Cuaderno relatos miedo_2015

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Cuadernos de biblioteca

Relatos para PASARLO DE MIEDO 7



Relatos para PASARLO DE MIEDO 7


Cuadernos de Relatos nº 18 Colección dirigida por Javier Aznar Aznar Con la colaboración de la profesora Charo Gracía y la alumna Isabel Montón

PRIMERA EDICIÓN, 2015 Ediciones de la Biblioteca Departamento de Edición Maquetación: Mª Pilar López Pérez IES Goya Avd. Goya, 45 50006 ZARAGOZA


Casa de muñecas Sara Veras Bazán, 1ºC - ESO

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orría el año 1830 cuando la familia Smith fue desalojada de su vivienda por derribo. Tras visitar varias, se decidieron por una casa de madera situada a las afueras y rodeada de campos de cultivo totalmente yermos. La familia se instaló un domingo bastante frío, pero no caía ni un solo copo de nieve. La casa estaba sucia tanto por dentro como por fuera; no debía de haberse instalado alguien allí desde hacía muchos años. No se podía ver nada a través de las ventanas y las escaleras que llevaban al piso de arriba chirriaban cada vez que pisabas un escalón de los muchos que la formaban. El señor y la señora Smith empezaron a trasladar los muebles y todas sus pertenencias a lo que iba a ser su dormitorio. Ella se preocupó de colocar la cómoda en el lugar adecuado de la habitación, al lado de un amplio espacio reservado para el armario. Era meticulosa a la vez que ordenada. Tenía un rostro amable adornado de unos redondos ojos castaños y un cabello oscuro, que solía recoger siempre en un cuidado moño. Al señor Smith le gustaba el orden de su esposa, ya que él, por su trabajo, pasaba muchas horas fuera de casa y sentía que su esposa era el verdadero equilibrio de la familia. Vivía con ellos el abuelo Frank, que tras quedarse viudo vendió su casa para estar con su familia. Mientras los adultos acondicionaban la vivienda, las dos niñas, Carry, de ocho años, y Violet, de cinco, decidieron explorar la casa por su cuenta. Las hermanas normalmente se llevaban bien, aunque Carry solía contarle historias de terror a Violet porque sabía que la asustaban, sobre todo por la noche. Era una forma de martirizar a su hermana. Violet subió a la última planta donde había solo una habitación al final de un pasillo oscuro sin ventanas. Al llegar a la puerta, que estaba entreabierta, se asomó con curiosidad y la empujó para pasar. Al abrirse, emitió un crujido ya que la madera estaba vieja y resquebrajada. A Violet le encantó lo que vio. Era una estantería de dos baldas con muñecas de porcelana. Apenas se acercó a coger una, cuando una muñeca la miró fijamente y le sonrió maliciosamente. Violet gritó escaleras abajo para contar a sus padres lo que había sucedido. Lo único que hicieron sus padres fue regañar a la hermana mayor por contar historias de terror a Violet; pero a esta le sentó mal que sus padres no la creyesen, porque lo que ella había visto era verdad. Aquella noche Violet no podía dormir debido a lo ocurrido con la extraña 3


muñeca de porcelana. En una hora incierta de la noche, algo la despertó. Le pareció que eran voces que venían de la última planta. Sin saber por qué, Violet se levantó y se dirigió a la habitación de las muñecas. Esta vez entró con decisión. No podía creer lo que veían sus ojos. Las muñecas formaban una hilera, y la muñeca que anteriormente le había sonreído, se le acercó y le dijo que se fueran de la casa o lo lamentarían como los antiguos dueños, que no quisieron obedecer. A la mañana siguiente, Violet avisó a sus padres de que se tenían que ir de la casa o lo lamentarían, porque se lo habían dicho las muñecas de porcelana del último piso. Y de nuevo no la creyeron. Violet se fue a su cuarto a idear una forma de desalojar la casa junto con su familia. Como no se le ocurría nada, decidió subir a la habitación de las muñecas a rogarles que no les hicieran daño. Pero las muñecas no le hicieron caso y una de ellas le entregó un periódico viejo y rasgado que decía: ”Desaparece una niña de siete años en extrañas circunstancias”. Las voces y los ruidos procedentes de la habitación del último piso se repetían noche tras noche. Violet estaba furiosa con su familia pues, aunque muchas veces había utilizado la fantasía para jugar, esta vez no era un juego. Mientras tanto, sus padres se habían encargado de limpiar la habitación de las muñecas. Barriendo el suelo de madera, se levantó tanta polvareda que una de las muñecas comenzó a toser. Violet se giró hacia la estantería de las muñecas y señaló con su dedo. Su madre hizo una mueca de cansancio y le dijo: ¿Ya estamos otra vez, Violet? Déjalo ya. Pero, mamá, ¡yo no he tosido, ha sido ella! –gritó. Esa misma noche, cuando comenzaron los habituales susurros, Violet, aterrorizada, decidió despertar a su hermana. Carry emitió un gruñido de fastidio y la apartó con la mano, volviéndose a dormir al instante. Violet volvió a su cama, temblaba de frío y de miedo. Se metió debajo de la sábana cubriéndose la cabeza, cerrando los ojos muy fuertemente, deseando que la noche pasara lo más rápido posible. Los primeros rayos de luz despertaron a Carry, al tiempo que su madre las llamaba desde la cocina para desayunar. A Carry le extrañó no ver a su hermana en la cama y supuso que estaría ya bajando. Pero cuando se reunió con el resto de la familia, se dieron cuenta de que la niña no estaba. La buscaron por toda la casa, incluso entraron en la habitación donde se encontraban, olvidadas, aquellas muñecas. No se percataron de que en una de las baldas había una muñeca más.

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El misterio de la luna María Piñol Martínez, 1º C - ESO

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quella noche me encontraba sola en casa, cuando de repente un súbito escalofrío me heló la sangre. Un tétrico cuadro apareció sobre la pared de la sala de invitados, en la cual me relajaba tranquilamente, en aquel barrio abandonado de Detroit. Noté cómo los ojos de aquella extraña cara, que me resultaba familiar, me observaban y me acompañaban a cada rincón al que iba para huir del miedo. Decidí deshacerme del cuadro tirándolo desde la quinta planta de la mansión en la que vivimos mi padre, mi madre y yo, la familia Adler. Dejando que se rompieran todos y cada uno de sus cristales para evitar aquel extraño miedo. Pero, al intentarlo, mi gran sorpresa fue que unas manos casi transparentes, con los dedos muy largos y algo encogidos, con unas uñas largas, rotas y amarillentas, salieron de la pared y forcejearon conmigo, como si de algo suyo se tratase. Pasados unos instantes, una cabeza con el mismo rostro que la que estaba retratada en el cuadro se incluyó también en la lucha. Esta, no obstante, apenas duró ya que, en cuanto reaccioné, solté el cuadro y me caí hacia atrás de la escalera metálica a la que me había subido. Desde el suelo, medio aturdida pero sin perder el conocimiento, escuché que me hablaban. Era una voz grave con varios ecos y muchas eses suaves que me atravesaban la piel como alfileres. La voz que provenía del espectro, que al hablar abría exageradamente una boca sin dientes, dijo: “Esta es mi cárcel, ¡ayúdame a salir! Tienes veintiocho días para adivinar cuál es la puerta por la que puedo volver a mi verdadera casa, la Luna. Si no lo consigues, te encerraré en un misterioso lugar donde nadie podrá encontrarte jamás”. Y en ese momento desapareció en forma de niebla que se fue por la ventana. En algo que me fijé fue en que aquello tenía un cráter en lugar de ojo, lo cual rápidamente me recordó a la luna llena que esa noche lucía en un cielo muy despejado. Como mis padres estaban de viaje de trabajo y no volverían en dos meses, decidí que tendría que resolver yo sola aquel gran problema y tenía poco tiempo. Al darle vueltas y más vueltas a la situación, me di cuenta de que los veintiocho días del plazo que me habían dado coincidían con el ciclo lunar, por lo que deduje que esa era la primera pista que tenía que seguir. Al día siguiente conseguí un mapa en el que se veía la imagen de cada una de las fases lunares. Las ordené respecto al día en que me encontraba y fui revisándolas noche tras noche para intentar ver similitudes con lo acontecido. Pensé en el nombre de la calle y no encontré ninguna explicación. Pensé en el 5


número de la casa, pero no hallé nada. Intenté todas las combinaciones posibles relacionadas con la casa. Los días fueron pasando, uno tras otro, y solo faltaban tres para llegar a la fecha límite. Mi desesperación era tal que no podía comer ni dormir. Llevaba cinco días sin salir de casa y sin hablar con nadie. Creía que me iba a volver loca y que no resolvería en la vida este enigma que, por suerte o desgracia, había caído sobre mí. Revisé todas las puertas de la casa, mirando todos los marcos, manillas, bisagras, todo lo que podía mirar que estuviera relacionado con las puertas, con la única esperanza de encontrar alguna pista que me ayudara. Al final, llegó el último día de plazo para averiguar la puerta misteriosa. No podía más. Me acerqué al cuadro y lo observé por última vez con la esperanza de encontrar una respuesta. En ese momento vi algo en lo que nunca me había fijado: el borde inferior izquierdo. En él se podía leer “ABEL 1517”. Algo me estalló en la cabeza. Ese nombre lo había visto entre tanta información sobre los cráteres de la Luna. Rebusqué entre los papeles de mi escritorio y lo primero que vi fue “1517”, que son los cráteres que existen en la Luna. Como esto me pareció una coincidencia, busqué todos los nombres de los cráteres y la sorpresa que me llevé fue que “ABEL” es el nombre de uno de ellos. Le di mil vueltas a esta combinación hasta que caí en el detalle de que el cuadro se encontraba en el ala norte de la casa y el cráter lunar ABEL está situado al sureste de la Luna. Confié en mi instinto y este me decía que tenía que colocar el cuadro en el lado de la mansión con la misma orientación que el cráter. Y así lo hice. Llegó la noche número veintiocho. Me senté delante del cuadro y esperé a que la luz de la luna entrara por la ventana e iluminara la pared donde se encontraba este. En ese momento el espectro volvió a salir del cuadro y, cuando vio la luna, su reacción fue totalmente diferente a la vez anterior, veintiocho días antes. Su cara se convirtió en el rostro de una persona joven con buenos modales. Miró la Luna con cara de sorpresa y alegría, reconociendo en ella su casa, escondida en cráter ABEL. Volvió la vista hacia mí y con voz amable me dijo: “Gracias, Sofía. Si no hubiera sido por ti, habría estado toda la eternidad encerrado dentro de este cuadro”. Diciendo esto, salió volando por la ventana hacia la Luna, su hogar. Nunca lo volví a ver, pero siempre que hay luna llena siento su presencia ahí.

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La habitación oscura

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Laura Wadad Halaihel Guallar, 2º B - ESO

Qué está pasando? ¿Dónde estoy? Me duele mucho la cabeza… Necesito salir de aquí. ¡Me pone nervioso ese grifo! ¡Páralo ya! ¡Páralo! Cinco minutos después Llevo demasiado tiempo atado aquí. Tengo que deshacerme de estas correas. Me están haciendo daño y me va a quedar rozadura. Aunque ya la tengo… y no parece reciente… Tengo que buscar algo que sea puntiagudo o me pueda ayudar a soltarme. Siete minutos después El grifo sigue goteando y yo sigo atado. Me encuentro en una habitación no muy grande, oscura, solo iluminada por un fluorescente que está a punto de fundirse. No recuerdo nada de mí ni qué hice antes de desmayarme… o de lo que sea que me ha pasado. ¡No recuerdo ni mi rostro! Quince minutos después Hay un carrito con ruedas que puedo acercar con el pie, pero tengo que estirarme y las correas no dan más de sí. Me encuentro tumbado en una camilla metálica, dura y fría. Creo que si consigo soltarme solo una mano… podré desatarme las demás articulaciones. Solo un poco más… Veinte minutos después Solo sé cuánto tiempo llevo aquí porque cuento los segundos que pasan. Van al mismo ritmo que las gotas de agua y, cada treinta segundos, la lámpara se apaga y se enciende. Menos de un segundo, “clink”. Veintiún minutos después “Blub”, “clink”. Es la primera vez que coinciden. Exactamente a los veintiún minutos. Creo que esto lo está manejando alguien. Demasiadas coincidencias. Además, dudo que me haya atado yo mismo. Veinticinco minutos después Hace… mucho… calor… Estoy sudando mucho. ¿Quién está ahí? ¿Hola? ¡Ayuda! Veintiséis minutos después ¡Al fin puedo salir! Debido al calor he sudado, una correa estaba un poco floja y he conseguido sacar mi mano. Ahora solo tengo que salir de aquí. ¡El suelo quema! ¿Quién está ahí? ¡Hay una cámara! Me monto en el carrito con ruedas y cojo un palo de metal a pesar de que está ardiendo. Me empujo con ayuda de la pared hasta llegar a la puerta, de metal también, para darme cuenta de que también está cerrada. Me desplazo hasta situarme bajo la cámara de vigilancia y le doy uno… “pum”, dos… “pum”, tres… “clac”. ¡Sí!, ¡la tengo! Ahora tendrá que venir el vigilante porque ya no se ve nada… Treinta minutos después 7


No viene nadie. Y sigue haciendo un calor insoportable… Pero sigo respirando ¿no? Pero… yo respiro oxígeno. Y a estas alturas, si no hubiese una rejilla o algún sito de ventilación, ya estaría muerto. Por lo tanto… ¡ahá! Estaba en lo cierto. Hay una rejilla de ventilación. Y puedo entrar por ella. Cuarenta minutos después Llevo gateando por el conducto de ventilación cuarenta, diez minutos… hasta aquí se escucha el goteo. Pero al menos la luz está siempre estable. Cincuenta minutos después Derecha, izquierda, derecha, derecha… ¡AHHH! Acabo de caer del techo… y no sé dónde estoy. Parece algún tipo de hospital… Bueno, voy a intentar salir de aquí. Una hora después No se puede salir. He abierto todas las puertas que he visto menos una. Para abrirla necesito una llave… y acabo de conseguirla. Una hora y cuarto más tarde Llevo un cuarto de hora. Me da la sensación de que no debería entrar, pero no me queda otra… voy a entrar. Habla una enfermera –¡Vamos, vamos, vamos! ¡Va a entrar! No podemos dejar que salga; así que preparad las inyecciones y, cuando entre, lo sedáis y lo conectáis al gotero. No podemos perder a otro. Como jefa de las enfermeras, respondo del cuidado de los enfermos. Trabajo en un psiquiátrico y tenemos un paciente que piensa que está solo. Sólo ve lo que quiere ver y tenemos que sedarlo porque siempre se escapa. Hemos intentado de todo, pero no podemos ayudarlo, así que estamos haciéndole pruebas. Hoy le hemos dejado una hora y cuarto, y va a entrar, así que tenemos que estar preparados por si se pone agresivo. Está metiendo la llave… y entra. Nos mira a todos y luego echa a correr. Menos mal que estamos preparados y lo sedamos antes de que dé el cuarto paso. Le conectamos el gotero y luego lo dejamos en la habitación oscura… Esta es la decimotercera vez...

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Noche de verano Celia Pardos Núñez, 2º C - ESO

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ace ya casi siete años de aquella noche de 15 de agosto, pero la recuerdo perfectamente. Hoy, por fin, me armo de valor para escribir esta terrorífica historia, aunque he de reconocer que tengo un mal presentimiento. En efecto, todo sucedió un 15 de agosto y, cómo no, estaba en mi pueblo celebrando las fiestas. Se abrió la puerta de casa y aparecieron mis amigos. Me despedí de mis padres y, antes de terminar de salir, mi abuela me dijo que cogiera una chaqueta. Yo no le hice caso porque era una noche muy calurosa. También me recordó que cerrara la ventana de mi cuarto antes de acostarme. Antes de que empezara a tocar la orquesta, mis amigos y yo estuvimos hablando y uno de ellos nos ofreció beber algo que sabía raro. El resto de la noche no dejé de oír risas y susurros de procedencia desconocida. No recuerdo exactamente a qué hora pasó pero sí recuerdo volver sola a casa. No sé cómo acabé en ese callejón sin salida. Las farolas se apagaron y los susurros se transformaron en gritos, cánticos y otros ruidos escalofriantes. Corrí a casa, subí a mi cuarto y me tapé con las sábanas por encima de la cabeza mientras me juraba que no volvería a tomar nada extraño. Pensando que todo había acabado, me atreví a sacar la cabeza y me percaté de que había olvidado cerrar la ventana. Inconscientemente miré hacia la puerta y vi que, al final de la cama, el colchón se hundía como si alguien estuviese sentado. Alguien que no podía ver. Cerré los ojos deseando que todo pasara. Cuando los volví a abrir fue horrible. Encima de mí levitaba una mujer vestida de novia. Su vestido estaba apolillado, rasgado, polvoriento, amarillento y manchado de sangre. Con una mano cubierta por un guante en las mismas condiciones que su vestido, se retiró el velo que tapaba su rostro. No puedo describir su cara, no se parecía a nada que hubiera visto antes. Mis manos buscaron el crucifijo de la pared pero no lo encontré. Probé a gritar pero era incapaz de producir sonido alguno. Cuando ya lo daba todo por perdido, apareció mi abuela con un puñado de sal que lanzó por todo el dormitorio. La sal provocó quemaduras a la dama, que huyó por la ventana. Mi abuela la cerró y nunca comentamos lo sucedido. El motivo de que esté escribiendo mi experiencia es la muerte de mi abuela. Como ya he dicho, tengo el mal presentimiento de que ahora, sin su protección, regrese ella, la protagonista de mis pesadillas. Tal vez parezca una broma, pero acabo de escuchar pasos por el pasillo y quiero creer que es mi compañero de piso. Se acaba de abrir la puerta y de oír una voz femenina. Definitivamente no es mi compañero de piso. Estoy oyendo los sonidos inconfundibles de aquella noche. Noto que algo se me acerca, una mano fría en mi hombro cubierta por un guante apolillad… 9


El destino del destino

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Sara Ambroj Lozano, de 2º D - ESO

o podía más, mis piernas cansadas y sucias tropezaban con cada bache del camino, haciendo que encontrar refugio fuera cada vez

más difícil. Lo recuerdo. Llovía con fuerza aquella noche y, de cuando en cuando, un rayo seguido casi instantáneamente de un sonoro trueno hacía que todo temblara. La tormenta estaba tan cerca que se podía sentir. Seguí corriendo hasta encontrar una casa extraña en medio de aquel paraje terroso. Empujé con todas mis fuerzas la puerta metálica, que cedió fácilmente, y me encerré allí. Cogí la linterna pensando en lo que pasaría si el dueño de aquella enorme casa entrara: le explicaría lo ocurrido, supongo. Anduve unos segundos por el pasillo central observando que había muchas habitaciones a los lados del pasillo, todas destartaladas, viejas y poco cuidadas. Había camillas antiguas tiradas por todos lados, al igual que ropajes blancos y verdes, rotos y sucios por el paso del tiempo, la humedad y los bichos de ese inmundo lugar. ¡Lo que daría por un poco de luz del Sol! Atiné a mirar a mi izquierda: un mostrador de recepción y varias sillas empotradas y rotas dejaban una imagen un tanto terrorífica. Ya no cabía duda de que estaba en un hospital. La idea de encontrarme en uno no me gustaba nada, sobre todo después del terrible accidente de hace unos años, que casi me quita la vida. Tenía malos recuerdos de ese color blanco limpio penetrante y de las curas insistentes. Seguí avanzando, totalmente dispuesta a pasar la noche allí para luego reunirme con el grupo de la excursión. Subí por unas escaleras rotas también, como todo en aquel sombrío lugar. Llegué a un pasillo parecido al anterior, con más habitaciones idénticas. La única cosa diferente es que había luz, luz natural que entraba por las rendijas de las ventanas de los cuartos; así que apagué la linterna. Se me hizo raro que hubiera amanecido tan rápido, pero lo dejé correr. Me llamó la atención una de las habitaciones, un poco más grande que las demás y un poco más luminosa también. En esos grandes ventanales destacaban unas alegres ramas de árboles, totalmente recubiertas de flores, como unos cerezos en primavera, solo que las flores eran rojas. Me acerqué curiosa a ver esos árboles y, a ser posible, bajar por ellos hasta el suelo ya que era de día y el cielo estaba despejado. Ahogué un profundo grito en lo más hondo de mi garganta. No eran flores lo que se veía desde lejos, sino huellas de manos ensangrentadas; no eran ventanas, era una grande y terrorífica pintura. Salí corriendo de ese maldito lugar y cerré la puerta tras de mí. Avancé, ahora a grandes zancadas, hasta el final del pasillo, donde me esperaban más escaleras hasta la 10


tercera planta. Desearía no haber visto eso, olvidarlo para toda mi vida. Subí por las escaleras a trompicones y, cuando apoyé el segundo pie en el último peldaño, no sabía qué había visto minutos antes. Una sensación de olvido, de no poder recordar. No sabía muy bien lo que había pasado en aquel último pasillo. La tercera planta era diferente: un pasillo ancho y vacío, blanco y limpio, con una habitación al final, aunque solo se distinguía una puerta típica de un hospital. Corrí hacia ese cuarto y abrí la cerradura frenética y fácilmente. Caí de rodillas en un misterioso lugar: unos ventanales grandes donde no se veía el exterior, pero sí entraba una potentísima luz blanca; una camilla un poco desecha y abultada, pero no sucia; un gotero y una mesita con artilugios metálicos que no supe distinguir. Una mujer estaba sentada en una silla, en medio de la habitación, mirando hacia la ventana, como esperando algo. – Señora... ¿Se encuentra usted bien? ¿Necesita ayuda? –pregunté temerosa. La mujer rio sonoramente, me pareció muy familiar. Se levantó y le vi la cara. Reprimí un salto hacia atrás. – La que necesita ayuda eres tú, te veo perdida –me respondió con cierta superioridad. Esa mujer era yo, más mayor pero yo, al fin y al cabo. Debió de notar mi miedo: – ¿No entiendes nada... verdad? Soy... como una especie de guía, obviamente no soy real, pero en tu subconsciente sí, claro, soy tú, al fin y al cabo – dijo, como si me leyera la mente. – Pero... yo no entiendo... –tartamudeé. – ¡No hace falta que entiendas! ¿Recuerdas aquel accidente de hace unos años atrás donde casi mueres? Pues bien, no es que casi murieras, sino que lo hiciste. –Volvió a reír como si le resultara divertido– Mira debajo de las sábanas. No pude hacer nada, me dirigí a la cama y retiré la suave manta y me vi: mi cadáver estaba ahí. Casi me desmayo, pero prosiguió hablando: “Las primeras plantas del hospital estallaron en llamas y no rescataron tu cuerpo; así que te traje a la tercera planta”. Siguió con su insistente superioridad: “Esto solo es una visión, te lo estás imaginando. Es un intento de tu cerebro por volver al mundo de los vivos. ¿No te has dado cuenta de que todo lo que querías se realizaba? Tenías frío y estabas mojada, así que encontraste esto; querías luz y, al subir al segundo piso, así fue; querías olvidar y olvidaste”. –¿Qué significa esto? –pregunté gritando fuera de mí. – Que sigues bien –respondió con una voz de ultratumba. Todo se desmoronó y desperté. Estaba oscuro y me encontraba boca arriba con las manos en el estómago. Estaba en una especie de caja, atrapada y sin poder salir de allí. Agobiada, dejé de gritar, entendiendo mi situación. Y me quedé quieta, esperando que llegara el destino de mi destino.

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Santa Claus Víctor Berges, 3º A - ESO

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ayne era un niño de ocho años alegre y simpático, que vivía en Nueva York con sus padres, era hijo único pero tenía un montón de amigos. Estaba entusiasmado porque ya llegaba la Navidad. Le encantaban esas fechas y poder ver a toda la familia junta, pero sin duda lo que más ilusión le hacía era pillar a “santa” dejándole sus regalos. Escribió la carta para Santa Claus muy emocionado: Querido Santa Claus: Este año me he portado muy bien y, por eso, lo único que te pido es que me traigas una videoconsola para jugar con mis amigos. Espero que me la traigas y seré el niño más feliz. Hasta pronto, Wayne Los días pasaban y Wayne aún más se entusiasmaba, hasta que llegó el 24 de diciembre. Aquel día, los periódicos y la televisión alertaban de cuatro asesinatos por la zona de Central Park, precisamente donde Wayne vivía. Sus padres estaban alarmados y muy preocupados, aunque trataban de disimular. Él se fijó en el tembleque de piernas de su padre, pues cuando se alteraba siempre lo hacía. Después de un rato el chico decidió ir a jugar a su cuarto sin darle más importancia. Cuando llegó la noche se dio cuenta de que su padre había dejado la escopeta de caza al lado de la cama, y Wayne habló con él: - Oye, papá, ¿qué hace tu escopeta de caza aquí? - ¡Ups! Se me ha olvidado bajarla al trastero. Mañana la dejo allí. -Vale, papá, hasta mañana. Se fue a su cuarto seguido por su madre, que siempre lo arropaba o leían un poco y le daba un beso; pero esa noche su mamá no se quedó a leer, así que se durmió enseguida en su amplia y cómoda cama. A medianoche un escopetazo le despertó de sus dulces sueños, dándole un susto de muerte. No se atrevía a salir de su habitación, todo estaba en silencio. De repente un golpe seco le hizo saltar de golpe. Sigilosamente, se acercó al cuarto de sus padres, de donde venían los ruidos. Wayne se quedó traumatizado al ver, en la penumbra, a sus padres colgados del techo, descuartizados. Todo estaba lleno de sangre, su padre chorreando sangre sobre la cama 12


y su madre sobre la moqueta. Dudó si estaba en un sueño, el corazón le iba a mil por hora y, sin embargo, no podía reaccionar. Un destello le hizo acercarse a la ventana del cuarto de sus padres y, llorando, pudo ver a lo lejos un trineo que se elevaba hacia el cielo. Intentó gritar, correr hacia el teléfono, salir a la calle, pedir ayuda… Entonces alguien le agarró del brazo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y fue entonces cuando un rico aroma de chocolate invadió su cuarto… -Wayne, ¿no quieres desayunar? ¿Igual ha venido alguien esta noche?

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Una vez más Margarita Oyarzábal, 3ºA - ESO

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quella noche se acostó antes que de costumbre. Quiso dormir profundamente y, con suerte, no volver a despertar. Pero Andrea era consciente de que “su trabajo” no se iba a hacer solo, así que se decidió y comenzó su despedida. “Para Laura” tituló el sobre cuyo interior contenía una carta repleta de emociones y confesiones y, obviamente, un póstumo adiós. Entró en la habitación de su compañera de piso y dejó el sobre suavemente encima de la mesilla de noche. Entonces notó un ruido, algo así como un quejido, y supuso que su amiga se despertaría al instante. Así que salió a hurtadillas todo lo rápido que pudo y corrió a coger el bote de pastillas del baño que allí le esperaba. Lo abrió y se echó todas las pastillas a la boca, pero cuando solo faltaba un único paso, el más importante, una lágrima recorrió su cara precipitándose al suelo y, una vez más, no pudo hacerlo. Andrea, apoderada por su nerviosismo y confusión, escupió las pastillas al váter y fue adonde su amiga para recoger la carta antes de que la viera y hacer como si no hubiera pasado nada. Oyó un ruido fuerte, así que se aproximó a aquella habitación y encendió la luz. Su corazón dio un fuerte latido y empezó a galopar muy rápidamente, pues lo que vio Andrea era algo demasiado terrorífico. En la cama, su amiga, degollada; al lado, su carta escrita por el otro lado del folio: “Suerte que no encendiste la luz”

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Rojo Leire Grimal, 3º C - ESO

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alena era la mujer más bonita de toda la galería de artes para la que trabajo. Tenía el pelo largo, le caía en cascada por la espalda creando unos hermosos tirabuzones castaños. Sus ojos eran tan negros como el carbón y tan profundos como el océano. Era alta y delgada; su piel, blanca como porcelana, y sus labios, carnosos y rosados. Siempre sonreía y su voz parecía de cristal. Ella siempre proporcionaba a la galería los mejores cuadros y caía bien a todo el mundo. Era perfecta. Admirable. Su color favorito era el rojo, nunca le faltaba un detalle de color rojo: unos zapatos, una pulsera, un lazo, unos pendientes… Mi color favorito también es el rojo y me gusta mucho pintar mis cuadros con él. Mis rojos son lo único que me permite superar a Malena. Antes solía hacerme pequeños cortes en los brazos para conseguir unos tonos de rojo perfectos, brillantes, viscosos, pero eso me debilitaba y mis creaciones acabaron por no resultar tan deslumbrantes. Un día llamé a Malena para que viniera a pintar a mi casa. Ella aceptó como una tonta. ¡Qué dulce era la voz de Malena y qué dulce sonó cuando sintió el frío acero del cuchillo de pan en su cuello!

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Siete años de mala suerte Natalia Fresneda, 3ºC - ESO “Todo lo que vemos o imaginamos no es más que un sueño dentro de un sueño.” Edgar Allan Poe

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odo comenzó seis años atrás con detalles insignificantes, esos a los que les restas importancia y los atribuyes a una tontería o incluso a una mala pasada que nos juega el subconsciente. Como cuando estás a solas en casa por la noche y vas andando a oscuras por el pasillo y, súbitamente, notas una pequeña brisa, como un aliento gélido que te eriza los pelos de la nuca. Entonces tú te abalanzas precipitadamente hacia el interruptor de la luz para encontrarte con la nada, porque nunca hay nada, ¿verdad? Yo, obviamente, los ignoraba y mi sentido común me obligaba a pasarlos por alto, aunque siempre hay cosas que son imposibles de ignorar. Con el tiempo empecé a notar objetos que no estaban en su sitio, puertas de armarios que se abrían y ventanas entreabiertas, ropa y comida que desaparecía, o encontraba libros de mi estantería a medio leer apoyados en mi mesita de noche; incluso llegué a encontrar un pequeño espejo, que tenía sobre la cómoda, en el suelo hecho pedazos. Yo pensaba que era mi olvidadiza memoria combinada con mi torpeza, dado que no era la primera vez que me dejaba una ventana abierta o que rompía un espejo, es más, unos días antes yo misma había roto un espejito, parecido al que me había encontrado roto en el suelo: lo había comprando en una tienda de antigüedades. Aunque debo decir que en el fondo sentía una inquietud creciente en mi interior. Cada vez perdía más el sentido de la realidad y mi paranoia realmente aumentó cuando empecé a creer ver una figura que se movía tras de mí o que se arremolinaba en las sombras a mis espaldas y que solo alcanzaba a ver por el rabillo del ojo. Empecé a no salir de casa y a preguntarme si era todo fruto de mi imaginación. Estaba tan sugestionada que dejé de comer y de dormir. Me quedaba quieta en una esquina de mi dormitorio convenciéndome a mí misma de que todo eran imaginaciones mías, me sobresaltaba cada vez que oía un ruido. Tenía los nervios destrozados. Mi rostro empezó a demacrarse y tenía un aspecto famélico y desaseado. Seguramente perdí el trabajo por no asistir, aunque nunca llegué a saberlo y, por supuesto, también perdí el contacto con todas mis amistades debido a mi reclusión. Nunca recibí un mensaje de mis amigos o de mis compañeros de trabajo para preguntarme cómo estaba, o de mi familia para preguntarme por qué no tenía noticias de mí. Parecía que toda la gente y circunstancias de mi vida habían desaparecido y habían sido sustituidos por una plomiza nube gris que anulaba mis pensamientos. Finalmente, tras un tiempo que no soy capaz de determinar, decidí ir al 16


médico sin decir nada a nadie, sola, dejando una pequeña notita en la puerta explicando a dónde iba y diciendo que no sabía cuándo volvería, por si alguien se preocupaba por mí. Conté mi fatídica historia a doctores y psiquiatras, y todos me dirigían miradas que eran una mezcla de pena e intento de comprensión, pero realmente no me comprendían. Me obligaron a quedarme en el hospital “por mi seguridad”. Yo al principio lloré, forcejeé y me resistí pero acabé sometida y encerrada en un cuarto de paredes blancas acolchadas. Tras una larga temporada, interna, y tras muchos exámenes y tests, me diagnosticaron esquizofrenia. Empecé a tomar pastillas de colores como si de gominolas se trataran y, con el tiempo, mis miedos y preocupaciones se esfumaron, pero fueron sustituidas por otras. ¿Por qué nadie ha notado mi ausencia? ¿Nadie se ha preguntado dónde estaba? Pasaron meses y semanas, dejé de oír ruidos y de escuchar susurros y empecé a pensar con claridad, empecé a comer y a tener mejor aspecto. Y, tras la evidente mejoría de mi estado, los médicos decidieron darme el alta con la condición de que continuara tomando mis medicamentos. Ese mes volví casa. Recogí mis cosas, ansiosa, y salí a la calle. Inspiré profundamente y me dirigí a mi apartamento. Tras veinte minutos a pie, llegué al portal, subí las escaleras y llegué a la puerta de mi casa donde no había rastro de mi nota. Mire dubitativa la puerta, el lugar donde había empezado todo. Finalmente la abrí con decisión. La imagen que encontré fue la más horripilante y macabra que he visto nunca. Noté cómo cada milímetro de mi piel se estremecía y cómo se me tensaba la mandíbula. Al otro lado de la puerta se encontraban todos mis miedos y obsesiones que yo atribuí a una enfermedad que posiblemente no tuviera. Allí ante mis ojos, estaba la razón por la que nadie se hubiera preocupado por mí, la razón por la que mi vida se había vuelto una locura y había sufrido semejante enajenación. No había un ser, o una sombra, no. Había una persona sonriéndome, completamente igual a mí, o casi; salvo sus pecas éramos iguales. Las pequeñas pecas que yo tenía en la mejilla derecha ella las tenía en el lado izquierdo de la cara. Me quedé petrificada durante un momento al ver su rostro casi idéntico al mío, que me miraba fijamente. Reaccioné, comencé a correr por la casa esperando encontrar, como por arte de magia, una puerta que me permitiera salir de esa broma de mal gusto. Al fin acabé en mi cuarto escondida entre la cómoda y mi cama con la cara empapada en lágrimas. Ella, mi otro yo, apareció en el marco de la puerta dirigiéndome una mirada inocente y una sonrisa macabra dibujada en la boca. Retrocedí desesperadamente y sentí un pinchazo en el pie. Me había clavado un pequeño cristal de ese estúpido espejo antiguo que había roto aquella vez antes de que ocurriera todo. Perdí el conocimiento y lo siguiente que recuerdo es encontrarme aquí en el reflejo de mi antiguo cuarto dentro de aquel espejo que milagrosamente estaba en perfecto estado de nuevo, matando el tiempo mientras veo a mi reflejo reflejarse en este maldito espejo dedicándome esa sonrisa burlona y cínica, esa mirada inocente, y esperando que pase el tiempo… porque ya sabéis lo que dicen cuando rompes un espejo: “Son siete años de mala suerte”.

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El día del juicio final

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Sara Esteban, 3º C - ESO

abía que no tardaría en llegar el juicio final. Sabía que hoy era mi último día en este mundo.

Yo vivía en una granja con muchos animales. Mis bisabuelos, mis abuelos y mis padres habían muerto aquí. Fueron muertes envueltas en el misterio. Son las 17:00 de la tarde de un 4 de septiembre. El sol brillaba cada vez con menos fuerza, lo que indicaba que el verano daba paso al invierno. Hoy me levanté como un día cualquiera e hice lo mismo de todos los días: me desperté, me desperecé, me bañé, pero a la hora de comer… Como mis padres habían fallecido, se hacía cargo de mí y de mis amigos un granjero. Hoy no comimos donde lo hacíamos normalmente. El hombre nos llevó a otra habitación, un poco oscura, y dijo que había que celebrar algo; por eso nos había preparado una comida especial: tenía muy buena pinta y olía maravillosamente. Empezamos a comer, sabía realmente bien. Cuando más distraídos estábamos, el hombre se acercó a la mesa y cogió algo que no había visto nunca. Tenía una especie de tubos alargados, todos juntos, y a estos les seguía como un mango, no lo recuerdo muy bien…Con ese instrumento extraño empezó a apuntar a mi mejor amigo, Gordi, y, antes de que pudiera avisarle, el hombre accionó una palanquita y cayó al frío suelo de la habitación. Dejamos de comer al instante e intentamos escapar de aquella habitación, pero las puertas estaban cerradas con llave. Nos dispersamos por la sala pero era inútil: el hombre iba apuntando y mis amigos iban cayendo al suelo uno tras otro. Supongo que todos nos preguntábamos lo mismo, ¿por qué? No encontraba ninguna explicación, todos nos portábamos siempre bien, no hacíamos ninguna gamberrada, pero nunca sabes lo que les pasa por la cabeza a los asesinos… Yo tuve suerte y la viga tras la que me escondí era lo suficientemente ancha como para que no me viera. A continuación, el asesino recogió todos los cuerpos sin vida y, uno tras otro, los fue trasladando a otra habitación. Cuando acabó, decidí seguirlo para averiguar el motivo, si es que lo había. Con cuidado de no ser descubierta, me fui acercando de puntillas a la habitación. Cuando entré y me escondí tras un montón de paja, pude verlo todo… Aquello era lo peor que había visto en mi vida. Amontonados en una esqui-

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na de la sala estaban todos mis amigos sin vida, y en una mesa en medio se encontraba el cadáver de Gordi; al lado suyo había un montón de cuchillos y diversas herramientas. El asesino cogió uno y se lo clavó a Gordi en el cuello. Empezó a brotar sangre. La sangre caía en un bote que cerró el asesino cuando estuvo lleno. Después cogió otro cuchillo y lo abrió en canal. Le extrajo los intestinos, el hígado… todas las vísceras. Aquello era horrible. Por último lo descuartizó: por un lado las piernas, por otro la cabeza. No pude seguir mirando. Desvié la vista, entonces pude reconocer a alguien… Hacía ya dos años que dijeron que había desaparecido junto con mi madre. Ahora sabía la verdad: mi padre se encontraba en las mismas condiciones que Gordi. Me quedé paralizado, no sabía qué pensar, qué hacer… El granjero asesino se había marchado y aproveché para irme antes de que regresara. Al día siguiente decidí regresar a aquel lugar; quería venganza. Así que, cuando llegué, me escondí detrás del mismo montón de paja y esperé hasta que llegó él. Al volver a ver a mis amigos ya descuartizados y destripados, no pude evitar estremecerme. Quise abalanzarme sobre el culpable pero decidí esperar al momento preciso. El hombre cogió las piezas del cuerpo de mi padre. Después de haber metido las piernas y el resto de los fragmentos en una especie de red, cada una por separado y de, haber colocado una etiqueta, el asesino se fue y cerró la puerta. Entonces con el corazón a cien por hora me acerqué a la mesa. Leí la etiqueta de la red en la que se encontraba una pierna de mi padre: Jamón de Bellota. Ahora mi padre ya no tenía ese color rosita que tanto me gustaba, ahora su piel se había oscurecido. Mis amigos también habían cambiado: aunque conservaban el color rosa y el pelaje suave y corto, ya no tenían ese rabo retorcido, ahora no tenían tampoco orejas. Cuando me di la vuelta, asustado, dispuesto a salir de esa horrorosa habitación, pude observar dos tubos oscuros que me apuntaban. Lo último que recuerdo fue el ruido de la palanquita y mi cuerpo cayendo al frío suelo de aquella horrorosa habitación.

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Quimeras Eva Salvador, 3º C - ESO

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e despierto. ¡Ellos me obligan, me gritan, susurran! Las sombras que invaden mi mente comienzan a manchar el nuevo día. Miro por la ventana. Un día tan nublado como mi pensamiento. Supongo que, según la perspectiva desde la que mires, los días se pintan de unas formas u otras. Independientemente del tiempo que haga, cada persona elige el pincel con el que pintar su día a día... pero ellos me guían por un solo color. No es un color cálido. No es un color frío. Es una mezcla de todos estos. ¿Dónde estoy? –me pregunto. Un hondo sentimiento de soledad me invade hasta lo más profundo de mi ser. Miro a mi derecha. Mi vista comienza a nublarse. Furia, desesperación, ira y todos los muebles deformados. Vuelvo en mí. Miro a mi izquierda. Montones de papeles desordenados encima de una mesa, todos aparentemente escritos. Mi diario. Ahora comienzo a recordar. La última página de mi diario fue escrita anoche. Debajo de mi escritorio, una gran muñeca con una mueca peculiar. Nunca he llegado a saber cómo llegó esta muñeca hasta mi casa; sin embargo, es tan famosa como terrorífica. Su sola presencia me hace volverme impulsiva, agresiva conmigo misma y con mi entorno; pero no puedo agredirla o zarandearla, no puedo moverla de donde está y cada vez me siento más aprisionada. Necesito escapar. La única vía que encuentro, la ventana de mi habitación. Un salto, un pequeño gesto y todo mi tormento habrá acabado, sentiré por fin paz. Tengo que hacerlo, aunque me da miedo. Abro la ventana y miro abajo. Son cinco pisos, será suficiente, me susurra una voz en mi cabeza. Satisfaciéndola, salto. No pienso en el dolor ni pienso en quien me quiere. Solo salto, salto y entonces todo acaba, por fin. No he sentido la caída. Antes de que mi mente termine de apagarse por completo, tengo tiempo de mirar una última vez hacia la ventana de la que una vez fue mi habitación y la distingo a ella, a la muñeca, sonriéndome.

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Malditas sombras Mª Rosa Zabaleta, 3º C - ESO

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ba andando por el pasillo de camino a mi cuarto cuando, de repente, se me cruzó una sombra. Fue tan rápido que bien podría haber dicho que fueron alucinaciones mías producidas por el cansancio. Un par de pasos después se me volvió a cruzar otra sombra, que caminaba de la mano de otra mucho más pequeña. Me dio la impresión de que era una madre con su hijo. El corazón me empezó a latir más rápido. Seguí caminando, aunque no recordaba que fuese tan largo aquel corredor. Pasados unos segundos volvió a cruzar otro grupo de sombras, esta vez algo mayor, por delante de mis narices, como quien anda por un paso de cebra. Las había de todos los tamaños, formas –algunas incluso se asemejaban a animales de compañía– e, incluso, de distintos tonos oscuros: unas más negras, otras más grises y otras se podía decir que lucían un blanco sucio. Todas se dirigían hacia la misma dirección y parecían no verme; al contrario que yo a ellas. El corazón me latía tan fuerte que pensaba que iba a salírseme del pecho. De repente y apenas sin darme cuenta, me encontré en medio de un río incesante de sombras que caminaban lenta pero constantemente. Intenté llegar a la orilla opuesta, en la que se suponía que se encontraba mi habitación, pero no lo conseguía. Caminaba y caminaba a través de los siniestros cuerpos que habían inundado el pasillo, pero nunca se acababa la avalancha; así que decidí seguirlos hacia la pared del pasillo que utilizaban como puerta hacia su destino. Me coloqué en la dirección correcta y noté como un empuje constante hacia delante, que me impedía permanecer quieta pero me permitía andar a un ritmo cómodo. Poco a poco me iba acercando, cada vez más, a la pared y, cuando apenas quedaban unos milímetros de separación entre ella y mi nariz, cerré los ojos todo lo fuerte que pude y seguí caminando, visualizando en mi cabeza cómo me chocaba contra el yeso. Al cabo de un par de pasos más, la fuerza que me empujaba cedió y me atreví a abrir los ojos. Todas las sombras habían desaparecido y me encontraba en el umbral de la puerta de mi cuarto, sumido en la penumbra. Me acerqué a mi cama para tumbarme e intentar olvidarme de todo lo sucedido. Nada más taparme con las sábanas caí en un profundo sueño. Al rato volví a vislumbrar una sombra parecida a las que anteriormente había visto en el pasillo, pero esta me miraba. Me miraba fijamente con un poder extraordinario, aunque no alcancé a verle los ojos. Nos encontrábamos a poca distancia, pero aun así me acerqué un poco. 21


tancia, pero aun así me acerqué un poco. No era dueña de mis movimientos, pero tampoco podía evitarlos. Nada más acercarme a ella, me caí. Caía y caía, pero no sabía muy bien a dónde y no aterrizaba en ningún sitio. Pasados unos minutos, entreví algo justo debajo de mí. No era otra cosa que un hoyo cavado con todo detalle en medio de unos cuantos muebles. Enseguida los reconocí. Se trataba de mi cuarto y el hoyo ocupaba el espacio donde debería haber estado mi cama. Caí con ligereza dentro del agujero. Alrededor vi un corro de sombras mirándome con curiosidad y, justo después, cayó encima del hoyo, una gran lápida de mármol. Después, no recuerdo nada más.

Fabiola Fauro Beffre

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Las chocolatinas del terror

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Carlos Nebra, 4º B - ESO

olo pensaba en una manera de escapar, la forma de sobrevivir. Llevaba todo el día escondiéndome de los seres que buscan carne fresca.

Mi historia empezó cuando yo apenas tenía diez años, pero desde aquella noche no he vuelto a ser el mismo. Debían de ser “entes” fantásticos o aberraciones de un pobre cuento infantil, pero tras la máscara se ocultaba gente real, corriente; incluso pensé que sus actos eran meras ilusiones. Todo comenzó en casa de mis vecinos Hufflepuff. Era la noche de Halloween y me había puesto un traje de fantasma. Estaba reunido con unos amigos para recoger los caramelos que nos diesen y dar algunos sustos. Mi disfraz no estaba muy logrado: había utilizado una sábana con agujeros, puesta por encima, y una cadena con bola de atrezzo, pero… ¡Ahora doy gracias a esta elección! Todos los muchachos se habían disfrazado para esta festividad monstruosa y mágica. Como cada año, aumentaba el número de niños y también los adornos en las fachadas. Nada más salir a la calle ya notaba ese cosquilleo de glotonería de chuches. Me acerqué a una casa con marionetas colgadas del porche, que tenían ojos rojos y parecían sonreír de una manera siniestra. Me entró el “canguelo”, pero disimulé; no quería que mis amigos pensaran que era un miedica y que me asustasen más aún con sus comentarios. Lentamente subí unas escaleras y llamé a la puerta. Tardaron en abrir, pero cuando lo hicieron, vino a recibirnos una señora muy mayor, con trajes harapientos y boca desdentada. Al instante salió de la casa un olor a putrefacción y a moho. Mis amigos se rieron, les gustaban mucho esas situaciones donde los sustos y las bromas podían romper el silencio en cualquier momento. Permanecí callado a la espera de unos dulces. El ambiente era aterrador. Yo estaba pálido como un muerto y me limité a hacer lo mismo que mis compañeros, quienes estaban recogiendo un buen puñado de una bolsa junto a la mujer. Parecía que las golosinas nunca se acababan. La anciana volvió a entrar en su casa con el saco aún lleno. Poseía una sonrisa malvada que no presagiaba nada bueno… A pesar del espanto que había sufrido, la recompensa era magnífica. Teníamos muchos dulces y decidimos dejar de llamar a otras casas, pues era suficiente por esta noche. Nos sentamos en el pequeño banco que se encuentra al lado de mi casa y abrimos algunas chocolatinas.

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Nunca había oído hablar de esas marcas; tenían unos dibujos anticuados, con aspecto de haber estado muy “sobados”. No tenía mucha hambre, así que elegí comérmelas cuando terminase de cenar; en cambio mis amigos empezaron a engullir sin control como si no hubiese un mañana. Los notaba diferentes, como si por cada chocolatina necesitasen tomar diez más. Era tremendamente asqueroso ver cómo comían de esa manera con las caretas puestas. No tenía ninguna gracia recoger tantas chuches para acabártelas en tan poco tiempo. Tras unos minutos, a mis compañeros se les acabaron; se giraron hacia las mías e intentaron comérselas también, pero yo me las guardé debajo de la sábana. Acto seguido, dejaron de hacerme caso y empezaron a husmear por la zona en busca de comida como si fueran perros callejeros. Lo descubrí solo cuando se fueron agachando. La máscara se unía a su rostro y parecía como si no hubiese contorno. Sus dientes estaban afilados y sus ojos desorbitados. Subí a mi casa corriendo, no quería que me persiguieran. En la cena, mi hermana me enseñó lo que había traído de la zona. Algunas eran como las mías, muestra de que había acudido a esa casa, y otras que más tarde descubrimos como “caramelos truco”, que no tenían chocolatina dentro. Tras el postre, decidimos comérnoslas. Mis padres y mi hermana empezaron suavemente, pero después comían a una velocidad anormal. Yo no había probado bocado aún. Era ilógico pensar que las chuches pudiesen cambiar el comportamiento. Al unísono mi familia se giró. ¡Querían mi parte! Esta vez no pude guardarlas, se las comieron todas y salieron de casa precipitadamente. Me puse mi disfraz y salí a la calle. ¡Creo que fue el momento más trágico de mi vida! Había muchas personas descuartizadas en la acera, con las tripas por el suelo. Descubrí a uno de mis amigos comiéndose el estómago de una persona. ¡No me hacían caso! Es como si no estuviese para ellos, como si el disfraz me hiciese inmune. Pensé que era una tontería, me quité el traje y me quedé al descubierto. Al momento, todas las personas monstruosas giraron sus horrendos rostros para mirarme con cara hambrienta. Tomé rápidamente el disfraz y huí, pero ya nada podría hacerme olvidar esos ojos, que parecen ver en el fondo de tu alma. Llevaba ya dos años escapándome, refugiándome entre las sombras. El mundo se había vuelto inestable, corrupto. Era imposible mirar a los ojos de la muerte y no gritar. Esta vez me habían pillado, no tenía escapatoria. Aún hoy, sigo sonriendo de manera siniestra, en un porche con los ojos inyectados en sangre, donde una mujer mayor celebra Halloween para esos niños glotones. Pronto tendré compañía.

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Tártaro

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Sara Casado Andrés, 1º A de Bachillerato

n día te despertarás en la orilla de un río turbio deseando no haber nacido. Tirado en el barro y con una tela andrajosa y empapada como único atuendo, te incorporarás aturdido. En el momento en el que abras los ojos, te invadirá un profundo desasosiego. El lugar en el que estás no se parece a ningún otro en el que hayas estado antes. Las leyes de la física parecen no ser válidas aquí, ya que el río del que sospechas que acabas de salir cae del cielo, de un punto vagamente iluminado rodeado por una bruma densa. Aparte de ese punto, el cielo está oscuro. De todas formas, un resplandor cálido y agradable ilumina la escena. En este momento, probablemente sientas la incontenible necesidad de buscar la fuente de luz y aproximarte todo lo posible a ella, puesto que algo te dice que es lo único que te podrá otorgar consuelo. En cuanto te levantes de un salto, decidido a encontrar la forma de salir de ahí, la tristeza se adueñará de tu corazón. A tu alrededor se extiende un paisaje desolador. Estás en una de las orillas del río y delante de ti fluyen sus aguas, revueltas y marrones. La luz que ilumina la escena procede de algún punto indeterminado en la otra orilla. El río no es excesivamente ancho, podrías cruzarlo en un par de brazadas, puede que ni siquiera sea lo suficientemente profundo como para llegarte a la cadera. Consideras vadearlo hasta la otra orilla e investigar lo que hay más allá, pero antes observas con atención el curso de agua. Algo capta tu atención. De un color claro y de formas redondeadas, pasa flotando mansamente hasta desaparecer en el horizonte. Tendrás que esquivar rocas como esa si quieres llegar al otro lado. Te preparas para sumergirte, pero de repente ves otra piedra como la anterior, y al poco rato otra, que se balancean en la superficie del río, más o menos hundidas. La curiosidad te puede y decides coger una. Con cuidado, te acercas y la sacas del agua. Quizá al meter la mano hayas notado que está fría, pero no es nada del otro mundo y no le prestas atención. Cuando pones la extraña piedra flotante a la altura de tus ojos, un escalofrío te recorre la espalda. Es una calavera humana, monda y lironda, que parece sonreírte fríamente. Puede que decidas tirarla y devolverla al río del que ambos habéis salido, o puede que simplemente la dejes caer, como si su tacto te quemara. Nada de esto tiene importancia en realidad. Espantado, te das la vuelta esperando ver algún atisbo de normalidad en este sitio maldito. Detrás de ti se alza una colina de tierra seca, no excesivamente alta, coro25


nada por un solitario árbol. Ni siquiera un experto en botánica podría clasificar la planta, pero asumamos que no sabes nada de él y tienes interés en el único otro ser vivo que parece hacerte compañía. Te acercarás, alegre de haber encontrado algo con una chispa de vida, hasta que tus manos puedan recorrer la nudosa corteza del tronco. Si en ese momento miraras hacia arriba, no verías nada especial. Es solo un árbol muerto, con las largas ramas colgando laciamente hasta tocar el suelo. Si por alguna casualidad tus ojos se toparan con una inscripción en la corteza, leerían algo similar a esto: Qlifot. Si no sabes hebreo, a lo mejor esto no tiene mucha importancia, pero si tienes la desgracia de conocer el significado de ese término, tu cuerpo se tensará como la cuerda de un arco a punto de disparar. Puede que tus músculos se agarroten o puede que sientas que el poco brío que te quedaba se desvanece, dejándote desmadejado y quebradizo. De nuevo esto no tiene importancia. Lo único que te puedo asegurar es que tu corazón no te martilleará en el pecho, ni tu respiración se acelerará. ¿Habrás caído ya en la cuenta? ¿Comprenderás que acabas de traspasar un punto de no retorno? Que mi árbol te proporcione la respuesta que llevas buscando desde que llegaste aquí vuelve a ser irrelevante, puesto que en cuanto acabes de remontar la colina y te asomes al otro lado, llegarás a la misma conclusión. Estás muerto. Irremisiblemente muerto. ¿Cómo he llegado hasta aquí? –te preguntarás. ¿Cómo no me he dado cuenta antes de que no he respirado, ni de que hace tiempo de que en mi pecho no late nada? No te preocupes, le pasa a la mayoría. Es lógico no fijarse en pequeños detalles como esos cuando se está solo en un lugar desconocido. Solo, hasta el momento en el que le echaste un vistazo al otro lado de la colina, claro está. Ahora sabes que no eres el único, ni mucho menos. Cientos, miles de cuerpos humanos, igual de harapientos, igual de pálidos que tú, se aglutinan en la otra ladera de la colina, en una especie de valle de tierra con gravilla espolvoreada por encima. Hay una pequeñísima probabilidad de que creas reconocer a alguien, de que bajes corriendo a saludar a una cara conocida, borrosa en las sombras de tu mente confusa. También puedes quedarte parado, coronando la cima de la colina en estado shock, con los ojos vidriosos, pensando que deberías llorar. En cualquiera de los dos casos, te llevarás una tremenda decepción. Si te aproximas a los despojos humanos que pueblan esa orilla del río, verás que no te reconocen. Sus ojos acuosos pasan por encima de ti, su cuerpo no es nada más que una corteza vacía que encierra una mente ausente. Cuando alcances esa cáscara hueca que te producía un sentimiento de familiaridad, te volverás loco. No conseguirás recordar nada de esa persona. Por mucho que te esfuerces, esa información simplemente no está ahí. Si crees que eso no es tan grave, es porque aún no te has percatado de que, de hecho, no recuerdas nada de ti mismo. Llegados a este punto, te doblarás de dolor, te arrodillarás en el suelo o simplemente te desplomarás como un fardo, despellejándote las rodillas sin sangrar sobre la árida tierra llena de piedrecitas.

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Tu mente, confundida hasta límites insospechados, dejará de funcionar, puesto que sin tus recuerdos, sin tus vivencias, te sientes terriblemente desamparado. Por supuesto, no podrás librarte de la opresión que te comprime el pecho llorando, puesto que ese es un desahogo que te está velado. La mente humana no está hecha para soportar tanta desazón, así que, ahora sí, te volverás loco. No te preocupes, el dolor remitirá hasta hacer de ti uno más de los miles, millones de desechos humanos tirados por el valle. Insensible para toda la eternidad, atormentado por las dudas. Una sola pregunta se repetirá una y otra vez en tu cabeza, en un bucle sin fin: ¿Quién soy yo? Si no es el caso, si eres de los pocos que conservan la fe a estas alturas, una de las pocas personas de mente lúcida y espíritu indomable que queda (o más bien quedaba) en el mundo, te encaminarás al río. Con fiera determinación, te sumergirás en él. Al principio, rabioso por sentirte privado de tu identidad, ignorarás el frío glacial que se te mete en los huesos. De todas formas estás muerto, así que nada puede herirte ¿no? Craso error. Conforme avances, dirigiendo tus ojos hacia la luz de la otra orilla, empezarás a notar dolor. Un dolor atroz, inclemente y helado. Para cuando llegues a la mitad del río, estarás paralizado. Tus pies descalzos, sumergidos de nuevo en el barro, comenzarán a hundirse. Si el dolor te ciega lo suficiente, para cuando te des cuenta de que tu cuerpo sigue el mismo camino, ya estarás sepultado bajo una capa de lodo. Espero que no seas claustrofóbico. Si, excepcionalmente, te sobrepones y llegas a la otra orilla, sonreirás. Temblando de frío y dolor, puede que a cuatro patas, sentirás que has triunfado. Has vencido a la muerte. ¡Felicidades, de todo corazón! Pero deberías saber que aún no has acabado. Quieres ir hacia la luz, ¿verdad? Adelante, por favor. Camina hacia ella, trastabillando, trota, corre si quieres. No está tan lejos. Cuando finalmente, exhausto, distingas con claridad el origen de la luz, advertirás, no sin cierto estupor, que no proviene de una única fuente. De hecho, son seis los puntos brillantes que quedan suspendidos encima de tu cabeza. Cuando alces tu mirada, conocerás el verdadero significado de la palabra miedo. El ser que otea el horizonte, impertérrito, es dantesco. Sus ojos son seis esferas redondeadas que emiten una luz intensa, cegadora. Puede que en la distancia pudiera parecer cálida, tibia como la caricia del Sol en verano, pero en mis dominios no hay Sol, y la mirada de la bestia es abrasadora. De tamaño colosal, en su estructura algo te recuerda vagamente a un perro. No puedes estar seguro, pues exceptuando sus ojos el resto de su cuerpo está difuminado, como hecho de oscuridad en continuo movimiento. Sus piernas, como columnas de mármol, están firmemente clavadas en la tierra. Su cola, látigo de carne y cuero, acaba en punta. Lo más horrible, sin embargo, lo que hace que realmente desees correr, volver al río, hundirte en él y desaparecer para siempre enterrado por el fango, son sus cabezas. Sus tres monstruosas cabezas, de ojos brillantes, narices húmedas y fauces babeantes. Por alguna extraña razón tus instintos quieren hacerte huir, pero has llegado hasta aquí gracias a tu fuerza de voluntad y no piensas echarte atrás. Has27


ta que comprendes, súbitamente, que el ser está buscando algo y que la única tarea susceptible de asignarle a algo como eso es vigilar. Vigilar la orilla. Vigilar para que personas como tú no crucen el río. Cerbero, como si te hubiera leído el pensamiento, fija sus ojos en ti, cegándote, y te sonríe, enseñando sus dientes. Estos, comprendes claramente, no han sido hechos para sajar miembros, sino para despedazar almas de insolentes como tú. Te diría que corrieras, pero por última vez, da exactamente igual. Yo entrené a Cerbero, y no hay escapatoria. Cuando se ponga en movimiento, la tierra temblará y no podrás evitar admirar la majestuosidad de su porte terrorífico. Justo cuando uno de sus dientes penetre en tu carne, haciendo hervir tus entrañas, empezarás a recordar. Tu vida pasará por delante de tus ojos, rememorarás todos los acontecimientos importantes, todas las cosas que te habría gustado hacer o decir a tus seres queridos antes de morir. Sobre todo, vendrán a tu memoria todos los actos que te han traído hasta aquí. La culpa te invadirá como una ola, arrollando todo a su paso. El dolor físico que te causan las fauces de la bestia cuando mascan tus costillas no es nada comparado con el arrepentimiento. Cuando por fin recuerdes quién eres, desearás no haber nacido, pues lo único que has traído al mundo es sufrimiento. Tarde para disculpas, lamento decirte. Al final, con el cuerpo roto como una marioneta mal montada, te preguntarás qué habrá después de esto, qué es peor que ser devorado por un perro infernal. La respuesta, rotunda y afilada, te golpeará. Más te valdría haber perdido la cordura junto con los demás condenados, porque después de que mi mascota se haya decidido a tragar los despojos de tu cuerpo, no hay nada, sólo negrura. Y la mera idea de desaparecer sin dejar rastro, sin que nadie se acuerde de ti, es mucho más aterradora que cualquier tormento eterno que yo te pueda infligir.

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Ese amigo que te da alegrías Fabiola Fauro, 2º K de Bachillerato

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se amigo que te da alegrías, risas y algún que otro lloro; ese amigo que te acompaña en cada momento de tu vida, ya sea bonito o triste; ese amigo que te observa detrás de la ventana en una noche lluviosa y te acompaña mientras duermes… Una luz ilumina esa habitación que dejaste atrás. Solo quiere llevarte a esa tierra de encanto, asesinando belleza y corazones. Así será, pequeña. No puedes escapar de ese jardín sombrío. Solo juega y observa, como enseño a los demás que no me ven, enjaulándolos como hicieron con mi alma que buscaba un triste amigo, alguien con quien compartir un mundo de alegrías y esperanzas. Aquí estoy, solo y sin ayuda. ¿A alguien le importo? No soy más que una sombra que se arrastra en una mente humana que no es capaz de ver a ese amigo que le mira día y noche a los ojos… Solo quiero ser visto, tener un amigo que juegue con cabezas cortadas mientras nos reímos con esa sangre derramada… Ven, no te quiero hacer ningún mal. Lo que tengo en las manos no son tijeras, solo dulces cuchillos que quieren dibujarte una sonrisa para no verte triste en ningún momento, para que sientas el dolor y la felicidad que siento yo cuando me ignoráis. Solo ven en silencio y camina entre las sombras: ahí me encontrarás.

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Aquellas miradas Fabiola Fauro, 2º K de Bachillerato

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quellas miradas que penetran en mi mente no son más que puertas que conducen a la profundidad de un oscuro ser que te sonríe, abriendo aquellas puertas del aliento de donde salen seres y putrefacción, donde no puedes huir en ningún momento y solo puedes sentarte, taparte los oídos e intentar dejar de escuchar esas voces que intentan entrar en tu mente… ¿Dónde estoy? Preguntas con una jadeante voz. ¿Por qué no puedo moverme? Necesito salir, sentir que estaré bien, volver a ser una niña dulce, alejarme de esos sonidos que quieren violarme, que quieren devorarme por dentro. Un intento de salvarme… debo hacer algo para librarme de este dolor tan angustioso… Mirad lo que él me hizo… Desgarrada estoy por dentro… No puedo más... Y desde aquel día, esas miradas, esas voces aún seguían paseando por el sendero de su raciocinio convirtiéndose en un mundo tan distinto que alimenta la locura de una persona hasta llevarla a un extremo en el que se apoya en su único amigo, en ese amigo que la empujó hasta esos extremos… Siempre estará contigo.

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Índice Casa de muñecas .................................................................. 3 Sara Veras Bazán, 1º C de ESO El misterio de la Luna ............................................................ 5 María Piñol Martínez, 1º C de ESO La habitación oscura .............................................................. 7 Laura Wadad Halaihel Guallar, 2º B de ESO Noche de verano ................................................................... 9 Celia Pardos Núñez, 2º C de ESO El destino del destino ............................................................. 10 Sara Ambroj Lozano, 2º D de ESO Santa Claus .......................................................................... 12 Víctor Berges, 3º A de ESO Una vez más ........................................................................ 14 Margarita Oyarzábal, 3º A de ESO Rojo .................................................................................... 15 Leire Grimal, 3º C de ESO Siete años de mala suerte ...................................................... 16 Natalia Fresneda, 3º C de ESO El día del juicio final .............................................................. 18 Sara Esteban, 3º C de ESO Quimeras ............................................................................. 20 Eva Salvador, 3º C de ESO Malditas sombras .................................................................. 21 María Rosa Zabaleta, 3º C de ESO Las chocolatinas del terror ...................................................... 23 Carlos Nebra, 4º B de ESO Tártaro ................................................................................ 25 Sara Casado Andrés, 1º A de Bachillerato Ese amigo que te da alegrías .................................................. 29 Fabiola Fauro, 2º K de Bachillerato Aquellas miradas .................................................................. 30 Fabiola Fauro, 2º K de Bachillerato


Esta edición no venal, con fines pedagógicos y hecha para su distribución entre el público lector del Instituto de Enseñanza Secundaria Goya de Zaragoza, reúne una selección de los relatos escritos por alumnos de ESO como parte de las actividades de la Semana de la Literatura de Misterio y Terror, celebrada del 3 al 6 de noviembre de 2015.



Biblioteca del Instituto Avda. de Goya, 45 50006 Zaragoza

TelĂŠfono: 976 358 222 Fax: 976 563 603 Correo: biblioteca.ies.goya@gmail.com


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