Elisa Riccardi
VAYU
y el regreso de los patos reales
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VAYU y el regreso de los patos reales © Texto: Elisa Riccardi © Ilustraciones: Editorial Gunis © Diseño & Maquetación: Editorial Gunis Editorial Gunis info@editorialgunis.com www.editorialgunis.com ISBN: 978-84-18383-99-1 Reservados todos los derechos.
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YA NI RECUERDO CUÁNDO SUCEDIÓ, PERO HUBO UNA VEZ EN QUE EL VIENTO SOPLÓ TAN FUERTE QUE AL MUNDO SACUDIÓ Y A TODOS CONFUNDIÓ… Vayu era un patito perteneciente a una familia de patos reales, que vivían en un extenso parque llenito de árboles. Era muy curioso, siempre estaba de aquí para allá buscando cosas interesantes que picotear. Sólo había algo que lo enojaba y lo ponía triste: no poder nadar en el inmenso lago que había en el centro del parque. Sus papás no lo dejaban, ya que decían que era muy peligroso. Pero Vayu no comprendía muy bien por qué. Debía conformarse, entonces, con darse un chapuzón en un pequeño estanque que había a pocos metros del lago. Hasta que un día sus abuelos le contaron que… “hace mucho tiempo atrás este lugar era un gran bosque lleno de animales, donde vivían algunas pocas familias de humanos que cosechaban sus propios alimentos. Nos divertíamos mucho cuando los niños venían a nadar junto a nosotros. En ese entonces, el agua del lago solía estar clara y de un color turquesa brillante… pero luego, cuando el parque se abrió a los turistas, fue tornándose turbia y oscura. De sus manos veíamos caer basura de todo tipo. Y nunca olvidaremos el día que llegaron los botes y barcos dejando unas inmensas manchas negras en el agua. Empezó a ser difícil nadar en el lago porque nos chocábamos todo el tiempo con alguna botella o nos enredábamos con alguna bolsa o nuestro pico se atoraba en alguna tapita de refresco. Bañarse en el lago ya no era hermoso y divertido como antes…”. Al terminar de escuchar los recuerdos de sus abuelos, Vayu notó tristeza en sus ojos. Pero lo que ni Vayu ni sus abuelos sabían era que muy pronto sucedería algo inesperado… Y así fue. Una mañana como tantas otras, Vayu decidió ir a dar un paseo por el parque. A medida que se iba acercando al lago, le extrañó no sentir el bullicio de siempre. Y cuando ya estaba cerquita de la orilla sus ojos no podían creer lo que estaban viendo, ¡creyó que estaba soñando! Entonces, para darse cuenta si estaba despierto o no, tiró de una de sus plumas y… “¡Auuch!”, chilló fuerte. No estaba soñando. El agua del lago se veía como sus abuelos le habían contado, clara y de un hermoso color turquesa. Parecía un espejo, todo el cielo se reflejaba en ella. Inmediatamente, sus patitas comenzaron a moverse solas, lo llevaron corriendo hasta la orilla y… “¡Splash!”. Sin darse cuenta un chapuzón se dio… y otro… y otro… y otro… nadaba
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para un lado y nadaba para el otro… se sentía feliz, muy feliz. Podía moverse libremente, sin enredarse ni chocarse con nada. Increíblemente el agua estaba limpia, sin botellas ni bolsas. Sólo pensaba en contarle esta gran noticia a toda su familia. Hasta que, cansado de tantas zambullidas, fue al pasto a tenderse un ratito bajo el sol. Mientras sus plumitas se iban secando notó, con gran sorpresa, que no había humanos a su alrededor, como solía ver a esa hora. “Qué extraño todo esto… ¿qué estará sucediendo? Iré a averiguar”, pensó. Comenzó a recorrer el parque y se encontró con un ciervo que olfateaba tranquilamente unas rojas y hermosas bayas que colgaban de un arbusto. Entonces le preguntó: “Oye amigo, ¿tú sabes que está sucediendo en el parque?”. Y el ciervo le respondió: “No lo sé, pero lo que sí sé es que antes no podía cruzar la carretera porque muchos autos pasaban por allí y podían pisarme. Ahora no pasa casi ninguno y es muy fácil cruzar. ¡Por fin puedo conocer qué hay del otro lado del bosque! Estas bayas nunca las había probado… mmm ¡saben exquisitas!” Con la respuesta del ciervito, Vayu quedó aún más confundido, por lo que continuó investigando. Siguió recorriendo el parque y esta vez vio un caballo negro que se acercaba corriendo y brincando como si le hubieran dado la mejor noticia de su vida. Vayu logró alcanzarlo y gritó bien alto: “Oye amigo, ¿se puede saber por qué tú también estás tan feliz?”. El caballo negro frenó de golpe y le contestó con gran euforia: “Amiguito… ¡hoy es el día más feliz de toda mi vida! Por primera vez puedo correr libremente por el parque, ya no tengo que tirar de un carro todos los días para pasear humanos… ¡me liberaron!” Apenas el caballo dejó de decir esto, se fue brincando, así como llegó. Mientras Vayu lo veía alejarse, pensaba: “Es extraño… hoy parece que no soy el único que tiene un motivo para estar muy feliz”. Y no dejaba de preguntarse: “¿Por qué ya no hay basura flotando en el agua?... ¿por qué ya no pasan autos por la carretera?... ¿por qué ya no hay humanos paseando por el parque?”. Y de repente, se le ocurrió una idea: “¡Ya se! Iré a preguntarle a Tito. Él vive con humanos, seguro algo sabe”. Tito era un alegre perrito que vivía al otro lado del lago, en la casa del guardaparque.
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Sin perder tiempo, Vayu volvió a meterse al agua y cruzó a nado todo el lago por primera vez, saludando en cada zambullida a los peces que por allí pasaban. Al llegar a la casa del guardaparque, se sorprendió al no ver a nadie en el jardín. A esta misma hora, Ilan y Luna, los hijos del guardaparque, acostumbraban a jugar afuera con su perrito Tito y con otros niños que visitaban el parque. A los pocos minutos, se abrió la puerta de la casa y vio salir a Tito moviendo la cola, buscando un arbolito para hacer pis. Vayu aprovechó y enseguida lo llamó: “¡Oye Tito, quiero hacerte una pregunta!”. Tito, que no dejaba de mover la cola, se acercó a su amigo, lo olfateó y le dio un lengüetazo saludándolo amistosamente. Vayu, algo mojado por el saludo, continuó: “Tu que vives con humanos, ¿podrías contarme qué está sucediendo con ellos? No se ven por ningún lado, es como si hubieran desaparecido, ¿dónde están?”. Y Tito respondió: “Hace días que no salen de la casa, solo para pasearme a mí. Los niños ni siquiera van a la escuela. Es muy raro, pero toda la familia parece estar encerrada en su cueva”. Una ardillita, que se encontraba en lo alto de un árbol, escuchó la conversación de los amigos y riéndose a carcajadas exclamó: “¿¿Quéee?? ¡Esa es la cosa más extraña y graciosa que jamás haya escuchado! ¿Resulta que los humanos ahora hibernan como nosotros? Ja ja ja Oye perrito, tu discúlpame, pero creo que estás medio chiflado…”. Tito, que también reía, agregó: “Bueno, sí, es cierto que suena de locos… pero les propongo algo: vuelvan mañana por la tarde que es cuando Ilan y Luna me sacan a pasear y entonces le podrán preguntar todo lo que ustedes quieran, ¿qué opinan?”. “Mmm… está bien…”, respondió la ardilla, que ya había dejado de reír, pero igual seguía algo incrédula. “¡Trato hecho!”, dijeron los tres chocando sus patitas. Y así lo hicieron. A la tarde del día siguiente, estaban todos en la puerta de la casa del guardaparque. Cuando los niños salieron, enseguida corrieron alegres a acariciar a los amigos de Tito, quienes con gusto disfrutaron de ese cálido saludo.
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Vayu, siempre curioso, se apresuró a preguntarles: “¿Por qué están encerrados en sus cuevas? ¿Acaso hibernan como las ardillas?”. En ese momento, la ardillita, que comía animadamente una sabrosa bellota, volvió a tentarse de risa. Los dos niños parecían algo confundidos con la pregunta de Vayu, pero luego de unos segundos Luna dijo: “Bueno, en realidad no entiendo muy bien lo que está pasando… mis padres nos contaron algo de un virus que llegó hace poquito, dicen que es un org… ay ¿cómo era...? ¡ah ya me acordé!, un organismo… que es tan diminuto que no lo podemos ver y por eso puede entrar muy fácil en nuestro cuerpo y, cuando eso pasa, a algunas personas les puede dar mucha fiebre y tos. Pero a otros no les pasa nada porque su cuerpo está más fuerte y saludable. Por eso, hace días que no podemos ir a la escuela ni ver a nuestros amigos y eso me pone un poquito triste y enojada. Lo lindo es que en casa tenemos más tiempo para estar en familia, jugar y cocinar juntos… y para inventar muchas cosas divertidas junto a Ilan”. “Siiii ¡muy divertidas!”, exclamó sonriendo su hermano. Entonces Ilan continuó: “Papá igual sigue cuidando el parque y dice que está muy contento porque ahora está más limpio y hermoso que nunca. Y cómo no tiene tanto trabajo, le queda más tiempo para leer libros que tenía guardados en el altillo. A mamá la escucho decir que ahora le dieron más ganas de cuidar nuestro jardín y que ya no quiere trabajar más en la oficina de la ciudad, que se aburre mucho allí y que ahora quiere poner un vivero… creo que es un lugar donde cultivan y venden muchas plantas y flores...”. En ese momento, Vayu los interrumpió revoloteando feliz: “¡Y a mí me encanta poder nadar en el lago de agua turquesa!”. Aunque enseguida parece algo triste y susurra: “Pero si los humanos vuelven a salir de sus cuevas, el lago volverá a estar sucio y ya no podré disfrutarlo como ahora…”. Al escuchar a Vayu, los niños se afligen también y se sientan a su lado. De pronto, a Luna se le ilumina la mirada y dice a viva voz: “¡Creo que hay alguien que podría ayudarnos! Nakawé es una viejita que vive en una cabaña escondida en lo profundo del bosque, no muy lejos de aquí. Mis papás dicen que es muy sabia y que tiene muchas plantas para curar cuando nos duele el cuerpo o el corazón. Una vez me curó de un dolor de panza con unas florcitas de color amarillo. Siempre anda descalza y rodeada de perros, gatos y pájaros. Le canta al sol todas las mañanas y baila entre los árboles todas las noches de luna llena”.
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Tito, saltando y moviendo su cola, exclamó: “¡Pues entonces vayamos hasta su casa!”. “Siiiiiiiii”, respondieron los demás a coro, entusiasmados con la idea de visitar a esa mágica viejecita. Acto seguido, los cinco amigos comenzaron a andar por un sendero que conducía al bosque de Nakawé. Ilan, Luna y Tito iban delante pues ya conocían el camino. Dejaron atrás el lago y se internaron en una zona donde parecía que los árboles y las plantas crecieran a su antojo y el sonido de pájaros e insectos se amplificara. Mientras iban caminando, se encontraron con el ciervito que había conocido Vayu el día anterior, por lo que le propusieron unirse a su travesía. Lo curioso fue que, unos minutos más tarde, apareció también el caballo negro que seguía corriendo muy feliz por todos lados, a quien también invitaron a sumarse al grupo. Así fue que, en vez de cinco, ahora eran siete amigos que marchaban rumbo a la cabaña de la sabia anciana. El viento comenzaba a soplar un poquito más fuerte y parecía que los impulsaba justo en dirección a lo profundo del bosque. Al cabo de un rato caminando, divisaron una lucecita que se asomaba tímidamente entre la espesa hierba. “Esa luz debe venir de la casa de Nakawé… ¡vamos!”, gritó emocionado Ilan. Se acercaron corriendo y… ¡por fin habían llegado! Apenas podían ver la casa ya que, a su alrededor, plantas y flores de todo tipo cobijaban el hogar de la anciana. Era una cabaña de piedra, barro y madera, con ventanitas redondas y una gran chimenea por la cual asomaban nubes de humo que se iban disolviendo entre las copas de los árboles. A pocos metros de la puerta, se hallaba un precioso árbol de relucientes manzanas que daba la bienvenida a todo aquel que llegaba hasta allí. Vayu fue el primero en acercarse a la puerta y con su pico dio tres golpecitos en ella. A los pocos segundos escucharon unos pasos del otro lado y la puerta se abrió dejando ver a una viejita de cabello largo, rizado y de color plata, como la luz de luna. En sus brazos sostenía y acariciaba amorosamente a un gato negro y blanco, que disfrutaba plácidamente de sus mimos. Para el asombro de todos, Nakawé sonrió dulcemente y les dijo con voz amable: “Pasen, los estaba esperando…”. Y como ya estaba oscureciendo, se dispuso a encender varios faroles que comenzaron a iluminar suavemente todo el hogar. A pesar de sus años, se movía por la casa con la gracia y agilidad de una gacela.
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Los invitó a sentarse cerca del calor de la estufa a leña, en unos cómodos cojines, y los convidó con unos pastelitos de dulce de manzana recién horneados, que inundaban la habitación con un exquisito aroma. Mirando primero a Vayu, comienza a hablarles como si ya supiera por qué estaban allí: “Vayu significa aire, viento… en un idioma muy antiguo. El viento los trajo hasta aquí y el viento está trayendo cosas nuevas al mundo entero… Ahora es tiempo de parar, de estar en casa, de mirarnos a los ojos, de cuidarnos y cuidar nuestro hogar o de hallar uno que nos traiga paz. Ha llegado el momento de unirnos para cuidar a nuestro más grande y bello hogar: la Tierra, la Pachamama… Ella es nuestra gran madre y todos los seres que habitamos en ella somos sus hijos. Es hora de regresar a ella y confiar en su sabiduría… Es hora de honrarla y agradecerle... Ella nos regala el agua para nadar y beber, deliciosas bayas y manzanas para comer, el verde pasto para correr y con su magia nos pone en el camino amistades que duran para siempre…”, y al decir esto último, dirige ahora su mirada a los niños y a Tito. Luego se levantó y fue hasta un baúl que estaba arriba de la estufa. Sacó algo de allí y al regresar traía en sus manos unos hermosos collares de piedras de diferentes colores. Con mucho amor fue colgando un collar en el cuello de cada uno de los siete amigos, mientras les decía: “Cada piedra tiene un poder especial y único, un poder que está en la naturaleza y en cada uno de ustedes, bien adentro suyo, cerquita del corazón… con él siempre estarán protegidos”. Todos estaban fascinados con lo que escuchaban y veían. La voz y las sabias palabras de la anciana les provocaba mucha calma. Luego de unos instantes, Vayu rompió el silencio y se animó a preguntar: “¿Pero el agua del lago seguirá clara y transparente…?”. Inmediatamente Ilan lo siguió y también preguntó: “¿Y cuándo podremos volver a ver a nuestros amigos de la escuela…?”. Nakawé los miró con gran serenidad y respondió dulcemente: “Cuando todos los seres humanos recordemos que somos hijos de la Tierra y que solo necesitamos confiar en ella y en nuestro corazón, todo se ordenará... Si aprendemos a querernos y cuidarnos más a nosotros mismos, también cuidaremos a nuestro más grande y amado hogar…”. Ilan y Vayu parecían no comprender del todo lo que decía aquella encantadora viejecita, pero mágicamente los hizo sentirse seguros de que todo iba a estar bien.
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Enseguida, Nakawé se dirigió hasta una de las redondas ventanitas de su casa y miró al cielo. “Vengan, acérquense”, los llamó. “Cuando el sol se está escondiendo y la luna llena recién se asoma, es hora de salir al bosque a bailar entre los árboles, agradeciéndole a la Madre Tierra por la magia de la vida, ¿quieren acompañarme?”, les preguntó alegremente. “¡¡¡Siiiiiiiiii!!!”, exclamaron todos al mismo tiempo con gran emoción. Y mientras ellos bailaban en el bosque, otros bailaban dentro de sus casas y otros en los balcones… Otros lloraban de alegría al poder bailar con sus hijos y otros lloraban de tristeza al no poder ir a trabajar… Otros les agradecían a quienes compartían sus alimentos con aquellos que no podían conseguirlos... Y otros escribían sobre esta rara y mágica historia que una vez sucedió en nuestro planeta llamado Tierra. Al día siguiente, Ilan y Luna pidieron los teléfonos a sus padres y mandaron mensajes a todos sus conocidos, invitándolos a bailar cada vez que hubiera luna llena. Hasta que finalmente, los mensajes se fueron multiplicando… ¡y recorrieron todo el mundo! Y llegó un día, no se sabe bien cuándo, en que los humanos comenzaron, de a poquito, a salir de sus cuevas, agradeciendo y disfrutando como nunca de los rayos del sol y del viento en sus rostros. La Pachamama los recibía con amor… A partir de entonces, los humanos empezaron a poblar las plazas, los parques, los bosques, los mares, todo aquel rinconcito del planeta donde respirar el aire fresco fuera la más sana y antigua medicina. Y ASÍ FUE COMO LOS PATOS REALES PUDIERON REGRESAR A SU HERMOSO LAGO DE AGUAS CLARAS Y COLOR TURQUESA Y YA NUNCA MÁS SE FUERON… MIENTRAS TANTO, YO SIGO BAILANDO EN EL BOSQUE TODAS LAS NOCHES DE LUNA LLENA…
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