Cuadernos de biblioteca
Relatos para PASARLO DE MIEDO
Relatos para PASARLO DE MIEDO
Cuadernos de Relatos nº 1 Colección dirigida por Josefina López
Selección de textos de: Nuria Alfonso, Carmen Argón, Concha Botaya, Elena López, Josefina López, Miguel A. Longás, Mercedes Ortiz, Carlos Palomo, Jesús Polo, Carmen Solano y Carmen Sancho. Ilustraciones de: Cristina Andrés, Sharon D. Chicaiza y Roxana Petrisor Dirigidas por el profesor Javier García Ezpeleta
PRIMERA EDICIÓN, 2009 Ediciones de la Biblioteca Departamento de Edición Maquetación: Mª Pilar López Pérez IES Goya Avd. Goya, 45 50006 ZARAGOZA
男人与坟墓 有一个男人, 每天下夜班都要经过一个墓地, 自行车每天到墓地时 都骑不动。 有一天, 他的车又坏了, 墓碑上的照片突然跟他讲话, 这个人觉得很 害怕, 但是照片每天都和他说话,他也就习惯了. 照片天天跟他说自己是怎 么死的。 很多天后, 男人忍不住了,于是他问照片“到的是谁害死你 的?” 照片说“就是你!”
El hombre y la tumba
Había un
hombre que cada día debía pasar en bicicleta
por un cementerio. Un día su bicicleta se rompió al lado de una tumba y la foto de la tumba le empezó a hablar. Él se asustó, pero la foto comenzó a hablarle cada día y él se acabó acostumbrando. Un día la foto le contó que había sido asesinado. Muchos días después el hombre se atrevió a preguntarle: “¿Quién te ha matado?”, y la foto le contestó:“Fuiste tú.” (Cuento tradicional chino. Versión de la alumna Fenting Li)
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El Monte de las Ánimas [Fragmento] GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
A
l cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
— Y antes que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? —dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico. — ¿Por qué no? —exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro. Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió: — ¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma? — Sí. — ¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo. — ¡Se ha perdido! ¿Y dónde? —preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza. — No sé... En el monte, acaso. — ¡En el Monte de las Ánimas!—murmuró, palideciendo y dejándose caer sobre el sitial—. ¡En el Monte de las Ánimas! —Luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda—: Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esa diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres, yo he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche, ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde. Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando hubo concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores: — ¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos y cuajado el camino de lobos! Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía: movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar, entreteniéndose en revolver el fuego: — Adiós, Beatriz, adiós. Hasta... pronto. — ¡Alonso, Alonso! —dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido. A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos. III Había pasado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar, cuando Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho. — ¡Habrá tenido miedo! —exclamó la joven, cerrado su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen. Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió, se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
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Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana. — Será el viento —dijo, y poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con un chirrido agudo, prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispado. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; con un murmullo monótono de agua distante, lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; eco de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve, y que no obstante se nota su aproximación en la oscuridad. Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio. Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada: oscuridad, las sombras impenetrables. — ¡Bah! — exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho—. ¿Soy yo tan miedosa como estas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de aparecidos? Y cerrando los ojos, intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento. El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora. Vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso. Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta, muerta de horror. […] (En Rimas y Leyendas, ed. Anaya, Madrid, 1985)
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La esposa muerta [Cuento coreano]
E
l emperador citó cierto día a su primer ministro para hacerle una pregunta privada y personal.
Quería saber por qué no tenía esposa. […] — Amado emperador —dijo el ministro—. He sido un hombre casado. Te contaré la historia de mi vida. Si en algo aprecias la lealtad con la que te he servido, dame ahora tu respeto y tu silencio. Y comenzó a relatar su terrible historia: Era muy joven cuando me casé. Tan joven que jamás había estado con una mujer. Después de la ceremonia de bodas en casa de los padres de mi novia, que vivían en otro pueblo, me quedé en nuestro cuarto nupcial esperando que trajeran a mi joven esposa. Estaba aterrado, confuso. Tenía mucho miedo del momento que se acercaba, porque no sabía qué hacer, qué se esperaba de mí. Me senté en un rincón, con los brazos sobre la mesa, de espaldas a la puerta. Su madre la condujo hasta mí y nos dejó solos. Yo era tan tímido que no me atrevía ni siquiera a darme vuelta y mirarla. Ni pensar en hablar con ella. Así nos quedamos los dos, sentados en silencio durante un buen rato, hasta que de pronto sentí que me tiraban de la manga. Se me heló la sangre en las venas. ¡Mi novia se atrevía a tocarme las vestiduras! ¡Esa joven supuestamente tan ingenua! Apabullado por ese avance, completamente impropio de una muchachita inocente, me levanté de un salto y escapé de esa casa y de ese pueblo, corriendo hacia la casa de mis padres. Después de eso me entregué a mis estudios: fui a vivir a un templo en la cima de una montaña y permanecí allí durante muchos años, hasta aprobar todos mis exámenes. Por fin me había convertido en funcionario del imperio. Me nombraron magistrado en Nam-Yang, en la provincia de Gyong-Gi. Emprendí el viaje hacia Nam-Yang. Por el camino iba distraído, pensando en mis nuevos deberes, cuando pasamos por un pueblo importante. Mi carruaje se detuvo en el centro del pueblo. Un grupo de aldeanos se acercó para pedirme que dijera una plegaria en una casa vieja, abandonada, que imaginaban visitada por espíritus. Me contaron que muchos años atrás, la hija del matrimonio que allí vivía se había casado con un joven que había huido en la misma noche de bodas. No tuve inconvenientes en aceptar el pedido, riéndome para mis adentros de las creencias de esos pobres campesinos ignorantes. Me indicaron la dirección y allá fui, dispuesto a complacerlos y convencido de que mi intervención no serviría de nada. Después de mi partida, ellos seguirían creyendo que la casa estaba embrujada y comentarían, orgullosos, que ni siquiera un alto funcionario había podido con el hechizo. Estaba acercándome a la casa cuando, de pronto, empecé a reconocer las calles por donde pasaba y recordé, con un estremecimiento, que estos eran el mismo pueblo y la misma vivienda donde yo mismo me había casado hacia ya tantos años. La casa estaba vacía. Una atmósfera extraña la envolvía. Era un mediodía caluroso. El sol caía vertical, malsano. Las columnas rojas brillaban como untadas con aceite. Al acercarme a la puerta, comprendí de pronto en qué consistía la sensación de extrañeza: era el silencio. El campo y el pueblo vibraban con el sonido de los grillos, la brisa, los múltiples insectos del verano. Pero a pocos metros de la entrada, todos los ruidos cesaban, como si la vida misma retrocediera, como si no se atreviera a acercarse a ese lugar maldito. Entré casi en trance y caminé por los pasillos de la casa roja. Todo estaba limpio y prolijo, de una forma imposible de imaginar en un lugar abandonado. Enseguida llegué a nuestro cuarto nupcial. Allí encontré a mi novia, tal como la había dejado, acostada y completamente muerta. Sin embargo, su cuerpo parecía tan fresco y sano, tan joven como si nuestra boda hubiera sido ayer. Sus ojos abiertos me miraban resentidos, acusándome. Me sentí perseguido por esa mirada. Y empecé a preguntarme qué había sucedido en realidad en aquella noche fatal. Entonces me senté en el mismo rincón en el que había estado en mi noche de bodas, con los brazos apoyados en la mesa, de espaldas a la puerta. De pronto, sentí que alguien me tiraba de la manga. Miré alrededor, pero mi novia seguía yaciendo muerta, inmóvil. Miré hacia abajo y otra vez se me heló el corazón: tenía la manga enganchada en un clavo que sobresalía en la mesa de madera y, cada vez que me movía, sentía un tirón. Desesperado, comprendí ahora mi error. ¿Cómo podía haberla culpado? Mi novia había sido completamente inocente de la acción por la que yo la había condenado. Había sido una rara belleza, inocente y tímida. Y yo la había perdido por mi estupidez y mi falta de confianza. Sintiéndome un miserable, me incliné sobre la hermosa jovencita dormida en un sueño eterno y la besé por primera vez, en la frente. No sé qué esperaba. Quizás soñé por un instante en que mi beso me traería el perdón. Que la haría despertar, sonreír, cambiar el odio fijo de sus ojos por una mirada de amor.
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Pero en el instante en que posé mis labios sobre su piel, su cuerpo comenzó a cambia ante mis ojos. De golpe perdió el aspecto fresco y rosado y se convirtió en un cadáver del color de la cera, con ojeras como grandes pozos grisáceos. Sus uñas crecieron rápidamente, marrones, repugnantes. Las encías se retrajeron mostrando en una mueca horrible las raíces de los dientes. Un olor dulzón a carne muerta impregnó el aire. Traté de huir, pero una fuerza demoníaca me mantenía inmóvil mientras mi bella novia avanzaba hacia la descomposición. Grandes manchas violetas de putrefacción comenzaron a marcar el cadáver, que se hinchaba, deformándose. Breves estallidos dejaban al descubierto lagunas colmadas de un líquido sucio. Ahora el olor era absoluto, sólido, intolerable. Los gusanos blancos y hambrientos hacían su trabajo. La carne iba desapareciendo mientras se hinchaban esas larvas repugnantes; pero el pelo seguía pegado al cráneo y, desde la calavera pelada, los ojos vivos de mi amada seguían mirándome, me atravesaban con la fijeza del odio. Poco a poco se la fueron comiendo hasta que los huesos quedaron pelados y amarillentos, y después se rompieron y se desintegraron, el cabello mismo desapareció convirtiéndose en polvo y en nada. Solo entonces pude luchar contra la fuerza que me mantenía parado al borde de la cama y conseguí darme vuelta, salir de ese lugar de terror y desdicha. ¿Cuánto tiempo había pasado? Tenía la sensación de haber permanecido años enteros sumergido en el horror y, sin embargo, cuando salí todo estaba igual. Mi carruaje me esperaba en el centro de la plaza. Los aldeanos agradecieron mi interés por la casa abandonada. Ahora, quizás, volvería a ser habitable. Jamás me he perdonado. Pero la lección que aprendí me enseñó a controlar mis emociones y así conseguí alcanzar el alto puesto que tengo hoy. Por eso, le debo tanto a mi novia muerta. Por eso, jamás podría volver a casarme, majestad, y traicionar a esa mujer ingenua y pura. Y el emperador suspiró de pena. (En Ana María Shua, Planeta Miedo, ed. Anaya, Madrid, 2002)
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Historia de Telifrón o el guardador de cadáveres [Fragmento]
A
LUCIO APULEYO
sí que, andada y vista por mí toda Tesalia, llegué a la ciudad de Larisa. […] Mirando todas las
cosas de allí, ya que se me enflaquecía la bolsa, comencé a buscar remedio de mi pobreza, y andando así veo en medio de la plaza un viejo alto de cuerpo encima de una piedra, que, a altas voces, decía: — Si alguno quisiere guardar un muerto, véngase conmigo en el precio. Yo pregunté a uno de los que pasaban: — ¿Qué cosa es ésta? ¿Suelen aquí huir los muertos? Respondióme aquél: —Calla, que bien parece que eres mozo y extranjero, y por eso no sabes que estás en medio de Tesalia, donde las mujeres hechiceras cortan con los dientes las narices y orejas de los muertos, en cada parte, porque con esto hacen sus artes y encantamientos. Yo le dije entonces: —Dime, por tu vida, ¿y qué guarda es ésta de los difuntos? Él me respondió: —Primeramente, toda la noche ha de velar muy bien, abiertos los ojos y siempre puestos en el cuerpo del difunto, sin jamás mirar a otra parte, ni solamente volver los ojos, porque estas malas mujeres, convertidas en cualquier animal que ellas quieren, en volviendo la cara, luego se meten y esconden, que, aunque fuesen los ojos del Sol y de la justicia, los engañarían; que una vez se tornan aves y otra vez perros y ratones, y luego se hacen moscas, y cuando están dentro, con sus malditos encantamientos oprimen y echan sueños a los que guardan; de manera que no hay quien pueda contar cuántas maldades estas malas mujeres, por su vicio y placer, inventan y hallan, y por este tan mortal trabajo, no dan de salario más de cuatro o seis ducados de oro, poco más o menos. ¡Oh, oh!, y lo que principalmente se me olvidaba: si alguno de estos que guardan no restituye el cuerpo entero, a la mañana, todo lo que le fue cortado o disminuido es obligado y apremiado a reponerlo, cortándole otro tanto de su misma cara […]. Yo quedé así desconsolado, para consuelo del muerto, y refregados los ojos y armados para velar, halagaba y esforzaba mi corazón cantando así que ya anochecía […] y con esto entró una comadreja, la cual me estaba mirando, e hincó los ojos en mí fuertemente, de manera que yo me turbé y enojé porque un animal tan pequeño tuviese tanta audacia de así mirar, y díjele: ¡Oh bestia sucia y mala! ¿Por qué no te vas de aquí y te encierras con los ratoncillos, tus semejantes, antes que experimentes el daño presente que te puedo hacer? ¿Por qué no te vas? En esto volvió las espaldas y luego salió de la cámara. No tardó nada que me vino un sueño tan profundo, como que me lanzó en el fondo del abismo, de tal manera, que el dios Apolo no pudiera fácilmente discernir cuál de ambos los que estábamos echados fuese más muerto... [...] El canto de los gallos quebrantó las treguas de la noche; finalmente, que yo desperté, y asombrado de un gran pavor corrí presto al muerto, y traída una lumbre descubríle la cara y comencé con diligencia a mirar todas las cosas de su persona, y hallé que todo estaba sano y entero [...]. [...] y me fui a una plaza cerca de allí [...]. En esto, he aquí que asoma el muerto ya llorado y plañido, el cual, según la costumbre de aquella tierra, especialmente siendo uno de los principales, lo llevaban públicamente por la plaza con gran pompa de su entierro. Como allí llegaron, vino un viejo con mucha ansia y pena, llorando y mesándose sus canas honradas, y con ambas manos se agarró a la tumba, dando grandes voces entre sollozos y lloros, diciendo: —Por la fe que mantenéis, ¡oh ciudadanos!, y por la piedad de la república, que socorráis al triste muerto; vengad con mucha atención y severidad tan gran traición y maldad contra esta nefanda y mala mujer: porque ésta, y no otro alguno, mató con hierbas a este mezquino mancebo, hijo de mi hermana, por complacer a su adúltero y por robarle su hacienda. De esta manera aquel viejo lloraba, quejándose a todos [...]. […] El viejo dijo entonces: —Pues que así es, pongamos el albedrío de esta verdad en la divina Providencia para que lo descubra. Aquí está presente Zaclas, egipcio, principal profeta, el cual se comprometió conmigo por cierto precio a hacer salir de los infiernos el espíritu de este difunto y animar este cuerpo después del paso de la muerte [...]. […] Entonces el difunto se levantó en el lecho donde iba, y desde allí comenzó a hablar al pueblo de esta manera: —Yo fui muerto por las artes de mi nueva mujer, y matóme con veneno que me dio de beber, por lo cual muy presto y arrebatadamente dejé mi cama y casa al adúltero. Entonces la buena mujer tomó de las palabras audacia, y con ánimo sacrílego altercaba con el marido resistiendo a sus argumentos [...]. [...] pero estas alteraciones atajó el habla del difunto, el cual, dando un gran gemido, dijo: —Yo os daré muy clara razón de la inviolable y entera verdad, y manifestaré lo que otro ninguno sabe. Entonces, demostrándome con el dedo, prosiguió, diciendo: —Porque a este muy sagacísimo y astuto guardador de mi cuerpo, que me velaba muy bien y con muy gran diligencia, las viejas encantadoras, que deseaban cortarme las narices y orejas, por la cual causa muchas veces se habían tornado en otras figuras, no pudiendo engañar su industria y buena guarda, le echaron un gran sueño, y estando él como enterrado en este profundo sueño, las hechiceras comenzaron a llamar mi nombre, y como mis miem-
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bros estaban fríos y sin calor, no pudiendo así presto esforzarse para el servicio del arte mágica; pero él, como estaba vivo, aunque con el sueño casi muerto, y llamábase como yo, levantóse a su nombre, sin saber que lo llamaban; de manera que él, de su propia voluntad, andando en forma de ánima de muerto, aunque las puertas de la cámara estaban con diligencia cerradas, por un agujero, cortadas primero las narices, después las orejas, recibió por mí el destrozo y carnicería que para mí se aparejaba. Y porque el engaño no pareciese, pegáronle allí con mucha destreza cera formada a manera de orejas cortadas, y otra nariz semejante a la suya; y ahora está aquí el mezquino, gozoso, que alcanzó y fue pagado del salario que ganó no por su industria y trabajo, sino por la pérdida y lesión de sus narices y orejas. Como esto dijo, yo, espantado, luego me eché mano de las narices y trájelas en la mano; agarré las orejas y cayéronseme. Cuando vieron esto los que estaban alrededor comenzaron todos a señalarme con los dedos, haciendo gesto con las cabezas. En tanto que ellos se reían, yo, cayendo a sus pies como mejor pude, me escapé de allí, y nunca después volví a mi tierra, por estar así lisiado, para que burlasen de mí. Así, que con los cabellos de una parte y otra encubro la falta de las orejas. Y con este plañizuelo [pañizuelo] que traigo puesto en la cara, la fealdad y lesión de las narices. (En La Metamorfosis o El asno de oro, Universidad de Deusto, Bilbao, 1992]
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La máscara de la muerte roja [Fragmento] EDGAR ALLAN POE
A
pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos,
en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación. Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces. Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden —apenas han durado un instante— y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y para aquel cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias. Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesación angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa ya finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía
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límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba, incluso, más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aun el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto; aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata. Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero, al punto, su frente enrojeció de rabia. — ¿Quién se atreve —preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban—, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apoderaos de él y desenmascaradlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas! Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre osado y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano. Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y deliberado. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia del enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a una yarda del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente, pero con el mismo solemne y mesurado paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la rabia y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Reuniendo el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna forma tangible. Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre, y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo. (En Cuentos I, Alianza Editorial, Madrid, 2007)
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El gato negro [Fragmento] EDGAR ALLAN POE
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e casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi
gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato. Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla. Plutón —tal era el nombre del gato— se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle. Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba —pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?—, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor. Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad. Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido. El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. […] Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla —si ello fuera posible— más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible. La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza. No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto.
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Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal. Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho. Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él. Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer. Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero —sin que pueda decir cómo ni por qué— su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente —muy gradualmente— llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste. Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer […]. El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal. Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte! Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso —pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme— apoyado eternamente sobre mi corazón. […] (En Cuentos I, Alianza Editorial, Madrid, 2007)
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La promesa [Fragmento] CARLOS CASTÁN
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l día siguiente, a primera hora de la mañana, quiso la casualidad que Margarita pasara por de-
lante del hotel El Pequeñín justo cuando un grupo de curiosos se arremolinaba junto a la puerta para ver salir a los cómicos que se habían alojado allí durante el breve tiempo que duraron las funciones y partían ahora de viaje hacia Madrid. Querían ver, sobre todo, al gran galán Valeriano de Veruela, de quien se decía que a veces, si estaba de humor, repartía entre la gente postales con su retrato firmadas de su puño y letra. Margarita no quería volver a pasar por el trago de una nueva despedida, pero tampoco sus pies acertaban a alejarla de la puerta por la que iba a asomar, de un momento a otro, el rostro con el que pensaba soñar a diario, dormida y despierta, a partir de ahora. Estuvo un rato viendo cómo cargaban en un furgón baúles de todos los tamaños y percheros con vestidos de época protegidos por plásticos y cajas redondas de embalar sombreros, como las que llevan en su equipaje las damas de las películas cuando se bajan de trenes procedentes de París. El actor principal salió finalmente, provocando un aleteo nervioso entre la gente, que decía: “¡Ahí está!”, al tiempo que intentaba acercarse para conseguir un autógrafo. Y ahí pudo verlo claramente, y reconoció en ese hombre al que la noche anterior se le había bebido el alma. Las piernas empezaron a flaquearle y casi no le dio tiempo a comprender, mientras desfallecía, por qué su hombre había buscado lugares apartados para estar con ella, por qué en el baile no había querido quitarse ni un instante las gafas de sol y por qué de repente le ensombrecía su mirada algo tan parecido a la vergüenza. Cayó fulminada como por un rayo invisible de una tormenta que solo oía ella, bajo una lluvia sucia que a nadie más mojaba. A los pocos días, murió a la hora de merendar en uno de los dormitorios corridos del Hospital Provincial, con la boca seca y los ojos húmedos, mientras veía cómo una monja se empeñaba en introducir una especie de puré de manzana cocida en la boca cerrada de su vecina de cama. Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, la gira americana de la compañía de Valeriano de Veruela había empezado con buen pie, salas llenas y reseñas elogiosas en la prensa. Aun así, el actor no podía encontrarse peor. No se trataba de nada físico, pero había mañanas en que se sentía incapaz de levantarse de la cama. La desazón lo había atravesado de parte a parte, igual que el insomnio y el miedo y todas esas sombras a las que es imposible ponerles nombre pero que penetran en uno y permanecen dentro, y se espesan en la sangre, y todo —recuerdos y nervios, gestos y pensamientos— lo dejan convertido en puro temblor. Se quedaba despierto hasta la madrugada, con los ojos como platos, escuchando los pasos en los corredores del hotel, el tráfico allá abajo, ruidos de tuberías que parecían salidos de la garganta de un monstruo, esos sonidos que no articulan palabras pero aun así acusan, inculpan de cosas y todo es como una fiebre de latidos veloces y sábanas empapadas. La primera vez que vio aquella mano creyó que se volvía loco, juró entre sudores fríos que nunca más bebería más allá de una copa de Armagnac después de las comidas, que se había acabado para siempre su ritual de Dry Martini y todos los excesos de sus noches bohemias, aquellas escapadas hasta el alba en busca de muchachas y espejismos de amor. Era una mano pequeña y humana unida a un fragmento de antebrazo que se difuminaba como una especie de muñón de aire, se aparecía en el momento menos pensado y sobrevolaba la habitación en la que él se encontraba y a veces llegaba a rozar su frente o se le posaba en el pelo. Sus apariciones fueron haciéndose más frecuentes cada día. No buscaba nunca el cuello ni la sangre, no parecía ser asesina […], revoloteaba siempre en solitario y no estaba pegada a cuerpo alguno. Tampoco parecía querer provocarle ningún mal de forma directa. Antes al contrario, podría decirse que estaba al quite de sus deseos más simples: si tenía sed, la mano se apresuraba a tomar la jarra y servirle agua en un vaso; si se quedaba sin luz leyendo los periódicos al atardecer o repasando los guiones del repertorio, la mano misteriosa se adelantaba a descorrer las cortinas de la estancia. Era la mano la que le provocaba el terror, y la mano también la que le daba el consuelo, limpiaba con un pañuelo las gotas de sudor helado en su piel o le apretaba el hombro como quien quiere dar ánimos al deudo en un velatorio. Le resultaba aterrador dormir solo en la habitación, pero tampoco se atrevía a revelar a nadie la presencia de esa mano pálida que le asediaba, de manera que solo ocasionalmente pasó la noche en el cuarto de alguno de los actores, a veces en el canapé o incluso en la alfombra del suelo, fingiendo estar borracho. A pesar de su hermetismo, la compañía se daba cuenta de que a su primer actor algo extraño le estaba sucediendo y la preocupación iba en aumento, todo eran rumores acerca de sus crecientes ojeras, de aquel silencio inquieto, de esa desconcentración sobre las tablas que cada función iba a más. Se temía por el futuro de la gira y cada vez que se bajaba el telón al final de una representación había quien se preguntaba si volvería a alzarse al día siguiente. A sus espaldas, uno de ellos había empezado a estudiar por las noches el papel protagonista.
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Cuando en uno de los ensayos estuvo a punto de caer hacia atrás desde el escenario al foso de la orquesta, tras tropezar con unos cables e1éctricos, y fue la enigmática mano quien le salvo, quizás, de morir desnucado, sintió la necesidad de compartir con alguien su espantoso secreto. Es extraño deber la vida al heraldo de las sombras que te la está sorbiendo por momentos, en cada hora de soledad, en cada lágrima vertida allí, escondido bajo la colcha. Pensó en el cigarrillo que se le ofrece a veces al torturado y que este aprieta con los labios rotos entre dos grumos de sangre coagulada, o en el agua fresca que acercan a la boca del reo para que su agonía se prolongue todavía unas horas. Escogió a los más allegados para contarles la historia de esa mano que le perseguía y le cuidaba, que era a la vez bálsamo y murciélago, lanza en el costado y esponja empapada en vinagre. A medida que avanzaba en su relato los ojos de sus compañeros iban pasando gradualmente del asombro a la lástima, y vieron frente a sí ese abismo insondable que es un loco sin remedio justo en el instante en que Valeriano dijo: “¡Mirad, mirad, os hablo de esa mano que ahora mismo está sobre mi hombro!”. A partir de ese momento ya no volvieron a dejarlo solo. Los actores de la compañía cerraron filas en torno a su primera figura, de cuyo nombre en el cartel dependían tantos contratos y, en definitiva, sus ingresos actuales y su carrera futura. La mayor parte del tiempo lo pasaba en la cama, con un montón de almohadones y su batín de seda. El resto de los artistas se iba turnando en la tarea de procurarle tardes sosegadas, como de sanatorio, con la prensa y los naipes al alcance de la mano, conversaciones banales, tranquilizantes, latas con galletas de Holanda, tazas de tila cada dos por tres y algo de lectura que ayudase a que su mente pudiese ir de paseo, aunque fuera a ratos, a parajes remotos y problemas ajenos. Una noche en que se hallaba enfrascado en la lectura de uno de esos libros comprados para él casi al azar en las almonedas de la plaza Dorrego o en puestos callejeros del parque Rivadavia, fue poniéndose lívido a medida que leía. Sus dedos nerviosos pasaban las páginas a toda velocidad, hacia delante y hacia atrás, descomponiendo los cuadernillos y arrugando las hojas, hasta que cerró el libro de golpe como quien acaba de tener una revelación definitiva y súbita, se puso en pie de un salto, se vistió a toda prisa y, tras pedir algunas conferencias telefónicas con España, desapareció del hotel sin dejar un triste papel de despedida. Y en aquella habitación abandonada antes de tiempo quedó una cama deshecha con el sudor ya seco de tanta asfixia, y sobre ella un ejemplar olvidado de las Leyendas de Bécquer abierto por las páginas de “La promesa”. […] (En Lorenzo Silva y otros, Leyendas de Bécquer. Re:make. Re:producido. Re:interpretado, 451 Editores, Madrid, 2007)
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Los ojos de la pantera [Fragmento] AMBROSE BIERCE II UNA HABITACIÓN PUEDE SER PEQUEÑA PARA TRES, AUNQUE UNO DE ELLOS ESTÉ FUERA
E
n una casita de troncos en la que había una sola habitación sobria y toscamente amueblada,
acurrucada en el suelo contra una de las paredes, había una mujer, apretando a una niña contra su pecho. Fuera, un espeso bosque se extendía sin interrupción, varias millas en todas direcciones. Era de noche, y la habitación estaba en una profunda oscuridad: ninguna mirada humana hubiera podido percibir a la mujer con la niña. Sin embargo, eran observadas, estrecha y vigilantemente, sin ni un momento de relajamiento de la atención; y éste es el hecho central en torno al cual gira esta narración. […] Cierta mañana, a mediados de verano, Marlowe descolgó su rifle de los ganchos de madera de la pared, y manifestó su intención de ir de caza. —Tenemos suficiente carne —dijo la mujer—; por favor, no te vayas hoy. La pasada noche soñé… ¡Oh, qué cosa tan espantosa! No puedo recordarla, pero estoy casi convencida de que ocurrirá si te vas. Lamentamos admitir que Marlowe recibió aquella solemne declaración con menos gravedad de la que merecía la misteriosa naturaleza de la calamidad pronosticada. A decir verdad, se rió. —Intenta recordar —dijo—. A lo mejor soñaste que la niña había perdido el don del habla. Esta conjetura estaba obviamente sugerida por el hecho de que la niña, asida del faldón de su chaqueta de caza con sus diez regordetes dedos, manifestaba en aquellos momentos su opinión acerca de la situación por medio de una serie de “gugus” entusiastas inspirados por el gorro de piel de mapache de su padre. La mujer cedió: carecía del don del humor, y era incapaz de ofrecer resistencia a las amables bromas de su marido; así que este, con un beso para la madre y otro para la niña, dejó la casa y cerró la puerta a su felicidad, para siempre. No había vuelto al anochecer. La mujer preparó la cena y esperó. Luego puso a la niña en la cama, y le cantó suavemente hasta que se durmió. Por entonces el fuego de la chimenea, con el que había cocinado la cena, se había extinguido, y la habitación estaba iluminada por una sola vela. La puso en la ventana abierta como señal y bienvenida para el cazador, si venía por aquel lado. Había cerrado y atrancado concienzudamente la puerta, como protección contra los animales salvajes que pudieran preferir la puerta a la ventana. No estaba al corriente de las costumbres de los animales depredadores cuando entraban en una casa sin ser invitados, aunque, con previsión auténticamente femenina, hubiera podido tomar en consideración la posibilidad de que entraran por la chimenea. A medida que avanzaba la noche no le disminuyó la ansiedad, pero le entró sueño, y por fin apoyó los brazos en la cama, junto a la niña, y la cabeza en los brazos. La vela, en la ventana, ardió hasta el candelero, chisporroteó y fulguró un instante, y se apagó sin que nadie se fijara en ella; ya que la mujer dormía y soñaba. En su sueño, estaba sentada junto a la cuna de una segunda hija. La primera había muerto. El padre había muerto. Había desaparecido la casa en el bosque, y la nueva morada no le era familiar. Había macizas puertas de roble, permanentemente cerradas, y en la parte exterior de las ventanas, encajados en los gruesos muros de piedra, había barrotes de hierro, obviamente (pensó) como precaución contra los indios. Observó todo aquello con una infinita lástima por sí misma, pero sin sorpresa… emoción ésta desconocida en los sueños. La criatura en la cuna estaba oculta a la mirada por la colcha, y sintió que algo la impulsaba a apartarla. Lo hizo, dejando al descubierto la cara de. ¡un animal salvaje! Con la impresión de aquella revelación espantosa, la durmiente desperté, temblando en las tinieblas de su cabaña en el bosque. Le volvió lentamente la conciencia de dónde estaba realmente, encontró a tientas a la hija que no era un sueño, y se aseguró, por su respiración, de que estaba perfectamente; pero no pudo contenerse de pasarle levemente la mano por la cara. Luego, movida por un impulso que probablemente no hubiera sabido explicar, se puso en pie y tomó en sus brazos a la niña dormida, sujetándola fuertemente contra su pecho. La cabecera del catre de la niña estaba contra la pared a la que la mujer volvió la espalda cuando estuvo en pie. Alzó la mirada y vio dos objetos brillantes que centelleaban en las tinieblas con un fulgor verde-rojizo. Los tomó por dos brasas de la chimenea, pero junto con el sentido de la orientación que iba recobrando le llegó la inquietante certidumbre de que no estaban en aquella parte de la habitación; además, estaban demasiado altos, casi al nivel de los ojos... de sus propios ojos. Porque aquéllos eran los ojos de una pantera. La bestia estaba en la ventana abierta, directamente en frente, a menos de cinco pasos. No se veía nada más que aquellos ojos terribles, pero, entre el espantoso tumulto de sus sensaciones cuando la
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situación se reveló a su entendimiento, la mujer supo de algún modo que la bestia estaba erguida sobre sus patas traseras, apoyando las garras delanteras en el borde de la ventana. Aquello expresaba un interés maligno... no simplemente la satisfacción de una curiosidad gratuita. El carácter consciente de aquella actitud era un horror adicional que acentuaba la amenaza de aquellos ojos espantosos, en cuyo fuego inmutable se consumían la fuerza y el valor de la mujer. Se estremeció y sintió vértigo ante la silenciosa interrogación de aquellos ojos. Le flaquearon las rodillas, y, esforzándose instintivamente por evitar cualquier movimiento súbito que pudiera lanzar a la bestia contra ella, se dejó caer al suelo, se acurrucó contra la pared, y trató de proteger a la niña con su propio cuerpo tembloroso, sin desviar la mirada de aquellas órbitas luminosas que la estaban matando. En su angustia, no pensó en su marido... no tenía ni esperanzas ni ideas de rescate o huída. Su capacidad de pensar y sentir se había empequeñecido hasta las dimensiones de una sola emoción: el miedo al salto del animal, al impacto de su cuerpo, al golpe de sus patazas, a la sensación de sus dientes en la garganta, al despedazamiento de su niña. Inmóvil, en absoluto silencio, esperaba su fin, y los instantes se convertían en horas, en años, en siglos; y aquellos ojos diabólicos mantenían su vigilancia. Al volver a su cabaña, ya muy entrada la noche, con un venado sobre los hombros, Charles Marlowe tanteó la puerta. No se abrió. Llamó; no hubo respuesta. Soltó su venado y dio la vuelta hasta la ventana. Al volver el ángulo de la casa, le pareció oír un sonido como de pisadas sigilosas y leves crujidos entre los matorrales del bosque, pero el sonido era demasiado débil para estar seguro, aun con su experimentado oído. Se acercó a la ventana, y, para sorpresa suya, se la encontró abierta; pasó una pierna por encima del borde y entró. Todo era oscuridad y silencio. Caminó a tientas hasta la chimenea, frotó una cerilla y encendió una vela. Luego miró a su alrededor. Acurrucada en el suelo, contra una pared, estaba su mujer, asiendo fuertemente a la niña. Cuando dio un salto hacia ella, la mujer se puso en pie y rompió en una carcajada, larga, fuerte mecánica, carente de alegría y carente de sentido… una carcajada a la que no le faltaba cierto parecido con un rechinar de cadenas. Sin saber apenas lo que hacía, el hombre extendió los brazos. Ella le puso a la niña en ellos. Estaba muerta… asfixiada hasta morir en el abrazo de su madre. […] (En Los ojos de la pantera y otros relatos de terror, ed. Fontamara, Barcelona, 1984)
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Médium PÍO BAROJA
S
oy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos
que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía. Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco. La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro. Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré: Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española. Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco. A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos. La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas. Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas. Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba. Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo. La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara... -Hay que estudiar -dijo, a modo de conclusión, la madre. Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres. Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas. Cuando concluimos el curso ya no veía a Román: estaba tranquilo: pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara... Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor. -¿Qué tienes? -le pregunté. Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo. Luego, en voz baja, murmuró: -Ha sido mi hermana. -¡Ah! Ella... -No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo. Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.
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Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta..., llamaban..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida...; llamaban..., nadie. Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror. -Es mi hermana, mi hermana -dijo Román. Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.» Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro. Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones. Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura. Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas. Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave. Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre. ¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado. (En Vidas sombrías, Imprenta de Antonio Marzo, 1900. Tomado para la ocasión de: www.ciudadseva.com)
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El Terrible Anciano H.P. LOVECRAFT
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ue la idea de Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terrible Anciano. El an-
ciano vive a solas en una casa muy antigua de la Calle Walter próxima al mar, y se le conoce por ser un hombre extraordinariamente rico a la vez que por tener una salud extremadamente delicada... lo cual constituye un atractivo señuelo para hombres de la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su profesión era nada menos digno que el latrocinio de lo ajeno. Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, lo protegen de las atenciones de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún rincón de su enmohecida y venerable mansión. En verdad, es una persona muy extraña, que al parecer fue capitán de veleros de las Indias Orientales en su día. Es tan viejo que nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos saben su verdadero nombre. Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes piedras, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de algún lóbrego templo oriental. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los chiquillos que gustan burlarse de su barba y cabello, largos y canosos, o romper las ventanas de pequeño marco de su vivienda con diabólicos proyectiles. Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso que en ocasiones se acercan a hurtadillas hasta la casa para escudriñar el interior a través de las vidrieras cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo hay muchas botellas raras, cada una de las cuales tiene en su interior un trocito de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano habla a las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, Cara Cortada, Tom el Largo, Joe el Español, Peters y Mate Ellis, y que siempre que habla a una botella el pendulito de plomo que lleva dentro emite unas vibraciones precisas a modo de respuesta. A quienes han visto al alto y enjuto Terrible Anciano en una de esas singulares conversaciones no se les ocurre volver a verlo más. Pero Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Pertenecían a esa nueva y heterogénea estirpe extranjera que queda al margen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo achacoso y prácticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su nudoso cayado, y cuyas escuálidas y endebles manos temblaban de modo harto lastimoso. A su manera, se compadecían mucho del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había perro que no ladrase con especial virulencia. Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás. Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del once de abril para efectuar su visita. El señor Ricci y el señor Silva se encargarían de hablar con el pobre y anciano caballero, mientras el señor Czanek se quedaba esperándolos a los dos y a su presumible cargamento metálico en un coche cubierto, en la Calle Ship, junto a la verja del alto muro posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los planes para una huida sin apuros y sin alharacas. Tal como lo habían proyectado, los tres aventureros se pusieron manos a la obra por separado con objeto de evitar cualquier malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron en la Calle Walter junto a la puerta de entrada de la casa del anciano, y aunque no les gustó cómo se reflejaba la luna en las piedras pintadas que se veían por entre las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas en qué pensar más importantes que dejar volar su imaginación con manidas supersticiones. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la lengua al Terrible Anciano para averiguar el paradero de su oro y plata, pues los viejos lobos marinos son particularmente testarudos y perversos. En cualquier caso, se trataba de alguien muy anciano y endeble, y ellos eran dos personas que iban a visitarlo. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el arte de volver volubles a los tercos, y los gritos de un débil y más que venerable anciano no son difíciles de sofocar. Así que se acercaron hasta la única ventana alumbrada y escucharon cómo el Terrible Anciano hablaba en tono infantil a sus botellas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron con delicadeza en la descolorida puerta de roble. La espera le pareció muy larga al señor Czanek, que se agitaba inquieto en el coche aparcado junto a la verja posterior de la casa del Terrible Anciano, en la Calle Ship. Era una persona más impresionable de lo normal, y no le gustaron nada los espantosos gritos que había oído en la mansión momentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿No les había dicho a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de mar? Presa de los nervios observaba la estrecha puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto de hiedra. No cesaba de consultar el reloj, y se preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un registro completo? Al señor Czanek no le gustaba esperar tanto a oscuras en
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semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o golpes en el paseo que había dentro de la finca, oyó cómo alguien manoseaba desmañadamente, aunque con suavidad, en el herrumbroso pestillo, y vio cómo se abría la pesada puerta. Y al pálido resplandor del único y mortecino farol que alumbraba la calle aguzó la vista en un intento por comprobar qué habían sacado sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca. Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo sus compañeros, sino el Terrible Anciano que se apoyaba con aire tranquilo en su nudoso cayado y sonreía malignamente. El señor Czanek no se había fijado hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que era amarillos. Las pequeñas cosas producen grandes conmociones en las ciudades provincianas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos sin identificar, horriblemente mutilados -como si hubieran recibido múltiples cuchilladas - y horriblemente triturados -como si hubieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadasque la marea arrojó a tierra. Y algunos hasta hablaron de cosas tan triviales como el coche abandonado que se encontró en la Calle Ship, o de ciertos gritos harto inhumanos, probablemente de un animal extraviado o de un pájaro inmigrante, escuchados durante la noche por los vecinos que no podían conciliar el sueño. Pero el Terrible Anciano no prestaba la menor atención a los chismes que corrían por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y cuando se es anciano y se tiene una salud delicada la reserva es doblemente marcada. Además, un lobo marino tan anciano debe haber presenciado multitud de cosas mucho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada juventud. (En la cripta, Alianza Editorial, Madrid, 1990. Tomado para la ocasión de: www.ciudadseva.com)
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La verdad sobre el caso del señor Valdemar EDGAR ALLAN POE
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urante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención.
Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. […] Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar […]. Unos meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar. Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar. […] Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se interesaba vivamente. […] Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento. […] Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L...l, que estaba dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba. Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde.» […] A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos rápidos pases laterales hice palpitar los párpados, como al acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente mis manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la completa rigidez de los miembros del durmiente […]. […] Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F...; vale decir, yacía en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte. Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo. — Valdemar..., ¿duerme usted? —pregunté. No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras: — Sí... ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así! Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado: — ¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar? La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior: — No sufro... Me estoy muriendo. No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F..., que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí. —Valdemar —dije—. ¿Sigue usted durmiendo? Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:
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—Sí... Dormido... Muriéndome. La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior. Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso. Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo. El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. […] Dos características, sin embargo —según lo pensé en el momento y lo sigo pensando—, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que me resultará imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto. […] El señor Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora escuché: -Sí... No... Estuve durmiendo... y ahora... ahora... estoy muerto. Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. L...l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible convencerlos de que volvieran. [Valdemar] Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente. [..] Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos seria su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento. Desde este momento hasta fines de la semana pasada -vale decir, casi siete meses- continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar […]. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente como lo he descrito. […] Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de despertarlo: probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de considerar como injustificada. A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y fétido. Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F... expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras: -Señor Valdemar... ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea? Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir:
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-¡Por amor de Dios... pronto... pronto... hágame dormir... o despiérteme... pronto... despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto! Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente. Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado. Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo... se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción. (En Cuentos I, Alianza Editorial, Madrid, 2007)
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Índice
El hombre y la tumba ..................................................... 3 El Monte de las Ánimas ................................................... 4 La esposa muerta........................................................... 6 Historia de Telifrón ......................................................... 8 La máscara de la muerte roja .......................................... 10 El gato negro ................................................................. 12 La promesa ................................................................... 14 Los ojos de la pantera .................................................... 16 Médium ........................................................................ 18 El Terrible Anciano ......................................................... 20 La verdad sobre el caso del señor Valdemar ....................... 22
Esta edición no venal, con fines pedagógicos y hecha para su distribución entre el público lector del Instituto de Enseñanza Secundaria Goya de Zaragoza, reúne una selección de los relatos narrados durante las actividades de la Semana de la Literatura de Misterio y Terror, celebrada del 26 al 30 de octubre de 2009.
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