13 minute read

EL DESCUBRIMIENTO DEL OXIGENO

EL DESCUBRIMIENTO DEL OXIGENO

Joseph Priestley (1733-1804)

Advertisement

AL REGRESAR DEL EXTRANJERO, ME PUSE A TRABAJAR CON EL mercurius calcinatus (óxido rojo de mercurio), que me había suministrado Mister Cadet; y con un grado de calor muy moderado saqué como de un cuarto de onza de él, una onza de aire, el que advertí que no se embebía rápidamente ni en la sustancia de donde había salido (pues dejé que siguiesen juntos largo tiempo antes de trasladar el aire a otro lugar) ni en el agua en que dejé que estuviese el dicho aire bastante tiempo antes de hacer con él ningún experimento.

En el aire, como me lo esperaba, ardía una vela con vívida llama; pero lo que observé entonces (19 de noviembre) por vez primera y me sorprendió no menos que el hecho que había descubierto antes, fue que, bastando unos pocos momentos de agitación en el agua para privar al aire nitroso modificado de su propiedad de permitir que en él arda una vela, tras de agitar este otro más de diez veces, lo que hubiera bastado para producir semejante alteración en el aire nitroso, ningún cambio sensible se producía en él. Siguió ardiendo en él con llama vivaz una vela: y en nada hizo disminuir el aire común, como había observado yo que lo hace en cierta medida el aire nitroso que se halla en tal estado.

Pero me sorprendí mucho más cuando, después de permanecer dicho aire dos días en contacto con el agua (la cual le disminuyó el volumen como un vigésimo), lo agite violentamente en el agua durante unos 5 minutos y hallé que en el ardía una vela tan bien como en el aire ordinario. El mismo grado de agitación habría dejado apto para la respiración el aire flogistizado y nitroso; pero ciertamente habría apagado una vela.

Estos hechos me llevaron al pleno convencimiento de que tiene que existir una diferencia muy palpable entre la constitución del aire que se saca del mercurio calcinado y la del aire flogistizado y nitroso, a pesar de la semejanza que tienen en

75

algunos pormenores. Más, aunque no dudé que este aire obtenido del mercurio calcinado fuese apto para la respiración después de agitado en el agua, como sucedía sin excepción con todo aire en que había yo probado el experimento, con todo, no sospechaba que este aire fuese tan respirable; tan ajeno estaba yo de figurarme que este aire fuese como es, muy superior, según este respecto, al aire de la atmósfera.

Desde entonces (noviembre) hasta el primero de marzo continué ignorando la verdadera naturaleza de esta clase de aire; y entre tanto me ocupé en hacer los experimentos antes mencionados con el ácido vitriólico y las diversas modificaciones producidas en el aire por el espíritu del nitro, acercado de lo cual se informará más adelante. Pero durante dicho mes no sólo logré averiguar a punto fijo, aunque muy paulatinamente, la naturaleza de esta clase de aire, sino que esas indagaciones me llevaron a descubrir por completo la constitución del aire que respiramos.

Hasta el día primero de marzo de 1775, tan lejos estaba yo de sospechar que era saludable el aire extraído del mercurio calcinado, etc., que ni siquiera se me había ocurrido aplicarlo a la prueba del aire nitroso. Pero reflexionando (como ya puede figurarse el lector que a menudo lo hice) en la vela que ardía en él después de agitarlo mucho rato dentro del agua, al cabo se me ocurrió hacer el experimento, y, poniendo una medida de aire nitroso en dos medidas del sobredicho aire, hallé no sólo que había disminuido, sino que había disminuido exactamente lo mismo que el aire ordinario, y que las rojez de la mezcla era también igual a la de una mezcla semejante de aire nitroso y aire ordinario.

Este progreso en el camino de la verdad, de hecho, me indujo a un error, haciéndome abandonar la hipótesis que primero había formado; a saber, que el mercurio calcinado había extraído del aire espíritu de nitro; pues ahora llegué a la conclusión de que todas las partes constitutivas del aire entraban por igual y según sus debidas proporciones en la preparación de esta sustancia y también en el proceso de hacer plomo rojo. Pues al mismo tiempo que hacía el antes mencionado experimento con el aire sacado del mercurio calcinado, observé asimismo que el aire que había extraído del plomo rojo, después de retirar de él el aire fijo, era de la misma naturaleza, disminuyendo el aire nitroso, lo mismo que el aire ordinario; pero al mismo tiempo me sentí intrigado al ver cómo el aire obtenido del precipitado rojo disminuía de la misma manera, a pesar de que el procedimiento para fabricar esta sustancia es del todo diferente del que se emplea para hacer las otras dos. Pero no me fijé en esta circunstancia.

No quisiera que el lector se cansase con la repetición frecuente de la palabra "sorpresa" y otras por estilo; pero he de continuar escribiendo en este estilo todavía un poco más, pues al día siguiente me sorprendí más que nunca, al hallar que después de haber permanecido una noche entera la sobredicha mezcla de aire nitroso y aire sacado del mercurio calcinado (durante el cual tiempo tiene que

76

haberse efectuado la disminución completa, y, por consiguiente, de haber sido aire ordinario, tendría que haberse hecho perfectamente nocivo y del todo inepto para la respiración y la inflamación), ardía en él una vela, y hasta mejor que en el aire ordinario.

Pasado tanto tiempo, no puedo recordar cuál era mi propósito al hacer este experimento, pero sé que no tenía ni idea de su verdadero resultado. Habiendo adquirido bastante destreza para hacer esta clase de experimentos, habría bastado para inducirme a hacerlo un motivo cualquiera, por ligero que fuese. Empero, de no haber tenido por casualidad una vela encendida delante, probablemente nunca habría hecho la prueba; y se habría cortado la serie entera de mis experimentos futuros acerca de esta clase de aire.

No obstante, como no tenía idea de la causa real de este fenómeno, lo juzgué por cosa muy extraordinaria, pero pensé que no era sino una propiedad peculiar del aire adventicio y extraído de esas sustancias; y siempre hablé de este aire con mis amigos como si fuese sustancialmente idéntico al aire ordinario. Recuerdo, en especial, haber dicho al doctor Price que estaba yo del todo convencido de que era aire ordinario, pues que se manifestaba ser tal en la prueba del aire nitroso; aunque, para satisfacción de los demás, deseaba servirme de un ratón para que la demostración fuese del todo completa.

El día 8 de ese mes me procuré un ratón, y lo puse un recipiente de vidrio que contenía dos onzas de aire sacado del mercurio calcinado. De haber sido aire ordinario, un ratón adulto, como lo era el del experimento, habría vivido dentro de él poco más o menos un cuarto de hora. Sin embargo, en este aire vivió mi ratón media hora completa; y aunque lo retiré como muerto, no parece sino que se había helado en demasía; porque, acercándolo al fuego, revivió, sin que, al parecer, hubiera recibido daño alguno del experimento.

Me afirmó esto la idea de que el aire sacado del mercurio calcinado, etc., era tan bueno cuando menos como el aire ordinario, pero no deduje con certidumbre que fuera mejor, porque, aunque en determinada cantidad de aire el ratón no hubiera vivido sino un cuarto de hora, sabía yo que no era imposible el que un ratón hubiese vivido en él media hora: tan poca es la exactitud de la prueba más expedita, cabal y elegante que brinda el aire nitroso. Pero en este caso me había propuesto publicar acerca de mis experimentos el informe más satisfactorio para todos, que permitiese la índole del asunto.

Dicho experimento con el ratón, después que sobre él reflexioné algún tiempo, me hizo entrar en tales sospechas de que el aire en que lo había puesto era mejor que el ordinario, que al día siguiente decidí aplicar la prueba del aire nitroso a la misma cantidad de aire que durante tanto tiempo había respirado el ratón; estaba yo convencido de que, si era aire ordinario, se habría puesto punto menos que lo más nocivo posible, de suerte que en él no tendría efecto el aire nitroso; pero con gran

77

sorpresa mía hallé, a pesar de haber sido respirado durante tanto tiempo, seguía siendo mejor que el aire ordinario. Porque después de mezclarlo con aire nitroso en la proporción acostumbrada de dos a uno, disminuyó de la proporción de cuatro y medio a tres y medio; es decir, el aire nitroso lo había hecho dos novenos menos que antes, y eso en brevísimo tiempo, sin que ninguna proporción de aire nitroso redujese al aire común más de un quinto de su volumen, ni más de un cuarto los procesos flogísticos, cualesquiera que fuesen. Toda la noche estuve pensando en este hecho extraordinario, y a la mañana siguiente puse en la misma mezcla otra medida de aire nitroso; y, con grandísimo asombro, hallé que disminuía a casi la mitad de su cantidad primitiva. Le agregué entonces una tercera medida; pero ésta ya no lo disminuyó más; sin embargo, lo dejé con una medida menos de la que tenía aún antes de haber sacado el ratón.

Confirma ya plenamente que este aire, aun después de respirarlo el ratón durante media hora, era mucho mejor que el aire ordinario, y quedándome todavía una cantidad suficiente para el experimento, a saber, una onza y media, metí en él al ratón y observé que éste no experimentaba, al parecer, molestia alguna, de lo cual se habrían visto señales patentes de no haber sido sano el aire; antes, al contrario, allí permaneció el animalito muy a su gusto por espacio de media hora, al cabo del cual lo retiré del todo animado y vigoroso. Al medir el aire al día siguiente, hallé que había disminuido de onza y media a dos tercios de onza. Y después de esto (si mal no recuerdo, porque en mis apuntes de ese día solo anoté que lo había hecho disminuir bastante el aire nitroso), estaba casi tan bueno como el aire ordinario. Pues, habiendo sacado de allí el ratón con todos sus bríos, era evidente que el aire no podía haberse puesto muy nocivo.

Para convencerme todavía más, conseguí otro ratón, y poniéndolo dentro de no menos de dos onzas de aire extraído de mercurio calcinado y de aire extraído del precipitado rojo (los cuales mezclé entre sí, por haber hallado que eran de la misma cualidad), vivió tres cuartos de hora. Pero, como no tomé la precaución de poner el recipiente en sitio abrigado, me figuro que el ratón se murió de frío. Con todo, vivió tres veces más de lo que hubiera vivido probablemente de estar metido dentro de igual cantidad de aire ordinario, y no esperaba yo mucha exactitud de esta suerte de prueba; y no tuve por necesario hacer mis experimentos con ratones.

Convencido ya totalmente de la bondad superior de este aire, me puse a medir ese grado de pureza con la mayor exactitud que me era posible, mediante la prueba del aire nitroso en dos medidas de este aire ordinario, y observé que la disminución era a ojos vistas mayor de lo que hubiera sido de haberse sometido a este tratamiento el aire común. Una segunda medida de aire nitroso lo redujo a los dos tercios de la cantidad primitiva, y una tercera medida a un tercio. Imaginándome que la disminución ya no podía llegar a más, añadí entonces tan sólo media medida de aire nitroso; la cual lo hizo disminuir más todavía, aunque no mucho; y otra medida lo redujo en menos de la mitad de su cantidad primitiva de suerte que, en ese caso, dos medidas de este aire absorbían más de dos medidas de aire nitroso, y,

78

sin embargo, se reducía a menos de la mitad de lo que era. Cinco medidas le devolvieron casi exactamente sus dimensiones primitivas.

Al mismo tiempo, el aire extraído del precipitado rojo se disminuía casi en la misma proporción que el proveniente del mercurio calcinado, recibiendo dos medidas de este aire cinco medidas de aire nitroso, sin aumento alguno de extensión. Ahora bien, como el aire común recibe como una mitad de su volumen de aire nitroso antes de empezar a recibir aumento alguno en sus dimensiones por añadírsele aire nitroso, y este aire recibió más de cuatro medidas antes de dejar de disminuir por añadírsele aire nitroso, y ni siquiera cinco medias medidas le produjeron aumento de sus dimensiones primitivas, llegué a la conclusión de que era cuatro o cinco veces mejor que el aire ordinario. Según se verá más adelante, después he obtenido aire mejor que éste, como que es cinco o seis veces más bueno que el mejor aire ordinario que conozco.

Fragmento de: Experiments and Observations on Different Kind of Air.

Reseña Biiográfica:

Joseph Priestley: El hombre que descubrió el oxígeno

Joseph Priestley nació el 13 de marzo de 1733 en Yorkshire, Inglaterra. Hijo de un comerciante de lana, perdió a su madre cuando sólo tenía seis años de edad. A los 16 años ya dominaba el griego, el latín y el hebreo. Después decidió aprender por su propia cuenta francés, italiano y alemán. Una vez hubo terminado sus estudios, intentó satisfacer a su familia probando suerte en el sacerdocio, pero su mente despierta le hizo compaginarlo con el mundo académico. Al conseguir un puesto como profesor de idiomas abandonó por completo el sacerdocio trasladándose a Warrington.

Fue en Warrington donde Priestley conoció a John Seddon, quien consiguió despertar en él un creciente interés por los temas científicos. De hecho, gracias a Seddon, se embarcó en un proyecto para escribir la historia de la electricidad. La gran ambición de Priestley en su proyecto y la ausencia de personas cualificadas en Warrington le motivaron a hacer periódicos viajes a Londres, donde tuvo la suerte de conocer a influyentes experimentadores científicos de la talla de John Canton, William Watson, y Benjamin Franklin.

Uno de los muchos experimentos en los que Priestley empleaba su tiempo libre le llevo el 1 de Agosto de 1774 a ver qué ocurriría si extraía aire del mercurio calcinado. Siguió la misma rutina que había establecido con experimentos anteriores sobre aires, primero bañando la sustancia con la luz del sol, intensificada con su lupa, hasta calentarla lo suficientemente como para emitir gas. Después añadió agua para ver si se disolvía, pero no lo hizo. Hasta ese momento nada parecía fuera de lo normal, hasta que Priestley se percató de que si introducía una

79

vela encendida en el recipiente donde se encontraba el aire, la llama de la vela se quemaba de una forma extraordinariamente vigorosa. Priestley sabía que había descubierto un gas, pero aún no era del todo consciente de qué era lo que tenía exactamente entre manos.

En marzo de 1775, introdujo un ratón adulto en un aparato de cristal lleno del aire procedente del mercurio calcinado. Su primera hipótesis fue que el ratón no sobreviviría más de quince minutos, el tiempo que tardara en agotarse el aire. Priestley dio por hecho en seguida que este aire que había descubierto se trataba el responsable de la respiración de los humanos y animales, así como de la combustión. No fue hasta que los experimentos de Priestley llegaron a Antoine Lavoisier a finales de 1775 cuando todo comenzó a tomar un poco más de sentido. Lavoisier repitió los experimentos de Priestley y ante los resultados no tuvo duda de que el aire descubierto no era aire deflogisticado, sino el “principio activo” de la atmósfera. Con una serie de experimentos demostró que este aire se encontraba en el aire común en una proporción del 20%, y demostró que era el culpable de la combustión, la oxidación y la respiración. Finalmente, le dio el nombre de oxígeno en 1789.

Tomado de: http://recuerdosdepandora.com/ciencia/quimica/joseph-priestley-elhombre-que-descubrio-el-oxigeno/#ixzz22EzghPgh

80

This article is from: