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JOYAS DEL PASADO
texto: cristobal ramírez fotografía: adolfo enríquez
un sabio coruñés en el olvido
Su nombre era Ángel del Castillo López, nació y murió en A Coruña (1886-1961), en su especialidad fue un auténtico sabio preocupado por la protección del patrimonio y por la investigación del arte, y casi nadie se acuerda de él ahora. Un hombre que sigue esperando un reconocimiento más allá del hecho de que tenga una calle dedicada a honrar su memoria. Quizás a ese olvido haya contribuido el que su archivo, sus miles de hojitas de tamaño octavilla escritas a pluma o a lápiz con su minúscula y enrevesada letra, esté en manos de un particular, lo cual ha impedido que se estudie su obra a fondo.
Primero, la persona. Ángel del Castillo no pudo comenzar sus estudios universitarios hasta cumplidos los 40 años, lo cual habla de su constancia, su interés y su convencimiento. Esas cualidades ya lo habían llevado a la Real Academia Gallega en 1905 (primero como miembro adjunto, luego como numerario) y en 1924 había entrado en el Seminario de Estudios Gallegos. A ello hay que añadirle actividades muy diversas, desde publicar artículos en prensa a participar en las tertulias de la famosa Cova Céltica.
Su vida se desarrolló en su ciudad natal pero también, aunque de una manera tangencial, en Santiago, siempre vinculado a la enseñanza. Primero como profesor de la Escuela de Comercio y después en la Universidad, además de en academias particulares con las que completaba sus ingresos y mantenía a los cinco hijos que tuvo con su segunda mujer.
Su caso merece un estudio a fondo que todavía espera turno: de joven fue un republicano convencido si bien alejado de la radicalidad y se afilió a Acción Republicana, y en 1932, con 46 años, ocupó durante uno y medio el cargo de gobernador civil en Pontevedra. En contra de lo que sucedió después de 1936 con tantas otras personas de su ideología y nivel
El académico Ángel del Castillo, 1937. Fernando Álvarez de Sotomayor. Museo de Belas Artes da Coruña
de responsabilidad política, no fue reprimido con dureza y continuó con su carrera. Pero estudiando lo que queda de su correspondencia no da la impresión en ningún momento que se hubiera adherido entusiásticamente al régimen franquista, e incluso en un determinado momento recibe una reprimenda por no ser diligente en el reparto a sus alumnos de materiales relacionados con la Formación del Espíritu Nacional, la asignatura doctrinal del nuevo régimen, y se le avisa para que tal situación no se repita.
Ese era el personaje que a principios del siglo XX escribe para Solidaridad Gallega, la activa organización anticaciquil: «Podrá faltar en Galicia el hombre para aquellos que confían en un caudillo al que dejan en sus manos la causa y a cuya inteligencia directora fían la fuerza, pero no faltan ni la idea, ni gentes que la sientan». Se equivocó: hubo un caudillo, y gallego para mayor contradicción.
Su carrera estuvo centrada en el arte de la hoy Comunidad autónoma y culminaría con su indispensable volumen Inventario de la riqueza monumental y artística de Galicia, que en 1972 publicó la Fundación Barrié de la Maza, Conde Fenosa.
Sus trabajos de A Coruña tenían un claro objetivo: publicar una gran guía de la ciudad. Para lo cual, lógicamente, fue reuniendo material por capítulos, siendo quizás el de más interés el referente a las iglesias locales, al que habría que sumar el de las calles.
Este hombre de acción que adoraba la arqueología también excavó, aunque poco. Por ejemplo, en el castro de Pastoriza, en Arteixo (al lado del conocido santuario), para lo cual recibió 3.000 pesetas en 1932.
Pero este coruñés polifacético que vestía como un dandi y adoptaba una cierta pose elitista sin serlo no paró ahí. Era un reputado perito y un grafólogo al que recurrían los jueces constantemente, le interesaba la fonética (y tiene algunos estudios sobre ella), reflexionó y escribió sobre las relaciones entre el catedrático y el alumno, estudió la obra de otros eruditos como Martínez Salazar y hasta encontró tiempo para escribir una novela corta bajo el título de A dona das torres, centrada en una leyenda que sitúa el autor en el siglo XV, un relato pseudohistórico de fácil lectura y que fue popular en su época.
Sin olvidar la correspondencia, claro. Cartas muy variadas, por lo general ligadas a informes de sus alumnos, pero también algunas interesantes como una del pintor Lloréns fechada el 13 de enero de 1928 cuando este se queja de que el Ayuntamiento de A Coruña ofrece para el museo un local inapropiado. Figura también otra del popularísimo catedrático de Prehistoria Carlos Alonso del Real, quien le anima a participar en el Seminario de Historia Primitiva, creado bajo el paraguas de la Unesco en unos momentos (1956) en que el organismo internacional no estaba bien visto por el régimen.
Cabe preguntarse cuál fue la influencia que sobre este insigne coruñés tuvo el mayor geógrafo gallego de todos los tiempos, Ramón Otero Pedrayo, unidos ambos por la idea republicana y autor este último de la insuperada Guía de Galicia. Habría que analizar con detalle los papeles que Del Castillo ha dejado sin publicar en una carpetilla bajo el epígrafe «Turismo». ¿Preparaba un libro? Desde luego, vista la cantidad de anotaciones, no estaba trabajando en un mero artículo, sino en algo con mucho más peso específico y mayor longitud.
Pero mucho más interesante es la carpeta «Horas tranquilas». Ahí se incluye un largo conjunto de reflexiones a medio camino entre el mero diario autobiográfico y el relato corto. Numerosas tachaduras y correcciones indican que era un texto en el que estaba sumergido con interés, con notas de una Galicia que ya no existe («Se oye el batir de los mallos en las eras y el cantar de los carros»), frases de alto poder lírico («Apenas sí el Sol nos acaricia envueltos aún en las lejanas brumas, mi débil reflejo rosado…») y retazos de la propia experiencia personal («Noche plácida y serena, caminan lentamente almas en pena, almas peregrinas»). Filgueira Valverde escribió sobre él que «sacrificaba al poeta que le bullía en el alma para servir al arqueólogo que se necesitaba». Y quizás no estuviese muy descaminado.
Están también en ese archivo los originales de pequeños volúmenes que editó y de conferencias impartidas, que preparaba con su letra menuda, a veces convertida en jeroglífico indescifrable. Como está el original de una gruesa memoria anual de la Universidad Popular, en la que tanto empeño puso Ángel del Castillo y que presidió entre 1912 y 1916.
Su polifacetismo lo llevó adonde habían ido muy pocos: a estudiar y recuperar algo que había sido pero ya no era y además parecía que no volvería a ser nunca. En efecto, el mundo peregrino a Santiago no existía. La peregrinación a pie se recuperó en 1971, pero de los años 40 datan sus carpetillas «Camino Francés (notas)», «Camino Francés», «Del Camino Francés. Itinerarios», «De las peregrinaciones y Camino» y «Las antiguas peregrinaciones compostelanas», entre otras, con observaciones propias sobre el terreno.
Se fijó también, y desde muy pronto, en otro elemento que hoy goza de fama mundial pero que como quien dice lo acababan de descubrir los viajeros ingleses: el Pórtico de la Gloria, que nunca fue construido para que entrasen por ahí peregrinos y visitantes (históricamente lo hacían por Azabachería) sino para mayor gloria de Dios.
Del Castillo fue un coruñés que además de obtener el premio extraordinario en la licenciatura de Filosofía y Letras, de ser archivero titulado, de haber recibido becas para estudiar en Francia, Alemania e Italia, también presidió la Real Academia Provincial de Bellas Artes (institución en la que entró con solo 35 años y por la que cobraba 1.000 pesetas al año, seis euros de hoy). Excepto sus cientos de análisis caligráficos que se encuentran prestados al Ateneo de Ferrol, su archivo no ha recalado en ninguna institución a disposición de los investigadores. Su actual propietario asegura que hace una treintena de años intentó entregarlo a una de aquellas, «gratis, pero puse como condición que se organizase una jornada en torno a la figura de ese gran coruñés que fue Ángel del Castillo, y no aceptaron, así que…». ᴥ
texto: martiño suárez fotografía: adolfo enríquez
pontevea, contra la naturaleza y los humanos
El viejo puente de Pontevea, a una decena de kilómetros al sur de Compostela, es un buen ejemplo de cómo el tiempo acosa a estas infraestructuras. El implacable caudal del río Ulla, que salva entre los términos municipales de Teo y A Estrada, lo ha ido minando durante siglos. Pero ha sido la historia de los seres humanos la que más disgustos ha dado a un gigante felizmente restaurado.
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No está muy clara la edad real del actual puente. El historiador local Manuel Reimóndez Portela lo sitúa entorno al siglo XV, época en la que habría sido construido para sustituir a un antecesor romano que salvaba el Ulla para el antiguo Itinerario Antonino. La primera mención inequívoca se debe, sin embargo, a un desastre: en 1571 una riada lo dejó muy tocado, y lo mismo le ocurrió a principios del siglo XVIII. De hecho, la historia de la vieja «Ponte Abea» es la de una resistencia resignada frente a los embates del Ulla, y quien haya pasado por la zona después de varios días de lluvia sabrá de qué se trata: en invierno no es infrecuente que el río se salga del cauce y que una mole de aguas color chocolate se lleve por delante todo lo que no esté bien sujeto al suelo. De los destrozos del siglo XVIII se recuperó gracias a una reforma atribuida al último gran arquitecto del barroco compostelano, Miguel Ferro Caaveiro.
En el siglo XIX Pontevea comienza, con todo, su combate contra un enemigo más tenaz y destructivo que las riadas: el ser humano. Durante la Guerra de Independencia y como tantos otros puentes gallegos (el de Ledesma, aguas arriba, el de Ponte Sampaio, en el Lérez…), fue testigo de enfrentamientos sangrientos entre tropas francesas y paisanos armados. En la refriega, uno de los arcos voló por los aires. Los franceses lo reconstruyeron deprisa con madera, y así remendado estuvo hasta mediados de siglo, cuando se afrontó una de sus reformas más importantes. Aquellas refriegas, y las que pocos años después enfrentarían a monárquicos y liberales en pasajes históricos como la batalla de Cacheiras, inspirarían la tradición de los «xenerais da Ulla», las batallas dialécticas entre personajes disfrazados de militares decimonónicos que se desarrollan cada año por carnaval con gran seguimiento.
joyas de galicia
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El momento más crítico lo vivió en pleno desarrollismo franquista. A mediados del siglo XX ya estaba bien claro que la estructura, que había soportado al menos cinco siglos en pie, se había quedado pequeña para el nuevo rey de los caminos: el automóvil. Por el viejo puente, de dos metros y medio de ancho, no cabía un coche en cada sentido. Era un obstáculo para el progreso económico y, fuera ironías, un peligro para la circulación, como se puso de relieve en sus últimos años de servicio. En el carnaval de 1979, un coche atestado de chavales que volvían de fiesta se precipitó al Ulla por el hueco, apenas señalizado, que habían dejado unas obras en la barandilla. Murieron ocho y sobrevivió uno.
Así que en 1953 se propusieron varias opciones para llevar el puente medieval a la era de la técnica. Algunas de ellas eran agresivas: aumentar la plataforma con hormigón, o derribar la parte superior para aprovechar las pilastras. Otras resultaban todavía más brutales, como la de tirarlo abajo y construir uno nuevo. El informe de la época, citado por Olalla Barreiro, habla de una construcción «de poca importancia» y «arquitectura desgarbada», sin «más valor que el puramente sentimental». «Es tan incómodo el puente que podemos asegurar que nadie levantaría un solo dedo para defender su integridad», afirma el trabajo académico.
Por suerte, se optó por una cuarta vía: construir un viaducto unos metros aguas arriba y conservar el viejo puente, recuperando su aspecto original. Entre la redacción del primer plan, en los cincuenta, y la inauguración de la nueva estructura, a principios de los ochenta, pasaron casi treinta años. El viejo fue restaurado y ahora vigila los baños de los muchos vecinos de A Estrada y Teo que utilizan cada verano su deliciosa praíña, reacondicionada hace poco. ᴥ
TAG HEUER INSUFLA NUEVA VIDA AL AQUARACER
Ocurrió en la feria Watches and Wonders de Ginebra, el pasado mes de abril. En ese foro, uno de los más importantes en el mundo de la relojería, TAG Heuer anunció que recuperaba uno de sus modelos más emblemáticos.
Fiel al espíritu original, el nuevo Aquaracer es un reloj-herramienta en el que la practicidad se une al lujo. Es una pieza preparada para cualquier uso, un producto todoterreno que se adapta a los entornos más variados. Así, su caja, su bisel y su brazalete se han estilizado, sin que ello afecte a las prestaciones y a la hermeticidad, fijada hasta 300 metros.
No en vano, el Aquaracer actual hereda la visión del Heuer Ref. 844, el reloj de buceo que lanzó la firma en 1978. Su escala roja de 24 horas, las notorias marcas horarias fosforescentes y el bisel giratorio de buceo para cronometrar con seguridad los tiempos de inmersión se convirtieron en norma entre el resto de productos destinados al submarinismo. El Heuer Ref. 844 se convirtió en una pieza cotizadísima para buzos profesionales y aficionados, y esa pasión ha sido la que ha animado a la marca a lanzar el Aquaracer Professional 300.
«Este modelo», explica el CEO de TAG Heuer, Frédéric Arnault, «retoma una historia que despierta gran admiración y constituye el paso más significativo que hemos dado en muchos años para llevar adelante nuestra colección Aquaracer. Es un reloj que va más allá de los límites establecidos, muy funcional, con una estética audaz e inconfundible y la promesa de acompañarte hasta en las situaciones más extremas... El reloj Aquaracer Professional 300 te llevará a territorios inexplorados. Al fin y al cabo, en ellos es donde realmente nos encontramos a nosotros mismos».
El bisel giratorio de 12 lados, quizá la parte más identificativa de este modelo, ha sido rediseñado para hacer más fácil su ajuste. Además, se ha añadido un magnificador en el bisel de zafiro para hacer más clara la visión de las fechas. En el rediseño se han mejorado numerosos aspectos de legibilidad, algo fundamental en las profundidades. Destaca especialmente la aplicación de nuevos materiales luminiscentes en bisel, esfera y agujas, que brillan gracias al producto exclusivo de la marca Super-LumiNova.