Cuaderno relatos miedo

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Cuadernos de biblioteca

Relatos para PASARLO DE MIEDO 6



Relatos para PASARLO DE MIEDO 6


Cuadernos de Relatos nº 15 Colección dirigida por Francisco Javier Aznar Con la colaboración de Mercedes Ortiz

PRIMERA EDICIÓN, 2014 Ediciones de la Biblioteca Departamento de Edición Maquetación: Mª Pilar López Pérez IES Goya Avd. Goya, 45 50006 ZARAGOZA


Esmeralda, la ciudad sin nombre

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Paula Díaz Rincón, 1º D ESO

l acercarme a la ciudad sin nombre me di cuenta de que estaba maldita…

Habían transcurrido varias horas desde que empecé este largo e inquietante viaje y no me había dado cuenta de que la fría noche se echaba sobre mí. El misterio envolvía la ciudad y el aire pesado no hacía más que acrecentar mis temores más profundos. La leyenda cuenta la historia de que esta ciudad, antaño llamada Esmeralda, fue un sitio agradable habitado por grupos de familias que habían emigrado para trabajar en la explotación de sus minas de piedras preciosas. De ahí su nombre. Gracias al trabajo laborioso y, sin duda, muy duro de sus habitantes, la ciudad de Esmeralda prosperó en un tiempo récord, sembrando cierta envidia entre los pueblos más cercanos cuyo progreso nunca rozó las expectativas de los más optimistas. Ellos carecían de explotaciones ricas en minerales y dependían casi exclusivamente del cultivo de sus tierras. La vida transcurría apaciblemente hasta que aconteció el fatal suceso... En una fría y otoñal noche, Hannah, de 12 años, hija del capataz de la mina y co-fundador de la ciudad, desapareció misteriosamente… La conmoción en la ciudad fue de tal magnitud que durante meses se organizaron partidas de búsqueda por grupos nocturnos y diurnos; sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos, el cuerpo de la niña nunca apareció y la desconfianza de sus habitantes aumentó a medida que pasaban los días. En un primer momento, la propia familia de Hannah fue el punto de mira de acusaciones infundadas. Julia, su madre, perdió el juicio y finalmente fue internada en un hospital psiquiátrico. Marcos, su padre, se quitó la vida porque ya no se sentía vivo desde la desaparición de su hija y el internamiento de su amada esposa. Posteriormente, las acusaciones entre vecinos se fueron sucediendo con la misma celeridad que prende una mecha, y la desconfianza quebró la paz reinante hasta entonces en la ciudad. Poco a poco, como un goteo lento y pausado, los habitantes fueron abandonando la ciudad hasta que ningún alma habitó en ella. Nadie regresaría jamás, nadie volvería a pronunciar su nombre: Esmeralda. La misteriosa desaparición de Hannah acabó con la fe y la buena voluntad de sus habitantes y arrasó con su futuro. Los vecinos de las poblaciones cer-

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canas nunca más se acercaron por temor a ser también acusados. La desconfianza y el temor reinaban ahora no solo en Esmeralda, sino también en los demás pueblos y ciudades. Los años se sucedieron en un letargo silencioso, excepcionalmente interrumpido por la visita fortuita de algún viajero extraviado por el camino. En ocasiones, algunos visitantes llegados a la ciudad con total desconocimiento del misterio irresoluto habían huido despavoridos tras haber visto una figura humana con apariencia de niña, vestida con un largo camisón blanco, deambulando, casi flotando, por las calles desiertas de la siniestra ciudad. Otros testigos habían oído sollozos. La voz de una niña que pedía auxilio a sus padres para que fueran a buscarla porque estaba perdida y tenía miedo de la oscuridad y del silencio… Yo no soy un viajero fortuito y casual. He venido a Esmeralda para ser testigo de algo en lo que no creo. Quizás mi poca objetividad sea un inconveniente para desenterrar un misterio que acaso quiera permanecer oculto, dada su naturaleza increíble, dolorosa y cruel. Tras permanecer casi toda la noche expectante por las calles desiertas y frías, una espesa neblina envuelve todo mi cuerpo. Siento un agónico escalofrío… No estoy seguro, pero casi podría afirmar que he visto una figura casi flotando por la calle… y el frío ya ha calado en mis huesos… Es imposible, no quiero creer pero soy testigo: ¡He visto a Hannah, con su largo camisón blanco…! La pequeña ha desaparecido, ha traspasado el umbral de la puerta que un día compartió con su familia, con todo un pueblo próspero y con un futuro prometedor. Y yo he sido testigo y me hallo aquí, solo, impotente ante tal hallazgo y solo puedo pensar que existe algo más allá en esta vida.

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Paula DĂ­az

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Aquel verano espantoso Cristina Guillén Peña, 3º A – ESO

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amás olvidaré aquel espantoso verano hace dieciséis años. Era mitad de julio. Mi madre iniciaba las vacaciones y todo estaba planeado desde hacía meses. Nos íbamos a ir a un camping. Al fin llegó el día más esperado. Nada más bajar del coche, montamos la tienda de campaña y descargamos todas las maletas. Mientras mi madre conocía a nuestros vecinos de la parcela de enfrente, me fui a dar una vuelta para conocer las instalaciones. Había caravanas, comanches, furgonetas… pero hubo una autocaravana que me llamó la atención. Era enorme, con su cenador, su televisión, su mesa, sus sillas… No pude reprimir las ganas de conocer a los dueños, una familia de cinco personas y un perro. Los hijos, dos gemelos de catorce años, llamados Daniel y Raquel, y su hermano, de apenas dos años, me parecieron encantadores. Llevaban veraneando en ese camping desde los ocho años y a lo largo de los sucesivos veranos habían hecho buenas amistades. Me acompañaron en mi recorrido por el camping y me presentaron a sus amigos: Jaime, de la misma edad que los gemelos, Álex de 13 años, Claudia de 15 y Andrea de 11 años. Me explicaron un poco su día a día allí y quedamos en volvernos a ver después de cenar. Todos los días acudíamos al parque. Una noche, cuando estuvimos reunidos, nadie sabía qué hacer. —Oye, ¿conocéis aquella casa que está en la colina?— preguntó Claudia. —Sí—afirmó Jaime—, pero me han dicho que es mejor no ir. Todos dicen que alrededor de esa casa se escucha a una mujer gritar. Nadie ha tenido el valor de entrar allí. ¿Por qué te crees que está aislada? —Ah, no sé, pero yo nunca he oído decir nada de eso. —Yo fui hace dos años y se escuchaban ruidos de cadenas—comentó Daniel con cara de miedo, como si lo estuviera viviendo ahora mismo. —¡Vamos, no seáis miedicas! —exclamó Claudia—. Seguro que no es para tanto. Yo quiero saber qué hay dentro. ¿Quién se apunta a venir mañana?— repitió. Hubo un silencio tenso como elocuente respuesta, aunque al cabo de un rato, tras la insistencia de Claudia, todos accedimos. En el fondo nos carcomía la curiosidad. Al día siguiente, solo pensábamos en ir a la casa maldita. Nadie había conseguido dormir de un tirón la noche anterior y, por la mañana, todos eludíamos el asunto, incluso evitábamos estar juntos para que los mayores no sos6


pechasen nada sobre nuestra próxima aventura nocturna. A las diez y media, emprendimos el camino hacia la casa. Íbamos hablando unos con otros, escuchando la música en el móvil para evitar pensar en la locura que estábamos cometiendo. Una vez llegados allí, se hizo el silencio. ¿Escucharíamos algún grito, alguna voz de muchacha, algún ruido de cadenas arrastradas...? Nada. Nos acercamos a la puerta de madera. Estaba vieja y enmohecida a causa de la humedad; apenas se mantenía en pie. —¿Quién la abre?— preguntó Alex. Nadie contestó. —Bueno, ya veo que lo tengo que hacer yo— gruñó. La puerta fue cediendo poco a poco. Chirriaban las bisagras. A todos nos recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. —Venga, ¿quién es el valiente que entra el primero?— retó Jaime, que era el que más lejos estaba de la puerta. Alex se asomó. No vio nada raro. Entró al pasillo. Se encendió una luz y salió corriendo. —Ahora que mire otro— pidió con voz temblorosa. —Entro yo—dijo Claudia dando un paso adelante—. De verdad que sois unos cobardes — añadió en un susurro. Entró, avanzó un par de pasos y se detuvo. Abrió una puerta. Era el salón. Había cuadros, dos sofás viejísimos, una librería altísima y olía a humedad. —Anda, entrad, que no se os va comer nadie. Es una casa normal y corriente. Entraron en fila pero todos muy juntos; nadie quería ir solo. Se encendió la luz de aquella estancia donde nos encontrábamos al tiempo que la del pasillo se apagaba. —Claudia, sí, una casa normal y corriente. Por eso se nos enciende la luz por donde pasamos, así, como por arte de magia—dijo Raquel en tono burlesco. De repente, oímos un ruido: algo se había movido o caído. Callamos. Me di la vuelta y miré en el sillón. Había sangre en él. Nos quedamos pálidos. Alex salió corriendo para saber qué había pasado cuando se oyó un portazo: la puerta de la entrada estaba encajada de tal manera que no se podía abrir. Todos sabíamos ya que no había sido buena idea visitar la casa encantada de la colina: ruidos en el piso de arriba, gritos, crujidos de la madera como si alguien se estuviera acercando… Muertos de miedo, intentamos escapar, pero era imposible. Con ayuda de la linterna que llevábamos buscamos una salida. En el baño nos detuvimos. Era pequeño: un inodoro, un lavabo, un espejo muy pequeño rayado y una bañera cubierta con una cortina. Presentíamos algo extraño: como si hubiera alguien más con nosotros. —Creo que hay algo en la bañera. Mirad como está la cortina, como si tirase de ella algo hacia abajo—. En el rostro de Claudia se reflejaba el miedo por primera vez. 7


Daniel, Alex y Raquel se acercaron e intentaron quitarla. Sin duda algo muy pesado lo impedía. —No sé si será buena idea el descorrerla. Creo que no debemos saber qué oculta—dijo Alex. Claudia, ya recobradas las fuerzas, con tirón brusco consiguió apartarla. Lamentó haberlo hecho: en la bañera, llena de sangre, yacía el cadáver de una mujer de unos veinticinco años. Presentaba cortes en el cuello. —¡Tenemos que salir de aquí!— gritamos todos. Corríamos hacia el final del pasillo cuando se nos apareció la misma mujer. —Ayudadme a salir de aquí, ayudadme—nos decía con voz entrecortada. —¡Eh chicos, por la ventana del comedor, venid aquí!—nos dirigió Claudia, tratando de escapar y salir de ahí antes de que el espíritu llegase a nosotros. Todos la seguimos y entramos en el salón donde habíamos estado anteriormente. —Que alguien cierre la puerta, así no entrará—ordenó Alex. —Pero si es un fantasma. Atraviesa paredes—objetó Jaime. Cuando solo quedaban Claudia y Alex en la casa, se empezó a ver traspasar la puerta a la mujer. —Date prisa Alex, tengo miedo —En eso estoy. Yo también tengo miedo —gimió Alex mientras saltaba el último por la ventana. Todos corrieron hasta la zona del camping iluminada. Allí se detuvieron, descansaron y se relajaron. —Pensé que ya no lo contaba—comentó Raquel. Todos asintieron con ella. Desde aquel día, todas las noches me acuerdo de aquello. Éramos buenos amigos, pero después de esa noche, nuestra amistad se debilitó y poco a poco fue perdiéndose. Cuando estábamos juntos solo hablábamos de aquella mujer, nos hacíamos preguntas y revivíamos aquellos ataques de pánico, los escalofríos y pensamientos que tan solo de recordarlo me siguen atormentando hoy.

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Mi amigo Mike Andrea Bueno, 3ºB - ESO

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l abordar las circunstancias que han provocado mi reclusión en este asilo para enfermos mentales, soy consciente de que mi situación no es tan común como se decía y yo llegué a creer, o, al menos, no es tan habitual como la de los demás. Estoy sentada frente a una pequeña ventana enrejada, en una habitación con las paredes de color verde pastel. Únicamente hay un reloj y una cama. Me dejo caer sobre ella y chirrían todos los muelles. “¿Qué haces?” Me vuelvo. ¡Qué susto!, es sólo Mike. Está raro. Sus tonalidades son más tristes de lo habitual y muchas de ellas se confunden unas con otras; su sonrisa no está tan delineada como la última vez, ni sus ojos, ni su nariz. “Ves, Hannah, estamos aquí otra vez por tu culpa, por no haber seguido bien mis pasos. Soluciona esto. Solo metes la pata una y otra vez. Muévete, no queda tiempo”. Brotan lágrimas de mis ojos. “No, pequeña, no te sientas culpable, hiciste lo que te dije y eso está bien, es lo que quiero y quieres, ¿verdad? Ahora sólo tienes que sacarnos de aquí”. Asiento con la cabeza mientras él me da un beso en la frente dejando pintura roja en ella. Me levanto para ver la hora. Las nueve en punto de la noche. Me vuelvo para preguntarle qué tiene pensado para escaparnos esta vez. Mis ojos no lo encuentran, ya me había dejado sola. Abren la puerta. Es una señora bajita y rechoncha, una peonza. Sonrío. —Es su turno para ir al baño, vamos— me ordena haciendo un gesto con la cabeza señalando lo que tiene detrás. Veo a aquel hombre disfrazado de payaso ¿o es un payaso? Ese hombre me acompaña desde que fui al circo de terror. Entonces leo en una placa el nombre de la peonza. —Begoña… podría hacer la vista gorda dejándome ir sola. Sé cómo funciona esto y me siento incómoda con usted detrás de la puerta del servicio— trago saliva con mi petición, forzando una sonrisa. —Pues si supieras cómo funciona esto, no me intentarías convencer de que me quedase aquí. Venga. De repente Mike me mira enfadado. Mis latidos se aceleran, sólo oigo el bombeo de la sangre y mi respiración. Me convierto en Mike, ahora soy él ¿o siempre lo he sido? Mi sonrisa desaparece, mis pupilas se dilatan. Siento cómo se estremece ante mí. Oigo mis carcajadas. Escucho a Mike en mi cabeza pensando lo que voy a hacer y felicitándome por lo bien que lo estoy haciendo.

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Me echo sobre la enfermera, la agarro del cuello clavándole las uñas. Se pone roja como la sangre, que ahora brota de mi boca sin sentido. Me río. “Venga, aguanta, lo estamos haciendo muy bien”. Una y otra vez las palabras rebotan en mi cabeza. La tiro al suelo y sigo apretando. Entonces me doy cuenta de lo que estoy haciendo, pero es tarde, sus ojos están blancos, contrastan con mis negras venas, por las que circula la ira. Diez. Es la décima vez que hago esto y sé cómo acaba. Lloro como un recién nacido mientras, desde la otra punta de la habitación, me aplaude Mike. Ha recobrado el color. Sus tonalidades son vivas, vuelve a tener su sonrisa dibujada de oreja a oreja pero… querrá más la próximas vez. Y yo haré todo lo que me pida, para que siga a mí lado; es el único que me queda. Pienso en Begoña y me arrepiento, pero, al fin y al cabo, a todos les va a tocar tarde o temprano. Cojo del bolsillo de su bata la tarjeta que abre todas las puertas del sanatorio-. Antes de escaparnos, le digo al oído con lágrimas. —Gracias Begoña.

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Gente gris Pilar Aznar Revuelta, 3ºB - ESO

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amás olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años. En aquel sofocante verano viví una experiencia reveladora. Ahora sé quién soy yo y quiénes son los míos. Hace dieciséis años, un día caluroso en que creía encontrarme absolutamente sola, me decía a mí misma: La gente ya no escribe con papel y bolígrafo; la gente ni siquiera escribe. Excepto yo, que lo hago con mi máquina de escribir. Utilizo esta antigua máquina de escribir porque, al pulsar cada tecla, el sonido que reproduce me recuerda al de un disparo. He llegado a la conclusión de que el cielo es demasiado azul para gente tan gris y solitaria como yo. No sé ni qué hago aquí. Estoy sola en una habitación manchada por la sangre de un sufrimiento interno, humedecida por mis lágrimas. Pero esta máquina de escribir me tranquiliza; ese es mi mundo: escribir. Sé que en muchos aspectos nunca he sido como las demás niñas. Mientras ellas pedían muñecas por Navidad, yo, insistentemente, suspiraba por una máquina de escribir. Y desde que la conseguí, no he necesitado nada más. La mía era una máquina distinta a las demás: antigua, recia, hermosa. Mis padres la adquirieron por internet y desde entonces quise saber quiénes habían sido sus dueños, los anteriores amos de mi tesoro. Hoy he investigado y ya sé cuál es su procedencia. Sé de dónde viene y me dirijo con paso firme hacia las ruinas de la casa en la que estuvo viviendo esta Remington. Me presento allí. Me meto en la extraña y vieja casa de madera, decidida a pasar una noche en el lugar donde se escuchó tantas veces el sonido de las teclas de mi máquina de escribir. Una noche fatalmente reveladora que permanecerá en mi recuerdo el resto de mi vida. Cuando la luz deja paso a las negras sombras, me siento en una habitación, la que menos escalofríos me provoca, y espero. A través de una de las ventanas veo la luna apenas cubierta por alguna nube. Hace calor. Espero a que suceda algo. Estoy a punto de dormirme cuando noto que una extraña y lánguida presencia me abraza. No me estremecí. Me sentí querida. Sentí alivio. Tal vez fuera gente tan gris como yo me veía a mí misma en aquel momento. Gris como la máquina 11


de escribir. Tal vez aquella máquina te teñía de su color, el gris. O tal vez yo estuviera equivocada y lo que me parecía gris pudiera llegar –y llegó– a brillar hasta deslumbrar al mundo.

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Muñecos de tela Andrea García Andrés, 3º C - ESO

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l acercarme a la ciudad sin nombre me di cuenta de que estaba maldita. La niebla que se divisaba desde la ventana de Grace era espesa como la espuma de la mar. Grace había salido a pasear como solía por los bosques de su pequeño pueblo. Era una noche de invierno y hacía mucho más frío que de costumbre, por lo que no la acompañé en su paseo nocturno. Grace era una chica delgada, prácticamente sin curvas, de mediana estatura. Su piel era de un tono muy pálido. Sus labios, carnosos, siempre estaban agrietados a causa de las muchas veces que se los mordía cuando estaba nerviosa. Su pelo, largo y negro, le llegaba hasta el busto. Nos habíamos conocido por casualidad y ella se había mostrado muy hospitalaria conmigo. Estaba a gusto en su casa. Habían pasado varias horas desde que Grace salió de casa, así que decidí esperarla con dos tazas de café bien calientes. El café ya se había quedado frío cuando decidí salir a buscarla al bosque. Cogí mi abrigo, me lo coloqué y dejé la casa pensando en qué podría haberle ocurrido. Anduve durante quince minutos por el bosque hasta que encontré en la nieve la bufanda gris de Grace. Me puse muy nervioso y empecé a pensar en que podrían haberla secuestrado o haberle sucedido algo mucho peor; pero decidí mantener la calma. Tuve que recordarla y así convencerme a mí misma de que Grace era tan despistada que cabía la posibilidad de que se le hubiera caído la bufanda y no se hubiera enterado hasta sentir frío el cuello. ¡Grace!, ¡Grace! —grité sin respuesta. Seguí caminando. Miraba en todas direcciones. Los árboles eran cada vez más frondosos y la noche se iba cerrando a mi alrededor. Debían de ser ya entre las dos y las tres de la madrugada. Me agaché cuando pude distinguir algo en la nieve que no era blanco; palpé con mis manos y acerqué los dedos hasta mis ojos. ¡Eran restos de sangre! Me levanté del suelo tratando de no imaginarme lo peor y, casi ahogado por los violentos latidos de mi corazón, seguí el rastro que había sobre la nieve. Los restos de la sangre me llevaron hasta el lago. Allí la vi. No era mi imaginación, no. Ella estaba ahí. Yacía en el suelo. Con la respiración entrecortada, me acerqué lentamente hasta donde se encontraba. Su tez estaba más pálida que de costumbre, rocé su cuello y noté cómo la sangre lo recorría. No respiraba.

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Mis ojos rodaron hasta la orilla del lago y se detuvieron al encontrar una muñeca de tela. Era prácticamente igual a Grace; solo las diferenciaba que la muñeca no llevaba zapatos y tenía el pelo más corto. Me acerqué de nuevo a Grace, cada vez más nervioso, y pude comprobar que sus pies estaban completamente desnudos y que su pelo ya no le llegaba hasta el busto; ahora apenas rozaba sus hombros, como el de la muñeca. —¿Quién había sido capaz de hacerle esto a ella?— me pregunté fuera de mí. Estaba muy asustado y retrocedí unos pasos tambaleándome. La vista se me nublaba por el dolor y las lágrimas. Noté que alguien, con enorme fuerza y decisión, me agarraba de la boca desde atrás. Lo único que pude ver, antes de caer al suelo, fue que sus manos sujetaban un muñeco de tela prácticamente idéntico a mí. Una amarga y escalofriante carcajada fue lo último que escuché resonar hasta en los confines de la ciudad sin nombre.

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Apariciones del más allá Deborah Herraiz Martínez, 3º C – ESO

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amás olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años, cuando ciertas vibraciones, provenientes con toda seguridad del más allá, consiguieron penetrar mis sensibles y atentos tímpanos en aquel sanatorio de Agramonte. Todo comenzó una noche, una noche cerrada y cualquiera, en la que no podía dormir. La manecilla más grande del reloj hacía rato que permanecía inmóvil en el número tres, mientras que el segundero avanzaba lenta y ruidosamente: tictac, tic-tac, tic-tac…, con el mismo ritmo que el viento mecía los árboles y hacía chocar sus ramas contra el cristal de mi ventana produciendo unos chasquidos que, sin saber muy bien por qué, a mí, a pesar del calor de la noche, se me antojaron escalofriantes. La oscuridad de mi dormitorio era rota por intermitentes haces de luz: mi padre había vuelto a dejarse encendida la televisión. Fui a apagarla pero estaban emitiendo Cuarto Milenio, uno de mis programas favoritos; así que decidí quedarme en la penumbra del salón y dar una tregua a un insomnio que me perseguía durante horas cada noche desde hacía un par de días. En este episodio hablaban acerca del antiguo sanatorio de tuberculosos de Agramonte, en el Moncayo. Evidencias paranormales rondaban aquella noche el plató de Cuarto Milenio... Lo siguiente que recuerdo es despertarme en el sofá por un molesto rayo de luz que intentaba con éxito abrir mis somnolientos ojos. Aquel día, en el desayuno, les hablé a mis padres acerca del hospital que me había mantenido en vela hasta hacía aproximadamente solo dos horas y, sin pensarlo dos veces, decidimos ir a visitarlo: son un par de incorregibles aficionados a los asuntos paranormales. Mi padre preparó tres cámaras y unas cuantas grabadoras; no quería volver a casa con las manos vacías. Si íbamos, decían, era para vivir nosotros también, en cierto modo, alguna experiencia sobrenatural. Una vez allí, nos adentramos en sus tenebrosos pasillos cuyas paredes me parecieron estar recubiertas de sufrimiento y dolor. En aquel lugar cientos de personas tuvieron que enfrentarse a complicadísimas operaciones de pulmón comparables a verdaderas torturas y a inhumanos tratamientos médicos. El sanatorio está en peligro de derrumbe. Pero todo eso ni nos amedrantó ni nos impidió descender hasta la intrincada red de túneles que yace bajo sus

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inestables cimientos, donde se encuentra el viejo horno en el que quemaban los cadáveres. Una vez allí abajo, junto al crematorio, encontramos una sala un tanto extraña. Las paredes estaban repletas de instrumentos que, seguramente, produjeron un sufrimiento atroz. El centro de la aterradora habitación lo ocupaba una oxidada camilla con correas de contención y viejas manchas de sangre reseca. Mi hermano pequeño, de cuatro años, no paraba de decir que quería jugar con una niña que también visitaba el viejo sanatorio e iba detrás de nosotros. Como ninguno la habíamos visto, no le hicimos mucho caso y continuamos con nuestros comentarios, nuestras fotos y nuestras grabaciones. Todo nos parecía cada vez más tétrico y escalofriante. De pronto, mi padre, chillando con todas sus fuerzas, grito: ¡CORRED! Asustados, todos le seguimos hasta alcanzar a trompicones la salida. Una vez allí, a salvo de no sabíamos qué, intentamos calmarlo para que nos explicara qué le había sucedido. Mientras se apaciguaba el oleaje de su agitada respiración, nos dijo que había oído, o creído oír, una voz aguda conminándonos a abandonar las entrañas de aquel inhóspito lugar. Ninguno de nosotros lo tomó demasiado en serio. Seguro que, al final, a pesar de su aparente aplomo, mi padre se había sentido sugestionado por las historias individuales de los enfermos que, tras una lenta agonía, pudieron morir en el sanatorio y le había salido su faceta de protector de la familia. Regresamos a casa tranquilamente e incluso bromeamos a propósito de su súbita pérdida de control. Cuando ya relajados en el salón de nuestra casa repasamos una a una todas las grabaciones, algo llamó nuestra atención: ahí estaba, justo detrás de mi hermano, una niña que, con un gran sufrimiento en su voz y en su rostro, nos decía: —Quiere que os vayáis... Todos los escalofríos que pudierais imaginar recorrieron cada centímetro de mi cuerpo; no dábamos crédito. ¿Nos estaríamos sugestionando de nuevo? ¿Era aquello real? Las imágenes eran confusas, carecían de nitidez pero todos creímos ver y oír lo mismo. Revisábamos la cinta una y otra vez para asegurarnos de que nuestros sentidos no nos traicionaban. Aquello no tenía explicación racional. Pasó el tiempo y olvidamos el incidente. Dos meses más tarde, en el instituto, me pidió un profesor que eligiese una noticia para exponer en clase. Compré el Heraldo de Aragón para seleccionar la que me pareciese oportuna para mi trabajo escolar. No tuve que buscar mucho. Me detuve aterrada en la tercera página. Ahora comprendo que aquel fue el suceso más espeluznante e inquietante que he vivido nunca. Allí estaba, ante mis ojos, en la tercera página: “Son hallados los restos de una niña en el sanatorio de Agramonte del Moncayo, en Aragón. Estos se encontraban terriblemente emparedados en una de las diversas salas de tortura que esconde este aterrador antro de dolor, junto con varios mechones de pelo, dientes de leche y fragmentos de uñas. La autopsia de los restos de la menor indica que fue torturada brutalmente y emparedada cuando su cuerpo aún alentaba vida.”

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Hoy por ti, mañana por mí Leyre Montañés Bericat, 3ºC – ESO

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amás olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años. Mis padres habían planeado unas vacaciones para finales de julio. Siempre quisimos alquilar una casa rural y mi madre encontró una a muy buen precio; así que decidimos irnos una semana. Tardamos dos horas en coche en llegar a la casa. Era enorme, hecha de madera y con unas ventanas con vistas a las altas montañas. Corriendo, me metí en la casa y me instalé. Estaba muy contenta ya que nunca nos íbamos de vacaciones, y ese sitio me encantaba. Ese mismo día por la tarde les propuse a mis padres dar un paseo por el bosque y ver el riachuelo, pero, como estaban muy cansados, no quisieron y me fui yo sola. Mi padre me repitió una y otra vez que tuviera mucho cuidado y que volviese antes de que anocheciera. Me cogí una chaqueta y salí a dar el paseo. Todo era precioso, pero al cabo de una hora, cuando ya iba a volver a casa, me di cuenta de que no recordaba el camino de vuelta. Me había perdido. De repente oí un ruido, como una pisada, me di la vuelta y vi a una mujer bastante vieja pero con una mirada que, sin saber por qué, me daba confianza. Se acercó a mí lentamente y me dijo: “¿Te has perdido?” Yo, con la voz entrecortada, le respondí que sí. Sonrió y me tranquilizó: “Yo sé cómo se va a tu casa. Te puedo acompañar si quieres”. Confusa, asentí, no tenía otra salida. “Sígueme”, me pidió. Mientras caminábamos, yo estaba pensando de dónde habría podido salir aquella señora. Era todo muy raro y me daba mala espina. Ya era de noche y mis padres estarían preocupados. Cuando divisé la casa, fue como volver a respirar; mi angustia desapareció y le di las gracias a la señora. No sabía qué más podía decirle, así que abrí la puerta para entrar en mi casa cuando ella me advirtió: “Hoy por ti, mañana por mí”. Me quedé mirándola, perpleja, y ella sonrió. Se lo conté todo a mis padres, pero no me creyeron. Enfadada, me fui a mi habitación y me puse el pijama. Me lavé la cara y, cuando levanté la vista para mirarme en el espejo, vi a la señora reflejada en él. Me di la vuelta rápidamente, con el corazón latiéndome a cien por hora, pero ahí no había nadie. “Serán imaginaciones mías”, pensé. Miré otra vez al espejo, asustada, y entonces leí sobre la superficie una frase que decía: “Hoy por ti, mañana por mí.” Me ahogué en un grito de horror y mis padres vinieron corriendo. Yo, primero, cubrí mi rostro con mis manos; lloré y, luego, froté con fuerza el espejo con ayuda de una toalla Mis padres no entendían nada. Empezaron a preocuparse. ¿Estaría su hija perdiendo la razón? ¿Qué había experimentado en ese paseo a través del bosque? Aún hoy siento escalofríos cuando pienso en aquel verano. No me dejan 17


mirarme en ningún espejo. Cada vez que lo hago, veo el rostro de aquella vieja en vez del mío. Los psiquiatras me estudian con atención. Nadie me cree, pero yo os lo prometo. Lo que os cuento fue real.

Miguel Pascual

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Una fiesta de máscaras sin fin Anna González, 4º C – ESO

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l acercarme a la ciudad sin nombre me di cuenta de que estaba maldita. Fue un terror, un escalofrío, una sensación que me invadió desde lo más profundo de mi alma. Saqué el extraño sobre de suave piel que había recibido unos días antes. En su interior, solo había encontrado una carta escrita con algo similar a la sangre en la que se detallaba un lugar y una hora junto a una enigmática orden: “Ponte una máscara que lo oculte todo menos el deseo”. Cumpliéndola, había ocultado mi rostro con una máscara de un lobo monstruoso. Era la noche de Difuntos. A medida que iba dejando calles atrás, iba creciendo en mí el pensamiento de que aquello era un pueblo fantasma. No había ni un alma, nada. Cuando llegué a la vía principal vi a un grupo de cinco personas, tan perdidas como yo, que portaban la misma carta. Me uní a ellas y, tras unas efusivas presentaciones, nos encaminamos al edificio donde se celebraría la supuesta fiesta. Nuestra sorpresa fue mayúscula al encontrarnos en medio de un tenebroso cementerio, frente a un gigantesco mausoleo con dos figuras demoníacas custodiando la entrada, que quedaba oculta tras sus alas. El señor Braun, un hombre que aparentaba más edad que los demás y se ocultaba tras un rostro lleno de ojos y dientes afilados que dejaban escapar una lengua afilada, encontró una aldaba escondida en la mano de uno de los demonios. La asió y golpeó con ella una puerta invisible. De inmediato, las alas se replegaron y los guardianes se doblaron, invitándonos a pasar con una reverencia. Una doncella con cabeza de calabaza apareció tras la puerta y, con un tono jovial y entusiasta, nos condujo por el interior de la tumba hasta una gran sala de baile decorada con tapices, hermosos cuadros, esculturas y cortinas de terciopelo. A los lados, dejando un considerable espacio en el centro, había innumerables manjares expuestos en largas mesas con manteles bordados. En el centro mismo de la sala, un hombre enorme con un elegante traje y una cabeza igual a la de su sirvienta nos recibió con una exagerada sonrisa. -Bienvenidos a mi mansión. Mostrad vuestros deseos sin temor y que empiece la fiesta. Con estas palabras pronunciadas en un tono de ultratumba, las estatuas empezaron a tocar un irresistible vals. Sin poder evitarlo, mi cuerpo se empezó a mover solo. Tomé con delicadeza a la señorita Kirschtein, enmascara19


da como un extraño cuervo. De esa forma, todos nos emparejamos y empezamos a seguir la música. Pronto olvidé dónde estaba o, incluso, que los vacíos ojos del hombrecalabaza nos observaban. Solo deseaba bailar, comer y disfrutar como nunca antes. Tras bailar durante horas y degustar el banquete, fui guiado por la señora Arlert hasta una sala privada que me había pasado desapercibida. Antes de poder entender qué pasaba, nos encontramos disfrutando de un placer que traspasaba la carne, con los rostros cubiertos y los cuerpos desnudos. Nunca me sentía fatigado, triste, hambriento… Parecía como si aquella música bastase para llenar todos los vacíos de la naturaleza humana. El tiempo no transcurría, o quizá fuese la ausencia de relojes o ventanas lo que me diese esa sensación. Nada de lo que antes me había importado ahora tenía siquiera sentido. Probé a cada uno de mis compañeros de travesía, saboreé cada uno de los placeres terrenales, gocé de la mayor de las euforias… Quizá pasó un día, quizá un año o quizá diez. No lo sé. Pero llegó un momento en el que recordé que tenía una vida fuera de esa prisión de mármol y piedra. Tenía hermanos, un trabajo digno… Me detuve en medio de aquel jolgorio y llevé las manos a la máscara. Sin embargo, al intentar quitármela vi que era imposible. Como si aquella fuese una señal, la música paró y nuestro anfitrión volvió a aparecer y se situó en el centro de la sala, soltando una macabra carcajada. -¡Ahora que el deseo os ha poseído, es hora de que os convirtáis en lo que realmente sois! ¡La máscara elegida por vosotros mismos será el rostro que luciréis por el resto de la eternidad! ¡Cambiad! ¡Cambiad! ¡Cambiad! Su orden, repetida tres veces, hizo que un calor infernal envolviese mi cuerpo. Caí al suelo consumido por un dolor atroz mientras sentía cómo la máscara penetraba en mi piel y todo mi cuerpo se retorcía, intentando adoptar rasgos caninos, como si una bestia tratase de apoderarse de mí. Caí inconsciente y, cuando me recuperé, vi que todos éramos lo que habíamos sido desde que entramos en el mausoleo. La señorita Kirschtein tenía plumas por todo el cuerpo y un par de alas negras desgarraban su espalda. El señor Braun se había convertido en un horrible monstruo con ojos erráticos y una lengua viperina que segregaba saliva sin parar. La señora Arlert, una horrible muñeca de porcelana sin ojos. El señor Springer se había transformado en una especie de simio humanoide con horribles incisivos. Por último, la señorita Leonhardt ahora era un esqueleto con un bonito vestido. De alguna forma, aquello no nos provocó pavor o asco. La Calabaza había desaparecido y todos supimos al instante cuál sería nuestra misión a partir de ese día. Pero ahora, debo dejar de escribir. Vuelve a ser noche de Difuntos y este año me toca a mí recibir a nuestros invitados.

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“Quien sabe de dolor, todo lo sabe” (Dante Alighieri) Elvira Muzás Crespo, 4ºC - ESO 20 de noviembre Al abordar las circunstancias que han provocado mi reclusión en este asilo para enfermos mentales, soy consciente de que han cometido conmigo una injusticia, porque me considero un adelantado a mi época. Jamás entenderán ni comprenderán el tremendo valor de mi labor para con la sociedad. Es más, creen que merezco pudrirme en este antro inmundo, insensible y apático. Aún no he visto este lugar con luz, me encerraron aquí cuando era noche cerrada. Me parece lógico. Quizá el mundo se sublevara si supiera que alguien que ha procurado la mejora de la comunidad está encerrado en este lugar. Ahora, tan solo me queda rezar. 24 de noviembre Paredes blancas me rodean, impolutas y perfectas, sin la más mínima hendidura o grieta visible, imposibilitando mi salida. Pienso que si este lugar es para dementes, los cuerdos nos volvemos locos. Solo una puerta de hierro desbarata la linealidad blanca y gélida de mi celda. De vez en cuando se abre y deja pasar a una enfermera y a un policía. Me traen esa bazofia a la que se atreven a llamar festín de forma jocosa. Raramente parece digerible. Ellos creen que le causaría algún dolor a esa cruel muchacha, pero es él quien me interesa. Me asquea la forma en la que la mira, sin ella tan siquiera darse cuenta. 30 de noviembre Insisto en hacer un diario para relatar mis sufrimientos y que la injusticia con la que me han tratado no quede en el olvido. Una libreta y un bolígrafo fueron las pocas cosas que me permitieron conservar. Hoy, un recto y estirado neurólogo ha decidido al fin obsequiarme con el placer de su visita. Ha ido directamente al grano y, sin más preámbulos, ha expresado su voluntad de beneficiarme; todo ello bajo ciertos términos. Yo, sin ningún tipo de duda, he rechazado su oferta. ¡Aquí no hay más loco que él! Espero ansioso el día en el que el Señor descargue su ira contra ellos. 2 de diciembre Por las noches, unas voces susurran suaves. Son ellos, suponiendo que así suprimirán mi constancia. Me estremezco y suspiro, solo esperando a que ce-

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sen en sus lamentos y sollozos. Estoy en la más entera tenebrosidad y, si hace poco pensaba que no había salida ninguna, mi parecer ha cambiado. Oigo las sombras en la noche, los recuerdos en mi memoria, y el desasosiego me embarga, haciendo que dude de pasadas decisiones, tan diáfanas entonces. Me siento tal y como el antiguo maestro, desterrado de su urbe por culpa de la envidia. 6 de diciembre Se descubre ante mí un mundo aciago y un incierto destino. Los hechos recientemente acontecidos me invitan a pensar que pronto me será imposible escribir y tan siquiera poder comunicarme de ninguna forma. Me han conducido a una sala. Allí me han obligado a tumbarme y han hecho una de las tareas más horribles jamás realizada a un ser humano. Aún recuerdo cómo aquella cruel enfermera elevaba el cursor, viendo cómo la corriente se abría paso a través de mi cerebro, agitándome, perturbando y trastornando mi mente. No seré el primero ni el último de los de mi clase que servirán de conejillos de indias, creyendo que la noble tarea que Dios nos encomendó será olvidada por nuestras inocentes almas. 2 de enero La santa cruzada que acarrea mi conciencia al fin podrá ser reanudada. He descubierto la forma de salir de aquí. No la dejaré plasmada en este papel, sin embargo, para que los mismos errores cometidos conmigo sean la puerta que libere al resto de mis hermanos. ……………………….. Dos noches más tarde, aquel hombre salió por la puerta, más libre que nunca y tan decidido como siempre. Caminó entre las ramas de los árboles, atravesando obstáculos físicos y mentales, sin tan siquiera aminorar su velocidad y tesón. En cuanto llegó a la civilización, se dio cuenta de que esta es una tierra llena de pecadores. Dispuesto a todo, comenzó la purga, sin más arma que sus propias manos. Lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia, soberbia. Todas ellas condenadas a los ojos de Dios y de los sabios. Tras de sí dejó un rastro de dignos ejemplos, penitentes en su totalidad, aniquilando a los merecedores de su aciago destino. Aún ahora continúa su empresa, así que tened cuidado, transgresores de la ley divina, pues aparecerá su espíritu con la máscara de la muerte como rostro, por la noche, mientras el mundo descansa, y caerá la mayor mortificación posible sobre aquellas almas impuras. Vendrá cuando estéis solos y endebles, a su merced. Vendrá cuando todos os hayan abandonado. Vendrá cuando ningún atisbo de esperanza quede en vosotros. Si oís las sombras en la noche, los recuerdos en la memoria, y el desasosiego os embarga, tened por seguro que alguna de las anteriores vilezas habéis cometido. ¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!

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El manicomio de la muerte

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Alba Pelet, 4º D - ESO

l abordar las circunstancias que han provocado mi reclusión en este asilo para enfermos mentales, soy consciente de que yo no soy como las demás personas que lo habitan. Desperté con la mirada borrosa y muy atontado. En aquella habitación estaba totalmente solo. Al mirar dónde me hallaba, todo mi cuerpo se estremeció con un largo escalofrío. Ya sabía dónde me encontraba y no me gustaba nada de nada. Al momento entró una enfermera y, sin mediar ni una sola palabra, me agarró de la camisa de fuerza y me sacó de la habitación. Me llevó a una sala donde había más gente. Nadie, absolutamente nadie, me miró. Simplemente se dedicaban a hacer sus rituales, todos ellos eran enfermos mentales. No me podía creer que estuviera allí: yo no era como ellos; no sé qué había pasado. ¡Yo no estaba loco! Cuando todo mi ser estaba a punto de entrar en una fase de desesperación, una chica se me acercó. Enseguida la reconocí: se llamaba Sara y había sido paciente mía. Yo era médico antes de entrar en aquel asilo. En realidad, era psicólogo y Sara había sido una de mis primeras pacientes. No le di mucha conversación, todavía me estaba haciendo a la idea de por qué me encontraba allí. Al día siguiente, Sara no estaba. Lo último que supe de ella es que la habían recluido aparte y que le estaban suministrando unas pastillas. Pasaban los días. Seguía sin verla. Incluso llegué a preguntarle a una de las enfermeras, pero esta me respondió que la habían trasladado a un asilo más adecuado para ella. Pasaron las semanas y la sala donde solíamos reunirnos se encontraba más vacía. ¿Adónde se llevaban a todo el mundo? Aquello era demasiado raro y comenzaba a preguntarme si estaría volviéndome loco como los demás. Los siguientes días fueron aburridos, como de costumbre, hasta que empecé a escuchar unos ruidos que no cesaron ni un solo día de martillearme los oídos y que me condujeron hasta los sótanos. Siempre había imaginado que en los sótanos se encontrarían los celadores descansando y la lavandería. Pero me equivoqué. Cuando llegué, estaba todo tan oscuro que era imposible distinguir si allí había alguien. No fui capaz de adentrarme, ya que de nuevo un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, más intensamente que la vez anterior, tanto que sentía que mis músculos se negaban a dar un paso más. Volví a mi habitación y, durante toda la noche, no dejé de escuchar esos desgarradores sonidos que ya no soportaba. 23


dejé de escuchar esos desgarradores sonidos que ya no soportaba. A la mañana siguiente, como de costumbre, tras tomarme las correspondientes pastillas, me dirigí a la sala donde pasaba la mayor parte de mi vida. Sinceramente me quedé de piedra: solo permanecía una persona en toda la sala. Después de estar diez largos minutos mirándome, se me acercó y comenzó a hablarme. No se presentó ni me preguntó mi nombre, solo me dijo que él no estaba loco y, acto seguido, me preguntó si yo también oía extraños ruidos procedentes del sótano. No me dio tiempo a responder. El hombre, a medida que se expresaba, se ponía cada vez más rojo y casi no le quedaba aliento. Además, todo lo que decía carecía del mínimo sentido. Ya no volví a ver a ese hombre nunca y lo que me contó lo tomé como una locura suya. No obstante, al cabo del tiempo se repitieron aquellos ruidos escalofriantes del sótano. Y entonces fue cuando comencé a dar vueltas a lo que me dijo aquel hombre. ¿A qué se debían los ruidos? ¿Qué diantres ocurría allí abajo? ¿Por qué aquel hombre me dijo que saliera cuanto antes del asilo porque si no acabarían conmigo? La curiosidad me estaba matando: era preciso volver a bajar a aquel sótano para descubrir de una vez por todas lo que estaba ocurriendo, cuál era la causa de aquellos sonidos aterradores. Esta vez me llevé una linterna y me mentalicé para poder bajar. Una vez allí, percibí el hedor inconfundible de la muerte. Horrorizado, no quise imaginar nada hasta tenerlo delante. El sótano tenía salitas divididas por rejas como trasteros y dentro se hallaba una gran cantidad de féretros colocados en estanterías. Tuve el valor de abrir uno y el cadáver que se mostró a mi vista se encontraba totalmente mutilado, ya que le habían quitado todos sus órganos vitales. Seguí abriendo los sacos y pude reconocer los cuerpos de aquellas personas que habían compartido conmigo unos días antes la misma sala del asilo, cuerpos a los que faltaban los ojos, el corazón, el hígado, los riñones… Todo era demasiado escabroso y lo peor era que yo había estado conviviendo con esas personas hacía pocas semanas. Los ruidos de siempre hicieron que me sobresaltara y la linterna se me cayó al suelo. Rápidamente me agaché para cogerla y vi un rayo de luz que procedía de una sala contigua. Me aproximé a ver qué pasaba. No podía creer lo que veían mis ojos: toda la sala era un quirófano y en la mesa de operaciones se hallaba otro paciente que iba a morir en cuestión de segundos. Nunca llegué a imaginar que en aquel asilo utilizaran a los pobres e indefensos pacientes para el trasplante de órganos. Alcé la mirada hacia el rostro de quien manipulaba el cuerpo. Me resultó familiar recordando mis años de profesor. ¡No podía ser! Era John, John Killer, uno de mis alumnos más aventajados, el número uno de su promoción. Sentí entonces como si alguien se aproximara por detrás y me cogiera de los brazos. No tuve tiempo para mirar de quién se trataba, pero sí de divisar la cara de John. Su rostro pálido y sus ojos inyectados en sangre me horrorizaron mientras él me dedicaba una sonrisa maligna. No recuerdo absolutamente nada de lo que ocurrió después, hasta que desperté en una camilla atado de pies y manos, con grilletes, sin poder escapar. Alrededor se encontraban todo tipo de utensilios para proceder a una operación. La verdad es que pasé un largo rato tumbado allí, completamente solo y 24


pensando en todo lo que me había dicho aquel hombre que seguramente ahora estaría muerto. Me encontraba allí solo e impotente por no haber sabido reaccionar antes y por haber tachado de loco a aquel pobre hombre. Ahora me daba cuenta de mi error. Al cabo de un tiempo, apareció John en la sala y supe que ya no había nada que yo pudiera hacer. Intenté hablarle, pero me introdujo un pañuelo en la boca a modo de mordaza. Y, justo cuando estaba procediendo, se oyeron unos gritos: “¡policía, policía!”. John ya había comenzado a trepanar mi cráneo porque lo que quería extraerme y para lo que me había internado allí era por mi ¡cerebro! Apenas pude ver cómo la policía, acompañada del hombre que había hablado conmigo advirtiéndome, detenía a John Killer… pero para mí… ya era demasiado tarde.

Miguel Pascual

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Y a pesar de muerta, la salvó Íñigo Franco Gonzalo, 4º A – ESO

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l acercarme a la ciudad sin nombre me di cuenta de que estaba maldita, o acaso sería yo el maldito. Me llamo Rodrigo Real, y aquí estoy en la cornisa de esta ventana dispuesto a saltar. Oía gente hablando, observando, les daba completamente igual lo que yo hiciera. Solo sería una anécdota que contar. Entonces salté y justo después oí un grupo de policía que irrumpía en mi casa. Se oyó un agudo grito en la calle hacia la que caía. Se diferenciaban varios grupos de personas que me miraban. Entonces todo se paró y recordé cómo había llegado hasta ahí. Todo empezó el día que me mudé aquí, el 24 de marzo de 2014. Debí darme cuenta cuando, justo después de cruzar el cartel que representa el límite de la ciudad, un escalofrío me recorrió desde la cabeza hasta los pies. No sé qué hubiera pasado si me hubiera dado cuenta entonces, pero no lo hice. Después llegué al garaje del apartamento que había alquilado y subí todas las maletas. Recordé que no tenía nada de comida y la nevera estaba, como era de esperar, vacía. Así que me fui a comprar algo y de paso daría una vuelta. Había un supermercado muy cerca de mi casa. Entré en él. Fui directo a los sándwiches ya preparados porque no me apetecía cocinar nada. Cogí uno vegetal y fui a la caja. Me metí la mano en el bolsillo y no encontré mi cartera. Al llegar a la caja el dependiente se había metido en el almacén, así que, sin pensármelo, salí de allí. Había robado ese sándwich. Quizás penséis que no es para tanto. Pues llevad cuidado, así empecé yo. Volví a mi casa y me comí el sándwich robado sin un mísero remordimiento. Sin querer, empecé a planear en mi cabeza otras formas de robar en ese mismo supermercado. Me fui a dormir sin pensar demasiado en lo que había ocurrido ese día. Me desperté con el brillar del sol que entraba por las cortinas. Me fui a correr como hacía todas las mañanas desde el año pasado. Cuando ya estaba demasiado cansado para continuar, paré y me senté en un banco del parque por el que había estado dando vueltas. Miré a mi alrededor: un joven que estaba montando en bicicleta se cayó no muy lejos de mí. Estaba cansado, mi casa lejos y no tenía dinero para coger el bus. Me acerqué al joven que había quedado bajo la bicicleta. Se la quité de encima para que pudiera respirar, me monté y me fui a mi casa. El camino me fue demasiado apacible para lo que debería haber sido. Llegué a mi casa y por vente euros vendí la bicicleta a un niño que pasaba por delante. Era poco dinero, pero aun así, veinte euros más de lo que me había costado. Poco a poco me iba aficionando a esta vida. En la siguiente semana robé varias veces en aquel supermercado. Sabía que estaba mal pero no me preocupaba. Era como si hubiera nacido para eso. 26


Empecé a ir a por objetivos mayores. Sabía cuándo estaban o no mis vecinos en sus casas, así que entraba. Al principio solo cogía dinero, pero luego cogía objetos de valor y los vendía. Empecé a ganarme un nombre entre los delincuentes de la ciudad… Aunque lo peor fue que no me diera cuenta hasta ayer. Llegué a la entrada de un edificio cercano al parque por el que corría por las mañanas. Me había acostumbrado a llevar un cuchillo para forzar las cerraduras. Llevaba una semana observando este objetivo, un cincuentón de familia pudiente que era bastante insolente y parecía mirarte por encima del hombro. Me había apuntado sus salidas y entradas a la casa y ya me las sabía de memoria. Debí pensar que una semana era demasiado poco para esta tarea pero iba muy confiado. Forcé la cerradura y entré en la casa seguro de que dentro no iba a haber nadie. Pero sentado en el salón estaba el dueño de la casa. Me vio. Me había pillado e iba a llamar a la policía. Me abalancé sobre él y le coloqué el cuchillo en el cuello. Ya había llamado y estaba comunicando, así que lo degollé. Antes de irme, dibujé con la sangre dos erres, mis iniciales, y salí corriendo de allí ocultando el cuchillo ensangrentado bajo mi camiseta. En cuanto llegué a la calle lo tiré en la primera papelera que vi. Mis huellas estarían por todas partes de la casa –pensé. No sabía por qué había escrito eso, pero tampoco me importaba. Creo que me habían afectado demasiado las películas americanas de asesinos en serie. Esa noche reflexioné, me lo había pasado demasiado bien por la tarde. Lo admitía, me había gustado. Dos días más tarde, con mi sed de sangre aumentando, decidí salir a dar una vuelta no sin antes procurarme otro cuchillo de la cocina. Cogí el coche, no me apetecía andar. Después de estar un rato dando vueltas, aparqué al lado de una urbanización. Unos padres descuidados habían dejado a su hija pequeña un poco despistada. Yo la observaba desde el coche. De repente la puerta de la urbanización se cerró quedándose la niña fuera. Era mi momento y, sin pensármelo, actué. Salí corriendo del coche y la agarré violentamente. Me di la vuelta y volví a correr hacia el coche. La llevé hasta mi casa. No sé cómo tuve tanta suerte de no cruzarme con ningún vecino por las escaleras. Até a la pobre niña a una silla preparándome para asesinarla. ¡Otra vez!, ¡iba a matar otra vez! Entonces me acerqué a ella con ese oscuro propósito. Afilé el cuchillo unas cuantas veces para meterle miedo. Y, justo cuando la iba a matar, la miré fijamente. Sus ojos transmitían sufrimiento. En ese momento me recordó a Laura, una hermana que tuve; Laura padecía una enfermedad muy dolorosa y siempre tenía esa expresión. Murió cuando yo tenía tan solo diez años. Entonces me di cuenta de todo lo que había hecho. Laura, aun estando muerta, la salvó. Vi que, después de todo, yo ya no merecía vivir. Miré mi móvil: tenía cincuenta llamadas perdidas de mis padres y de algún amigo. Había ignorado todo, a quién quería. Llamé a la policía, les conté todo. Les dije que me iba a suicidar. Venían lo más rápido que podían. Yo salí a la ventana. Pensé en mi historia y salté justo cuando irrumpían liberando a la pobre niña. Y yo caí, como merecía, acabando así con mi locura.

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Nictohilofobia Fernando Diez Ballarín, 4ºA - ESO

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l abordar las circunstancias que han provocado mi reclusión en este asilo para enfermos mentales, soy consciente de que no hice bien adentrándome en aquel bosque maldito hace justo cinco años. Padezco nictohilofobia, que consiste en tener un miedo anormal a los bosques profundos y oscuros. Y ahora entenderéis por qué. En el último curso de nuestros estudios de Botánica, mis amigos y yo decidimos realizar un viaje a Miramar, una ciudad de Argentina. Éramos cuatro estudiantes de la Universidad de Oxford. Elegimos esa ciudad porque pensamos que era la mejor para investigar una planta que había llamado nuestra atención y que, fundamentalmente, crecía en un determinado bosque. A mediados de octubre cogimos el avión que nos llevaría a nuestro destino. Llegamos a las diez y cuarto de la mañana y nos dirigimos directamente a nuestro hotel. Cada uno tenía su propia habitación. La mía era pequeña pero confortable, quizás debido a su agradable temperatura. Una puerta daba a la terraza desde donde se veía un gran bosque de unas coníferas que solo se daban en este lugar y bajo ellas crecía la planta que habíamos venido a investigar. Dedicamos los tres primeros días a visitar la ciudad. Descubrimos lo que nos ofrecía y conocimos a sus gentes, con las que entablamos entretenidas conversaciones. El cuarto día comenzamos nuestro trabajo. Nos pusimos en marcha muy temprano para poder aprovechar la jornada. En el exterior hacía mucho frío; por tanto había que abrigarse. Nos adentramos en el bosque buscando la planta objeto de nuestra investigación. Pero sin éxito: no encontramos nada. Parecía que el viaje no empezaba con buen pie. Después de esta primera jornada de trabajo sin triunfo alguno, regresamos al hotel. Allí nos encontramos a un señor oriundo de Miramar. Edad avanzada, unos setenta años, la cara arrugada, pelo escaso y de cuerpo encorvado por el peso de la vida. - Por su acento, deduzco que no son de aquí –nos dijo. - Estamos estudiando en la Universidad de Oxford, pero somos españoles de una ciudad llamada Zaragoza –respondí. - Excepto yo, que soy de Madrid –dijo Germán, uno de mis amigos con el que me llevaba fenomenal y me hacía mucha gracia. - ¿Y qué han venido a hacer? ¿Qué se les ha perdido por aquí? - Estamos investigando sobre una planta muy singular y nos hablaron de sus

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efectos en las personas –dijo Íñigo, otro amigo al que conocemos desde el inicio de curso–. - Ah, ¿sí?, pues me parece muy interesante. Por cierto, yo me llamo Diego. - Encantado, Diego, yo soy Francisco –el último que faltaba por hablar, mi primo–. - ¿Por el bosque? –preguntó atemorizado–. ¿No sabéis lo peligroso que es? - La verdad es que no tenemos ni idea de lo que está hablando –dije yo–. ¿Qué tiene de malo? - Por estas tierras cuentan una leyenda. Una fatídica noche de otoño se adentró en el bosque un grupo de amigos. Tras pasar toda la noche, al día siguiente solo apareció uno de ellos. Dimos las gracias a Diego, el misterioso anciano, y nos fuimos a dormir. A la mañana siguiente continuamos nuestro trabajo por el bosque y, sin darnos cuenta, se nos hizo de noche. Al no conocer los caminos, nos perdimos, con lo que nos vimos obligados a pernoctar en el bosque. A Germán se le veía inquieto y nos preguntó si no nos habíamos percatado de que nos podía ocurrir algo parecido a lo que nos contó el viejo del hotel. Pero nosotros estábamos muy contentos porque en el lugar de la acampada encontramos la planta que habíamos venido a buscar. Me decidí a cortar el tallo y la savia se derramó sobre mi piel. Se metió dentro de mis poros y empezó a quemarme la piel. No sé por qué hice lo que hice, pero me arrepiento del primer segundo al último. Aquella planta me poseyó y entonces comencé a maquinar un plan para acabar con la vida de los que yo consideraba mis mejores amigos. Mi cuerpo y mi cerebro hacían y decían una cosa, y mi alma, otra. El primero al que quité la vida fue a Germán. Mientras todos dormían, empuñé un cuchillo y se lo clavé una veintena de veces. No le dio tiempo a despertarse ni a gritar. Los demás no se dieron cuenta. El siguiente fue Íñigo. Con una roca le golpeé varias veces en la cabeza hasta dejarlo muerto. La última muerte fue la más difícil debido a que estaba escondido en la espesura del bosque. Afilé un palo con el cuchillo y me hice una especie de lanza. Lo encontré entre unos matorrales y con la transfigurada por el pavor. Él estaba paralizado y aproveché esta circunstancia para abalanzarme contra él y, con mis propias manos, le agarré del cuello hasta que exhaló un último suspiro. Dentro de mí no había ningún remordimiento; incluso me gustaba. Una sensación de euforia recorrió mi cuerpo, pero ese no era yo. Salí del bosque con las primeras luces del amanecer. Me fui a la cama y, al despertar, se habían pasado los efectos alucinógenos, por lo que entonces fui consciente de lo que había hecho. Por ello me encontraba terriblemente mal. Conté pormenorizadamente mi caso a las autoridades y aquí sigo, tres años después, tratando de superar los horribles hechos, hechos que confirmaron la increíble leyenda.

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Un vestido, una esmeralda, una tiara Anónimo, 4º de ESO

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l abordar las circunstancias que han provocado mi reclusión en este asilo para enfermos mentales, soy consciente de que, en caso de poder volver a aquellos días, no cambiaría ni una acción, ni una palabra… Todo empezó hace unos treinta años. Por aquel entonces, yo era una joven ingenua que intentaba ganarse la vida en el negocio familiar que dejó mi madre al fallecer de cólera. Mi sastrería estaba en una esquina de un barrio muy sosegado donde los niños podían jugar en la calle sin temores. Ah… Ahí la vida era realmente tranquila y apacible. Mi corazón estaba dividido entre mis dos amores: las tijeras y un hombre apuesto y dulce que vivía en el barrio. Desgraciadamente, siempre tuve la sospecha de que él me engañaba con otra, pues volvía a casa cuando yo ya me había dormido y se marchaba antes de que me despertase. Un día estaba comprando algunos materiales para la tienda, cuando vi un rostro familiar entre la multitud. Era mi amado, quien llevaba a una mujer del brazo. Ella era hermosa, tan hermosa que las flores parecían inclinarse ante ella al pasar. Llevaba un elegante vestido carmesí que realzaba aún más su belleza. No pude soportar mucho tiempo verlos pasear de esa forma tan cercana y huí. Aquella noche, invadida por mis inquietudes y tristezas, salí a dar un paseo para intentar calmar a mi corazón. Escuché unos pasos, envueltos en el tarareo de una canción entonada por una voz femenina. Me volví y vi un vestido rojo como la sangre. Al identificar ese rostro, algo se apoderó de mí y busqué entre mis ropas las tijeras de costura de mi madre. Después, sólo recuerdo estar en el taller, con las mejillas empapadas en lágrimas y una tela roja en las manos. Al día siguiente, el barrio estaba alborotado. ¡Era algo increíble! ¡Una mujer había sido asesinada! Aquel era el único tema de conversación entre mi clientela. Algo asustada, empecé a tomar precauciones cuando salía a la calle, incluso cuando iba a barrer la acera o a la casa de enfrente. Una semana después, los ánimos ya se habían calmado un poco; así que empecé a salir de nuevo con la frecuencia de antes. Y fue en uno de estos paseos, cuando vi a mi amor en la plaza, sentado en el borde de la gran fuente. ¿Podéis creer lo que vi? ¡Sí! ¡Estaba con otra!

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Aquella mujer no se parecía a la primera. No era tan estúpidamente bella, aunque tenía un atractivo envidiable y, además, era notoriamente más joven. Su pelo parecía una cascada de oro líquido trenzada. Alrededor de su frágil cuello, brillaba una esmeralda engarzada en un collar. Él parecía algo triste y la chica intentaba animarle con una complicidad insultante. Aquello me enfureció y me vi obligada a regresar a casa. Tenía pensado mantener una seria conversación con él en cuanto cruzase el umbral de la casa, pero no llegó a aparecer. Frustrada, salí a buscarlo, pero en vez de encontrar al causante de mi angustia, me topé con la dama de la esmeralda. Parecía perdida, como si la oscuridad la confundiese. Aún llevaba el collar… Se acercó con una infantil sonrisa y me pidió ayuda. Yo asentí y empecé a guiarla mientras en mi interior estallaba una tormenta de rabia y celos. Al despertar a la mañana siguiente, con los ojos hinchados y enrojecidos de llorar, vi una trenza de oro con una gema verde sobre ella. La primera clienta del día me vino con un horrible cotilleo. ¡El asesino había vuelto a actuar! Esta vez, su víctima había sido la hija de la primera dama. Según me fueron contando, tenía numerosos cortes en todo el cuerpo, sobre todo en el cuello. Además, le habían arrancado todo su cabello. El miedo y el recelo volvieron a sacudir en el barrio nuestras vidas. Esta vez vimos pasar ante nosotros tres semanas, pero por suerte el crimen no se repitió. Y me atreví a dar un recado en mano. Era un lujoso vestido que le había estado cosiendo a una elegante señora de la zona. En el camino de vuelta, no pude evitar fijarme en una tiendecita. Me asomé al escaparate para ver los accesorios y me percaté de que, en el interior, había una niña muy coqueta, tomando de la mano a un hombre. La niña, de unos nueve años, parecía realmente ilusionada por la tiara dorada que el hombre le estaba comprando. ¡No podía creerlo! ¡¿Cómo podía tener tanta falta de moral?! ¿No distinguía a una mujer de una infante? No me sentí capaz de seguir viendo el rostro de mi querido, así que apreté con furia mi puño contra el pecho y me fui. Por la tarde, tuve que hacer otro encargo. Entre los niños que jugaban por la calle, diferencié el rostro de la niña que había visto aquella mañana. Sin un plan en mente, llamé su atención para que se acercase a mí y le sugerí ir a mi tienda, prometiéndole hacerle un vestido que fuese a juego con su linda tiara. Una vez tomadas las medidas y elegidas las telas, estaba cortando un patrón. Todo iba bien, hasta que mis tijeras, sin motivo aparente, perforaron el pecho de la niña. La vida se escapó de sus ojos y el cuerpo cayó a un lado. No podía permitir que manchase el taller, así que la envolví en su vestido sin hilvanar y la dejé en el sótano en compañía de las ratas. El resto del día fue normal, incluso aburrido. Esa noche, mientras me peinaba frente a un espejo, decidí que si mi prometido no quería venir a verme, iría yo. Pero tenía que arreglarme. Me puse un vestido rojo, del color de la sangre. Luego, adorné mi cuello

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con la trenza de oro con la esmeralda y, por último, coloqué una tiara sobre mi pelo. Quizá lo último era algo infantil, pero no me importaba pues quería estar perfecta aquella noche sólo para él. Fui hasta su trabajo y me detuve en la puerta, esperando a que saliese. Cuando lo hizo, le pregunté si me veía bien, pero él sólo me dijo educadamente que no se sentía cómodo piropeando a una desconocida. ¿Desconocida? ¿Yo? ¡¿Una desconocida?! Cuando la policía llegó, yo estaba abrazando su cuerpo, intentando devolverle la calidez que se había ido con el latido de su corazón. Me separaron de él y me llevaron con bruscos modales a una sala donde empezaron a hacerme preguntas como: “¿Ha tenido usted algo que ver con la muerte de esas personas?, ¿Por qué llegó a asesinar a toda una familia?” Yo no comprendía esas preguntas, y aún ahora sigo sin comprenderlas. Sólo sé que sigo amando a ese hombre a pesar de todo lo que me hizo y que sigo esperando que venga a sacarme de este horrible sitio donde ni siquiera me dejan tener mis tijeras. Ahora que lo pienso, la última vez que las vi no tenían el color de siempre. Me pregunto… ¿Quién las manchó de rojo?

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Voces

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Gemma Trasmonte Moro, 1º Bachillerato F

l abordar las circunstancias que han provocado mi reclusión en este asilo para enfermos mentales, soy consciente de que mi vida no puede acabar aquí. Hace dos días que mi padre me recluyó en este lugar. Ya se ha deshecho de mí. He sido siempre un estorbo, un horror con mis depresiones, mi violencia, mis intentos de suicidio. Demasiado han aguantado y sufrido mi esquizofrenia, mi desgracia. Seguirán su vida sin importarles realmente mi existencia, mi agonía, mi tristeza a la que hice un lugar y vive conmigo para siempre pero que me cuesta sobrellevar, la cual sufro en silencio con esta vida miserable que me ha tocado, la atenúo con métodos violentos atentando a mi propio cuerpo. Mi vida es basura; mi obsesión, la muerte, y esas voces… esos demonios que me hablan y me acompañan allá donde voy. Las noches son el momento cuando más sufro, cuando más agonizo. Las voces no me dejan concentrarme en nada, la muerte me llama a cada instante y esta soledad… Las voces –mis amigos internos– parece que me odien y quieran acabar conmigo de una vez. Este lugar es demasiado triste, demasiado oscuro, hay demasiados enfermos y yo me encuentro cada día más solo. Entre toda esta gente, los días se me hacen eternos. En el comedor no tengo hambre, es horroroso, mis compañeros me miran, se ríen, me tocan, buf… Al final de la mesa, a la izquierda, se sienta una chica joven muy guapa. Me llama la atención su pelo rubio y sus ojos azules profundos. Me mira y sonríe: su sonrisa es como si quisiera decirme algo. De pronto vuelvo a mirar y… ¡Ya no está! ¿Será cosa de mi cabeza? ¡Dios! Pienso en qué enfermedad la habrá traído aquí. Camino a mi oscura habitación, otra vez al horror de las voces que me llaman al suicidio, a la muerte, podría acabar ya… Alguien llama a mi puerta. ¿Será la enfermera? ¡Dios! Es la chica rubia. Entre la oscuridad brilla su cabellera, pero... ¿Qué querrá de mí? Se acerca sin hacer ruido, lleva un perfume muy especial, me gusta… No puedo hablar. Se sienta a los pies de mi cama, me sonríe, no habla. De pronto se levanta y se marcha. –¡Espera, espera! – Salgo y no está; vuelvo a la cama y me duermo pensando en ella, creo que me he enamorado… Nuevo día. Me despierto y voy nervioso al comedor esperando volver a verla y preguntarle, no la veo, doy vueltas de arriba abajo por los pasillos, no la veo… deseo volver a verla ¿Y si se está riendo de mí? Eso despierta en mí

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más interés en conocerla, me inspira ternura, paso noches en vela esperando verla entrar en mi habitación, parece haberse marchado. De nuevo en mi habitación. A oscuras como siempre. Se abre la puerta… ¡Es ella! Su pelo brilla en la oscuridad, se acerca a mí, sonríe, se da la vuelta, la sigo por el largo pasillo, parece flotar en lugar de andar, la paro, le digo que me gustaría conocerla, no contesta… No dice nada, sale al jardín y la pierdo de vista. Es noche cerrada. Parece desvanecerse en la tierra. Me acerco hacia un gran árbol junto al estanque donde parece que se ha parado. ¡No está! Es como si se la hubiese tragado la tierra bajo ese árbol. Me voy sobrecogido y helado. Parece que sufro una pesadilla. *

*

*

Las voces en mi cabeza desaparecieron y mi sentimiento de suicidio se desvaneció. Empecé a mejorar de mi esquizofrenia. Me dieron el alta y salí a la vida. Al poco tiempo, supe que en ese asilo una chica rubia de ojos azules, enferma de esquizofrenia, no había soportado las voces de su cabeza y se había suicidado ahorcándose de un árbol junto al estanque.

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Índice Esmeralda, la ciudad sin nombre ............................................. 3 Paula Díaz Rincón, 1º D ESO Aquel verano espantoso ......................................................... 6 Cristina Guillén Peña, 3º A ESO Mi amigo Mike ...................................................................... 9 Andrea Bueno Solanas, 3º B ESO Gente gris ............................................................................ 11 Pilar Aznar Revuelta, 3º B ESO Muñecos de tela .................................................................... 13 Andrea García Andrés, 3º C ESO Apariciones del más allá ......................................................... 15 Deborah Herraiz Martínez, 3º C ESO Hoy por ti, mañana por mí ...................................................... 17 Leyre Montañés Bericat, 3º C ESO Una fiesta de máscaras sin fin ................................................. 19 Anna González Gómez, 4º C ESO Quien sabe de dolor, todo lo sabe ............................................ 21 Elvira Muzás Crespo, 4º C ESO El manicomio de la muerte ...................................................... 23 Alba Pelet , 4º D ESO Y a pesar de muerta, la salvó .................................................. 26 Íñigo Franco Gonzalo, 4º A ESO Nictohilofobia ........................................................................ 28 Fernando Díez Ballarín, 4º A ESO Un vestido, una esmeralda, una tiara ....................................... 30 Anónimo, 4º de ESO Voces .................................................................................. 33 Gemma Trasmonte Moro, 1º F Bachillerato


Esta edición no venal, con fines pedagógicos y hecha para su distribución entre el público lector del Instituto de Enseñanza Secundaria Goya de Zaragoza, reúne una selección de los relatos escritos por alumnos de ESO y Bachillerato como parte de las actividades de la Semana de la Literatura de Misterio y Terror, celebrada del 29 de octubre al 5 de noviembre de 2014.


Biblioteca del Instituto Avda. de Goya, 45 50006 Zaragoza

TelĂŠfono: 976 358 222 Fax: 976 563 603 Correo: biblioteca.ies.goya@gmail.com


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