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EL MECANICISMO

EL MECANICISMO

François Jacob*

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EN EL SIGLO XVII SE VAN PRECISANDO las dos corrientes que surgen en el estudio de los seres vivos: la fisiología, derivada de la medicina, y la historia natural, relacionada con el inventario de los objetos de este mundo. Pero si la segunda va a poder constituirse en ciencia debido a que el pensamiento de la época favorece el análisis de las estructuras visibles, la primera está todavía limitada por la falta de conceptos y de medios suficientes. Sería sin duda conveniente distinguir dentro de esta fisiología toda una serie de tendencias ideológicas, tendencias que varían según sus practicantes y según los objetos de estudio, los objetivos perseguidos o los fenómenos que se observan. Pero aquí sólo nos importan los conceptos que sirven de operadores en el estudio del mundo vivo: y aún no hay muchos que puedan desempeñar este papel. De hecho, durante toda esa época el funcionamiento de los seres vivos sólo puede aprehenderse en la medida en que refleja lo que ya es conocido.

En el universo del siglo XVII el centro de gravedad se ha desplazado. Es un universo en el que astros y piedras obedecen las leyes de la mecánica expresadas por el cálculo. A partir de entonces, para asignar un lugar a los seres vivos y para explicar su funcionamiento, sólo existe una alternativa. Los seres, o bien son máquinas de las que sólo cabe considerar formas, dimensiones y movimientos, o bien escapan a las leyes de la mecánica, y entonces hay que renunciar a cualquier unidad, a cualquier coherencia en el mundo. Ante esta opción, ni los filósofos ni los físicos, ni siquiera los médicos, dudarían: la naturaleza entera es una máquina, como la máquina es naturaleza. Dice Descartes: «Cuando un reloj marca las horas por medio de las ruedas que lo componen, esto es algo tan natural en él como para un árbol dar frutos».2 Para Hobbes, es indistinto considerar que el animal es una máquina o que un autómata cuyos miembros se mueven como los de un hombre tiene vida artificial. Esto no es ni una metáfora ni una comparación ni una analogía: es una identidad. Todos los cuerpos, sean astros, piedras o seres vivos, están sometidos a las mismas leyes del movimiento. El mecanicismo es tan natural y tan necesario en esta época como lo será una cierta forma de vitalismo en el inicio de la biología.

Hasta finales del siglo XVIII no existe una frontera claramente definida entre los seres vivos y las cosas. Lo vivo se prolonga en lo inanimado sin solución de continuidad. Todo es continuo en el mundo y, en palabras de Buffon, se puede «ir bajando gradualmente de la criatura más perfecta hasta la materia más informe, del animal mejor organizado, al mineral más tosco».3 No existe aún una división

* Tomado de Jacob François (1999) La lógica de los viviente. Una historia de la herencia. Barcelona: Tusquets. 2 Principies, IV, 203, pág. 666. 3 De la maniere d'étudier et de traiter l'histoire naturelle; Oeuvres completes, in 16, 1, París, 1774-

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fundamental entre vivo y no vivo. Habitualmente, la discusión entre mineral, vegetal y animal sirve ante todo para establecer grandes categorías entre los cuerpos de este mundo. Esta clasificación puede basarse igualmente, como hace Charles Bonnet, en el grado de organización de los cuerpos, en su facultad de moverse, en su capacidad de razonar. Se distinguen entonces, los Seres brutos o desorganizados, los Seres organizados e inanimados, los Seres organizados y animados y, finalmente, los Seres organizados animados y razonables».4

Entre estos diferentes grupos no existen separaciones netas. «La organización aparente de las Piedras laminadas o divididas en capas», precisa Charles Bonnet, «tales como las pizarras, los talcos, etcétera, la de las Piedras fibrosas o compuestas de filamentos, tales como los amiantos, parecen constituir formas de transición de los Seres sólidos brutos a los sólidos organizados»5 La organización sigue representando sólo la complejidad de la estructura visible. Ni en el siglo XVII ni durante casi todo el siglo XVIII se reconoce esta calidad particular de organización que el siglo XIX llamará vida. Todavía no existen grandes funciones necesarias para la vida. Existen órganos que funcionan. El objetivo de la fisiología consiste en reconocer sus engranajes y su disposición.

En el siglo XVII no existe, pues, ninguna razón para reservar un lugar especial a los cuerpos vivos y sustraerlos a la gran mecánica que hace girar el universo. Sólo lo que se refiere claramente a las leyes del movimiento en el cuerpo de los animales es accesible al análisis. Tal es el caso de la osamenta de las bestias y de su tamaño, que no puede aumentar indefinidamente, observa Galileo, «ni en el arte ni en la naturaleza», sin romper la coherencia y dificultar el funcionamiento normal de los órganos. «Creo que un perrito podría cargar con dos o tres perros del mismo tamaño, pero dudo que un caballo pueda llevar a cuestas otro caballo de la misma talla».6 Éste es también el caso del vuelo de las aves, en las que, observa Borelli, debe existir necesariamente alguna relación entre el peso del cuerpo, la envergadura de las alas y la potencia de la musculatura para permitir al organismo levantarse del suelo. «Aunque tuviese alas, el hombre no llegaría a volar por carecer de músculos torácicos lo bastante fuertes»7 Esto se aplica sobre todo al caso de la circulación de la sangre por los vasos. Las fibras, dice Harvey, «sujetan el corazón como las amarras de un navío»; las válvulas tricúspides velan los ventrículos «como guardianes ante una puerta»; los ventrículos «expulsan sangre ya en movimiento, como un jugador que remata una pelota de volea, enviándola con más fuerza y más lejos que cuando golpea una pelota parada»8 Se suele decir que Harvey contribuyó a la instauración del mecanicismo en el mundo vivo al mostrar

1779, pág. 17. 4 Contemplation de la nature; Oeuvres completes, VIL Neuchatel, 1781. pág. 42. 5 Ibid., VII, págs. 79-81. 6 Discours concemant des sciences nouvelles, trad. francesa, París, 1970, 2° jom., pág. 107. 7 De motu animalium, CCIV, Roma, ed. 1685, pág. 243. 8 On the Motion of the Heart and the Blood in Animals. 1628, cap. 17; The works of W Harvey, trad. Sydenham Soc., Londres. 1847. reed. 1965. págs. 78-80.

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la analogía del corazón con una bomba y la de la circulación con un sistema hidráulico, pero esto es invertir el orden de los factores. En realidad, el corazón es accesible al estudio científico porque funciona como una bomba. Harvey puede hacer con la sangre experiencias similares a las que realiza Galileo con las piedras porque la circulación se analiza en términos de volúmenes, de flujo, de velocidad. El mismo Harvey no puede sacar conclusión alguna cuando se plantea el problema de la generación, desligado de esta forma de mecanicismo.

Así pues, en el siglo XVII la teoría de los animales-máquina viene dada por la naturaleza misma del conocimiento. Representa una actitud inconcebible en un Fernel o un Vesalio. Quizá podamos reconocer algunas trazas de mecanicismo en Aristóteles o en los atomistas griegos, pero éste tenía un carácter bien distinto. En primer lugar, porque en los griegos se trataba fundamentalmente de analogías de interés didáctico, mientras que en este siglo lo que interesa es unificar las fuerzas que rigen el mundo. En segundo lugar, porque para Aristóteles el motor de todo movimiento en un cuerpo vivo reside, en definitiva, en el alma. Para Descartes, en cambio, las propiedades de los objetos no pueden proceder más que de la ordenación de la materia. Esto es cierto para los movimientos de una máquina cuyas partes se han construido con el único fin de imprimirles un cierto movimiento. Esto es igualmente cierto para el cuerpo de un animal en el que es inútil invocar «ninguna otra alma vegetativa ni sensitiva ni ningún otro principio de movimiento y de vida que su sangre y sus espíritus movidos por el calor del fuego que arde continuamente en su corazón y cuya naturaleza no es distinta de la de los fuegos que hay en todas las cosas inanimadas».9 El mecanicismo debe aplicarse a todos los aspectos de la fisiología. No sólo al movimiento de los cuerpos y de los órganos, sino también a «la recepción de luces, sonidos, olores, sabores, del calor..., la impresión de sus ideas en el órgano del sentido común y de la imaginación, la retención o la huella de estas ideas en la memoria, los movimientos interiores de los apetitos y de las pasiones». Por ello mismo, es el conjunto de los cuerpos de este mundo, vivos o no, el que se halla situado fuera de cualquier interacción a distancia, de cualquier relación poco clara, de cualquier atracción o repulsión por simpatía o por antipatía, ya nada es posible por el juego de las fuerzas mágicas. Todo deviene posible por el juego de las fuerzas físicas.

Muy rápidamente se pone de manifiesto la insuficiencia de los recursos de que dispone el mecanicismo del siglo XVII para explicar el funcionamiento de los seres vivos. A medida que se descubre la complejidad de estos últimos, aumenta la dificultad para atribuir todas sus propiedades únicamente a las fuerzas que actúan sobre poleas, palancas y ganchos. En su forma inicial, el mecanicismo no puede resistir el peso creciente de las observaciones. La imagen que ofrece de los seres vivos, la de una máquina compuesta de engranajes capaces sólo de transmitir el movimiento recibido, no puede conducir más que a buscar fuera de la máquina su razón de ser y su fin. Una máquina sólo se explica desde el exterior. Hecha con una

9 Traité de l'homme, pág. 833

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finalidad concreta, solamente sirve para desempeñar la tarea para la que ha sido concebida. Las tentativas de cambio que se manifiestan en el siglo XVII, tanto en el sentido de limitar el mecanicismo como en el de acentuarlo, se derivan más de la metafísica que de la actitud científica de entonces. En su descripción del mundo vivo, Descartes había establecido dos dominios: Dios, quien tras crear el mundo y comunicarle su movimiento inicial deja de intervenir, y el pensamiento humano, cuya complejidad supera lo existente en los animales o lo realizable en los autómatas, de lo que da fe el lenguaje: una urraca, un loro y hasta un autómata pueden proferir palabras, pero no las ordenan para responder a lo que se les dice «como prueba de que dicen lo que piensan»10 Éstos son los aspectos que tanto el materialismo como el vitalismo intentan refutar.

El animismo de esta época neoclásica tiene dos componentes. En primer, lugar está la necesidad de valorar lo viviente. La materia viva está siempre un tanto empapada de magia y de un cierto fetichismo. En lo viviente se resumen todas las fuerzas de la naturaleza. Ahí la materia manifiesta propiedades casi milagrosas. La materia viva es activada, influida, transformada. Con su desfile de imágenes, metáforas, simpatías, lo viviente ocupa un lugar privilegiado en el mundo. Se sitúa ya de entrada por encima de todos los demás cuerpos. Se le atribuye siempre el coeficiente más alto. A su lado, los objetos inanimados pierden su color y su relieve. De las cosas a los seres, del polvo al pensamiento, existe una jerarquía de valores de complejidad creciente. En los seres vivos los fenómenos no son sólo más complejos: también son más perfectos. A una cualidad sin igual debe responder una causalidad sin igual. La perfección se transforma rápidamente en principio explicativo. La necesidad de valorar lo viviente en general, y el hombre en particular, se traduce en dos clases de antropomorfismo: la prolongación de la jerarquía hasta el infinito de una inteligencia soberana o, inversamente, la traslación al conjunto de las formas vivas de ciertas cualidades propiamente humanas. Una buena muestra de ello son las interpretaciones que da el siglo XVIII de la regularidad «admirable» de las celdillas de los panales de abejas. La arquitectura de las celdillas, su regularidad y simetría, han sido objeto de admiración desde la antigüedad. Hacia finales del siglo XVII, físicos y geómetras examinan estas estructuras más de cerca. Estudian las bases, miden los ángulos, calculan las relaciones. Para sorpresa de todos, se comprueba que cada celdilla corresponde precisamente a la mitad de la estructura que los cristalógrafos conocen como «dodecaedro romboidal». Se trata precisamente del orden cuya simetría permite llenar mejor el espacio en las condiciones en que se encuentran las celdillas. Cada una está en contacto con otras doce, seis en su plano, tres encima y tres debajo.

Cada celdilla se adhiere estrechamente a sus vecinas sin dejar ningún espacio entre ellas. Ante una disposición tan perfecta, caben dos actitudes: maravillarse o buscar una explicación basada en algún modelo mecánico. Asimismo, la referencia a la perfección es susceptible de adoptar dos formas. De entrada podemos atribuir a la

10 Descartes, Discours de la méthode, V, pág. 165

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abeja cualidades humanas, como hace Réaumur. Así, el dodecaedro romboidal es el exponente del arte de la abeja, de su destreza arquitectónica, incluso de su sentido de la economía. Dice Réaumur: «Convencido de que las abejas utilizan el fondo piramidal que les parece mejor, sospeché que la razón o una de las razones que las había empujado a ello era economizar la cera; puesto que, de entre las células de igual capacidad y fondo piramidal, la que podía hacerse con menos material o cera era aquella que en cada rombo tenía dos ángulos de unos 110 grados aproximadamente y dos de alrededor de 70 grados».11 El sentido del ahorro se basa, por consiguiente, en un sólido conocimiento de la matemática. Pero a base de prestigiar a la abeja se acaba por rebajar al hombre. Entonces, sin dejar de maravillarnos, podemos expresar algunas reservas sobre las cualidades atribuidas a las abejas, como hace Fontenelle: «La gran maravilla es que la determinación de estos ángulos supera en mucho las capacidades de la geometría vulgar y forma parte de los nuevos métodos basados en la teoría del Infinito. En última instancia, estas abejas sabrían demasiado y el exceso de su gloria sería su ruina. Hay que remontarse hasta una Inteligencia infinita que las hace actuar ciegamente bajo sus órdenes».12Para el matemático, atribuir conocimientos de geometría elemental a un animal aún puede pasar. ¡Pero no de cálculo infinitesimal!

La otra actitud posible ante esos mismos alveolos se fundamenta en un análisis que ignora la perfección y sitúa lo maravilloso en el lugar que le corresponde. Sólo la figura y el movimiento deben justificar la regularidad de las estructuras. Se puede entonces investigar, como hace Buffon, en qué condiciones aparecen estas ordenaciones geométricas. Tales formas hexagonales se encuentran con frecuencia en los cuerpos minerales cristalinos, pero a veces se encuentran también en los seres vivos: en el estómago de los rumiantes, en los cuerpos en proceso de digestión, en ciertos granos y ciertas flores. Aparecen siempre que objetos de forma similar se ven sometidos a fuerzas sensiblemente iguales, pero de signo contrario. En ciertos peces, por ejemplo, las escamas en crecimiento se obstaculizan mutuamente, lo que hace que tiendan a ocupar el espacio disponible de la manera más económica y acaben por adoptar la configuración hexagonal. También se puede ensayar la construcción de modelos mecánicos en los que cuerpos cilíndricos o esféricos sean sometidos a presiones iguales. Dice Buffon: «Si se llena un recipiente cilíndrico con guisantes o, mejor, cualquier otro grano cilíndrico y se cierra inmediatamente después de haber vertido tanta agua como admitan los intersticios que quedan entre los granos, y se hace hervir el agua, todos los cilindros se convierten en columnas de seis lados. Vemos claramente que la razón es simplemente mecánica: cada grano, cuya figura es cilíndrica, tiende a ocupar el mayor volumen posible en un espacio dado: la comprensión recíproca hace que los granos adquieran una forma necesariamente hexagonal. De igual modo, cada abeja intenta ocupar el mayor espacio posible dentro de un espacio determinado: dado que el cuerpo de las abejas es cilíndrico, es también necesario que sus celdillas

11 Des gateaux de cire. Mémoires pour servir... Morceaux choisis. París. 1939, págs. 101-102. 12 Histoire de l'académie Royale, 1739. pág. 35

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(alveolos) sean hexágonos, por la misma razón de obstaculización recíproca... No se quiera ver que esta regularidad más o menos grande depende de algo más que el número y la forma, y en ningún caso de la inteligencia, de estos animalitos: cuanto más numerosos son, más fuerzas contrapuestas entran en juego y, por consiguiente, más tensión mecánica, más regularidad forzada y más perfección aparente hay en sus producciones».13 A partir de ahí, la forma de los alveolos puede ser considerada sin referencia alguna a la menor inteligencia. Lo que no resta ninguna belleza a los panales de miel, ni poesía a las abejas.

El otro componente del animismo en esta época es una reacción contra el mecanicismo cartesiano y los abusos del mismo, sobre todo cuando se lleva la lógica al extremo de D'Holbach y La Mettrie. Es absurdo, señala Hartsoeker, abordar el estudio de los seres vivos con la «opinión de que casi todo se hace con las solas leyes de la mecánica, sin la ayuda de un alma y una inteligencia».14 En el siglo XVII el animismo recupera una vieja tradición reavivada por la alquimia y la medicina. Pero actúa más contra una tendencia materialista que a favor de demostrar la existencia de fenómenos específicos de lo vivo. Es ante todo una hostilidad hacia el ateísmo, hacia la irrupción del azar como una de las fuerzas que gobiernan el mundo. No se quiere admitir que las causas, como dice Stahl,15 dan lugar sólo a casos fortuitos bajo la influencia de sus acciones. La perfección de los seres, sus propiedades, su generación, exigen un principio desconocido, un Interrogante fuera del alcance de todo conocimiento. Es necesaria una fuerza espiritual, una psique, para ejecutar las voluntades divinas, pues es imposible justificar de otra manera la finalidad de los seres vivos. Este agente misterioso recibe nombres diversos: será primero el Alma, según la tradición, más tarde la Inteligencia y hasta la «naturaleza plástica». A finales del siglo XVIII cambiará algo de naturaleza y se convertirá en la «fuerza vital». Ya no se trata entonces de un principio central, de un poder que, asentado en el corazón del organismo, rige sus actividades. Es una cualidad particular de la materia constituyente de los seres vivos, un principio que se extiende por todo el cuerpo, se aloja en cada órgano, en cada músculo, en cada nervio, para conferirle sus propiedades. Cualquier parte del cuerpo posee entonces un «sentimiento», un «tacto», una «disposición» que sustenta sus actividades. Pero, si bien el vitalismo de finales del siglo y de comienzos del siglo siguiente se presenta como una etapa decisiva para la separación entre seres vivos y no vivos y para la constitución de una biología, el animismo de esa época apenas funciona como operador del conocimiento. No porque animistas o vitalistas realicen menos observaciones que los mecanicistas, sino porque dichas observaciones raras veces tienen una motivación vitalista, y casi nunca pretenden poner en evidencia una fuerza vital. El vitalismo suele intervenir tras la observación, no para verla, sino para interpretarla. No es el vitalismo lo que guía el escalpelo de Willis en su disección del cerebelo para determinar sus

13 Discours sur la nature des Animaux; Oeuvres completes. in-16, V, págs. 380- 381. 14 Cours de physique, VII. La Haya, 1730, pág. 71. 15 Recherche sur la différence entre machine et organisme, XXXIV; Oeuvres medico philosophiques et pratiques, t II, París. 1859-1863. pág. 289.

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conexiones, ni la mirada de Hartsoeker cuando distingue al microscopio los animálculos en el esperma masculino. Y cuando Swammerdam pone en evidencia la metamorfosis de los insectos, poco importa que vea en ella la acción del alma y la constancia de la Providencia. Lo que importa en esta época es, ante todo, borrar de los objetos y los hechos el halo de creencias y fantasías que enmascaran sus contornos. Se trata, ante todo, de librar a los seres vivos y a las cosas de lo misterioso y lo maravilloso, de situarlos dentro de los límites de lo visible y lo analizable, en definitiva, de transformarlos en objetos de ciencia. Por ello, pese a la precariedad de medios de que dispone, el mecanicismo representa la única postura acorde con el conocimiento de la época. Incluso los animistas utilizan analogías tomadas de los mecanicistas para describir su trayectoria. «Quien decide dar cuenta de los fenómenos de la naturaleza», señala Hartsoeker, «se asemeja a un hombre que se encuentra ante una máquina sumamente complicada que sólo puede ver y examinar desde fuera», 16 y debe comprender su funcionamiento. A fin de cuentas, el animismo del siglo XVII representa más una filosofía y una moral que una actitud de examen científico.

De hecho, con Newton el mecanicismo cambia de naturaleza y, al incorporar el mundo de las sustancias, da nacimiento a una química. En su representación del mundo inanimado, la física combina las leyes del movimiento y la naturaleza corpuscular de la materia. Esta ya no es un sustrato homogéneo divisible hasta el infinito, sino que se compone de un número incontable de partículas aisladas, separadas entre sí y no idénticas. A la materia y el movimiento que constituyen el mundo de Descartes se añade, en el de Newton, el espacio, es decir, un vacío en el que se mueven las partículas. Lo que mantiene las partículas en su lugar, lo que las une entre sí para formar un universo coherente, es la atracción. Ésta no es un constituyente del universo. No participa en su construcción. Pero, junto con los átomos que lo forman, elabora una red de dependencias que da al mundo su cohesión. Es el concepto de atracción el que proporciona a los químicos la fuerza que permite prescindir de las influencias astrales por las que la alquimia unía los metales a las estrellas y los planetas. Cuando se mezclan sustancias éstas no permanecen inertes, sino que unas son desplazadas por otras. Se observan así relaciones entre cuerpos distintos que los hacen unirse con más o menos facilidad entre sí. Siempre que dos sustancias que tienen, como dice Geoffroy, «alguna disposición a unirse entre sí» se encuentran unidas, si aparece una tercera que tiene más relación con una de las dos, se le une «haciendo abandonar a la otra».17 La fuerza que liga de esta forma ciertos corpúsculos de naturaleza distinta se denomina «afinidad». Ya no se trata de un principio mágico, de una virtud similar a aquellas que la alquimia atribuía a las sustancias. Es una propiedad de los cuerpos que puede medirse determinando el orden de desplazamiento de los unos por los otros.

16 Suite des Eclairclssements sur les Conjectures physiques, Amsterdarn, 1712, pág. 55. 17 Table des différents Rapports observes en Chymie: Traite de la Matiére médicale, 1, París, 1743, pág. 18.

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Poco a poco se van perfilando grupos, familias de cuerpos que poseen ciertas propiedades comunes, como los ácidos o las bases. Cada miembro de una familia forma combinaciones con cada miembro de la otra. Se puede así clasificar las sustancias a la manera de las plantas, y para lograrlo hay que seguir el mismo camino que los botánicos: la clasificación que utiliza Lavoisier, las operaciones efectuadas y el método seguido son los mismos que los empleados por Linneo. Como en el caso de las plantas, interesa reconocer el carácter principal de las sustancias y nombrarlas en función de ese carácter. En las ciencias físicas, en realidad, lapalabra debe evocar la idea y la idea debe describir el hecho, pues, como dice Lavoisier, «son tres marcas del mismo cuño».18 Al ser la química ante todo una ciencia analítica, la denominación de los cuerpos reviste una importancia particular: «Un método analítico es un lenguaje y un lenguaje es un método analítico». Hasta entonces existía una gran heterogeneidad en el lenguaje de la química. Ciertas expresiones introducidas por los alquimistas tenían un carácter un tanto enigmático y sólo tenían sentido para los adeptos. Otros términos, por el contrario, habían sido asignados a los cuerpos no según sus propiedades, sino según el azar de las circunstancias, de su descubrimiento o de su aspecto. Así, los químicos manejaban el «aceite de tártaro incompleto», la «mantequilla de arsénico» o las «flores de cinc». Para Lavoisier, hay que introducir el espíritu analítico en la química, y esta operación sólo puede realizarse mediante el perfeccionamiento del lenguaje. En primer lugar, existen unas sustancias simples no descomponibles mediante el análisis químico. El primer paso es nombrar estas sustancias. Dice Lavoisier: «He designado hasta donde he podido las sustancias simples con palabras sencillas... de tal modo que expresen la propiedad más general, más característica de la sustancia».19 En cuanto a los cuerpos compuestos, formados por la reunión de varias sustancias simples, hay que designarlos con nombres compuestos. Dado que el número de combinaciones binarias aumenta rápidamente con el de nombres, es necesario agruparlos en clases para evitar la confusión. «El nombre de las clases y de las flores está en el orden natural de las ideas, el que designa la propiedad común a un gran número de individuos; el de las especies, en cambio, es el que nos retrotrae a las propiedades particulares de ciertos individuos.20 Los ácidos, por ejemplo, están formados por dos sustancias consideradas simples. Una confiere la propiedad de acidez común a todos ellos, en la cual debe basarse el nombre de la clase o el género. La otra, por el contrario, caracteriza un ácido concreto, y por lo tanto debe determinar el nombre específico.21 Lo mismo vale para otras clases de cuerpos: óxidos metálicos, sustancias combustibles, etc. De este modo las sustancias se hacen accesibles a la ordenación y la medición. Pueden clasificarse y nombrarse, y sus propiedades pueden medirse. La química se constituye así en una ciencia con técnicas, lenguaje y conceptos propios.

18 Traité de chimie, París, 2." ed., 1743; disco prelim.: pág. 6. 19 lb id. , págs. 18-19. 20 Ibid., pág. 20. 21 Ibid., pág. 21.

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Con el desarrollo de esta forma modificada del mecanicismo representada por la química, un nuevo dominio de la fisiología se convierte en objeto de estudio. Harvey había podido analizar la circulación de la sangre en el siglo XVII porque era la única de las grandes funciones basada casi exclusivamente en las leyes del movimiento, porque el corazón es una bomba y la sangre un líquido sometido a las leyes de la hidráulica. Del mismo modo, en el siglo XVIII se hacen accesibles al análisis las dos funciones que son competencia de la química, sus conceptos y sus métodos: la digestión y la respiración. Si Réaumur y Spallanzani pueden abordar el estudio de la digestión, es porque ésta, como dice Réaumur, «es llevada a cabo por la sola acción de un disolvente y por la fermentación que origina».22 El jugo gástrico provoca una serie de reacciones químicas, actuando «sobre las carnes y los huesos como el agua regia sobre el oro». De igual modo, si Lavoisier puede comprender la respiración es porque la respiración de un ave y la combustión de una vela pueden considerarse objetos de estudio similares y ambos pueden analizarse con los mismos conceptos, las mismas técnicas y las mismas medidas. El paralelismo con la combustión lleva a Lavoisier a ligar la respiración con otras funciones, al menos con lo que puede analizarse en los términos y según los conceptos de la física y de la química. Con la digestión, ya que a finales del siglo XVIII no se concibe el fuego sin consumo de combustible y además «si los animales no repusiesen con los alimentos lo que pierden con la respiración, muy pronto faltaría aceite al candil y el animal perecería como se apaga un candil cuando le faltara alimento».23 Con la circulación, ya que es a todas luces necesario llevar el combustible al candil. Con la transpiración, para poder evitar el aumento de temperatura que necesariamente acompaña a un fuego constante. En el funcionamiento de cualquier órgano existe, pues, una parcela estudiable con las técnicas de la química; incluso en el cerebro y en el pensamiento. «Se puede llegar a saber cuántas libras de peso suponen los esfuerzos del hombre que hace un discurso, de un músico que toca un instrumento. Se podría asimismo calcular lo que hay de mecánico en el trabajo del filósofo que reflexiona, del hombre de letras que escribe, del músico que compone.»24

Para Lavoisier, el animal se analiza en términos de máquina. No una máquina que se rige únicamente por la forma y el movimiento, sino por unos principios sumamente variados, pues se descubren fenómenos eléctricos hasta en el músculo de una rana. El modelo más adecuado para describir un cuerpo vivo es el de una máquina de vapor con una fuente calorífica que hay que alimentar, un sistema de refrigeración y mecanismos para ajustar las operaciones de las distintas partes, coordinarlas y armonizarías. «La máquina animal», dice Lavoisier, «está gobernada principalmente por tres reguladores fundamentales: la respiración, que consume oxígeno y carbono y suministra calórico; la transpiración que aumenta o disminuye según la cantidad de calórico que hay que llevarse, y finalmente la digestión, que devuelve a la sangre lo que se pierde con la respiración y la

22 Second mémoire sur la digestion Mém. Acad. Se., París. 1752; Oeuvres choisies, pág. 202. 23 Premier mémoire sur la Respiration des Animaux (Seguin y Lavoisier) Oeuvres, Imprimerie lmpériale, II, París, 1862, pág. 691. 24 Ibid., pág. 697.

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transpiración».25 Todas estas parcelas de la fisiología pueden ser objeto de análisis porque se han hecho accesibles a los métodos y conceptos de la física y la química. En correspondencia, las analogías observadas y los modelos utilizados contribuyen a transformar radicalmente la representación que se tiene de los seres vivos a finales del siglo XVIII. Todo se ensambla en el funcionamiento de un organismo, todo se conecta y se articula. Tras las formas se perfilan las exigencias de la fisiología. Un cuerpo vivo no es simplemente una asociación de elementos, una yuxtaposición de órganos que funcionan: es un conjunto de funciones que responden cada una a exigencias precisas. No sólo los órganos dependen unos de otros, sino que su presencia y su disposición proceden de las necesidades impuestas por las leyes de la naturaleza que rigen la materia y sus transformaciones. Lo que da sus propiedades a los seres es un juego de relaciones que unen secretamente las partes para que funcione el todo; es la organización oculta tras la estructura visible. Es entonces cuando podrá surgir la idea de un conjunto de cualidades propias de los seres animados, que el siglo XIX llamará vida.

25 Premier mémoire ... Oeuvres, II, pág. 700.

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