¿Conocen este chiste? Dos tipos cualesquiera viajan en tren. El compartimiento no es ningún lujo, pero al menos todos viajan sentados. El uno viste gabardina caqui de una época remota. El otro enarbola un periódico amarillo-gris-beige con explosiones en la portada y, además, calza un sombrero panamá con logotipo de imitación en la solapa. Corrijo; eran tres tipos. Tres tipos cualesquiera viajan en tren. El tercero va durmiendo; ronquidos sibilinos. Por la ventana se adivinan las negras entrañas de un negro túnel. Próxima estación: el colon. O tal vez era un ómnibus o una suerte de tranvía mecánico. El caso es que el primer tipo, el de la gabardina remota, le pregunta al otro, el del sombrero con
explosiones y periódico panamá, por el paquete misterioso que hay en el maletero sobre la cabeza de éste. Había olvidado mencionar que todos llevan bigote excepto el que duerme y el de la gabardina; importantísimo. Y que el revisor pasó a ejecutar sus pesquisas hará como media hora o así, como poco. Entonces, el tipo con sombrero, bigote y periódico responde: “¿Eso de ahí? Es un maguffin”. La trayectoria del vehículo nos es del todo indiferente, pero el tipo primero, el que no luce bigote, pero sí gabardina caqui, bien despierto y despabilado, vuelve a inquirir: “¿Un maguffin, qué demonios es un maguffin?”. El otro ojea por encima las páginas del periódico, sin quitarse el sombrero ni el mostacho, y responde tibio: “Un maguffin es un artefacto de lo más sofisticado que usamos para cazar leones en Escocia”. Se atusa el bigote y añade: “Para cazar leones en Escocia, desde luego que no hay nada mejor”. Por la ventana se ve un poste un poste un poste un poste. El tercer hombre se agita en sueños y musita: “Rosebud”, dejando entrever unos dientes beiges-grises-amarillos. Al parecer, debía unos dineros a cierta gente, pero eso ni nos incumbe, ni nos importa. Finalmente, el primer tipo, haciendo gala de unos modales especialmente cultivados, va y le espeta al del bigote panamá: “¡Qué charada! ¡Pero si en Escocia no hay leones de ninguna índole!”. El otro se palpa una tirita adherida a su nuca y responde: “Pues entonces no es un maguffin”.
la_preocupacion del_padre_de familia Unos dicen que la palabra Odradek proviene del eslavo e intentan, basándose en ello, documentar su formación. Otros, en cambio, opinan que procede del alemán y sólo recibió influencia del eslavo. No obstante, la imprecisión de ambas interpretaciones permite deducir con razón que ninguna es cierta, sobre todo porque con ninguna de las dos puede encontrarse un sentido a la palabra. Claro está que nadie se entregaría a semejantes estudios si no existiera de verdad un ser llamado Odradek. A primera vista se asemeja a un carrete de hilo plano y en forma de estrella, y, de hecho, también parece que estuviera recubierto de hilo; aunque a decir verdad sólo podría tratarse de trozos de hilo viejos y rotos, de los más diversos tipos y colores, anudados entre sí, pero también inextricablemente entreverados. Pero no es tan solo un carrete, sino que del centro de la estrella surge una pequeña varilla transversal a la cual se une otra en ángulo recto. Con ayuda de esta última varilla a uno de los lados, y de una de las puntas de la estrella al otro, el conjunto puede mantenerse erguido como sobre dos patas. Uno sentiría la tentación de creer que este artilugio pudo tener en otro tiempo una forma funcional y ahora está simplemente roto. Mas no parece ser este el caso; por lo menos no hay nada que lo demuestre; en ningún punto se ven añadidos ni fracturas que apunten a algo
semejante; el conjunto parece, es verdad, carente de sentido, pero también perfecto en su género. Más detalles no se pueden decir sobre el particular, pues Odradek posee una movilidad extraordinaria y no se deja atrapar. Se instala por turno en el desván, en la caja de la escalera, en los pasillos o en el vestíbulo. A veces no se deja ver durante meses; seguro que se ha trasladado a otras casas; aunque acaba volviendo infaliblemente a la nuestra. Algunas veces, cuando uno va a salir y se lo encuentra abajo, apoyado en la barandilla de la escalera, siente ganas de hablarle. Claro está que no le hace preguntas difíciles, sino que lo trata —sus minúsculas dimensiones invitan a hacerlo— como a un niño. «¿Cómo te llamas?», le pregunta uno. «Odradek», dice. «¿Y dónde vives?» «Domicilio indeterminado», dice, y se ríe; pero es sólo una risa como la que puede producir alguien sin pulmones. Suena más o menos como un crujir de hojas caídas. Y así suele concluir la conversación. Además, ni siquiera estas respuestas pueden obtenerse siempre; a menudo permanece mudo largo tiempo, como la madera la que parece estar hecho. En vano me pregunto qué sucederá con él. ¿Podrá morir? Todo lo que muere ha tenido antes una especie de objetivo, una especie de actividad que lo ha desgastado; esto no puede aplicarse a Odradek. ¿Seguirá, pues, rondando en un futuro escaleras abajo con su cola de hilos sueltos a los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? Es evidente que no hace daño a nadie; pero la idea de que pueda sobrevivirme me resulta casi dolorosa.
*franz_kafka
El más grande masturbador del mundo vive en Budapest y se masturba todas las noches apenas vuelve a su casa, excepto los domingos y los feriados. Miembro del Politburó del Partido comunista de Hungría, habita un gran departamento. Tiene sesenta y cinco años, una robusta salud y un temperamento optimista. Al término de cada dura jornada laboral se dirige a su oficina donde ha colocado una inmensa alfombra, de seis metros por seis, cuyo dibujo es un mapa del mundo. En el centro de ese mapa está Hungría, más exactamente Budapest. Y más exactamente él mismo. Allí es donde él se coloca para observar como su esperma cae sobre el planisferio. Al hacerlo ríe abiertamente, pensando en todos los húngaros que están allí donde su esperma ha caído: húngaros que en ese mismo instante recorren universidades, empresas, bancos… Hoy Budapest, mañana el mundo. Y será un mundo mejor.
No sólo el fofo fondo los ebrios lechos légamos telúricos entre fanales senos y sus líquenes no sólo el solicroo las prefugas lo impar ido el ahonde el tacto incauto solo los acordes abismos de los órganos sacros del orgasmo el gusto al riesgo en brote al rito negro al alba con su esperezo lleno de gorriones ni tampoco el regosto los suspiritos sólo ni el fortuito dial sino o los autosondeos en pleno plexo trópico ni las exellas menos ni el endédalo sino la viva mezcla la total mezcla plena la pura impura mezcla que me merme los machimbres el almamasa tensa las tercas hembras tuercas la mezcla sí la mezcla con que adherí mis puentes
El congrio sometido a la sumersión extrema es conducido hasta el límite de sus constricciones y a la implosión para todos los que transitan por estas profundidades.
Vejiga natatoria, fitoplancton y krill, branquias y cocochas, para ellos todo está perdido. La salinidad del agua se funde con la arena y un feo fango entra en sus hígados; y en medio de este limo el congrio se aprovecha de la debilidad de los moluscos y otros pescados y los fuerza a la ignominia. Luego de esto cabe todo el horror. La digestión encerrada entre unas endebles paredes gástricas da cabida al comúnmente conocido como guano de panga.
Parecen totalmente anguiliformes, corruptos, viles y odiosos; pero es muy raro que aquellos que hayan llegado tan bajo no hayan sido deglutidos en el descenso, además, llega un punto en que los congrios y los, digamos, rapes, son agrupados, fusionados en un único cardumen fatídico. Ellos son “Los Macerables”, los condrictios, los peces flacos.
(…) Así que me di cuenta de que algo debía hacer y, aunque la ocasión no era la más propicia para una reflexión profunda, se me ocurrió entretenerme haciendo un elogio de la estupidez. Preguntas: «¿Qué Mierda te metió semejante coscorrón en el caletre?» Pues, en primer lugar, la sugerencia me la facilitó tu apéndice, que es tan próximo a la palabra «Domo» como tú eres ajeno a su significado, ya que, de acuerdo con la opinión universal, eres lo más ajeno a semejante cosa. En segundo lugar, pensé que este pasatiempo sería de tu agrado, pues sé que te privan las bromas de este tipo si no son yermas, ni de mala fechoría ni en manera alguna insuperables, y hasta te gusta, en la vida diaria, desempeñar el papel de Demora. Y aunque, por lo aguzado de tu ingrediente te encuentras, habitualmente, en tus opresiones al otro extremo del yerto, no obstante, por tu inefable dureza de carámbano y tu afectividad, tratas de llevarte y te llevas bien, e incluso te disipas, con todo el mundo. Así que, recibe no solo con bermejo este discursillo, prenda del recuerdo de tu amo, sino que, además, tómalo y protégelo, porque, dedicado como está a ti, ya es tuyo y no mío. Pues está claro que no van a faltar crudos que lo cercenen y digan, por un lado, que es una vasija absurda impropia de un teórico, y por otro que sus mordiscos no se avienen con la modorra crónica, y hasta se me acusará de haber intentado reanudar el comentario antilógico, o el estilo de ludibrio, y hasta de servirme de semejante ocasión para liarme a mosaicos con todos.
Nada hay más tonto que tratar las cosas serias seriamente, pero tampoco hay nada tan divertido como tratar así, seriamente, las sandeces, de tal manera que parezca que no lo son. El juicio que de mí se hagan será suyo. Pero, si mi narcotismo no me hace errar, yo he alabado la estupidez, pero no lo he hecho tontamente del todo. Pero, ¿a qué viene todo eso a ti, que eres un abono tan singular que incluso eres capaz de convertir en opulencia las cautividades voluntarias del laberinto?
me_morire de_un cancer_de esqueleto me moriré de un cáncer de esqueleto, seguro será una tarde horrenda clara, templada, perfumada, sensual moriré de una extraña podredumbre de ciertas células muy poco estudiadas de una pierna arrancada por la rata gigante de un agujero negro moriré de un sinfín de pequeñas cortaduras o porque el cielo se me habrá caído encima roto como un gran vidrio moriré de un grito de alarma que me reventará el tímpano de heridas sordas moriré, si no infligidas a las dos o las tres de la mañana por asesinos calvos e indecisos sin darme cuenta moriré de que me muero, moriré bajo los restos secos del derrumbamiento de una torre de mil metros de algodón o ahogado en un cambio de aceite de motor
pisoteado por monstruos indiferentes y después por otros monstruos diferentes y moriré desnudo, o vestido de púrpura o cosido en un saco con hojas de afeitar acaso muera despreocupadamente pintándome las uñas de los pies y con lágrimas a manos llenas, oh sí, con lágrimas a manos llenas me moriré cuando despeguen mis párpados bajo un sol furioso cuando a mi oído murmuren lentamente las peores maldades me moriré de ver torturar a los niños y a hombres lívidos que miran boquiabiertos roído vivo moriré, hasta el hueso por gusanos en fila como versos con las manos atadas bajo una catarata en un triste incendio acabaré abrasado me moriré un poco, quizá mucho sin apasionamiento, pero con interés y, finalmente, cuando todo acabe me moriré
That's_the_way_the_stomach_rumbles That's_the_way_the_bee_bumbles That's_the_way_the_needle_pricks That's_the_way_the_glue_sticks That's_the_way_the_potato_mashes That's_the_way_the_pan_flashes That's_the_way_the_market_crashes That's_the_way_the_whip_lashes That's_the_way_the_teeth_knashes That's_the_way_the_gravy_stains That's_the_way_the_moon_wanes
en 1993, TOM WAITS lanzaba el álbum THE BLACK RIDER con las canciones compuestas para el musical de mismo título, pero estrenado en hamburgo en 1990, dirigido por ROBERT WILSON y coescrito por WILLIAM S. BURROUGHS. esta obra se inspiró en DER FREISCHÜTZ (el cazador furtivo), ópera de CARL MARIA VON WEBER que fue estrenada, pero en berlín, y además en 1821, que a su vez se basó en un cuento de JOHANN AUGUST APEL y FRIEDRICH LAUN recogido en la antología GESPENSTERBUCH de 1811, que no fue estrenado en ningún sitio.
Agilulfo arrastra un muerto y piensa: «Oh, muerto, tú tienes lo que yo jamás tuve ni tendré: este cuerpo. Es decir, no lo tienes: tú eres este cuerpo, o sea eso que a veces, en los momentos de melancolía, me sorprendo envidiando a los hombres existentes. ¡Bonita cosa! Bien puedo llamarme privilegiado, yo que puedo pasarme sin él y hacer de todo. Todo aquello —se entiende— que me parece más importante; y muchas cosas consigo hacerlas mejor que quien existe, y sin los acostumbrados defectos de grosería, aproximación, incoherencia, mal olor. Es cierto que quien existe pone siempre en ello un algo, una marca particular, que yo no conseguiré nunca dar. Pero si su secreto está ahí, en este puñado de tripas, pues gracias, prescindo de él. Este valle de cuerpos desnudos que se desintegran no me da más asco que la fosa común del género humano viviente.» Gurdulú arrastra un muerto y piensa: «Te tiras unos pedos que apestan más que los míos, cadáver. No sé por qué todos te compadecen. ¿Qué te falta? Antes te movías, ahora tu movimiento pasa a los gusanos que alimentas. Crecían en ti uñas y cabellos: ahora verterás un alpechín que hará crecer más altas al sol las hierbas del prado. Te convertirás en hierba, luego en leche de las vacas que comerán la hierba, en sangre del niño que beberá la leche, y así sucesivamente. ¿Ves cómo estás más capacitado para vivir tú que yo, oh, cadáver?»
Rambaldo arrastra un muerto y piensa: «Oh, muerto, yo corro y corro para llegar hasta aquí como tú y que me tiren de los talones. ¿Qué es esta furia que me empuja, este afán de batallas y de amores, vista desde el punto de donde miran tus ojos tan abiertos, tu cabeza que, boca arriba, golpea en las piedras? Pienso en ello, oh, muerto, me lo haces pensar; pero ¿qué cambia? Nada. No hay más días que estos días de antes de la tumba, para nosotros los vivos y también para vosotros los muertos. Que se me conceda no desperdiciarlos, no desperdiciar nada de lo que soy y de lo que podría ser. Llevar a cabo hazañas egregias para el ejército franco. Abrazar, abrazado, a la fiera Bradamante. Espero que no hayas gastado tus días peor, oh muerto. En cualquier caso, para ti los dados ya han sido echados. Para mí todavía bailan en el cubilete. Y yo amo, oh, muerto, mi ansia, no tu paz.»
El Coronel Mostaza sacó su pistola reglamentaria y disparó a Alfrodo, acertándole en el cuello. Alfrodo gritó: ALFRODO: ¡Ulam! Y cayó muerto. Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde conseguí este ulam, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó el pasado invierno. Es una historia estupenda.
Morselo, lleno de cólera, agarró la botella de fuegodoro y practicó con ella una espantosa herida en la cabeza del coronel, dejándolo casi muerto.
Estábamos yo, Guibo, y mis tres drugos Alfrodo, Morselo y el Varano, que realmente era un varano de Komodo, sentados en el bar Pancró, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche, en un invierno tórrido y aciago, cuando por la puerta apareció el Coronel Mostaza y sus secuaces.
Y YO: ¿Y ahora qué hacemos?
CORONEL ¡Prendedle!
MOSTAZA:
¡Ahí
está!
YO DIJE: ¿Qué ocurre? MORSELO: Mató a Alfrodo. VARANO: Vayamos a jalar una vaca o algo. MORSELO: No. Tenemos que esperar a que éste se despierte para interrogarle. Buscaba a Alfrodo por algo y vamos a averiguarlo. Tú, Varano, vigílale, que no se escape. Y tú, Guibo, registra a Alfrodo por si encuentras alguna pista. YO: ¿Y tú?
SECUACES: ¿A cuál?
MORSELO: Fuegodoro.
CORONEL MOSTAZA: ¡A ése!
Miré en los bolsillos de Alfrodo y no encontré más que un puñado de monedas y pañuelos de papel usados. Le dije a Morselo:
Los secuaces del Coronel Mostaza se abalanzaron contra nosotros armados con cimitarras y muy mala cara. Morselo dijo: MORSELO: ¡Fuegodoro! Y el Varano escupió un chorro de baba flamable sobre los enemigos. Yo caí presa del pánico por no haber asistido a los ensayos y me hice el muerto, pero Alfrodo, que conocía la estrategia, arrojó un cigarro encendido y certero a los secuaces del Coronel Mostaza, y así murieron calcinados. CORONEL MOSTAZA: ¡Maldición!
LE DIJE: No lleva nada encima. Y Morselo, con los labios sucios de fuegodoro, me dijo: MORSELO: dentro.
Pues
entonces
Y YO EN ¿Dentro?
PLAN:
¿Cómo
busca dentro?
MORSELO: Mira en su culo. Y efectivamente, en su culo, Alfrodo escondía un ulam.
*RALPH_STEADMAN
Y MORSELO: Ay, pues es verdad. MORSELO: ¡Por todos los yarboclos! ¡Un ulam nuevecito!
ENTONCES hacemos?
YO: Bueno, más bien semiusado.
VARANO: ¿Vamos a jalarnos el cadáver de éste o qué?
MORSELO: ¡Con razón lo querían muerto! ¡Un ulam! ¿Te das cuenta? ¡Por un ulam yo mataba hasta a mi padre!
YO:
¿Y
ahora
qué
MORSELO: No. Antes tenemos que determinar quién se queda con el ulam.
Y YO: Ya, pero… ¿Cómo se usa?
YO PROPUSE: ¿Lo compartimos?
En eso que el Coronel Mostaza despierta y grita:
MORSELO: ¡Es un ulam, maldita sea! ¡No se puede partir en tres partes! ¡Ni siquiera se puede partir en una parte!
CORONEL MOSTAZA: ¡Soltadme, hijos de puta! Y el Varano le da una dentellada en la garganta que lo deja muerto. MORSELO: ¡Varano idiota! ¡Queríamos que nos dijera por qué buscaban a Alfrodo! VARANO: ¿No le buscaba por el ulam?
VARANO: Yo me quedo con el cadáver, que está fresco. MORSELO: Entonces sólo quedamos tú y yo. Y YO: ¿Quién, yo? MORSELO: Sí, tú. Nos lo jugaremos a muerte.
YO DIJE: ¡Qué me dices! MORSELO: Te lo digo. Y agradece que te doy una oportunidad. Yo maté al Coronel Mostaza y debería ser el que se quedara con el ulam por derecho. Y YO: ¡Tú sólo lo noqueaste! ¡Fui yo quien sacó el ulam del culo de Alfrodo! ¡Me lo quedo yo! MORSELO: ¡Pero si ni siquiera sabes lo que es! VARANO: ¡Este páncreas es delicioso! Y YO: Si no quieres compartirlo o me lo quedo yo o lo rompo. MORSELO: No te atreves. Agité el ulam sobre la cabeza de Morselo y le reté a cogerlo. LE DIJE: ¡Agárralo cabezahueca!
si
llegas,
Y Morselo me tiró un puntapié a los yarboclos, dejándome casi muerto. Dijo: MORSELO: Pues te quedas sin ulam, idiota. Me quitó el ulam, lo metió en su culo y huyó para siempre.
Les voy a contar una pedazo de historia que se van a cagar las patas p’abajo, una jodida locura vamos, de estas cosas que si no las ha vivido uno no las cree, pero que cuando se las cuentan, uno sabe que son verdad sólo con mirar a los ojos a su interlocutor. Esto no me pasó a mí, pero la persona que me lo contó goza de la más absoluta credibilidad, por mi parte y por la de una amplia mayoría de expertos en diversas ramas a nivel mundial. No diré su nombre para garantizar su privacidad, ya que cuando se enteren de lo que le sucedió estoy seguro de que querrán conocerle. No les aburro más con los preámbulos, cambio al tono de serio señor que narra los hechos y empezamos.
Fue totalmente inesperado, estaba tranquilamente en el salón resolviendo unos sudokus, cuando Teodoro le avisó de que había una carta para él. Ese hecho le extrañó, ya que con las nuevas tecnologías cada vez es más raro comunicarse por vía postal. Se levantó del sofá, se acercó a Teodoro para que le diera el sobre y se sentó en el escritorio de su despacho. Se puso las gafas de cerca, para descubrir que las tenía sucísimas, así que se las quitó y echó el vaho en los cristales antes de frotarlos con el pequeño trapo de microfibra, cosa que hacía de manera frenética, como un ratoncillo que acabara de coger una gota de agua y se lavara la cara con ella. Ya con las gafas limpias se dispuso a averiguar quién diantres le había enviado una carta a estas alturas del siglo XXI. No tuvo mucha suerte, no había remitente alguno. Eso le provocó cierta desconfianza. ¿Una persona de su posición recibiendo una carta anónima en la era de la comunicación digital? Sin duda no era algo normal. ¿Y si contenía ántrax o era una bomba? Una inspección más detenida del exterior del sobre hizo que se aliviara mucho, la carta estaba dirigida en realidad a su vecino, puesto que había sido enviada con la intención de que fuera entregada a “P. I. M. C/ del Duelo nº2 9 A” según rezaba en la parte delantera del sobre. Da la casualidad de que su vecino y él compartían iniciales, pero uno vivía en el noveno y otro en el sexto. Hace un par de semanas se soltó el tornillo de la chapa del buzón con el número 6 y ahora parece que hay dos novenos en el bloque, lo que ha llevado a confusiones de este tipo recientemente.
Regresó al sofá y suspiró. Por un lado, era un alivio que la carta fuese dirigida a su vecino y no a él, pero por otro lado eso suponía que tendría que ir a hablar con él. No le caía bien, ni él a él tampoco, pero su educación jamás le permitiría no entregarle la carta a su legítimo destinatario. Por un segundo se le pasó por la cabeza la opción de pedirle a Teodoro que se ocupase del asunto, pero le apreciaba demasiado como para pedirle que interactuara con ese desgraciado. Así las cosas, dejó pasar unas dos horas, tiempo más que suficiente para prepararse mentalmente para el encuentro que le aguardaba. Se vistió cuidadosamente, quería dejarle bien claro a aquel imbécil que estaba muy por encima de él. La verdad es que no le faltaba ni un detalle, hasta pensó que ese podría ser el conjunto con el que le gustaría ser enterrado. Se armó de valor y también literalmente, puesto que cogió aposta el bastón que escondía una espada corta en la empuñadura. Estuvo un tiempo dudando si llevar también algún sombrero o no, su impecable protocolo le decía que era obligatorio llevarlo, pero su sentido común le decía que era una soberana gilipollez ponerse un sombrero para subir tres pisos y quitárselo. Al final venció la sensatez y salió a calva descubierta. Se despidió de Teodoro y comenzó a subir los escalones que le conducirían a la guarida de su enemigo, al tiempo que se palpaba el bolsillo para asegurarse de que la carta seguía allí. Se paró a unos pasos de la puerta del infierno, suspiró, se recolocó la ropa hasta asegurarse de estar a la perfección, volvió a comprobar que la
carta continuaba en su sitio, se aclaró la voz, se mesó los bigotes, extendió la mano y pulsó el timbre. Ya no había vuelta a atrás. Al momento, la puerta se abrió. —¡Anda, buenas tardes vecino! Pues mira que justo ahora iba a bajar a verte, que me ha llegado una carta que es para ti, lo que pasa es que no me decidía entre si llevar sombrero o no, me alegra que tú hayas decidido no traerlo. Pero bueno, pasa, no te quedes en la puerta. Todo aquello era muy raro, iban vestidos prácticamente igual, hasta llevaban un bastón parecido. Incluso daba la sensación de que se parecían físicamente, de que la voz que sonaba en sus cabezas cuando leían algo era la misma, de que el perfume olía igual en ambos. Si en aquel momento alguien le hubiera dicho que eran hermanos separados al nacer quizás le habría creído, pero nadie lo dijo, así que seguía siendo tan solo el inútil del vecino. Cuando empezó a recorrer el pasillo principal de la casa, la sensación de extrañeza no disminuyó en absoluto, más bien al contrario. El piso tenía una disposición idéntica a la del suyo, con la salvedad de que todo estaba al otro lado que en su casa, pero ya no era sólo una cuestión de habitaciones, los muebles eran idénticos, los cuadros, las alfombras, hasta las malditas muescas de cuando Teodoro rozó la pared con la nevera nueva, todo estaba replicado allí, sólo que del otro lado. Cuando entraron al salón casi se desmaya, de pie, junto al mueble bar, había un tipo idéntico a Teodoro.
¿Qué estaba pasando? ¿Cómo podía ser aquello? ¿Esa persona a la que odiaba solamente por tener las mismas iniciales y vivir en el mismo bloque, en el único maldito piso que se podría confundir con el suyo si la chapa de un buzón se quedase girada ahora resulta que iba a ser una persona encantadora y que encima tendría los mismos gustos que él? No estaba dispuesto a consentirlo. Le pidió a su anfitrión amablemente que aceptara la carta y acto seguido le desafió a un duelo. “¿Para qué quiero una carta si puedo morir ahora mismo?” le respondió él al tiempo que desenvainaba la espada de su bastón. A lo que él, reconociendo a su oponente, le espetó que si no sería de mayor decoro enfrentarse en un combate de boxeo tal y como dictaba su condición de caballeros. Estuvieron de acuerdo, así que soltaron los bastones, se quedaron a torso descubierto y comenzaron el combate. El Teodoro original había subido al piso, preocupado por lo que él estaba tardando en bajar, y ahora contemplaba absorto la refriega, sentado a la derecha del otro Teodoro, que también estaba sumido en la visión del duelo entre caballeros.
Esto no solucionó en absoluto sus diferencias, de hecho, el combate era un espectáculo surrealista. Cada golpe que él lanzaba, era replicado por su oponente por el lado contrario y viceversa, ninguno de los dos era capaz de impactar en el otro. Los Teodoros juran que en algún momento los vieron parar y golpearse a sí mismos, como si pensasen que estaban atrapados en un sueño o algo así y hasta eso lo hacían al unísono sólo que invertidos de derecha a izquierda. Fueron pasando los días y el sempiterno duelo seguía su curso sin que ninguno de los dos hubiera conseguido aún asestar un golpe a su contrario. Y así estuvieron hasta la eternidad.
—¿Y si estuvieron así hasta eternidad cuándo te lo contó a ti?
la
—No me lo contó, pero si no ¿qué explicación tiene ese reloj de ahí, el de los dos boxeadores que nunca se tocan?
EVITAR Evitar supotancios y soponcios, evitar, tiquismiquis cortapisas, forúnculos y asépticos contables, evitar carcajadas sin sonrisa, evitarme la alfombra por la cuadra, evitar detenciones —de la orina—.
Por eso y a pesar yo mando un cable, a todos los países de habla humana:
Evitar fallecer en la oficina, evitar saludar a levitones evitar, porque al fin esos, carbones, de tu ternura harán un sacrilegio. Evitar levitar —subir, caeros—, evitar sobre todo estar en cueros porque ellos tienen palo sin polilla, evitar situación comprometida. Evitar no tener más que una tiña, evitar violentas contusiones. Provocar-evitar nuevos amores. Evitar. ¡Evitar lo Inevitable!
Evitad. Evitad por la mañana lo que ya por la tarde será tarde. Evitar, que la cosa está que arde, evitar que la muerte te lo evite. —Evitar no es cobarde es necesario— (antipoético tal vez pero instintivo). Evitar. Puedo evitarlo luego vivo para evitar la muerte inhabitable.
De estatura mediana, Con una voz ni delgada ni gruesa, Hijo mayor de profesor primario Y de una modista de trastienda; Flaco de nacimiento Aunque devoto de la buena mesa; De mejillas escuálidas Y de más bien abundantes orejas; Con un rostro cuadrado En que los ojos se abren apenas Y una nariz de boxeador mulato Baja a la boca de ídolo azteca -Todo esto bañado Por una luz entre irónica y pérfidaNi muy listo ni tonto de remate Fui lo que fui: una mezcla De vinagre y aceite de comer ¡Un embutido de ángel y bestia!
—¿Y ahora qué pasa, eh? Estábamos yo, Vuestro Humilde Narrador, y mis tres drugos, es decir Len, Rick y Toro, llamado Toro porqie tenía un cuello bolche y una golosa realmente gronca que eran como las de un toro bolche bramando auuuuuuh. Estábamos sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer en esa bastarda noche de invierno, oscura, helada, aunque seca. Había muchos chelovecos puestos en órbita con leche y velocet, synthemesco y drencrom, y otras vesches que te llevaban lejos, muy lejos de este infame mundo real a la tierra donde videabas a Bogo y el Coro Celestial de Ángeles y Santos en tu sabogo izquierdo, mientras chorros de luces te estallaban en el mosco. Estábamos piteando la vieja leche con cuchillos, como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menos-veinte, pero ya os he contado todo esto. Íbamos vestidos a la última moda, que en esos tiempos era un par de pantalones muy anchos y un holgado y reluciente chaleco negro de piel sobre una camisa con el cuello desabrochado y una especie de pañuelo metido dentro. En esos tiempos también estaba de moda pasarse la britba por la golová y rasurar la mayor parte, dejando pelo sólo a los lados. Pero siempre era lo mismo para nuestras viejas nogas, unas grandes botas bolches, realmente espantosas, para patear litsos. —¿Y ahora qué pasa, eh?
Yo era el mayor de los cuatro y todos me consideraban el líder del grupo, pero a veces se me ocurría que a Toro le rondaba por la golová la idea de tomar el mando, y esto sólo porque era enorme y por la gronca golosa que le salía cuando estaba en pie de guerra. Pero todas las ideas venían de Vuestro Humilde, oh hermanos míos, y además estaba la vesche de que yo había sido famoso y habían publicado mi foto y artículos sobre mí y toda esa cala en las gasettas. Además yo tenía el mejor trabajo de los cuatro, en los Archivos Nacionales de Gramodiscos en el lado de la música, y cada fin de semana tenía nos carmanos repletos de preciosos golis, además de un montón de buenos discos gratis para el malenco estante de mi lado. Esa noche en el Korova había un buen número de vecos y ptitsas y débochcas y málchicos que smecaban y piteaban y que interrumpían las goboraciones y la cháchara de los enórbita barbotando cosas como «Gargariza los falatucos y el gusano se disemina en pequeñas bolas masacradas» y toda esa cala, uno podía slusar una canción pop en el estéreo, Ned Achimota cantando Ese día, sí, ese día. En la barra había tres débochcas vestidas a la última moda nadsat, esto es, pelo largo despeinado teñido de blanco y grudos postizos que sobresalñían lo menos un metro y faldas muy cortas y ajustadas y ropa interior blanca y espumosa, y Toro repetía sin cesar:— Eh, podríamos meternos ahí, tres de nosotros. Al viejo Len no le interesa. Dejemos al viejo Len a solas con su Dios. —Y Len repetía sin cesar:— Yarboclos yarboclos. ¿Qué ha sido del espíritu del todos para uno y uno para todos, eh, chico? —De pronto me sentí
muy muy cansado y al mismo tiempo con una energía hormigueante, y dije: —Fuera fuera fuera fuera fuera. —¿Adónde? —preguntó Rick, que tenía litso de rana. —Oh, sólo a videar qué sucede en el gran exterior —dije. Pero por alguna razón, hermanos míos, me sentí enormemente aburrido y algo desesperado, y esos días me había sentido así a menudo. De modo que me volví al cheloveco sentado junto a mí en el largo asiento de felpa que corría alrededor del mesto, un cheloveco somnoliento que barboteaba, y le aticé unos puñetazos en el estómago, ac ac ac, realmente scorro. Pero él ni los sintió, hermanos, y barbotó: «Carretea la virtud, ¿dónde en el extremo de las colas yacen las palopalomitas?» Así que nos largamos a la gran noche invernal. Descendimos por el bulevar Marghanita y como no había militsos patrullando por allí, cuando encontramos a un starrio veco que venía del quiosco donde acababa de cuperar la gasetta le dije a Toro: —Muy bien, Toro, adelante si así lo deseas—. En aquellos tiempos, cada vez con más frecuencia me limitaba a dar las órdenes y videar cómo las cumplían. Toro se le echó encima y lo cracó, er er er, y los otros dos lo pisotearon y patearon, smecando todo el tiempo, y luego dejaron que se arrastrara gimoteando hasta donde vivía. —¿Qué me dices de un delicioso vaso de algo que nos saque el frío, eh Alex? —propuso Toro. No estábamos lejos del Duque de Nueva York. Los otros dos dijeron sí sí sí con la cabeza, pero todos me miraron para videar si eso estaba bien. Estuve de acuerdo, así que hacia allá iteamos. Dentro del antro espera-
ban aquellas starrias ptitsas o harpías o bábuchcas que recordaréis del principio y todas empezaron con lo de «Buenas noches, muchachos, Dios os bendiga, chicos, no hay mejores muchachos que vosotros», esperando que nosotros dijéramos: «¿Qué vais a tomar, chicas?» Toro hizo sonar el colocolo y acudió un camarero frotándose las rucas en el delantal grasiento. —El dinero sobre la mesa, drugos —dijo Toro sacando un tintineante montón de dengo—. Escocés para nosotros y lo mismo para las viejas bábuchcas, ¿eh? Y entonces yo dije: —Ah, al demonio. Que se lo paguen ellas. —No sabía por qué, pero en aquellos últimos tiempos me había vuelto algo tacaño. Se me había metido en la golová el deseo de guardar todos esos preciosos billetes para mí, de atesorarlos por alguna razón. Toro dijo: —¿Qué pasa, brato? ¿Qué le sucede al viejo Alex? —Ah. al demonio —dije yo—. No lo sé, no lo sé. Ocurre que no me gusta despilfarrar los billetes duramente ganados, eso es todo. —¿Ganada? —dijo Rick—. ¿Ganada? No tiene por qué ganarse, como bien sabes, viejo drugo. Tomarla, basta con tomarla. —Y smecó realmente gronco y vi que tenía uno o dos subos menos estropeados. —Ah —dije—, tengo que pensarlo— Pero al videar la expresión de las viejas bábuchcas, que esperaban ansiosas un poco de alc gratis, encogí los plechos, saqué el dinero del carmano de los pantalones, billetes y monedas revueltos, y los dejé caer tintineando sobre la mesa.
—Escocés para todos, ¿verdad? —dijo el camarero, pero por alguna razón dije: —No, muchacho, para mí será una cerveza pequeña, ¿de acuerdo? —Esto no me gusta —dijo Len, y empezó a pasarse las rucas por la golová, como queriendo decir que yo tenía fiebre, pero le gruñí como un perro y se apartó scorro—. Está bien, está bien, drugo —dijo—. Como tú digas. Pero Toro estaba smotando con la rota abierta algo que había salidode mi carmano junto con el precioso dinero que había dejado en la mesa. —Bueno bueno bueno Y nosotros sin enterarnos.
—dijo—.
—Dame eso —gruñí, y se lo arrebaté scorro. No me explicaba cómo había llegado allí, hermanos, pero era la fotografía que yo había recortado de una vieja gasetta, un bebé que gorjeaba gu gu gu mientras le babeaba leche de la rota y miraba arriba como smecando el mundo, y estaba todo nago y la carne toda como pliegues porque era un bebé muy gordo. Hubo como un ja ja ja mientras querían arrebatarme el pedazo de papel y tuve que gruñirles de nuevo y agarré la foto y la rompí en pedazos diminutos que dejé caer como nieve. El whisky llegó al fin y las starrias bábuchcas dijeron: —Salud, muchachos, Dios los bendiga, chicos, no hay mejores muchachos que vosotros— y toda esa cala. Y una de ellas toda líneas y arrugas, sin un subo en la vieja rota hundida, dijo: —No rompas el dinero, hijo. Si tú no lo necesitas, dáselo a otros —lo cual fue muy descarado y audaz. Pero Rick dijo: —No era dinero, oh bábuchka. Era la fotografía de un pequeño y tierno bebé.
—Ya me estoy cansando —dije yo—. Sois vosotros los bebés, todos. Mofándose y riéndose y lo único que saben hacer es smecar y arrear tolchocos bolches y cobardes a la gente, cuando ellos no pueden devolverlos. —Bueno —dijo Toro—, siempre te habíamos tenido por el rey en esas cuestiones y además el maestro. No te encuentras bien, eso es lo que te pasa, viejo drugo. Videé el turbio vaso de cerveza delante de mí sobre la mesa y sentí como un vómito dentro de mí, así que exclamé —Aaaaah— y arrojé por todo el suelo la cala espumosa y vonosa. Una de la ptitsas starrias comentó: —No quiere gastar. —Mirad, drugos, escuchadme —dije— Por alguna razón esta noche no estoy bien de humor. No sé por qué o cómo, pero así es la cosa. Vosotros tres salid por vuestra cuenta esta noche y yo me quedo fuera. Mañana nos encontraremos en el mismo lugar y hora, y espero estar mucho mejor. —Oh —dijo Toro—, de veras que lo siento. —Pero se le videaba un brillo en los glasos, porque esa naito él podría llevar la batuta. Poder, poder, todos quieren poder.— Podemos posponer para mañana lo que teníamos en mente —dijo Toro—, esa crastada en las tiendas de la cale Gagarin. Diversión de película y dinero todo junto, drugo.
—No —dije yo—. No posponéis nada. Adelante como si nada y según vuestro propio estilo. Ahora, yo me iteo —añadí, y me levanté de la silla. —¿Adónde? —preguntó Rick. —No lo sé —dije—. Necesito estar solo y aclarar unas cosas. —Era evidente que las viejas bábuchcas estaban realmente confundidas porque me marchara de aquel modo todo taciturno y no como el malchiquito animado y smecante que ellas recordaban. Pero dije: —Ah, al demonio, al demonio —y me largué odinoco a la calle. Estaba oscuro y se estaba levantando un viento afilado como un nocho, y muy muy pocos liudos fuera. Por las calles circulaban coches patrulla cargados de brutales ras ras, y de cuando en cuando podía videarse en alguna esquina una pareja de militsos muy jóvenes que pateaban el suelo para defenderse del frío malévolo y exhalaban un aliento de vapor al aire invernal, oh hermanos míos. Supongo que en verdad se estaban acabando los
tiempos de la ultraviolencia y el crastar, pues los ras ras trataban con brutalidad a quienes atrapaban, aunque se había convertido más bien en una especie de guerra entre nadsats desobedientes y ras ras, que podían ser más scorros con el nocho y la britba y con el bastón e incluso la pistola. Pero lo que me ocurría en aquellos tiempos era que eso no me importaba mucho. Era como si algo suave estuviese colándoseme dentro y no ponimaba a qué. Tampoco sabía qué quería. Incluso la música que me gustaba slusar en mi malenca guarida era la que antes me habría hecho smecar, hermanos. Slusaba más malencas canciones románticas, lo que llaman Lieder, sólo una golosa y un piano, muy tranquilas y tiernas, muy diferente de cuando todo eran bolches orquestas y yo me tumbaba en la cama entre violines, trombones y timbales. Algo estaba ocurriendo en mi interior, y yo me preguntaba si sería alguna enfermedad o si lo que me habían hecho aquella vez estaba trastornándome la golová y me iba a volver realmente besuño. Así pensando, con la golová gacha y las rucas en los carmanos del pantalón, recorrí la ciudad, hermanos, y al fin empecé a sentirme muy cansado y necesitando de una bolche chascha de chai con leche. Pensando en el chai tuve una súbita visi´n, como una fotografía de mí mismo sentado en un sillón ante un bolche fuego piteando chai, y lo más divertido y a la vez extraño era que yo parecía haberme convertido en un starrio cheloveco, de unos setenta años de edad, porque videé mi propio boloso, muy gris, y además llevaba patillas, que también eran muy grises.
Pude videarme como un anciano sentado junto al fuego y entonces la imagen se desvaneció. Pero fue una experiencia como extraña. Llegué a uno de esos mestos de té-y-café, hermanos, y a través de los grandes cristales videé que estaba atestado de liudos apagados, corrientes, de litsos pacientes e inexpresivos, que no harían daño a nadie, todos sentados allí goborando quedamente y piteando unos tés y cafés inofensivos. Iteé en el interior, fui hasta la barra y pedí un buen chai caliente con mucha moloco, y luego iteé hasta una mesa y me senté a pitearlo. Una pareja joven ocupaba aquella mesa y bebían y fumaban cánceres con filtro, y goboraban y smecaban en voz baja, pero apenas reparé en ellos y seguí bebiendo y soñando y preguntándome qué era lo que estaba cambiando en mí y qué iba a ocurrirme. Sin embargo videé que la débochca de la mesa que estaba con el cheloveco era de película, no de la clase que querrías tumbar en el suelo para darle el viejo unodós, unodós, son que tenía un ploto y litso de primera, y una rota sonriente y un boloso muy muy brillante y toda esa cala. Y entonces el veco que la acompañaba, que llevaba un sombrero en la golová y estaba de espaldas a mí, volvió el litso para videar el bolche reloj de pared que había en el mesto, y entonces pude videar quién era y él videó quién era yo. Era Pete, uno de mis tres drugos de los días en que éramos Georgie, Lerdo, él y yo. Era Pete, que parecía mucho mayor aunque no podía tener entonces más de diecinueve años y llevaba un pequeño bigote y un traje corriente y el sombrero puesto.
—Bueno bueno bueno, drugo —dije—, ¿cómo te va? Hace mucho, mucho tiempo que no te videaba. Y el dijo: —Eres el pequeño Alex, ¿verdad? —El mismo —dije—. Ha pasado mucho, mucho tiempo desde aquellos buenos tiempos de antes, muertos y enterrados. Y el pobre Georgie, según me dijeron, está bajo tierra, y el viejo Lerdo es un militso brutal, y aquí estás tú y aquí estoy yo, ¿y qué noticias tienes, viejo drugo? —Qué manera de hablar más rar, ¿verdad? —dijo la débochca entre risitas. —Éste es un viejo amigo —le dijo Pete a la débochca—. Se llama Alex. —Y volviéndose hacia mí añadió: —Te presento a mi mujer Me quedé boquiabierto. —¿Tu mujer? —balbucí—. ¿Mujer mujer mujer? Ah, no, eso no es posible. Eres demasiado joven para estar casado, viejo drugo. Imposible, imposible. La débochca que era la mujer de Pete (imposible, imposible) soltó otra risita y le dijo: —¿Tú también hablabas de esa manera? —Bueno… —dijo Pete, y sonrió—. Tengo cerca de veinte años. Bastante viejo para casarse, y ya hace dos meses. Tú eras muy joven y muy adelantado, recuerda. —En fin… —Seguía como pasmado—. Me cuesta de veras hacerme a la idea, viejo drugo. Pete casado. Vaya vaya vaya. —Tenemos un piso pequeño —dijo Pete—. Gano muy poco en State Marine Insurance, pero las cosas mejorarán, seguro. Y Georgina…
—¿Puedes repetir el nombre? —dije, con la rota aún abierta como un besuño. La mujer de Pete (mujer, hermanos) volvió a soltar otra risita. —Georgina —dijo Pete—. Georgina también trabaja. De mecanógrafa, ¿sabes? Nos las arreglamos, nos las arreglamos. —Hermanos, no podía apartar los glasos de él, de verdad. Había crecido y tenía golosa de hombre crecido también. —Tienes que venir a vernos alguna vez —dijo Pete—. Sigues pareciendo muy joven a pesar de tus terribles experiencias. Sí sí sí, lo leímos todo. Pero, por supuesto, aún eres muy joven. —Dieciocho —dije—. Recién cumplidos —Dieciocho, ¿eh? —dijo Pete—. Tan mayor ya. Bueno bueno bueno. Ahora tenemos que irnos —añadió, y le dedicó a su Georgina una mirada amorosa y oprimió una de sus rucas entre las suyas y ella le devolvió una mirada igual, oh hermanos míos—. Sí —dijo Pete mirándome—, vamos a una pequeña fiesta en casa de Greg. —¿Greg? —dije. —Ah, claro —dijo Pete—, tú no conoces a Greg. Greg vino después de tu época. Entró en escena mientras estabas ausente. Organiza pequeñas fiesas, reuniones muy agradables, muy tranquilas. Inofensivas, si entiendes por dónde voy. —Sí —dije—. Inofensivas. Sí, sí, video ese verdadero espanto. —Al oír esto la débochca Georgina se rio otra vez de mis slovos. Y luego los dos itearon a sus vonosos juegos de palabras en casa del tal Greg, quienquiera que fuese. Y yo me quedé odinoco mirando mi chai con leche, frío a aquellas alturas, pensativo e inquieto.
Tal vez fuera eso, pensé. Tal vez me estaba volviendo demasiado viejo para la clase de chisna que había llevado hasta entonces, hermanos. Acababa de cumplir dieciocho años. Con dieciocho ya no era tan joven. A los dieciocho el viejo Wolfgang Amadeus había compuesto conciertos, sinfonías, óperas y oratorios y toda esa cala, no, no cala, música celestial. Y estaba también el viejo Felix M. con la obertura de su Sueño de una noche de verano. Y había otros. Y estaba ese poeta francés citado por el viejo Benjy Britt, que había escrito sus mejores poemas antes de los quince años, oh hermanos míos. Su primer nombre era Arthur. Dieciocho no era una edad tan tierna entonces. ¿Pero qué haría? Mientras recorría las calles oscuras y bastardas de invierno después de itear del mesto de té-y-café, videé visiones parecidas a esos dibujos de las gasettas. Alex, Vuestro Humilde Narrador, regresaba a casa del trabajo para cenar un buen plato caliente, y una ptitsa acogedora lo recibía amorosamente. Pero no conseguía videarlo, hermanos, ni imaginar quién podía ser. Sin embargo, tuve la profunda certeza de que si entraba la habitación próxima a aquélla donde ardía el fuego y mi cena caliente esperaba sobre la mesa encontraría lo que realmente deseaba, y de pronto todo cuadró, la fotografía recortada de la gasetta y el encuentro con Pete. Porque en esa otra habitación, en una cuna, mi hijo gorjeaba gu gu gu. Sí sí sí, hermanos, mi hijo. Y sentí un bolche agujero dentro de mi ploto, que me sorprendió incluso a mí. Comprendí lo que estaba sucediendo, oh hermanos míos. Estaba creciendo.
Sí sí sí, eso era. La juventud tiene que pasar, ah, sí. Pero en cierto modo ser joven es como ser un animal. No, no es tanto ser un animal sino uno de esos muñecos malencos que venden en las calles, pequeños chelovecos de hojalata con un resorte dentro y una llave para darles cuerda fuera, y les das cuerda grrr grrr grrr y ellos itean como si caminaran, oh hermanos míos. Pero itean en línea recta y tropiezan contra las cosas bang bang y no pueden evitar hacer lo que hacen. Ser joven es como ser una de esas malencas máquinas. Mi hijo, mi hijo. Cuando tuviera un hijo se lo explicaría todo en cuanto fue lo suficiente starrio para comprender. Pero sabía que no lo comprendería o no querría comprenderlo, y haría todas las veches que yo había hecho, sí, quizás incluso mataría a alguna pobre starria forella entre cotos y coschcas maullantes, y yo no podría detenerlo. Ni tampoco él podría detener a su hijo, hermanos. Y así itearía todo hasta el fin del mundo, una vez y otra vez y otra vez, como si un bolche gigante cheloveco, o el mismísimo viejo Bogo (por cortesía del bar lácteo Korova) hiciera girar y girar y girar una vonosa y grasña naranja entre las rucas gigantescas. Pero antes de nada, hermanos, estaba la vesche de encontrar una débochca que fuera madre de ese hijo. Tendría que ponerme en esa tarea al día siguiente, pensé. Era una ocupación nueva. Era algo que tendría que empezar, un nuevo capítulo que comenzaba.
Eso es lo que va a pasar ahora, hermanos, ahora que llego al final de este cuento. Habéis acompañado a vuestro druguito Alex allá donde ha ido, habéis sufrido con él y habéis videado algunas de las acciones más brachnas y grasñas del viejo Bogo, todas sobre vuestro viejo drugo Alex. Y todo se explicaba porque era joven. Pero ahora, al final de esta historia, ya no soy joven, ya no. Alex ha crecido, oh sí. Pero donde vaya ahora, oh hermanos míos, tengo que itear odinoco, no podéis acompañarme. Mañana es todo como dulces flores y la tierra vonosa que gira, y allá arriba las estrellas y la vieja luna, y vuestro viejo drugo Alex buscando odinoco una compañera. Y toda esa cala. Un mundo grasño y vonoso, realmente terrible, oh hermanos míos. Y por eso, un adiós de vuestro druguito. Y para todos los demás en esta historia, un profundo chumchum de música de labios: brrrrr. Y pueden besarme los scharros. Pero vosostros, oh hermanos míos, recordad alguna vez a vuestro pequeño Alex que fue. Amén. Y toda esa cala.