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REPORTAJE

albergues, la historia que devoró el tiempo

¿Qué veían los peregrinos en Compostela antes de que la era de la imagen dejase constancia de cada uno de sus pasos? ¿Qué hacían una vez llegados a la ciudad jacobea? Y, en otro plano no menos importante, ¿dónde se alojaban cuando finalizaban, exhaustos, el Camino de Santiago? De los antiguos albergues que utilizaban apenas queda nada en la actualidad. Unas pocas pistas las ofrece el archivo del ilustre y olvidado intelectual coruñés Ángel del Castillo. «Joyas de Galicia» ha tenido acceso a su archivo personal, en el que se guardan imágenes de época, croquis originales y apuntes de su propia mano que ayudan a comprender el fenómeno peregrino hace ya más de un siglo.

Hace algo menos de doscientos años llegaba a Santiago George Borrow, conocido por estos lares como don Jorgito el Inglés. Vendía biblias, y la anécdota que siempre sale a relucir al hablar de tan curioso personaje es que estuvo a punto de ser fusilado en Fisterra al ser confundido con don Carlos el Pretendiente, causante de las tres guerras civiles carlistas. Pero esa es otra historia. ¿Dónde se alojó George Borrow? Todo apunta a San Miguel, en una fonda que existía en esa plaza, aunque no lo citara en su popular libro La Biblia en España, traducido nada menos que por el futuro presidente de la Segunda República Manuel Azaña. Porque por entonces al sitio donde se pernoctaba no se le daba importancia: el turismo no había sido «descubierto», y todo lo más en los relatos de viajes se citan o lugares exóticos o bien la casa de un noble o religioso que acogía a otro puntualmente. Con ciertas excepciones, claro está.

Pero ¿y los cientos de miles de peregrinos que en la Edad Media llegaban a Santiago desde todos los rincones de la cristiandad a postrarse ante la tumba del Apóstol? Por supuesto, nadie ignora que los Reyes Católicos mandaron levantar esa joya mundial que es el Hostal. Pero ¿y antes? Porque hay crónicas que hablan del paso de hasta un millar de peregrinos en un día por Roncesvalles, y la enorme mayoría llegaba hasta el fin de la tierra conocida, Jacobsland. La historia hace referencia a los hospitales de peregrinos, los modernos albergues, pero en muy pocas ocasiones se detalla el emplazamiento como para poder asegurar que estaba en tal o cual solar o edificio. Es este un pasado que el tiempo devoró. La documentación que a lo largo de los años atesoró un historiador de tanto relieve —e injustamente en el olvido— como el coruñés Ángel del Castillo (1886-1961), y que ahora se encuentra en manos de un particular, esconde sorpresas. Como la carpetilla referente a los hospitales de peregrinos que fue censando y, así, trayendo de nuevo a la vida. La idea es vagar por el Santiago de hoy y dejarse llevar por la imaginación, empezando el recorrido en la iglesia de Nosa Señora da Angustia. O sea, fuera de murallas. Allí el arzobispo Juan de Sanclemente —sí, el mismo que escondió el cuerpo del Apóstol temeroso de que el pirata Drake llegase vía Coruña a destruirlo, puro siglo XVI— dotó tres casas para pobres y peregrinos que padeciesen algún mal contagioso. Sin duda se pensaba tanto en la lepra (que entonces el mundo estaba convencido de que se contagiaba por la mera cercanía con un enfermo) como en alguna peste. El construir algo así fuera de

los muros era arriesgado para quienes moraban allí, que carecían de protección, pero común. En Noia, el portus apostoli, por ejemplo, pasó lo mismo

Como extramuros estaba también el muy conocido de San Lázaro, cuyos cimientos se conservan en la sede de la consellería de Medio Ambiente, en dicho barrio compostelano. Ya la revista Galicia Diplomática recogía que fue fundado y dotado a mediados del siglo XII por cuatro personas: Pedro, prior de Sar; Pedro Pardo; Alfonso Anaya y su esposa Adosinda Menéndez. Y como las cosas de palacio ya iban despacio, los límites territoriales —o sea, los marcos de la finca— no se acordaron hasta 16 años después.

Pero sigamos paseando por Santiago, franqueemos las murallas y plantémonos en el callejón de Jerusalén (entre la calle de la Azabachería y la fuente de San Miguel). Allí estaba el hospital de Jerusalén, con doce lechos atendidos por «dos buenas mujeres» y que curiosamente acabó convertido en la casa de un sastre en el 1600, cosa que indignó al Cabildo.

Si se pudiera dar marcha atrás a la máquina del tiempo y situar el calendario a principios del siglo X, el visitante se encontraría con que la ciudad ya contaba en aquellos años un hospital fundado por Sisnando I. El alojamiento estaba restringido: solo acogía «personas pertenecientes a la catedral, imposibilitadas físicamente». ¿Dónde estaba? En una de las torres de la muralla. ¿En cuál de ellas? Ese es el quid irresuelto de la cuestión.

Del 912 llegan datos más concretos. Así, los monasterios de San Martín Pinario y Antealtares se vieron en la obligación de acoger a los canónigos «ancianos y achacosos». De la misma época data una casa de acogida junto a la iglesia de San Fiz de Solovio, con una diferencia con relación a los grandes y poderosos monasterios: aquí iban a dar con sus doloridos huesos «clérigos inferiores, pobres y peregrinos». Lo cual, sea dicho de paso, indica que menos de cien años después del hallazgo del Apóstol se registraba una peregrinación tan intensa que había que disponer de alojamiento para los enfermos.

En el siglo X, la ciudad contaba ya con un hospital de peregrinos situado en una de las torres de la muralla

joyas de galicia

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Peregrinos que llegaban de todas partes y por multitud de caminos, y pernoctaban siempre que podían en los hospitales porque allí recibían la cena gratis, y ello incluía vino mezclado con agua, como recuerda el historiador gallego Francisco Singul en su libro Vino y cultura medieval: Galicia y los Caminos de Santiago. Queda constancia de muchas de esas instituciones, y se habla de intentar investigar el emplazamiento exacto del de San Lourenzo de Bruma, una joya a media ruta entre A Coruña y Santiago de Compostela que data de 1140.

Pero en fin, el historiador coruñés no aclara si frente a San Fiz hubo un hospital o dos, que es lo más probable. En el segundo, el buen ciudadano Pedro Aroza dejó una casa para acoger a peregrinos (y, prácticamente siempre, ello implicaba a pobres también) que necesitaban asistencia para curar las bubas o pústulas, y una vez curados se les invitaba a salir donándoles ropa nueva. En el año 1600 solo estaban allí trece mujeres, puesto que las bubas se curaban en el hospital de San Roque.

Santiago fue una ciudad que tuvo especial cuidado en atender a las mujeres. Porque había mujeres peregrinas, y ahí está el caso de Margery Kempe, por ejemplo, que cuenta con una estatua en Sigüeiro. Lo demuestra también el hospital de Santa María Salomé, detrás de la iglesia que le daba nombre, y que era una humilde casa de un solo piso. Las mujeres que allí se alojaban pagaban el servicio manteniendo limpio el templo. Ángel del Castillo afirma que el hospital «tenía sobre la puerta una imagen de Nuestra Señora con una lámpara que solían encender de noche». El edificio se vino abajo y el arzobispo lo mandó reedificar, y entonces lo dedicó a niños y niñas de la calle.

¿Más ejemplos? El hospital de la Fuente de la Raíña, pequeño, con nueve camas, afirma el historiador. La tradición aquí es doble: una versión dice que la reina Isabel de Portugal («a Raíña») lo fundó y otra asegura que solo durmió en él.

El erudito Ángel del Castillo toma ahora la palabra para poner sus dudas negro sobre blanco: «Cerca de la catedral hay una casa, que al parecer fue de Campomanes, que tiene por fuera hacia el oeste un escudo, y dentro, dando a un pequeño patio, una puerta de ménsulas como del siglo XIII, románica. Parece que fue un antiguo hospital, que bien pudiera serlo por la proximidad a la Catedral y su emplazamiento cerca de la vía principal que debía cruzar la ciudad de este a oeste».

San Juan es un santo al que se le tiene cariño en la ciudad. No solo por la parroquia ni por su presencia en el nombre de algún establecimiento hostelero, sino porque un hospital de peregrinos fue puesto bajo su protección. Con Santa Cristina no pasaba otro tanto, si bien tuvo su propio hospital desde 1333 como donación de una compostelana llamada Marina Fernández, y contaba hasta con capilla para monjas franciscanas. Dos de las religiosas, junto con dos sirvientes, se ocupaban del día a día. Para Manuel Rodríguez, uno de los grandes estudiosos actuales del fenómeno jacobeo, «este hospital tenía una gran importancia puesto que estaba al lado de la Porta da Pena». Y añade: «Es decir, justo a la entrada del Camino Inglés». Suma y sigue: «una casa grande» de la rúa del Vilar, «en donde estaban las campanas de la iglesia de San Andrés», alojó el hospital de San Andrés, «de lo que no queda ni el menor rastro», se lee en las notas de Ángel del Castillo. Todo apunta a que era para mujeres sin recursos, que ocupaban las 21 camas de que disponía el establecimiento. Y, en fin, junto a los hospitales, conventos y monasterios, con el tiempo fueron abriendo negocios de hospedaje que son los abuelos de los actuales. Así, el citado Manuel Rodríguez recuerda que en el siglo XV funcionaba El Escudo de Francia, especial para los procedentes de ese país —cuyas fronteras por supuesto no coinciden con las actuales—, y un centenar de años más tarde ahí estaban Los Tres Culones y El Hombre Salvaje, sin que se sepa si eran nombres reales o una broma macabra del peregrino Jean Taccouen, que es quien los cita. La parada final a este recorrido debe hacerse en la plaza de San Miguel. En efecto, la misma en que pernoctó don Jorgito el

Inglés. Quizás para recordar que el hospital de peregrinos puesto bajo la advocación de ese santo no estaba allí, sino en Casas Reais. Abrió sus puertas en torno al año 1400. Dotado por Ruy Sánchez e Moscoso, que era canónigo de la catedral, fue hogar de larga trayectoria, puesto que hay documentación que afirma que en 1864 vivían en él algunas mujeres de mucha edad. A esas alturas del siglo George Borrow ya estaba de vuelta en su Inglaterra natal. Le quedaban todavía 17 años de vida. ᴥ

texto: martiño suárez fotografía: adolfo enríquez

panorama en el techo de galicia

Zumban al viento los tres tirantes que soportan la antena de radio que corona la Torre Hercón coruñesa. Ocurre así incluso en los días de buen tiempo, porque el edificio, también conocido como Torre Costa Rica por la calle en la que está situado, es el más alto de Galicia desde su construcción, a principios de los setenta. Cincuenta años reinando en las alturas y nadie se ha atrevido aún a desafiar sus 119 metros de estatura.

English translation on page 94

La Torre Hercón es el retrato perfecto de un lugar en una época concreta, A Coruña en los últimos estertores del franquismo. La población de la ciudad crecía entonces constantemente, alimentada por gallegos de todas las provincias atraídos por la pujanza económica del puerto y la industria. La urbe creció en vertical, escasa de suelo edificable como estaba por su situación en una península. El inmueble, proyectado por José Antonio Franco Taboada, se levantó al tiempo que la vecina Torre Trébol (90 metros) y el edificio Torres y Sáez (78 metros), y muy poco después que la Torre Galicia (obra de Gallego Jorreto, de 80 metros). Todos se concentran en apenas unos pocos kilómetros cuadrados y conforman lo más parecido que existe en la Comunidad a un downtown estadounidense.

La estructura de hormigón de la Torre Hercón se fraguó entre los años 1973 y 1975. El edificio alberga 90 viviendas y también oficinas, tanto en sus plantas más bajas como en lo alto, donde se sitúa la delegación de la CRTVG en la ciudad. Esbelta, destaca en ella su contorno de estrella de

tres puntas, algo que le ha valido que el gremio de los arquitectos la llame el escalímetro, por la semejanza con este instrumento de medición. El responsable de su proyecto, Franco Taboada, no llegaba a los treinta años cuando comenzó a concebirla. Hercón era la constructora que se encargó de levantarla, y de hecho durante muchos años el nombre de la empresa se distinguía en lo más alto del edificio. Desde su terraza la vista en 360 grados es apabullante, con toda la península de A Coruña a los pies, la sucesión de entrantes y salientes de la costa Ártabra al fondo, las suaves ondulaciones del interior de la provincia al sur y la rudeza de las instalaciones portuarias.

Muy pocas construcciones han querido emular este crecimiento vertical después de la década de los ochenta, pese a que arquitectos como el propio Franco Taboada defienden la viabilidad y sostenibilidad de este tipo de estructuras. Curiosamente, algunas de las que han querido tocar el cielo en lo que va de siglo se sitúan también en A Coruña, una ciudad que sueña con las alturas. ᴥ

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