a preocupar, mañana por la mañana buscaré a Mo y lo arrancaré de sus dedos muertos. —Allá tú, entonces. Pero nada de sorpresas.


Ayer no, ayer, ocurrió una cosa. Estaba sentado en un butacón de orejas clavadito al mío, más o menos a las 4:40 a. m., jugando un solitario con los arcanos medianos desperdigados por mi regazo mientras esperaba a que Henri Sauvage volviera con el revólver que me había prometido. Aparte del butacón de orejas y un Porcelana de porcelana a tamaño real, en aquella pieza no había más que una vieja tostadora eléctrica y un montón de Kippel por todas partes. Probé a enchufarla, para comprobar que funcionara, y, al poner en contacto la clavija con el tomacorriente, la tostadora explotó en una nube de esquirlas de baquelita con forma de hongo que me dejó totalmente ileso y, afuera, por la ventana, se oyó un graznido estertóreo y carbonizado seguido del inconfundible aroma de una buena araucana a la parrilla. Me atusé las cejas. Lo sentí por el pájaro, pero no es culpa mía que decidiera apostarse precisamente en ese cable, teniendo todo el cielo para volar, así que agarré mis naipes y me largué de allí. Decidí

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ahorrarme el revólver y el escándalo y apostar sobre seguro. En casa tenía un espejo de mano semiautomático que sería más que suficiente para neutralizar a Mo y recuperar el regalo de Bubbs. Cualquiera sabe que el punto flaco de todo mimo es enfrentarle a su propio reflejo, vamos, lo saben hasta los paramecios. Además, estaba todo aquel asunto de la jerarquía de necesidades, la pagoda de Brian, cuya base son las sandalias, y según la cual me encontraba soterrado hasta la sien, así descalzo y desarmado.

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Abandoné el distrito Taraij bajando las escaleras de Lechariot, siete escalones, nada menos, y a cada cual más irregular que el anterior; y seguido me llegué a la plazuela del torcamús, cuya fuente central —y esto no lo sabe casi nadie— está ornamentada con auténticas turquesas turcas de la Anatolia occipital; pero estuve sólo de pasada porque mi casa queda un poco más para allá. Según alcancé las orillas de la calle Lampo, sin reparar siquiera en que la moneda terráquea está constantemente dando vueltas sobre sí misma en el sempiterno cara o cruz patacósmico, sin que nosotros, pobres ingrávidos, apreciemos de algún modo esta apuesta, y limitándonos, someramente, a pulular por ella como una suerte de enjambre diminuto; pues bien, sin tener en cuenta esto último, en la calle Lampo me encontré con Bubbs. Bubbs llevaba años exiliado en las medianas Antillas moldavas por un tema de fuegodoro de estraperlo, eso y una antología de atentados por enaltecimiento de la depravación, unos cuantos capítulos de desorden del orden público, y otros tantos de orden del desorden, que, al parecer, también es público. No veía a Bubbs desde antes de la guerra, y éramos unos críos, como quien dice. El tiempo le cambia a uno, desde luego, y, bueno, así visto, con los dos ojos vagos, y desde lejos, tampoco estoy muy seguro del todo de si realmente se trataba de Bubbs, pero me lo dijo ese


cuarto sentido que tenemos las personas de sinapsis dispersa y que acierta tres de cada siete veces en el mejor de los casos. Corrí a su encuentro, pues él tampoco me había reconocido y no iba a ponerse a correr hacia a mí. Y, cuanto más me acercaba, menos se me parecía aquel tipo a la imagen que me había hecho de cómo sería Bubbs al cabo de todo este tiempo. El hombrecillo se me quedó mirando como quien es confundido por otro y yo le dije que él no era Bubbs. —¡Oye tú, tú no eres Bubbs! —le dije. Entonces, el quídam, que definitivamente no era Bubbs, ni sabía de quién yarboclos le estaba hablando, me enseñó las palmas de sus manos, sin estigma alguno, y se fue calle abajo sin despedirse. Yo le dije: —¡Oye tú, cuidado! Una tanqueta de militsos, salida de la nada, siguió a un terrible estruendo de motor y, por un momento, la instantánea me recordó a aquella película zonguonesa, la de la cabalgata de Tiananmén, pero con un final alternativo en el que el pusilánime es despedazado por los eslabones del dispositivo de tracción Lombard del carro blindado de la milicienta. Me arrojé a un lado de la calle ejercitando un bonito brinco torcaz, del todo improvisado, con el que salí de la trayectoria de la apisonadora portátil y fui a caer en un charco de ayer no, al otro, que resultó estar seco; y, salvo por las uñas de los pies, que me rompí todas, por lo demás, salí de nuevo incólume y hui despavorido. Desfilé por Pachydermes como a quien se le quema el klebo en la tostadora eléctrica y, al torcer a la derecha por la calle del San

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Adolfo, me topé con el verdadero Bubbs, el legítimo, o al menos su cadáver hecho trizas de igual manera que el de su falso análogo; a orugas del solitario convoy de la muerte —que se llevó por delante a nueve personas y tres marquesinas, para posteriormente dejar docena y media de cuerpos desmembrados repartidos por las calles Lampo, Testudo y Mijlhaus, en la madrugada del cuatro de mierdra del pasado año, víspera de los festejos de San Crodeculo—, reculé espantado como caminando por una luna con superficie de alabastro y, para cuando completé la media vuelta reglamentaria sobre mis talones en el tercer compás, fui a darme de bruces con el viejo Henri Sauvage empuñando un revólver y, claro, me llevé tal susto que reemprendí la fuga por la diagonal, al margen de toda coreografía, y atravesé balaustradas y cordones, catenarias y acequias, sorteé conos y bastones, y terminé metido, no sé cómo, en esa catatonia umami que se nos ocurre a veces y que nos mata de la risa cuando conseguimos olvidarnos de ella. Desde dentro, desde dentro huele a ceniza en Estagira. Los muros se ven grises como un oso pardo en un daguerrotipo y no se oye ningún río, se oye un río. Un caudal continuo de asuntos pendientes y promesas en todas direcciones. Todo es importante, luego, nada lo es. Desde dentro lo sentí así y sentí alivio. Y olvidé a Bubbs. Y me salí. Llegue al Diapasón tarareando el Réquiem de Tannhäuser con una sonrisa andrógina. Guiñé un ojo a Policarpo bajo las torres del momento y él, cómplice del dialecto de signos lundonita, hizo aparecer un pequeño vaso pulverulento y una botella de fuegodoro del Auriga y dejó todo a mi merced. —Se te ve bien —dijo Poli. —Yo qué sé —mascullé—. Acabo de encontrarme con Bubbs hecho pedazos.


—Mal que bien, el tiempo le cambia a uno. —Eso y una Tipo 97 Te-Ke de cinco toneladas. Yo hoy maté un pájaro. —¡Bah, alguien tenía que empezar a hacer algo! —¿Y éstos? Quiero decir, ¿es que no van a venir nunca? —¿A estas horas? Además, supongo que hoy irán a la despedida de Mo; ayer lo encontraron hinchado y muerto, flotando en el Muil. Por cierto, tú no tendrás nada que ver, ¿verdad? —¿Yo? ¡Yarboclos, no! Es decir… tenía intención de asustarlo un poco, tal vez herirlo de gravedad, liquidarlo, acabar con su muda tiranía de una vez por todas… pero de ahí a ubivarlo… —rellené el vaso y lo vacié en mi gorlo de un bocado. —Estupendo. —Imagino que, después de todo, ya no tiene importancia alguna, pero me pregunto qué habrá sido del regalo de Bubbs y qué demonios contenía. —Lo mismo me da. Odio las sorpresas.

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¿Y ahora qué pasa, eh? Es martes. Antes del ocaso. Interlunio en el Diapasón. Policarpo el fructífero está en su puesto, bajo las torres del momento. En su siniestra, si se le mira desde ahí, se aprecia la figura de uno de esos muñecos malencos que venden en la calle, esos pequeños felinecos de hojalata con un resorte dentro que mueven la zarpa adelante y adetrás y que adornamentan las multitiendas del barrio zonguonés y son dorados o calicó, pero éste, el de Policarpo, es negro negro negro como un Bombay. Entonces le da cuerda, grrr grrr grrr, y la malenca máquina no puede evitar hacer lo que hace, esto es la consigna, menear la zarpa adelante y adetrás una y otra y otra vez y Policarpo la cuelga de una alcayata en la pared por el agujero del cogote, que es su sitio desde siempre; invitando a los que lleguen a que pasen o se larguen, porque al final dará lo mismo.


Policarpo lee la gasetta: Diluvio de pianos en la estrada Salieri deja decenas de heridos y a la parroquia véneta sin festejos hasta el próximo año. Efectivos del Cuerpo Motorizado de Militsos de San Lundo atropellan fortuitamente a un perturbado caótico neutral, sospechoso de pertenecer a diversas células de grupos patamilitares subversivos, prófugo de la justicia y presumiblemente exiliado en el extranjero desde los atentados del Palacio Marrón, antigua sede de la satrapía de Estagira, en octubre del 27, poniendo fin a años de búsqueda y pesquisas infructuosas; el jaleo ha sido estándar. La plaza de los jemeres, yo me acuerdo; aún hay quien deja flores de lentisco (o bien las propias de la cornicabra) por sus aceras, y que, con las yemas de los dedos ungidas de pingüe almáciga, dibujan pescuezos de zarafas por los agrietados muros en memoria de los que, coléricos y amarillos, decidieron tumbarse, sin más, frente al opresor y esperar a que todo ardiera. Costumbres de los ahogados. Un artículo médico sobre los placeres y bondades del descerebramiento, todo reventajas tras breve vorágine. Muere un pájaro al día. Alerta lombarda en toda la prefectura por pasajeras brumas de grisú: Extremen precauciones, procuren no respirar, no hagan bromas, chistes, mofas, ni tan siquiera chanzas. Información bursátil: Baja el valor de las acciones, aumentan las especulaciones, y la incertidumbre, por principio y por el momento, se mantiene. Policarpo dice: ¡Mierdra! y el Coro de Dipsodas aparece por la puerta comandados por Furfurfar, que ulula como pidiendo bebidas para todos. Policarpo sirve un surtido de espirituosos y destilados macrobióticos y vuelve a su posición. Coro de Dipsodas: ¡Dame de beber, bestia! ¿No ves que me divierte? Furfurfar: ¡Far furfur!

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Coro de Dipsodas: ¡Un buen trago sin agua! Policarpo enciende la radio. La garganta partida de Alabama Mongoose: Oú vais tu avec ce fusil? Policarpo piensa para si: Ya no se escriben canciones. Entran Frido y Longaelisa con aires. Frido: ¡Garçon, café! Longaelisa: Para mí un té púrpura con sirope de agave y una hojita de flor de lis y tres tartaletas tostadas; la primera con mermelada de pera, otra acompasada de confitura de níscalo, y la última sola, eso, y una copita de Vergamota. Furfurfar: ¡Fur farfar! 22

Coro de Dipsodas: ¡Garçon significa chico! Policarpo agarra un par de tazas con el logotipo del Garbonzo’s y las rellena de Malabirra sin espuma. Voz de Morselo, desde la calle: ¡Fuegodoro! Frido y Longaelisa se escabullen sin despedirse. Ahora entran Guibo y Panmuphle seguidos del resto de Morselo. Se ubican en la barra, frente a Policarpo, y éste reparte vasos. Ante Morselo, largo y con dientes de vejestorio, deja una botella de El Auriga. Guibo, flácido y rubicundo: A mí sácame el vidrio de Jäbberwocky. Tengo un pálpito obscuro de que se nos viene encima el Galimatazo. A Furfurfar le entra hipo. Panmuphle, algarrobo y fabáceo, sujetándose el trasero: Yo tomaré una Poderosa bien fresca, pero primero voy a usar el retrete para dejarme de abstracciones y pasar a lo concreto.


Policarpo dispone la comanda. Panmuphle se da de bruces contra la puerta del lavabo y desde el otro lado se perciben los acordes de El Chorro Musical. Voz de Quídam, desde el baño: ¡Ocupado! Panmuphle: ¿En serio? ¿Todavía? Furfurfar: ¡Furthur! Coro de Dipsodas: ¡Di, amante falso! ¿Por qué me has abandonado? Guibo saca del bolsillo de su pelliza un pequeño canario ocre a medio desplumar y se lo ofrece a Policarpo con gesto amable. Ambos llevan las cejas alzadas, pero cada cual a su manera. Guibo: Toma, este es para ti, aún respira. Es por aquello que han dicho del grisú. Cuando se te agote me avisas, que tengo más. Siempre llevo un puñado encima, por Tutatix. Policarpo agarra el pájaro y lo posa en su hombro. El ave parece de mentira, pero es cierto que respira, aunque no se mueva apenas. Y ahí se queda. Morselo: ¿Y Pepe? Guibo: Temo que lleve tiempo planeando un elogio a Dino Valenti. Morselo: Esas cosas no se planean, se importunan. Panmuphle: Yo me tengo que ir. Furfurfar: Fur.

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Policarpo limpia la barra de giste y babazas. Policarpo mira el reloj, averiado de hacer tiempo. Policarpo mira la atmósfera sólo con la esclerótica, anillada, y se detiene en el bailoteo de los belfos de los parroquianos, con miasmas en las comisuras, y son mudos porque no dicen nada y porque Alabama Mongoose rasga sus cuerdas vocales con el volumen al diecisiete y los bajos levantados y dice algo así como: J’ai entendu dire que tu avais tué ta nana. Policarpo mira el maneki neko de la pared y piensa en Olivia, mucho antes de la Guerra de los Boletus, cuando aún se tenía pelo en la cabeza y se podía cruzar la calle sin mirar. Policarpo piensa en las níveas nogas de ella, en sus delicados alcores y en sus hoyuelos de Olivia; en el rubor de sus mejillas y su risa cuando solicitaba un ruso blanco sin vodka ni Kahlúa. Policarpo piensa en sus ojos verdes ojos azules ojos grises. Policarpo deja de pensar y el felineco de hojalata sigue agitando la zarpa en el Diapasón. O’mbl, fumando Calumet: Si la quieres, déjala ir. De todas formas, ella nunca será tuya. Coro de Dipsodas: ¡Y nunca he visto antes a nadie del todo como tú! ¿Y ahora qué pasa, eh? Sobrenoche. Interlunio en el Diapasón. Panmuphle aparece de regreso en el umbral con un paquete al lomo y lo deposita sin cuidado en el rincón. Alabama Mongoose ahora toca la trompeta y suena joroschó como una cornamusa en la melodía de Moje ulubione rzeczy pero a contrapelo. Morselo comienza a apreciar la semivacuidad de la oropelada botella de El Auriga como una suerte de metáfora náufraga y, entre tanto, Guibo mastica un ajo en salmuera con los pálidos glasos y las muelas beige y los labios sucios del acre Jäbberwocky negro como brea. De fondo, sutilísimo, El Chorro Musical. Policarpo frota un vaso


bajo las torres del momento. El canario no se mueve, pero parece que sigue respirando. Entonces Morselo levanta su copa de fuegodoro. Morselo: ¡Por Mo! Coro de Dipsodas: ¡Mi mimo Mo! Todos beben. Morselo: ¡Por Bubbs! Coro de Dipsodas: ¡Que Ubú lo guarde en su panza! Furfurfar: ¡Furfur farfar! Y vuelven a beber. Un viejo púlsar, allá en el dilatado Caosmos sideral, intercala una semifusa de silencio estático entre cada intervalo postlogarítmico de radiación electromagnética, instaurando una irregularidad antagónica apenas perceptible, pero, de algún modo, relevante y por supuesto predispuesta a. Por eso, o por cualquier otro motivo, más acá, tras la barra del Diapasón, bajo las torres del momento, Policarpo siente un repentino escalocalor trepándole la rabadilla y, sin darle más vueltas, acciona la nopca del ventilador del techo. Algún algo se revuelve en el paquete del rincón entonces, pero nadie repara en ello porque Alabama Mongoose se está tomando un descanso con un atoragaznates de burbón sin yelo y, en su lugar, la radio emite los armónicos quejidos de Sarah Tustra y esto ocupa la atención de la parroquia. Timbales tam tam tam y Guibo se lleva la sábana a la sien murmurando paridas. Morselo: Yo estudié en la Real Escuela de Calafates de Porto Chancro, os lo juro, y, hacedme caso papanatas, ahí sí que te enseñaban a tapar agujeros, ¿entendéis?

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Coro de Dipsodas: ¡Que ni marinero, ni patrón! ¡Que desde siempre manda el mar! Morselo: Y, claro, uno hace lo que sabe hacer uno, sin más pretensiones, y acaba por contrabandear con carne al bucán, paté de mapache de estraperlo y demás mercaderías, sepulturero al nocto y expoliador de día, sin saber que detrás de mis zapatos tenía todo un medio destacamento al completo de cardenales armados hasta las encías, con arcabuces y todo; un desastre. Furfurfar: ¡Fara fur!

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Guibo: El muerto, al fin y al cabo, sí que vivió su vida por entero. Morselo: Desde luego, lo último que esperaba encontrarme en las playas de Nueva Chisináu era a la jodida Inquisición española... Ensamble de viento latón de la Orchestra Sin Fónica de Spamalot, en el local contiguo: ¡****! Irrumpe en el Diapasón la Inquisición española. Alguacil: ¡Nadie espera encontrarse a la Inquisición española! Policarpo: ¡Mierdra! El reparto por entero cae presa del pánico y trata de huir, corriendo en círculos. Alguacil: ¡Nuestras armas principales son la sorpresa y el miedo! Ahora resulta que aparece Frido.


Frido: ¡Garçon, café! Uno de los inquisidores, adoptando la postura forma-A38 de los soldaditos de plástico sinople, dispara su arcabuz y la golová de Frido se disemina en lonticos de mosco y plescos de crobo y grumo gris por todas las perpendiculares en rededor, manchando también el suelo. Alguacil, inquisitivo: ¿Quién lo mató? ¿Acaso fuistes tú, pedazo de palotín? Palotín: Fuis yo, su eminencia. Alguacil: ¡Pues ni se te ocurra volver a hacerlo! Furfurfar: ¡Fur farafar! ¡Fur furufur! Coro de Dipsodas: ¡Por allí resopla! A Guibo se le afila el viso de las córneas y el Coro de Dipsodas acueructa un do bemol de gorlo que hace vibrar las torres del momento y entonces, Panmuphle, como gobernado por unos hilos improbables anudados a las escápulas, ejercita un espasmo ecleptiléptico y tactactaconea el suelo tres veces con la vieja osamenta del carnero. ¿Eh? De súbito, un terrible estruendo, y el paquete del rincón se abre impregnando la atmósfera de una fragancia fétida y putrefacta. Emerge de su interior un mono papión, conocido como Bosse-deNage, menos cino que hidrocéfalo y menos inteligente, mitad palafrén, mitad burdégano, y mitad bogavante cimarrón, en edad ya adulta y con sed de venganza.

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Bosse-de-Nage: ¡Ha ha! Morselo: ¿A quién yarboclos se le ocurre meter a esa cosa en una caja sin agujeros? Coro de Dipsodas: ¡Feísimo, feísimo! Guibo: ¿Y os habéis fijado en el calibre de ese gonopodio? Furfurfar: ¡Far farafurfarfar! Morselo: ¿Cómo dices?

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Furfurfar: ¡Far, far far furfur! Fur farfarfur farafu, farafú, farafufu. Far farfur fur farafarfur far furufarafu ¿Fur farafar? Far fur far. Furufufu fara fa fu fu furu fa fufara y por eso la cortina de la ducha ha de ir siempre por dentro de la bañadera. Policarpo dice para sí: ¡Mierdra y más mierdra! ¡Otra vez no! Y un rebuzno atroz cruza el Diapasón arrugando los cristales. La Inquisición Española es devorada en cuestión de segundos por el voraz cinocéfalo, quedando no más que el deslucido recuerdo y un grotesco charco de heces sanguinolentas junto al cadáver decapitado y exquisito de Frido. El Coro de Dipsodas de dispersa entre la multitud y Morselo y Guibo saltan tras la barra para ocultarse. La radio remite en bucle cien pulsos sucesivos del primer cuásar que se inventó, y el semicanario de Policarpo entra en estado de reposo. Ni rastro de Panmuphle, pero O’Mbl fuma Calumet. O’Mbl: No seas tú mismo. Las torres del momento observan la escena, impávidas, y es que, debido a falta de presupuesto por lo elevado del caché de Longaelisa, el último acto se representará en las imaginaciones


particulares de los lectores, con la humilde y desinteresada asistencia de las anotaciones de quien esto relata; que dicen así: Mierdcoles. Esa hora en la que tarde se hace pronto. Bosse-de-Nage está en la pista de baile, acechando feroz. Furfurfar lleva una pantalla de lámpara en la quijotera, camuflado entre el mobiliario, como de atrezo, de incógnito. La radio está apagada, sin embargo, fluye el Chorro Musical, tácito y sempiterno. Guibo y Morselo, se aferran como fetos a las pantorrillas de Policarpo, que blande su escoba preparándose para el inminente ataque del cinocéfalo. Entonces Bosse-de-Nage se abalanza contra ellos y Policarpo lo rechaza con un swing transversal del todo improvisado que impacta de lleno en el poblado entrecejo del papión, afectando también a Panmuphle en el mismo punto. Bosse-de-Nage se resiente unos instantes y se arroja de nuevo con los colmillos en las fauces. Esta vez Policarpo falla, acertando por el contrario al malenco felineco, y Bosse-de-Nage se cobra su pieza, ese pájaro, y lo engulle de un bocado. Guibo: ¡No! ¡Ése era mi favorito! Bosse-de-Nage: ¡Ha ha! Por la puerta asoma Bo, con ojos rojos y joroschó y un halo de marijuana por el gorlo hasta la golová. Bo: ¿Que si quiero o que si tengo? Policarpo aprovecha la distracción para propinarle un puntapié al cinocéfalo en el mismísimo epicentro de su espantoso y tautológico trasero, de tal magnitud que éste sale despedido por los aires para acabar hecho lonchas, rodajas y lonticos, aspeado por el ventilador del techo y, definitivamente, muriendo para siempre.

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¿Y ahora? Policarpo barre ante sí, sin mirar al suelo. No hay nadie en el Diapasón. Tras el rasdrás, silencio. Policarpo no piensa en nada. No piensa en los glasos de Olivia, ni en los pedazos del malenco felineco. No piensa en Pepe, ni tampoco en Mo, ni en Bubbs, ni en lo poco que le gustan las sorpresas. Po no piensa tampoco en ningún pájaro. Policarpo no piensa, ni mucho menos reflexiona; Reflexionar es para los espejos, y Policarpo no es nada de eso. Policarpo barre ante sí, sin mirar al suelo y se dice: ¡Qué yarboclos! Y ayer será otro día.

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