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JOYAS DE LA RELOJERÍA

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ENTREVISTA

ENTREVISTA

fotografía: adolfo enríquez

el obelisco, 126 años dando la hora

«¿Quedamos en el Obelisco?». Desde hace 126 años, los coruñeses toman como referencia espacial la columna que preside la entrada del Cantón Grande. Pero es mucho más que un punto de encuentro. El escritor y periodista Julio Rodríguez Yordi la elevó a la categoría de «centro geográfico y metafísico de La Coruña». Y no le falta razón. Desde su nacimiento, se convirtió, junto a la torre de Hércules, en el monumento por excelencia de la ciudad coruñesa. Eso sí, la pátina del tiempo le ha restado gran parte de las utilidades para las que fue concebido. Pero sigue manteniendo una fundamental: dar la hora.

English translation on page 93

La primera persona a la que A Coruña honró con un monumento público fue al prócer Eusebio da Guarda, quien, entre otras destacadas acciones, pagó de su bolsillo el millón de pesetas que costó levantar el edificio que aún hoy lleva su nombre, el que a partir de 1890 albergó la Escuela Provincial de Bellas Artes y el único instituto de la localidad. La estatua con la que el empresario pasó a la posteridad se inauguró el 29 de junio de 1891.

El siguiente agraciado por la generosidad coruñesa fue Aureliano Linares Rivas (Santiago de Compostela, 1841; Madrid, 1903). Son muchos los méritos que el político compostelano hizo para hacerse merecedor de la distinción, pero el que causó esta movilización fue uno en concreto: siendo él ministro de Fomento de Cánovas del Castillo, el Gobierno aprobó y licitó en 1892 el proyecto de las obras del puerto, consistente en la construcción de cinco muelles. Hasta entonces, A Coruña carecía de una infraestructura portuaria acorde con su importancia.

Según dejó escrito Juan Naya, que fue cronista oficial de A Coruña, se pensó primero en elevar un mausoleo en su honor. Después, en erigirle una estatua. Mientras se debatían ideas, la realidad económica se impuso: la falta de dinero era el principal problema para llevar adelante la iniciativa. De ahí que se lanzase la feliz idea de hacer una suscripción publica. Al tiempo, Linares Rivas se hacía el modesto. Pidió que «ningún recuerdo ostensible se le consagrase», pero que si la ciudad seguía empeñada en agajasarle, se invirtiese la suma recaudada en «algún objeto benéfico o de reconocida utilidad». Fue entonces cuando se retomó la idea del alcalde Marchesi de dotar a la ciudad de una columna meteorológica. Y este es el origen de lo que desde sus inicios se dio en llamar «el obelisco», pero en realidad no lo es, pues se trata de una columna de fuste acanalado y capitel corintio.

Salvando las distancias, si la columna de Trajano narra algunas de las victorias del emperador, el Obelisco informa de los principales hitos meteorológicos de la ciudad, recopilados por el profesor de Física del instituto, el zamorano Acisclo Campano, que dejó huella en el mismísimo Pablo Picasso, alumno de ese centro. Esos datos le dan cierta utilidad informativa. Pero son datos pasados, así que para conocer los contemporáneos se instalaron aparatos de medición, como un barómetro y un termómetro que se colocaron en los chaflanes, y una veleta que –junto al pararrayos– culminó el conjunto. Y, además, claro, el monumento tenía que dar la hora; o, mejor dicho, las horas.

En septiembre de 1893, la comisión promotora, presidida por el banquero Narciso Obanza, entregó el proyecto del Obelisco al Ayuntamiento, que lo aprobó en su sesión del 25 de ese mismo mes. –›

El consistorio asumió una pequeña parte de los gastos, los relativos a la cimentación y escalinata, obra del arquitecto municipal –el madrileño Juan de Mesa–, que ascendieron a 1.995 pesetas. Lo que es el monumento en sí, cuyo proyecto firmó el vallisoletano Gabriel Vitini Alonso, costó 60.000. La suscripción solo logró reunir 40.000. Muchas más que la cuestación que se hizo para levantar la estatua de Eusebio da Guarda (23.046,23), pero muchas menos de las necesarias. La brutal diferencia la acabaron asumiendo los propios constructores de las dos partes, los hijos del acreditado industrial Baltasar Escudero, Saturnino y José.

El reloj se le encargó a un prestigioso fabricante de la ciudad francesa de Morez, en la región de Jura. Así nos lo cuenta Luis Antonio Quintana Lacaci en su libro El Obelisco y su reloj: cien años de existencia (editado en 1995): «Por ser un reloj muy especial, Vergne se pone en contacto con Paul Odobey (...), al que reclama un aparato cuya maquinaria no lleve tren de sonería, posea una larga transmisión y arbole las cuadraturas de cuatro esferas. A finales del siglo XIX, todo lo concerniente a la manofactura relojera procedente del Jura francés se identificaba con la máxima garantía que se pudiera ofrecer». Hijo del prestigioso relojero Louis Delphin Odobey Cadet, Paul Odobey (1851-1923) decidió abrir su propia empresa (Paul Odobey Fils) en 1879, compitiendo con la de su progenitor, en la que trabajan también sus hermanos. La firma, que se convirtió en una de las más potentes de Francia, se mantuvo en activo hasta comienzos de los años 70 del siglo XX.

Las obras del Obelisco se iniciaron el 4 de mayo de 1894. La inauguración se fijó en principio para el 9 de septiembre de ese año, y así figura en el programa de fiestas editado por el Ayuntamiento. Esa fecha sufrió numerosas variaciones. De hecho, llegó octubre y ni siquiera habían llegado los relojes. Lo hicieron a finales de ese mes. Les esperaba una armadura fundida en los talleres del señor Ortiz, donde, si todo iba bien, habrían de encajar las cuatro esferas. El desembalaje lo realizó el relojero local Emilio Vergne, encargado de la dirección de esta parte de la obra. Se llevó una sorpresa: una de las esferas llegó rota debido a un accidente ocurrido en la aduana de Irún, así que hubo que reclamar una nueva.

El reloj es obra del fabricante Paul Odobey (1851-1923)

Como bien describe Quintana Lacaci, el monumento en cuestión es «una columna hueca que en su interior contiene, por un lado, la barra de transmisión que desde la maquinaria llega hasta las esferas del reloj y, por otro, la pesa que sube y baja, y el cable de pararrayos».

Sabemos la fecha exacta en la que el Obelisco empezó a contar el tiempo, el 26 de noviembre de 1894. «Convenientemente arreglado por el relojero señor Vergne, ayer á las doce del día comenzó a funcionar el reloj colocado sobre el obelisco (...) De las cuatro esferas que dicho reloj consta, las del Norte y Sur, ó sea las que se corresponden hacia el Cantón Grande y la bahía, señalan la hora de Madrid, y las de Este y Oeste, que hacen frente á la plaza de Mina y á la llamada casa de Caruncho, la hora de la Coruña», detalló La Voz de Galicia en su edición del 27 de noviembre. Como también cuenta Quintana Lacaci, las naciones no habían acordado aún su sistema de integración en el modelo universal GMT, por lo que en «el horario solar regido por sus meridianos la diferencia horaria era de 19 minutos y 20 segundos». Con estas especificaciones, el Obelisco coruñés estaba preparado para comenzar su andadura como centro neurálgico de la ciudad, en una de las zonas de más tránsito y actividad comercial. ᴥ –›

lluviosa inauguración

La inauguración se celebró el 10 de enero de 1895. No asistió Aureliano Linares Rivas, al que se erigió este tributo en vida, pues fallecería el 31 de marzo de 1903. Llovió a mares, por lo que los discursos oficiales sonaron en la sede del Ayuntamiento. Después, el séquito se trasladó al monumento por pura cortesía, pues seguía diluviando. El bautizo fue accidentado, pero no gafó el Obelisco, que desde el principio fue recibido con cariño por los coruñeses.

Ya hace muchos años que el termómetro y el barómetro desaparecieron de los chaflanes del Obelisco: eran constantemente vandalizados y se optó por su supresión. La reja que rodeaba al monumento fue sustituida por una acera. La altura de la columna ya no es la misma, puesto que se decidió alargarla para que no perdiese tanta presencia ante el crecimiento en altura de los edificios del Cantón Grande: así que el fuste se amplió en tres sillares cilíndricos en 1951, siendo alcalde Alfonso Molina, alcanzando así los 18 metros que tiene hoy. Pero hay algo que no ha cambiado: el reloj. ᴥ

la misma maquinaria

Primero estuvo al cuidado de Emilio Vergne, al que el Ayuntamiento asignó 75 céntimos diarios por esta tarea extra, con lo que duplicó sus honorarios, que eran de 75 céntimos por cuidar de los relojes de capitanía y de las oficinas municipales. A continuación fueron sus sucesores los que asumieron la supervisión. Y desde entonces han sido muchos más. «Es un reloj muy peculiar. El granito cae sobre la maquinaria. Hay que estar muy encima: cada día o cada dos días vamos a ajustarlo, pero ya hace varios meses que se para muy a menudo por mucho que hagamos. En todos estos años se ha limpiado y se han cambiado piezas, pero no se ha hecho una restauración completa», explica Carlos Sánchez, responsable del mantenimiento de los relojes municipales de A Coruña. De hecho, en 2006 se llegó a barajar su sustitución, pues 111 años de arenillas, temporales y salitre lo tenían en las últimas. No ha sido la de todos estos cuidadores una labor agradecida. Les han pitado los oídos muchas veces. Según el historiador Carlos Fernández, «es que me fie de la hora del Obelisco» fue durante décadas la disculpa favorita de las coruñesas para llegar tarde a las citas. Y, además de los oídos, también han sufrido sus manos, pues han sido incontables las intervenciones. Pero el caso es que ahí sigue, resistiendo. Y siendo el centro de A Coruña, física y metafísicamente. ᴥ

Tudor Black Bay Ceramic:

superando todas las pruebas

Los grandes aficionados a los relojes de calidad saben lo que significa que un mecanismo sea comprobado por el METAS. El Instituto Federal de Metrología suizo somete a los modelos a las pruebas más exigentes de precisión, hermeticidad, la reserva de marcha y resistencia a campos magnéticos, y solo los mejores obtienen su aprobación. Es el caso del Black Bay Ceramic, el reloj que Tudor acaba de presentar y que apunta a estrella dentro del catálogo de la marca suiza.

Las pruebas independientes independiente Master Chronometer del METAS son increíblemente exigente, empezando por la precisión. Para obtener la homologación, los relojes deben funcionar dentro de un intervalo de variación diaria de cinco segundos, es decir, cinco segundos menos de lo que permite el Control Oficial Suizo de Cronómetros (COSC) y un segundo menos que la norma interna de TUDOR. La certificación también garantiza la precisión de la hora cuando el reloj se somete a campos magnéticos de 15.000 gauss. Además, garantiza que la hermeticidad declarada por el fabricante cumpla la norma 22810:2010 de la Organización Internacional de Normalización (ISO) y solicita una reserva de marcha de 70 horas como mínimo. Hay dos requisitos más que cumplir para optar a la certificación: la manufactura suiza debe cumplir los criterios Swiss Made y el movimiento debe estar testado por el Control Oficial Suizo de Cronómetros (COSC).

A todas estas pruebas ha sido sometido el Tudor Black Bay Ceramic, que ha recibido la primera certificación de este nivel en un modelo de la marca. En el corazón del reloj está el Calibre de Manufactura MT5602-1U, un prodigio de la técnica: totalmente negro, en línea con el aspecto general del reloj, contiene un rotor troquelado en tungsteno monobloque negro satinado con detalles pulidos a chorro de arena, mientras que los puentes y la platina alternan superficies arenadas y decoraciones láser. Robusto y fiable, cuenta con una espiral de silicio amagnético que le hace capaz de funcionar dentro de un margen de tolerancia de cinco segundos.

El nuevo modelo es el primero de la marca con la exigente certificación Master Chronometer de METAS

diálogo entre épocas en el pazo de toubes

El despacho compostelano de arquitectura OAU, comandado por Juan Caridad e Isidro López, recibió esta primavera el Premio Galicia de Rehabilitación por su trabajo en el Pazo de Toubes, en Cenlle (Ourense). La puesta al día de una vieja bodega de vino de O Ribeiro y la adición de una espectacular sala de eventos enoturísticos les han valido un galardón que confirma una trayectoria ligada a este sector clave en la economía gallega con otras actuaciones destacadas para bodegas como Pittacum.

«La cubierta, de lenguaje racionalista, es casi un campo de la fiesta para el verano y un refugio para el invierno»

» Juan Caridad «Quien diga que no le gustan los premios miente», bromea Caridad. El arquitecto destaca que el reconocimiento «nos respalda en nuestra trayectoria. Llevamos mucho tiempo trabajando por nuestro territorio y por la construcción de Galicia, y que te lo confirme un premio como este es muy satisfactorio. Significa que estamos haciendo bien nuestra labor».

En Cenlle el desafío era considerable. La bodega Viña Costeira, propietaria del edificio, pidió a OAU que, por una parte, recuperase el viejo esplendor de un pazo del siglo XVII y de su lagar, muy maltratados ambos por el paso del tiempo; y que edificase en el terreno un espacio para eventos amplio, que sirviese como balcón a la belleza natural del valle.

Así, el proyecto tiene dos partes muy distintas. Como explica Caridad, en la parte histórica hubo que actuar «con sentidiño y mucho cuidado. Lo viejo se cuida y se completa restaurando y manteniendo su espíritu. Este es un paisaje con mucha historia y una potencialidad que hay que conservar». Para la parte de nueva construcción se redistribuyeron los bancales tradicionales para encontrar espacio a la cubierta, de gran tamaño y caracterizada por una pieza de acero corten de dimensiones notables, cuya horizontalidad dialoga con el fraccionamiento de la arquitectura tradicional. La cubierta, de lenguaje racionalista, es «casi un campo de la fiesta para el verano y un refugio para el invierno», cuenta el arquitecto, además de un mirador al valle y un espacio singular para eventos. Funciona además como alero que protege del sol impenitente que cae sobre Ourense en los meses estivales. En el interior, una escultura de Acisclo Manzano, también en acero corten, completa el conjunto.

El conjunto es hermoso pero, como toca, también funcional: «No hay que olvidar lo fundamental, que aquí se hace vino», destaca Juan Caridad. «En el estudio», remarca, «tenemos claro que la arquitectura no se hace para uno mismo: se hace para los demás, y más aún en intervenciones como esta en las que hay que equilibrar lo estético y lo funcional de los espacios diseñados». ᴥ

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