Exilio y poder 1853-1855
José Herrera Peña
Morelia, Michoacán, México 2012
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Temario PRÓLOGO INTRODUCCIÓN PRIMERA PARTE CAPÍTULO I 1. 2. 3. 4. 5. 6.
Qué significa ser liberal Escalada de represión Voluntad y ley Sur y norte Armas e ideas Traición y patriotismo
CAPÍTULO II 1. 2. 3. 4. 5. 6.
Nueva Orleáns y Brownsville Frustraciones y esperanzas Vida en el exilio Expectativas y recursos Buenas y malas noticias Inútil amnistía
CAPÍTULO III 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
Regreso frustrado Amenaza de secesión La Junta Revolucionaria Mexicana Primeros acuerdos de la Junta La influencia de la Junta Frustrada disolución de la Junta La última sesión
SEGUNDA PARTE CAPÍTULO I 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
La República de la Sierra Madre Regreso a la patria La dictadura liberal El que calla otorga Gobierno inestable Relaciones interiores y exteriores Crisis en el gabinete
CAPÍTULO II 1. 2. 3. 4.
Los desacuerdos Progresistas, conservadores y retrógrados Me quiebro, pero no me doblo La caída
5. Informalidad y cortesía BIBLIOGRAFÍA
PRÓLOGO En estas páginas se reseña la vida personal, familiar y política de varios mexicanos, especialmente Melchor Ocampo, Benito Juárez, José María Mata y Ponciano Arriaga, durante su confinación dentro del territorio mexicano y su destierro fuera de él, por el gobierno de Antonio López de Santa Anna, de abril de 1853 a agosto-septiembre de 1855; los problemas a los que se enfrentaron, entre ellos, el Tratado de La Mesilla; los intentos de anexión de Baja California: el proyecto de la república de la Sierra Madre (con los Estados de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua, Sonora y Baja California); la tentativa de independencia política del Estado de Guerrero; las formas que encontraron para preservar la unidad y la integridad territorial de la Nación —salvo en el asunto de La Mesilla— y los procedimientos para promover —con sus ideas, actividades y bienes— la oposición contra la dictadura santanista, hasta lograr su caída dos años y cuatro meses después de su reclusión y destierro. También se relata su regreso a la patria —al triunfo de la revolución de Ayutla— y su breve pero intensa participación en los asuntos públicos nacionales; su actuación en el gabinete del presidente Juan Álvarez; los antagonismos ideológicos y políticos de las fracciones del partido liberal (la de los puros y la de los moderados), antagonismos reseñados por Ocampo en su opúsculo Mis quince días de ministro, y la caída de los puros, empezando por el propio Ocampo, en octubre de 1855, y terminando con el presidente Álvarez, en diciembre de ese mismo año. JOSÉ HERRERA PEÑA
INTRODUCCIÓN Algunos gobernantes suelen cometer no sólo abusos, atropellos y crímenes sino algo peor: errores comparables sólo a su torpeza, como detener a sus adversarios, acorralarlos, marginarlos, acosarlos e incluso asesinarlos o hacerlos desaparecer. Siempre les sale el tiro por la culata. Ignorantes de la historia, han estado condenados a repetirla. Uno de estos casos fue el del presidente Antonio López de Santa Anna. Al llegar al poder por última vez en abril de 1853, detuvo, confinó y obligó a exiliarse a sus principales adversarios políticos, entre ellos Melchor Ocampo, Benito Juárez, José María Mata y Ponciano Arriaga. Aunque los detenidos citados se admiraban mutuamente —todos eran masones—, no se conocían personalmente. Su influencia apenas rebasaba los límites de los lugares en que vivían: Juárez en Oaxaca, Ocampo en Michoacán, Arriaga en San Luis Potosí y Mata en Veracruz. Sin embargo, en el exilio se trataron, formaron grupo, y al regresar casi dos años después, transformaron la fisonomía de la nación. Los cuatro eran hombres maduros, de la misma generación —se llevaban trece años de diferencia—: Juárez, de 47, era el mayor; le seguían Arriaga, de 42, Ocampo, de 39, y Mata, de 34. Ocampo asumió la jefatura moral y política del grupo, en el que hubo otros muchos exiliados. Diez años antes, Juárez había contraído matrimonio con Margarita Maza; él de 37 y ella de 17 años. Al conocerla desde recién nacida en la casa del acaudalado hombre que lo protegiera al llegar de la sierra zapoteca, la pequeña había crecido acostumbrada a su afecto y encariñada con él. Al paso de los años, él tuvo un hijo y una hija, Tereso y Susana, con una dama llamada Ana Rosa Chagoya, y esta situación, así como las dificultades de la teología —como lo escribió en sus Apuntes— lo hicieron interrumpir sus estudios en el Seminario y seguir la carrera de Leyes. Ejerció la cátedra, fue regidor, diputado local y juez. Ya hombre maduro, se aproximó a Margarita, que era apenas un capullo. Es probable que ninguno de los dos haya supuesto que algún día llegarían a formar pareja. Repentinamente –como suele suceder— se prendaron. Él le preguntó si le permitía cortejarla y ella le dijo que jamás se casaría con otro. Se comprometieron. Cuando parientes y amigos subrayaban sus diferencias —de todo tipo— para disuadirla de sostener esa desigual relación —ella criolla, rica, bella y joven, y él indio, feo, maduro y
pobre—, la damisela replicaba con desenfado: “Sí, es un indio feo, pero un hombre muy bueno”. Después de casarse en 1843, Juárez prosiguió su carrera política: fue secretario de gobierno, diputado federal y gobernador. Además, siempre que estuvo alejado del servicio público, ejerció la cátedra y su profesión de abogado. Diez años después, el matrimonio había procreado cinco hijos, cuatro niñas y un niño, de los cuales habían muerto dos niñas antes de los dos años de edad.1 En 1853, siendo rector del Instituto de Ciencias y Artes, fue capturado y, varios meses después, deportado fuera del país. Su esposa permaneció en Oaxaca; pero ni estar embarazada —de unas gemelas— ni su elevada posición social, la salvaron del acoso de las autoridades santanistas. Tuvo que refugiarse con sus hijos en Etla y trabajar como costurera o comerciante para sobrevivir. Sin embargo, siendo señora de grandes caudales, cuyos negocios estaban vinculados a la grana, siempre se las ingenió para obtener dinero, que enviaba regularmente a su marido. Durante los siguientes años de su accidentada y exitosa vida, Juárez y Margarita tendrían tres hijos más, dos niñas y un niño, de los que no sobreviviría más que una niña. Al mismo tiempo, perderían a su primogénito.
Sede del Gobierno de Michoacán, siglo XIX (primera mitad)
Melchor Ocampo, entonces de 39 años de edad, tuvo amores en su juventud con Ana Escobar, una de las niñas recogidas por su protectora, como lo había sido él mismo. Los
1
Patricia Galeana, La correspondencia entre Benito Juárez y Margarita Maza, México, Gobierno del Distrito Federal, 2006.
dos huérfanos crecieron en la hacienda de Pateo, cerca de Maravatío, Michoacán, guardándose siempre un cariño mutuo. Durante sus años en el seminario de Morelia y en la Facultad de Derecho de la Universidad de México, el estudiante vivió con la ilusión de pasar sus vacaciones en Pateo para ver a Ana, a quien todos cariñosamente llamaban “nana” no sólo por la rima que hay entre las dos palabras —Ana y nana— sino también porque desde su infancia cuidó a otros niños huérfanos de la hacienda, más pequeños que ella. Al concluir su carrera de abogado en 1835, Ocampo no dudó en dejar la capital de la República e irse a Maravatío para administrar la hacienda —que su protectora le había heredado— y sobre todo, para estar cerca de Ana: su amada “nana”. Su inexperiencia administrativa y tener familia lo desconcertaron. Inexperiencia porque, demasiado generoso, se llenó de deudas para complacer las solicitudes de préstamo que le llovían, vicio que era necesario cortar de raíz, si no quería quedarse con las manos vacías. Y el nacimiento de su primera hija en 1836 le produjo una crisis de conciencia. Por alguna razón había decidido no contraer matrimonio eclesiástico jamás. Y como ésa era la única forma de matrimonio, nunca lo contrajo. La única alternativa era la unión libre. Fue la que siguió. Amó y protegió a su mujer hasta su fallecimiento, a sus cuatro hijas Josefina, Petra, Julia y Lucila, y a su segunda mujer, Clara Campos, a la que declaró en su testamento hija adoptada, y les heredaría sus bienes. Por lo pronto, quizá para reflexionar sobre el tema, quizá para alcanzar otras metas, o quizá para esas dos cosas y otras, empezó a viajar por el país y por Europa. Al regresar a México en 1842 se incorporó a la vida pública, y en el curso de los años siguientes, fue diputado constituyente, gobernador, senador y ministro de Estado e inclusive candidato a la presidencia de la República. En 1847 formó el batallón Matamoros y lo puso a disposición del gobierno federal para combatir contra los norteamericanos, y al año siguiente, prefirió renunciar al gobierno de Michoacán, antes que firmar el Tratado de Guadalupe, que puso fin a la guerra entre México y Estados Unidos. Siendo gobernador —por última vez— en 1853, durante la presidencia de Mariano Arista, al caer éste, renunció. Días después fue arrancado de su hacienda por los esbirros de Santa Anna y confinado en Tulancingo. A la fecha, Anita —su “nana”— y él tenían tres hijas, de las cuales Josefina, la mayor —de 17 años de edad—, decidió acompañarlo al destierro. La cuarta y última de sus hijas nacería un año después de su regreso. José Ma. Mata, de 35 años —el más joven del grupo— en cuyas extensas propiedades de Veracruz se cultivaba tabaco y vainilla, hizo estudios de medicina y fue jefe de milicias
de la guardia nacional.2 En 1847, a los 28 de edad, participó heroicamente en la guerra contra los norteamericanos. Hecho prisionero, fue enviado a Nueva Orleáns, y un año después, se le permitió regresar a México. Aunque comprometido con una dama veracruzana, su agitada vida le había impedido casarse con ella o tal vez a ella con él. Exiliado por Santa Anna en 1853, conoció en La Habana —Cuba era en ese tiempo posesión española— a algunos caballeros mexicanos de su misma condición política liberal. Fue él probablemente quien los persuadió ir a Nueva Orleáns en lugar de seguir a Francia, como lo había hecho el ex presidente Mariano Arista al renunciar a su cargo. Después de todo, esta ciudad —que había acogido a los diplomáticos insurgentes en la primera década del siglo— era en ese tiempo la capital del Sur de Estados Unidos y la segunda del país, después de Nueva York; estaba más cerca de México que cualquier otro lugar de Europa, y además, también hablaba francés, aparte del inglés. Él la conocía bien y tenía amigos en ella. Al conocer a Josefina —quizá en La Habana, quizá en Nueva Orleáns—, ocurrió el prodigio y se enamoraron. Ponciano Arriaga, abogado potosino de 42 años de edad, diputado en 1843 y 1846; decidido opositor de los pacifistas que aceptaron la pérdida de Texas para dar fin a la guerra de 1847; contrario a que se entregaran los territorios de Nuevo México, Arizona y California a los Estados Unidos a cambio de unos cuantos millones de dólares, y ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública por casi un mes en la presidencia de Mariano Arista (del 13 de diciembre de 1852 al 5 de enero de 1853), fue otro de los confinados por el dictador militar y luego desterrado. Durante su reclusión en diversos pueblos de la República se hizo amigo de los amigos de Ocampo, y al exiliarse, viajó con éste a La Habana; con el tiempo terminó siendo su compadre. Durante el tiempo en que estos distinguidos mexicanos vivieron en el exilio, se dedicaron a la lectura, al análisis político, a dar forma a sus ideas y a la actividad revolucionaria, aunque también, ocasionalmente, a ejercer oficios dispares. Se dice que Mata fue mesero en una fonda; Ocampo, alfarero y vendedor ambulante; Juárez, obrero en un taller de imprenta y torcedor en una fábrica de cigarros, y Arriaga, no se sabe qué. También se dice que un día, al ofrecer Juárez un puro a Ocampo, éste le dijo 2
José Ma. Mata presentó el 8 de abril de 1956 una iniciativa de ley al Congreso declarando libres la siembra, el cultivo y la elaboración del tabaco. Francisco Zarco, Congreso Extraordinario Constituyente, Secretaría de Gobernación, México, 1979, p. 55.
irónicamente: “Indio que chupa puro, ladrón seguro”, y aquél le aclaró que indio era, ladrón no.3 Valadés rechaza que los emigrados se hayan dedicado a ejercer estos singulares oficios para sobrevivir en el extranjero.
No es exacto que el señor Ocampo haya trabajado en tales días como alfarero, ni que el señor Juárez se hubiese visto obligado a torcer cigarros, ni que el señor Mata fuese sirviente; porque si ya hemos conocido la condición de don Melchor y sabemos que Mata se hospedaba en el hotel Verandah Conti, más adelante estará el señor Juárez ocupando las habitaciones dejadas por el señor Ocampo, con lo cual se enseña que don Benito no arrastraba las cadenas de la miseria.4 El biógrafo de Ocampo tiene razón. Exagerar los padecimientos materiales de un personaje es un recurso dramático, válido en una novela, no en un estudio biográfico o histórico. Es cierto que todos ellos, al ser hombres acomodados, tenían recursos suficientes —personales o familiares— para conservar en el exilio el nivel social que disfrutaban en sus lugares de origen, o casi. Sin embargo, la vida forzada en otro país, con recursos o sin ellos, e independientemente de las satisfacciones que origine, no deja de ser amarga, a veces muy amarga. Un hombre fuera de su patria —decía Martí— es como un árbol en el mar. Además, la dictadura había confiscado sus propiedades, como a Ocampo. Les era difícil obtener créditos personales. Por último, los exilados mismos confiesan haber padecido momentos de penuria. Por otra parte, hay altibajos en la vida, bien que en el exilio los altos suelen ser pocos; los bajos, muchos, y los efectos de ambos, alucinatorios o devastadores, según el caso. En el que nos ocupa, lo peor fueron las enfermedades: Juárez contrajo la fiebre amarilla; Ocampo sufrió una apoplejía y pescó una bronconeumonía; Arriaga estuvo a punto de perder a su esposa, y Mata, además de problemas con su bazo, cayó en una profunda depresión nerviosa. Fue un milagro que unos no murieran y otros no enloquecieran.
3
Ralph Roeder, Juárez y su México, México, Fondo de Cultura Económica, 1991.
4
José C. Valadés, Melchor Ocampo, reformador de México, Cámara de Diputados, México, 1972, p. 137.
Libros de Ocampo
Desde su llegada a Nueva Orleáns, Ocampo propuso a los emigrados dividirse en dos grupos. Uno se quedaría en esta ciudad para vigilar el curso de los acontecimientos políticos en el centro y sur de México, y otro se trasladaría al poblado de Brownsville para promover en el norte el descontento contra la dictadura santanista. Por consiguiente, Juárez y los demás emigrados permanecieron en la noble, elegante y hermosa Nueva Orleáns, Estado de Louisiana, y Arriaga y Ocampo partieron al modesto y gris pueblo de Brownsville, en la frontera de Texas con México, y sentaron residencia. Los exiliados vivieron casi dos años conspirando contra la dictadura, viajando ocasionalmente, concibiendo planes, conociéndose entre sí, discutiendo de todo, haciendo propuestas, sosteniendo febril correspondencia, costeando publicaciones, abrigando falsas esperanzas, recibiendo angustiosas frustraciones, aburriéndose en la soledad o hundiéndose en la tristeza; generalmente con poco dinero, pero también sin él; a veces con hambre, pero más veces sin comer por no tener hambre. Como se dijo antes, Ocampo, desde su llegada, fue el alma del exilio. En sus ratos de ocio se dedicó a cultivar plantas, flores y hortalizas en el jardín de su casa en Brownsville y a escuchar cómo su hija cantaba o tocaba el piano. Constantemente pedía a Juárez y Mata que le enviaran plantas, semillas y noticias desde Nueva Orleáns —que estos siempre hicieron con amabilidad y rapidez—, pero también organizó a los exiliados, estableció en su momento una junta revolucionaria, la enriqueció con sus ideas, proyectos y propuestas, e hizo sentir el peso político del grupo en los asuntos nacionales.
Al arribar a Estados Unidos, supo cómo arreglárselas para hacer frente a la situación. Catorce años antes había sabido vivir sin dinero año y medio en Europa. Ahora, a pesar de que sus propiedades habían sido confiscadas, obtuvo créditos personales que le permitieron residir modesta pero decorosamente con su hija en el exilio, e incluso llegó a ofrecer apoyo a Juárez, que éste rehusó delicadamente. Si recibir las remesas que le enviaba su esposa desde Oaxaca ya le causaba vergüenza, aceptar préstamos de otro exiliado tan necesitado como él, habría sido superior a sus fuerzas. Mata y Arriaga, por su parte, que a pesar de su modestia, eran también señores de la tierra, imitaron a Ocampo. En sus largos tiempos libres, Juárez se dedicaba a profundizar sus estudios de Derecho Constitucional y a escribir las primeras páginas de su autobiografía, que tituló
Apuntes para mis hijos. El oaxaqueño creía que a los 48-49 años de edad ya había llegado al fin de su vida. No sospechaba que apenas comenzaba. En el exilio, estos mexicanos —y otros que compartieron sus esfuerzos— se enfrentaron a problemas derivados de la compleja y difícil relación de México con Estados Unidos, y fomentaron con su organización, sus ideas, sus actividades y sus bienes, la oposición política contra la dictadura santanista, hasta lograr su caída dos años después de su reclusión y destierro. Al volver al país, Ocampo y sus compañeros ocuparon cargos de primera importancia dentro de la estructura del Estado mexicano, cuya debilidad era tal, que el jefe de Estado —fuese liberal o conservador— recurría frecuentemente a facultades extraordinarias, es decir, a la dictadura, para hacer frente a la situación. Era la única forma en que podía gobernar. Al triunfo de la revolución de Ayutla, el general Juan Álvarez fue electo presidente interino de la República, con facultades extraordinarias, por una junta de notables; nombró a Ocampo primer ministro encargado de las Relaciones Exteriores e Interiores de la nación y, como tal, jefe de gabinete —cargo que no desempeñó más que dos semanas—, y éste, a su vez, designó a Ignacio Comonfort, Benito Juárez y Guillermo Prieto ministros de Guerra, de Justicia y de Hacienda, respectivamente. Antes de renunciar a su cargo, Ocampo expidió la Convocatoria al Congreso
Extraordinario Constituyente el 16 de octubre de 1855, que el presidente de la República acordó publicar al día siguiente. Quince meses después, el Congreso convocado sentaría
las bases fundamentales del Estado mexicano moderno, vigentes hasta la fecha. Un mes más tarde, Ocampo explicó las causas por las cuales se había visto obligado a salir del gobierno, en un opúsculo que tituló Mis quince días de ministro, documento que sigue siendo válido en muchos temas, especialmente en lo relativo a la clasificación y conceptualización de las fuerzas políticas que han participado en la vida del país, en el que se hace un análisis de los antagonismos políticos que tuvo el autor, en calidad de ministro de Relaciones, con Ignacio Comonfort, ministro de la Guerra; describe los debates que sacudieron al ministerio y que originaron sus respectivas renuncias, y explica la crisis a la que los puros se enfrentaron. Al salir Ocampo del gabinete el 20 de octubre de 1855, los liberales puros perdieron fuerza y empezaron a salir también, uno a uno: primero, Guillermo Prieto; después, Benito Juárez, y por último, el propio presidente Álvarez, quien fue obligado a nombrar a Comonfort presidente sustituto. Antes de que se aceptara su renuncia, Benito Juárez expidió el 22 de noviembre la Ley
sobre Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, del Distrito y de los Territorios, que el presidente de la República ordenó publicar un día después.5 El Congreso Extraordinario Constituyente, en ejercicio de sus atribuciones, vigiló, revisó y controló los actos del gobierno moderado de Comonfort (además de revisar los actos de la dictadura santanista y del gobierno interino de Álvarez) y promulgó la
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, de 5 de febrero de 1857, cuyos principios fundamentales siguen vigentes hasta la fecha.
5
El 22 de abril de 1856, después de un extenso debate, el Congreso Constituyente aprobó “casi por unanimidad” la llamada Ley Juárez y la convirtió por ende en una de las leyes fundamentales del Estado. Francisco Zarco, op. cit., pp. 72-84.
Primera parte
CAPÍTULO I 1. Qué significa ser liberal. 2. Escalada de represión. 3. Voluntad y ley. 4. Sur y Norte. 5. Armas e ideas. 6. Traición y patriotismo 1. QUÉ SIGNIFICA SER LIBERAL Melchor Ocampo nunca pretendió encabezar la lucha contra el régimen santanista, a pesar de lo cual terminó haciéndolo. Era inevitable. Se vivían tiempos en que ejercían una gran influencia a escala universal, por una parte, los principios de la Ilustración, y por otra, los de la Restauración, enfrentados unos a otros. Si los primeros eran razón,
progreso y tolerancia, los segundos, fe, tradición y autoridad. Para la Restauración, apoyada por las potencias de la Santa Alianza, la única autoridad legítima era la que se derivaba de la unión entre el trono y el altar. En México ya no había trono; pero sí un ejército bicéfalo, una de sus cabezas había defendido el trono de 1810 a 1820, y la otra, luchado contra él; una se había pronunciado por mantener los lazos con España, y la otra, por alcanzar la independencia nacional; una, por la defensa de sus fueros y privilegios de clase, y otra, por la de los derechos del hombre y del ciudadano. Después de haberse unido momentáneamente en 1821 estas dos fuerzas para consumar la independencia, durante los treinta y dos años siguientes, la primera, la derecha, tomó la vía de luchar por la restauración del trono y el predominio de la oligarquía, y la segunda, la izquierda, por mantener el principio de que el pueblo es la única fuente legítima del derecho y del poder. Durante esos treinta y dos años, la autoridad, para la derecha mexicana, era la alianza del ejército y el clero, y para alcanzar sus objetivos políticos y sociales, dicha alianza había derogado el sistema federal de 1824 y establecido la república centralista en sus dos versiones, la de 1836 y la de 1843, como medios preparatorios para llegar a la meta final: la restauración monárquica; pero en 1847 se había resquebrajado, a consecuencia de la intervención norteamericana. En cambio, la autoridad, para la izquierda, era la alianza entre el ejército y el pueblo; mejor aún, era el pueblo convertido en ejército. Frente al proteccionismo de una potencia europea, afirmaba la independencia nacional; frente al despotismo, la libertad; frente a la dictadura conservadora, la democracia liberal; frente a la intolerancia religiosa, la libertad
de cultos; frente a los abusos del Estado, los derechos del hombre y del ciudadano, frente a los fueros y privilegios, la igualdad de todos ante la ley; frente a la monarquía, la república, y frente al centralismo, el federalismo. Como siempre, la derecha era muy compacta, incluso cuando perdía espacios, y la izquierda, muy dividida, los ganara o los perdiera. En 1853, siendo Mariano Arista presidente de la República y Melchor Ocampo gobernador de Michoacán, la república federal fue nuevamente trastornada por un pronunciamiento militar de derecha. En 1821 el presidente Arista había formado parte del Ejército Trigarante, y en 1846, al mando el Ejército del Norte, fue derrotado por las tropas norteamericanas en la batalla de Palo Alto. Ministro de Guerra durante el gobierno de José Joaquín de Herrera y electo presidente de la República el 15 de enero de 1851, declaró vencido el plazo para la construcción del ferrocarril de Tehuantepec y resistió la protesta del gobierno de Estados Unidos, que se creía con derecho a hacerlo. Durante su gobierno sofocó varias revueltas militares, la última de las cuales estalló el 13 de septiembre de 1852, conforme al Plan del Hospicio, que lo desconoció como presidente y pidió el regreso de Santa Anna. El general Vicente Miñón, enviado para sofocar la rebelión, se retiró después de simular un bombardeo a Guadalajara, lo que trajo como resultado que los pronunciados se fortalecieran y recibieran el apoyo de los sublevados en Durango y Veracruz. El presidente Arista pidió al Congreso facultades extraordinarias para combatir a los rebeldes, pero al serle negadas, renunció el 6 de enero de 1853. Melchor Ocampo lo lamentó, porque eso significaba la llegada de Santa Anna, ese “héroe de sainete que por su impericia, cuando no sea su traición, nos entregó en detalle a los norteamericanos”.6 Así que, dieciocho días después, dejó el gobierno de Michoacán, del que había tomado posesión diez meses antes (el 3 de marzo de 1852) y Arista, ya enfermo, decidió exiliarse; se agravó a bordo del vapor que lo llevaba a Europa, y estando frente a Lisboa, falleció. Allí fue sepultado.
6
Melchor Ocampo, Obras completas, Pról. de Angel Póla, México, F. Vázquez Ed. 1901, v. II, Escritos Políticos, pp. 1-6.
Sala Melchor Ocampo en el Colegio de San Nicolás de Hidalgo, ciudad de Morelia
Al empezar el ejercicio de su dictadura, Santa Anna derogó la Constitución Federal de 1824, reformada en 1847. Los fines de la derecha tradicional seguían siendo los mismos: restaurar su concepto de autoridad, es decir, la derivada de la alianza entre el trono y el altar. El altar ya estaba allí; pero ahora era necesario restaurar el trono. La fuerza militar bajo el control de Santa Anna se encargaría de ejecutar este plan y garantizar su éxito. Los principios de Ocampo eran diametralmente opuestos a los de los conservadores que apoyaban el nuevo gobierno golpista. Al dar apoyo a un débil grupo local guerrerense, inició su acción política contra el régimen; vinculó los grupos de Guerrero y Michoacán con otros grupos políticos del país y convirtió un fenómeno político local en un poderoso movimiento nacional. Melchor Ocampo renunció al gobierno de Michoacán el 24 de enero de 1853, no sin deplorar haber dejado al Colegio de San Nicolás de Hidalgo sin algunos elementos necesarios para profundizar y ampliar el proceso de enseñanza y de aprendizaje; entre ellos, una biblioteca pública, un museo, un laboratorio de química y un gabinete de física; pero, al menos, los aparatos y equipos de estos laboratorios venían en camino — procedentes de París— y había alcanzado a donarle su microscopio y su telescopio.7
Si se establecía el museo, Ocampo ofreció obsequiarle objetos de “moluscolopia, histología y herpetología y piezas de zoología, paleontología, geología, geodesia y geognocia, así como mis herbarios y muchos escogidos libros de historia natural, que entonces serán útiles”. Obras Completas de don Melchor Ocampo, tomo I, Obra científica y literaria, Comité Editorial del Gobierno de Michoacán, 1986, prólogo de Raúl 7
Un mes después, el 23 de febrero de 1853, un amigo guerrerense llamado A. García, creyéndolo todavía gobernador, le mandó una carta, cuyo contenido literal se desconoce; pero Ocampo, al responderle, reproduce su esencia. De acuerdo con los datos disponibles, García le informó que todos los grupos liberales de Guerrero se habían unido para tres efectos: impugnar la rebelión conservadora que apoyaba el regreso de Santa Anna; publicar un periódico de oposición, y considerarlo como centro de su movimiento.8 Ocampo ya no era gobernador, como lo suponía García, sino sólo un ciudadano. Además, ya no estaba en Morelia, a donde le había dirigido su carta, sino en su pequeña hacienda de Pomoca, al lado de su familia, su mujer y sus hijas. Así que respondió que no podía sumarse a ningún movimiento político más que a título individual.
Portón de la hacienda de Pateo, propiedad de Melchor Ocampo
Por lo demás, era alentador que los liberales guerrerenses estuvieran unidos: si la disgregación de los liberales había causado su debilidad a nivel nacional, al grado de que ésta era la causa principal del regreso de Santa Anna, la fuerza no podrían encontrarla más que en su unión. Para lograrla, le parecía necesario que dichos liberales renunciaran por el momento a los amplios debates ideológicos, dejaran aparte sus diferencias y cerraran filas en torno a sus coincidencias. Así influirían eficazmente en la opinión pública.
Arreola Cortes (en lo sucesivo OC), Melchor Ocampo al Sr. Don Santos Degollado, Regente del Colegio de San Nicolás de Hidalgo, documentos fechados en enero 23 y enero 25 de 1853, pp. 472-474. 8
Ibid, tomo IV, Melchor Ocampo a D. A. García, Pomoca, marzo 8 de 1853, doc. 52, pp. 69-70.
Eran tiempos de asociarse, no de distanciarse, y de actuar, no de discutir. Cualquier propuesta que se apartara de esta finalidad debía ser rechazada.
Si por desgracia —escribió— debe haber entre nosotros diferencias del más al menos, del antes al después, tengamos siquiera la prudencia de ventilarlas cuando triunfemos, porque acibarlas mientras nos dominan, aumenta nuestra debilidad. Era claro que su debilidad nunca llegaría a ser impotencia.
El mañana es nuestro indefectiblemente. No hay poder capaz de conservar a la especie humana en un perpetuo ayer. Tengo fe en el infinito progreso, ¡yo, que la tengo tan escasa sobre tantos, tantos puntos! Pero tener la seguridad de que el futuro sería democrático y liberal, no significaba sentarse tranquilamente a esperar su llegada. A diferencia del despotismo, que cae naturalmente de arriba abajo, como la gravedad, establecer la democracia liberal es nadar contra la corriente. Es un sistema producto del esfuerzo. Hay que participar en su construcción. Había condiciones favorables para ello. La administración actual, impuesta mediante un golpe de fuerza, era “impotente para hacer el bien”; primero, porque no lo comprendía, y luego, porque a sus miembros no les importaba más que el privilegio. Creían “que la raza humana es un rebaño, y ellos, los predestinados para domesticarla y esquilmarla” En cambio, los liberales creen en la igualdad y dignidad de todos los seres humanos. Ocampo reconocía que esto, al tiempo que los fortalecía, los debilitaba, porque los disgregaba y los dispersaba. Admitía que el partido liberal, “por desgracia, es esencialmente anárquico”, y lo peor —lo mejor—, que no dejaría de serlo por “miles de años”. Era inevitable. Así tendría que ser, porque su criterio de verdad se basaba en la reflexión y en la libertad. “A nosotros, si no se nos explica el cómo y el por qué, murmuramos y somos remisos, si no es que desobedecemos o nos insurreccionamos”. Las diferencias entre los dos bandos eran, pues, evidentes. “El criterio de nuestros enemigos es la autoridad... (y sus partidarios) obedecen uniforme y ciegamente”; en suma, “nuestros contrarios son todos serviles”. Y al revés, un liberal, uno solo, sabe o desea manumitirse. De allí que “ser liberal en todo cuesta trabajo, porque se necesita el ánimo de ser hombre en todo”.
———o——— En el aspecto práctico, Ocampo ofreció al guerrerense que pediría a todos sus amigos de Michoacán y de otros Estados de la República que recogieran la libre opinión de pueblos, a fin de que la nación expresara su verdadero sentir y voluntad, antes de “que alguna fuerza física los obligara a levantar actas” (de apoyo) al reciente golpe de fuerza que había desquiciado el orden y la paz. Por otra parte, mostró su conformidad en que se publicara “un periódico bisemanal, corto y muy barato”; pero no sólo en Guerrero sino en cada Estado de la República, a fin de denunciar “las aberraciones” de las autoridades y de comparar “sus actos y sus promesas” con “las tendencias y necesidades actuales de la humanidad”. Por último, en lo referente al liderazgo que le ofrecían los grupos guerrerenses, a través de su interlocutor, era un “inmerecido honor” que se veía obligado a declinar, mas no al derecho de “ayudar en cuanto me sea posible a la mejora del país”.
General Juan Álvarez, gobernador de Guerrero
De esta manera, aceptó vincular su suerte personal a la del movimiento liberal opositor del Estado de Guerrero, gobernado por el general Juan Álvarez; pero dándole sentido y dirección. Sentido, al proponer que la espontánea anarquía liberal se articulara a través de una fuerte opinión democrática que pusiera énfasis en sus coincidencias. Y dirección, al agregar que cualquier brote ideológico o político del país se considerara en lo sucesivo como la expresión local de un gran movimiento nacional. En lo que se refiere a la jefatura del movimiento, al declinarla, la transfirió tácitamente a favor del guerrerense más destacado a cuyo servicio estaba García. No citó su nombre, pero no podía ser más que el general Juan Álvarez, gobernador de Guerrero. 2. ESCALADA DE REPRESIÓN
El 20 de abril de 1853, el general Antonio López de Santa Anna tomó posesión de la presidencia de la República, y dos días después, al tiempo que derogó la Constitución
Política de 1824, autolegalizó su dictadura, la cual duraría todo el tiempo que fuera necesario, en tanto no se estableciera un órgano político constituyente que promulgara una nueva Constitución.9 Nombró como ministros a cuatro ilustres conservadores: Lucas Alamán, en Relaciones; Teodosio Lares, en Justicia; José María Tornel, en Guerra, y Antonio Haro y Tamariz, en Hacienda. Eso significaba, dada la composición del ministerio, que el nuevo estatuto político nacional destinado a reemplazar la Constitución Federal derogada, se orientaría hacia una forma de gobierno monárquica, católica y centralista. El guanajuatense Lucas Alamán, ministro de Relaciones, tenía 61 años y su vida estaba a punto de extinguirse. En su estancia juvenil en Europa había elaborado la iniciativa de los diputados de Nueva España —inspirada en la propuesta del conde de Aranda—, consistente en coronar a tres infantes de la familia real española en los tronos a erigirse en México, Perú y Nueva Granada, y dar al rey de España el título de emperador. Al regresar a México, siendo ministro de Relaciones Exteriores en el gobierno de Anastasio Bustamante, fue acusado de ser el autor intelectual del asesinato del presidente Vicente Guerrero, cargo del que resultó absuelto, y aunque no volvió a la vida pública, siempre alentó los movimientos monarquistas. Escribió dos obras clásicas: Disertaciones e Historia
de México. Al final de su vida utilizó a Santa Anna como instrumento de poder e influyó notablemente para establecer una monarquía bajo la protección de una potencia europea. Teodosio Lares, ministro de Justicia, era un abogado de Aguascalientes de 47 años. Había sido rector del Instituto de Ciencias y Artes de Zacatecas, presidente del Supremo Tribunal de Justicia de ese Estado, diputado, senador y autor de un libro sobre Derecho
Administrativo.10 En la administración de Santa Anna, además de secretario de Estado, fue nombrado ministro de la Suprema Corte de Justicia, y cinco meses después, cesó a los ministros Juan B. Ceballos y Marcelino Castañeda. Además de expedir durante su
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Bases para la Administración de la República hasta la promulgación de la Constitución, expedidas en el Palacio Nacional de México el 22 de abril de 1853 por Antonio López de Santa-Anna, Lucas Alamán, Teodosio Lares, José María Tornel y Antonio Haro y Tamariz, en Felipe Tena Ramírez, Leyes Fundamentales de México 1808-1989, Editorial Porrúa, S. A., México, 1989, pp. 482-484. 10
Teodosio Lares, Apuntes de Derecho Administrativo, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1852.
ministerio la Ley de Imprenta,11 que impuso fuertes restricciones a la prensa, elaboró el primer Código Mercantil de la República12 y expidió una nueva Ley sobre Administración de
Justicia.13 Más tarde sería ministro de Relaciones Exteriores del presidente conservador Miguel Miramón —durante la Guerra de Reforma—, y después, ministro de Justicia del emperador Maximiliano. Haro y Tamariz, ministro de Hacienda, era un poblano de 42 años, que duró poco tiempo en el ministerio. Partidario de que el hijo de Agustín de Iturbide fuera proclamado emperador, había estudiado Derecho en Roma y ocupado dos veces la cartera de Hacienda. En lugar de que un banco financiara al gobierno —a cuya creación se opuso durante el ejercicio de su cargo—, trató de hipotecar los bienes eclesiásticos con consentimiento de la jerarquía, pero su proyecto no prosperó y el banco tampoco se fundó. Criticó el despilfarro de Santa Anna y renunció a su gobierno. A la caída del dictador, se pronunció por el Plan de Ayutla; pero al establecerse el gobierno de Comonfort, luchó contra él, apoyó a los conservadores durante la Guerra de Reforma y colaboró con el Imperio de Maximiliano durante la Intervención Francesa. Y Tornel, ministro de la Guerra, era un veracruzano de 64 años. Siendo insurgente, había sido condenado a muerte (1814), pero protegido por un cura, logró ser indultado. En marzo de 1821 se adhirió al Plan de Iguala a las órdenes de Santa Anna, y desde entonces, cada vez que éste llegó al poder, ocupó el ministerio de Guerra. Se decía que era más santanista que Santa Anna. Como a Alamán, le quedaba poco tiempo de vida. Una semana después de tomar posesión, esto es, el 27 de abril, el dictador ordenó que Melchor Ocampo fuera separado de su hacienda de Pomoca, de su domicilio, su familia, sus amigos, sus bienes, sus papeles, su jardín botánico, sus observaciones astronómicas, sus escritos lingüísticos y sus lecturas, y que se le confinara en
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La Ley de Imprenta expedida por Teodosio Lares en mayo de 1853 fue derogada por el presidente interino Ignacio Comonfort y reemplazada en 1856 por la de José María Lafragua, ministro de Gobernación; la cual, a su vez, sería sustituida el 2 de febrero de 1861 por la del gobierno de Benito Juárez, a iniciativa de Francisco Zarco, encargado del mismo ministerio. 12
Hasta 1884, los actos de comercio fueron regulados por las Ordenanzas de Bilbao, salvo en dos breves periodos, durante los cuales se puso en vigor el Código Mercantil de Teodosio Lares: el último gobierno de Santa Anna (1853-1855) y el Segundo Imperio Mexicano (1863-1867). 13
La ley Lares sobre administración de justicia fue reemplazada por la ley Juárez o Ley sobre Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, de Distrito y Territorios, de 23 de noviembre de 1855.
Tulancingo.14 Todo parecía indicar que sus bienes le serían confiscados de un momento a otro y así ocurrió. Primero le secuestraron sus papeles. Algún tiempo después, su apoderado Francisco Benítez le daría cuenta desde Morelia del mal estado de sus negocios.15 Santos Degollado, por su parte, le enviaría algunos cuadernos que pidió.16 Y más tarde, lo despojarían de su hacienda y del resto de sus pertenencias. Así, pues, Ocampo pidió a su familia que dejara Pomoca y se retirara a la ciudad de México. La represión prosiguió. A pocos días de haber sido detenido Ocampo en Michoacán, lo fue Benito Juárez en Oaxaca, a la sazón rector del Instituto de Ciencias y Artes. Y así como aquél había sido confinado a Tulancingo, éste lo fue a Jalapa. En agosto, Guillermo Prieto, José Ma. Manzo, Ponciano Arriaga y otros fueron confinados a Querétaro.17 El primero, Guillermo Prieto, era compadre de Ocampo, y los demás, amigos muy cercanos de él. Uno de ellos, Sabás Iturbide, le hizo saber desde México que Anita –la mujer de Ocampo— y sus hijas estaban bien de salud, pero que Josefina —la mayor— quería compartir la suerte de su padre. Al mismo tiempo le envió diversos objetos y libros, entre ellos, La cabaña del tío Tom, Los decretos del porvenir y La
soberanía del pueblo.18 Los confinados de Querétaro —Arriaga, Manzo y Prieto— recibieron la noticia de que serían trasladados de Querétaro a Tequisquiapan. Al llegar a esta población, no tardaron en deplorarlo. Habían caído de la ciudad al pueblo y para ellos ser “empueblados” equivalía a ser “emparedados”. Prieto y Manzo pidieron a Ocampo que mejor se exiliara en
“Obedeció don Melchor, y para no dar pena a doña Ana María, a Josefa y a las otras niñas, fingió un viaje de negocios y partió en compañía de quienes no le eran sujetos agradables”. José C. Valadés, op. cit., p. 128. 14
15
OC, tomo IV, Francisco Benítez a Melchor Ocampo, Morelia, julio 29 de 1853, doc. 57, pp. 74-76.
16
Ibid, José Ma. Manzo a Melchor Ocampo, Morelia, julio 11 de 1853, doc. 55, p. 73.
17
Ibid, Guillermo Prieto y José Ma. Manzo a Melchor Ocampo, Tequisquiapan, agosto 18 de 1853, doc. 59, pp. 77-78. 18
Ibid, Sabás Iturbide a Melchor Ocampo, México, agosto 31 de 1853, doc. 63, pp. 82-83. Las tres obras acababan de publicarse: La cabaña del tio Tom o la vida de los humildes, de Harriet Beecher Stowe, en Estados Unidos (Uncle’s Tom cabin, 1851); Política universal, decretos del porvenir, de Emile de Girardin, en Bélgica (Politique universelle, décrets de l'avenir, 1852) y La soberanía del pueblo, en tres tomos, en Francia (La souveraineté du peuple). Esta última la conservó Ocampo hasta el fin de sus días. Aparece entre los libros que legó al Colegio de San Nicolás bajo el título “La Sauberaeite (sic) du Peuple”, número 316 de la lista de sus albaceas. La obra está actualmente perdida.
Europa, para “verlo fuera de peligro”.19 La represión, al cerrar los caminos al movimiento democrático de oposición, estaba haciendo pensar, a unos, en un inevitable pronunciamiento militar, y a otros, en una complicada y difícil revolución popular. Entre tanto, Manzo y Prieto confesaron a Ocampo, desde Tequisquiapan, que a pesar de haber convenido no hablar de sus esposas, éstas eran el único “ritornelo” de sus conversaciones, y que rogaban al cielo que su hija Josefina lo hiciera feliz cuando lo visitara próximamente en Tulancingo. En septiembre, Ocampo se enteró de que Camila, la esposa de Manzo, había resuelto compartir el confinamiento con su esposo y que estaba en camino a Tequisquiapan; que Prieto se la pasaba haciendo versos de dudosa calidad, y que Arriaga y Manzo sostenían prolongadas polémicas en materia de religión, porque aquél era creyente y éste no.20 También supo que la relativa tranquilidad pueblerina del grupo se había interrumpido al llegar la orden de que
Guillermo (Prieto) se vaya a Cadereyta —le escribió Manzo—, pueblo distante de éste seis o siete leguas, pero en el que, según me han dicho, se carece de todo, a pesar de que es más grande (que Tequisquiapan). Por ahora eludimos la disposición, con motivo de haber enfermado (Guillermo) de una fuerte indigestión, pero si insisten, tendrá que irse, y yo que acompañarle, pues nos hemos propuesto estar juntos mientras podamos. Por otra parte, había rumores de que habría una amnistía en septiembre, con motivo de las fiestas patrias; pero ocurrió lo contrario: Riva Palacio fue detenido y llevado a Querétaro, con destino a Sonora.21 Manzo informó a Ocampo que había sabido que “en Morelia se han hecho multitud de prisiones, cometido vejámenes sin número y siguen con mano firme dándoles a los débiles y a los inocentes”.22
19
Ibid, Guillermo Prieto y José Ma. Manzo a Melchor Ocampo, Tequisquiapan, agosto 18 de 1853, doc. 59, pp. 77-78. 20
Ibid, José Ma. Manzo a Melchor Ocampo, Tequisquiapan, septiembre 4 de 1853, doc. 64, pp. 84-86.
21
Ibid, José Ma. Manzo a Melchor Ocampo, Tequisquiapan, septiembre 27 de 1853, doc. 66, pp. 88-89.
22
Ibid. Al reseñar la sesión del Congreso Constituyente correspondiente al 2 de marzo de 1856, Francisco Zarco recuerda que “el señor Cendejas estuvo a punto de ser fusilado, habiendo sido tratado durante un año peor que un presidiario; el señor Mata fue desterrado al extranjero, sufriendo mil penalidades; el señor Degollado fue violentamente sacado de esta capital; el señor Riva Palacio vio varias veces desterrado a su respetable padre. Otras muchas víctimas de la tiranía hay en el Congreso, como dijo el señor Arriaga en el
Pero estaba por presentarse algo más grave. Por una parte, el gobierno de Santa Anna había fraguado vender un trozo del territorio nacional a Estados Unidos para hacerse de recursos, y por otra, ya había autorizado los primeros trámites para instaurar la monarquía de un príncipe extranjero bajo la protección de una potencia europea.23 Luego entonces, lo que estaba en juego era no sólo el destino personal de los confinados y sus familias, e implícitamente, el de los derechos individuales en general, sino también principios y valores políticos fundamentales de carácter nacional, tanto en materia de organización política como de integridad territorial... 3. VOLUNTAD Y LEY La voluntad de los que dominan siempre se convierte en ley. Pero una cosa es la ley a secas, y otra la “buena ley”, como quería José Ma. Morelos. La primera es letra, esqueleto, norma mediante la cual suelen protegerse los intereses de los poderosos. El consiguiente sistema de justicia legaliza sus abusos y atropellos, a costa de la nación y del pueblo. A los ricos los vuelve más ricos y prepotentes; a los pobres, más miserables y degradados.24
discurso de apertura, y sin embargo, ayer no se notó el menor sentimiento de venganza… Pero la revisión (de los actos de la dictadura) no es un acto estéril: la nación, por medio de sus representantes, puede reprobar y condenar altamente estos atentados y establecer como principio que es acto opresor y tiránico imponer castigos al ciudadano sin vencerlo en juicio y reputar como delito la opinión”. Al seguirse revisando los actos de la dictadura santanista en el curso de las siguientes sesiones, fueron apareciendo numerosos casos de abusos, atropellos y ultrajes a multitud de ciudadanos, desde privaciones de sus bienes hasta los de la libertad y la vida. Por ejemplo, en la sesión del 5 de abril, la comisión de Guerra propuso al Congreso la revisión de los decretos por los que se desterró a Onofre Torrescano de Guanajuato y a (Benito) Juárez, Sandoval y Conchado a cien leguas de Oaxaca; en la del 12 de abril, la de “multitud de órdenes de destierro entre las que están las de los señores (Mariano) Arista, (Ponciano) Arriaga, (Benito) Juárez, Carrera, Hernández, (Guillermo) Prieto, (José María) Montenegro, Torrescano, etc.” Conforme pasaron los días, la lista de estas exacciones aumentó hasta volverse interminable. Francisco Zarco, op. cit., pp. 29, 53 y 61. “Según José Ma. Hidalgo, en 53 Santa Anna, facultado por la nación para darle la forma de gobierno que creyese más conveniente, resolvió pedir a Europa el establecimiento de la monarquía en México; confió tal misión a Gutiérrez de Estada, quien a su vez obtuvo para Hidalgo el nombramiento de secretario en la legación mexicana en Madrid a fin de que presentara el plan”. Felipe Tena Ramírez, op. cit., pp. 480-481. 23
24
El lema del gobierno de Santa Anna era “poca política y mucha administración”; lema que sería retomado más tarde por el porfirismo. Poca política, porque la política es imposible —decía Lorenzo de Zavala— en un país de desposeídos e ignorantes y de indios sin intereses individuales, así como de clases privilegiadas interesadas en favorecer la situación en que se encontraban aquéllos. Mucha administración porque, según Emile Girardin, la administración es la columna dorsal de un país y podría hacerlo olvidar sus reyertas intestinas. Para reducir las actividades políticas y aumentar las administrativas, el gobierno santanista suprimió la libertad de prensa e hizo el intento de reemplazar a la Suprema Corte de Justicia por un Tribunal de lo Contencioso Administrativo, según el modelo francés, que no prosperó. En materia de educación, aunque el gobierno de Santa Anna conservó la escuela preparatoria, frenó los estudios filosóficos, jurídicos y de medicina; en cambio, dio impulso a la enseñanza técnica en la agricultura y fomentó las artes útiles para la industria. Por último, en materia agraria, reconoció los derechos de las comunidades indígenas frente a los
La segunda, la “buena ley”, además de mandato, es alma histórica, interés social, concepto humanístico que “obliga a constancia y patriotismo, y modera la opulencia y la indigencia”.25 Establece tribunales que escuchan, amparan y defienden al que se queja con justicia contra al fuerte y el arbitrario. Dispone que el Estado esté al servicio de la Nación y que el gobernante, además de proteger su integridad territorial y sus recursos naturales, respete y haga respetar los derechos y las libertades de sus habitantes, nivele las desigualdades sociales, y eleve la calidad de vida material y espiritual de la población. Nuestro Congreso ha expedido generalmente la ley; sólo excepcionalmente, la “buena ley”. ¿Con qué derecho el gobierno de Santa Anna detenía, encarcelaba, confinaba y expatriaba a los ciudadanos y les confiscaba sus bienes? ¿Con qué derecho atropellaba sus derechos fundamentales, a pesar de no haber cometido ningún crimen, ningún delito, ninguna falta, ni siquiera la de emitir una opinión crítica contra su gobierno? ¿Cómo era posible que un jefe de Estado actuara como cabecilla de una banda de delincuentes? ¿A esto se había reducido el concepto conservador de autoridad? Los confinados difícilmente lo creían; pero, a falta de ordenamiento jurídico supremo, la voluntad del gobernante de facto se había convertido en ley fundamental del Estado mexicano. A partir de entonces surgiría en ellos la necesidad de reafirmar con especial énfasis las libertades individuales y los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano: libertad de pensamiento, libertad de expresión, libertad de reunión, libertad de tránsito, derecho a no ser molestado en sus papeles y posesiones sin mandato expreso de autoridad competente, etc.26
abusos de los grandes propietarios, y con ello, además de dejar suprimida la razón de numerosos y constantes levantamientos de dichas comunidades, eliminó los abundantes litigios que abrumaban a la Suprema Corte. En otro orden de ideas, el gobierno santanista extendió concesiones a los extranjeros para trazar vías de ferrocarril así como para controlar y cobrar peaje en los caminos, a condición de que les dieran mantenimiento y seguridad. 25
José Ma. Morelos, Sentimientos de la Nación, Chilpancingo, septiembre 14 de 1813, Art. 12, en Felipe Tena Ramírez, op. cit., p. 30. 26
Estas ideas generales se convertirían más tarde en fórmulas jurídicas: “La igualdad será hoy la gran ley de la República; no habrá más mérito que el de las virtudes; no manchará el territorio nacional la esclavitud, oprobio de la historia humana; el domicilio será sagrado; la propiedad inviolable; el trabajo y la industria libres; la manifestación del pensamiento sin más trabas que el respeto a la moral, a la paz pública y a la vida privada; el tránsito, el movimiento, sin dificultades; el comercio, la agricultura, sin obstáculos; los negocios del Estado examinados por los ciudadanos todos; no habrá leyes retroactivas, ni monopolios, ni prisiones arbitrarias, ni jueces especiales, ni confiscación de bienes, ni penas infamantes, ni se pagará por la justicia, ni
Y es que, al ser investido de facultades extraordinarias, el general Santa Anna ejerció no sólo el poder ejecutivo sino también el legislativo, en toda su extensión, y aunque no suprimió la Suprema Corte de Justicia, a pesar de haber derogado la Constitución de 1824 —base y sustento de aquélla—, excluyó a los ministros de la Suprema Corte que no le eran afectos y nombró a sus amigos.27 ———o——— La vida en Tulancingo era tediosa, aburrida y monótona, como en todo pueblo pequeño cuando no hay nada qué hacer. El confinamiento de Melchor Ocampo en ese lugar llevaba cinco meses, de abril a septiembre de 1853, sin saber cuanto tiempo duraría ni cuál sería su siguiente destino. Tenía al poblado por cárcel, pero sus gastos de alojamiento, comida y demás corrían por su cuenta. El gobierno le había sugerido, como a todos los confinados, dos alternativas: quedarse allí —a reserva de trasladarlo a algún otro sitio— o salir de la República. Contra de la opinión de sus amigos, él se negaba a seguir la segunda opción.
se violará la correspondencia…” Manifiesto del Congreso Constituyente a la Nación, México, 5 de febrero de 1857. 27
Santa Anna nombró a Ramón Pacheco, Villela, Lebrija, Corro, Romero, Garayalde y Sepúlveda ministros de la Suprema Corte de Justicia, así como a Teodosio Lares, José Ma. Tornel e Ignacio Aguilar (secretarios del gabinete). Además, creó cuatro ministros supernumerarios, Arriola uno de ellos, y modificó los procedimientos de este alto tribunal. Como si no fuera suficiente, autorizó a Teodosio Lares e Ignacio Aguilar, ministros de Justicia y de Gobernación, respectivamente, y al mismo tiempo, miembros de la Corte, a que siguieran ejerciendo la abogacía; les dio una licencia por dos años como ministros de dicha Corte Suprema, y les pagó por adelantado su sueldo por todo este tiempo.
Tulancingo
Por lo pronto, compartían su confinamiento forzoso Francisco Soto y otros dos apellidados Vázquez y Sánchez.28 Mientras estuviera allí, se le permitió visitar a cualquier persona del pueblo, atender visitas —siempre dentro del pueblo— y enviar y recibir correspondencia, aparentemente sin censura. Si decidía abandonar el país, se le entregaría su pasaporte; se le vigilaría hasta que se fuera, y no podría regresar, a menos que aceptara voluntariamente el nuevo estado de cosas, reconociera al gobierno y se comprometiera a respetar sus disposiciones. Sus amigos, preocupados por su seguridad, le aconsejaban que se fuera del país; pero él seguía resistiéndose.
¿Por qué no pide usted un pasaporte y se va a Europa? Váyase usted y líbrese así de las acechanzas de enemigos que realmente desean su ruina. Por terrible que sea su separación, sería el verdadero modo de verlo fuera de peligro.29 Los confinados abundaban: además de José María Manzo, Guillermo Prieto y Ponciano Arriaga, en Tequisquiapan, estaban Riva Palacio, en Querétaro, rumbo a Sonora, y Juan Bautista Ceballos, Muñoz Ledo, Robles, Luis de la Rosa, etc., en otros puntos, aunque el último acababa de ser “perdonado por la clemencia del césar”.30 Había otros más que estaban siendo obligados a recluirse —desterrarse— dentro del propio país. Sabás Iturbide escribía a Ocampo desde la ciudad de México: “Estoy en lista con unos catorce, exigiéndoseme que me vaya voluntariamente (o lo que es lo mismo, que me destierre) a mi rancho”. Algunos eran castigados de distintos modos.
El gobierno de Michoacán —se quejaba Francisco G. Anaya— me ha declarado inmerecedor (sic) del sueldo de mi cátedra en San Nicolás por el tiempo en que la
“Hizo amistad con don Manuel Fernández Soto y con don Juan Calle, recomendable e ingenioso artista. Bautizó y describió un aparato útil para los estudios de perspectiva, fabricado por el mismo señor Calle, hallando semejanzas entre el gonioscopio de éste y la pantómetra… Tal vez tiene en Tulancingo alguna aventurilla amorosa; porque, ¿a qué viene el pedido de un chaleco de gro a M. Lamana, uno de los famosos sastres de la ciudad de México…” José C. Valadés, op. cit., p. 128. 28
29
OC, Guillermo Prieto y José Ma. Manzo a Melchor Ocampo, Tequisquiapan, agosto 18 de 1853, doc. 59, pp. 77-78. 30
Ibid, Sabás Iturbide a Melchor Ocampo, México, agosto 31 de 1853, doc. 63, pp. 82-83.
serví. Aceptó el servicio, pero no quiere dar la retribución.31 Mientras más baja la clase social, más infamante el castigo. Manzo informaba a Ocampo: “Al señor García Torres lo despojaron de su establecimiento y lo multaron con 200 pesos... El hijo de Berruecos barre las calles pegado en un grillete, porque habló mal de Santa Anna”.32 Y así sucesivamente. Llegó a haber casos dramáticos:
Nuestro desgraciado amigo Pancho Herrasti — escribiría Mata— murió de fiebre al llegar a Yucatán en un hospital, sin que hubiese ni quién le diese agua. Su esposa abortó de la pesadumbre y está demente. Su pobre madre también está muy mala y probablemente no podrá sobrevivir a la desgracia. Herrasti fue uno de los cuatro amigos míos sacados de sus casas en Jalapa y remitidos a Veracruz para ser destinados al ejército.33 Entre tanto, era necesario extraer fuerzas de la debilidad y producir alguna luz en las tinieblas. Manzo pensaba que debía obtenerse algún provecho del infortunio, se quejaba de que Prieto no lo hiciera y pedía a Ocampo que lo indujera a escribir “algo en serio”.34
Guillermo podría hacer un servicio muy importante al país, escribiendo la historia de estos últimos seis años; pero quiere la desgracia que el hombre esté superficial como nunca: versos de poco interés, a veces de ninguno; composiciones a María (su esposa), y una que otra sátira a la actual política; he aquí sus ocupaciones, sus pensamientos. Yo lo regaño, pero inútilmente. Sin embargo, el mismo Manzo, que se había propuesto elaborar una disertación titulada Lo que sirve Dios en la desgracia —dedicada a Sabás Iturbide—, había llegado a un punto muerto, y por más esfuerzos que hacía, perdía constantemente “el hilo de sus ideas”.
31
Ibid, Francisco G. Anaya a Melchor Ocampo, Atlixco, octubre 25 de 1853, doc. 67, pp. 90-91.
32
Ibid, José Ma. Manzo a Melchor Ocampo, Tequisquiapan, septiembre 27 de 1853, doc. 66, pp. 88-89.
33
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, enero 17 de 1855, Doc. 70, pp. 93-94. (Este documento está fechado en 1854, no en 1855, como debiera estarlo; por consiguiente, está marcado erróneamente con el número 70, que obviamente no le corresponde, en lugar de haber sido situado después del doc. 90) 34
Ibid, José Ma. Manzo a Melchor Ocampo, Tequisquiapan, septiembre 14 de 1853, doc. 65, pp. 87-88.
Como se dijo antes, Manzo, Prieto, Ceballos e Iturbide eran amigos de Ocampo y de su misma generación. José Ma. Manzo, nacido en Tajimaroa (hoy Ciudad Hidalgo) y graduado de médico, era de la misma edad que Ocampo y coincidía con él en muchas de sus ideas filosóficas, científicas y políticas. Al triunfo del plan de Ayutla sería gobernador interino de Michoacán —nombrado por el presidente Álvarez a propuesta de Ocampo— por dos meses y medio, del 12 de noviembre de 1855 al 25 de enero de 1856, y cinco años después, fungiría como albacea testamentario nombrado por Ocampo al condenársele a muerte. Durante toda su vida, Manzo protegería paternalmente a la familia de su asesinado amigo. Sabás Iturbide, por su parte, un año menor que Ocampo, intercambiaba libros e ideas con él. Más tarde sería diputado por Michoacán al Congreso Constituyente y gobernador interino del Estado de México por tres meses, del 4 de julio al 7 de octubre de 1857. También sería recordado por Ocampo en sus últimos momentos: al legar sus libros al Colegio de San Nicolás de Hidalgo, de Morelia, lo autorizaría a tomar de ellos los que gustara. Guillermo Prieto, periodista y poeta nacido en la ciudad de México, y protegido de Andrés Quintana Roo, era cuatro años más joven que Ocampo; se había pronunciado como diputado contra el Tratado de Guadalupe-Hidalgo; había sido ministro de Hacienda —durante dos meses— en la reciente presidencia de Mariano Arista, y a sugerencia de Ocampo, seguiría la carrera hacendaria, sin descuidar su producción literaria. Juan Bautista Ceballos, duranguense, tres años mayor que Ocampo, llevado a Morelia desde niño, titulado de abogado en el Colegio de San Nicolás, había sido diputado varias veces y secretario general de Gobierno, mientras Ocampo era gobernador. Más tarde sería presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y presidente interino de la República, del 6 de enero al 8 de febrero de 1853, justo dos meses antes de la llegada de Santa Anna.35 Sería diputado del Congreso Constituyente y en 1857 decidiría vivir en París,
35
Ceballos, siendo presidente provisional de la República, se indignó porque Ocampo iba a levantar cargos a los que se habían levantado en armas contra el gobierno de Arista, sin transigir con ellos, pues su divisa era: “Me quiebro, pero no me doblo”. Ceballos exclamó: “Pues que se quiebre”, y dio orden a las tropas federales de que se retirasen de Morelia, “sin duda –dice Ocampo— para que los pronunciados —que se hallaban en Pátzcuaro— vinieran (a Morelia) a quebrarme, y conmigo, a toda aquella desgraciada ciudad, que ningún delito tenía en mi falta de elasticidad”. Melchor Ocampo, Mis quince días de ministro, Pomoca, noviembre 18 de 1855.
muriendo dos años después, en 1859.
Libros de Ocampo
En todo caso, quien estaba escribiendo “algo en serio” durante su confinamiento en Tulancingo era Ocampo. Se trataba de ideas no sólo para deshacerse democráticamente de la dictadura sino sobre todo para fundar un orden político que fortaleciera a la nación. Por fortuna, a mediados de septiembre de 1853, además de recibir otros libros —cuya lectura tenía pendiente— tuvo la dicha de recibir y abrazar en Tulancingo a su hija Josefina. Mientras tanto, la situación política del país empeoraba. Además de arrogarse todas las facultades discrecionales para gobernar, mientras se promulgaba una nueva Constitución, Santa Anna, alentado y dirigido por Lucas Alamán, consideró que había llegado el momento de autorizar que se hicieran gestiones en Europa para invitar a algún monarca que asumiera el gobierno de México o que, en todo caso, se convenciera a alguna potencia europea de establecer un protectorado. El gobierno apoyó las iniciativas que Gutiérrez de Estrada estaba haciendo en Europa al respecto. Por otra parte, se tomaron medidas para acabar con los residuos del sistema federal y restablecer firmemente las bases del centralismo. En el mismo mes de abril de 1853 se declararon en receso las legislaturas de los Estados; en mayo, además de centralizarse las rentas públicas, los gobernadores fueron convertidos en simples agentes del gobierno dictatorial, y en julio, se suprimió la denominación de Estados “que se usaba cuando regía la Constitución de 1824”. Todo estaba preparándose para facilitar la creación de la nueva forma monárquica y centralista de gobierno.
Sin embargo, los ministros más inteligentes del gabinete, al empezar a desaparecer, dejaron las manos libres al dictador: Lucas Alamán falleció en junio de 1853; Haro y Tamariz renunció en agosto, y Tornel murió en septiembre. Sólo Teodosio Lares continuó en su cargo. Liberado de sus ataduras y compromisos con el núcleo más selecto del partido conservador, Santa Anna, sin descuidar la necesidad de estrechar las relaciones de México con las naciones europeas, para contrarrestar la fuerza expansiva de Estados Unidos, pensó que era mejor, por lo pronto, que la corona mexicana permaneciera en su cabeza, más que en la de un europeo, así que no se ofendió cuando empezaron a llamarle “su alteza serenísima”. Al mismo tiempo, presionado por Estados Unidos, tampoco le disgustó que se le ofreciera una buena suma de dinero —sus arcas estaban vacías—, a cambio de la venta de la porción del territorio nacional, escogiendo La Mesilla, entre varias opciones, “sacrificando a nuestros hermanos de la frontera, que en adelante serán extranjeros en su propia patria, para ser lanzados después, como sucedió con los californios”.36 Peor aún, él mismo concitó el interés de Washington para trazar una vía interoceánica a través de Tehuantepec. El dictador atentaba contra la integridad territorial de México; desfiguraba su sistema político; violentaba las garantías individuales y “formaba la fortuna de unos cuantos favoritos” al amparo de la bota militar —según lo señalaría posteriormente el Plan de
Ayutla—, sin que nadie pudiera impedírselo. La existencia de la nación, su integridad territorial, su orden constitucional, su forma de gobierno, los derechos individuales y otros asuntos trascendentales dependían únicamente de su voluntad. Los únicos que se hubieran atrevido a elevar su voz para oponerse e incluso pedir que fuera echado del poder, antes de que causara más daño a la república, estaban confinados. ¿Causar daño a la república? ¿Cuál república? No había ninguna república, ni imperio, ni monarquía, ni nada. La nación había quedado inconstituida. Así, pues, lo ideal hubiera sido derrocarlo por la vía legal, democrática y pacífica, a 36
Plan de Ayutla de 1 de marzo de 1854 expedido por el coronel Florencio Villarreal, Considerando Sexto, en Felipe Tena Ramírez, op. cit., México, Porrúa, 1889, pp. 492-494.
través de las elecciones respectivas; pero ya no había condiciones para ello. La única vía que quedaba era la rebelión armada, que no era un derecho sino un delito. A pesar del riesgo que esto implicaba, era necesario convertir este delito en derecho; en un derecho histórico —no escrito— a la revolución. Después de todo, la rebelión estaba inscrita dentro de “los derechos que usaron nuestros padres para conquistar la libertad”.37 Ocampo pensaba que la dictadura santanista debía ser reemplazada, en su oportunidad, por una democracia dictatorial o, si se prefiere, por una dictadura democrática. En lugar de la dictadura militar, una dictadura liberal. Si la primera había nacido en los cuarteles, la segunda debía surgir del pueblo. Si una había detenido, confinado y desterrado a sus más prominentes adversarios civiles, la otra debía limitarse a apartar al clero y al ejército —las dos poderosas corporaciones del partido conservador— de los asuntos públicos. Y si aquélla había disuelto el congreso ordinario, ésta debía convocar un congreso extraordinario, no para establecer una monarquía centralista — protegida por una potencia extranjera—, como lo planeaba Santa Anna, sino para restablecer la república soberana, libre, democrática, representativa y federal. Cuando finalizara el movimiento popular contra el gobierno santanista, los dos elementos antitéticos —la dictadura popular y el congreso democrático— debían coexistir, apoyarse y equilibrarse mutuamente. El poder ejecutivo provisional debía ser dotado de amplias facultades para gobernar. Tal sería el elemento dictatorial. Pero el elemento democrático debía quedar materializado en una asamblea nacional constituyente, con tres atribuciones perfectamente definidas: primero, revisar los actos de la dictadura derrocada; segundo, vigilar los actos de la dictadura democrática que la reemplazara, y tercero, dar forma jurídica a la nación. En suma: el ejecutivo debía mantener la integridad territorial del país, garantizar el libre disfrute y ejercicio de los derechos individuales, y mantener el orden y la paz. Y la asamblea constituyente, a su vez, examinar el pasado, el presente y el futuro de la república.38 Las ideas de Ocampo eran el fruto de una necesidad histórica y expresaban la voluntad nacional. Luego entonces, estaban destinadas a convertirse en ley, en “buena 37
Plan de Ayutla reformado en Acapulco el 11 de marzo de 1854, Considerando Octavo, pp. 494-498.
38
Conceptos fundamentales deducidos de varios escritos de Ocampo, de la prensa liberal y del plan de Ayutla.
ley”. De algún modo, hizo llegar sus ideas a sus amigos guerrerenses. Sin embargo, los acontecimientos se precipitaron. El gobierno de Santa Anna empezó a cortejar al general Juan Álvarez para ganar su adhesión, pero destituyó al coronel Florencio Villarreal, comandante militar a la Costa Chica, y le ordenó que se presentara al ministerio de la Guerra. Además, el jefe de la aduana de Acapulco, coronel Ignacio Comonfort, fue transferido a Mazatlán, pero éste no quiso partir sino hasta que llegara su relevo. Por último, el gobierno ordenó a la comandancia militar de Oaxaca que enviara 400 hombres a Jamiltepec, no obstante la oposición de Juan Álvarez, y al mismo tiempo, encargó al general Ángel Pérez Palacios que vigilara la situación del Estado de Guerrero, en el entendido de que si encontraba a Álvarez involucrado en alguna conspiración, lo pusiera preso, lo remitiera a la capital y asumiera el gobierno político y militar de la entidad. Pero el general Álvarez, enterado de lo que había pasado con cientos de liberales civiles —súbitamente sorprendidos en sus domicilios y privados de la libertad—, no estaba dispuesto a correr la misma suerte. Y no la corrió. 4. SUR Y NORTE Hay quienes suponen que el poder político se obtiene sólo si hay el respaldo de cuantiosos recursos financieros, masas manipuladas, una fuerte organización y una autoridad influyente y decisoria en su favor. En caso contrario, es inminente el fracaso. Aparentemente, la oposición de un ciudadano frente al poder político es tan inútil como el de un pigmeo frente a un titán. Los grupos significan poco frente a la fuerza del Estado; los individuos, nada. Unos y otros pueden ser aplastados por el peso de las instituciones, leyes, cuerpos de seguridad, cárceles, ejército y tribunales de justicia, sin consideración de ninguna clase. Es cierto. Sin embargo, cualquier sistema político es susceptible de ser desestabilizado e incluso despedazado por un individuo o un grupo, en ciertas condiciones, siempre que estos estén animados por una férrea e inquebrantable voluntad de poder. Prueba de ello es que Miguel Hidalgo y Costilla, con sólo quince hombres, se irguió el 16 de septiembre de 1810 en un pequeño poblado que languidecía en las tardes provincianas e hizo estremecer al mundo.
En 1853, la dictadura de Santa Anna era fuertemente apoyada no sólo por los círculos privilegiados sino también por amplios sectores que, en un país constantemente desordenado, agitado y turbulento, deseaban orden, sin detenerse a pensar que un orden de esa naturaleza, impuesto para aplastar los derechos y las libertades, era tiranía, como empezaron a calificarla los liberales, contra la cual hicieron valer el argumento de las armas. En respuesta, el gobierno recrudeció las medidas contra los detenidos y empezó a expatriarlos. En octubre de ese año se respiraba un ambiente político cada vez más enrarecido y tenso. El día 5, a las dos de la tarde, Benito Juárez fue embarcado enfermo y con lujo de fuerza en un buque que partía a Europa.39 Melchor Ocampo, por su parte, fue trasladado de Tulancingo a Puebla; su hija con él. La dirección de su confinamiento rumbo al Golfo de México no pasó desaparecida para nadie. En caso de ser expulsado del país, como se temía, el Lic. Francisco Benítez —su apoderado jurídico— deseaba saber si estaba resuelto a marchar, no a Europa sino a Estados Unidos, “pues en este caso yo lo acompañaré. Estaremos juntos en la travesía hasta Nueva Orleáns y de allí caminaremos a Nueva York a ver la exposición. En seguida regresaré”.40 En noviembre, Ocampo fue trasladado de Puebla a Veracruz y encerrado en la fortaleza de San Juan de Ulúa, como lo había sido Juárez un mes antes. Esto fue la gota que derramó el vaso. Valadés asegura que en ese momento optó por el “destierro voluntario”.41 Es cierto que su confinamiento en las mazmorras de la fortaleza era la invitación más elocuente de que dejara el país. En la temporada de los grandes calores, muchos detenidos —desde la colonia— contraían fiebre amarilla y morían. El caso de Fray 39
“El gobierno del Gral. Santa Anna no me perdió de vista ni me dejó vivir en paz..., a las diez de la noche (del 19 de septiembre) fui aprehendido por don José Santa Anna, hijo de don Antonio, y conducido al cuartel de San José, donde permanecí incomunicado hasta el día siguiente…, se me sacó escoltado e incomunicado para el castillo de San Juan de Ulúa donde llegué el día 29... Seguí incomunicado en el castillo hasta el día 5 de octubre a las once de la mañana en que el Gobernador del castillo, don Joaquín Rodal, me intimó la orden de destierro para Europa entregándome el pasaporte respectivo. Me hallaba yo enfermo… y le contesté al Gobernador que cumpliría la orden que se me comunicaba luego que estuviese aliviado; pero se manifestó inexorable diciéndome que tenía orden de hacerme embarcar en el paquete inglés Avon que debía salir del puerto a las dos de la tarde de aquel mismo día y sin esperar otra respuesta, él mismo recogió mi equipaje y me condujo al buque”. Benito Juárez, Apuntes para mis hijos. 40
OC, Francisco Benítez a Melchor Ocampo, México, noviembre 9 de 1855, pp. 91-92.
“Ocampo resuelve que Josefa lo acompañe. Llega a Ulúa y admite un calabozo para él y la niña; mas, ¿cuáles serían las condiciones de tal infierno cuando a los pocos días se deja convencer por Benítez? Será expulso voluntario”. José C. Valadés, op. cit., p. 130. 41
Melchor de Talamantes en 1808 había sido el más ilustrativo. Pero cuarenta y cinco años después, Juárez y Ocampo habían sido privados de su libertad en octubre y noviembre de 1853, respectivamente; es decir, en una temporada en que el otoño languidecía y el invierno estaba en puerta. Así, pues, no había peligro inmediato de contraer tal enfermedad; pero ni así determinaron alejarse de México. En efecto, Juárez y Ocampo siempre se resistieron a salir del país, incluso dentro de las mazmorras de la fortaleza: Juárez, fingiéndose enfermo, y Ocampo, aceptando el confinamiento en la fortaleza, a pesar de hacérselo padecer a su hija. Pero no les permitieron quedarse. Así, pues, el destierro de ambos no tuvo nada de voluntario. Fue impuesto arbitrariamente por el gobierno.42 Uno de los amigos de Ocampo —que tres años después sería diputado constituyente por Michoacán— le escribió el 9 de noviembre:
Carísimo amigo: siento sobre mi corazón el destierro de usted y ruego a Dios que le dé conformidad a usted y a mi estimada Josefina, cuya suerte de acompañar a usted, envidio. Consuélese con salir de un país en que por ahora se le persigue y con saber que en razón directa de las distancias, crece la estimación y afecto de sus verdaderos amigos, entre los que tiene el honor de contarse M[ateo] Echáiz.43 Los confinados, pues, fueron desterrados por la fuerza. Ocampo y su hija fueron enviados a sus expensas en un velero a La Habana, como lo había sido Juárez un mes antes. Ocampo había decidido proseguir con su hija Josefina a Estados Unidos y así se lo había hecho saber oportunamente a Benítez, el administrador de sus negocios. Al final de cuentas, lo acompañaron en su viaje su hija y Benítez, así como Ponciano Arriaga y Juan B. Ceballos, los cuales fueron también obligados a salir del país. Benito Juárez había llegado a La Habana el 9 de octubre anterior y obtenido la 42
El 10 de mayo de 1856, la comisión de Guerra solicitó al Congreso Extraordinario Constituyente que se revisaran las “órdenes de confinamiento, destierro, etc., contra los señores [Benito] Juárez, Almeida, Bravo, Robles, Montenegro, Navarro, Humboldt, Viglieti, Ruiz, Zavala, Goytia, Herrera, Carvajal (cura), [Ponciano] Arriaga, Blanco, García Torres, Ávalos, Camarena, Romero, [Melchor] Ocampo, Olvera, León, Calderón, Núñez, Gallegos, Olaguíbel, Gamboa, Furlong, García, Calderón, Rodríguez, Pozos, Reyes, Hernández, Contreras, Gómez, Olivares, Aguilar, Bueno y Benítez. Los nueve últimos, vecinos de Jico, fueron enviados a Tabasco para servir de soldados durante ocho años”. (Francisco Zarco, op. cit., p. 114.) Muchos de los antes citados serían electos diputados constituyentes. El caso es que su exilio no sería voluntario en ningún caso, sino el resultado de las órdenes de destierro. 43
OC, Francisco Benítez a Melchor Ocampo, México, noviembre 9 de 1855, pp. 91-92.
autorización del capitán general Cañedo para permanecer en la isla hasta que le llegara dinero de su casa para pagar sus deudas, entre otras cosas, su forzado viaje. El 18 de diciembre se embarcaría a Nueva Orleáns y llegaría a su destino once días después, es decir, el 29 del mismo mes, a dos días de finalizar el año de 1853. No dice si este viaje lo hizo en compañía de otros mexicanos, entre ellos, Ocampo. Ni siquiera habla de sus actividades durante el año y medio que vivió en el destierro. Los siguientes dieciocho meses de su vida los apretó en diez palabras: “Viví en esta ciudad hasta el 20 de junio de 1855”.
Benito Juárez
Ocampo, por su parte, no reseña su estancia en La Habana ni el tiempo que permaneció en ella, ni la fecha de su viaje a Nueva Orleáns, ni evocó posteriormente estos días en algún relato; pero su firma aparece en un documento mercantil fechado en esta última ciudad el 9 de enero de 1854. Estos indicios hacen suponer que todos los exiliados, tanto los de octubre, entre ellos Juárez, como los de noviembre, entre ellos Ocampo, se embarcaron en La Habana al mismo tiempo, es decir, el 18 de diciembre, y llegaron a Nueva Orleáns el 29 de ese
mes.44 El caso es que hicieron grupo. Por otra parte, desde el 4 de diciembre, José Ma. González de la Vega —amigo de los exiliados—, había pedido al general Juan Nepomuceno Almonte, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario del gobierno santanista de México en Washington, que entregara al licenciado Francisco Benítez —apoderado de Ocampo— la cantidad de 600 pesos oro, que éste le había facilitado para sus gastos de viaje, y que los cargara a su cuenta.45 El 13 de ese mismo mes, el documento sería endosado a la orden de Melchor Ocampo en Nueva Orleáns. Y el 9 de enero de 1854, el propio Ocampo —que acababa de cumplir 40 años— transferiría la orden de pago a Francisco A. Bruguiere, en Nueva York. De ese modo, utilizando los canales financieros oficiales, Ocampo se hizo de una suma de dinero para hacer frente a las necesidades del exilio.46 ———o——— Desde su llegada a Nueva Orleáns (Louisiana), los emigrados se dividieron en dos grupos. Casi todos se quedaron en esa noble, elegante y hermosa ciudad, para vigilar el curso de los acontecimientos políticos en el centro y sur de México; pero algunos — Ocampo y Arriaga— se trasladaron al modesto y gris pueblo de la frontera de Texas, Brownsville, al otro lado de Matamoros, Tamaulipas, para vigilar los sucesos del norte del país; principalmente los referentes al proyecto de la república de la Sierra Madre, supuestamente auspiciado por Santiago Vidaurri, jefe de milicias de los estados norteños, y sobre todo, para fomentar el descontento contra la dictadura. Mata lamentó la separación, porque ya no le sería posible continuar viendo a Josefina, que acababa de conocer; pero ofreció convertirse en correo entre Brownsville y Nueva Orleáns. Mientras tanto, pidió permiso a Ocampo para enviarle sus “afectuosos 44
A diferencia de otros, que señalan que Juárez viajó primero y luego los demás, o quizá todos al mismo tiempo, una historiadora dice lo contrario, sin ofrecer ningún dato que fundamente su afirmación: que Juárez “pasó a Nueva Orleáns, donde se habían asilado Melchor Ocampo, Ponciano Arriaga y José María Mata”. Josefina Zoraida Vázquez, Juárez el republicano, México, SEP, 2005. 45
OC, José M. González de la Vega a Juan Nepomuceno Almonte, Veracruz, diciembre 4 de 1853, doc. 69, pp. 92-93. 46
Posteriormente, Melchor Ocampo, en calidad de ministro de Relaciones del Gobierno de Juan Álvarez, nombraría a José Ma. González de la Vega encargado de negocios ad interim de México en Gran Bretaña, cargo que desempeñaría del 31 de octubre de 1855 al 13 de diciembre de 1856. Y años después, éste sería uno de los liberales moderados que aceptarían los ofrecimientos del emperador Maximiliano para asumir como ministro una de las carteras de su gabinete: la de Gobernación.
recuerdos”, a lo que éste no pudo negarse. Arriaga, por su parte, esperaría a su esposa en Brownsville, procedente por tierra de San Luis Potosí. Allí estuvieron los dos meses que corrieron de enero a febrero de 1854. Además de la dictadura, a Ocampo le preocupaban los proyectos para segregar diversos trozos del territorio nacional. Por una parte, el gobierno santanista había resuelto vender La Mesilla, valle sonorense en el que se habían refugiado —principalmente en Tucson— los mexicanos expulsados en 1848 de Nuevo México y Arizona. Dicha venta permitiría al dictador hacerse de recursos que le permitieran hacer frente a la situación. Por otra, se decía que Santiago Vidaurri, en proceso de fundar su dominación política en Nuevo León, quería debilitar la dictadura de Santa Anna, dejándole sólo la mitad (más grande) de la república mexicana. Su presunto plan era crear una unidad política soberana con los Estados de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua, Sonora y Baja California; convertir esta unidad en una república independiente entre México y Estados Unidos con el nombre de república de la Sierra Madre, y solicitar posteriormente su anexión a los Estados Unidos.47 Así, pues, a pesar de que Santa Anna tenía al país bajo su puño de hierro, la situación era caótica y las amenazas de secesión se dejaban sentir por todas partes. En diciembre de 1853 concluyeron las negociaciones sobre la venta de La Mesilla y, sin que nadie se lo hubiera pedido, el gobernante mexicano cedió a Estados Unidos el derecho de paso ad
perpetuam por el istmo de Tehuantepec, que fue aceptado de inmediato. Cinco años antes, al llevarse a cabo las negociaciones sobre el Tratado de Guadalupe
Hidalgo, firmado en 1848, el gobierno de Estados Unidos había ofrecido a México una indemnización de quince millones de dólares por los territorios de Nuevo México, (incluyendo Arizona) y California, y otros quince si se concedía y se garantizaba “para siempre” el derecho de transportar a través del istmo de Tehuantepec, “ya sea por tierra o por agua, y libre de todo pago o gravamen”, cualquier artículo natural o manufacturado, así como el derecho de libre paso “a todos los ciudadanos de Estados Unidos”. Los representantes mexicanos estuvieron de acuerdo en ceder los territorios del norte, pero no el paso por el istmo. En esa época, había sólo 90,465 habitantes en los dilatados 47
Obras Completas, José Ma. Carvajal a Melchor Ocampo, La Joya, agosto 17 de 1855 (documento datado erróneamente en 1853), doc. 58, pp. 76-77.
espacios de Nuevo México (incluyendo Arizona) y las Californias, la alta y la baja, frente a 500,300 en Oaxaca. Ahora, en 1853, el gobierno norteamericano haría un negocio redondo, al pagar al gobierno santanista diez millones de pesos por la franja del territorio mexicano conocida con el nombre de La Mesilla, y nada por el tránsito de sus ciudadanos y sus artículos por el istmo de Tehuantepec, en lugar de los quince millones ofrecidos en 1847. Al ocurrir este acto en el marco de la disputa entre Washington, Londres y París por Centroamérica, el Caribe y Tehuantepec, podría enfocársele y explicársele desde varios ángulos, pero el hecho concreto es que, en lugar de dividir La Mesilla y Tehuantepec en dos asuntos distintos, al menos para obtener mejores prestaciones de Estados Unidos, el dictador los reunió en un solo paquete y, de este modo, sin querer, dio más por menos. Por otra parte, Vidaurri parecía tentado a entregar al vecino país un colosal fragmento de dicho territorio: la república de la Sierra Madre. En realidad, el gobierno norteamericano quería recorrer sus fronteras hacia el sur. Este proyecto era sólo uno de los siete u ocho para lograrlo. Santiago Gadsden, nuevo embajador de Estados Unidos, al llegar a México el 13 de mayo de 1853 —veintitrés días después del ascenso de Santa Anna al poder—, estaba autorizado por Washington para ofrecer 50 millones de dólares si el gobierno mexicano accedía a cederle Coahuila, Chihuahua, Sonora y Baja California; 35 millones por el mismo territorio, sin Baja California; 30 millones por el mismo territorio, reducido casi a la mitad, pero con Baja California; 20 millones por el mismo territorio reducido casi a la mitad, sin Baja California, y 15 millones por más de la tercera parte de Sonora, que incluía el valle de La Mesilla, etcétera. “Ningún poder puede evitar que, en un futuro, todo el valle del Río Grande quede bajo la tutela de un solo gobierno… Los Estados de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila y Chihuahua, por sucesivas revoluciones o adquisiciones, deberán anexarse a Texas…”, sentenció Gadsden.48 Por otra parte, el asunto de la vía interoceánica a través del istmo de Tehuantepec no había vuelto a tocarse después del fracaso del Tratado Letcher-Gómez Pedraza, de 7 de abril de 1852, que fue desechado por el congreso mexicano por 70 votos contra 1. Según Alfred R. Conkling, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Estados Unidos en México antes que Gadsen, fue Santa Anna y no Gadsden quien lo replanteó en las 48
Memorando de Santiago Gadsden sobre su entrevista con Santa Anna de 22 de diciembre de 1853.
negociaciones sobre La Mesilla,
probablemente para duplicar el precio de la
indemnización; pero al aprobarse el tratado respectivo, ocurrió lo contrario: el Senado norteamericano, a propuesta de los senadores del norte, redujo la indemnización de 15 a 10 millones de dólares, probablemente para que Santa Anna deshiciera la operación y no ratificara el Tratado, a pesar de lo cual, lo ratificó. Por vía de curiosidad, nótese el contraste entre estas cantidades ofrecidas al gobierno de México, con los 130 millones que Washington estaba dispuesto a pagar a España por la adquisición de la isla de Cuba.49 En todo caso, si Vidaurri llegaba a proclamar abiertamente el plan de la república de la
Sierra Madre, quedaría probado que no era opositor a la dictadura santanista sino sólo un agente de los intereses extranjeros en México. Así había empezado —dieciocho años atrás— el asunto de Texas. Al pronunciarse contra el sistema político centralista, esta provincia, apoyada por liberales federalistas —como Lorenzo de Zavala— había proclamado su independencia; pero en lugar de mantener su independencia, había pedido su anexión al vecino país, lo que había originado en 1847 la guerra entre México y Estados Unidos. Había grandes diferencias entre los proyectos de Santa Anna y Vidaurri: el trozo territorial cedido a la nación vecina por el dictador era relativamente pequeño (originalmente 120,000 kilómetros cuadrados, que fueron reducidos por el Senado norteamericano a menos de 80,000); en cambio, la porción que el cacique norteño quería supuestamente transferir a Estados Unidos era gigantesco; además, aquél era el producto de una compraventa, por la que se obtendrían algunos millones de dólares, y éste, una cesión gratuita, por decirlo así. Por último, en La Mesilla vivían sólo unos cuantos cientos de habitantes, y en la república de la Sierra Madre, más de 580,000. Así que, visto desde este ángulo, el proyecto santanista no era tan malo como el supuesto proyecto vidaurrista. El caso es que Ocampo, que ya había apoyado el descontento contra Santa Anna y alentado la resistencia democrática guerrerense, michoacana y de otras regiones del país contra su gobierno, trataría ahora de hacerlo a través de los grupos políticos organizados en Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila. Su actividad desde Brownsville serviría para distraer la atención de las fuerzas políticas y militares de la dictadura y aliviar un poco la
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Marcela Terrazas Basante, Inversiones, especulación y diplomacia. Las relaciones entre México y Estados Unidos durante la dictadura santanista. México, UNAM/Instituto de Investigaciones Históricas, 2000.
presión que éstas estaban ejerciendo sobre el sur del país. El comisionado inicial para establecer el contacto entre Brownsville y los liberales norteños fue Andrés Treviño. Los problemas de Ocampo eran mayúsculos, no por la inesperada admiración de Mata por su hija ni por permitirle que le enviara sus tiernos saludos desde Nueva Orleáns sino por su impotencia para actuar en los Estados fronterizos. Sus recursos le alcanzaban para sostenerse a sí mismo, pero nunca para fomentar un movimiento político opositor en la región, y menos, después de los errores financieros que había cometido recientemente.50 No importaba. Por lo pronto, su sola presencia del otro lado del Río Bravo bastaría para ejercer su influencia en esos lugares. Además, Vidaurri sabría que no podría dar un paso sin ser visto, oído, sentido, criticado y juzgado por él. Durante enero y febrero de 1854, pues, Melchor Ocampo y Ponciano Arriaga trataron de fomentar en los tres citados Estados del norte la oposición democrática contra la dictadura; pero repentinamente cambiaron las cosas. Al empezar marzo, lo que había sido hasta entonces un movimiento civil, pacífico, liberal, se convirtió en un movimiento armado contra el orden político establecido. El 10 de febrero anterior, Francisco Armengo había sido comisionado para detener al coronel Florencio Villarreal, en Ayutla, por no haber cumplido con la orden de presentarse en México; se habían girado órdenes terminantes al coronel Ignacio Comonfort para que dejara la aduana de Acapulco y se trasladara a Mazatlán, y por último, a pesar de que el general Juan Álvarez advirtiera a Santa Anna que el Estado de Guerrero no necesitaba tropas de refuerzo, se habían girado órdenes al segundo batallón activo de Puebla de trasladarse a Acapulco para proteger el puerto de cualquier ataque que intentaran llevar a cabo los filibusteros norteamericanos, que estaban actuando en supuesta combinación con los exiliados de Nueva Orleáns.51 Álvarez interpretó las medidas anteriores como una declaración de guerra. El 23 de febrero, al tiempo que las tropas santanistas avanzaban, Comonfort visitó a Álvarez en su hacienda de Texca y ambos decidieron resistir. Juan Álvarez, su hijo Diego, Tomás Moreno, Eligio Romero y Trinidad Gómez elaboraron un plan que fue proclamado el 1º de “Tuvo una idea que le pareció genial, pero la cual le acarreó después mucha desdicha. Como el mercado de telas y artículos manufacturados de Nueva Orleáns tenía fama de ser barato, ocurriósele a don Melchor llevar una ancheta a Brownsville... Quizá reharía una parte de sus tres mil pesos. Luego, tendría dinero para editar un periódico; quizá para comprar armas y municiones…” pero el negocio fue un fracaso total. José C. Valadés, op. cit., p. 136. 50
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Diario Oficial de 17 de febrero de 1854.
marzo en Ayutla por el coronel Villarreal, sus cuatrocientos “pintos” y los oficiales de distintos batallones. Las líneas telegráficas se sobrecargaron para transmitir al mundo la noticia y los periódicos sacaron ediciones especiales para darla a conocer ese mismo día. En dicho plan corren tres ideas fundamentales: frente a la entrega del territorio al extranjero, se postula la defensa de la integridad de la nación; frente a los atropellos de la autoridad establecida, la defensa los derechos individuales, y frente a la legalización de la dictadura militar conservadora, la defensa de la forma republicana y democrática de gobierno. Enviado el plan a Acapulco, Comonfort le hizo algunas modificaciones, para que no pareciera demasiado radical ni demasiado federalista, y lo proclamó diez días después. Además de cesar a Santa Anna del poder, el documento es un llamado a las armas para hacer la guerra a su gobierno de facto hasta derribarlo del poder. Lo notable es que recoge o coincide con las ideas fundamentales de Ocampo en materia política.52 El sur de México, por consiguiente, volvió a cobrar importancia para los desterrados. Arriaga y Ocampo —con su hija— dejaron Brownsville de inmediato y regresaron a Nueva Orleáns. El norte tendría que esperar. Juárez y Mata los recibieron complacidos; sobre todo Mata, que volvió a cruzar miradas con Josefina… 5. ARMAS E IDEAS Los desterrados de Brownsville y Nueva Orleáns se reorganizaron, reconocieron la jefatura del general Juan Álvarez y trataron de impedir que el dictador se hiciera de fondos a través del Tratado de La Mesilla. Además, estos estaban indignados porque habían sido implicados por Santa Anna en una supuesta aventura de apoyo a los filibusteros contra Acapulco. Como gobernador de Michoacán, Melchor Ocampo había propuesto en 1847 que, ya
que no se había tenido la previsión de los civilizados para impedir la guerra con Estados Unidos, se tuviera al menos el valor de los salvajes para continuarla hasta el fin. Ponciano Arriaga, por su parte, había rechazado que se aprobara la paz conforme al Tratado de 52
El plan de Ayutla desconoce a Antonio López de Santa Anna “y demás funcionarios que como él hayan desmerecido la confianza de los pueblos” o se opongan al plan. Adoptado “por la mayoría de la Nación”, el jefe de las fuerzas que lo sostengan convocará un representante de cada Estado, Territorio y Distrito Federal para que, entre todos, elijan presidente interino de la República, investido de amplias facultades. El presidente convocará un Congreso Extraordinario Constituyente, que se ocupará de constituir a la Nación bajo la forma de república representativa popular y de revisar los actos de la dictadura así como los del propio gobierno provisional.
Guadalupe Hidalgo, que se negó a firmar. Ahora, “en las entrañas del monstruo”, Ocampo, Arriaga, Juárez y demás exiliados constataron que este país se convertiría rápidamente en la primera potencia del mundo; sobre todo, Ocampo, que al conocer México y Europa, no dejó de comparar las posibilidades y potencialidades del viejo mundo con las de Estados Unidos. Ocampo, en efecto, había viajado por el territorio mexicano y, al estudiar su naturaleza, había tenido que examinar sus recursos y su población. Además, había vivido casi dos años en Europa, principalmente en Francia. Ahora, se percató de la superioridad del modo de vida norteamericano. México y Estados Unidos debían ser aliados, no enemigos. Cuatro años más tarde escribiría:
Los Estados Unidos de América son el núcleo en derredor del cual se formará la humanidad futura; no pueden tener intereses hostiles contra México ni de odio de razas, ni de emulación de posición, ni de divergencia de aspiraciones, cuando lo vean marchar en la misma senda que ellos. ¿Qué les importará entonces que forme o no una de las estrellas de su imperecedero pabellón, si como ellos enarbola la misma bandera de la libertad y del progreso, si los trata en todo como verdaderos hermanos, si no tiene más interés que uno mismo, no digo ya continental sino humanitario?53 Por lo pronto, los exiliados acordaron dificultar o dañar el proceso de aprobación del
Tratado de La Mesilla, por el que se vendía a Estados Unidos el territorio en el que, como ya se dijo, se habían refugiado —principalmente en Tucson— los mexicanos expulsados en 1848 de Nuevo México y Arizona. La franja fronteriza ofrecida en venta equivalía a más de la tercera parte del Estado de Sonora. El Tratado, además, como se dijo antes, concedía gratuitamente el derecho de paso a ciudadanos y mercancías norteamericanas por el istmo de Tehuantepec, custodiados por tropas norteamericanas. Para los desterrados, lo criticable de esta operación no era tanto la concesión del paso por el istmo, cuanto la cesión del territorio de Sonora, en lugar de aprobar un acuerdo binacional para tender
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Instrucciones del ministro de Relaciones Exteriores al embajador de México en Washington (Melchor Ocampo a José Ma. Mata), Guadalajara, 3 de marzo de 1858, en Jorge L. Tamayo, Benito Juárez, Documentos, Discursos y Correspondencia, México, Secretaría del Patrimonio Nacional, 1967, vol. 2, pp. 367-369.
líneas ferrocarrileras y telegráficas que beneficiaran a ambos países.54 Aunque el presidente Santa Anna y el embajador norteamericano Santiago Gadsden acababan de firmar el 30 de diciembre anterior, el Tratado todavía no había sido ratificado, así que Ocampo designó al señor Robles el 4 de marzo de 1854 para que aprovechara las contradicciones políticas e inter-empresariales norteamericanas, apoyara a los grupos que preferían que el paso interoceánico se hiciera por Nicaragua o Panamá, e hiciera las gestiones conducentes ante el Senado de Washington, “en nombre de la mayor parte de los mexicanos desterrados… a fin de suspender o entorpecer” su ratificación. Los senadores debían pensar, primero, que el fermento que empezaba a hacerse sentir en México, principalmente en el Estado de Guerrero, no dejaría de crecer hasta que cayera Santa Anna, y segundo, que si se aprobaba el Tratado, “no por eso se perpetuará en México el actual sistema, pero sí conseguirá aplazar su caída”.55
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El presidente Santa Anna dijo al embajador de Gran Bretaña Percy W. Doyle que, por los informes de su embajador en Washington, Juan N. Almonte, estaba convencido que si no accedía a vender el valle de La Mesilla a Estados Unidos, las tropas norteamericanas la tomarían por la fuerza. Tal fue la razón por la que giró una orden secreta al general Trías para que se retirara de este valle, “porque el gobierno no quería ni podía oponer resistencia”. En realidad, parece que ésta era la excusa para justificar ante el gobierno de Su Majestad británica la venta del territorio nacional. Sin embargo, el Departamento de Estado, al enterarse de las quejas de Santa Anna, aclaró que el gobierno de Estados Unidos había propuesto una generosa suma por las concesiones recibidas y que “México era tan libre para aceptar como para rechazar el acuerdo”. Marcela Terrazas Basante, op. cit. 55
OC, Comunicado de Melchor Ocampo a M. Robles, Nueva Orleáns, marzo 4 de 1854, doc. 71, pp. 94-96.
Poco faltó al señor Robles para alcanzar su propósito. La extensión original de la franja territorial se redujo en un tercio y la indemnización bajó de quince a diez millones de dólares. A pesar de estas modificaciones, el Senado aprobó el Tratado por ligera mayoría. De haber tenido Robles los recursos suficientes para “convencer” a tres senadores, sólo a tres, quizá su gestión habría prosperado; pero careciendo de ellos, no logró impedir que se aprobara por 33 votos contra 13.56 Haya habido o no influencia de Robles en el resultado de la votación, parece que el propósito de los senadores del norte fue reducir la indemnización, no para consumar el despojo a un mínimo de costos, sino para que Santa Anna se negara a ratificar el tratado. Sea lo que fuere, al ratificarse por las dos altas partes contratantes, Santa Anna prolongó su permanencia en el poder, con el correspondiente aumento de la cuota de sangre, según lo previsto por Ocampo.57 Mientras tanto, los proscritos se enteraron en Nueva Orleáns de que el Plan de Ayutla
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Requiriéndose el voto de las dos terceras partes del Senado para la aprobación del Tratado, si Robles hubiera podido disuadir a tres senadores del sur, la votación hubiera sido de 30 contra 16 y se hubiera desechado. Por cierto, al conocer los términos en que fue aprobado, Santa Anna expresó al embajador de Gran Bretaña Percy W. Doyle que la cláusula que hacía referencia a Tehuantepec “era humillante”, porque equivalía a establecer un “protectorado norteamericano” en dicha zona, y que “nunca podría firmar tal documento”. Sin embargo, Alfred R. Conkling, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Estados Unidos en México —antes que Santiago Gadsden—, había informado a su gobierno que el promotor de la idea de conceder a Estados Unidos un paso por el istmo de Tehuantepec había sido el propio Santa Anna a los pocos días de asumir la presidencia, no él. Parece, pues, que lo humillante no era la cláusula sobre Tehuantepec sino que el Senado hubiera reducido la indemnización. De cualquier manera, el embajador británico Doyle informó a su gobierno que no creía que Santa Anna rechazara el Tratado porque necesitaba los recursos para hacer frente a la amenaza de Ayutla. Tenía razón. Más tarde, el 28 de junio de 1854, por 103 votos contra 62, la Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobaría la asignación presupuestal para pagar a México la indemnización de diez millones de dólares, y el 4 de julio siguiente, el embajador Juan N. Almonte recibiría la primera parte de dicha indemnización, que fue de siete millones. Los otros tres, correspondientes a la segunda parte, no alcanzaría a cobrarlos la administración. 57
El Tratado de la Mesilla fue ratificado por Antonio López de Santa Anna el 31 de mayo y por el presidente de Estados Unidos el 29 de junio de 1854. El canje de ratificaciones se llevó a efecto el 30 de junio. Aún mantiene su vigencia, salvo el artículo 8, que fue derogado por las altas partes contratantes en abril de 1937, bajo los gobiernos de Franklin D. Rossevelt y Lázaro Cárdenas. El artículo 8 derogado hacía referencia al compromiso de México de construir una vía de comunicación por el Istmo de Tehuantepec, conceder libre tránsito a ciudadanos y bienes norteamericanos por dicha vía y celebrar “un arreglo para el pronto tránsito de tropas y municiones de los Estados Unidos que este Gobierno tenga ocasión de enviar de una parte de su territorio a otra situadas en lados opuestos del continente”. Los elementos de este artículo fueron replanteados agresivamente en 1859 por el embajador McLane a fin de redefinirlos y ampliarlos en un nuevo tratado, como quedó establecido en el de La Mesilla; pero el canciller mexicano Melchor Ocampo manejó magistralmente dichos elementos, uno a uno, con gran tacto diplomático, de tal suerte que durante las negociaciones, ganó todo —reconocimiento diplomático, alianza política y apoyo militar— a cambio de nada. Autorizado el nuevo tratado (llamado McLane-Ocampo) por los presidentes de ambos países, el Senado norteamericano se negó a aprobarlo, y cuando pareció dispuesto a hacerlo, el presidente Juárez ya no lo ratificó.
había sido reformado el 11 de marzo en Acapulco por Ignacio Comonfort y que Juan Álvarez había aceptado ponerse a la cabeza del movimiento. El hecho de que un
moderado como Comonfort decidiera tomar las armas, secundado por un puro como el joven abogado Eligio Romero, y de que un viejo soldado insurgente como Juan Álvarez aceptara la jefatura del pronunciamiento, significaba que no había habido más alternativa que el uso de las armas para hacer frente al dictador. Ahora correspondía a los emigrados apoyar la revolución de Ayutla; obtener recursos, dinero, fusiles, cañones y apoyo diplomático para la revolución sureña; pero, sobre todo, mover la pluma y agitar las conciencias: se requería denunciar la naturaleza de la dictadura contra la cual luchaban, justificar la rebelión y convertir lo que no era más que un brote local en un movimiento nacional. En cuanto a los recursos materiales, algunos grupos y personajes norteamericanos empezaron a ofrecerlos a los exiliados, principalmente dinero, y hubo algunos como José I. Sandoval y Miguel María Arrioja que opinaron que se aceptaran e incluso que se pidieran más; pero Ocampo, previendo los efectos políticos que causaría su aceptación, se opuso categóricamente y planteó los siguientes lineamientos en esta materia: que se rechazara cualquier donativo material o económico del extranjero y que se negociaran sólo créditos que pudieran garantizarse y respaldarse, conforme a la ley, con los bienes de los propios emigrados. La mayoría lo apoyó. A partir de entonces, Sandoval desaparecería de la escena. Más tarde, al acusarlos Santa Anna de traición, Ocampo reprocharía a Sandoval su actitud:
Lo que dio pie a que se forjara el cuento de la traición fue la idea de ustedes; usted, Arrioja, Humboldt, de pedir dinero en Nueva Orleáns para auxiliar al sur; idea que inmediatamente combatimos Arriaga y yo, siendo yo el que más.58 ———o——— Por lo que se refiere a la venta del territorio nacional, el hecho de que Santa Anna no accediera, por lo pronto, a las presiones del embajador Gadsden, en lo que se refiere a varios territorios fronterizos, especialmente Baja California, salvo el de La Mesilla, no significa que no estuviera dispuesto a acceder más adelante.
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OC, Melchor Ocampo a José I. Sandoval, Brownsville, agosto 31 de 1854, doc 79, pp. 117-120.
Algunos autores han elogiado al dictador por haber tenido la habilidad de conservar la península californiana, a cambio de ceder la pequeña faja territorial de Sonora. Sin embargo, su verdadero ingenio político y buen espíritu comercial consistió en insinuar al embajador norteamericano que si los aventureros yanquis que incursionaban en esos despoblados territorios, principalmente en Baja California, proclamaban su independencia, ésta sería reconocida por México, como lo había hecho antes con Texas, a cambio de otra módica compensación. De paso, aprovecharía esta operación para seguir responsabilizando a los expatriados mexicanos de enviar filibusteros para hacer caer al gobierno mexicano; en cuyo caso Estados Unidos podía culparlos de violar las leyes de neutralidad y encarcelarlos o expulsarlos. La maniobra no era inverosímil, porque esos años habían estado marcados por innumerables incursiones agresivas de indios nómadas y constantes invasiones de filibusteros —y toda clase de aventureros— a diversas partes del territorio mexicano, los últimos de los cuales (Raousset de Boulbon y WilliamWalker) habían intentado apoderarse de Baja California y Sonora hacía apenas unos cuantos meses. El hecho es que el 12 de abril de 1854, el dictador utilizó el Diario Oficial para acusar de traición a Juan Bautista Ceballos, Ponciano Arriaga, José I. Sandoval y Melchor Ocampo, no así a Benito Juárez, José Ma. Mata y Miguel Ma. Arrioja (el último de los cuales era un abogado poblano de 47 años, paisano y representante personal de Comonfort ante el grupo de exiliados) con la obvia intención de dividirlos. Según el texto periodístico citado, los expatriados estaban dirigiendo “desde los Estados Unidos la vergonzosa rebelión del sur” y se habían coaligado
con los enemigos de nuestra independencia y nacionalidad, con los miserables aventureros y piratas de la nación vecina, para derrocar el actual orden de cosas y traer a la República la dominación extranjera. Este artículo fue reproducido por El Universal.59 La respuesta del exilio no se hizo 59
El Universal de México, 12 de abril de 1854. Reproducido como nota 1 del documento Sobre una pretendida traición a México, Nueva Orleáns, mayo 10 de 1854, en OC, doc. 72, p. 102. El periódico El Universal, fundado en 1848, era de formato grande, como El Monitor Republicano y El Siglo XIX, los otros dos grandes periódicos de la época, con cuatro páginas de noticias y editoriales; pero mientras El Siglo XIX era liberal, El Universal y El Monitor Republicano eran conservadores. El propietario y redactor de El Universal era Rafael Rafael, español naturalizado mexicano y buen amigo de Santa Anna, que en 1853 sería nombrado cónsul general de México en Nueva Orleáns, y en 1854, cónsul en Nueva York. Este hombre se beneficiaría con 20 mil 320 pesos de la venta de La Mesilla.
esperar. Las incursiones de piratas y filibusteros eran ciertas; pero la asociación con ellos, no. ¿Asociarse con piratas, aventureros y enemigos de la nación? Ocampo arrastró al grupo a una febril actividad. El 21 de abril dirigió un escrito a Francisco de Paula Arrangoiz, cónsul de México en Nueva Orleáns, pidiéndole que le informara lo que supiera y le constara sobre la supuesta expedición que estaban organizando ellos con los filibusteros, a sabiendas de que él había generado o alentado la calumnia.
A persona de tan conocida penetración y numerosas y buenas relaciones —le advirtió—, a persona que habita los lugares en que se inventa que esto está pasando,
no se le puede ocultar —si es que de esto hay algo— cuáles son los hombres enganchados, los buques fletados y las armas compradas para este objeto. Firman Juan Bautista Ceballos, Ponciano Arriaga, Miguel Ma. Arrioja y Melchor Ocampo.60 El cónsul, desde luego, no respondió. Francisco de Paula Arrangoiz y Berzábal era un veracruzano del partido conservador, nieto de Diego Berzábal (denunciante de Miguel Hidalgo y Costilla ante Juan Antonio Riaño, intendente de Guanajuato) e hijo de un jefe realista que murió en la Alhóndiga de Granaditas. Le había correspondido, siendo secretario de Hacienda, reconocer la deuda inglesa. Entre 1841 y 1846 había sido nombrado agente consular en Nueva Orleáns, y en 1849, cónsul general. Más tarde, en junio de 1854, el presidente Santa Anna lo nombraría ministro plenipotenciario y encargado extraordinario de México en Estados Unidos, para recibir siete de los diez millones que produjo la firma del Tratado de la Mesilla. Al ejercer su comisión como administrador de los fondos del Tratado, se auto-adjudicó más de 68 mil pesos como compensación, a consecuencia de lo cual fue destituido de su cargo, por lo que Almonte, que disfrutaba de una licencia de seis meses, tuvo que hacerse cargo otra vez de la representación diplomática.61 Arrangoiz escribió un folleto apologético de sus actividades, en el que inserta la correspondencia reservada, particular y oficial, que se cruzó entre el
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Ibid, nota 3 al pie de página, Juan B. Ceballos, Miguel M. Arrioja, Ponciano Arriaga y Melchor Ocampo a Francisco Arrangoiz, Nueva Orleáns, abril 21 de 1854. doc. 72, p. 104. 61
El 10 de mayo de 1856, la Comisión de Relaciones pidió al Congreso Extraordinario Constituyente que revisara el “robo de 68,300 pesos hecho por D. Francisco Arrangoiz en los Estados Unidos, de la indemnización de La Mesilla”. Francisco Zarco, op. cit., p. 114.
gobierno de México y el de Estados Unidos, y lo publicó en Nueva York en 1855.62 Después sería representante diplomático de Maximiliano y escribiría una voluminosa
Historia de México.63 Al terminar su entrevista con el cónsul Arrangoiz, los desterrados enviaron el 29 de abril un boletín —redactado en francés— al periódico Trait-d’Union de México, rechazando categóricamente la especie que se les había atribuido.64 Su traducción al español fue dirigida a otros periódicos mexicanos: al Ómnibus por Arriaga, y al Siglo XIX, por los demás. Y el 3 de mayo, a las nueve de la mañana, Ocampo fue al consulado mexicano, acompañado por Mata y Juárez —a pesar de que estos no estaban involucrados en el asunto—, sin encontrar a Arrangoiz. Cuando regresaron una hora más tarde, el cónsul les presentó al señor Fortsell —con quien estaba en ese momento— y los invitó a tomar asiento, pero estos rehusaron.65 Ocampo fue directamente al grano y entre él y Arrangoiz se cruzó un fulgurante diálogo.
—Nuestro asunto es breve —expresó Ocampo—, consiste únicamente en dejarle el duplicado de la carta que le entregamos antes, de la que aún no recibimos respuesta. —Ninguna contestación he de dar por escrito —dijo el cónsul— sino esta verbal: de todo lo que yo he sabido que ustedes han atentado o intentado, y de todo lo que yo sepa que ustedes atenten o intenten contra el gobierno de México, no es a ustedes a quienes he de dar cuenta sino al mismo gobierno. La defensa de Arrangoiz fue contundente; dijo que “teniendo que aceptar y pagar letras giradas por ministros de Hacienda y por presidentes que no tienen la menor idea de lo que se llama en castellano cuenta y razón”, había asumido “gravísimas responsabilidades” y que “no hay comisión, por crecida que sea, que pueda servir de compensación a semejante servicio”. Manifestación de don Francisco de Arrangoiz y Berzábal a sus conciudadanos y amigos, Nueva York, 1855. 62
63
Francisco de Paula Arrangoiz, Historia de Méjico desde 1808 hasta 1867, 2ª ed., prólogo de Martín Quirarte, México, Editorial Porrúa, 1968. OC, nota 2, Melchor Ocampo a Le Trait-d’Union de México, 29 de abril de 1854, Doc. 74, p. 104. Le Traitd’Union fue un periódico fundado en 1849 por René Mason para vincular a los franceses residentes en México —especialmente a los hombres de negocios— y darles un punto de vista sobre los acontecimientos que podían beneficiar o afectar sus intereses. El periódico se convirtió en observador y actor de la vida política de México, y sus informaciones, análisis y opiniones eran muy debatidos y ejercían notable influencia en la sociedad. 64
65
También se hallaban en el despacho los señores Oropeza y Manuel de la Calleja. Ibid, nota 4, Acta levantada por Melchor Ocampo en Nueva Orleáns, mayo 3 de 1854, a las 10 y media de la mañana, abril 21 de 1854, doc. 74, pp. 104-105.
—¡Me basta!— puntualizó Ocampo. —La carta que ustedes me dirigieron fue ya remitida a México —agregó el cónsul. —Puede usted remitir ésta también —exigió Ocampo. —Lo haré —dijo el cónsul. —¡Nos basta! —exclamó Ocampo. Después de una cortés pero fría despedida, los caballeros expatriados salieron del consulado, y a las diez y media de la mañana, Ocampo levantó la breve acta de lo ocurrido. Benito Juárez y José Ma. Mata, en calidad de testigos, hicieron constar: “Estamos del todo conformes con el relato que precede”. Eso no fue todo. El cónsul había confesado —sin querer— que él había sido el autor de la intriga o que la había compartido con sus superiores, al referirse a lo que supuestamente ellos habían “atentado o intentado contra el gobierno de México”. Ahora se dedicarían a desmentirlo. Ese mismo día solicitaron y obtuvieron una constancia, en inglés y español, firmada por las personalidades más prominentes y distinguidas de Nueva Orleáns, de raíces francesas, hispanas e inglesas —entre ellas, A. D. Crossman, que acababa de dejar la alcaldía—, en la que se asienta que ni Ceballos ni Arrioja ni Arriaga ni Ocampo ni nadie había enganchado aventureros, fletado buques o comprado armas para hacer una expedición de filibusteros contra México. “En obsequio a la verdad, la especie nos sorprende”, señalan los cuarenta y cuatro firmantes.66 En la versión inglesa agregan que un asunto de esta naturaleza “no podría mantenerse en secreto en este país”.67 Inmediatamente después, los mexicanos presentaron una solicitud en inglés y español a John L. Lewis, alcalde de Nueva Orleáns, rogándole que declarara si había sido informado que alguien estaba reclutando aventureros, fletando barcos, comprando armas o municiones para dirigir una expedición contra México. El 10 de mayo, el jefe de policía William H. James informó al alcalde que, después de las investigaciones del caso, no había encontrado nada “sobre preparativos con la intención de invadir hostilmente a la República
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Ibid, nota 5, Certificación. op. cit., doc. 74, pp. 105-106. “The nature of the subject indeed could not be kept secret in this country”. Ibid.
de México”.68 Y el propio alcalde certificó que el señor James era jefe de policía “y actos oficiales semejantes al referido son dignos de fe y crédito”.69 Los exiliados entregaron todos los documentos anteriores al consulado y los publicaron a su costa en los dos países. Después de esto, ¿cómo podría seguir insistiéndose que estaban contratando aventureros en Estados Unidos para ocupar alguna región de México y lanzarlos contra su gobierno? En el singular duelo entre el dictador y los expatriados, el primero quedó exhibido como un mentiroso; Manuel Díaz de Bonilla, titular de Relaciones Exteriores, desacreditado ante el cuerpo diplomático, y el cónsul Arrangoiz, afrentado en Nuevo Orleáns. Al ganar la batalla ante la opinión pública de México y de Estados Unidos, los exiliados desarticularon indirectamente una de las piezas fundamentales de un jugoso negocio: la venta de Baja California.70 Pero eso no fue todo… 6. PATRIOTISMO Y TRAICIÓN Nuestra historia parece ser, por desgracia, una sucesión de artimañas, crímenes, abusos y traiciones. Salvo excepciones, una cosa es lo que dicen nuestros gobernantes y otra lo que hacen. Después de sostener algo, declaran lo contrario. Pactan lo que les beneficia y lo convierten en ley, aunque sea en perjuicio del interés público. En lugar de defender los intereses nacionales, obsequian los del extranjero a cambio de unas
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Ibid, nota 6, William H. James, jefe de la policía, al honorable alcalde de la ciudad de Nueva Orleáns, mayo 10 de 1854, op. cit., doc. 74, p. 106. 69 70
Ibid, Certificación, John L. Lewis, alcalde, 10 de mayo de 1854.
Por una ironía del destino, cuatro años después, siendo Melchor Ocampo secretario de Relaciones del Gobierno de México —en la presidencia de Benito Juárez—, el representante de Estados Unidos reclamaría abiertamente el casi despoblado territorio de Baja California, pero nuestro canciller se opondría categóricamente a incluir tal cláusula en el Tratado McLane-Ocampo. Al principio, el 4 de abril de 1859, el embajador Robert McLane propuso “un cambio de la línea divisoria, de modo que se incluya el territorio de Baja California dentro de los límites de Estados Unidos”, y el 8 de junio siguiente, el gobierno norteamericano aprobó que el proyecto “estipule la cesión del territorio de Baja California a Estados Unidos, por una cantidad pecuniaria determinada”; pero el 19 de agosto el propio McLane hizo constar que “el señor Ocampo, en su contra-proyecto, rehúsa de un todo: no tratar sobre la cuestión de cesión de territorio”. Así pues, las negociaciones prosiguieron; pero “de un todo”, ya no volvió a considerarse este asunto. OC, t. V, Documentos políticos y familiares, 1859 a 1863, doc. 15, McLane pone las cartas sobre la mesa, Veracruz, abril 4 de 1859, pp. 25-26; doc. 42, Resumen de lo tratado por Ocampo y McLane el 8 de junio de 1859, pp. 73-75, y doc. 84, No acepta el gobierno estadounidense el contraproyecto de Ocampo, Memoria, agosto 19 de 1859, pp. 183-185.
monedas. Pareciera que para muchos de nuestros representantes, no hay otra forma de hacer política que la de engañar a los mexicanos, mentirles y degradarse. Esta práctica se ha transmitido de generación en generación, desde entonces hasta ahora. La opinión general, en lugar de juzgarlos y condenarlos, los ha tolerado. Unos los aplauden por “pasarse de listos”; otros los soportan o permanecen indiferentes, y todos se resignan. A Santa Anna se le veía, según Lucas Alamán, “ora trabajando por el ajeno enriquecimiento, ora por el propio; proclamando hoy unos principios y favoreciendo mañana los opuestos”. El Santa Anna que muchos de nuestros gobernantes y funcionarios llevan dentro de sí, ha mantenido postrada a la nación. El personaje era y sigue siendo el espejo de la miseria moral, la ignorancia, la rapacidad y la imprudencia de nuestra clase política, independientemente del partido en la que milite. Es lo que nos distingue frente al mundo. Nosotros, los de entonces, seguimos siendo los mismos. Afortunadamente, de tiempo en tiempo, la nación recuerda que es poderosa. Cada vez que lo hace, produce gobernantes excepcionales. Es entonces cuando surgen los Juárez, los Ocampo, los Arriaga, los Mata… Santa Anna, a pesar de que siempre había traicionado todo —palabra, partidos, nación—, era el elegido de los autócratas de su época para defender sus privilegios. Seguían llamándolo, apoyándolo, humillándose ante él para que protegiera sus intereses con mano dura. Ahora, instalado nuevamente en el poder, no se arredró para utilizar las instituciones del Estado contra los expatriados de Nueva Orleáns. Los acusó de traición. La acusación les caló. Entonces Melchor Ocampo, Ponciano Arriaga y Juan Bautista Ceballos, bajo el nombre genérico Unos mexicanos, se propusieron revelar la verdadera naturaleza del dictador, a fin de que la opinión pública supiera quién era el traidor, y publicaron un cuadernillo compuesto por dos documentos y una filípica.71 Los firmantes reconocen
la dignidad con que, despreciado por el presidente Jackson, Santa Anna supo desentenderse de ese desprecio con admirable estoicismo y presentarse después en Washington para besar(le) las manos… El primero de los comprometedores documentos denunciado por los proscritos está 71
OC, t. IV, nota 8, Documentos para la historia de México y en particular para la del general don Antonio López de Santa Anna, Nueva Orleáns, marzo 25 de 1854, doc. 72, p. 108.
fechado el 26 de octubre de 1836 y dirigido por Santa Anna, es decir, por “aquél por cuya prudencia se ocasionó, empeñó y perdió una guerra” —a la sazón prisionero de los texanos—, al general Samuel Houston, en el que le ruega que le permita volver cuanto antes a México
para dar cumplimiento al Convenio (secreto) de 14 de mayo, pues mi pronta llegada —dice— sería favorable para todos, cuanto perjudicial que se me detenga aquí hasta enero.72 ¿Por qué la urgencia del regreso? Lo revela el segundo documento reproducido por
Unos Mexicanos: un mensaje “muy reservado” de Juan Nepomuceno Almonte, fechado el 12 de octubre de 1836 y dirigido al secretario de Estado de la República Mexicana, en el que
se recomienda que instruya a los honorables miembros del Congreso, en sesión secreta, algunos pormenores que deben estar en su conocimiento y que no pueden expresarse oficialmente. Según Almonte, lo que no podía expresarse oficialmente era la necesidad de que el presidente Santa Anna conservara su autoridad, para hacer aprobar el reconocimiento de la independencia de Texas, “y llenar así sus compromisos estipulados en el Convenio
Secreto de 14 de mayo”.73 El mismo Almonte advierte que el presidente Santa Anna “necesita de la influencia del Congreso General de México, con cuya mayoría cuenta”, para acelerar el negocio. El michoacano Juan Nepomuceno Almonte era hijo de José Ma. Morelos y Brígida Almonte; se distinguió en la guerra de independencia, y en 1815 partió con el embajador insurgente José M. Herrera a Estados Unidos para promover un tratado de amistad y comercio entre los dos países, que nunca prosperó. A los enviados nunca se les permitió pasar de Nueva Orleáns. A la caída del emperador Iturbide, regresó a México, se le reconoció el grado de teniente coronel, participó al lado de Santa Anna en varias campañas y ocupó diversos ministerios y algunas legaciones diplomáticas en el exterior. Tenía 33 años cuando propuso al Congreso mexicano que aprobara el Convenio Secreto 72
Ibid, Antonio López de Santa Anna al excelentísimo señor don Sam Houston, Columbia, Orazimba, octubre 25 de 1836, pp. 108-109. 73
Ibid, Muy reservado, Juan Nepomuceno Almonte, Orazimba, octubre 12 de 1836, pp. 110-111.
firmado por Santa Anna y Houston. Ahora, a los 50 años, estaba a cargo de la embajada de México en Washington. Más tarde gestionaría la intervención de las potencias europeas para establecer una monarquía en México, hasta lograrlo. Maximiliano lo nombraría su delfín y embajador ante Napoleón para negociar la permanencia de las tropas francesas en México, pero su misión no tendría éxito y se quedaría en Francia hasta el fin de sus días. Por lo pronto, Unos mexicanos dejaron demostrado en su folleto que Santa Anna había solicitado ver al presidente Jackson, no para defender los intereses de México sino para postrarse ante él; que la urgencia de recuperar su libertad había sido, no para rechazar, sino para garantizar la independencia de Texas, y que esto lo lograría, no contra el congreso mexicano sino con su apoyo, “con cuya mayoría contaba”. Por otra parte, los expatriados no conocían el texto del Convenio Secreto de 14 de mayo, pero tenían “la esperanza de conseguirlo y publicarlo”.74 Los desterrados suponían que este documento, revelado por Almonte a los legisladores mexicanos en sesión secreta, podría contener alguna otra cláusula que acaso aclarara
ese enigma que aún dura y que, comenzando por la libertad de Santa Anna en 1836, explique satisfactoriamente la profecía hecha en La Habana sobre su vuelta a México en 1847 y el triunfo de los americanos en la guerra con él; su libre paso a la presidencia y al mando de nuestro ejército en medio de la escuadra enemiga, su inesperada retirada de La Angostura, su negativa a fortificar el cerro de El Telégrafo, la tranquila marcha con que Scott avanzó hasta México, la singular habilidad con que supo en el valle frustrar las fortificaciones que dizque debían impedir el acceso al ejército enemigo, el no sostenimiento de Valencia en Padierna, la sublime estrategia por cuyas combinaciones —teniendo nosotros siempre una fuerza mayor que el enemigo—, en cada acción presentábamos una muy inferior; la inmoral retirada de la capital, desertando del frente de nuestras tropas —desbandadas por su ingenio—, y
74
Ibid, nota 8, Documentos para la historia de México y en particular para la del general don Antonio López de Santa Anna, Nueva Orleáns, marzo 25 de 1854, p. 108.
tantas, tantas otras cosas que hasta hoy son incomprensibles por muchos.75 Por último, fechada en Nueva Orleáns el 10 de mayo de 1854, la filípica contra el dictador —en la que se le acusa de traidor a la patria— fue firmada con sus nombres por Juan Bautista Ceballos, Miguel Ma. Arrioja, Ponciano Arriaga y Melchor Ocampo.76 En dicha composición se reconoce y admite que el dictador había sido siempre muy fiel a sus compromisos, pero sólo hasta el momento en que le había sido más redituable la infidelidad.
Sí, fidelísimo al muy amado rey don Fernando VII hasta la época en que, continuar siéndolo, le habría costado ir a la madre patria. Fidelísimo a su majestad imperial don Agustín I, hasta que, encontrando mayor ventaja en ayudar a su caída, proclamó la república. Fidelísimo a la federación, hasta que, por destruirla, pudo captarse las buenas gracias de los poderosos enemigos de ella, que siempre lo habían despreciado. Fidelísimo a la causa de México, hasta que, caído prisionero en San Jacinto, firmó el Convenio Secreto de 14 de mayo de 1836, en que se compromete a reconocer y hacer reconocer por México la independencia de Texas.77
75
Ibid, nota 1 del documento Sobre una pretendida traición a México, Nueva Orleáns, mayo 10 de 1854, doc. 72, p. 102. Las sospechas de los desterrados sobre el regreso de Santa Anna de Cuba a México en 1847 al amparo de la flota norteamericana que bloqueaba Veracruz, no eran infundadas. Siete años después, en junio de 1854, un buque norteamericano rompió el bloqueo que Santa Anna había impuesto al puerto rebelde de Acapulco, lo que suscitó un cruce de notas entre el ministro de Relaciones de México Díez de Bonilla y el embajador de los Estados Unidos Santiago Gadsden; éste, al responder el 18 de julio a la queja de aquél, justificó la conducta del capitán del buque norteamericano, recomendó al gobierno mexicano que suspendiera el bloqueo para que el confort y la vida de los pasajeros que viajaban de San Francisco a Panamá no fueran puestos en peligro, y se permitió recordarle que durante la guerra del 47, la flota de guerra norteamericana había permitido la entrada en Veracruz “a un general mexicano que venía como pasajero”, en franca alusión a la franquicia que le había dado a Santa Anna para que atravesara la línea de batalla y desembarcara. En esta ocasión, el embajador Gadsden tuvo la arrogancia no sólo de sentenciar que era al gobierno de su país y no al de México decidir quién entraba y quién salía por los puertos marítimos mexicanos, sino también de exhibir al dictador como un protegido de Estados Unidos y un instrumento de su política en México. Cf. Marcela Terrazas Basante, op. cit. 76
Desde enero de 1847, en que el diputado Ramón Gamboa acusó a Santa Anna de traición a la patria, éste vindicó su conducta y se defendió en un Manifiesto a los mexicanos fechado en San Luis Potosí el 26 de ese mismo mes y año. Dijo estar dispuesto a renunciar al mando del ejército y propuso que se continuara la guerra para garantizar la existencia de la nación. El 2 de diciembre siguiente, al dar su visión del desarrollo que había tenido la guerra de mayo a septiembre, Santa Anna reiteró que no había sido inepto ni traidor. Cfr. Detall de las operaciones ocurridas en la defensa de la capital de la república por el ejército de los Estados Unidos del Norte, México, Ignacio Cumplido, 1847. 77
Ibid. Estos documentos fueron publicados por Genaro García, Antonio López de Santa Anna, Las guerras con México y los Estados Unidos, en Documentos inéditos o muy raros para la historia de México, v. XXIX, pp. 1-183, México, 1910.
Y por lo que se refiere a su amor a la patria,
¿ha entendido él nunca —hombre material— esta bella y sublime abstracción de las almas bien nacidas? ¿Ha sacrificado por ella nunca nada, cuando no ha dudado en sacrificar a sus medros personales todos los principios, todos los sistemas, todos los afectos, todos los hombres que han militado a sus órdenes? ¡Oh mengua! ¡Oh baldón! ¡Oh patria infortunada! Ver todas tus aspiraciones reducidas al voluble capricho de un ignorante. A que de ti disponga, como de bien propio, el más inmoral de los bandidos, el más inepto de los mandarines... ¿Por qué no aplicar la calificación de traidor al que, dueño ya del país, con poderes amplísimos de que usa y abusa sin límite ni valladar, manda reclutar en California tres mil aventureros y piratas? Se nos llama traidores y se olvida que Santa Anna nos ha despojado de la patria que reconocemos por madre y esperamos que aún nos reconozca como hijos. ¡Traidores a la patria! ¿Se olvida que Santa Anna nos arrebató de cuanto la constituye…? Se invocan las leyes y se olvida que para nosotros no ha habido ley ni justicia, ni derechos. Se olvida que por la sola voluntad del tiranuelo se nos arrancó de nuestros hogares, sin decirnos siquiera el pretexto con que se procedía contra nosotros; se nos confinó a largas distancias, vigilados, atropellados, destituidos de todas las garantías del ciudadano y aun del hombre, y luego se nos lanzó a países extraños, después de habernos reducido a prisión en el más degradante, más incómodo e insalubre de los presidios (San Juan de Ulúa) Santa Anna ha hecho cuanto en su mano ha estado para que nos disgustáramos de nuestra nacionalidad y renunciáramos a nuestra patria, pero no lo ha conseguido ni lo conseguirá. No nos basta, como a Tácito, pan y libertad. No. Hay en el corazón del hombre de bien, sentimientos innatos, inseparables de su honor, que crecen con tales hombres y que no mueren sino con ellos. Estos sentimientos son los del patriotismo. Y éstos, en vez de amortiguarse en nosotros, se han hecho más y más vivaces, se han arraigado más y más en nuestros corazones, a pesar del amargo riego de la desgracia. Ellos son los que nos han inspirado estas líneas, dirigidas de preferencia a nuestros
compatriotas.78
78
OC, nota 1 del documento Sobre una pretendida traición a México, Nueva Orleáns, mayo 10 de 1854, op. cit., doc. 72, p. 102. A propósito de los documentos publicados por los emigrados de Nueva Orleáns, Zarco señala en su crónica que el 28 de marzo de 1856 los ciudadanos Melchor Ocampo y José Ma. Mata ofrecieron al Congreso Constituyente “dos documentos interesantes que lograron adquirir durante su destierro en los Estados Unidos y que prueban que D. Antonio López de Santa Anna en 1836 estuvo en connivencia con los aventureros texanos y contrajo el compromiso de hacer que fuera reconocida la independencia de Texas, celebrando al efecto un convenio secreto… Se leyeron esos documentos y son una carta de Santa Anna a Houston y una comunicación del general Almonte, secretario entonces de Santa Anna, explicando todas las intenciones de éste e indicando la cooperación que al proyecto podía presentar el Congreso de Texas (sic)… Útil ha sido la adquisición, porque siempre es bueno aclarar la verdad y porque acaba de dar a conocer en toda su fealdad al hombre que acaba de ser digno ídolo de la facción conservadora. ¿Qué hacer ahora en el asunto? Creemos que lo único posible es añadir este capítulo de acusación a los formulados en el decreto de responsabilidad expedido por el Gobierno y que Santa Anna sea juzgado como traidor”. Francisco Zarco, op. cit., p. 47.
CAPÍTULO II 1. Nueva Orleáns y Brownsville. 2. Frustraciones y esperanzas. 3. Vida en el exilio. 4. Expectativas y recursos. 5. Buenas y malas noticias. 6. Inútil amnistía. 1. NUEVA ORLEÁNS Y BROWNSVILLE Melchor Ocampo y Ponciano Arriaga vivieron tres meses con sus compañeros en Nueva Orleáns, desde el 2 de marzo de 1854 hasta los primeros días de junio de ese año. Junto a Benito Juárez, José Ma. Mata, Juan Bautista Ceballos, Miguel Ma. Arrioja y otros, recibieron la noticia del brote armado que había estallado en territorio guerrerense bajo el mando del general Juan Álvarez, antiguo soldado de Morelos. Y bajo el liderazgo de Ocampo, además de esforzarse por entorpecer la ratificación del Tratado de La Mesilla, desarticularon el intento de desmembrar Baja California del territorio nacional para transferirlo a Estados Unidos y probaron que Santa Anna era un traidor. Ahora era necesario que el grupo volviera a dividirse para dos efectos prácticos. Primero, evitar que la rebelión del sur quedara reducida a un simple pronunciamiento militar y hacer lo posible por profundizarla y ampliarla hasta transformarla en una revolución nacional y popular. Segundo, producir chispas que incendiaran el norte de México. Luego entonces, como lo habían hecho en enero y febrero de ese año, una parte debía quedarse en Nueva Orleáns y estar al pendiente del sur, mientras la otra regresaba a Brownsville para vigilar y sublevar el norte. Con el fin de vincular al sur de México con los desterrados, Ignacio Comonfort había enviado a Miguel Ma. Arrioja, con instrucciones de actuar de acuerdo con ellos y le informara lo que acordaran. Para completar el círculo, Ocampo quiso despachar a un representante del grupo exiliado ante las fuerzas revolucionarias de Juan Álvarez y Comonfort. ¿Podría el señor Robles —previamente comisionado para suspender o entorpecer el Tratado de La Mesilla— trasladarse a México, a territorio guerrerense, “ya para organizar relaciones y fuerzas, ya para dirigir cierta parte de los acontecimientos?” Le agradeció que le informara “si la situación personal de usted y su voluntad” se lo permitían.79 Se ignora si Robles pudo o no cumplir su nuevo cometido; pero parece que no, porque 79
OC, Melchor Ocampo a M. Robles, Nueva Orleáns, marzo 4 de 1854, Doc. 71, pp. 94-96.
no hay noticias de su paradero. De cualquier forma, en los primeros días de junio de 1854, Ocampo, su hija Josefina y Ponciano Arriaga se trasladaron otra vez de Nueva Orleáns a Brownsville. Ahora José Ma. Mata se sumó a ellos para viajar a distintas ciudades y pueblos situados a las orillas del Río Bravo, comisionado por Ocampo, y de paso, para estrechar sus lazos sentimentales con la niña. Al llegar a su destino, Arriaga, a su vez, recibió a su familia, procedente de San Luis Potosí. Juárez, por su parte, permaneció con los otros expatriados en Nueva Orleáns y recibió la visita de su cuñado, pero es como si se hubiera quedado solo. Ralph Roeder describe el estado de ánimo que lo invadió. La ausencia de Ocampo
dejó un vacío sensible en la casa de huéspedes que servía de cuartel general a los desterrados, y la correspondencia cruzada con Brownsville sería la relación monótona de días sin novedad y sin sabor. No más irrupciones en el consulado mexicano; no más protestas y profesiones de fe; no más sesiones acaloradas ni discusiones exaltadas; no más proyectos de reformas, a las que se prestaba una actividad y una importancia ilusorias. Faltaba Ocampo. Faltaba el porvenir.80 Apenas hubo salido Ocampo de Nueva Orleáns, le llegaron varias cartas. En ese tiempo, la comunicación era muy fluida, y el servicio de correos, más eficaz que hoy, salvo en asuntos políticos, tan controlados como hoy. Una vez por semana partían vapores de Nueva Orleáns a Brownsville y, con la misma periodicidad, de Nueva Orleáns a Veracruz, tanto por la vía directa como a través de La Habana, llevando y trayendo mercancías, pasajeros, periódicos, correspondencia y rumores. Las cartas dirigidas a Ocampo eran tres, dos particulares y una de Comonfort. El 19 de junio, Juárez se las remitió a Brownsville y le informó que
las noticias de México nada dicen de importante. Álvarez sigue en statu quo. El amigo Guillermo Prieto ha sido confinado a un pueblo de Oaxaca, según me escriben de aquel Estado, en que, hasta fines del mes próximo pasado, no ha habido ningún movimiento revolucionario. Al final trasmitió sus “memorias muy expresivas a Pepita” —la hija de Ocampo— y
80
Ralph Roeder, op. cit., México, Fondo de Cultura Económica, 1991, p. 168.
saludos “a los amigos Mata y Arriaga”.81 Ocampo recibió la carta de Juárez y las dos cartas particulares que le anexó; pero no la de Comonfort, que desde el punto de vista político, era la que más le interesaba. Nunca apareció. “Debemos suponer —aclararía Juárez— que ésta fue abierta y extraída”.82 Se ignora si Ocampo contestó o no a Comonfort. Lo cierto es que ya no habría comunicación directa entre ellos. En lo sucesivo, entrarían en contacto a través de Miguel Ma. Arrioja, representante personal de Comonfort, con todas las inconveniencias y desventajas que acarrean los intercambios de información a través de terceros. Unos días antes, el 18 de junio, Ocampo había escrito a Juárez para darle cuenta de su llegada a Brownsville “sin novedad” y de su instalación “en una casita regular”. La verdad es que su llegada había sido algo agitada. Mariano Treviño, “brazos en cruz”, se había negado a que Ocampo y su hija se alojasen en otro lugar que no fuese su casa. “Y las cosas no habrían pintado mal —dice Valadés— de no ser que Josefa, hecha a las modas de Nueva Orleáns, se negó a salir a la calle sin un gorro, lo cual ocasionó las burlas de las hijas de don Mariano”.83 Ocampo sintió tan hondo la ofensa de que se rieran de su hija, que decidió mudarse no sólo de esa casa sino del pueblo; pero sólo se mudó de casa. De nada sirvieron las excusas de Treviño. Su hija no volvería a ser molestada por nadie, ni de broma. En su respuesta de 19 de julio, Juárez vio a Ocampo en su nuevo alojamiento “formando ya su jardincito y trabajando incesantemente en arreglarlo”.84 Por otra parte, el oaxaqueño celebró
que el viento reinante en ese rumbo mitigue el excesivo calor que se ha experimentado este año en todas partes. En los últimos días de junio faltó poco para morirnos de calor en Nueva Orleáns. Hubo días que el termómetro ascendió a 96 grados [Fahrenheit] en el lugar más fresco de la ciudad. Literalmente regaba uno de sudor el suelo que pisaba. Las gentes caían muertas de coup de soleil (insolación). Si la cosa dura otros dos o tres días, creo que esta ciudad hubiera sido consumida por el 81
OC, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, junio 19 de 1854, doc. 73, p. 111.
82
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, julio 19 de 1854, doc. 74, pp. 111-113.
83
José C. Valadés, op. cit., p. 137.
84
OC, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, julio 19 de 1854, doc. 73, p. 111.
fuego; pero afortunadamente han comenzado a caer algunos aguaceros y todos los días corre una brisa que consuela. Hace días que el termómetro se mantiene de 70 a 80 grados. Hasta ahora no hay vómito negro ni otra epidemia. La semana que concluyó el 16 de este mes sólo hubo 129 entierros, cuando en junio hubo una semana en que se enterraron hasta 329, habiendo aumentado el número de asoleados. Por lo que se refiere a los acontecimientos de México, Juárez informó que no se había sabido
nada de importancia a favor de la revolución, puesto que hasta últimas fechas, según noticias que trajo el (vapor) Orizaba —que llegó aquí el 11 de julio— las cosas seguían en statu quo. Sólo en el Estado de Michoacán hay varias partidas de pronunciados que están dando bastante guerra a las autoridades, al grado de que se han visto forzadas a pedir tropas al gobierno para defenderse. Salió una sección militar de México y otra de Jalisco para aquel Estado. Si Álvarez mandara alguna fuerza con un jefe regular, podría asegurarse como indudable el triunfo de la revolución en Michoacán, pero temo que no sea así. Los periódicos y cartas particulares que había leído Juárez señalaban “que Álvarez ha muerto de resultado de una llaga que tenía en una pierna”. Probablemente esta especie había sido “inventada por agentes del gobierno para desconcertar a los pronunciados de Michoacán”; pero, por otra parte, era necesario considerar que Álvarez era ya “de avanzada edad”. En efecto, el general tenía más de sesenta y cuatro años. Sin embargo, los rumores sobre su fallecimiento eran falsos. El general viviría hasta los setenta y siete. De cualquier modo, no deja de ser curioso que Juárez haya pensado que Ocampo, no Comonfort, pudo haber sido nombrado por Álvarez como su sucesor político. En otro orden de ideas, el periódico Daily Delta (de Nueva Orleáns) de 10 de julio, había anunciado que “sus editores tenían una carta recibida de Acapulco” para Juan B. Ceballos, Melchor Ocampo o Ignacio Comonfort.
Presumo —dice Juárez a Ocampo— que tal vez en ella se anuncia la enfermedad de Álvarez con objeto de que se determine por usted quién deberá encargarse de la
dirección de la guerra.85 Juárez también daba cuenta de dos defecciones y una remoción. Las defecciones eran de Inzunza y Sandoval. Habían sido indultados. Dice Juárez:
Santa Anna les ha levantado el destierro a virtud de sus solicitudes, y el Diario Oficial y El Universal, al insertar el comunicado de Sandoval, elogian su conducta juiciosa”.86 Sandoval era el que había insistido en que se aceptara el apoyo pecuniario de los yanquis, a lo que Ocampo se había opuesto. Juárez no lo perdona.
Como si no le bastara su humillación para volver a la gracia del tirano, acrimina vilmente a sus camaradas de destierro. ¡Pobre diablo, que ha tenido el talento de cambiar su ser de hombre por el de un despreciable reptil, a quien todos debemos escupir! Más tarde, el citado Sandoval pediría a Ocampo su indulgencia, pero éste no se la concedería, y haciendo referencia a su acto de contrición, le diría:
En resumen, yo consideré y considero el paso (que usted dio) como malo, los medios peores y los términos pésimos.87 Volviendo a Juárez, también informó a Ocampo que Juan Nepomuceno Almonte había sido destituido de la Embajada de México en Washington. “Ha pedido licencia por ocho meses para ir a Europa a restablecer su salud”; pero era un secreto a voces que había sido removido “a consecuencia del disgusto con que vio Santa Anna reducir a diez los quince millones de la venta de La Mesilla”.88 En realidad, desde hacía casi tres meses, es decir, desde el 28 de abril de 1854, el embajador Almonte había solicitado licencia para ausentarse de su cargo por seis meses, pues se sentía enfermo y cansado, y quería restablecer su salud en Europa; pero el ministro de Relaciones Díez de Bonilla le respondió el 21 de junio siguiente que se la concedería hasta que concluyera la negociación del Tratado de La Mesilla, y que Arrangoiz
“Cuando el jefe rebelde está enfermo, (Juárez) señala desde luego a Ocampo como la persona que ha de determinar quién ha de encargarse de la dirección de la guerra”. José C. Valadés, op. cit., p. 138. 85
86
OC, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, julio 19 de 1854, doc. 73, p. 111.
87
Ibid, Melchor Ocampo a José I. Sandoval, Brownsville, agosto 31 de 1854, doc 79, pp. 117-120.
88
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, julio 19 de 1854, doc. 74, pp. 111-113.
lo sustituiría como encargado de negocios. Habiendo sido aprobado el Tratado el 28 de junio, Almonte recibió el 4 de julio la indemnización y esperó a su reemplazante para hacerle entrega de la embajada; Arrangoiz, por su parte, recibió instrucciones de viajar día y noche de Nueva Orleáns a Washington, y al recibir la legación, aquél se separó. Por lo pronto, el oaxaqueño expresó a Ocampo que su cuñado ya no estaba con él, por haberse ido “a no sé qué negocio fuera de esta ciudad”; que ahora vivía en las piezas del hotel que él y su hija Josefina habían ocupado en Nueva Orleáns; que Luis Ma. Cortés y Manuel Dublán, “amigos míos de Oaxaca”, lamentaban que el gobierno lo hubiera privado de sus bienes, y que Martínez del Campo “ha preguntado hace días dónde se halla usted para remitirle una libranza que recibió de México”.89 ¿Dinero de México? ¿Enviado por Ana, la añorada mujer del michoacano? Si su monto era pequeño, lo utilizaría para sus gastos personales; pero si era significativo, incrementaría sus actividades revolucionarias… 2. FRUSTRACIONES Y ESPERANZAS Melchor Ocampo en Brownsville y Benito Juárez en Nueva Orleáns se mantuvieron en guardia durante los doce largos meses que corrieron de junio de 1854 a junio de 1855. Las noticias sobre los avances, estancamientos o retrocesos de la revolución del sur eran puntualmente transmitidas por Juárez a Brownsville, y las del fomento a la revolución del norte, por Ocampo, a Nueva Orleáns. El correo de un lugar a otro se hacía puntualmente cada semana, por la vía marítima. Para luchar contra la dictadura, los guerrerenses habían invocado el derecho que ejercieron “nuestros padres”, esto es, el derecho a la revolución.90 En efecto, al preguntársele a don Miguel Hidalgo y Costilla con qué derecho se había erigido en árbitro de América, respondería que “con el derecho que tiene todo ciudadano cuando ve a su patria en peligro de perderse”.91 Tal era el derecho histórico que los revolucionarios 89
Ibid. Manuel Dublán publicaría muchos años más tarde, con José Ma. Lozano, Legislación Mexicana, colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la Independencia de la República, México, Imprenta del Comercio, a cargo de Dublán y Lozano, Hijos, 1876. 90
Plan de Ayutla reformado en Acapulco el 11 de marzo de 1854, último Considerando, en Felipe Tena Ramírez, op. cit., p. 496. 91
Declaración de Miguel Hidalgo y Costilla ante el tribunal militar, respuesta a la pregunta 32, en J. E. Hernández y Dávalos, Colección de Documentos para la historia de la guerra de independencia de México de 1808 a 1821, José María Sandoval, impresor, México, 1877, t. I, doc. 2, p. 18.
estaban ejerciendo. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en 1810, en que una sola chispa había bastado para inflamar de inmediato al continente, ahora, en 1854, el incendio se había limitado al Estado de Guerrero, sin extenderse ni siquiera a los territorios circunvecinos. Los amigos de Ocampo, en Michoacán, y los de Juárez, en Oaxaca, al ser despojados de sus recursos y confinados en diversos lugares, habían quedado imposibilitados para hacer algo al respecto. Por eso, las llamas guerrerenses se habían mantenido en su lugar de origen y bajo control.92 A pesar de todo, la campaña de Santa Anna contra Acapulco, en abril de 1854, fue un fracaso, porque Comonfort no quiso rendirse ni aceptó el soborno de cien mil pesos que le fue ofrecido. En Michoacán, bajo la influencia de Ocampo, se veían señales de humo.93 Pero en Oaxaca, nada. En Jalisco y Guanajuato, algunas chispas; pero en Veracruz, nada. Y en el norte parecía haber mucha disposición, pero no acción.
Los episodios militares de la revolución de Ayutla —dice Tena Ramírez— tuvieron una primera fase en la que el movimiento presenta la lentitud y la perseverancia que caracterizan por lo general a las causas puramente populares, que han de enfrentarse con un gobierno fuerte y un ejército organizado.94 Esto dio lugar a constantes frustraciones, abatimientos y depresiones, seguidas por irrazonables ilusiones y falsas esperanzas de los exiliados, como se irá viendo en el curso de las siguientes páginas. Si en julio se había esparcido el rumor de que el general Álvarez había muerto, el 2 de agosto de 1854, Juárez escribió a Ocampo que el (buque)
Perseverance, procedente de Brownsville, no había traído ninguna carta de él, como cada 92
El 1 de abril de 1854, el ministro de Relaciones Díez de Bonilla informaba al cónsul de México en Brownsville que la rebelión de Juan Álvarez estaba por terminar, porque no había tenido eco en el país; que el gobierno recibía cartas de adhesión todos los días, y que “su alteza serenísima deseaba desde hace algún tiempo pasar algunos días en un clima más cálido para restablecer su salud, así que aprovechó esta circunstancia para marchar al rumbo del sur y dirigir por sí mismo la campaña”. Sin embargo, al terminar ese mes, Bonilla no agregó que, en lugar de recobrar la salud, el clima malsano de la región, la resistencia de Acapulco y las guerrillas habían dejado al dictador más enfermo que nunca. Y aunque a su regreso sería recibido en México con arcos de triunfo, remitió 232 mil pesos al extranjero, por las dudas, que el erario nacional supuestamente le debía por préstamos vencidos y sueldos no pagados; dinero del que viviría los veinte años siguientes, según lo confesó en su testamento. 93
Gordiano Guzmán había sido capturado y pasado por las armas; pero Antonio Díaz Salgado, a partir de Huetamo, y Epitacio Huerta y Manuel García Pueblita, a partir de Uruapan, habían extendido su radio de operaciones. 94
Felipe Tena Ramírez, op. cit., p. 487.
semana, causándole inquietud. Confiaba sin embargo en que las ocupaciones de su amigo “y no algún accidente en la salud” le hubieran impedido escribir. Además, le informó que en Nueva Orleáns todavía no se desataba ninguna epidemia y que la temperatura seguía alta, pero “en estado soportable”.95 En cuanto a noticias de México, nada se había vuelto a saber de la muerte de Juan Álvarez. “El corresponsal del periódico La Abeja (de Nueva Orleáns) dice que la especie fue inventada por agentes del gobierno”.96 Por otra parte, le informó que la revolución parecía haber empezado a tomar un aspecto serio en Michoacán. Y aunque la dictadura decía que era insignificante,
los hechos la desmienten, pues se han movido fuerzas de México, San Luis, Guanajuato y Guadalajara para defender Morelia; esto indica que la cosa no es tan insignificante. Al final, Juárez enviaba sus “memorias al amigo Arriaga y finas expresiones a Josefita”. El análisis de Juárez era correcto. Pocos días antes, el 19 de julio de 1854, el embajador Gadsden informaba a Washington desde México que la insurrección había comenzado a ejercer “una influencia estimulante en otras partes”, y que los informes que hablaban de la agitación en Michoacán, a pesar de su exageración, eran confiables. Ocampo, por su parte, como lo esperaba Juárez, estaba bien de salud, pero haciendo grandes esfuerzos por producir algunos alzamientos en el norte. El 6 de agosto acusó recibo a Juárez de su carta y le hizo algunos encargos. Al mismo tiempo, el michoacano convocó a varios mexicanos en un punto situado entre Brownsville y Laredo, es decir, en la pequeña ciudad de Río Grande, Texas —al otro lado de Ciudad Camargo, Tamaulipas, cien millas al oeste de Brownsville— y envió a Mata para que los atendiera y los invitara a levantarse en armas; pero, a pesar del activismo de José Ma. Carvajal y de Juan José de la Garza, el enviado especial de Ocampo encontró las cosas en un estado fatal. El 13 de agosto siguiente, Mata informó a Ocampo:
Creo que sólo el poder de Dios sería capaz de vencer los inconvenientes en los 95
OC, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, agosto 2 de 1854, doc. 75, pp. 113-114.
96
Ibid. El título del periódico en francés era La Abeille.
términos que yo deseaba se verificase. Todo es desacuerdo, vacilación y temores. Aseguro a usted que estoy hasta arrepentido de haber hecho el viaje porque lo considero infructuoso. Voy a tener una conferencia con estos señores para procurar hacerlos adoptar el único partido racional que, con presencia de las circunstancias, me parece debe seguirse, aunque tengo muy pocas esperanzas en el resultado.97 Al final, Mata suplicó a Ocampo, por supuesto, que lo pusiera “a los pies de Josefita”.98 Ocampo acusó recibo a Mata, envió a Juárez dos impresos “que tratan de los acontecimientos de ese rumbo” y días después, el 26 de agosto, recibió otra carta de Mata, en la que señala:
Bien poco puedo decir a usted respecto del asunto a que vine. Correos uno tras otro he enviado a Monterrey, excitando a las personas de aquella ciudad a que lancen el primer grito, con la seguridad de que serán secundados inmediatamente por toda esta parte de la frontera; pero aquellos señores deben ser de un carácter muy prudente, pues hasta hoy no he podido obtener una respuesta decisiva…99 En Monterrey, la influencia de Santiago Vidaurri, jefe de milicias de los Estados fronterizos, era decisiva; pero éste se resistía a participar en la revolución, probablemente porque consideraba que aún no era tiempo. Por fortuna, había jefes subalternos como Ignacio Zaragoza y Mariano Escobedo que ejercían presión para vencer su resistencia; pero todavía no eran lo suficientemente fuertes para convencerlo. La prudencia de aquél tenía mayor peso y rango que el arrojo de éstos.
Entretanto —prosigue Mata—, se ha podido adelantar bastante en (las poblaciones de) Mier y Guerrero, donde están listos para moverse a la primera voz. Respecto de
97
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Rio Grande City, agosto 13 de 1854, doc. 76, pp. 114-115. A partir de ese momento, el jarocho fue el interlocutor epistolar más importante del michoacano. Hay un libro formado por sus cartas, titulado Correspondencia privada del Dr. José Ma. Mata con Dn. Melchor Ocampo, publicado por el gobierno del Estado de Michoacán en 1959. 98
Ibid. El Plan de San Lorenzo de la Mesa, de 10 de agosto de 1854, proclamado por Eulogio Gautier Valdomar, Macedonio Capistrán y Guadalupe García, desconoció al gobierno de Santa Anna, se pronunció por el sistema federal, declaró vigente el arancel Ceballos (como lo había hecho el plan de Ayutla), ofreció reducir 25 por ciento a las importaciones y autorizó la inmigración “de todo extranjero laborioso y pacífico”. En relación con este plan, Joaquín J. del Castillo, cónsul de México en Brownsville, pensaba que José Ma. Mata y Andrés Treviño cruzarían la frontera para hacerse cargo de una fuerza organizada, pero se equivocó. El plan fracasó. Además, estos no apoyaban el de San Lorenzo, sino el de Ayutla. 99
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, agosto 2 de 1854, doc. 75, pp. 113-114.
Camargo, estoy en pourparlers (negociaciones) que no han producido aún resultado positivo, pero que me hacen concebir esperanzas lisonjeras… Por la vía de Camargo he recibido noticias de que Saltillo se ha pronunciado. No sé hasta qué punto sea digna de fe esta noticia, pero si fuere cierta, me parece que será un aguijón excelente para estimular a los de Monterrey. Se ha dicho también que la sección militar que salió del mismo Monterrey con objeto de atacar Ciudad Victoria, tomó partido por la revolución; pero no sabemos si es cierto porque hace muchos días que carecemos de noticias de ese rumbo… Espero únicamente el resultado de dos comisionados que he enviado a Monterrey. Si es posible emprender inmediatamente el movimiento, ejecutarlo, y si no, volverme rabo entre las piernas por donde vine, acompañado de la triste satisfacción de no haber excusado trabajo ni sacrificio… Tengo una firme convicción del triunfo de la revolución; pero creo también que no será tan pronto como había calculado. La demora del resultado, por una parte, y por otra, los obstáculos de toda clase con que tengo que luchar, me han hecho y me hacen sufrir bastante. Como siempre, el firmante envió sus memorias “muy expresivas a Josefina” y saludos “al amigo Arriaga”. A los pocos días, Mata regresó a Brownsville sin resultados tangibles, únicamente con la “triste satisfacción” del esfuerzo hecho.100 El 30 de agosto, Juárez informó a Ocampo que había cumplido con sus encargos, y por otra parte, que había habido otra defección entre los deportados, la del general Vicente Miñón; que éste regresaba a México en dos días, y que en Nueva Orleáns corría la 100
El gobierno de México, enterado de que los exiliados estaban formando grupos armados en Estados Unidos para invadir algunos espacios territoriales mexicanos colindantes, solicitó a Washington que hiciera valer las leyes de neutralidad y aplicara castigos ejemplares a los que participaran en tales proyectos; pero los agentes norteamericanos en Brownsville no veían más que un mexicano llamado Melchor Ocampo dedicado a cultivar su jardín, escuchar los conciertos musicales de su hija, participar en sesiones de lectura con Ponciano Arriaga y demás amigos, y escribir cartas. Nada de eso violaba las leyes de neutralidad. Por su parte Joaquín J. del Castillo, cónsul de México en Brownsville, tampoco podía presentar demanda alguna contra ellos, porque no podía probar que estaban realizando actividades subversivas contra el gobierno de México; en cambio, informaba a su jefe Díez de Bonilla que, además de los rumores de que éstos conspiraban, las altas tarifas aduanales habían hecho difíciles los intercambios comerciales y que, por tal motivo, la población de la frontera se había vuelto poco afecta al gobierno de Santa Anna, por lo que no era difícil que los planes de los emigrados llegaran a prosperar.
noticia de que los pronunciados de Ciudad Victoria habían rechazado las tropas de Santa Anna. “Se aguarda con ansia la llegada de algún buque de ese punto para saber la verdad”.101 Pero la verdad era que las tropas de Santa Anna, al mando del general Pedro Ampudia, habían recuperado Ciudad Victoria y hecho huir a los rebeldes, afiliados al Plan
de San Lorenzo de la Mesa.102 En esos días Benito Juárez cayó gravemente enfermo, no por la desilusión que le causó el fracaso del pronunciamiento en la capital tamaulipeca sino por la epidemia de fiebre amarilla que azotaba Nueva Orleáns. Quedó postrado durante casi un mes. Sin embargo, el hombre era más fuerte de lo que él mismo suponía. El 28 de septiembre volvió a tomar la pluma para informar a Ocampo que “en este lugar y en esta época en que la fiebre amarilla está haciendo sus estragos en grande”, él ya se sentía “enteramente bueno”.103 En relación con los últimos acontecimientos de México, Juárez informó que
por el Boletín del Sur del 6 de este mes (agosto) se supo que Álvarez marchó en persona con 2,500 hombres para Ayutla”; que llegó un día después de que las tropas del gobierno abandonaran el lugar, y que las noticias de Michoacán eran alentadoras. Se hablaba de que García Pueblita y Díaz Salgado habían entrado en Apatzingán y que se dirigían a Los Reyes para unirse con los que venían de Chapala con piezas de artillería, “de manera que a la fecha deben ya formar una sección de 500 hombres, a más de otras guerrillas que recorren el Estado. Luego entonces, el general Álvarez no sólo seguía vivo sino también estaba ejerciendo presiones militares contra la dictadura, apoyado activamente por los rebeldes michoacanos. Por otra parte, Juárez dijo que en Nueva Orleáns se había dado por segura la toma de Monterrey y la caída de Santa Anna;
pero esta noticia no me satisface, porque no se apoya en más datos que los que 101
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, agosto 30 de 1854, doc. 78, pp. 116-117.
102
Juan José de la Garza recibió en Villa de Jiménez a Macedonio Capistrán, uno de los redactores del Plan de San Lorenzo de la Mesa, y a un enviado de Santiago Vidaurri, para unir fuerzas; pero al enterarse del fracaso de Ciudad Victoria, regresó a Texas. 103
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, septiembre 28 de 1854, doc. 80, p. 120.
ministra La Bandera de Brownsville. Ojalá que en el correo inmediato se confirme tal noticia, pues entonces podemos asegurar la pronta caída del tirano. Y finalizó su carta, como siempre, enviando sus saludos y los de “los caseros” a Ocampo y su hija Josefina. Según los informes de Joaquín J. del Castillo, cónsul de México en Brownsville, el periódico La Bandera Americana publicaba constantemente noticias que atacaban al gobierno de Santa Anna y exageraba los triunfos rebeldes. Así que ni Juárez ni el cónsul daban mucho crédito a este periódico. Ocampo, por su parte, no le confirmó en esos días la supuesta toma de Monterrey. A pesar, pues, de que la dictadura era cada vez más inestable, la revolución todavía tenía mucho de espejismo…104 3. VIDA EN EL EXILIO El tiempo transcurría lentamente en el exilio; pero Ocampo en Brownsville y Juárez en Nueva Orleáns no descansaban. El 4 de octubre de 1854, Ocampo remitió a Juárez un despacho telegráfico y dos cartas dirigidas a Miguel Ma. Arrioja —el representante de Comonfort— rogándole que se las entregara; pero Juárez contestó el 25 de ese mes que, al no estar Arrioja en la ciudad, se las había enviado por estafeta a su nuevo domicilio en Nueva York, casa de madame Mondon, Broom Street No. 413. Por otra parte, tampoco podía darle noticias de México, porque el Orizaba, “que debió llegar esta mañana”, eran las nueve de la noche y no llegaba…105 En la primera semana de noviembre, Ocampo oyó que Arrioja esperaba a Ignacio 104
Sin embargo, el gobierno de Santa Anna, al restringir severamente la libertad de expresión y aumentar desproporcionadamente los impuestos al comercio, estaba cavando a largo plazo sin querer su propia tumba. Los cónsules norteamericanos en Veracruz y Tampico se quejaban de que las altas tarifas aduanales y los privilegios concedidos a algunos favoritos del régimen hacían prohibitiva la importación de productos de Estados Unidos, como consecuencia de lo cual el intercambio comercial entre los dos países había disminuido notablemente. Las importaciones norteamericanas habían bajado de un millón 500 mil pesos en 1837 a 260 mil en 1854, y las exportaciones mexicanas, de un millón 230 mil a 210 mil (en números redondos). Las autoridades mexicanas se negaban a admitir que, si reducían los aranceles, aumentarían sus ingresos y reducirían el contrabando. Además, el comercio con los puertos rebeldes era un delito grave y el bloqueo al que estaban sujetos dichos puertos dañaba las relaciones comerciales y políticas entre ambos países. En cambio, los productos ingleses gozaban de condiciones arancelarias excepcionales. Esto hacía murmurar a los comerciantes no sólo mexicanos sino también extranjeros, pero era necesario tener cuidado, porque la ley contra los murmuradores castigaba a los infractores con la muerte. En tales condiciones, el apoyo al gobierno santanista disminuía y la simpatía por los insurrectos aumentaba. Cfr. Marcela Terrazas Basante, op. cit. 105
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, octubre 25 de 1854, doc. 81, p. 123.
Comonfort en algún lugar de Estados Unidos. Tendría que ser Nueva York. Más tarde sabría que estaba gestionando un crédito para adquirir armas. Por lo pronto, preguntó a Juárez si sabía algo del representante del general poblano, pero éste le respondió una semana después que “de Arrioja nada sé ni he tenido contestación suya”.106 Más tarde, el 30 de noviembre, el mismo Juárez informó a Ocampo que se habían prohibido en Veracruz los periódicos La Abeja y Daily Delta (de Nueva Orleáns) e interceptado los reportajes de sus corresponsales en México.
Por otros conductos se sabe que la revolución del sur, lejos de extinguirse, progresa. En el Estado de México, en Guanajuato y en Jalisco hay chispas que ponen en cuidado al dictador. En mi concepto, en la misma capital se atiza el fuego. Con la escasez de recursos de parte del gobierno y con el disgusto general que existe en la Nación, es casi imposible que el dictador se salve de la borrasca, de manera que, a mi modo de ver, no es ya dudosa su pronta caída.107 En efecto, esta peculiar revolución, fruto de la voluntad política, más que de otra cosa, entraba fatigosamente en su segunda fase, con todos los costos que trae consigo un proceso de esta naturaleza. Era una revolución sui generis que se estaba desarrollando sin contar con el ejército, pues aparte de Félix Zuloaga, que se adheriría a los insurrectos después de haber sido derrotado y hecho prisionero, solamente otro militar de carrera, el general Miguel Negrete, en Zamora, se incorporaría a las filas rebeldes antes de su triunfo.108 Zarco diría después que la revolución había vencido “sin soldados, sin armas y sin dinero”. Y según Tena Ramírez,
ndividuos salidos del pueblo se improvisaron soldados y jefes, entre ellos, Epitacio Huerta, Manuel García Pueblita y Santos Degollado, en Michoacán (en donde era más fuerte la influencia de Ocampo). El ejército de línea, que desde el Plan de Iguala solía
decidir la suerte de los gobernantes mediante deserciones en masa, ahora se mantuvo
106
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, noviembre 14 de 1854, doc. 82, pp. 123-124.
107
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, noviembre 30 de 1854, doc. 83, pp. 124-125.
108
Tena Ramírez también incluye a Ignacio de la Llave, en Orizaba, considerándolo como uno de los pocos generales santanistas que se sumaron a la revolución; pero, aunque con el grado de general, Ignacio de la Llave no era militar de carrera sino abogado; no pertenecía al ejército de línea sino a las milicias de Veracruz, y no apoyó primero a Santa Anna y después al plan de Ayutla, sino al contrario: fue liberal —anti santanista— desde antes de que dicho plan se expidiera y continuó siéndolo hasta su muerte.
unido ante la insurrección popular.109 ———o——— A nueve meses del Plan de Ayutla, la dictadura empezaba despedir malos olores y el entrenado olfato político de Juárez alcanzaba a percibirlos desde Nueva Orleáns. Esto lo inquietaba. A pesar de sus deseos de triunfo y de la admiración que le causaba la actividad de Ocampo, él había mantenido —por salud mental— cierto escepticismo. Pero lo imposible parecía estar siendo posible. ¿Y si la revolución triunfaba? ¿Qué pasaría? ¿No acaso su esfuerzo y sacrificio serían aprovechados por los aventureros de siempre? ¿Cuál sería el destino de los principios por los que se luchaba? ¿Cuál el de los desterrados?
Destruido el tirano —se preguntaba—, ¿se habrá conseguido el triunfo verdadero de los principios? Esto es lo que yo no veo y lo que me entristece cada día porque, por más que se diga, no hay la ilustración y el patriotismo suficientes para conquistar la libertad, sin cometer excesos que la deshonren, ni para afianzarla (conseguido el triunfo), dejando a un lado las ambiciones personales… Puede ser que estas ideas sean falsas e hijas únicamente del mal humor que actualmente me domina.110 Al final, como siempre, el zapoteca enviaba sus “expresiones cariñosas a Josefita”.111 Ocampo tomaba nota de las preocupaciones de los expatriados, pero principalmente de Benito Juárez, José Ma. Mata y Ponciano Arriaga, con los que había estrechado fuertemente sus lazos de amistad. En realidad, el plan de Ayutla preveía qué hacer a la caída de Santa Anna. El general Juan Álvarez tendría que citar a un representante por cada región del país (Estado según la terminología federal o Departamento según la centralista) para hacerse elegir por ellos presidente interino de la República, con amplias facultades, y convocar a los quince días un Congreso Extraordinario Constituyente. Hasta allí todo estaba claro. No habría graves problemas. Al menos, eso esperaba.
109
Felipe Tena Ramírez, op. cit., p. 488.
110
OC, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, noviembre 30 de 1854, doc. 83, pp. 124-125.
Quizá fue entonces cuando Juárez escribió en Apuntes para mis hijos: “Por desgracia de la humanidad, el remedio que entonces se procuraba aplicar no curaba el mal de raíz, pues aunque repetidas veces se lograba derrocar la administración retrógrada reemplazándola con otra liberal, el cambio era sólo de personas y quedaban subsistentes en las leyes y en las constituciones los fueros eclesiástico y militar, la intolerancia religiosa, la religión de Estado y la posesión en que estaba el clero de cuantiosos bienes de que abusaba fomentando los motines para cimentar su funesto poderío. Así fue que, apenas se establecía una administración liberal, cuando a los pocos meses era derrocada y perseguidos sus partidarios”. 111
Los forcejeos empezarían al formarse el gabinete, pero confiaba en que alguien representaría al grupo de los desterrados. Los que resultaran ministros tendrían la responsabilidad de garantizar la realización de los principios ilustrados y patrióticos a los que se refería Juárez; entre los cuales, algunos de los más importantes eran: que la soberanía nacional dimana del pueblo; que todo poder público se instituye para beneficio de éste; que el pueblo tiene derecho a establecer o modificar su forma de gobierno, y que los derechos del hombre y del ciudadano son la base y el objeto de los órganos de poder. Una vez en el gabinete, las áreas de urgente atención serían las relaciones con Estados Unidos y con el mundo en general; los términos de la convocatoria al congreso constituyente; las relaciones con el ejército y las corporaciones religiosas; el tratamiento de la justicia y los negocios eclesiásticos, y el manejo de la hacienda pública y de los bienes de dichas corporaciones. El problema no sería cómo entrar al gabinete sino cómo sostenerse en él. Ocampo, sin embargo, a diferencia de Juárez, no creía que el asunto requiriera atención inmediata. Ya se plantearía en su momento. Además, si ninguno de ellos lograba entrar al gabinete, aún quedaban los espacios parlamentarios constituyentes, desde los cuales se harían valer los principios ilustrados y
patrióticos de referencia. Llegó diciembre de 1854. Los emigrados cumplieron un año en el exilio. Hacía seis meses que un grupo residía en Brownsville y el otro en Nueva Orleáns. Por esos días, un plebiscito que se llevó a cabo en México prorrogó indefinidamente la dictadura de facto y facultó a Santa Anna para designar sucesor. Así que Santa Anna se volvió déspota absoluto por voluntad popular.112 Según el Diario Oficial, se convocaron juntas populares que votaron en presencia y bajo la vigilancia de las autoridades, y por 435,530 contra 4,075 votos, Santa Anna fue electo presidente vitalicio. Los empleados que no votaron por la prórroga fueron
“Vencido el plazo de un año para reunir el Constituyente y expedir la Constitución, nada se había hecho al respecto. Pero a moción de Guadalajara, confirmada posteriormente en un plebiscito de diciembre de 1854, se prorrogó indefinidamente a Santa Anna el ejercicio de la dictadura y se le facultó para designar sucesor”. Felipe Tena Ramírez, op. cit., p. 481. 112
destituidos.113
Melchor Ocampo y su hija Josefina
Ocampo prefirió no pensar en tal aberración y dedicó su tiempo a responder una carta a su querido amigo José Ma. Manzo —confinado en México—, en la que le revela algunos detalles domésticos sobre los cuales descansó su actividad revolucionaria en el exilio Su situación no era nada fácil. Él y su hija se habían abonado a una fonda, en la que
la comidilla no vale gran cosa y hay días que tenemos que acabalar con galletas u otro suplemento, pero esto es bien corta desgracia. Arriaga no ha podido resolverse a abonarse en la misma fonda, de lo que infiero que es menos buen pobre que yo.114
113
Francisco Zarco, op. cit., p. 122.
114
OC, Melchor Ocampo a José Ma. Manzo, Brownsville, diciembre 8 de 1854, doc. 84, pp. 131-132.
El michoacano nunca había podido desprenderse del espíritu dadivoso que le ocasionara tantos problemas económicos durante toda su vida. Desde su salida de Tulancingo había empezado a gastar el dinero que tenía. Informó a Manzo:
Si no hubiera tenido que mantener a [Matías] Romero desde Jalapa, ayudar a Medrano y a otros, costear publicaciones y, sobre todo, comprar con tan poco conocimiento los efectos que traje de Nueva Orleáns, mis tres mil pesos no estarían tan mermados. Hubo días que le habían salido muy caros. En San Juan de Ulúa había gastado más de cinco pesos diarios; en La Habana, más de cuatro, y en los días de navegación, más de treinta: una fortuna al día. “Ahora ha venido la natural compensación”. No tenía ayudantes ni sirvientes, Josefina lavaba y planchaba “y yo hago los mandados y demás”. Su gasto era de un peso diario, incluyendo casa, alumbrado, etc., “pero no sé cómo economizar más”.115 A pesar de su dramática penuria, padre e hija estaban muy contentos, tanto “como es posible estarlo en circunstancias como las nuestras”. Su única queja era que no habían recibido últimamente carta de “nana Anita” —la madre de Josefa—; pero recalcaba algo importante: “aunque parezca vanidad”, a pesar de su modestia —casi miseria—, no daban lástima a nadie. Vivían como señores, con dignidad e independencia: “No nos quejamos ni damos el espectáculo de nuestros sinsabores”. Es cierto que temía la llegada de días peores, más duros, más difíciles; “pero no les haremos gestos”. Informó a Manzo que Benítez —apoderado de Ocampo— iba a enviarle quinientos pesos.
Yo le dije que no, principalmente cuando ignoro su origen y no estoy seguro de pagarlos. (Tenía todavía cerca de seiscientos), aunque no estén útiles sino doscientos, 115
Ibid. A diferencia de Ocampo, que vivió un año nueve meses en Estados Unidos en la más extrema frugalidad, con un gasto de un peso diario en promedio, Santa Anna, durante su largo destierro de veinte años, siempre viviría como un potentado, con un gasto promedio de 30 pesos al día, producto de los 232 mil pesos que tomó en 1854 del erario público, sin contar con la reserva de un millón de pesos que se apropió en 1855 a consecuencia de la venta de La Mesilla, según las denuncias que registraron por separado el embajador Santiago Gadsden y el coronel Ignacio Comonfort. Probablemente se trata del millón de pesos pagados por las letras de cambio 2 a 79, giradas por el ministro de Hacienda a la orden de Martínez del Río, endosadas a Manuel Escandón y cobradas por éste a nombre del dictador. Escandón, uno de los principales prestamistas y hombres de confianza de Santa Anna, se benefició con otros dos millones y medio de pesos, al pagársele las letras 108-117 y 139-146 giradas a su orden. Cfr. Marcela Terrazas Basante, op. cit.
y la verdad es que con ellos todavía tengo para mantenerme varios meses; una cosa es no viajar y divertirse, y otra, no tener ya con qué contar. Y es que había reservado cuatrocientos pesos para las actividades políticas y revolucionarias, y doscientos para vivir apretándose el cinturón. También había recibido otro ofrecimiento que no podía aceptar. Pidió a Manzo que devolviera
a los señores Rodríguez y Abrat —con mil expresiones de mi gratitud por su buena voluntad— los quinientos pesos que me ofrecen. ¿Con qué he de pagarlos después? Y si no los pagara, ¿con qué cara me los cogía? ¡Ni lo quiera Dios! Ocampo propuso a Manzo otra solución. Si Estanislao Echeverría y el señor Eguiard aceptaban entrar en sociedad con él en cierto negocio,
yo me atrevería a pedir al señor Gómez y al señor Terán otros cinco o seis mil pesos con qué comenzar, y en compañía, giraríamos. Sobre ese pie sí autorizo a usted para que haga cuanto guste. Por lo demás, no encuentro como explicarle todo el reconocimiento (que se aumenta al que ya le tengo) por esta nueva muestra de su celo y vigilancia por mi bien. No haría más un padre por su hijo. Las
preguntas
fundamentales
se
mantenían
en
pie:
¿cuánto
tiempo
más
permanecerían allí? ¿Regresarían algún día a la patria? 4. EXPECTATIVAS Y RECURSOS En ocasiones, Benito Juárez se desesperaba. Nunca lo demostró, desde luego; pero hacía un año y medio que no veía a su familia. Aunque su cuñado lo había visitado en Nueva Orleáns, su esposa, sus siete hijas y su único hijo continuaban en Etla, Oaxaca. A sus gemelas no las había visto nacer. Le era difícil resistir la prolongada separación del hogar y la ausencia de sus seres queridos. ¿Faltaba mucho para el regreso a la patria? A pesar de su fina capacidad de análisis y su fría y rigurosa objetividad, una noticia alentadora, una sola, lo hacía concebir —a veces— la ilusión del pronto regreso a México y, quizá, al hogar. Y al contrario, una mala noticia lo dejaba meditabundo; pero lo superaba con sus lecturas de Derecho Constitucional y escribiendo algunas notas que utilizaría más tarde para dar forma a los Apuntes para mis hijos. Melchor Ocampo era diferente. Sus viajes y sus lecturas lo habían hecho ver el mundo de otra forma. Él no se dejaba deprimir por las infaustas noticias, como Mata, ni arrebatar
de vez en cuando por las faustas, como Juárez. Mantenía el equilibrio entre el escepticismo y la esperanza; pero su fuego interior lo devoraba. Sus actividades de agitador revolucionario lo tenían sumamente ocupado y en constante tensión, multiplicada por la necesidad de actuar en la clandestinidad: se mantenía informado, multiplicaba sus contactos en ambos lados de la frontera, motivaba a sus compañeros, atizaba el descontento, fundamentaba propuestas, desbarataba objeciones, leía intensamente, escribía febrilmente, y en sus tiempos libres, enriquecía y embellecía su jardín de plantas, flores y hortalizas, mientras Josefina tocaba el piano y cantaba, cuando no lavaba y planchaba. ———o——— El 11 de diciembre de 1854, Mata hizo 26 horas de Brownsville al puerto de Punta Isabel, a unas cuantas millas de distancia —habrá que imaginarse el estado en que se encontraban los caminos—, para embarcarse en el vapor Nautilus rumbo a Nueva Orleáns. Ocampo le había dado una nueva comisión: que recibiera doscientos pesos oro del señor Mecklembourg, que alguien le había enviado desde México, probablemente Ana, su mujer. Ese dinero lo haría “rico” otra vez y le permitiría atender mejor a su hija por algunos meses, endulzar su paladar con algunas golosinas francesas y hacerle pequeños regalos para compensar sus desvelos y sacrificios. Al día siguiente, Mata escribió a Ocampo que ninguna noticia había de la nave que habría de llevarlo a su destino “y esto hace suponer que haya sufrido alguna desgracia”.116 En realidad, la embarcación estaba fuera de servicio: se mantenía anclada en Nueva Orleáns recibiendo mantenimiento. Después de una inútil espera de cinco días, Mata se embarcó en el Fashion, y después de tocar tierra en Corpus Christi y Galveston, llegó felizmente a Nueva Orleáns. De inmediato fue a casa de Mecklembourg por el dinero, pero éste estaba fuera de la ciudad y se le dijo que no regresaría pronto. “Por frívola que sea la disculpa, he tenido que darme por satisfecho y esperar”. Mata escribió a Ocampo el día de navidad, esto es, el 25 de diciembre de 1854.117 El dinero no lo recibiría sino hasta más de un mes después. Por lo pronto, ese mismo día aprovechó el viaje de Albino López a Brownsville para enviar a 116
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, diciembre 25 de 1854, doc. 87, p. 134.
117
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, enero 30 de 1955, doc. 93, pp. 140-142.
Ocampo “las semillas que me encargó, menos las de alcachofa porque no hay. Va también el algodón para las sobrecamas…”118 ———o——— Mata no envió a Ocampo noticias de México, porque Juárez le dijo que iba a escribirle, pero eran contradictorias.
Sólo haré mérito de las que contiene un párrafo de una carta que Enrique Dillon me enseñó. Habla de la venida de Santa Anna a Veracruz, debiendo quedar Vega al mando, solo o asociado con otros dos generales; pero los conservadores no están muy dispuestos a consentir la separación del cojo. Agregó, por otra parte, que algunos en Durango habían proclamado a Santa Anna emperador de México. Independientemente de las noticias anteriores, los análisis políticos de Juárez lo habían convencido. Tan es así, que él también creía, por una parte, que los días del dictador estaban contados, y por otra, que el porvenir era sombrío, aunque la revolución triunfara. Al día siguiente, 26 de diciembre, Mata agregó en la misma carta: “Confirmo mi idea de que pronto habrá un cambio. ¿Será suficiente para poner a México en la buena senda? No lo creo”. Y le envió el periódico Daily Delta (de Nueva Orleáns) así como sus “afectuosos recuerdos a Josefita”, a Ponciano Arriaga y a su señora. A los tres días, 29 de diciembre, Mata volvió a escribir a Ocampo.
Nuestras previsiones sobre la duración de Santa Anna en el poder se confirman y todas las probabilidades están a favor de nuestro regreso para la primavera próxima.119 Mata se refería a los próximos meses que correrían de marzo a junio de 1855. No se equivocaría. Aunque Santa Anna caería el 9 de agosto, el regreso empezaría en junio.
José Ma. Lafragua, que estaba aquí a mi llegada y se marchó hoy para San Francisco California a un negocio particular, me recomendó diese a usted expresiones de su parte; el mismo encargo me hace el señor Gómez para usted y Josefita. Yo lo hago a
118
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, diciembre 25 de 1854, doc. 87, p. 134.
119
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, diciembre 29 de 1854, doc. 88, p. 135.
usted también para con ella y la familia Treviño. Juárez, por su parte, envió a Ocampo en la misma fecha algunos impresos para que viera “lo que se dice de México acerca de los progresos de la revolución”.120 Le parecía importante que supiera los “sucesos más recientes de los Estados de Guanajuato y Jalisco, en que ha cundido el incendio”. También le informó que el nuevo cónsul mexicano en Nueva Orleáns era un aventurero que decía “lindezas” contra los mexicanos. “Cuando haya oportunidad —recomendó a Ocampo—, no deje de hacerle algunos cariños”. Por último, dijo haber sabido que Ignacio Comonfort había ido a Nueva York, pero también que ya no estaba allí. “Aún no sé dónde se halla y por eso no he mandado la carta que para él me remitió el señor Arriaga”. ¿A qué había ido Comonfort a Nueva York? ¿Dónde estaba ahora? Era un misterio. Así terminó 1854. A pesar de que la voluntad del pueblo mexicano había convertido a Santa Anna en presidente vitalicio, no hay ningún testimonio de que los desterrados se hayan felicitado por la llegada del año nuevo o que hayan deseado verse “el año que entra en Jerusalén”, es decir, en México. Quizá presentían que era inevitable. Durante el mes anterior, los días 9, 14 y 21 de diciembre, Ocampo había escrito y enviado a Mata dos libros, 25 ejemplares del periódico La Bandera (de Brownsville) y unos centavos para comprar dulces franceses. Mata contestó el 4 de enero de 1855 que había entregado 5 periódicos a Gómez, leído los libros y “los $2.50 que me incluyó usted han sido invertidos en higos secos, dulces y chocolate à la crème. No sé si habré acertado a satisfacer su deseo, porque le confieso que soy poco ducho en la elección de golosinas”.121 Poco ducho, probablemente, pero bien asesorado, sin duda. Más le valía. Los manjares no eran para Ocampo sino para “su Josefita”. También le devolvió el libro
Mártires de la libertad de Alphonse Esquiros.122 No sólo me ha agradado la lectura de este libro por las ideas que encierra y el estilo 120
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, diciembre 29 de 1854, doc. 89, p. 136.
121
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, enero 4 de 1855, doc. 90, p. 136-138.
122
Alphonse Esquiros, Histoire des martyrs de la liberté, Paris, 1851.
con que están desenvueltas, sino que me ha causado un bien. Mi alma ha adquirido un nuevo temple y mis ideas se han afirmado más. Gracias...123 Por otra parte, el mismo Mata le confirmó que el cónsul Arrangoiz, antes de irse a Washington, había quedado muy desacreditado ante la exigente, elegante y exclusiva comunidad de Nueva Orleáns; que Arrangoiz y Santa Anna se estaban peleando por el botín de La Mesilla, y que el nuevo cónsul de México era que “ni mandado hacer”. No olvidó mencionar un asunto pendiente: que el señor Mecklembourg no había llegado a la ciudad, por lo que todavía no recibía los doscientos pesos. Tampoco omitió sus “afectuosos recuerdos para Josefita” y sus “amistosos sentimientos a toda la familia Treviño y al señor Arriaga”. Con estas noticias, Ocampo cumplió el 5 de enero de 1855 sus 41 años de edad. ¿Fueron a felicitarlo los Arriaga, los Treviño, los Garza, los Carvajal, los Gómez? ¿Desafiaron el frío de la región y prepararon una parrillada? ¿Hicieron a un lado por un momento sus preocupaciones públicas y hablaron de sus asuntos domésticos? ¿Se deleitaron con el piano y la voz de Josefina? ¿Terminaron la tarde cantando nostálgicas canciones de la patria? ¿Brindaron por sus amigos expatriados de Nueva Orleáns? No hay nada que lo acredite, pero, ¿por qué no suponerlo…? El 17 de enero, Mata volvió a escribir a Ocampo para decirle que, por fin, al día siguiente, el Nautilus saldría de Nueva Orleáns y le enviaría sus encargos con el señor Balaundrán así como tres periódicos con noticias de México, traídos por el Orizaba, “que anuncian la próxima caída de Santa Anna”.124 Pero deploraba agregar que aunque se creía liberado “del maldito spleen”, no era así: “Dos veces me ha amagado desde que estoy aquí”. Parece que Mata, que era médico, hacía referencia a su bazo. Este órgano forma parte del sistema linfático e inmunológico y está íntimamente vinculado con la circulación de la sangre. Al fallar, deja de producir suficientes anticuerpos, lo que hace que aumenten los riesgos de infección. Algún problema tenía con él. Vale la pena adelantar que, a pesar de su padecimiento, tuvo una larga vida, sobrevivió a su esposa Josefina y falleció cuarenta años después, en 1895, a la edad de 76. En su carta, Mata también informó a Ocampo que Miguel Ma. Arrioja había llegado 123
OC, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, enero 4 de 1855, doc. 90, p. 136-138.
124
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, enero 17 de 1855, doc. 92, p. 139-140.
desde hacía cuatro días a Nueva Orleáns; que éste supuestamente le había escrito a Ocampo y a Arriaga, sin recibir respuesta, y que al enterarse de que la comunicación era muy fluida entre ellos, ofreció que en lo sucesivo entregaría sus cartas a Mata para que él se las remitiera y tuviera la seguridad de que llegarían a su destino.125 Al final, como siempre, envió sus “afectuosos recuerdos para Josefita” y sus “amistosos sentimientos a toda la familia Treviño y al señor Arriaga”.126 ¿A qué había ido Comonfort a Estados Unidos? ¿Por qué ni él ni Arrioja se lo habían informado a nadie? ¿Cuál era la razón de tanto misterio? ¿Por qué Arrioja mentía sobre las cartas que supuestamente le había enviado…? 5. BUENAS Y MALAS NOTICIAS El año de 1855 llegó con buenas y malas noticias para los proscritos de Brownsville y Nueva Orleáns. Ni las malas eran tan malas, ni las buenas, tan buenas. Las malas eran del norte. La guerra de guerrillas en Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila no se había desatado. Aunque despertaba una poderosa simpatía y a pesar de que los comerciantes de ambos lados de la frontera estaban dispuestos a financiarla, seguía en punto muerto. Los esfuerzos de Melchor Ocampo y de Ponciano Arriaga no habían fructificado. Chispas no faltaban, pero éstas no incendiaban las praderas.127 Las buenas venían del sur. Los territorios de Guerrero, Michoacán, Jalisco, Guanajuato, Querétaro y Oaxaca empezaban a arder. La propia ciudad de México estaba conmocionada. El 17 de enero, Benito Juárez escribió desde Nueva Orleáns a su “muy señor mío y 125
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, enero 17 de 1855, doc. 70, pp. 93-94. (Este documento está fechado erróneamente un año antes, en enero 17 de 1854 y, por consiguiente, marcado con un número que obviamente no le corresponde. Su lugar debiera estar después del doc. 90.) 126
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, enero 17 de 1855, doc. 92, p. 139-140.
“La guerra civil en el norte no ganaba hombres ni trincheras; pues Mata veía formar un grupo de insurrectos para asistir a la desbandada de otro. Tampoco había podido el señor Ocampo atraer a su lado a los viejos guerrilleros mexicanos asilados hacía años en territorio de Texas. Por último, todos los intentos para publicar un periódico con el cual pudiera alentar el espíritu de rebelión, habían fracasado”. (José C. Valadés, op. cit., p. 138). Por otra parte, las insistentes reclamaciones de Díez de Bonilla para que el gobierno norteamericano impidiera el paso de filibusteros y aventureros por la frontera —aludiendo a las fuerzas organizadas de los exiliados de Brownsville—, fueron desatendidas por Washington, porque no había habido —al menos hasta ese momento— ningún paso. Incluso Washington llegó a responder al gobierno mexicano que si creía que había algún grupo armado en territorio norteamericano con el propósito de desestabilizarlo y éste quería evitar su paso, debía proteger la frontera en su territorio con sus propias fuerzas. 127
querido amigo” Ocampo, que estaba contento, muy contento. Por fin, después largos meses de espera, había habido un brote armado en su tierra.
En el mes último hubo un pronunciamiento en Huajuapan, uno de los distritos de Oaxaca. Luego que se supo este acontecimiento en la capital del Estado, se notó efervescencia y alboroto en la población, por lo que las autoridades comenzaron a dictar medidas fuertes contra todos los que presumían estar de acuerdo con los pronunciados en las mixtecas. Hasta el 28 de diciembre habían expulsado a catorce personas y había varias en prisión. Tal vez esta conducta de los mandarines de aquella ciudad aumente el incendio, en vez de apagarlo.128 Por otra parte, informó que Miguel Ma. Arrioja, después de una larga estancia en Nueva York, estaba de vuelta.
Dice que un bolillo (un mexicano de allá) ha costeado cuatro mil quinientos fusiles, varias piezas de artillería, municiones y pólvora, que ha mandado a Acapulco, fletando por supuesto un buque que condujo estos auxilios. Dice también, y esto es cierto, que Comonfort ya está en Acapulco, por lo que ya he remitido la carta que me mandó el amigo Arriaga para este señor. Por último, los caseros me encargan lo salude a usted y a Josefita. ———o——— Por fin había quedado aclarada la intriga sobre el misterioso viaje de Comonfort a Nueva York. En lugar de recurrir a los desterrados, se había desplazado personalmente desde Acapulco a Estados Unidos para gestionar un crédito y adquirir las armas que necesitaba para sus tropas, lo que demostraba la poca confianza que tenía en ellos. Probablemente había querido evitar que Ocampo —tan puntilloso en materia de préstamos a cargo de la nación—, le pusiera un límite o condición a sus compromisos pecuniarios. Únicamente Arrioja lo había acompañado. Y éste, en lugar de informarlo oportunamente a los proscritos, lo había ocultado. Era natural. Arrioja no era un deportado sino un representante de Comonfort ante los deportados. Como Sandoval, había estado de acuerdo en que se aceptara dinero de los norteamericanos en condiciones tales, que el cónsul Arrangoiz se había valido de eso como excusa para pedir al gobierno 128
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, enero 17 de 1855, doc. 92, p. 139-140.
mexicano que los acusara ante el de Estados Unidos de estar confabulados con filibusteros para invadir México, sustraer a la soberanía mexicana grandes trozos del territorio nacional y derrocar al gobierno de Santa Anna. No es remoto que Arrioja se haya apoyado en esta experiencia para sugerir a Comonfort que mantuviera a Ocampo alejado de sus negociaciones para obtener créditos y adquirir armas; pero no hay nada que lo acredite. Sin embargo, la infantil mentira de Arrioja sobre el supuesto extravío de sus cartas, en lugar de demostrar que había querido tenerlos al tanto de sus gestiones, no hizo más que lo contrario; es decir, confirmar que Comonfort no había tenido confianza en ellos en un asunto que competía a todos. En fin, a lo hecho, pecho. Ocampo nunca puso en duda la capacidad de Comonfort para adquirir créditos y armas que fortalecieran la capacidad combativa de la revolución. Teniendo bajo control una importante aduana —la de Acapulco—, podía girar con los ingresos del puerto contra el crédito de la nación y garantizar cualquier préstamo que se le hiciera. Pero una cosa era el tráfico legal de armas en Estados Unidos y otra muy distinta su envío fuera del país, asunto no sólo comercial sino también político. El gobierno norteamericano, a pesar de la creciente rivalidad que había entre el norte y el sur, estaba en manos de los sureños y tenía relaciones diplomáticas y comerciales muy ventajosas con el gobierno santanista de México. Le acababa de comprar un gran pedazo del territorio nacional a muy bajo precio y había obtenido gratuitamente —y a perpetuidad— el derecho de paso de sus tropas, ciudadanos y mercancías por el istmo de Tehuantepec. El embajador Santiago Gadsden, no obstante sus frecuentes reyertas con la cancillería mexicana, estaba maniobrando para adquirir otros grandes espacios territoriales mexicanos —por lo menos Baja California— con la complacencia de Santa Anna. Y éste, a pesar de favorecer abiertamente las relaciones de su gobierno con Francia, España y Gran Bretaña, no podía descuidar a Estados Unidos, mientras no cobrara la indemnización por la venta La Mesilla, de la cual todavía le faltaban tres millones. Luego entonces, a pesar de las simpatías que despertaba el movimiento revolucionario en amplios sectores del congreso y el pueblo norteamericanos —sobre todo en el norte—, era improbable que el gobierno autorizara la salida de material bélico de sus fronteras, destinado a derrocar a un aliado. Así que no había muchas esperanzas de que las armas y municiones adquiridas por Comonfort en Estados Unidos llegaran a Acapulco en breve
término. Y aunque llegaran, Ocampo no compartía con él la importancia que se les daba para hacer triunfar a la revolución. En todo caso, el mismo 17 de enero Miguel Ma. Arrioja escribió a Ocampo desde Nueva Orleáns para confirmarle que le había escrito varias cartas desde Nueva York y otras tantas a Ponciano Arriaga, “y no tuve la satisfacción de ver sus respuestas, seguramente porque la mayor parte se extraviaron, según me ha indicado el señor Mata”.129 Perderse una carta a un destinatario era posible; pero, ¿tantas cartas, a tantos destinatarios? Arrioja agregó que había llegado de Nueva Orleáns hacía tres días y que desde el 20 de noviembre anterior había salido “Nacho Comonfort de Nueva York” con destino a Acapulco, habiendo tratado
más de 100,000 fusiles (sic), algunos cañones y obuses de montaña, 100 quintales de pólvora, 20,000 tiros de fusil, muchos de cañón, bombas, granadas, cohetes de diversas clases, plomo y, en suma, un surtido regular de las municiones de guerra que necesitaba para la fortaleza de Acapulco y para sostener con éxito la revolución en el sur. Tengo ya carta suya en que me participa que llegó sin novedad a Acapulco el 7 de diciembre y que las cosas relativas a la revolución van perfectamente por allá. Arrioja aclaró además que para hacerse de las armas así como de una imprenta y “algún dinero en efectivo”, Comonfort no había hecho contrato alguno
que afectara la independencia de la patria o su territorio en lo más mínimo, pues únicamente le hizo un préstamo un amigo suyo, más por consideraciones de amistad particular que por cualesquiera otras. Aún así, Ocampo pensó que una cosa era hacer un trato, y otra, cumplirlo. Habría que ver si Comonfort recibía las armas. Además, si no se afectaba la independencia o el territorio de la nación, ¿qué había dado en garantía por el crédito obtenido? ¿Sólo su palabra? Si esto era así, había que admitir que don Ignacio tenía muy buenos amigos. ¿Por qué no reconocer abiertamente que había comprometido y dejado en garantía los ingresos de la aduana de Acapulco? Por último, Arrioja le hizo saber que 129
Ibid, Miguel Ma. Arrioja a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, enero 17 de 1855, doc. 91, p. 138-139.
el poder amplio del general Álvarez, que trajo Comonfort para proporcionar recursos a la revolución, quedó sustituido a mi favor con todos los requisitos legales. En virtud de él, he trabajado lo posible, sin conseguir hasta ahora cosa alguna; mas sigo trabajando, y si algo consiguiere, lo participaré a usted a fin de fomentar la revolución por ese rumbo; además, si ustedes pueden en este sentido hacer allí algún contrato y le fuere útil mi representación, debe estar seguro de que yo ratificaré cuanto haga, para lo cual, si fuere necesario ir allá, marcharé inmediatamente con su aviso. Y terminó enviando sus “más finas memorias a Pepita y Ponciano (Arriaga)”. Luego entonces, no había ninguna duda: Comonfort había dejado empeñada no sólo su palabra sino también los ingresos de la Nación —percibidos por la aduana de Acapulco—, aunque sin comprometer su independencia política o su integridad territorial. No estaba mal. Además, Arrioja había quedado como apoderado directo de Comonfort e indirecto de Juan Álvarez para obtener más créditos y avivar el incendio revolucionario “por ese rumbo”. La situación, en efecto, parecía alentadora; pero no del todo. En el fondo, quedaba el hecho de que Comonfort no había corrido ninguna cortesía a los exiliados, ni los había convocado en algún lugar para hablar con ellos, ni siquiera les había enviado un saludo. Además, había minimizado no sólo la importancia de la revolución del norte sino también el papel que Ocampo, Arriaga y otros estaban haciendo por atizarla. Y lo más grave: no había tenido confianza en ellos ni en los demás proscritos de Nueva Orleáns en el asunto de los créditos ni en las negociaciones para obtenerlos. En otro orden de ideas, el trabajo de Ocampo no consistía en auxiliar a Arrioja a pedir prestado contra los menguados ingresos de la nación. Él no creía que bastaba tener el dinero en una mano y un arsenal en la otra para levantar un movimiento revolucionario de la nada. Lo cierto era lo contrario. Si tenía éxito y desataba el movimiento, no le sería difícil obtener dinero y armas. Y para obtenerlo, no necesitaba al apoderado de Comonfort ni un documento de éste, y ni siquiera la autorización de Álvarez, sino sólo la voluntad revolucionaria de la nación y la solvencia de cualquiera de sus ciudadanos. En este caso, aunque la solvencia de los ciudadanos existía, la voluntad revolucionaria de la nación no se materializaba… todavía. Sea lo que fuere, mientras no ocurriera otra cosa, él decidió seguir haciendo su
trabajo político en las mismas condiciones, sin descuidar su puro, ni sus lecturas, ni su jardín, ni los conciertos de su hija… y dejó que Arrioja hiciera el suyo. ———o——— El 30 de enero, siempre desde Nueva Orleáns, José Ma. Mata informó a su “apreciable amigo y señor” Ocampo que Lamberg había pasado a verlo para explicarle lo ocurrido en Matamoros. No señala lo ocurrido, pero el sentido de su carta hace pensar en un descalabro. “Con los elementos que hay allí —le dijo—, no espero que se haga nunca algo bueno”.130 Por otra parte, le hizo saber que había recibido en Nueva Orleáns a la esposa de Ponciano Arriaga con una carta en la que éste se la recomendaba. “Pero por los términos de la carta y por lo que esta última me ha dicho, no hay tal disposición de ir a México sino que ella se quedará aquí y Arriaga deberá venir a reunírsele”. ¿Qué había pasado entre Arriaga y su esposa? ¿Una riña doméstica? Mata lo omite.
Aunque ignoro los pormenores de lo ocurrido, los presumo por los antecedentes que tengo y le aseguro a usted que lo siento en el alma… Vale más no hablar de eso”. Cambiando de tema, Mata le dio cuenta de varias menudencias; entre ellas, que por fin había recibido del señor Mecklembourg los doscientos pesos que debía a Ocampo; que “si el señor López no ha entregado a usted las semillas, sírvase decírmelo para enviarle otras”; que se sintió complacido al saber que había recibido del señor Fernández los dátiles que le envió, y que ignoraba si el señor Balaundrán le había dado “un canasto de manzanas que a la hora de embarcarse llevé a bordo”, porque “el barril de ese mismo fruto que mandé a usted con la goleta, creo que habrá llegado enteramente podrido”. Además, le envió unos periódicos para que se impusiera de las últimas noticias de México y concluyó:
El señor Arrioja recibió cartas de Acapulco y unos boletines que creo que podremos remitir a usted, porque se están reimprimiendo, y por ellos verá que la revolución avanza. Pero también escribió algo que preocupó a Ocampo: que tenía esperanzas de que se procediera con acierto en la elección del individuo que habría de ponerse al frente de la 130
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, enero 30 de 1855, doc. 93, p. 140-142.
administración para suceder a la actual. El colofón de Mata era el de siempre: que tuviera
la bondad de saludar a Pepita, diciéndole que yo también la extraño mucho, que deseo toque y cante mucho para que se distraiga, y que al hacerlo se acuerde de su desencuadernado amigo.131 Ocampo dio a su hija el mensaje recibido y se quedó meditando. ¿Por qué dudaba Mata que pudiera haber una persona adecuada en el gobierno al triunfo de la revolución? ¿Y el plan de Ayutla? ¿No era lo suficientemente explícito al respecto? ¿Ya había sido olvidado? ¿No acaso, conforme a dicho plan, el general Juan Álvarez debía nombrar a los electores para que éstos, a su vez, depositaran en sus manos el poder absoluto? ¿Había la posibilidad de que eligieran a otro presidente interino de la República? ¿A quién? ¿Acaso Juan B. Ceballos —que había regresado a México— trataba de aprovecharse de la situación para hacerse del poder a la caída de Santa Anna? No era remoto que lo intentara; pero necesitaba un plan y no lo tenía. El único plan era el de Ayutla. También cabía la sospecha de que Comonfort, basado en dicho plan, hiciera alguna jugarreta política que le permitiera desplazar a todos, empezando por Álvarez, y se hiciera elegir presidente en lugar de él, pero era imposible corroborar esta hipótesis a larga distancia. Para ello era necesario estar en México. Luego entonces, ¿estaba llegando el momento de regresar a la patria y ayudar a reafirmar el curso de las cosas…? 6. INÚTIL AMNISTÍA Para Melchor Ocampo, lo importante y valioso del viaje de Ignacio Comonfort a Estados Unidos, desde el punto de vista político, no había sido el cargamento de armas comprado en noviembre de 1854 en Nueva York y supuestamente embarcado a Acapulco, cuanto el crédito que se le había otorgado para adquirir tal material. Crédito se deriva de creer. Se empezaba a creer en el triunfo de la revolución. Había dudas, por supuesto; mientras mayores las dudas, más altos los intereses que había que pagar, y viceversa; pero se le daba crédito. Mientras Santa Anna había vendido una porción del territorio nacional como La Mesilla y convertido otra, la de Tehuantepec, en un protectorado norteamericano (ambas cosas 131
Ibid. Probablemente Mata estaba todavía bajo los estragos de sus males de bazo.
por diez millones de dólares), la revolución guerrerense acababa de obtener unos cuantos miles de un particular, en calidad de préstamo. Dicho préstamo tendría que pagarse oportunamente, incluyendo sus leoninos intereses, pero sin quedar comprometida la soberanía ni la integridad territorial de la nación, sino sólo sus ingresos futuros. Eso era positivo. Luego entonces, Ocampo no estaba equivocado. En la medida que creciera la revolución, crecería su capacidad de crédito. Y mientras mejor se utilizara el crédito, más fuerza adquiriría la revolución. Por tanto, era necesario estimular esta virtuosa espiral ascendente; pero siempre sin comprometer inútilmente los recursos de la nación… A pesar de lo cual había algo en la operación financiera y mercantil de Comonfort que no acababa de convencerlo. No sabía qué… Para liberarse de la tensión política, el michoacano escuchaba el piano y la voz de su hija Josefina, leía sus libros, tomaba notas y descansaba trabajando en su jardín. Para atenderlo, diversificarlo y embellecerlo, solicitaba constantemente plantas y semillas a José Ma. Mata y Benito Juárez. Por lo que se refiere a sus lecturas, Valadés sospecha que en esta época descubrió a Proudhon.132 Lo cierto es que éste sería uno de sus autores favoritos, del cual llegaría a tener veintiuna obras e incluso varios ejemplares de algunas de ellas.133
“Aunque es cierto que Proudhon era conocido en México desde cinco años antes del destierro…, no he hallado rastros de una simiente proudhonense anterior a 1854 que hubiera podido florecer en el jardín del señor Ocampo”. José C. Valadés, op. cit., p. 131. 132
133
Ninguna de las obras de Proudhon fue inventariada por los albaceas de Ocampo. Sin embargo, quedan dos en la Biblioteca Pública de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo: Banco del pueblo y Organización del crédito (en francés), ambas con sello seco de Luis González Gutiérrez, funcionario del Gobierno del Estado de Michoacán, que fue quien recibió los libros de Ocampo de manos de sus albaceas.
En todo caso, Ocampo calculó que dentro de poco la revolución tendría que acreditar a un representante permanente ante el gobierno de Washington. Era importante que éste dominara el idioma del país a la perfección, para evitar intérpretes y, por consiguiente, equívocos o malos entendidos. Así que instruyó a José Ma. Mata que aprendiera el inglés tan bien como había aprendido el francés. El 31 de enero de 1855, Benito Juárez confesó a Ocampo que en Nueva Orleáns
estábamos muy alborotados aguardando la llegada del Nautilus para saber si era cierto el nuevo pronunciamiento de Ciudad Victoria, que nos habían anunciado de Galveston y de México; pero cuando ni usted ni ninguno de los que escriben de ese punto, nada nos dicen, hemos quedado con tres palmos de narices.134 En efecto, no había sucedido nada. Nuevamente eran rumores. Pero dicen que cuando el río suena, agua lleva. Crecían las esperanzas. Mientras tanto,
por el Boletín de Acapulco que le adjunto —prosigue Juárez—, verá que la revolución del sur sigue en buen estado y esperamos que a la vuelta del (vapor) Orizaba nos lleguen noticias mejores, que transmitiré a usted oportunamente. ———o——— Mata, por su parte, se encargó de cumplimentar los encargos de Ocampo y sufrió hasta lo indecible al tratar de adivinar los deseos de Josefina. Por una parte, sabía que las 134
OC, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, enero 31 de 1855, doc. 94, p. 142.
manzanas que había enviado a Brownsville habían llegado en estado pitoyable (lastimoso).
Como ya contaba yo con ese resultado, le he remitido por cada viaje del Nautilus un cestito con manzanas, el primero con el señor Balaundrán y el segundo con un joven apellidado Ramos, de San Luis, que vino de ésa con el señor Sabás Iturbide. ¿Las ha recibido usted? 135 Por otra parte,
Vamos a los encargos. He recorrido los establecimientos de semillas y sólo he encontrado las de dalias, billete (sic) y pie de alouette. No las hay de fresas, rosas, verbena, ni de plantas coníferas. Va el ciento de pies de fresas y la planta de hortensia, así como el chocolate, la navaja inglesa, el papel y los aretes. El tabaco ha subido de precio y las probabilidades son de que suba más todavía, por cuya causa me decidí a comprar dieciocho tercios que le manda monsieur Bruguiere. El costo de lo anterior era de $24.35. Además, “pasó ya y con exceso el periodo de la poda de los rosales, de modo que ha sido imposible obtener las estacas que usted deseaba”. Por último, llegó al punto clave:
Grande duda he tenido respecto en la elección de los aretes de oro y esmalte, porque como no conozco los gustos de la personita que supongo va a usarlos, he temido mucho que no le agraden. Pero si esto sucediere, que me maldiga y remaldiga por mi torpeza, que confieso es grande en muchas cosas y muy particularmente en la elección de objetos femeninos. Josefina seguramente sonrió cuando su padre le leyó el párrafo anterior. Mata agregó que sus encargos se los llevaría el señor Juan José de la Garza y los periódicos irían por correo. Garza, además de abogado, era general de milicias. Había sido gobernador de Tamaulipas durante un mes, del 19 de noviembre al 21 de diciembre de 1852. Más tarde jugaría un papel destacado en la revolución del norte bajo la influencia de Ocampo; se convertiría en el segundo de Vidaurri, y al triunfo de la causa, volvería a ser gobernador, a partir del 30 de septiembre de 1855. En otro orden de ideas, Mata continuó:
Dejé hace nueve días el hotel Véranda Conti y me tiene usted ahora quite yankee en 135
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, febrero 14 de 1855, doc. 95, pp. 142-144.
el barrio americano, con una familia en donde no hablo más que inglés. Estoy aquí muy tranquilo, pues soy el único huésped. Arrioja debió venir a vivir desde el mismo día que yo lo hice; pero ha estado algo indispuesto y, como usted conoce su carácter, el negocio lo ha juzgado bastante grave para impedirle el cambio de domicilio. Al fin vendrá, pero creo que se aburrirá pronto, porque aquí encontrará todo, menos los mimos que él dice le hacen en la casa donde se halla. En cuanto a mí, estoy resuelto a permanecer aquí hasta que hable correctamente inglés o llegue el caso de regresar a México. La casa es número 57, calle de Anunciación. En los asuntos políticos, Mata creía que a “su alteza bribonsísima” no le quedaba mucho tiempo en el poder y que, por consiguiente, faltaba poco para el regreso a la patria. Informó que había concedido una amnistía y comentó sarcásticamente: “Tarde piaste, dijo el gachupín al pollo”. Por último,
por un anónimo de letra conocida que recibí últimamente, me he impuesto de que en el Estado de Veracruz se trabaja por organizar la revolución. ¡Ojalá y salten pronto a la arena porque me causa pena que mis paisanos se tarden tanto en mostrar su cariño al ilustre cojo! Juárez, por su parte, volvió a escribir a su “muy estimado amigo y señor” Ocampo en la misma fecha, 14 de febrero, para decirle que le había agradado mucho leer dos periódicos de Nueva Orleáns: La Verdad y La Abeja; porque el primero le había dado una buena zurra al cónsul santanista de México y el segundo hablaba “de modo muy halagüeño” del estado de la revolución del sur.136 También le informó que
los pronunciados de las Mixtecas en el estado de Oaxaca marcharon a Tlapa y no a la capital del Estado, porque las autoridades aprehendieron a los principales que debían proteger la aproximación de los mixtecos. En Tehuantepec, los que iban a pronunciarse lograron ocultarse, pero continúan trabajando para realizar sus designios. Tal vez lo hayan conseguido y por eso se dice en las noticias que publicaron el Delta News y el Correo de la Luisiana (de Nueva Orleáns) que Tehuantepec está ya pronunciado.137
136 137
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, febrero 14 de 1855, doc. 96, pp. 144-145.
Ibid. El título del periódico Correo de la Luisiana era en francés Le Courier de la Louisiane, como el de La Abeja era La Abeille, y La Verdad, La Verité.
Por último, agradeció el interés de Ocampo por su familia en Oaxaca y le dijo que “toda ella sigue con buena salud”. El gobierno de Santa Anna, por su parte, dio su propia versión de los hechos en el
Diario Oficial de 22 de febrero de 1855, que publicó el siguiente texto: Muy lejos estamos de creer que la escandalosa rebelión que existe en uno que otro punto de la República sea la que merezca, con más fundamento que otra de las muchas que por desgracia le han precedido, la atención del supremo gobierno, hasta el grado de contemporizar o transigir con ella en obsequio del bien general. Bien al contrario, la actual sedición, en nuestro concepto, no merece con propiedad ni el nombre de revolución política sino únicamente el de una insurrección demagógica y salvaje.138 Un dato importante en la correspondencia de José Ma. Mata es el que se refiere a la llegada de Sabás Iturbide a Nueva Orleáns. Luego entonces, las amarras puestas a los opositores de Santa Anna para impedir su movimiento, ya se habían soltado, puesto que su amigo pudo moverse libremente dentro y fuera del país. Lo más probable es que también se haya desplazado a Brownsville para abrazar a su gran amigo Ocampo y llevarle directamente noticias frescas sobre la situación en México. Desafortunadamente, no hay ningún dato que lo corrobore. ———o——— Finalmente, una semana después, el 28 de febrero de 1855, los desterrados de Nueva Orleáns consideraron llegado el momento de regresar a México. Estaban indignados. La revolución no había triunfado todavía, pero tampoco había necesidad de ello. Benito Juarez, José Ma. Mata, José Ma. Gómez, José Dolores Cetina, Miguel Ma. Arrioja, Manuel Cepeda Peraza y Guadalupe Montenegro dirigieron un comunicado a Ocampo y Arriaga: Dicen: “Deseosos de cooperar al triunfo de la guerra, hemos acordado uniformemente trasladarnos al campo de la revolución, para desde allí prestar los servicios que estén a nuestro alcance”, y les pidieron que unieran su suerte a la de ellos.139
138 139
Diario Oficial del Gobierno de la República Mexicana, México, 22 de febrero de 1855, núm. 206.
OC, Juárez, Mata, Gómez, etc. a Melchor Ocampo y Ponciano Arriaga, Nueva Orleáns, febrero 28 de 1855, doc. 97, pp. 145-146. Benito Juárez agrega en sus Apuntes para mis hijos el nombre de Guadalupe Montenegro, a pesar de que éste no obra en el comunicado original, probablemente por error. Sin embargo,
Santa Anna había ofrecido reabrirles las puertas de la patria a través de una amnistía, a condición de que reconocieran su gobierno y se comprometieran a no alterar el orden público, so pena de permanecer para siempre en el destierro. Los desterrados no reconocían la autoridad del dictador y menos su hipotética atribución de condicionar su regreso a la patria. Ellos le demostrarían que la patria es de los patriotas, no de él; que regresarían con, sin y contra su voluntad; que jamás admitirían su desgobierno y que pondrían orden a su desorden. En su escrito, los expatriados de Nueva Orleáns comentan con irritación que el general Santa Anna había ofrecido abrirles
las puertas de la patria, a condición de que nos humillemos a jurarle obediencia y sancionar con nuestro juramento la injusticia que ha hecho pesar sobre nosotros y sobre nuestras desgraciadas familias. Acostumbrado a imponer su caprichosa voluntad a seres envilecidos que se afilian en su partido, cree encontrar en nosotros, con el amago de un destierro perpetuo, una sumisión que nos degrade. Preciso es, pues, hacerle entender que para nosotros no hay fuerza, no hay pena bastante que nos obligue a reconocer como legal y justa su arbitraria e inmoral administración. Quedamos esperando su anuencia para que, de acuerdo con ustedes, fijemos el día de nuestra marcha. Juárez escribió a Ocampo una carta aparte —en la misma fecha—, en la que señala que
la presencia de usted y del amigo el señor Ponciano Arriaga en el teatro de la revolución será bastante para que el espíritu público se aliente. Tal es la convicción que tengo y por ese motivo he unido mi voto al de los demás amigos.140 Los exilados de Nueva Orleáns tenían razón. Los de Brownsville comprendieron y compartieron sus sentimientos. Y aunque no la tuvieran, no podían ni querían, ni debían desairarlos. Eran sus compañeros de exilio. Necesitaban regresar con ellos a la patria. Pero, al mismo tiempo, todos los análisis políticos de Ocampo lo llevaban a la conclusión de que lo que ellos hicieran en Brownsville sería de mayor trascendencia que su los exiliados de Brownsville, al responder a la carta en la que se les invita regresar a México, lo citan a la cabeza de los demás. 140
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, febrero 14 de 1855, doc. 96, pp. 144-145.
presencia en Guerrero. ¿Qué hacer…? ¿Cómo conciliar esas diferencias? Por lo pronto, no contestó…
CAPÍTULO III
1. Regreso frustrado. 2. Amenaza de secesión. 3. La Junta Revolucionaria. 4. Primeros acuerdos de la Junta. 5. La influencia de la Junta. 6. Frustrada disolución de la Junta. 7. La última sesión. 1. REGRESO FRUSTRADO La situación en México era lamentable. A pesar de todo, la opinión pública empezó a hacerse sentir y el gobierno a ceder, aunque paulatina y condicionalmente. El periódico conservador El Universal de 4 de marzo de 1855, financiado por el Estado, publicó un texto en el que se señala que si no se quería que Santa Anna gobernara al país “bajo la inspiración de su conciencia”, estaba bien que se aprobara una Constitución, siempre y cuando fuera otorgada por el jefe de Estado y no impuesta por la violencia.
Una Constitución que diga al gobierno: manda, porque el pueblo tiene la obligación de obedecerte; una Constitución que diga al pueblo: obedece, porque te está bien lo que el gobierno pueda mandarte.141 Invitados por la ley de amnistía a regresar a la patria, a condición de que reconocieran el gobierno dictatorial, los desterrados de Nueva Orleáns, como se ha visto, reaccionaron con indignación y coraje. Al decidir —por unanimidad— regresar al país y sumarse a la revolución del sur, sin, al margen y contra la voluntad del dictador, esperaron que los de Brownsville aprobaran la idea y partieran con ellos; pero éstos, a pesar de que no deseaban contrariarlos, dudaron, sobre todo Ocampo, de la conveniencia de abandonar el proyecto de la revolución del norte, porque estaba convencido de que, a pesar del crecimiento de la del sur, ésta no alcanzaría el triunfo sin aquélla. Benito Juárez insistió en el regreso. El 14 de marzo de 1855 ofreció a Ocampo que al día siguiente iría a bordo del Nautilus para entregar al señor Andrés Treviño —de regreso a Brownsville— las plantas que le había encargado. “Se las remito en la misma forma que me las dio nuestra casera, porque dice que así llegarán útiles para reimplantarse”. También le envió unos periódicos “para que se imponga del estado que guarda la revolución”.142 Pero lo que más le importó fue recordarle la invitación que los desterrados 141
El Universal, núm. 369, 4 de marzo de 1855.
142
OC, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, marzo 14 de 1855, doc. 100, pp. 148-149.
de Nueva Orleáns le habían enviado dos semanas atrás para regresar juntos a la patria.
A más de una carta que dirigimos a usted y al amigo Arriaga en el correo anterior, firmada por todos los proscritos residentes en esta ciudad, yo le escribí a usted en lo particular. Supongo que esas cartas estarán ya en su poder y se habrá convencido de que no lo olvidamos sus amigos. El objeto es invitarlo para irnos a Acapulco a prestar el auxilio que cada uno pueda para impulsar la revolución. Estamos esperando que ustedes nos contesten. ———o——— Arrioja, por su parte, informó a Ocampo, en la misma fecha, que varios amigos se habían reunido en Nueva Orleáns con Enrique Dillon, a fin de persuadirlo de que “nos prestara la cantidad que se necesita para un nuevo pronunciamiento en la frontera” e influyera en los principales comerciantes de Brownsville
para que, haciendo lo mismo, se reúna la suma de 25 ó 30 mil pesos, que se ha calculado suficiente para la empresa, bajo el concepto de que el contrato ha de ser autorizado por mí, como representante del general Juan Álvarez, en lo cual, por supuesto, estoy conforme.143 Los prestamistas debían dar a los exiliados el dinero en efectivo contra un recibo por una cantidad mayor que, en ningún caso, pasara del doble, y sin causar rédito alguno. El doble era ya suficiente rédito. Esto significa que, a cambio de los 25 ó 30 mil pesos recibidos, se entregarían 50 ó 60 mil. El préstamo sería pagado por la nación a través de los derechos de importación que causaran los efectos que los acreedores introdujeran a México por las aduanas de los estados fronterizos que secundaran el plan de Ayutla. Los comerciantes de Brownsville podrían cubrir tales derechos, la mitad en numerario, “y la otra, en abono de lo que se les deba en préstamo, hasta su amortización”.
143
Ibid, Miguel María Arrioja a Melchor Ocampo y Ponciano Arriaga. Nueva Orleáns, marzo 14 de 1855, doc. 99, pp. 147-148.
Siendo imposible para Arrioja viajar con Dillon al día siguiente, pidió a Ocampo y a Arriaga que celebraran el contrato con dichos comerciantes,
seguros de que yo he de ratificar con el poder que tengo lo que ustedes hagan, con más gusto y confianza que si lo hiciera yo mismo, con cuyo objeto me tendrán allí en el próximo viaje de vapor. Esta noticia cayó como anillo al dedo a Ocampo, no tanto por la necedad de Arrioja de querer convertirlo en su auxiliar financiero, cuanto porque le daba la excusa para destacar la importancia de Brownsville en el proceso revolucionario nacional. Los dos, Ocampo y Arriaga, tomaron la carta de Arrioja como punto de partida para contestar a sus colegas de Nueva Orleáns y darles a conocer lo que habían decidido. Ya era tiempo de hacerlo. En lo relativo a la indignación que la amnistía les había causado, la consideraron justa, y su forma de protestar contra ella, legítima, esto es, regresar al país contra la voluntad de Santa Anna. También coincidieron con ellos en que su presencia animaría la revolución sureña. Y agradecieron profundamente la invitación que les hicieron para regresar juntos, invitación que no podían rechazar.
Sabemos agradecer y procuramos merecer con nuestra sincera adhesión la benevolencia y honorífica confianza con que nos tratan, contándonos entre sus compañeros. Fieles lo seremos, como somos ya sus amigos.144 Sin embargo, les confesaron que la ley de amnistía no la conocían en sus términos, porque su “texto no hemos podido haberlo a las manos”. Por consiguiente, les dieron a 144
Ibid, Ponciano Arriaga y Melchor Ocampo a G. Montenegro, José María Gómez, José P. Cetina, Miguel Ma. Arrioja, Manuel Cepeda y Peraza, José Ma. Mata y Benito Juárez. Brownsville, marzo 21 de 1855, doc. 101, pp. 149-150.
entender, sin necesidad de decirlo expresamente, que aunque tuvieran confianza en ellos, necesitaban conocer el contenido de la ley, antes de tomar una decisión definitiva. Arriaga pareció ceder: “aterido de frío por el norte actual”, partiría con ellos a Acapulco. No les dijo cuándo, pero ofreció hacerlo cuando se lo hicieran saber: “Me iré tan luego como ustedes lo determinen”. Ocampo, en cambio, que se había resistido en su fuero interno a dejar las cosas a medias en el norte, aprovechó el comunicado de Arrioja para replantear el asunto bajo otra perspectiva y recordó a sus colegas que el encargo de gestionar créditos para la revolución norteña
nos hace presumir que algunos de ustedes piensan, como nosotros, que lo que aquí se haga contra el usurpador será de más importantes resultados que nuestra sola presencia en Guerrero.145 Es cierto que a Ocampo le disgustaba profundamente que Arrioja lo empujara a solicitar créditos en su nombre, en lugar de venir a gestionarlos él mismo, si es que tenía interés en ello. El hecho de que fuera representante personal de Comonfort, e indirectamente, del general Álvarez, no le daba más autoridad ni más atribuciones que las que cualquier otro mexicano en el exilio, ni en el plano político, ni en el financiero ni en ningún otro, y menos que tácitamente tratara a Ocampo y Arriaga de empleados suyos en el jugoso negocio del agio a costa de la Nación. Fiel a su política en esta materia, expresada claramente desde su estancia en Nuevo Orleáns, Ocampo había determinado no gravar los ingresos de la Nación —endeudada hasta el cuello— para solventar los gastos políticos que hicieran los exiliados para apoyar la revolución de Ayutla. Sólo lo haría en caso de extrema necesidad, en condiciones sumamente favorables para la causa, y siempre y cuando los créditos fueran debidamente respaldados con los bienes personales de los solicitantes, en caso de revés. Además, su filosofía para impulsar el movimiento armado no se limitaba a conseguir armas y dinero. Al contrario. Consideraba que el dinero fluiría en cuanto se fortaleciera el movimiento político y armado contra la dictadura. Sin haber recurrido a ningún crédito, es decir, sin contar más que con sus exiguos recursos y su inmensa autoridad moral, él ya
145
Ibid.
había logrado crear los suficientes fermentos revolucionarios en el norte de la República y estaba a punto de relanzar “el nuevo pronunciamiento” al que hacía referencia Arrioja. Esto había sido posible, gracias a haber encontrado a un sujeto extraordinario.
Allí —dice Valadés—, refugiado en Texas, está don José María Carvajal, hombre casi siempre avinagrado, partidario a veces del retraimiento, a veces de la violencia. Don Melchor manda a José (de la) Garza con invitación a Carvajal, quien vive en su rancho La Joya, cerca de Río Grande City, para que participe en el levantamiento. Y como Carvajal acepta, pues cree que ya es tiempo de empezar las operaciones. Con señalada modestia, (Carvajal) sólo pide dos quintales de pólvora y seis de plomo para avituallar la vanguardia. Por haber hallado un fuerte aliado, Ocampo resuelve ir a conferenciar con él.146 En esos días, en efecto, Ocampo decide dar todo su capital —setecientos pesos—, a Carvajal. “No me reservo más que cien –le dijo—, con los que podré vivir dos meses; después cada uno verá qué hace”.147 Al poco tiempo, éste le informó: “Me faltan más de 40 armas de cualquier clase que sean, pero no es dudable que, cuando usted conteste, ya haya habido algo.148 Así que Ocampo decidió no dejar Brownsville para ir a Acapulco. Además, ya no pudo hacerlo. En esos mismos días sufrió un derrame cerebral. Las tensiones, necesidades, desvelos, deudas, preocupaciones, ayunos, abstinencias, todo había hecho su obra y fue víctima de un ataque de apoplejía. No tenía a nadie para atenderlo, salvo a su hija Josefina, pero el clima y el susto la afectaron tanto, que también cayó enferma. Fueron momentos angustiosos y difíciles. Un amigo médico le escribió desde Michoacán:
Me apesadumbró el ataque apopléjico que tuvo usted… siempre temo porque esa “Embarca don Melchor, acompañado de don Andrés Treviño, el 31 de marzo, a bordo de El Comanche. Dirígese a Río Grande City. De allí sigue a La Joya. Habla con Carvajal”. José C. Valadés, op. cit., p. 144. 146
147
Anastasio Zerecero, en su Biografía del C. Benito Juárez, respaldada por Matías Romero, relata con diferencias de detalle que Carvajal dijo a Ocampo que no podía impulsar el movimiento porque carecía de dinero. Ocampo se dirigió a la tienda de Treviño y le preguntó: “¿Cuánto es lo que tengo en poder de usted?”. Y éste le respondió: ochocientos pesos. “Pues déme setecientos”. Y entregando el dinero a Carvajal, le dijo: “He aquí cuanto puedo dar a usted para que se lance a la revolución. No me reservo más que cien pesos, con los que podré vivir dos meses. Después cada uno verá qué hace”. Benito Juárez, compilador Ángel Pola, Tomo I, Exposiciones (cómo se gobierna), Instituto Nacional de Estudios Históricos sobre la Revolución Mexicana/Gobierno del Estado de Puebla, México, 1987, pp. 41-42. 148
OC, José Ma. Carvajal a Melchor Ocampo. La Joya, abril 27 de 1855, doc. 103, p. 151.
maldita enfermedad puede repetir varias veces… evítese de comer cosas y limítese a sólo verduras.149 Carvajal, que andaba en campaña en busca de aliados, sin haber sanado completamente de sus propios males, se preocupó por el estado de salud de Ocampo. El 27 de abril de 1855 le confesó que estaba muy intranquilo “por la incertidumbre y el temor de que se haya agravado su enfermedad”, y le informó que había recorrido “de ochenta a cien leguas por estos desiertos”, que no faltaban adhesiones, “aunque muchos desmayan al no ver dinero”; que se le habían “acabado los víveres para mantener a esta gente”; que esperaba “el bote de hoy a mañana” para aprovisionarse, y que, a pesar de las limitaciones en que se movía, tenía esperanzas. Carvajal continúa:
El entusiasmo de los pueblos es uno y el mismo. ¡Cuánta falta nos hacen siquiera dos ó tres mil pesos! Pero si no hay, paciencia. ¡Dios dará! Pidió a Ocampo quince días para pasar (la frontera) con seiscientos u ochocientos hombres armados y equipados, después de lo cual “me supongo que usted, con Treviño y los señores de ésa, se movilizarán y pasarán”.150 Para ello era necesario, por supuesto, “que yo pueda proteger su movimiento”. Por consiguiente, continuaría en la tarea de “procurar recursos y reunir fuerzas”, y reiteró a Ocampo que “al aviso de usted, me dirigiré a proteger el paso de ustedes”. 2. AMENAZA DE SECESIÓN Inesperadamente, el 2 de mayo siguiente, en lugar de ir a Brownsville para gestionar los créditos ofrecidos, Miguel María Arrioja arrojó un balde de agua helada sobre las débiles llamas que intentaban incendiar las desérticas praderas del Norte. Había recibido cartas de Acapulco con noticias sumamente patéticas, desagradables y alarmantes, que transmitió a Ocampo de inmediato, transcribiéndole algunos “párrafos de dos cartas de Nacho Comonfort, a fin de que se imponga a fondo del estado verdadero que guarda la revolución en aquel rumbo, de las esperanzas que aún existen sobre mejorar la situación y de lo que en último caso se piensa hacer”.151
149
Ibid, B. Villanueva a Melchor Ocampo, Pomoca, mayo 30 de 1855, doc. 115, pp. 164-165.
150
Ibid, José Ma. Carvajal a Melchor Ocampo. La Joya, abril 27 de 1855, doc. 103, p. 151.
151
Ibid, Miguel Ma. Arrioja a Melchor Ocampo. Nueva Orleáns, mayo 2 de 1855, doc. 104, pp. 151-152.
¿De qué se trataba? Arrioja le informó que la revolución sureña había ido en declive. Muchas de las guerrillas se habían disuelto. Las tropas del gobierno habían ocupado los limitados espacios antes ganados por la revolución.152 Ahora la escasez de recursos pecuniarios era absoluta. El buque Bustamante nunca había llegado con las municiones y demás útiles que Comonfort había gestionado en Nueva York, a pesar de “haber transcurrido ya 150 días, que hacen un tiempo doble del fijado en el compromiso con el conductor”.153 La revolución, según él, se había debilitado por “la indolencia de nuestros paisanos”, aunque también por la indisciplina —casi deslealtad— de algunos de ellos, y dejó entender a Ocampo, en cierta forma, que él era responsable indirecto de esta lamentable situación, porque Santos Degollado, uno de sus principales hombres, había debilitado el movimiento, al pronunciarse por las Bases Orgánicas de 1843 —constitución centralista ilegítima—, a la vez que “el general Santa Anna piensa ya en restablecer ese sistema”. Inesperadamente, Santa Anna había vuelto a recuperar la situación. El guanajuatense Santos Degollado, tres años mayor que Ocampo, era en efecto uno de sus más importantes partidarios. Siete años antes, en 1847, siendo Ocampo gobernador de Michoacán, nombró a Degollado regente del Colegio de San Nicolás. Ahora, mientras Ocampo estaba en el exilio, Degollado se había convertido no sólo en el principal jefe revolucionario de Michoacán sino en uno de los más importantes del país. En los años siguientes sería diputado constituyente, gobernador de Michoacán y de Jalisco, ministro de la Suprema Corte de Justicia, y secretario de Gobernación, secretario de Guerra y secretario de Relaciones Exteriores. Moriría en 1861 a manos de los asesinos de Ocampo, al pretender vengar su muerte. El caso es que, según Arrioja, las esperanzas de que la revolución triunfara, se habían desvanecido. No es que el valor y la constancia de los jefes sureños hubieran menguado. La lucha seguía, el descontento fermentaba y “tal vez muy pronto la nación se acuerde de que es fuerte”. Sin embargo, los del sur habían tomado una decisión trascendental:
En caso de que el Estado de Guerrero quedare abandonado por el resto de la nación, 152
El Diario Oficial de 15 de mayo publicó un texto que reseña: “Su Alteza Serenísima se retira de la campaña porque no hay contra quién hacerla”. 153
OC, Miguel Ma. Arrioja a Melchor Ocampo. Nueva Orleáns, mayo 2 de 1855, doc. 104, pp. 151-152.
aún le queda el justo y único recurso de hacerse independiente, sostener allí la bandera de la libertad y abrigar en su seno a todos los mexicanos que quieran ser libres. Arrioja explicaba además que la decisión de separarse de la República —si ésta no respaldaba la revolución— se había previsto con suficiente anticipación.
Este no es un pensamiento nuevo. Nació con la revolución del sur, porque desde entonces se conoció que si el Estado de Guerrero quedaba aislado, no podría por sí solo conquistar la libertad para toda la República, pero sí defenderse y ser feliz, mientras sus hermanos seguían su ejemplo y se le unían, en caso de tener voluntad para ello. Si se presentaba alguna adversidad, pues, según Arrioja, se había previsto desde el inicio que Guerrero se independizara de la nación mexicana y se constituyera en un Estado libre e independiente. Esto era falso, por supuesto. Antes de ser expulsado del país, Ocampo nunca había acordado —ni con Juan Álvarez ni con los grupos liberales guerrerenses ni con nadie— la desmembración del país, bajo ninguna circunstancia, ni siquiera en la más adversa. Ni el plan de Ayutla ni ningún cónclave secreto habían previsto jamás tal eventualidad. Por último, Arrioja informó en su carta que Benito Juárez y los demás mexicanos de Nueva Orleáns ya estaban listos para marchar a Acapulco el próximo 10 de mayo. ———o——— Así que, en conclusión, los poblanos Comonfort y Arrioja habían decidido convertir a Guerrero en una entidad política soberana, separada de la República Mexicana. Había surgido la posibilidad y la amenaza de un Texas sureño. ¿Estaba de acuerdo con esa idea el general Álvarez? Era de dudarse.154 Pero aunque 154
El 3 de julio de 1855, un mes y seis días antes de que cayera Santa Anna, el embajador Santiago Gadsden informó a su gobierno que el general Juan Álvarez había reclamado al cónsul de Estados Unidos en Acapulco que Gadsden estuviera en tratos con Santa Anna para comprar Sonora. En su informe, el embajador puso énfasis en que los “líderes federalistas” estaban rotundamente en contra de otra mutilación territorial. El 19 de septiembre siguiente, al publicar el periódico Le Trat-d’Union un proyecto para convertir a México en un protectorado de Estados Unidos, que el embajador Gadsden negó haber elaborado, y con el cual supuestamente estaban de acuerdo los liberales mexicanos, entre ellos, Vidaurri, Comonfort y Álvarez, éste se apresuró a aclarar: “Yo, que desde 1810 hasta la fecha no he tenido otro pensamiento que el de conservar el nombre de México en el registro de los pueblos libres e independientes, mal pudiera estar de acuerdo con las
lo estuviera, Ocampo rechazó tajantemente el proyecto separatista. En ningún caso permitiría a Comonfort que fragmentara al país y menos que le atribuyera indirectamente la responsabilidad de llevar a cabo tan escandaloso plan, bajo el pretexto de que Degollado estaba transando con Santa Anna, lo cual distaba mucho de ser cierto. Debía entenderse de una vez por todas que la nación mexicana era una e indivisible. Era indispensable hacer algo para sostenerla incólume. Ocampo jamás admitiría que se vendiera, se cediera, se independizara o se fragmentara alguna parte de su territorio. Ya era necesario poner un alto a las cesiones territoriales a cambio de compensaciones económicas. El territorio de la República no era de los gobernantes sino de todos sus habitantes. Nadie tiene derecho a entregar al extranjero lo que no es suyo. Y era necesario igualmente desalentar los proyectos secesionistas que se habían multiplicado desde 1823, apenas independizada la nación. Quien lo intentara debía ser acusado de alta traición y responder con su vida de sus actos. Además de Arriaga, apoyaron a Ocampo los norteños Juan José de la Garza, Manuel Gómez y Andrés Treviño, todos los cuales se encontraban en Brownsville. En todo caso, Ocampo olvidó el regreso a Acapulco y decidió que no tenía tiempo ni derecho de enfermarse. Necesitaba hacer despegar a breve plazo la revolución del norte. No tenía nada para lograrlo, salvo su emoción y el apoyo de algunos colegas; pero seguiría luchando. La unidad, la integridad, la existencia misma de la nación dependía de un último y supremo esfuerzo… 3. LA JUNTA REVOLUCIONARIA La noticia secesionista de Comonfort dejó anonadados a todos y produjo la debacle. Mata, que estaba recuperándose de sus males, recayó; Juárez, que estaba decidido a regresar a México, recapacitó, y Ocampo, que estaba enfermo, sanó.
bases de este proyecto, en que parece comprometida la existencia y el honor nacional”. Así, pues, si en el caso de Sonora, Álvarez hizo pública defensa de la integridad territorial de la República, y en el del protectorado, defendió firmemente la soberanía nacional, parece forzado pensar que dos meses antes haya apoyado la idea de que el Estado de Guerrero se separara de la República y proclamara su independencia, según lo aseguraron Comonfort y Arrioja. Por otra parte, Comonfort guardó silencio en el asunto del protectorado, lo que no deja de ser extraño; de lo que se infiere que probablemente él sí estaba de acuerdo con el proyecto. Ante el silencio de Comonfort, Álvarez se sintió obligado a hablar por él y avalar “su patriotismo indisputable así como su honor”, e incluso aclaró que el desacuerdo público con el protectorado lo hacía “a nombre de los dos”. Por lo que se refiere a Vidaurri, su estridente silencio en este mismo asunto no causa extrañeza alguna.
Mata quedó postrado. Su plan era ir a Brownsville por Ocampo y Josefina, regresar los tres a Nueva Orleáns y viajar después a Acapulco;
pero las tristes noticias me impresionaron tan fuertemente que he estado por espacio de siete días con una fiebre nerviosa que me ha obligado a guardar cama. Estoy tan débil que hoy, que salí a la calle para un asunto, el movimiento del ómnibus me hizo desvanecer y por poco me caigo en la calle al apearme.155 El mundo se volvió tan vacilante para Mata, que no podía entender varios misterios contradictorios, y escribió: “¿Se habrá puesto Degollado de acuerdo con Santa Anna?” La grave enfermedad del dictador, ¿será resultado de algún complot de los conservadores “para deshacerse del que quería venderlos?” Necesitaba viajar a Brownsville cuanto antes para hablar con Ocampo y disipar sus dudas. El 2 de mayo le hizo saber que lo fastidiaba
permanecer aquí catorce o quince días contra mi voluntad, cuando estoy con la mayor ansiedad de saber lo que pasa por ese rumbo. Mi cabeza se desvanece y no puedo escribir más largo. Aturdido, deseó a Ocampo que recuperara la salud, “que Josefita se conserve bien”, rotuló y envió erróneamente su carta a Ponciano Arriaga, no a Ocampo, y a los quince días, todavía tambaleante, tomó el vapor a Brownsville. Juárez, por su parte, se alegró al saber que Ocampo estaba restableciéndose de sus padecimientos y le dijo que, a pesar de que Arrioja había anunciado a los cuatro vientos que todos partirían a Acapulco próximamente, él estaba reconsiderando su decisión. Ya no tenía caso irse. El 16 de mayo le escribió:
Mi marcha no ha tenido efecto por falta de recursos, que esperaba de mi casa. Haciendo esfuerzos, pudiera vencer esta dificultad, pero hay otra más grave que me obliga, si no a desistir completamente, a lo menos esperar.156
155 156
Ibid, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 2 de 1855, doc. 105, pp. 153-154.
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 16 de 1855, doc. 107, p. 155. Aparentemente, Juárez estaba acuciado por las necesidades materiales. Estaba lleno de deudas. Cuatro años después todavía no acababa de saldarlas. El 1 de enero de 1859, siendo presidente de la República refugiado en Veracruz, escribiría en su pequeña libreta de notas: “Pagué mil pesos a mi compadre [Ignacio] Mejía por cuenta de lo que me prestó durante mi destierro”.
Es cierto que tenía previsto alcanzar Oaxaca con apoyo de los guerrerenses. “El amigo Comonfort” lo había invitado a ponerse en marcha con una partida militar revolucionaria hacia Oaxaca. En tal caso, habría servido “de algo en aquel Estado, donde tengo algunos amigos a quienes pudiera haber invitado con mi presencia para que auxiliasen el movimiento; pero dicha acción fracasó”, y dado que Comonfort mismo anunció que
el sur se limitaría a sostener su independencia, claro que yo tendría que hacer nuevos sacrificios pecuniarios para regresar a esta ciudad o algún otro punto fuera del territorio mexicano. Ya usted ve que mis circunstancias, como las de la mayor parte de los proscritos, no son para hacer estos gastos sin ninguna utilidad para nuestra causa. Sigo pues mi residencia en ésta y si me fuere conveniente pasar la estación próxima en otro punto de la república, se lo participaré oportunamente.157 Por fortuna, la revolución contra la dictadura santanista, apagada en el centro-sur del país al final del primer trimestre de 1855 y contraída a una pequeñísima parte del Estado de Guerrero, prendió por fin en Nuevo León y amenazó con extenderse como reguero de pólvora por toda la Nación. Primero, ocurrió un pequeño detalle doméstico que, dadas las circunstancias, fue de gran trascendencia. El 15 de mayo, desde México, Cayetano Gómez hizo saber a Ocampo que había suplicado a Francisco Iturbe —exsecretario de Hacienda—, de paso por Estados Unidos, que le entregara 500 pesos.
Me hará el favor de hacer uso de ellos, disimulando la friolera, pues supongo demasiado estrechas las circunstancias de usted en tierras tan extrañas.158 Ocampo, tan reticente y puntilloso en materia de dinero, lo aceptó sin chistar. Y el 22 de mayo, casi restablecido de los efectos del derrame cerebral que lo había inmovilizado, citó a Juan José de la Garza, Ponciano Arriaga, Manuel Gómez y José Ma. Mata —recién
157
Ibid. En Condumex existe el FONDO CCCIX, 1834—1857, compuesto de 84 documentos manuscritos, que incluye correspondencia de Juan Álvarez con Ignacio Comonfort, Miguel María Arrioja y otros; movimientos revolucionarios, cabecillas y gavillas; erección del nuevo Estado de Guerrero en 1849, la revolución de Ayutla y la campaña de la Costa Chica de Guerrero, etc. Sin embargo, no se encuentra ninguna referencia sobre el proyecto separatista del Estado de Guerrero durante la revolución de Ayutla. 158
Ibid, Cayetano Gómez a Melchor Ocampo, México, mayo 15 de 1855, Doc. 106, p. 154. Don Cayetano escribió a Ocampo: “Supongo que habrá usted sabido que hace seis meses, por las circunstancias políticas de mi país, tuve que salir de él con toda mi familia, con quien permanezco en ésta (en México) deseoso de volver a mi casa, que se quedó como abandonada por temor de que mis hijos fueran a tener una desgracia”.
llegado— y cedió la palabra al primero. De la Garza informó que Santiago Vidaurri, en una carta fechada el 17 de ese mes en Villa Aldama, Nuevo León, sumaría sus fuerzas a la revolución; que el 19 emprendería la marcha sobre Monterrey (“adonde lo esperaban con los brazos abiertos”) y que pedía a todos los mexicanos “del otro lado del río”, es decir, a ellos, que se dirigieran a la capital de Nuevo León, con las fuerzas que dispusieran, a fin de acordar un plan digno de la causa.159 Por fin, pues, las semillas sembradas durante un año con tanto esfuerzo por Ocampo en los desiertos, montañas, ciudades y villas fronterizas de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila, empezaban a producir sus frutos; no bajo su control directo, pero sí gracias a su influencia. Los alcaldes, gobernadores y generales de milicias habían decidido actuar, entre ellos, Ignacio Zaragoza y Mariano Escobedo, y Vidaurri se había visto obligado a ceder a la presión. En todo caso, Melchor Ocampo manifestó que, sin conocer el movimiento de Vidaurri, “él se había ocupado en reunir y organizar algunos elementos bajo la dirección de José Ma. Carvajal”, quien casualmente se encontraba allí, en Brownsville, para adquirir suministros. Lo hizo pasar, lo presentó y le ordenó que se pusiera en marcha “sin pérdida de tiempo para Monterrey”. Cuando Carvajal se quejó de que “necesitaba urgentemente algunos recursos pecuniarios para comprar las armas que le faltaban y para auxiliar la fuerza que estaba a sus órdenes”, Ocampo le dio el dinero que recién había recibido, le pidió que avanzara inmediatamente a su destino y le anticipó que por el camino recibiría más dinero. Por cierto, Juan José de la Garza había estado organizando otro destacamento armado para amenazar Tamaulipas, pero ahora aceleró los trámites para ponerlo en movimiento. En lo relativo al plan, Ponciano Arriaga dijo que era conveniente que ellos “se ocupasen en redactar el que deba proclamarse” y propuso que los cinco “se constituyesen en Junta Revolucionaria”, cuyas finalidades fueran las de encargarse de
los trabajos relativos a la parte política de la revolución, arbitrar recursos, organizar fuerzas y, en fin, todo aquello que fuese conducente al triunfo de la causa. Al aprobarse su idea, se declaró instalada la Junta. Se eligió presidente a Ocampo, por 159
Ibid, Actas de las sesiones de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville, Texas, 1855. Sesión del día 22 de mayo de 1855, doc. 108, pp. 155-156.
aclamación, y a Mata, secretario. Mata fue comisionado para procurar un préstamo de mil pesos para Carvajal en las condiciones que juzgase prudentes —atendidas las circunstancias—, de cuyo resultado debía dar cuenta en la siguiente sesión. Por otra parte, Ocampo nombró a Arriaga como encargado de la elaboración del proyecto de plan. Se levantó el acta respectiva y fue firmada por los cinco miembros de la Junta.160 ———o——— Al día siguiente, 23 de mayo, se efectuó la segunda sesión. En cuanto al crédito, Mata informó que había obtenido 1,000 pesos bajo dos condiciones: 1ª. La Junta otorgaría una orden de pago al portador, por la cantidad de 1,250 pesos de derechos de importación, causados en cualquiera de los puntos fronterizos que se pronunciasen contra Santa Anna.161 2ª. Garza, Gómez y Mata garantizarían personalmente el préstamo con sus propios bienes, de suerte que si a los tres meses de expedida la orden ésta no era pagada por la nación, ellos la pagarían. La Junta aprobó la gestión, se envió el dinero a Carvajal y se le reiteró que avanzara urgentemente a Monterrey. Por otra parte, Arriaga presentó un proyecto de plan formado por tres puntos: primero, se desconoce el gobierno de Santa Anna; segundo, “siendo una necesidad imperiosa, preeminente, superior a todos los debates políticos, sacudir el yugo de la dominación dictatorial”, la Junta “se abstiene de formular un programa político, que depende de la observación y de la experiencia de los sucesos revolucionarios”, y se limita a plantear el combate conjunto a la tiranía, y tercero, “la revolución protesta sostener a todo trance la independencia nacional, oponerse a toda enajenación del territorio mexicano y no aceptar auxilio de fuerzas extranjeras. La contravención a este artículo se considerará como delito de alta traición”. Después de prolongada discusión, el plan se aprobó. 160
Ibid. La Junta Revolucionaria Mexicana de Brownsville llevaría a cabo 13 sesiones en el periodo comprendido del 22 de mayo al 21 de junio de 1855. 161
Ibid, Sesión del día 23 de mayo de 1855, doc. 109, pp. 157-158.
4. PRIMEROS ACUERDOS DE LA JUNTA El plan de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville, formada el 23 de mayo de 1855 por Melchor Ocampo, José Ma. Mata, Ponciano Arriaga, Juan José de la Garza y Manuel Gómez, no hace ninguna alusión al Plan de Ayutla; pero tampoco se opone a sus tesis fundamentales. Al mismo tiempo, sin mencionar el Tratado de La Mesilla ratificado por Santa Anna, ni los declarados intentos separatistas de Comonfort, ni los supuestos proyectos anexionistas de Santiago Vidaurri, condena implícitamente a todos ellos. Los dos planes, el de Ayutla y el de Brownsville, desconocen a Santa Anna; pero mientras el del sur señala que el general Juan Álvarez es el comandante en jefe de las fuerzas revolucionarias; que al triunfo de éstas se nombrará un representante por cada región de la República (Estado según el régimen federal o Departamento según el centralista); que la asamblea de representantes elegirá un presidente interino con amplias facultades, y que dicho presidente convocará a los quince días un Congreso Extraordinario Constituyente, el de Brownsville omite deliberadamente cualquier punto de carácter político y se limita a reconocer implícitamente la jefatura de Vidaurri en su marcha a Monterrey. Por contra, el Plan de Ayutla declara que el ejército es el defensor de la independencia nacional y ordena al gobierno interino conservarlo y atenderlo. El de la Junta, en cambio, al no hacer ninguna referencia a este tema, parece aceptar tácitamente la censura de Vidaurri sobre el cuerpo armado, en el sentido de que era incongruente que “el autor de las desgracias que deplora la patria, sea el que las remedie con su obediencia al gobierno nacido de la revolución”. No hay que olvidar otro asunto soterrado, pero altamente sensible: el oportunismo de Vidaurri. Era un secreto a voces que, a pesar de su reciente adhesión a la causa liberal, era una especie de Santa Anna chiquito, capaz de aliarse con liberales o con conservadores, con los mexicanos progresistas o con los esclavistas norteamericanos, con Dios o con el Diablo, a condición de conservar su influencia en la región. El gobierno de Estados Unidos había diseñado varios proyectos para hacerse de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua, Sonora y Baja California, o de algunas de estas regiones. Se decía insistentemente que Vidaurri pensaba establecer —con dichos estados— la supuesta
república de la Sierra Madre, como paso previo para anexarse a la nación vecina. Mientras
tanto, en el sur, la impotencia de los guerrerenses para derrotar a Santa Anna los había hecho concebir la posibilidad de separarse del país y constituirse en Estado independiente, como El Salvador o Nicaragua. A pesar de las acusadas diferencias entre los proyectos del norte y del sur, ambos coincidían en desmembrar la República. Pues bien, el plan de la Junta Revolucionaria, al oponerse a cualquier veleidad de una u otra naturaleza, sostiene “a todo trance” la independencia nacional y se opone a toda enajenación del territorio mexicano o a cualquier ayuda armada del exterior. Además, a diferencia del plan de Ayutla, advierte claramente que cualquier acto contra la independencia nacional o tendiente a enajenar el territorio mexicano o a aceptar cualquier auxilio de tropas extranjeras, será considerado como delito de alta traición. ———o——— Constituida la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville y a punto de desatarse los movimientos armados de Vidaurri, Carvajal y de la Garza en el norte del país, Melchor Ocampo se lo informó a Miguel Ma. Arrioja mediante carta datada el 20 de mayo de 1855, pero también consideró llegado el momento de expresarle tajantemente su oposición a los proyectos secesionistas guerrerenses, fundándola en “sólidas razones”.162 Arrioja envió inmediatamente el original a Acapulco, se guardó una copia y se apresuró a contestarla. Minimizó el asunto de la secesión y aclaró que “la independencia del Estado de Guerrero” sólo había sido una idea “para un caso extremo y desesperado”. Por consiguiente, “hoy nadie se acordará de ella ni se acalorará con esa pesadilla”. Por otra parte, reconoció que después de catorce meses de expedido el plan de Ayutla, “la República está ya en plena conflagración general” y el triunfo lo veía muy cerca, sobre todo si la dictadura “tiene o ha tenido ya un descalabro en Michoacán”. Así que la supuesta responsabilidad de Ocampo para transar con Santa Anna a través de Santos Degollado no había sido más que una calumniosa insinuación.
Después de todo, Arrioja reconocía expresamente que el destino final de la revolución del sur no dependería de las fuerzas de Comonfort en Guerrero sino de las de Degollado en Michoacán; que la revolución del norte, aunque bajo el control de Vidaurri, había sido resultado de los esfuerzos de Ocampo, y que el 162
Ibid, Miguel Ma. Arrioja a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 30 de 1855, doc. 114, pp. 163-164.
relanzamiento y el actual empuje de la revolución nacional, por ende, había ocurrido —en gran parte— gracias a sus certeras previsiones, a su firme determinación por alcanzarlas y al decidido apoyo de sus partidarios para realizarlas. Sea lo que fuere, Arrioja ofreció a Ocampo que suspendería su viaje a Nueva York y, dadas las circunstancias, se trasladaría a Brownsville.
Todo lo tenía ya listo para salir ayer en el Eclipse, pero mejor resolví esperar aquí la vuelta del Orizaba, la del Nautilus y el próximo correo de Acapulco, para obrar según lo exija el curso de los acontecimientos. Si usted cree conveniente que marche yo para ese rumbo, espero su respuesta e iré en el próximo viaje del Nautilus. Ocampo se dio por satisfecho con la respuesta. Pero, ¿por qué Arrioja había decidido ir a Nueva York nuevamente, en lugar de trasladarse a Acapulco con los demás exiliados? No lo decía. Hacía varios meses, al acompañar a Comonfort, nunca había informado a nadie sobre la razón de su visita, sino hasta que los hechos ya estaban consumados. ¿Tenía planeado hacer lo mismo otra vez? Y a pesar de todos sus ofrecimientos de viajar a Brownsville para gestionar créditos que avivaran el fuego de la revolución norteña, nunca lo había hecho. Ahora que ya no se le necesitaba, ¿a qué venía? Ocampo no le contestó. Pocos meses después, a recomendación de Comonfort, Arrioja sería nombrado secretario de Relaciones Exteriores por el presidente Álvarez, en sustitución de Ocampo, cargo que ocuparía un mes y medio, del 21 de octubre al 8 de diciembre de 1955, y renunciaría para hacerse cargo de la embajada de México en Alemania, lo que pensaba hacer en mayo de 1856, pero no llegó a tomar posesión de dicho cargo diplomático por tener que asumir la representación del distrito de Puebla en el Congreso Extraordinario Constituyente.163 ———o——— La vida de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville fue breve. Duró escasamente un mes, del 22 de mayo al 21 de junio de 1855, durante el cual se llevaron a 163
El 2 de agosto de 1858, Arrioja fue exonerado de su cargo como embajador de México en Alemania. El presidente Benito Juárez juzgó que era inútil para el país sostener una legación ante las cortes de Prusia, Sajonia y demás Estados alemanes.
cabo trece sesiones; pero la actividad que le imprimió Ocampo en ese tiempo fue vertiginosa y decisiva. Todo lo que se había mantenido en estado latente, cobró fuerza y se desbordó de un solo golpe. Las villas y pueblos regiomontanos empezaron a reconocer expresa y formalmente la jefatura del general Juan Álvarez, al paso de Carvajal; Ponciano Arriaga redactó un Manifiesto al pueblo mexicano que se distribuyó de inmediato; Melchor Ocampo publicó un boletín de noticias titulado Noticiero del Bravo; Manuel Gómez partió a Monterrey como representante político de la Junta de Brownsville ante Santiago Vidaurri; se acordaron lineamientos de política general sobre prisioneros de guerra y trato a corporaciones eclesiásticas, según la conducta que éstas asumieran; se atendió a oficiales europeos experimentados que ofrecieron sus servicios a la revolución y se les envió a los frentes de guerra; Juan José de la Garza se puso a la cabeza de los infantes y dragones que había estado organizando, y avanzó a marchas forzadas a Monterrey; se reconoció la jefatura política y militar de Vidaurri en el Norte de la República, y se cruzaron informaciones y propuestas, por un lado, entre la Junta Revolucionaria y Vidaurri, y por otro, entre ésta y Juan Álvarez. José Ma. Mata, por su parte, gestionó y obtuvo créditos conforme fueron aumentando las cargas pecuniarias de la Junta, en todos los cuales quedaron comprometidos los bienes personales de los conjurados, si no eran pagados por la Nación. De este modo, sin necesidad de gravar a ésta con 50 ó 60 mil pesos, de los que únicamente se recibiría la mitad, ni extender documentos “que no pasaran del doble” al recibir tal cantidad, como lo había recomendado Arrioja, dicha Junta se hizo de recursos suficientes, en el momento oportuno –ni antes ni después—, para financiar sus actividades revolucionarias, a un interés razonable. Sus gastos totales no llegarían a 12 mil pesos. Los intereses no pasarían de 3 mil. En lugar de 50 ó 60 mil pesos, el total no alcanzaría 15 mil. La organización y preparación de la revolución del norte ha sido probablemente una de las más baratas del mundo y de la historia. Pero la Junta invirtió en el movimiento revolucionario algo más que dinero, tan importante y valioso como éste, y quizá más, porque no tiene precio: la cabeza, el corazón y el nervio, es decir, las ideas, la emoción y la actividad de los que la integraban, dispuestos a arriesgar no sólo su existencia, su libertad y la posibilidad de no regresar jamás a la patria, sino también sus valores, sus propiedades y sus bienes personales y
familiares. Su entrega, lealtad y sacrificio nunca serán lo suficientemente ponderados por una nación agradecida. ———o——— Un día después de aprobado el plan de Brownsville, el 24 de mayo de 1855, la Junta
Revolucionaria llevó a cabo su tercera sesión. Fue breve. El presidente Ocampo propuso que Juan José de la Garza indagase “cuáles son los elementos existentes, hombres, armas, etc., pertenecientes a la sección militar que, como gobernador del Estado de Tamaulipas, había tenido a sus órdenes el año próximo pasado”. Era conveniente y necesario
que la Junta tenga conocimiento de los diferentes elementos que existan y que puedan emplearse en favorecer el movimiento de Nuevo León. La proposición fue aprobada y se levantó la sesión.164 La siguiente reunión —la cuarta— se celebró tres días después, el 27 de mayo. Juan José de la Garza informó que, a pesar de haber pedido a Eulogio Gautier Valdemar que hiciera saber a la Junta el número de hombres y armas que había tenido en Tamaulipas el año pasado, éste se había negado a revelarlo. El presidente Ocampo expresó que se tomaba nota para cuando llegara el caso.165 El secretario Mata, por su parte, hizo saber que Carvajal había recibido los 1,000 pesos que se le habían remitido; pero que se negaba a someterse a Vidaurri, primero, porque éste no necesitaba gente, y segundo, porque no estaba a sus órdenes sino a las de la Junta; “que las fuerzas que forman su ala derecha habían avanzado de Guerrero hacia Mier y que se hallaría sobre el río San Juan el 26 ó 27 del presente”. El presidente Ocampo puntualizó que Vidaurri había pedido terminantemente que todas las fuerzas liberales a disposición de los exiliados se pusieran en marcha hacia Monterrey y propuso que cuando se dirigiera alguna nota a Carvajal se le hiciera notar su error. Se aprobó. Mata agregó que la villa de Guerrero, bajo la influencia de Carvajal, había reconocido 164
Ibid, Actas de las sesiones de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville, Texas, 1855. Sesión del día 24 de mayo de 1855, doc. 110, p. 158. 165
Ibid, Sesión del día 27 de mayo de 1855, doc. 108, pp. 159-160.
la jefatura del general Juan Álvarez. Con base en este hecho, se acordó que se informara a éste la instalación de la Junta, los trabajos que había ejecutado y el estado que guardaba la revolución en el norte de la República. Al acusar recibo, Juan Álvarez hizo presente su gratitud a la Junta “por las consideraciones que me dispensa”.166 Mientras tanto, Manuel Gómez dijo que se había comprometido con Vidaurri y otros individuos de Nuevo León a sumarse a ellos cuando se levantasen contra la dictadura, y como esto ya había ocurrido, solicitó permiso para salir a Monterrey. Mata replicó que comprendía la naturaleza de sus compromisos y deseaba que los cumpliese, pero creyó conveniente que no se presentara ante los pronunciados como simple particular sino como comisionado de la Junta. Su idea fue aprobada por la Junta y aceptada por Gómez. En seguida, “a moción de Gómez, quedó nombrado Ponciano Arriaga para redactar un manifiesto al pueblo mexicano”. Por último, Mata propuso que se publicara un boletín de noticias,
por medio del cual la Junta pudiese circular todas aquellas que sean de interés público así como algunos artículos a favor de los principios democráticos. Al aprobarse su propuesta, el presidente Ocampo quedó nombrado redactor del boletín. Así terminó la sesión. Desafortunadamente, no se conoce ningún ejemplar del boletín de la frontera redactado por Ocampo, que salió bajo el título de Noticiero del
Bravo.167 El 29 de mayo se llevó a cabo la quinta asamblea, en la que Gómez informó que esa tarde se pondría en marcha y pidió instrucciones sobre la misión que desempeñaría en Nuevo León. El presidente Ocampo recomendó la siguiente política en relación tanto con la guerra como con la posición política del clero: 1º. Que se diese a los prisioneros trato humano y decoroso, y que se canjeasen siempre que hubiere oportunidad de hacerlo, procurando entretanto alejarlos de los lugares en que su presencia pudiera ser peligrosa.
166
Ibid, Ejército Restaurador de la Libertad. General en Jefe. A los señores Melchor Ocampo y José Ma. Mata, presidente y secretario de la Junta Revolucionaria Mexicana, Taxco, agosto 4 de 1855, doc. 128, pp. 182-183. 167
Ibid, Actas de las sesiones de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville, Texas, 1855. Sesión del día 27 de mayo de 1855, doc. 108, pp. 159-160.
2º. Que se procurara guardar la mejor armonía con el clero y se respetaran sus intereses legítimos; pero que si por desgracia trataba de abusar de los objetos de su institución y de ejercer una influencia ilegítima en la cosa pública, sugiriera las medidas suficientes a impedir semejantes abusos. La propuesta anterior fue aprobada. Por otra parte, Gómez manifestó que era muy probable que se encontrara en el camino algún pliego dirigido a la Junta y que bajo la misma cubierta viniesen comunicaciones dirigidas a él, por lo que pidió que se le autorizase a abrirlo. “Sin discusión quedó aprobada esta petición”. Por último, Mata recordó que al ausentarse Gómez quedaría incompleta la comisión de
recursos —de la que formaba parte—, por lo que propuso que alguien lo reemplazara. El presidente Ocampo nombró a Garza. Y se levantó la sesión. 5. INFLUENCIA DE LA JUNTA A Benito Juárez le dio mucho gusto en Nueva Orleáns, “lo mismo que a los demás proscritos”, que hubiera estallado el pronunciamiento revolucionario en Nuevo León.168 El 30 de mayo de 1854 escribió a su “muy querido amigo y señor” Ocampo:
Ese movimiento creo que va a precipitar la caída de Santa Anna, porque se ha efectuado en el momento más oportuno, en que la revolución ha vuelto a aparecer con más vigor. La derrota de la sección militar santanista que de Veracruz marchó a Tehuantepec es indudable, según me escriben de Oaxaca: 250 fusiles, 18 mulas de carga con parque, municiones, equipajes y cinco mil pesos cayeron en poder de los pronunciados, que con estos nuevos elementos volvieron a cargar sobre la guarnición de Tehuantepec; guarnición que, según todas las probabilidades, habrá ya sucumbido. Algunas personas que vinieron en el Orizaba aseguran que hay tal efervescencia en la capital del país, que se espera de un momento a otro un movimiento. Ricaud dice que estaba ya arreglado un pronunciamiento, que sólo se aguardaba saber de un revés que tuviera Santa Anna para realizarlo, y que Miñón era el jefe que debía acaudillar el movimiento. Por otra parte, informó que al día siguiente marcharían de Nueva Orleáns a 168
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 30 de 1855, doc. 116, pp. 165-166.
Brownsville sus amigos Cepeda, Cetina, Calderón y Fagoaga, “con el designio de pasar a las filas de los pronunciados a prestar sus servicios en donde se les crea útiles”. Y encareció a Ocampo: “Se los recomiendo a usted y especialmente a mis paisanos Calderón y Fagoaga”. Por último, como siempre, le transmitió “mil expresiones cariñosas a Josefita”. Las previsiones de Juárez sobre la caída de Santa Anna resultarían certeras. Mientras tanto, el 30 de mayo se llevó a efecto la sexta reunión de la Junta Revolucionaria
Mexicana en Brownsville, en la que se trataron tres asuntos. Primero, el secretario José Ma. Mata propuso que se remitiera a Manuel Gómez un duplicado del pliego de instrucciones que se le había entregado en esta ciudad, para que quedase constancia en el libro de actas. Tras ligera discusión, todos estuvieron de acuerdo y recomendaron que se le pidiera el recibo correspondiente.169 Segundo, el mismo Mata informó que el señor Juan Julio Merner, oficial de infantería y de ingenieros en Suecia y Dinamarca durante varios años, ofrecía cooperar con la Junta si se le daba un grado competente y se le revalidaba al triunfo de la revolución; presentó los documentos que comprobaban sus servicios, y añadió que podría ser útil en Monterrey, cuya plaza estaba amenazada por las tropas santanistas del general Woll, comandante general de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila.170 El presidente Ocampo dijo que estimaba conveniente aceptar su servicios; pero que
169
Ibid, Actas de las sesiones de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville, Texas, 1855. Sesión del día 30 de mayo de 1855, doc. 115, pp. 164-165. 170
Adrian Woll o Gaul era francés o belga. Este singular aventurero participó a los dieciocho años, en 1813, al lado de Napoleón en la defensa de París; en 1815 emigró a Estados Unidos; en 1816 se enroló con Jean Arago (hermano menor del gran sabio y astrólogo francés François Arago y hermano mayor del célebre viajero Jacques Arago) en las fuerzas de Francisco Javier Mina; en 1817 éste lo envió a Nueva Orleáns a alistar voluntarios; pero cuando Mina fue capturado, a diferencia de Arago, que siguió como soldado en los campos de batalla hasta quedarse solo, Woll regresó a México como civil. Al triunfo de la independencia, mientras Arago prosiguió su ascendente carrera militar —ya que había sido compañero de armas o amigo de todos los hombres que gobernaron al país—, Woll pidió que se le reconociera su antiguo grado militar. En 1829 ambos repelieron a los españoles de Barrada al mando de Santa Anna. Y en 1836, mientras Arago — declarado ciudadano benemérito en 1833— enfermaba y moría a los 48 años de edad, Woll participaba en la guerra de Texas. Aunque siempre fue leal a Santa Anna, nunca haría armas contra Estados Unidos ni contra Francia. Al contrario. En 1845 prefirió pedir licencia por motivos de salud para no verse envuelto en la guerra contra Estados Unidos. Se fue a Francia y no regresó sino hasta 1853 para apoyar el gobierno de facto de Santa Anna. En 1855, al triunfar la revolución de Ayutla, se fue otra vez a Francia, y en 1856, el Congreso Constituyente lo dio de baja y lo declaró desertor. Sin embargo, al desatarse la guerra de Reforma regresó para servir a las fuerzas conservadoras. Durante la Intervención prestó valiosos servicios al imperio y en 1865 fue enviado por Maximiliano a Europa. Cuando cayó el emperador, Woll ya no volvió a México. En 1875 murió tranquilamente en su cama, en Francia, a la respetable edad de ochenta años.
en vez de acordar el arma en que había de servir y el grado que se le debía considerar, era más prudente y propio que la Junta se limitara a recomendarlo ante Santiago Vidaurri, dejando que éste determinara lo que juzgare más útil a la causa pública. La Junta debía comprometerse, como máximo, a hacer esfuerzos para que se le reconociera su jerarquía en el nuevo gobierno. La propuesta fue aprobada. Mata agregó que el señor Merner necesitaba gastos de traslado y propuso que se le auxiliase con sesenta pesos. Se aprobó, pero con la recomendación de que se le informara a Vidaurri. A propósito de gastos, Ocampo expresó —y éste fue el tercer punto— que la Junta necesitaba un fondo para el gasto que acababa de aprobarse así como para pagar impresiones y varias cosas más, por lo que excitó a la comisión de recursos a procurar más ingresos. Mata contestó que entregaría a Merner los sesenta pesos acordados ese mismo día, y que al siguiente obtendría otra suma para la Junta, ya por cuenta de la revolución, ya por cuenta propia. Así terminó este capítulo. ———o——— Al día siguiente, 1 de junio, se llevó a efecto la séptima reunión.171 Juan José de la Garza informó que había recibido un comunicado de Santiago Vidaurri, fechado el 23 de mayo anterior, en el que informa que se había apoderado a viva fuerza de la plaza de Monterrey, haciendo prisionero al general Cardona, al coronel Morett y a la mayor parte de la oficialidad, y que era dueño de su artillería, parque y armas. Según Vidaurri, estos resultados demostraban que cuando los liberales se ponen de acuerdo en los ramos de guerra, hacienda y política, son invencibles. A partir de esa fecha, Vidaurri formó su propia Junta, elaboró su propio plan y asumió el gobierno interino de Nuevo León, pero no se los hizo saber formalmente a los desterrados.172 Por lo pronto, el presidente Ocampo dijo que era muy satisfactorio que la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville coincidiese con el criterio de Vidaurri y propuso
171 172
Ibid, Sesión del día 1 de junio de 1855, doc. 117, pp. 166-168.
Vidaurri se pronunció en Lampazos el 11 de mayo de 1855; el 23 tomó Monterrey y el 25 proclamó el Plan Restaurador de la Libertad. Santa Anna ordenó al gobernador tamaulipeco Adrián Woll atacar Monterrey y al general Benito Güitán que se trasladara a marchas forzadas; pero al llegar a las inmediaciones de Monterrey, a fines de junio, éste constató que casi todo Nuevo León, la mayor parte de Tamaulipas y Saltillo ya estaban en manos de los rebeldes.
que se le enviara una reseña de todos los trabajos ejecutados por ella, sus disposiciones encaminadas a obtener la unidad de acción apetecida, y su resolución previa de reconocerlo como centro de las operaciones militares por todas las fuerzas que se hubiesen movido o se moviesen con los recursos o por influencia de la Junta en el norte de la República. Su proposición fue aprobada. Se acordó además que se le hiciera llegar un duplicado del plan que se le remitió el 23 de mayo anterior y se le suplicó que tomara las medidas convenientes para que sus pliegos llegaran con celeridad y seguridad, pues el que ahora se contestaba, se había recibido después de ocho días de su fecha, y abierto.173 Mata también informó, a nombre de la comisión de recursos o de hacienda, que había conseguido un préstamo de 8,500 pesos al 23 por ciento de interés, con cargo a los derechos de importación en cualquiera de los puntos fronterizos que se pronunciaran o que estuviesen ya pronunciados por la revolución. A pesar de las facultades que le había concedido la Junta, no había querido celebrar el contrato respectivo sin consultarla previamente, y ésta, al considerar que el préstamo era sumamente útil para la nación: el sacrificio, insignificante, y la garantía personal de sus miembros, suficiente, acordó que se aceptara en sus términos. El mismo Mata fue nombrado tesorero. Juan José de la Garza expuso que la falta de arbitrios le había impedido alistar activamente la fuerza que había organizado, a fin de marchar cuanto antes a auxiliar a las que —bajo su influencia— ya operaban sobre el enemigo; pero que con los recursos adquiridos podría hacer salir muy pronto a 100 infantes y 50 dragones que tenía ya armados y municionados. El presidente Ocampo propuso que se pusiesen a su disposición dos mil setecientos pesos y el resto se empleara en gastos de la Junta. La proposición fue aprobada. Se acordó igualmente el pago de sesenta pesos a Mata, suma que éste había facilitado al sueco Merner el día anterior para su traslado a Monterrey; de diez pesos para la impresión del boletín Noticiero del Bravo, y de veinte pesos para auxiliar al correo que
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El 23 de mayo de 1855, después de la toma de Monterrey, Vidaurri convocó una junta que aprobó el plan de Monterrey, por el que se proclama que Nuevo León recupera su soberanía mientras se reúne en México un Congreso Constituyente; se desconoce el ejército centralista de Santa Anna; se convierte la guardia nacional de los territorios de Nuevo León y Tamaulipas en Ejército del Norte, y se declara al propio Vidaurri gobernador interino de Nuevo León.
marcharía a Monterrey con la documentación destinada a Vidaurri. Por último, Ponciano Arriaga dio lectura a la proclama que se le había encomendado, la cual fue unánimemente aprobada, y se acordó que se imprimiera en Brownsville y se remitiera copia a Manuel Gómez, comisionado de la Junta ante Vidaurri. Así terminó la reunión. ———o——— El 3 de junio la Junta celebró su octava sesión.174 Garza aseguró que los hombres que tenía alistados los pondría en movimiento a más tardar en tres días, y Arriaga informó que habían llegado los oaxqueños Cepeda, Calderón y Fagoaga —recomendados por Juárez— a fin de prestar a la revolución los servicios que pudiesen. Se acordó que se aceptaran conforme a la capacidad de cada uno. A propósito, el presidente Ocampo expresó que sería muy satisfactorio que la Junta tuviese en su seno al ciudadano Benito Juárez, pero que creía que su presencia en Acapulco sería de más utilidad a la causa pública, porque hallándose ya la revolución en una parte de Oaxaca, podría con su influencia extenderla a todo ese Estado de la República. En tal virtud, propuso que se le remitieran doscientos cincuenta pesos por concepto de viáticos; pero que se le dejara en libertad para que se trasladara a Acapulco, se incorporara a las actividades de los conjurados de Brownsville o procediera en el sentido que le dictaran su juicio y patriotismo. La propuesta fue aprobada. Por último, Mata fue comisionado para solicitar otro préstamo de quinientos pesos y se destinara, la mitad a Juárez, y la mitad a sus tres recomendados, cuando estos se movieran de Brownsville a Monterrey o a cualquier otro punto en que se les necesitara. Con lo anterior se dio por concluida la sesión. 6. FRUSTRADA DISOLUCIÓN DE LA JUNTA La novena sesión de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville se llevó a cabo el 6 de junio de 1855, fecha en que debía ponerse en marcha Juan José de la Garza rumbo a Monterrey; pero éste informó que aunque ya estaba provisto de armas,
174
Ibid, Actas de las sesiones de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville, Texas, 1855. Sesión del día 3 de junio de 185, doc. 118, pp. 168-169.
municiones y otros objetos necesarios, no podría salir sino hasta los próximos días.175 La Junta se enteró de los movimientos de José Ma. Carvajal así como de varios pliegos interceptados al enemigo. Al moverse las tropas santanistas de ciudad Camargo, Tamaulipas, hacia Nuevo León, en número de 500 hombres, Carvajal había hostilizado inmediatamente su flanco derecho y regresado después a marchas dobles a Camargo. Los demás asuntos fueron de naturaleza pecuniaria. Mata informó que había enviado doscientos cincuenta pesos a Benito Juárez —a Nuevo Orleáns— para que saliera a Acapulco, viniera a Brownsville o hiciera los movimientos que considerara convenientes. Y a moción del presidente Melchor Ocampo, se acordó pagar diez pesos por la impresión del segundo número del Noticiero del Bravo; quince por la del Manifiesto de dicha Junta a sus compatriotas; cuatro por “francatura de correspondencia” y cuatro “por socorro del correo remitido por el ciudadano Carvajal”. Con lo anterior se dio por terminada la sesión de la pequeña asamblea. —o—o—o—o—o— En la décima sesión celebrada dos días después, el 8 de junio, la Junta se enteró que Manuel Gómez continuaba su marcha hacia Monterrey y que a su paso había dejado arreglado el servicio de correos. A moción de Mata se acordó dar cuatro pesos “para socorro del correo que condujo la comunicación del ciudadano Gómez”.176 Y la borrascosa sesión del 11 de junio —la onceava— estuvo a punto de ser la última. El presidente Melchor Ocampo, apoyado por el secretario-tesorero José Ma. Mata, propuso su disolución, pero Juan José de la Garza y Ponciano Arriaga se opusieron.177 Antes de plantearse el debate, Garza informó que el gobierno interino de Nuevo León, a cargo de Vidaurri, le había pedido que se trasladara cuanto antes a Monterrey “con las demás personas que defienden la causa de la libertad”, es decir, con sus compañeros, a fin de ponerse de acuerdo sobre los puntos más importantes de la revolución, en general, y de los Estados del Oriente, en particular. También presentó un ejemplar del Restaurador
de la Libertad, periódico político que había empezado a publicarse en Monterrey, así como
175
Ibid, Sesión del día 6 de junio de 1855, doc. 119, pp. 169-170.
176
Ibid, Sesión del día 8 de junio de 1855, doc. 121, p. 171.
177
Ibid, Sesión del día 11 de junio de 1855, doc. 122, pp. 171-174.
una carta confidencial. De lo expuesto se deduce que Vidaurri aún no recibía el plan de la Junta, a pesar de que dejaba entender que sus inclinaciones eran apoyar el de Ayutla.178 El presidente Ocampo, a su vez, presentó una nota de Carvajal con un comunicado de Vidaurri, en el que éste, en calidad de gobernador interino de Nuevo León, coincide en excitar a Carvajal, Garza y Capistrán a que, sin pérdida de tiempo, incorporen sus fuerzas a las de ese Estado para atacar o resistir al enemigo, y otra nota de última hora del mismo Carvajal, en la que éste informa que ya se había puesto en marcha con la fuerza a sus órdenes rumbo a Agualeguas, Nuevo León, en tránsito hacia Monterrey. Garza informó que ese día había empezado a mover parte de su fuerza, y que él mismo, con el resto, se pondría en marcha esa misma noche, para acudir al llamado de Vidaurri; pero que Fagoaga, Cepeda y Calderón —tres de los cuatro recomendados por Juárez— aún carecían de varios objetos para su equipo así como de recursos para obtenerlos. Se acordó que, para tal efecto, se les entregaran cincuenta pesos adicionales del fondo de gastos de la Junta y marcharan a las órdenes de Garza. Entonces el presidente Ocampo dijo que, establecido un gobierno interino revolucionario en el Estado de Nuevo León, a cargo de Vidaurri, como se deducía de la nota recibida por Garza —que éste acababa de darles a conocer—, y debiendo ausentarse el propio Garza con su columna para ponerse al frente de las fuerzas destinadas a reforzar al mismo Vidaurri, la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville se hallaba en el caso de disolverse, puesto que ya no tenía objetos inmediatos de qué ocuparse. Garza se opuso, porque la Junta aún tenía un objeto muy importante que no debía desatender.
La revolución —alegó—, aunque haciendo progresos por distintas partes de la República, dista mucho de presentar la unidad necesaria para el triunfo, y la Junta, encargándose de procurar esa unidad, podría hacer un bien inmenso a la causa pública, no sólo con sus trabajos a favor de los principios, sino por el prestigio de que gozan en todo el país algunas personas que la componen; prestigio que contribuiría
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Santiago Vidaurri se adhirió al Plan de Ayutla indirectamente, a su modo, sin declararlo abiertamente: dio a su plan y a su periódico el mismo nombre que llevaba el ejército suriano. En efecto, el de Álvarez se llamaba Ejército restaurador de la libertad y Vidaurri, por una parte, se rigió por el Plan Restaurador de la Libertad que expidió el 21 de mayo de 1855, y por otra, tituló a su periódico El restaurador de la libertad.
mucho a dar respetabilidad a la revolución y favorecer su triunfo.179 Mata disintió y se pronunció por la disolución de la Junta, porque ésta ya no tenía objetos de qué ocuparse. La Junta se había constituido, no para mantener la unidad de la revolución en distintas partes de la República sino únicamente en el norte.
Los fines que se propuso al instalarse fueron dos: el primero, formar el plan de la revolución que, en su concepto, tropezase con menos resistencias y que demostrase a los ciudadanos que la primera de todas las necesidades del país era la destrucción del ominoso gobierno que pesa sobre los mexicanos, y los dejase en aptitud, llegado el caso, de hacer valer sus diferentes opiniones sobre la organización política de la República, y el segundo, dar unidad a la revolución en esta parte del territorio de la República, haciendo que todas las fuerzas que por su influencia, o por sus recursos, se pronunciaran, reconocieran un centro común que ahogase las diferentes aspiraciones personales y rivalidades de localismo que, de otro modo, hubieran tenido lugar. En cuanto al primer objeto, nada hay que hacer, supuesto que Nuevo León ha proclamado ya un plan político reconocido por todo el Estado, y en cuanto al segundo, movidas ya las fuerzas de Carvajal y dispuestas a hacerlo inmediatamente las de Garza, no queda a la Junta ninguna otra cosa de qué ocuparse en este aspecto. Arriaga se inconformó, porque, aun cuando se acordara la disolución de la Junta, no debía verificarse desde luego, ya que dentro de pocos días podrían recibirse comunicaciones oficiales de Manuel Gómez o Santiago Vidaurri, que debían ser tomadas en consideración. Además, la disolución de la Junta traería el inconveniente de que no hubiese quién exigiera cuentas a las personas a quienes se habían suministrado fondos, ni los prestamistas, a alguien ante el cual pudieran hacer valer sus derechos. El presidente Ocampo replicó que la Junta se había formado para enviar un plan político al ciudadano Vidaurri y poner a su disposición los hombres armados que estuvieran a las órdenes o cayeran bajo la influencia de la Junta, por haberlo éste pedido así en la primera comunicación que dirigió a Garza; que ambos objetos estaban cumplidos y que no sabía cuáles más serían las atenciones subsecuentes de este cuerpo. En cuanto a recibir comunicaciones de enterado o dar avisos de simple trámite, cualquiera de sus miembros podía hacerlo, y sobre exigir cuentas, no era incumbencia de la Junta. Los que 179
Ibid, Sesión del día 11 de junio de 1855, doc. 122, pp. 171-174.
recibieron recursos debían publicar en qué los gastaron y, en todo caso, informar lo conducente a las nuevas autoridades. Por otra parte, los prestamistas nada tenían que temer: habían girado sus créditos contra los ingresos de la nación y tenían en su poder la garantía personal de dos ciudadanos tan influyentes y respetables como Garza en Tamaulipas y Gómez en Nuevo León (no mencionó a José Ma. Mata en Veracruz). Incluso advirtió que la subsistencia de la Junta le parecía ridícula y hasta perjudicial. Ridícula si no hacía nada o sólo hacía lo que le mandase el gobierno de Nuevo León, y perjudicial si se ponía a contradecir o entrabar la acción de éste. Ampliada la discusión con nuevas razones sobre los mismos temas y no habiéndose llegado a nada, por continuar el empate de dos contra dos, se suspendió la sesión y las cosas quedaron en el estado en que estaban.180 Fue un error… 7. LA ÚLTIMA SESIÓN La Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville llevó a cabo todavía dos sesiones; una el día 12 de junio de 1855, muy corta, y otra el 21 del mismo mes y año, que ahora sí acordó su disolución. En la primera José Ma. Mata informó que Juan José de la Garza, al marchar a Nuevo León la noche anterior, no se había llevado más que sesenta y cuatro pesos, y considerando que no eran suficientes para cubrir ni los gastos más precisos de sus hombres, propuso que se solicitara otro crédito de doscientos pesos y que éstos se le remitieran con Cepeda, uno de los hombres que había enviado Benito Juárez desde Nueva Orleáns —todavía en Brownsville—, que estaba por unírsele. Ponciano Arriaga dijo que no comprendía por qué Garza se había arriesgado de ese modo, pero consideró que la Junta debía auxiliarlo con todos los recursos posibles y apoyó la propuesta. El presidente Melchor Ocampo “manifestó que si era posible conseguir los doscientos pesos, se le remitiesen a Garza sin pérdida de tiempo”. También se acordó emitir una orden de pago por ochocientos cuarenta pesos para entregarla al prestamista que facilitase los doscientos pesos destinados a Garza y que lo
180
Ibid.
demás se utilizara en gastos de la Junta. Con lo anterior se dio por concluida la sesión.181 El 14 de junio, José Ma. Canales informó a Ocampo, desde su rancho en Río Grande City, Texas, que José Ma. Carvajal le había encargado que le avisara que el pasado día 11 había pasado por allí, y que el 13 ya estaría unido a la fuerza de Guerrero y a la de Monterrey, para marchar sobre Camargo y acabar con uno de los focos de resistencia santanista.182 ———o——— El 21 de junio se reunió la Junta por última vez. Estaban sólo tres de sus miembros. Mata informó que Benito Juárez había acusado recibo de los doscientos cincuenta pesos que la Junta le remitiera, y al dar las gracias por el apoyo, manifestó que marcharía a Acapulco, si los medios de comunicación estaban expeditos, y si no, al lugar donde creyera que su presencia fuera de alguna utilidad. Se dispuso que se archivara el documento.183 Mata dio lectura también a una nota de Juan José de la Garza fechada el 17 del actual, en la que acusa recibo de los doscientos pesos que se le habían remitido y hace saber a la Junta que el gobierno revolucionario de Nuevo León lo había autorizado a negociar un préstamo de cincuenta mil pesos para comprar armas, con facultades de transferir su poder a la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville, y que por ese documento se lo transfería.184 Después de discutir el punto, se acordó que se contestara a Garza que la Junta no podía admitir la sustitución del poder para negociar el préstamo; primero, porque lo consideraba insuficiente, y además, porque dicha Junta estaba por disolverse. Mata dio cuenta de una nota del gobierno provisional político y militar de Nuevo León, en respuesta a la de la Junta de 30 de mayo anterior, por la que le hacía saber que el militar sueco-danés Juan Julio Mermer —recomendado por la Junta— ya estaba colocado con carácter de ayudante. Se ordenó archivar dicha nota. 181
Ibid, Sesión del día 12 de junio de 1855, doc. 123, pp. 174-175.
182
Ibid, José Ma. Canales a Melchor Ocampo, En mi rancho, junio 14 de 1855, doc. 124, pp. 175-176.
183
Ibid, Actas de las sesiones de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville, Texas, 1855. Sesión del día 21 de junio de 1855, doc. 125, pp. 176-178. 184
Juan José de la Garza sería nombrado por Vidaurri segundo en jefe del Ejército del Norte.
El mismo Mata informó que se había recibido otra nota del gobierno neoleonés, en respuesta a la de la Junta del 1 del este mes, en la que Vidaurri, en calidad de gobernador interino, agradece extraordinariamente a la Junta el honor de haberlo considerado como centro de todas las fuerzas defensoras de la libertad, y agrega, aunque con sentimiento, que no podía convenir con las ideas de la Junta, en el sentido de que ésta fuera el centro
de la acción que impulsara todos los actos revolucionarios de la República, porque dicho gobierno se hallaba obligado a respetar el plan político proclamado en Monterrey el 23 de mayo último; que era sólo esta razón y no otra la que lo había constreñido a disentir de las ideas de la Junta, pero que suplicaba en lo particular a sus miembros que marcharan a Monterrey para cooperar individualmente con sus luces a la buena marcha de las cosas, aunque reiterándoles que de ningún modo con el carácter de asamblea, porque esto pugnaba abiertamente con las bases adoptadas por el Estado. El presidente Ocampo dijo que si se hubiese acordado la disolución de la Junta desde el 11 de este mes, este hecho habría sido la respuesta más elocuente que hubiera podido darse al gobierno interino de Nuevo León y la que mejor podría haberle demostrado su equivocación. La Junta nunca había tenido la pretensión de constituirse en centro administrativo o gubernativo de la revolución en toda la República sino en grupo de apoyo a ésta en el norte. Pero ya que dicha Junta no se había disuelto, propuso que se contestase a Vidaurri que, por la historia de los actos de este organismo, no le sería difícil ver que su objeto siempre había sido procurar no sólo la unidad nacional sino también la unidad de la revolución, para impedir que la anarquía estallase entre los que debían dirigir sus bríos a un solo objeto: derrocar la tiranía. Y que guiada por esta idea, se había esforzado por ser sólo un lazo de unión, un centro moral, un punto de contacto que sirviese para dar impulso uniforme a los elementos heterogéneos —y aún contrarios— que existían en esa parte de la República. Por último, el presidente Ocampo insistió en su propuesta del 11 del actual, en el sentido de que la Junta se disolviera definitivamente. Mata lo apoyó y manifestó que se acompañara a la contestación copia del acta de la sesión del 11 de los corrientes, en la que constaban extensamente cuáles habían sido los objetos de la Junta, y además, que se dieran a conocer al gobierno neoleonés los compromisos pecuniarios que ésta contrajo, esperando que hiciera cuanto estuviera de su parte para que fueran satisfechos. Respecto de la invitación a los miembros de la Junta, de que se trasladaran a Monterrey, propuso que se dijera a Vidaurri que éstos agradecían
en todo su valor tal ofrecimiento, pero que no se adoptaba resolución alguna, por pertenecer ésta al ámbito individual de cada uno de ellos. Ponciano Arriaga expresó que si bien, en su concepto, la continuación de la Junta podría ser útil a la revolución, porque aún no se habían salvado todos los grandísimos obstáculos que al organizarse se propuso allanar, las circunstancias lo obligaban con sentimiento a adherirse a la opinión de Ocampo y Mata, de que se disolviera, y de que se respondiera al gobierno de Nuevo León en los términos propuestos por aquél, con las adiciones de éste. Con base en lo anterior, se consideró disuelta la Junta. Ocampo manifestó que esa mañana había estado a verlo Manuel Ma. Arrioja, llegado la noche anterior de Nueva Orleáns, para hacerle presente que estaba dispuesto a servir a la Junta en lo que pudiera ser útil, y que si bien por el acuerdo de disolución que ésta acababa de adoptar, nada quedaba por decirle, quiso que se supiera, para hacerlo constar en el acta de la última sesión. Por último, Mata expresó que había pendientes de pago varias cantidades, entre ellas, $46.75, costo de la reimpresión del folleto sobre Arrangoiz; $24.00 para pagar al correo enviado por Garza; $8.00 a Simón Garza por gastos hechos por los correos que habían tomado remudas en su rancho, y lo que costara el número 3 del Noticiero del Bravo. Por tanto, solicitó la aprobación de esos gastos y de los que pudieran sobrevenir por pago de correos de Carvajal, Garza o Gómez, mientras estos no tuvieran aviso de la disolución de la Junta. La propuesta fue aprobada, y Mata, autorizado a hacer los pagos respectivos. Con lo expuesto finalizó la sesión y se dio por disuelta la Junta.
Segunda parte
Primitivo y Nacional Colegio de San Nicolรกs de Hidalgo, refundado en Morelia, en 1847, por Ocampo (fondo a la derecha)
CAPÍTULO I 1. La república de la Sierra Madre. 2. Regreso a la patria. 3. La dictadura liberal. 4. El que calla otorga. 5. Gobierno inestable. 6. Relaciones Exteriores e Interiores. 7. Crisis en el gabinete. 1. LA REPÚBLICA DE LA SIERRA MADRE Al disolverse la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville el 21 de junio de 1855, volvieron a quedar en calidad de individuos aislados Melchor Ocampo, José Ma. Mata y Ponciano Arriaga, que habían pertenecido a ella, así como Miguel Ma. Arrioja, recién llegado, que no alcanzó a formar parte de la misma. Los demás exiliados se habían ido, unos, a Acapulco, como Benito Juárez, a ofrecer sus servicios al general Juan Álvarez —después de casi dos años de vivir en el confinamiento y el destierro—, y otros, a Monterrey, como Manuel Gómez y Juan José de la Garza, a los dominios de Santiago Vidaurri. Pocos quedaban en Estados Unidos. ¿Y ellos? ¿Qué debían hacer? ¿Cuál era el siguiente paso? Vidaurri, gobernador político y militar de Nuevo León, cuyo territorio había quedado prácticamente liberado de fuerzas santanistas, los había invitado a unírsele y colaborar con él, aunque no como asamblea sino como individuos. Los Estados fronterizos de Tamaulipas y Coahuila ya estaban prácticamente en sus manos, y otros cercanos a ellos, como San Luis Potosí, Zacatecas y demás, seguramente caerían pronto, uno tras otro, como fichas de dominó. Pero nadie aceptó la invitación del gobernador norteño. Ya tampoco tenía objeto quedarse en Brownsville. El resto del país estaba en efervescencia. Se extrañaban los penetrantes análisis políticos de Juárez. Para enterarse más pronto de las noticias del centro y sur de México, todos decidieron trasladarse a Nueva Orleáns; pero era necesario que uno de ellos permaneciera en Brownsville para vigilar los pasos de Vidaurri así como para recibir, archivar y eventualmente contestar las comunicaciones que se enviaran a la Junta, mientras no se conociera su disolución. Arriaga y Ocampo, además de amigos y compañeros, se habían vuelto compadres. Arriaga ofreció quedarse en Brownsville con su familia. Los Ocampo vendieron o regalaron sus cosas y, llegado el momento de partir, se despidieron —no sin pesar— de todos los buenos amigos y vecinos del pueblo. Echaron un último vistazo al piano de su casa y a las
plantas, flores y hortalizas de su jardín. Ocampo arrancó una pequeña flor y se la ofreció a su hija, y ésta tocó una tecla del piano que hizo vibrar el alma de su padre. Se miraron y sonrieron. Habían vivido allí más de un año. Mata los acompañaría en su viaje. Arrioja, que había llegado con la esperanza de formar parte de la Junta, nada tenía que hacer allí. Tomaron el vapor a Nueva Orleáns. Los Arriaga los acompañaron hasta el muelle. Sin embargo, los trabajos de observación, análisis y propuestas en materia política debían proseguir. Ocampo reportaría a Arriaga todo lo que ocurriera en el centro y sur de la República, y éste a aquél lo que pasara en el norte, sin descuidar uno solo de los movimientos de Vidaurri, así se tratara del más insignificante. Mientras tanto, ese mismo mes de junio, en México, Santa Anna preguntó al Consejo de Estado si ya era tiempo de expedir la Constitución, y éste le contestó que sí, que ya era tiempo, aclarándole que dicha Constitución debía ser republicana, centralista y con plenas garantías para los habitantes. Dicho órgano, que hasta entonces no tuviera más que una presencia decorativa, había pasado ya, presionado por el empuje de la revolución, de monárquico a republicano —centralista—, y de sancionador de los atropellos cometidos por la dictadura a defensor de las garantías para los habitantes. Pero ya era tarde. Por todo el país circulaba un volante de seis palabras: “Ya no es tiempo de transacciones”. El tiempo estaba ahora controlado por la revolución... Un mes después, el 30 de julio, los antiguos exiliados de Brownsville estaban instalados en su nuevo domicilio de Nueva Orleáns: Ocampo y Josefina en el barrio francés; Mata, en el inglés, y Arrioja, quién sabe dónde. ¿Hasta qué punto era confiable Vidaurri? Este peculiar hombre de 37 años de edad — cuatro menos que Ocampo— había pertenecido desde 1840 —quince años atrás— a las milicias destinadas a combatir indios errantes. Desde hacía tres años era secretario del cuerpo coordinador de las fuerzas de Tamaulipas, Coahuila, Zacatecas y Nuevo León, encargadas de mantener la seguridad y defenderse de los ataques constantes de las tribus nómadas. Sus servicios a la revolución habían sido apreciables, sin duda, gracias sobre todo al apoyo de figuras como Ignacio Zaragoza y Mariano Escobedo, que lo habían
forzado a participar; pero no podía dejarse de reconocer su oportunismo. ¿Por qué se había pronunciado hasta el último momento? ¿Por qué debido a las presiones de Ocampo —ejercidas a través de Juan José de la Garza, José Ma. Carvajal, Manuel Gómez, Daniel
Treviño y otros—, no motu proprio?185 Por otra parte, ¿quién había autorizado a varios grupos armados de texanos que cruzaran la frontera? Apenas instalados en Nuevo Orleáns, Ocampo y Mata escribieron a Arriaga para hacerle saber que
un pasajero venido de San Antonio de Béjar nos ha informado que en aquel punto vio como 200 aventureros bien armados y montados que se dirigían a pasar el Bravo, y por otros conductos supimos también que la fuerza total que está en marcha asciende a 700 u 800 hombres.186 La referida fuerza se había enganchado para proclamar la república de la Sierra
Madre, noticia que les parecía muy grave. Arriaga debía transmitirla cuanto antes “a las personas que están al frente de la revolución, a fin de que obren con la actividad que demandan las circunstancias”. Respecto al supuesto apoyo de los texanos a la revolución, no había necesidad de que Ocampo y Mata dieran a Arriaga su opinión al respecto. “Ya ha sido manifestada de un modo muy explícito en el plan que formamos para la revolución y que usted mismo redactó”.187 Según dicho plan, aprovechar el apoyo armado extranjero era cometer alta traición. La sanción, por sabida, se callaba: era la muerte. Ocampo también pidió a su “querido compadre” que entregara otra carta al señor Gómez, comisionado de la disuelta Junta ante Vidaurri, “después de imponerse de su contenido” y de habérsela mostrado a “nuestro amigo” Andrés Treviño, en la que sugiere el modo de resolver el problema de la fuerza expedicionaria extranjera. “No creo difícil la absoluta derrota y el castigo de los texanos —dijo Ocampo— si hacen nuestros compatriotas el ánimo de seguir mi indicación”.188 Lamentablemente, no se sabe cuál es la indicación que Ocampo transmitió a sus camaradas para resolver el problema; pero si se recuerda que ningún mexicano hubiera podido aprovechar su apoyo, a menos que quisiera
185
Todos ellos: Juan José de la Garza, José Ma. Carvajal, Manuel Gómez y Daniel Treviño habían sido o/y serían gobernadores de Tamaulipas, salvo Gómez, que lo había sido de Nuevo León. 186
OC, Melchor Ocampo a Ponciano Arriaga, Nueva Orleáns, julio 30 de 1855, doc. 127, pp. 180-181.
Ibid. El plan de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville señala en el artículo 4º: “La revolución protesta sostener a todo trance la independencia nacional, oponerse a toda enajenación del territorio mexicano y no aceptar auxilio de fuerzas extranjeras. La contravención a este artículo se considerará como delito de alta traición”. Actas de las sesiones de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville, Texas, 1855. Sesión del día 23 de mayo de 1855, doc. 109, pp. 157-158. 187
188
Ibid, Melchor Ocampo a Ponciano Arriaga, Nueva Orleáns, julio 30 de 1855, doc. 127, pp. 180-181.
que se le juzgara por alta traición, los texanos habrían quedado completamente aislados. Al final dijo a Arriaga que Josefa lo saludaba “y los dos (papá e hija) a su comadrita y a los muchachos”. Sobre este mismo tema, el 17 de agosto, desde su rancho de La Joya, Carvajal dirigió a Ocampo una carta a Nueva Orleáns para hacerle saber que había sabido, en efecto, que
Vidaurri ha llamado auxiliares con objeto de consumar el traidor proyecto de Sierra Madre. De modo que la reunión de auxiliares (texanos) ni es aislada ni tan fácil de desbaratar. Garza también, se me asegura, está en este negocio. Su mismo cuñado lo declaró públicamente en ciudad Río Grande, Texas. Pero también le aclaró que “Tamaulipas y Coahuila no entran en esta infame traición”. De cualquier modo, “para que la patria conserve este país —sentenció Carvajal— es indispensable quitar, y muy pronto, a Vidaurri”. Y concluyó informándole que Gómez había sido prácticamente desterrado por éste.189 Hay cierta contradicción en el reporte anterior, porque una cosa era Garza, y otra, su cuñado. Además, si Garza estaba “en este negocio”, hubiera arrastrado —por lo menos parcialmente— a Tamaulipas, y si Tamaulipas “no entraba en esta infame traición”, Garza tampoco podía hacerlo, pues así como él ejercía un notable influjo sobre la región, del mismo modo la región dejaba sentir el peso de sus intereses y sentimientos sobre aquél, como quedó demostrado después, al gobernar dicha entidad de 1857 a los primeros meses de 1858 —en que sería sustituido durante casi un año por Andrés Treviño—, para volver al poder en 1860. Sin embargo, la antipatía, animadversión y hostilidad de Carvajal hacia Vidaurri eran rotundas, contundentes y definitivas. Muchos hombres de esta época eran sorprendentemente contradictorios en sus opiniones políticas. Frente a ellos, la verticalidad y congruencia de Juárez, Ocampo, Arriaga o Mata fue no menos prodigiosa. Mientras casi todos se doblaban, pero no se quebraban, estos se quebraban, pero no se doblaban, como lo señaló expresa y repetidamente Ocampo. El propio Carvajal fue la ambivalente y torturada expresión de dos naciones, dos 189
Ibid, José Ma. Carvajal a Melchor Ocampo, La Joya, agosto 17 de 1855, doc. 58, pp. 76-77. (Este documento está fechado erróneamente en agosto 17 de 1853, no de 1855; por consiguiente, está marcado con el número 58, que obviamente no le corresponde; su lugar debiera estar después del doc. 127).
épocas y hasta dos religiones distintas. En su juventud católica vivió en Texas, cuando ésta pertenecía a México, pero al educarse en Estados Unidos, se volvió protestante. Luchó en 1836 por la independencia de Texas contra el centralismo de México; pero se sumó a las tropas de la nación mexicana contra Estados Unidos, cuando se aprobó la anexión de Texas. Apoyó el plan de la Loba, que proponía el libre comercio entre México y Estados Unidos, pero para garantizar éste, trató de establecer en 1839-40 la república de
Río Grande con los Estados de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila, y erigirla soberana entre México y Estados Unidos.190 Actualmente, su rancho estaba en territorio norteamericano, frontera con México, y sus soldados eran una mezcla de mexicanos de aquí y de allá, norteamericanos blancos y negros, e indios de uno y otro lado; pero estaba haciendo la guerra en México contra Santa Anna, al servicio de uno de los más íntegros patriotas mexicanos, como lo era Melchor Ocampo, y por consideración a éste —y sólo por ello—, este rudo norteño se había plegado a las órdenes de Vidaurri, por quien sentía viva aversión. Años después, se sumaría a las fuerzas de la Reforma; defendería al gobierno de Juárez frente a la intervención francesa, y sería —aunque por poco tiempo— gobernador de Tamaulipas y San Luis Potosí. Por lo pronto, Ocampo estaba preocupado: ¿hasta qué punto eran fundadas las apreciaciones de Carvajal sobre Vidaurri?191 El 18 de agosto, el propio Santiago Vidaurri le aclaró las cosas. En un comunicado 190
La república de Río Grande, originalmente concebida con Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila, se proyectaba ampliar con Zacatecas, Durango, Chihuahua y Nuevo México. Josefina Zoraida Vazquez señala que esta república fue sólo una invención: "La idea nació de cartas enviadas a periódicos texanos que hacían ver como realidad la fantasía" (Historia Mexicana, v. XXXVI-141, julio a septiembre de 1986). Sin embargo, por esta “invención” se libraron batallas entre las fuerzas de México y las de la “república de Río Grande”; los texanos dieron a ésta todo el apoyo que pudieron; el asunto fue tratado por los periódicos de Texas y Nueva Orleáns, y hubo hombres que murieron, así que fue una dramática “invención” que tuvo sus costos de sangre. "No cabe duda —dice la historiadora— que la idea de la República de Río Grande nació entre los texanos y sus partidarios como un sistema de defensa para proteger su débil nación ante la invasión que Estados Unidos hizo a México". Es difícil entender el razonamiento anterior. A esas alturas, Texas ya no era una “débil nación” sino parte de los Estados Unidos y no se ve cómo “la invención” de la república de Río Grande hubiera podido proteger a Texas contra la invasión de un país del que formaba parte. El hecho es que, actualmente, en la plaza Zaragoza de Laredo, Texas —a una cuadra de la frontera con México— hay una casa que se dice que sirvió de sede al gobierno de la “república de Río Grande”, y en 1955, a un siglo del frustrado nacimiento de esta “república”, dicha casa fue convertida en un pequeño museo. Allí se exhibe una copia reciente de su bandera, pues se supone que la original fue capturada por el ejército centralista de México. 191
El plan de Vidaurri declara que mientras la República Mexicana no esté constituida, además de reasumir su soberanía, el Estado de Nuevo León considera a Coahuila como parte de él para formar, “en un solo gobierno, un todo compacto y respetable al extranjero, a la guerra contra los bárbaros y a todo el que pretenda combatir los principios salvadores y de libertad".
desde Monterrey, le pidió a Arriaga que, al escribir a Ocampo y Mata, les asegurara “que no hay que temer invasión alguna de parte de los texanos y mucho menos con los fines que se les dijeron”.192 Cierto que estos se habían mostrado deseosos de mezclarse en la contienda con carácter de auxiliares, sujetos voluntariamente a la disciplina revolucionaria; “pero he desechado sus ofertas”, dijo, a fin de “alejar hasta las sospechas de escisión de nuestro territorio”. Y concluyó haciéndole saber su intención de ir a México, si era necesario, con el único y exclusivo fin de ver a sus amigos Ocampo y Mata, y manifestarles personalmente “cuanto crean necesario acerca de este grave asunto”. Ocampo se dio por satisfecho con la respuesta. Mientras las acusaciones contra el norteño no fueran demostradas, siempre le concedería el beneficio de la duda.193 Años después, durante la guerra de Reforma, Vidaurri mantendría su dominio sobre Nuevo León y Tamaulipas al lado de los liberales; pero durante la Intervención Francesa, negaría su apoyo al presidente Juárez; más tarde llegaría a ser consejero imperial y ministro de hacienda de Maximiliano, y en julio de 1867 moriría en México fusilado por la espalda. ———o——— Por lo pronto, Ocampo recibió oficio de Juan Álvarez, general en jefe del Ejército
Restaurador de la Libertad, fechado el 4 de agosto de 1855, en el que le acusa recibo de la comunicación oficial que le había enviado la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville dos meses antes (el 27 de mayo), sobre el estado de la revolución norteña, y le expresa que pronto tendría el gusto de participarle “el movimiento que me propongo hacer de las fuerzas (que comando) sobre el enemigo, a fin de que, llamada fuertemente su atención en distintos puntos, (éste) se vea estrechado a dividir sus tropas, lo que producirá infaliblemente su derrota y la completa victoria de la revolución”. En ese mismo documento —que trae impreso todo el estilo de Juárez—, el general Álvarez transmite su
192
Ibid, Ponciano Arriaga a Melchor Ocampo y José Ma. Mata, Brownsville, 6 de septiembre de 1855, doc. 132, pp. 186-187. Arriaga transcribe íntegra la carta que le envió Santiago Vidaurri desde Monterrey el 18 de agosto de 1855. Valadés relata este episodio con las siguientes palabras: “Igualmente atribuyen a Vidaurri, en esos mismos días, el proyecto de desgajar la nación para fundar la república de la Sierra Madre. Sin embargo, lo dicho tiene el acento de la difamación. Ocampo no parece verlo así por de pronto, pues ha recibido informes de un reclutamiento de aventureros norteamericanos en Texas. Sin embargo, confía en el patriotismo de sus amigos fronterizos”. José C. Valadés, op. cit., p. 145. 193
gratitud a la Junta por las consideraciones dispensadas.194 Ocampo recibió también carta personal de Juárez, escrita desde Acapulco, en la que le advierte que, al leerla, tal vez ya habría caído “don Antonio”, como, en efecto, ya había sucedido. El oaxaqueño basa su reflexión
en el aspecto imponente con que cada día se presenta la revolución. Antes de anoche se recibió aquí la noticia del pronunciamiento de Puebla, Orizaba y Córdoba, y se espera de un momento a otro el de Veracruz y Oaxaca. Plutarco González debe estar ocupando Toluca. Santa Anna está reconcentrando sus fuerzas en la capital. El general Álvarez va a mover las suyas para obrar en combinación con las de Puebla. Ya verá usted que, aun cuando el héroe resuelva resistir hasta el último extremo en la ciudad de México —lo que dudo mucho—, al fin sucumbirá. Si usted, los señores Arriaga y Mata y los demás amigos pudieran emprender su marcha para aquí, sería muy oportuno para que la revolución tuviera el mejor desenlace, si la capital es ocupada por las fuerzas pronunciadas, antes, antes que se acerquen las de la frontera. Este deseo no es mío solamente sino de todos los jefes de este rumbo, incluso del señor Álvarez. Suplico a usted piense sobre este negocio.195 El firmante, como siempre, dio sus “más afectuosas expresiones a Josefita” y saludó a Arriaga, Mata “y demás amigos que estén en esa ciudad”. Juárez tenía razón. Santa Anna cayó el 9 de agosto, y el 13 de ese mismo mes, se embarcó a La Habana. Vidaurri se lo había anunciado a Ocampo unos días antes, a través de Arriaga. “Se fugó de México el 9 del corriente. Parece, pues, que la cuestión pública se decidirá favorablemente a los intereses del pueblo, si éste impide a ese mismo ejército,
que ha sido su verdugo, ingerirse en los principios constitutivos”.196 Ahora bien, era comprensible que las fuerzas revolucionarias del sur quisieran tomar la capital de la República antes de que lo hicieran las del norte, pero, por una parte, ¿por qué Juárez le daba a entender que las tropas de Vidaurri, entretenidas en consolidar sus 194
Ibid, Ejército restaurador de la libertad. General en Jefe. A los señores Melchor Ocampo y José Ma. Mata, presidente y secretario de la Junta Revolucionaria Mexicana, Texca, agosto 4 de 1855, doc. 128, pp. 182-183. 195 196
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Acapulco, agosto de 1855, doc. 129, p. 183.
Ibid, Ponciano Arriaga a Melchor Ocampo y José Ma. Mata, Brownsville, 6 de septiembre de 1855, doc. 132, pp. 186-187.
posiciones en su propio territorio, pudieran desprenderse de él hasta llegar a la ciudad de México, lo que no era más que una remota probabilidad? ¿No acaso la toma de la capital de la República por las fuerzas del norte, o por las del sur, o por ambas, era el mejor desenlace que pudiera tener la revolución? Por otra parte, ¿por qué la urgencia de Juárez en que Ocampo apresurara su partida para que coincidiera su llegada a México con la del ejército del sur? El michoacano presintió que las cosas, en lugar mejorar, empeorarían… 2. REGRESO A LA PATRIA La pesadilla había terminado. Santa Anna se fugó. Ocampo lo celebró y decidió descansar unos días con su hija Josefina en Bahía de San Luis, Mississippi. No les caerían mal a ambos unas cortas vacaciones. Después regresarían a México. Empezaba la segunda mitad de agosto. El clima era perfecto. Los días brillaban y las noches eran estrelladas. Disfrutaban de
buen temperamento —dice Ocampo—, brisa casi constante, pocos zancudos, baños en el mar a discreción y con comodidad. Yo hubiera gozado mucho si no hubiera tenido la mala ocurrencia de enfermarme. Estuve malo, bien enfermo de bronconeumonía, ocasionada por un resfrío que me vino de haberme puesto con la cabeza a la ventana abierta, en una noche que comenzó muy cálida y terminó muy fría, despertando con toda la cubierta interna, o sean las membranas mucosas, todas echadas a perder. Ocho días de no comer hicieron que la respiración consumiese la poca grasa que tenía; de manera que, al acabar lo grave del ataque, se me vino la idea de gato entecado, palabras que había oído sin usar jamás. Ya estoy sumamente repuesto. No tanto, sin embargo, para que me sea posible irme, como yo hubiera querido, el día 1 de septiembre; pero lo bastante para creer que podré hacerlo el 14.197 —o—o—o—o—o— La fuga de Santa Anna había producido en México turbulencias, desorden y confusión. El día 28 de agosto, todavía desde Bahía de San Luis, Ocampo preguntó a su “muy querido compadre, amigo y antiguo compañero” Ponciano Arriaga: “¿No le parece a usted que nos hizo un favor?” Huir “tan infamemente”, ¿no era el único bien que ese marrullero 197
Ibid, Melchor Ocampo a Ponciano Arriaga, Bahía de San Luis, agosto 28 de 1855, doc. 130, pp. 183-185.
había hecho a la República? A primera vista, parecía que les había tomado el pelo. No sólo a los exiliados sino a sus propios partidarios. Pero si hubiera caído prisionero, ¿qué se hubiera hecho con él? ¿Ahorcarlo? ¿Dejarlo impune? Lo primero habría sido “castigar el candor de unos, la mala fe de muchos y la imprevisión, ignorancia, negligencia o cobardía de los más de los mexicanos”; lo segundo, desalentar la conciencia pública. “Nada más cobarde ni más vil que este modo de cerrar la carrera de sus traiciones”; pero al mismo tiempo, nada mejor que haber liberado a los ganadores de decidir su suerte. “Se me presenta la idea de un modo tan claro, que hasta agradezco a este pillo su huida, como si fuere favor personal”. A pesar de que “aparecemos burlados, no es, ni con mucho, el papel que quedan haciendo los conservadores y todos sus últimos prôneurs” (lambiscones o barberos). Ahora, ¿qué iría a pasar? ¿Llegaría a haber —como lo había proclamado el plan de Ayutla— un presidente interino dotado de amplias facultades —presuntamente Juan Álvarez— y una asamblea constituyente que diera forma jurídica a la nación? ¿O los conservadores lograrían convertir a Martín Carrera en otro dictador que defendiera sus intereses y estableciera un congreso conservador, para producir otro adefesio constitucional ilegítimo, como las Siete Leyes de 1836 o las Bases Orgánicas de 1843? En esa difícil etapa de transición, en que los conservadores, al perder a Santa Anna, parecían haber perdido su alma, pero se mantenían en el poder, y en que los revolucionarios, al obtener la victoria, parecían fuertes, pero continuaban dispersos, débiles y divididos, ¿que pasaría? ¿Los liberales aprovecharían el fruto de sus esfuerzos y sacrificios? ¿O se dejarían atrapar nuevamente por los chantajes y amenazas de los defensores de los intereses dominantes? ¿Sostendrían con firmeza el espíritu de la revolución para hacer avanzar al país? ¿O transarían con las fuerzas derrotadas para mantener el estancamiento? ¿Se admitiría que una revolución triunfa sólo cuando es intransigente? ¿O se seguiría el camino de las transacciones para hacerla fracasar? La revolución de 1810 había fracasado, porque, a pesar de proponer la libertad, la igualdad y la propiedad privada, sus partidarios habían transado diez años después en aras de la independencia —a través del Plan de Iguala— con las fuerzas que sostenían el despotismo político, los fueros y privilegios, y la propiedad de las corporaciones civiles y
eclesiásticas. En 1833 se había intentado hacer una limitada reforma social en el marco de la república federal, pero la reacción de los intereses políticos dominantes había sido disolver el sistema, establecer la república centralista en 1836 e intentar constituir una monarquía bajo la protección de una potencia europea, para impedir la reforma. Por otra parte, en Francia, la revolución de 1848 acababa de frustrarse en forma más lamentable que la de 1793, por haber seguido el camino de las transacciones. Luego entonces, la revolución de Ayutla debía recordar y asimilar las experiencias históricas propias y ajenas, y proseguir la reforma; pero tomando en cuenta que, si transigir había sido la causa del desastre francés de 1848 así como la del fracaso de la independencia nacional en 1821, la no transigencia —en materia de principios— era la única garantía de su triunfo. La oposición conservadora no había capitulado ante el movimiento liberal: había sido vencida. Luego entonces, nada de transigencias ni de transacciones. No era el momento. Ocampo preveía que si se era transigente y se entraba desde ahora en el camino de las transacciones, los intereses de la revolución degenerarían o serían reemplazados por los de la contrarrevolución. Por eso lamentaba que el movimiento triunfante se diera por satisfecho con la huida de Santa Anna. Por una parte, comprendía que, “por una transacción del momento”, se aceptara como presidente al general santanista Martín Carrera Sabat, quien recientemente había expedido un plan casi igual al de Ayutla; “pero veo en esto tal debilidad, que me entristece”. Martín Carrera era un poblano conservador de 49 años, hijo de un coronel realista de artillería. Instructor de un batallón desde los 12 años de edad; miembro del Ejército Trigarante desde los 15; autor de un manual de Uso y prácticas de maniobra de artillería
ligera de montaña (1831) y combatiente en la guerra de 1847 contra Estados Unidos, había sido también director general de artillería durante muchos años y senador, consejero de gobierno y consultor del ministerio de Guerra. En 1853 Santa Anna lo nombró general de división y gobernador de la Ciudad de México, y al renunciar en 1855, presidente interino, cargo del que tomó posesión el 15 de agosto, y al que renunciaría el 12 de septiembre siguiente —presionado por el acuerdo entre Comonfort, Manuel Doblado
y Antonio Haro y Tamariz— en beneficio del general Rómulo Díaz de la Vega. Años después, el general Carrera ofrecería sus servicios al gobierno de Juárez durante la Intervención Francesa, pero su trayectoria conservadora y santanista despertaría tantas suspicacias, que nunca le serían aceptados. Mientras tanto, el acuerdo entre los moderados (Comonfort y Doblado) con los
conservadores (representados por Haro y Tamariz) ya había iniciado el camino de las transacciones. El 16 de septiembre de 1855, estos tres firmaron en San Luis un compromiso por el cual reconocen el Plan de Ayutla, a condición de que el presidente interino se encargue de conservar y atender al ejército, conforme al artículo 6º de dicho Plan,
ocupándose, como lo desea la nación y como es preciso y notoriamente oportuno, de reformarlo (al ejército), a fin de que recobre su moralidad y de que su prestigio sirva de una manera eficaz al mantenimiento de la integridad nacional, a la conservación del orden público y a guardar los respetos y obediencia debidos al gobierno que quiere darse la nación. Ocampo esperaba que ésta fuera una “transacción del momento”, porque si la revolución adoptaba como política general lo que resultara de los acuerdos entre
moderados y conservadores, retrocedería y fracasaría. Por otra parte, pensando probablemente en Vidaurri, que no acababa de convencerlo, y en Carvajal, cuya inquina contra aquél era quizá exagerada, Ocampo escribió a Arriaga:
A esta hora, ustedes han concluido la revolución. Ojalá y pronto acaben las graves disidencias que, en parte he visto, y en parte preveo entre esos señores de la frontera. En otro orden de ideas, le informó que por instrucciones de Sabás Iturbide había puesto doscientos pesos a su disposición. Y en cuanto al regreso a México, él pensaba partir el 14 de septiembre. “¡Si para ese día pudiera usted estar aquí (en Nueva Orleáns), cuánto gusto tendría yo si nos fuéramos juntos!” ———o——— Arriaga, desde Brownsville, celebró que la salud de su amigo y compadre hubiera
mejorado. “No sé qué decir a usted respecto de Santa Anna, de su fuga en triunfo”. Era asombroso que este hombre urdiera sus intrigas desde lejos y las hiciera prosperar; que subiera al gobierno “solamente para saquear a la nación y hundirla en el más profundo desorden”, y que sólo una opinión pública poderosa e irresistible —más que las armas— hubiera logrado tumbarlo; que tuviese cómplices y auxiliares no sólo para sus crímenes sino para sus fugas, y que nadie tuviera la resolución de “atentar contra la seguridad del malvado”. Todo esto demostraba, a su juicio, “o que él es por demás afortunado o que los mexicanos somos imbéciles por lo demás”.198 Él sentía que los temores de Ocampo sobre la posibilidad de que la revolución se extraviara y adulterara eran justos. En esos momentos, los mismos de siempre estaban aprovechándose de la situación para conservar sus posiciones de privilegio. Y los revolucionarios, al no ponerse de acuerdo, hacían crecer las posibilidades de una guerra civil. En relación con los vencidos, éstos no se cansaban, según Arriaga, de “hacer de México el juguete de sus necias ambiciones y de sus insensatos intereses”. El conservador Haro y Tamariz, por ejemplo —ex ministro de Santa Anna—, se había pronunciado en San Luis Potosí al huir el dictador, al frente de la brigada Guitián, derrotada y prófuga de Saltillo, y se había hecho llamar general en jefe del Ejército Libertador del Centro, reconociendo la jefatura de Juan Álvarez. Desde la fuga de Santa Anna, todos los santanistas se habían vuelto “libertadores” para mimetizarse con la revolución y su ejército
libertador. En Veracruz, después de asegurar su fe en Santa Anna y ayudarlo a desertar, Corona se había vuelto “libertador”. Lo mismo había pasado con Pacheco en Guanajuato y Ángel Cabrera en Querétaro.
En México mismo, el movimiento fue iniciado por el general Díaz de la Vega y otros veinte generales, incluso Suárez Navarro, y dicen ahora que el ejército es hermano del pueblo. El Plan de San Luis Potosí, de Haro y Tamariz, reconoce el Plan de Ayutla; pero a condición de asegurar
toda protección y respeto a la propiedad, al clero, al ejército y a todas y cada una de
198
Ibid, Ponciano Arriaga a Melchor Ocampo, Brownsville, 6 de septiembre de 1855, doc. 133, pp. 193-196.
las clases que componen la gran familia mexicana. Lo expuesto equivalía a sostener que la revolución se pusiera al servicio del sistema político vigente. Comonfort, al no obtener de Haro su sumisión incondicional, no se había atrevido a romper las hostilidades contra él, así que el 16 de septiembre había concertado una reunión con el pronunciado y con Manuel Doblado, en la que se había acordado que el general Díaz de la Vega siguiera provisionalmente al frente del gobierno que ejercía en la ciudad de México, mientras se instalaba el que estableciera la revolución triunfante. Por otra parte, los vencedores propiamente dichos estaban peleándose entre sí, porque, según unos, el ejército de línea era el defensor de la patria, y según otros, no era más que el causante de sus desgracias. Arriaga escribió:
Acá en la frontera ha aparecido una idea capital: que el ejército sea dado de baja, fundido, aniquilado, para formar otro que nunca llegue a tener tentaciones de mezclarse en las deliberaciones políticas. Todos sabemos que es un ejército sedicioso, siempre rebelde y siempre dispuesto a pisotear leyes y gobiernos. Ha sido el inconveniente poderoso para que en cuarenta años no haya podido México tener nada estable, nada pacífico. Pero Vidaurri había planteado esta idea de un modo tan grosero, que estaba determinando a los militares a defenderse. No sólo los había dado de baja sino también insultado y ultrajado; quería humillarlos, envilecerlos y arrebatarles hasta la esperanza de un porvenir cualquiera. “¿Aceptarán tales ideas y tales formas Álvarez y los demás revolucionarios?” Hacía pocos días que el mismo Juan José de la Garza, al pretender poner esas ideas en práctica en San Luis, se había visto obligado a recular y celebrar un armisticio con Haro y Tamariz.
Yo creo —prosigue Arriaga— que si se ponen de acuerdo los señores Álvarez, Comonfort, Degollado, De la Llave, Vidaurri, Garza y demás pronunciados de buena fe, y en un punto central de la República reúnen todas sus fuerzas —que podrán ascender hasta veinte mil o más hombres—, podrán influir de un modo poderoso y aún decisivo en la resolución de todas nuestras cuestiones políticas. Por lo pronto, se lamentaba:
Los extranjeros, especialmente nuestros queridos vecinos, no quieren creer que
México tendrá juicio y hacen funestos o al menos ambiguos y desconsoladores pronósticos acerca de nuestro porvenir. Y lo hacen con magisterio insultante, con un aire de superioridad que nos humilla. ¡Pobres mexicanos! En relación con los doscientos pesos de los que hablaba Ocampo,
el amado Sabás Iturbide, como siempre, generoso y caballero, este buen amigo ha pensado que tal vez los pobres desterrados no tienen muchos recursos para volver a su patria y nos los envía con su delicadeza y sus maneras de siempre. ¡Lástima que no haya muchos mexicanos como Iturbide! ¡Cómo es digno de toda mi amistad y reconocimiento! Arriaga informó a Ocampo que Daniel Treviño ya había puesto ese dinero en sus manos. Y en cuanto al viaje a México, ¡cómo le hubiera gustado embarcarse en Nueva Orleáns con él y su hija Josefina! Pero se lo impedía un reciente malestar de su esposa. Además, Juan José de la Garza le había pedido reiteradamente que lo acompañara a sus territorios y ya había enviado a alguien por él. Por último —lo más importante—, deseaba aprovechar el viaje al que lo había invitado de la Garza para llegar a San Luis Potosí, su lugar de origen. Así que se iría por tierra. Ponciano Arriaga jugaría en 1856 un brillante papel en el Congreso Extraordinario Constituyente, de cuya Comisión de Constitución sería presidente. Además del Proyecto de Constitución Política que sirvió de base a los trabajos de dicha Comisión y que generó los debates del pleno del Congreso Constituyente, presentaría su célebre Voto Particular sobre
el Derecho de Propiedad, análisis político y social extraordinario que, aun sin ser aprobado, se convertiría en una de las piezas documentales más importantes de la nación y serviría de fuente de inspiración al oaxaqueño Ricardo Flores Magón en la primera década del siglo XX para formular el programa de la Revolución Mexicana en materia agraria. Arriaga también formaría parte del gabinete del presidente interino Benito Juárez y después sería gobernador de Aguascalientes en 1862 y del Distrito Federal en 1863. No sobreviviría a Ocampo más que cuatro años. Fallecería en 1865, a los 54 años de edad. 3. LA DICTADURA LIBERAL De acuerdo con lo previsto, Melchor Ocampo y su hija viajaron de Estados Unidos a
México el 14 de septiembre de 1855. Hacía poco más de un mes que había caído Santa Anna. A diferencia de Benito Juárez, que había tenido que hacer una larga travesía de Nueva Orleáns a Acapulco a través del istmo de Panamá, ellos navegaron directamente de Nueva Orleáns a Veracruz y llegaron tres días después, el 17 de septiembre. El 18 tomaron la diligencia y el 23 arribaron a la capital de la República. Al finalizar el mes, Ocampo sería representante de Michoacán ante el Consejo de
Estado instituido para elegir presidente de la República; el 4 de octubre, llegaría a Cuernavaca para participar en el proceso de elección a la Presidencia, y dos días después, sería nombrado primer ministro, encargado de formar gabinete. ———o——— Él y su hija habían planeado que, al tocar suelo mexicano, se trasladarían inmediatamente a la ciudad de México y no se detendrían más que lo estrictamente necesario para revisar sus asuntos, saludar a sus amigos y conocer la forma en que había concluido la revolución con la entrada de las fuerzas revolucionarias del sur. Ansiaban continuar a Michoacán, su tierra amada, y más concretamente, a la pequeña hacienda de Pomoca, jardín de sus nostalgias y flor de sus ensueños. Tal era su único deseo: sentir su dulce clima, respirar el aire embalsamado de sus valles y montañas, contemplar su cielo estrellado y abrazar a sus seres queridos: principalmente a Ana y sus dos hijas. Sólo así sentirían que el exilio había terminado. Pero las circunstancias les depararon cosas distintas. En Veracruz, Ocampo recibió dos cartas procedentes de Chilpancingo: una del general Juan Álvarez y otra de Benito Juárez, fechadas, ésta el 10 y aquélla el 11 de septiembre. Álvarez lo saluda; lo felicita “por la caída del tirano”; le informa que en un último esfuerzo para seguir burlándose de la nación, Santa Anna había dejado establecido en México un gobierno a cargo del general Martín Carrera, gobierno “que el buen sentido de los mexicanos ha desconocido”; le anuncia que pedirá a Vidaurri que apresure su marcha a México a fin de establecer juntos el gobierno conforme al plan de Ayutla, “ley única que debemos observar para evitar la anarquía”, y le suplica que se dé prisa en llegar a la capital “para tener el gusto de verlo”.199 199
Ibid, Juan Álvarez a Melchor Ocampo, Chilpancingo, septiembre 11 de 1855. Papel membretado de la Secretaría Particular, doc. 135, pp. 197-198.
Juárez, quien ya era secretario particular de Álvarez y suponía que Ponciano Arriaga venía con Ocampo, le informó que, al fugarse Santa Anna, la guarnición de México había nombrado presidente de la República a Martín Carrera.
Todo ha sido una farsa para seguir dominando el país y burlarse de su revolución. El señor Álvarez no ha querido entrar en contestaciones oficiales con tal presidente, no obstante las comisiones que han venido a quererlo persuadir de la legitimidad de Carrera. Hay un desconocimiento general de semejante gobierno. Pasado mañana sigue el señor Álvarez su marcha con todas las tropas de este rumbo, con el fin de hacer efectivo el plan de Ayutla, estableciendo el gobierno que debe desarrollar el programa de la revolución. El señor Álvarez desea la concurrencia de los principales jefes de la revolución y de las personas notables —por su saber y su patriotismo— para que las cosas se arreglen de la mejor manera. El señor Álvarez le escribe a usted en este sentido, lo mismo que a nuestro amigo el señor Arriaga, a quien suplico a usted salude a mi nombre, pues no me es posible escribirle ahora. Muy interesante es la presencia de ustedes, y por mi parte, les suplico que no pierdan momento en su marcha.200 Adicionalmente, le dio noticias sobre Michoacán y Oaxaca.
En Morelia se ha hecho la misma farsa que en México, y Carrera nombró gobernador a Gregorio Cevallos, pero nuestras fuerzas están en las inmediaciones y muy pronto habrá el verdadero cambio que conviene. Casi lo mismo se ha hecho en Oaxaca, pues con muy pocas excepciones, se hallan en la administración los egoístas que hubieran celebrado nuestra fusilada. Lo expuesto por Álvarez y Juárez en sus cartas ya había sido rebasado por los acontecimientos. En efecto, Martín Carrera Sabat, en calidad de presidente interino y apegándose al artículo 5º de su plan —acorde con el de Ayutla—, proclamado en la ciudad de México el 20 de agosto, había convocado —sin éxito— un congreso constituyente, creando confusión, inestabilidad y zozobra.201 Lafragua explicó a Doblado que “la elección del señor Carrera vino a prolongar la situación incierta y peligrosa en que hemos vivido”; 200 201
Ibid, Benito Juárez a Melchor Ocampo, Chilpancingo, septiembre 10 de 1855, doc. 134, pp. 196-197.
Convocatoria a la Nación para la Elección de un Congreso Constituyente, 20 de agosto de 1855. Martín Carrera al encargado del ministerio de Gobernación José G. Martínez, en Antonio García Orozco, Legislación Electoral Mexicana, 1812-1988, Adep Editores, México, 1988.
pero que toda la nación ya había aceptado el Plan de Ayutla, y que el único que se resistía era San Luis.202 A estas alturas, el general Carrera había dejado el mando de la capital de la República en manos de Rómulo Díaz de la Vega, otro general poblano conservador de 51 años, que ya no representaba nada. Enviado preso durante la guerra de 1847 a Estados Unidos, Díaz de la Vega había sido nombrado por Santa Anna gobernador de Yucatán, en 1853, y luego de Tamaulipas, de enero a abril de 1855. El 12 de septiembre de este año había tomado posesión de la presidencia de la República y la dejaría el 4 de octubre siguiente. Un año después se sumaría a las fuerzas conservadoras contra el gobierno de Benito Juárez; sería gobernador de la capital —designado por el general Miramón—, y durante la Intervención Francesa, formaría parte de la Junta de Notables que elegiría a Maximiliano como emperador. Se beneficiaría de la amnistía decretada por el gobierno republicano, pero viviría confinado en Puebla hasta su muerte en 1871. Ahora bien, aunque los puros habían ganado la revolución, empezaron a perder el poder. Los moderados se reconciliaron rápidamente con los conservadores y negociaron espacios y posiciones políticas entre sí. De este modo, como lo temía Ocampo, mientras los moderados se fortalecieron a costa de la revolución, los puros empezaron a quedarse solos. Después del armisticio entre Ignacio Comonfort y Haro y Tamariz, por ejemplo, éste (conservador) estrechó relaciones con Manuel Doblado (moderado), hasta el grado de actuar ambos conjuntamente, aquél en San Luis y éste en Guanajuato, contra la revolución. El 1 de septiembre, Guillermo Prieto informaba a su amigo Doblado que al día siguiente reaparecería el periódico El Universal, y que sus redactores serían los
conservadores Manuel Díaz de Bonilla, Teodosio Lares e Ignacio Aguilar y Marocho, ex ministros de Santa Anna, “ese triunvirato impune”, según Guillermo Prieto,
que alentado con la bandera que tiene enarbolada Haro, resucita sus antiguas aspiraciones sin perder tiempo y con una audacia inaudita. La bandera política del triunvirato que hizo resurgir El Universal era la misma de Haro: 202
José Ma. Lafragua a Manuel Doblado, México, septiembre 12 de 1855, en Jorge L. Tamayo, op. cit.
proteger la propiedad, el clero y el ejército; es decir, los bienes eclesiásticos, los fueros y privilegios, y la intolerancia religiosa, por una parte, y por otra, la subsistencia de todos los cuerpos militares santanistas. Más tarde, esta bandera se expresaría en un solo grito: religión y fueros. Prieto advertía a Doblado que en México se decía que estaba obrando de acuerdo con Haro. ¡Yo no lo creo —dice Prieto— porque tengo fe en sus creencias, pero si así fuere,
espero que me lo avise, seguro en todo caso de que se trata de caballero a caballero. Yo, por mi parte, opino que no se desvirtúe en un ápice el Plan de Ayutla y de aquí no salgo.203 A pesar de todo, el 16 de septiembre concluiría formalmente esta etapa política de la historia con el reconocimiento expreso del plan de Ayutla en todo el país, incluidos los Estados de Guanajuato y San Luis, es decir, incluidos Doblado y Haro, respectivamente. El llamado “presidente” Rómulo Díaz de la Vega, completamente aislado en la ciudad de México, dimitiría pocos días después. ———o——— Ocampo había supuesto que su arribo a la capital de la nación coincidiría con las fuerzas del general Juan Álvarez; pero el 29 de septiembre, éste le hizo saber desde Puente de Ixtla, Guerrero, que lo había nombrado representante propietario de Michoacán ante el Consejo de Estado, órgano político que se reuniría en Cuernavaca para elegir presidente interino de la República.204 Su primera reacción fue rechazar tal honor. “Cuando recibí el nombramiento de consejero —apenas llegado a México—, lo rehusé sin la menor hesitación”. Uno de sus más queridos amigos —no señala quién, pero es probable que haya sido Sabás Iturbide o el propio Guillermo Prieto—, al tratar de disuadirlo, apeló a las “seducciones de raciocinio y sentimiento” con “imaginación, sensibilidad y gran talento”, pero no llegó a “domar mi primera, instintiva, y después, reflexionada repulsa; lo más que consiguió fue que no publicara mi renuncia”.205
203
OC, Guillermo Prieto a Manuel Doblado, México, septiembre 1º de 1855, doc. 131, pp. 185-186.
204
Ibid, Juan Álvarez a Melchor Ocampo, Puente de Ixtla, 29 de septiembre de 1815, doc. 136, p. 138.
205
Ibid, Melchor Ocampo, Mis quince días de ministro, Pomoca, noviembre 18 de 1855, doc. 151, p. 214, nota 12 al pie de página: (Nota de A. Pola, t. II, p. 73) Léese en la portada de este folleto, publicado en 1856:
Ocampo confiesa que uno de sus “más marcados defectos” era tomar resoluciones con gran rapidez, “siendo otro, aunque menor”, la obstinación con que persistía en sostener la resolución tomada. Sin embargo, en este caso dudó varios días. Por un lado, él no había regresado al país para elegir a nadie. Ese papel lo podían desempeñar otros mejor que él. Por otro, tampoco quería dar la impresión de que estaba contra el programa político de la revolución y menos contra Juan Álvarez, que siempre había sido su candidato para cubrir ese interinato en la presidencia de la República. Mientras él seguía con sus dudas en México, el general Álvarez empezó a despachar en Cuernavaca.
No veía claro —señala Ocampo— mi deber en aquel caso. Juzgué tal duda como una degeneración de mi carácter y doliéndome de ello con algunos amigos, tuve ocasión de ir formando juicio. Al fin, por lo que todos me decían, resolví ir a Cuernavaca, no sin una notable repugnancia. Salí, pues, de México, por la diligencia del 3 de octubre, y en la mañana del 4 pasé desde temprano a la casa en la que estaban alojados muchos de los representantes (de otros Estados de la República), en su mayor parte antiguos amigos míos.206 El Consejo de Estado estaba compuesto por veintiséis representantes dotados de un poder enorme: elegir nuevo dictador de la República; liberal, es cierto, pero no menos dictador. A diferencia de Santa Anna, recién derrocado, y de Díaz de la Vega, cuya presidencia había concluido en México ese mismo día, el presidente que eligiera la revolución tendría que ser un dictador revolucionario. Lo paradójico del caso es que Ocampo, que era demócrata por convicción, justificaba este tipo de dictadura, mientras que los que habían sostenido la derrocada dictadura “Mis quince días de ministro. Remitido del ciudadano Melchor Ocampo al periódico titulado: La Revolución, México. Establecimiento tipográfico de Andrés Boix, cerca de Santo Domingo, núm. 5, 1856”. La Revolución se publicaba en Guadalajara y postuló para gobernador de Jalisco a los señores Melchor Ocampo, Santos Degollado y al general Pedro Ogazón. 206
Los veintiséis representantes al Consejo de Estado eran los siguientes: Vicente Romero, por Aguascalientes; Francisco de Paula Cendejas, por Coahuila; Gral. Félix Zuloaga, por Chihuahua; Guillermo Prieto, por Chiapas; José de la Bárcena, por Durango; Diego Álvarez, por Guerrero; Francisco González, por Guanajuato; Jesús Anaya, por Jalisco; Sabás Iturbide, por México; Melchor Ocampo, por Michoacán; Juan N. Navarro, por Nuevo León; Benito Juárez, por Oaxaca; Mariano Ortiz de Montellano, por Puebla; Ponciano Arriaga, por San Luis Potosí; Francisco Verduzco, por Querétaro; Ricardo Palacios, por Sonora; José María Lafragua, por Sinaloa; José María del Río, por Tabasco; Juan N. Vera, por Tamaulipas; Joaquín Moreno, por Veracruz; Eleuterio Méndez, por Yucatán; Valentín Gómez Farías, por Zacatecas; Joaquín Cardoso, por el Distrito; Ramón I. Alcaraz, por California; Juan José Baz, por Colima y Manuel Zetina Abad, por Tlaxcala. Decreto del general Juan Álvarez por el que son nombrados los representantes de los Estados en el Consejo de Gobierno, según el Plan de Ayutla. Iguala, septiembre 24 de 1855, en Jorge L. Tamayo, op. cit., t. I.
militar santanista, es decir, los conservadores, algunos moderados y los altos cuadros del ejército y el clero, se volvieron de pronto unos rabiosos y agresivos demócratas. Por lo pronto, la preocupación principal de los consejeros electores era hacer ganar a su candidato. Había dos o tres aspirantes a la presidencia. De su acierto dependería su carrera política. Desgraciadamente, no han trascendido los nombres de los candidatos; pero además de Juan Álvarez, el más importante era Ignacio Comonfort. Juan Álvarez, jefe militar de la revolución, no tenía muchas simpatías, porque ya estaba viejo, carecía de carisma y sus capacidades eran limitadas. El 6 de octubre, al saber Ocampo que se estaban barajando diversos nombres, se molestó. “Oí varios cómputos sobre la inmediata elección y dije —porque a ello se me invitó— que yo iba a votar por el señor Álvarez”. Agregó que “la suprema magistratura es una comisión de difícil desempeño y no una recompensa de buenos servicios”, e insistió que votaría por Álvarez “no por su mérito —aunque se lo reconozco grande e innegable— sino porque creo que es el único ante cuyo nombre callen los ambiciosos vulgares que se creen con derecho a ella”.207 Comonfort no estaba allí, pero le deben haber ardido los oídos. Todos guardaron silencio. Ignacio Comonfort, en efecto, no estaba en Cuernavaca. Nacido en un lugar al norte de Puebla, era dos años mayor que Ocampo, y así como éste tenía una hacienda en Michoacán, aquél tenía otra entre Puebla y México. A la muerte de su padre había abandonado sus estudios de Derecho. En 1847 participó en la guerra contra Estados Unidos y en marzo de 1854, siendo administrador de la aduana de Acapulco, se adhirió al plan expedido en Ayutla por el coronel Florencio Villarreal, después de haberlo reformado. Cuando Santa Anna quiso tomar el puerto, Comonfort se atrincheró en la fortaleza de San Diego hasta que aquél decidió retirarse. Viajó a San Francisco California y a Nueva York para conseguir recursos; en California, sin éxito; pero en Nueva York conoció a Gregorio Ajuria, quien le prestó sesenta mil pesos, parte en dinero, parte en armas, comprometiéndose a pagarle doscientos cincuenta mil si la revolución triunfaba. El financiamiento de los empresarios a los personajes políticos mexicanos, a cambio de favores y altos dividendos, como se ve, no es nada nuevo. En este caso, el prestamista sería no sólo puntualmente pagado sino también recibiría en arrendamiento la Casa de 207
OC, Melchor Ocampo, Mis quince días de ministro, Pomoca, noviembre 18 de 1855, doc. 151, p. 214.
Moneda de México. Ocampo y algunos de sus amigos siempre se opusieron a todas las operaciones de agio que gravaban en forma leonina a la nación; pero la mayoría de los políticos, fueran liberales o conservadores, al contrario, siempre procuraban obtener beneficios de estas operaciones. Varios meses después, Comonfort se pondría al frente de las tropas en Michoacán, se internaría en Jalisco y tomaría la plaza de Zapotlán así como, sin resistencia, la de Colima. Ahora, desde Querétaro, el general poblano estaba jugando con dos cartas. Por una parte, jugaba como candidato a la presidencia de la República, apoyado por sus amigos consejeros, y por otra, protestaba adhesión a su jefe, como lo prueba la nota que escribió a Ocampo el 2 de octubre “para suplicarle dar su voto por el excelentísimo señor general don Juan Álvarez”.208 Pero el voto de Ocampo no dependía de terceros ni se plegaba a instrucciones, recomendaciones o súplicas de nadie. Tomaba sus decisiones con “salvaje independencia”. Además, ya había comprometido públicamente su voto a favor de Álvarez, a partir de la expedición del plan de Ayutla, en marzo de 1854, si no es que desde antes. En todo caso, después de revelar a la asamblea de Cuernavaca quién era su candidato, Ocampo recurrió a una estratagema. Pidió a su amigo y paisano Ramón I. Alcaraz, representante de B. California —quien al año siguiente sería diputado constituyente por Michoacán—, que saliera con él para comentarle algo. En realidad, nada tenía qué decirle; pero los demás quedaron intrigados y empezaron a hacer especulaciones. “Salidos de la casa”, Ocampo confesó a Alcaraz “que mi negocio era hacer
que hacía, a fin de liberarme de listas y combinaciones cabalísticas. Andando a la ventura llegamos a las doce, hora citada para reunirnos”.209 Juárez, que había sido nombrado representante por Oaxaca al Consejo de Estado, ya estaba allí. Se saludaron y abrazaron efusivamente los dos amigos y se inició la sesión.210 El Consejo de Estado se instaló y nombró a Valentín Gómez Farías, presidente, y a Ocampo, vicepresidente, por aclamación. Al elegir a estos dos hombres, símbolos del pasado y del futuro del movimiento liberal, los consejeros reconocieron su fuerza política nacional y se sometieron a ella. 208
Ibid, nota 13 al pie de página. (Nota de A. Pola, t. II, pp. 76-77)
209
Ibid, p. 215.
210
Anastasio Zerecero, Biografía de Juárez. Ángel Pola, compilador, Exposiciones (cómo se gobierna), t. I, Instituto Nacional de Estudios de la Revolución Mexicana, México, 1987, p. 39, nota 1 al pie de página.
En seguida, se procedió a la elección del presidente interino de la República y resultó electo Juan Álvarez por mayoría de dieciséis votos.211 No sabemos en quién recayeron los otros diez —no hay rastros del acta respectiva—, aunque es de suponerse que haya sido en Comonfort. Tenía veinte años Álvarez, cuando en 1810 se unió a las fuerzas de José Ma. Morelos y Pavón, y al faltar éste en 1815, siguió con Vicente Guerrero. En 1821 se apoderó de Acapulco y fue nombrado comandante general de la plaza. Siendo republicano, liberal y federalista, se opuso a la proclamación de Iturbide como emperador y en 1830 trató de salvar la vida de Vicente Guerrero. En 1847 participó en la defensa de la capital del país, atacada por las fuerzas norteamericanas. Se esforzó por dar nueva forma y límites a la antigua provincia de Tecpan, creada por Morelos, hasta que las Legislaturas de los Estados de Michoacán, México y Puebla estuvieron de acuerdo, y el Congreso de la Unión la convirtió en el actual Estado de Guerrero; entidad que gobernó de 1849 a 1853. En octubre de 1885, el jefe de la revolución de Ayutla se convirtió en presidente interino de la República Mexicana. En todo caso, el presidente del Consejo, Valentín Gómez Farías, formó una comisión especial, de la que nombró presidente a Ocampo, y le encargó que hiciera saber a Álvarez su nombramiento, lo felicitara en nombre de la Nación, y al invitarlo a jurar, lo acompañara al acto solemne de su consagración.212 La comisión cumplió su cometido y Álvarez se lo agradeció. 4. EL QUE CALLA OTORGA El mismo 6 de octubre de 1855, después de ser electo presidente interino de la República con amplias facultades, eso es, después de ser nombrado dictador legal, Juan Álvarez se presentó ante la asamblea de representantes, ante el Consejo de Estado, y prestó su juramento en los siguientes términos:
Yo, Juan Álvarez, nombrado Presidente interino de la República, prometo ante Dios y los hombres desempeñar fielmente los deberes que me impone el Plan de Ayutla,
211
Ibid, nota 2 al pie de página.
212
Melchor Ocampo, op. cit., p. 215.
proclamado el 1º de marzo de 1854 y modificado en Acapulco el 11 del mismo mes.213 A partir de ese momento, el Consejo de Estado quedó convertido en un organismo desprovisto de atribuciones, porque la única que le señalaba el Plan de Ayutla, elegir presidente de la República, ya la había ejercido. En todo caso, el presidente interino de la República decidió celebrar su nombramiento, como sus antecesores, asistiendo a un Te Deum. Ahora se abriría el penoso proceso de formación del gabinete. Ocampo, que había aceptado a regañadientes ser representante por Michoacán a la referida asamblea de electores y participar en la elección del presidente interino; presidir la comisión que hizo saber a Álvarez su nombramiento para los efectos de su aceptación y juramento, y tenido que acompañar al nuevo presidente al Te Deum que se cantó en la parroquia, mantuvo con él un breve diálogo.
El señor presidente —dice Ocampo—, a quien daba yo el brazo, me dijo que le ayudase como ministro interino a formar su gabinete. Accedí desde luego, recalcando la palabra interino y dándole a entender que tal interinato lo entendía yo por sólo aquel trabajo.214 A partir de ese momento empezaron los equívocos. Álvarez pudo haberle aclarado que, siendo él presidente interino, sus ministros no podían más que tener más que tal carácter, el de interinos; pero no dijo nada. Por eso Ocampo, al escuchar que el interinato era sólo para formar el gabinete, supuso que, formado éste, ya no tendría nada qué hacer en él. Y como “el que calla, otorga”, y el presidente no hizo ninguna aclaración al respecto, el michoacano se hizo a la idea de que su estancia en el gobierno sería corta, muy corta. Preguntó a Álvarez a qué hora podría tratarle el asunto de la formación del gabinete y éste lo citó a las cinco de la tarde de ese día. A la hora convenida, “pena me causa recordar las circunstancias en que fui introducido”. Rodeaban al presidente varios consejeros que habían participado esa mañana en la elección. La conversación,
213
Decreto del general Juan Álvarez, General en Jefe del Ejército Restaurador de la Libertad, dado en Iguala, 24 de septiembre de 1855. 214
Melchor Ocampo, op. cit.
que era general a mi llegada, continuó sobre el tono más de tertulia que de Consejo de Estado. Invitado por Álvarez para que le dijera mis candidatos, me abstuve de hacerlo delante de tantas personas, alegando la gravedad del caso, la dificultad de tal elección, y sobre todo, la conveniencia de que participara el señor Comonfort. El general Vicente Miñón, que al principio había compartido el destierro y aceptado después la benevolencia de Santa Anna para regresar a la patria, adhiriéndose después a los sublevados cuando todo estaba a punto de decidirse, y del cual se decía que a su regreso se había comprometido con el embajador Santiago Gadsden a aceptar el
protectorado de Estados Unidos sobre México y armar “a la chusma” contra el derrocado dictador veracruzano, propuso que el general Florencio Villarreal fuese nombrado ministro de Guerra, porque, además de haber proclamado el plan de Ayutla, había contraído méritos en campaña y prestado buenos servicios a la revolución. Villarreal se excusó, entre otras razones, porque habiendo nacido en La Habana, su procedencia extranjera pudiera llevarse a mal por la oposición, pero propuso para ministro del ramo, a su vez, al propio general Miñón. Dado el carácter necesariamente dictatorial del gobierno, con facultades no sólo para gobernar y administrar los intereses de la República sino también para legislar e incluso para hacer justicia, el presidente podía tener secretarios; pero en una situación de esta naturaleza, el Estado mexicano necesitaba ministros; primero, por la peculiaridad de la situación, y segundo, por los antecedentes políticos inmediatos. El Estado necesitaba ministros, porque el secretario es un empleado de confianza del presidente, nombrado libremente por él; el ministro de Estado, en cambio, aunque designado por el presidente, no lo es necesariamente en razón de la confianza que éste le dispensa sino por su peso político propio. En este caso, por ejemplo, el presidente Álvarez había nombrado ministro encargado de formar gabinete a Melchor Ocampo, no porque fuera su amigo íntimo, sino porque era el miembro más poderoso del Consejo de Estado, después de Gómez Farías, ya muy achacoso. Un secretario es removido libremente por el presidente. Un ministro, en cambio, lo es difícilmente. El presidente se limita generalmente a recibir —y aceptar o rechazar— su renuncia, en casos de crisis. Por otra parte, el presidente está dotado de atribuciones políticas y el secretario no lo está de ninguna. El ministro, en cambio, ejerce las atribuciones del jefe de Estado en los ramos de su competencia. El responsable de los actos políticos de un secretario es el propio presidente;
en cambio, el ministro es responsable de sus propios actos, no el presidente. Por eso se hablaba de ministros, no de secretarios. Además, el Estado necesitaba ministros por tradición política, es decir, porque los pasados gobiernos constitucionales y, específicamente, el gobierno de facto de Santa Anna, habían funcionado, no con secretarios de despacho sino con “secretarios de Estado” a cargo de “ministerios”, que trataban los asuntos graves en “junta de ministros”, y en el caso de Santa Anna, con un “procurador general de la nación”.215 A Ocampo, en todo caso, le pareció una provocación que los generales se atrevieran a proponerse entre sí para ocupar la cartera de Guerra, sin tomar en cuenta los precedentes del caso. Así como a Juan Álvarez le correspondía por derecho la presidencia de la República, en calidad de jefe que había sido de las fuerzas armadas revolucionarias, no a Ignacio Comonfort, del mismo modo a éste —que había dirigido ideológica, política y militarmente la revolución, de principio a fin, como segundo de aquél—, le tocaba por derecho el ministerio de la Guerra. Esa misma mañana, el michoacano había visto cómo se manejaban con desparpajo inaudito varias candidaturas de “ambiciosos vulgares” a la presidencia de la República, sin tomar en cuenta a Juan Álvarez, hasta que él lo había propuesto. Ahora, visiblemente molesto, veía repetirse la misma historia en el caso del ministro de la Guerra.
Después de cierta porfía de urbanidad entre ambos señores (Villarreal y Miñón) —dice Ocampo—, este último me interpeló directamente para que dijese si no me parecía
bien el señor Villarreal. Yo, que me hallaba ya violento, alcé la voz consiguiendo que todos me escuchasen, hice ver que no teníamos ley ni reglamento que nos forzasen a tal festinación y supliqué al señor presidente que esperásemos a que llegara a Cuernavaca el señor Comonfort al siguiente día.216 El presidente se turbó, hizo notar la urgente necesidad de informar a la nación y a las naciones amigas del resultado de la elección, esto es, su designación como presidente de la República, pero consintió que se aplazara el nombramiento hasta las diez de la mañana del día siguiente.
215
Bases para la administración de la República hasta la promulgación de la Constitución, 22 de abril de 1853, Sección Primera, Gobierno supremo, artículos 1 al 9. 216
Melchor Ocampo, op. cit.
———o——— Ocampo, a diferencia de otros, era un caballero. La puntualidad es la cortesía de los reyes. Cuando se presentó puntualmente a la cita con el presidente interino, otros ya se le habían adelantado a la mexicana. En lugar de entrar “por la libre” y hacer a un lado a los oportunistas, hizo antesala y esperó respetuosamente a que Álvarez se liberara de sus compromisos y lo convocara. Fue bochornoso.
Estuve puntual en la sala de recibir esperando que el señor presidente se desocupara de las varias personas que lo acompañaban y que me llamase. Así permanecí hasta cerca de las doce, hora en que, suponiendo que no le hubiera sido posible darse tiempo para que yo lo viese, le dejé un recado, después de haber procurado tomar acta de mi estancia y permanencia, hablando con diversas personas de la hora que iba siendo y del motivo de la espera.217 El trato que el presidente de la República dio a su primero y único ministro no fue sólo una descortesía sino también un mensaje político. Fue una embarazosa descortesía, porque dejó esperando a su más alto funcionario de Estado, esto es, a su jefe de gabinete, mientras a otros, que no eran más que consejeros, los atendía. Y fue un mensaje político, porque ya que éste le había recomendado esperar la llegada de Comonfort, el presidente lo esperaría, pero a él lo tendría haciendo antesala, mientras Comonfort llegaba. El asunto relativo a la formación del gabinete, pues, a pesar de su urgencia, ya no lo trataría con él, aunque lo hubiera citado, sino también con Comonfort, como el propio Ocampo se lo había sugerido. A partir de ese momento, el presidente Álvarez, en lugar de apoyar la fuerza política de Ocampo, empezó a dejarse llevar por la confianza que tenía en su segundo al mando, y al hacerlo, empezó a cavar, sin darse cuenta, su propia tumba política. Cuando Ocampo se percató de que no sería recibido, se hizo el ánimo de encontrar a Comonfort antes de que entrara a la población, y al encontrarlo, cruzó cuatro palabras con él, aunque “sólo de felicitaciones amistosas”. El michoacano omite no sólo las razones por las cuales salió a buscarlo sino también los detalles del encuentro. Si su fin hubiera sido simplemente saludarlo y felicitarlo, lo hubiera hecho en la misma ciudad, en el inmueble en que “despachaba” el presidente Álvarez e incluso en la misma antesala en la que él 217
Ibid, pp. 215-216.
esperaba, antes de que Comonfort se presentara ante el presidente. Luego entonces, la razón es endeble. Salió a verlo por algo más. Quizá trató de saber algo de él o de decirle algo. El tema se presta a conjeturas. Probablemente sólo quiso verlo fugaz pero directamente a los ojos, sentir su apretón de manos o escuchar el tono de su voz, antes de que el recién llegado empezara a respirar la atmósfera política de Cuernavaca, para saber a qué atenerse. Hasta se antoja pensar que le hubiera gustado aprovechar esa ocasión para hablar con él del exilio, del movimiento armado, de las fuerzas que lo integraban, de sus tendencias políticas, del estado actual en que se encontraba el gobierno, de sus planes inmediatos, ofrecerle su apoyo, escuchar su opinión y quizá hasta establecer las bases de una alianza entre ellos. Pero no hubo nada de eso. Quizá lo vio muy blandengue —era hijo de su mamá—, quizá muy quisquilloso, quizá muy huidizo, quizá muy esquivo. Aunque ese encuentro quedó oculto a los ojos de la historia, parece que, además de breve, fue muy frío. No hubo química entre ellos.218 Al llegar a Cuernavaca, el militar pasó “largas horas” con Álvarez, y aunque se ignora lo que hablaron, no es difícil inferirlo. El tema no pudo ser más que uno: el político-militar. Comonfort regresaba de una campaña para restablecer la disciplina —y el espíritu de cuerpo— entre vencedores y vencidos, y para conciliar sus intereses políticos. Estaba persuadido de que si los liberales se dividían, las fuerzas conservadoras, con Santa Anna o sin él, se mantendrían en el poder. Por consiguiente, así como los conservadores, organizados política y militarmente, ya estaban bajo su control, del mismo modo era necesario contener los excesos del liberalismo radical, representado por Ocampo. Para mantener la unidad y el equilibrio de todas las fuerzas, el presidente Álvarez debía tener un gabinete compuesto de las dos tendencias victoriosas: la de los moderados y la de los
puros, bajo la hegemonía de aquellos, e inclusive, si era posible, ir equilibrando a los puros con los conservadores; pero, en todo caso, el elemento que debía predominar era el moderado, porque era éste el que representaba el punto de equilibrio entre los conservadores y los puros, y garantizaba la unidad. Álvarez, sin embargo, acababa de nombrar ministro interino a Ocampo, un puro; le había encargado formar el gabinete, y éste, a su vez, se había negado a formarlo hasta 218
Ocampo aclaró desde el principio que no diría todo lo pasó y observó en el gabinete a su cargo, “parte por consideraciones a algunas personas, parte por extraño a mi principal intento, parte porque lo juzgo perjudicial hoy a la causa misma de la revolución, cuyo objeto y feliz desenlace deseo; pero seguro de que nada de lo que calle perjudicará la debida exactitud y claridad de lo que escriba”. Melchor Ocampo, op. cit., pp. 213-214.
que llegara Comonfort; así que es probable que el presidente le haya recomendado que discutiera sus ideas con aquél. Al terminar su conversación, ya muy noche, el presidente pidió amablemente a Ocampo que hablara con Comonfort. Molesto por el trato recibido, Ocampo reafirmó su decisión de no participar en el gobierno sino unos cuantos días, pero deseoso de afirmar el dominio de los puros frente a los conservadores, procuró que el moderado Comonfort ocupara el ministerio de Guerra y que ingresaran al gabinete dos de sus amigos: Benito Juárez, en la cartera combinada de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública, y Guillermo Prieto, en la de Hacienda. En cuanto a él, a pesar de su aversión por el interinato, decidió asumir temporal y brevemente —por encargo del presidente Álvarez— dos ministerios y reunirlos en uno: Gobernación y Relaciones Exteriores, bajo el nombre común de Relaciones Interiores y Exteriores, o simplemente, de Relaciones. Pero nunca supuso que Comonfort, en obsequio a la teoría del equilibrio, le propusiera, casi le ordenara, que el gabinete estuviera formado de otro modo: la mitad por puros y la mitad por moderados.
Ya en la noche —dice Ocampo— y en la misma casa que nos sirvió después para establecer un simulacro de ministerio, el señor Comonfort y yo debatimos muy largamente: primero, mi repulsa de entrar al gobierno, fundada en mi ignorancia casi absoluta de la situación, de las personas y de las cosas; segundo, de la admisión de él para el ministerio de Guerra, punto que discutimos y porfiamos mucho, logrando yo, según entiendo, convencerlo de esa conveniencia; tercero, de los nombramientos de los señores Juárez y Prieto, propuestos y apoyados por mí, y que fueron desde luego admitidos, porque habían sido ya precedidos por largos razonamientos sobre las cualidades generales que se necesitaban para los ministerios de Justicia y Hacienda, y las especiales de nuestro caso; cuarto, sobre la teoría de Comonfort, quien quería que el ministerio estuviese formado por mitad de moderados y progresistas; quinto y último, sobre el nombramiento del señor Lafragua para Gobernación, que yo resistí.219 José Ma. Lafragua era amigo de Ocampo. Nada tenía contra él. Al contrario. Era un hombre animado “con el deseo de hacer el bien”. Tenía talento e ilustración, aunque no necesariamente en asuntos políticos sino más bien —diría con sarcasmo— “en la escala de 219
Ibid, p. 216.
arreglar un archivo o formar una biblioteca”.220 Pero rechazó su entrada al gabinete por dos razones: primero, porque no creía en la teoría del equilibrio, y segundo, porque si él, Ocampo, iba a ser jefe de gabinete —al menos interino—, la cartera de Gobernación era inherente a su cargo. Además, no sólo necesitaba sino también quería, deseaba, anhelaba asumir tal responsabilidad, así fuera por unos días.
Confieso esta ambición que por la primera vez en mi vida he tenido, específica, determinada, cuando en cualquiera otra circunstancia sólo he tenido, en general, la de ser útil, así como otros tienen la de ser sabios, ricos, poderosos, valientes, hábiles.221 ¿Por qué y para qué quería tal cartera? Ocampo no lo dijo; pero una de las tareas principales del ministro de Gobernación sería expedir la Convocatoria al Congreso
Extraordinario Constituyente y él estaba sumamente interesado en dar a este cuerpo parlamentario la forma política que requerían las circunstancias; la otra tarea sería nombrar a los nuevos gobernadores de las entidades políticas llamadas Estados en el régimen federal y Departamentos en el centralista. Ahora bien, puesto que la discusión era no sólo de personas y de cargos sino también de principios, frente a la teoría del equilibrio Ocampo invocó la de la colisión… 5. GOBIERNO INESTABLE En relación con su cargo, Melchor Ocampo pensaba que el presidente Juan Álvarez, al nombrarlo confidencialmente primer ministro interino y pedirle que formara gabinete, lo había hecho jefe del mismo. Luego entonces, como jefe del gabinete, mientras no renunciara al cargo, tampoco renunciaría a su jefatura. A pesar de atropellar las formas, el presidente no había hecho nada sin su aprobación. En lugar de nombrar ministro de la Guerra a alguno de los generales que se habían disputado el cargo delante de él y de los miembros del Consejo de Estado, había esperado la llegada de Ignacio Comonfort, a propuesta de Ocampo. Ahora, a pesar de haberlo hecho esperar todo el día y de porfiar en que sus dos colaboradores más cercanos, uno político y el otro militar, intercambiaran ideas, no nombraría ministros más que a los 220
Notas de Melchor Ocampo, Pomoca, enero 6 de 1857, doc. 235, p. 318.
221
Melchor Ocampo, op. cit., p. 216.
individuos que el propio Ocampo le propusiera. Así que, mientras no le revocara la comisión, éste los nombraría. Y si no podía hacerlo, renunciaría. No es ocioso insistir en la naturaleza del gobierno. A pesar de ser interino, era absoluto. Y al estar dotado de amplias facultades, sería dictatorial. Por consiguiente, sus atribuciones ejecutivas serían ilimitadas en principio. Además, podría ejercer amplias facultades legislativas, aunque unas y otras —las legislativas y las ejecutivas— se sujetaran oportunamente a la revisión de la asamblea extraordinaria constituyente que estaba por convocarse. Un gobierno así —absoluto y dictatorial— necesitaba ser compacto y unido para aplicar una sola política en todos los ramos, porque si ampliaba demasiado el número de sus miembros o incluía representantes de varias tendencias, corría el riesgo de dividirse por cuestiones de opinión y ver paralizada su acción. Comonfort sostuvo, por su parte, que el gobierno debía representar a la nación liberal, esto es, a los puros y a los moderados, en equilibrio, a fin de que dicho gobierno se fortaleciera frente a los conservadores, aún muy fuertes políticamente, a pesar de su derrota militar. Sus ideas eran impecablemente correctas, pero propias para una sociedad establecida,
constituida,
relativamente
ordenada,
cohesionada
y
equilibrada,
acostumbrada a resolver sus diferencias por la vía pacífica; no para una nación conmocionada, revuelta e inconstituída. Eran ideas teóricamente adecuadas para una situación ordinaria, pero prácticamente inadecuadas para la situación extraordinaria que se estaba viviendo. En todo caso, Comonfort aceptó la cartera de Guerra y Marina, y no objetó que sus amigos Benito Juárez y Guillermo Prieto —dos puros— se encargaran de las de Justicia y Hacienda, respectivamente; pero hacía falta, según él, la representación de los moderados en el gabinete, y nada mejor que ampliarlo. El problema empezó, pues, cuando en nombre de la teoría del equilibrio, propuso que, así como había tres puros en el gabinete —Ocampo, Juárez y Prieto—, entraran también, a manera de contrapeso, tres moderados: él —Comonfort—, José Ma. Lafragua en Gobernación y alguien más, quizá Miguel Ma. Arrioja, en otro ministerio, el de Fomento u otro. Ocampo rechazó tajantemente la propuesta por dos razones: porque la teoría del
equilibrio traía consigo inevitablemente la idea de colisión, y porque era incongruente que él, siendo jefe de gabinete, no se hiciera cargo de los asuntos interiores.
Yo sostenía que, puesto que ambos confesábamos que entre moderados y puros había alguna diferencia, y puesto que debíamos de marcar más esa diferencia, porfiando sobre ella, no se debía equilibrar el gabinete. Yo decía que toda colisión entorpece, cuando no paraliza el movimiento; que en la economía del poder público, el ejecutivo es el movimiento, la acción; que en una dictadura, tal como la que por la naturaleza de las circunstancias íbamos a ejercer, el ejecutivo debía ser todo movimiento y vida si no quería suicidarse o perder la ocasión de ser útil; que el equilibrio es justamente una de las ideas opuestas a la de movimiento, etc.222 Total, discutieron hasta las primeras horas de la mañana, abundando en argumentos, sin lograr entenderse. Más tarde fueron a ver al presidente Álvarez y le hicieron saber sus coincidencias y diferencias. El viejo general los oyó con benevolencia y calma,
y cuando me convencí —dice Ocampo— que en la discusión nada adelantábamos y no hacíamos más que repetirnos, di las gracias al señor presidente por su confianza, le aseguré que, vista la imposibilidad en que me hallaba, renunciaba al honor de servirle, y pedido su permiso, me retiré, dejándolo con el señor Comonfort. Ocampo supuso que, a pesar de que el general Álvarez asumiera un gobierno dictatorial, tomaría la decisión de no cerrar filas a nivel de gabinete, para dar fuerza a su dictadura, ni daría prioridad a los asuntos políticos, haciendo jugar a las armas un papel activo de respaldo, como lo hace cualquier sistema político dictatorial; es decir, percibió que no apoyaría la política de aplicar soluciones extraordinarias a una situación extraordinaria. Por el contrario, creyó que él también se inclinaría ante la transacción entre lo nuevo y lo viejo, y que aplicaría medidas ordinarias a una situación que no tenía nada de ordinaria. Así que se sintió “muy contento” de haberse liberado del compromiso contraído para formar el gabinete. No habiendo llegado realmente a ser ministro, ahora presentaría su renuncia como consejero de Estado, posición en la que no tenía ningún interés. Y regresaría a Pomoca… —o—o—o—o—o—
Siendo ya tarde me avisaron que el señor Comonfort deseaba verme. Inútil es que repita cuanto volvimos a decir, explanamos ampliamente nuestras ideas y varias veces
222
Ibid, p. 219.
le rogué que fuese a avisar al señor presidente que yo me excluía de todo participio en el nombramiento del ministerio, y que ya no sabía cómo explicarme. Siguieron discutiendo hasta “bien entrada ya la noche”. Ocampo repitió cuatro o cinco veces que estaba agotado, “que ya no sabía cómo variar la repetición de las mismas cosas”, hasta que Comonfort le dijo que estaba bien, que desistía de su sistema de
equilibrio así como de sus candidatos moderados, entre ellos, Lafragua; que aceptaba que Ocampo fuera ministro de Gobernación y de Relaciones Exteriores, pero que el gabinete se compusiera sólo de los cuatro: Ocampo, Juárez, Prieto y él.223 No habiendo más
moderado que Comonfort —aunque al mando de las fuerzas armadas— tampoco quería a más puros en el gobierno. A Ocampo no le pareció “decente” seguir resistiendo y, dado que Comonfort había cedido terreno caballerosamente —inducido al parecer por el presidente Álvarez— el michoacano también lo hizo: el número de ministros sería reducido; serían nombrados como tales únicamente los que ambos habían convenido, y él atendería las carteras de Relaciones y Gobernación; con el compromiso de que nadie saldría del gobierno
en razón de que la salida de cualquiera de los ministros desacreditaba al gabinete y daba por lo menos a pensar que algo malo había visto dentro de él quien salía, cuando procuraba sacar a salvo su reputación.224 A pesar de este candado —el compromiso de no salir del gabinete—, presintió algo, volvió a dudar de su permanencia y dijo: “Seré ministro, aunque con gran riesgo de tener que dejar de serlo dentro de poco”. Ambos buscaron a sus compañeros Juárez y Prieto, antes de informar cualquier cosa al presidente, y al invitarlos a formar parte del ministerio, éstos se resistieron con buenas razones, pero al fin aceptaron.
Yo no olvidaré nunca (y ésta es buena ocasión para hacer constar el hecho y, con él, mi gratitud perenne) que ambos señores, pero más cordialmente el señor Juárez, se
223
Más tarde, al asumir el cargo de presidente sustituto, Ignacio Comonfort nombraría a José Ma. Lafragua secretario de Gobernación, algunos de cuyos encargos principales serían restablecer la libertad de imprenta y elaborar el Estatuto Orgánico Provisional de la República Mexicana, expedido el 20 de mayo de 1856, el cual sería desdeñado e impugnado por el Congreso. 224
Melchor Ocampo, op. cit., pp. 219-220.
resignaron a ayudarnos, por ser presidente el señor Álvarez y nosotros quienes rogábamos y en cuya compañía iban a trabajar. Avisado el presidente, confirmó gustoso, según se dignó mostrárnoslo, el nombramiento que habíamos concertado.225 En tales condiciones, Ocampo quedó virtualmente dueño de casi todo el poder, por lo menos durante unas horas. Tendría a su cargo las relaciones interiores y exteriores de la nación, y además, a través de sus amigos puros, la hacienda pública, la justicia, los negocios eclesiásticos y la instrucción pública. Así, por lo menos, lo sintieron los
moderados. Al informarle lo anterior a Manuel Doblado, gobernador de Guanajuato, Martínez de la Torre, amigo de Comonfort, reconoció: “Difícil es por hoy la empresa, particularmente cuando el nombramiento (de ministros) ha recaído en miembros del
partido exaltado”.226 Pero las armas, las revolucionarias y las derrotadas, estaban bajo el control de Comonfort, es decir, del partido moderado. Al día siguiente, Comonfort informó a sus colegas ministros que se marchaba de Cuernavaca.
Nos aseguró que había convenido con el señor presidente que iría a México y que era necesario que fuese ampliamente facultado para determinar lo que allí fuese preciso para el restablecimiento de la tranquilidad.227 Cada ministro obsequió sus deseos y lo facultó por su ramo, dudando todos, o al menos Ocampo, de la regularidad de delegar en él sus facultades. Eso significaba que, de hecho, habría dos gobiernos: uno en Cuernavaca, presidido por el general Álvarez, y otro en México, en manos de Comonfort; ambos, con amplias facultades, con una gran diferencia: el de Álvarez quedaría distribuido en varios ministerios, y el de Comonfort con todos los ministerios concentrados en sus manos. Al enterarse Ocampo de que el intrascendente problema político que había motivado el viaje del ministro de Guerra se había resuelto desde antes de que llegara a la capital, supuso que su ausencia sería de uno o dos días, por lo que no dudó que volvería pronto a Cuernavaca; pero no lo hizo. 225
Ibid, p. 220.
226
Rafael Martínez de la Torre a Manuel Doblado, México, octubre 24 de 1855, Jorge L. Tamayo, op. cit., t.
1. 227
Melchor Ocampo, op. cit., p. 220.
Comenzamos pues, o a lo menos comencé yo a escribirle en este sentido casi diariamente, exponiéndole los graves inconvenientes de su lejanía. Llegué hasta preguntarle en una carta si pensaba en organizar la República o en establecer dos gobiernos. La pregunta no era ociosa. Ocampo sospechaba, con razón, que más que organizar la República, lo que Comonfort estaba planeando era establecer una especie de gobierno paralelo y aprovechar alguna coyuntura favorable para eliminar políticamente a Álvarez. ¿Por qué? ¿Sus amigos de la capital le habían reprochado su torpeza? Al ceder a Ocampo y a sus amigos puros todo el poder del Estado, ¿no se había dado cuenta de que prácticamente había conferido al michoacano la presidencia de la República, porque Álvarez no tardaría en renunciar o fallecer? ¿Aspiraba el poblano a este cargo? En caso afirmativo, necesitaba recuperar los espacios políticos que había cedido. No era demasiado tarde. Al llegar a México, Comonfort tomó posesión del palacio nacional y, al poner sus cargos de ministro de guerra y general en jefe del ejército a disposición de Manuel Doblado, gobernador moderado de Guanajuato, le informó que “el señor Álvarez no podrá venir a esta capital porque su vejez, sus enfermedades, y aun sus sencillos hábitos, no se lo permiten, y dispuso que viniese yo a la capital… autorizado ampliamente para obrar en
todos los ramos de la administración pública”.228 Esto significa que, en lugar de atender los asuntos de su ramo en el país, o todos los de la administración pública, pero sólo en la ciudad de México, como lo había acordado con los ministros, empezó “obrar en todos los ramos de la administración pública” y a entablar relaciones políticas con los gobernadores de los Estados (o Departamentos), asunto que no era de su competencia sino del ministro de Gobernación. El hecho es que, en lugar de volver a Cuernavaca, Comonfort pretendió llevarse consigo a México al ministro de Hacienda Guillermo Prieto, lo que fue resistido por todos. Apoyado por los moderados, era obvio que Comonfort estaba armando una alianza con los
conservadores y los militares derrotados del ejército santanista, para asegurar su propio poder. Cuando regresó a Cuernavaca —diez días después—, fue recibido “con el gusto y la cordialidad” debidas; pero esa misma noche planteó a Benito Juárez la necesidad de 228
Ignacio Comonfort a Manuel Doblado, Palacio Nacional, octubre 9 de 1855, en Jorge L. Tamayo, op. cit.
volver urgentemente a México otra vez. Según un informe de García Conde, que acababa de recibir, la ciudad estaba nuevamente en peligro.229
Cuando yo entré —dice Ocampo— me lo hizo leer y confieso que su lectura me hizo muy desagradable impresión. Al terminar arrojé la carta sobre la mesa diciendo: me parece muy torpe.230 Comonfort hizo valer la autoridad de quien la escribía y el abismo a cuyo borde estaban llegando, lo que significaba que era preciso que él partiera. Ocampo le preguntó:
—¿Cómo, señor, se asusta cuando le dicen que hay un toro de petate, usted, que ha combatido al lobo rabioso cuando tenía las garras afiladas?231 El gabinete no autorizó su salida. Ya noche, los ministros se opusieron unánimemente a su segundo viaje e incluso le plantearon un ultimátum: o todos volvían o ninguno iría. Y dado que, de todos, él era el más cercano al presidente, le pidieron que lo persuadiese a que viajara cuanto antes a la dizque peligrosa ciudad. Al día siguiente, Comonfort renunció a la cartera de Guerra… 6. RELACIONES INTERIORES Y EXTERIORES Melchor Ocampo dice que fue ministro de Estado quince días. Si se cuentan las fechas de su nombramiento y dimisión; la primera, el 6, y la segunda, el 20 de octubre de 1855, serán quince; pero podría decirse que en realidad fueron trece, porque no tomó posesión de su cargo sino hasta el día 8, por la mañana, con fecha retroactiva.232 En efecto, el 6 había tenido que resistir la presión de los generales frente al presidente para que uno de ellos quedara en el ministerio de Guerra. Y al día siguiente se había visto obligado a resistir la presión de Comonfort para evitar que el gabinete quedara dividido por mitad entre puros y moderados. Habría que imaginar otro escenario tras bambalinas, no descrito por Ocampo ni 229
García Conde había sido gobernador de Puebla y sería después ministro de Guerra por varios meses en el gobierno de Comonfort (septiembre 1857 a enero 1858). Al dar éste su golpe de Estado, aquél se retiraría del servicio activo. 230
Melchor Ocampo, op. cit., p. 220.
231
Ibid, p. 221.
232
OC, Juan Álvarez, General en Jefe del Ejército Restaurador de la Libertad, al señor don Melchor Ocampo, Cuernavaca, octubre 6 de 1855, doc. 138, p. 200.
documentado de alguna forma, pero posible: la influencia de Benito Juárez en el ánimo del presidente. Es cierto que Álvarez y Ocampo se habían guardado siempre múltiples consideraciones como gobernantes de Estados vecinos y como revolucionarios en lucha contra la dictadura; pero Juárez se había ganado a tal grado la confianza de Álvarez en tan poco tiempo —los dos indios, dice Roeder—, que en agosto era su secretario particular y, como tal, su principal colaborador, abogado y asesor; en septiembre, consejero de Estado por Oaxaca, y en octubre, ministro de Justicia y, como tal, miembro de su gabinete. Por otra parte, la lealtad, admiración y respeto que Juárez guardaba a Ocampo en esa época eran de tal fuerza, que logró que los miembros del Consejo de Estado no fueran nombrados por Álvarez sino hasta el regreso de Ocampo al país. La designación de éste como primer ministro tuvo que haber sido indudablemente apoyada y quizá hasta sugerida o inspirada por el propio Juárez. Tampoco es imposible que Juárez haya dado su opinión al presidente sobre la fuerza de carácter de su jefe de gabinete, al no dejarse intimidar por los generales de su estado mayor, así como de su astucia, al hacer prosperar la candidatura de Comonfort como ministro de la Guerra. Y hasta es probable que el mismo oaxaqueño le haya insinuado al presidente que no aceptara la renuncia de Ocampo, a pesar de la presión de Comonfort, ya que, después de todo, a quien había pedido que formara gabinete era a aquél, no a éste. En todo caso, integrado el gabinete con Ocampo en Relaciones Interiores y Exteriores; Juárez en Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública; Guillermo Prieto en Hacienda, y Comonfort en Guerra; después de que Ocampo hiciera aceptar a Comonfort que no hubiera moderados en el gabinete, salvo él mismo, y de que éste saliera a la ciudad de México el 9 de octubre, empezaron a despacharse los negocios de Estado. En Relaciones Interiores o Gobernación había dos asuntos urgentes: la convocatoria al Congreso Extraordinario Constituyente y el nombramiento de algunos gobernadores de los Estados (o Departamentos). En Relaciones Exteriores los asuntos inmediatos eran cuatro: una circular al cuerpo diplomático acreditado en el país para hacerle saber la constitución y finalidad del nuevo gobierno revolucionario; la supresión de algunas legaciones en el exterior; el nombramiento de nuevos embajadores ante los gobiernos de los países con los que
México tenía relaciones diplomáticas, y la protesta ante el gobierno de Estados Unidos por auspiciar o, al menos, tolerar el ingreso de filibusteros texanos con la intención de crear la
república de la Sierra Madre. En Justicia era imperioso expedir una ley orgánica del poder judicial que descasara sobre el principio de la igualdad de todos ante la ley; que suprimiera los tribunales especiales de carácter mercantil, de minería, eclesiástico y militar, y dejara subsistente únicamente los fueros eclesiástico y militar para asuntos de su exclusiva competencia; que mantuviera los tribunales existentes de lo civil y de lo criminal; que restableciera los tribunales de circuito y los juzgados de distrito; que estableciera un tribunal superior de justicia en el distrito de México y, sobre todo, que concediera facultades al presidente de la República para nombrar ministros de la Corte Suprema de Justicia, ya que los que estaban habían sido impuestos por el dictador en función de torvos intereses. En Instrucción Pública se requería expedir una ley que declarara libre, gratuita, obligatoria y laica la instrucción primaria no sólo para niños sino también para niñas, y no sólo en las ciudades sino también “en los pueblos cortos”; que obligara al gobierno central a aportarles recursos, porque eran sostenidas únicamente por las municipalidades y por instituciones de beneficencia, y que obligara igualmente al gobierno central a crear escuelas secundarias, de estudios preparatorios, de Jurisprudencia, de Medicina, Cirugía y Farmacia, de Agricultura y Veterinaria, de Ingeniería, de Bellas Artes, de Comercio, etcétera. En Hacienda se precisaba una ley que recuperara para la nación los bienes que habían acaparado y mantenían inactivos las corporaciones eclesiásticas; otra que estableciera las bases del libre comercio, y un decreto que, al tiempo de derogar el Código de Comercio de Lares, pusiera nuevamente en vigor las Ordenanzas de Burgos, mientras se expedía un nuevo Código de Comercio. En Guerra se necesitaba una ley de desertores, una de indulto, una ley reglamentaria de la guardia nacional, etc. Y todo lo anterior, sólo para comenzar. ———o——— Ocampo se dedicó a despachar en los dos ministerios a su cargo los asuntos que no
aceptaban dilación. En Relaciones Exteriores, envió una circular al cuerpo diplomático acreditado en México, con fecha retroactiva al 6 de octubre, por la que le hizo saber que había sido nombrado ministro del ramo y que la nación había entrado en un orden “que su actual gobierno procurará hacer estable”. El primer cuidado de dicho gobierno había sido
reanudar las relaciones que felizmente conserva con las naciones amigas, y que sólo por la profunda perturbación que una lucha tan necesaria como porfiada y sangrienta produjo, se pudieron interrumpir de hecho, con grave sentimiento de todos los hombres pensadores.233 También hizo saber al cuerpo diplomático que el “programa de la administración” lo resumía en una sola palabra: justicia. Había coherencia en el proceso histórico inmediato. Si durante la lucha armada, el general Álvarez se había propuesto restaurar la libertad — oprimida brutal y soezmente por la pasada dictadura santanista—, al triunfar, el gobierno emanado de la revolución, presidido por el mismo Álvarez, restablecería la justicia. Con este concepto probablemente quiso que los representantes de los otros países recordaran a los clásicos, especialmente a San Agustín —que aparentemente todos conocían—, según los cuales la justicia es la columna principal de todo buen gobierno.234 El gobierno santanista había carecido de ella. El Estado mexicano, en cambio, restaurado por la revolución, la levantaba como bandera. De este modo, Ocampo empezó a perfilar indirectamente su apoyo político a su colega Juárez, ministro de justicia. Sea lo que fuere, no dudó de la eficaz cooperación que le prestarían los representantes de los otros países en la tarea de regenerar a la nación. En Relaciones Interiores o Gobernación, tres días después del despacho anterior, el 9 de octubre —apenas salido Comonfort a la ciudad de México—, escribió al “señor 233
Ibid, Ministerio de Relaciones Interiores y Exteriores, Circular, Cuernavaca, octubre 6 de 1854, doc. 130, p. 200-201. ¿Qué son las bandas de ladrones —preguntaba el obispo de Hipona— si no pequeños reinos dentro del reino, pequeños estados dentro del estado? Y al contrario, un estado sin justicia, ¿no es más que una banda de ladrones? La clásica conversación entre el pirata y Alejandro es sumamente ilustrativa al respecto: “Yo hago lo mismo que tú, saquear a los demás; pero como yo lo hago con un barco, me llaman pirata, y como tú lo haces con una flota, te llaman emperador”. Hoy sería una conversación entre un asaltante de bancos y un banquero; los dos hacen lo mismo, pero el asaltante atraca en pequeño y contra la ley, y el banquero, a lo grande y protegido por la ley. Según San Agustín, la única diferencia que podría haber —y hay— entre los dueños del Estado y los grupos organizados de delincuentes, es la justicia. 234
gobernador y comandante general don Santiago Vidaurri” para darle a conocer la legitimidad del gobierno del general Álvarez; hacerle saber que había sido nombrado ministro de Relaciones, y plantearle “muchos puntos” sobre los cuales quería conocer sus ideas, a fin de marchar de acuerdo en materias prioritarias en términos de equidad y de justicia, como por ejemplo: ámbitos de competencia de los gobiernos central y locales, comercio internacional, organización municipal, y educación. En este comunicado, Ocampo expresaba brevemente sus puntos de vista sobre algunos asuntos fundamentales de buen gobierno, organización política, principios democráticos, libertad de comercio y libertad de enseñanza.
Deseo que ninguna fuerza armada —señala— se destine a esos Estados enviada de aquí, suponiendo que sus hijos [de allá] bastan para su natural defensa; que ellos tienen intereses y relaciones que no puede tener el que llega de lejos, y que no desertan como ésta [como la fuerza del centro]. Deseo que ciertos artículos de comercio no paguen derechos por un tiempo dado y que se concedan ciertas franquicias en el ramo de hacienda. Deseo que la organización municipal sea diversa de la que hemos tenido y que los municipios queden mejor dotados que lo que hasta aquí lo han sido, a fin de hacer perceptibles las mejoras de toda especie que con tal dotación puedan establecerse. Deseo la fundación de colegios civiles y aumento de escuelas primarias, muy especialmente en los puntos más retirados de los grandes pueblos. Y para todo esto y para multitud de cosas que no puedo especificar en una carta y que se irán promoviendo por los ministerios respectivos, espero que se digne usted instruirme del estado actual de ustedes y de las medidas que más necesiten, para ayudarlos y atenderlas.235 Por último, en esta misma materia —Gobernación o Relaciones Interiores—, el 16 de octubre (dos días antes del regreso a Cuernavaca del ministro de Guerra Comonfort) presentó la Convocatoria al Congreso Extraordinario Constituyente, que fue expedida por el presidente Álvarez al día siguiente, y en la otra cartera —la de Relaciones Exteriores— dirigió un enérgico llamado a Santiago Gadsden, embajador de Estados Unidos, para que 235
Ibid, Melchor Ocampo a Santiago Vidaurri, Cuernavaca, octubre 9 de 1855, doc. 140, p. 201.
informara a su gobierno “la agresión hecha al territorio nacional por americanos armados que, atravesando el Río Bravo, han invadido el Estado de Coahuila”, adjuntándole copias de las comunicaciones que había recibido del general en jefe del Ejército del Norte (Santiago Vidaurri) sobre ese asunto. Como Ocampo creía que
sin una tolerancia culpable por parte de las autoridades locales de los Estados Unidos —particularmente de Texas— no podría haberse verificado violación tan injusta (esperaba que el embajador diera cuenta a su gobierno) para que dichas autoridades
sean castigadas e impida que en lo sucesivo se repitan estos actos de verdadero vandalismo, respondiendo al mismo tiempo por los daños y perjuicios que dicha violación causare”.236 A propósito de este último asunto, en la misma fecha y por separado, Ocampo informó al ministro de Hacienda Guillermo Prieto que
habiendo recibido por (correo) extraordinario la noticia de que trescientos aventureros americanos han invadido el territorio mexicano, atravesando la frontera de Coahuila, y disponiéndose el excelentísimo señor general en Jefe del Ejército del Norte (Vidaurri) a contrariar y castigar dicha agresión, dispone el excelentísimo señor presidente interino (Álvarez) que por el ministerio del encargo de su excelencia se le faciliten cuantos recursos crea posibles para el logro de tan justo objeto.237 Mientras tanto, Benito Juárez empezaba a dar forma a la Ley sobre Administración de
Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, del Distrito y Territorios. 7. CRISIS EN EL GABINETE Para elaborar la Convocatoria al Congreso Extraordinario Constituyente, Ocampo tomó como base la del 10 de diciembre de 1841, que había descansado, a su vez, en el censo levantado por el Instituto Nacional de Geografía y Estadística, que registraba un total de 7.044,140 habitantes en el país; pero le impuso las modificaciones exigidas por las circunstancias. Quince años antes, en 1841, el país estaba dividido en 24 grandes circunscripciones territoriales, entre ellas, las dos Californias (la alta y la baja), Nuevo México y Texas; pero 236
Ibid, Melchor Ocampo al embajador Santiago Gadsden, Cuernavaca, octubre 17 de 1855, doc. 142, p. 203.
237
Ibid, Melchor Ocampo al ministro de Hacienda, Cuernavaca, octubre 17 de 1855, doc. 142, p. 204.
aunque en 1848 la pérdida territorial de éstas —salvo la Baja California— había sido inmensa, la humana se había limitado a 118,265 habitantes. En 1855, en cambio, las demarcaciones territoriales eran 28, porque se habían erigido nuevos Estados; se había creado un Distrito, separado del Estado de México, y se habían creado nuevos Territorios bajo jurisdicción federal (o central).238 Además, se conservaban 7 millones de habitantes aproximadamente. En 1841 se había establecido que se eligiera un diputado por cada 70,000 almas y por cada fracción que excediera de 35,000, y en los Departamentos en que había menos, se nombrara uno. En 1855, se elegiría uno por cada 50,000 y por cada fracción que excediera de 25,000, y en las circunscripciones en que hubiese menos, se nombraría uno. En 1841, las elecciones habían sido precedidas de rogación pública en las catedrales y parroquias, implorando el auxilio divino para el acierto. En 1855 se omitió esta rogatoria. En 1841, los gobernadores, comandantes generales y arzobispos no podían ser electos en los Departamentos en los que ejercían sus funciones; lo que implicaba que podrían serlo en otros. En 1855, ni en unos ni en otros. En 1841, los ciudadanos que pertenecían al ejército podían votar y ser electos; en 1855, únicamente se les concedió el derecho de votar, no el de ser votados. En ambas convocatorias, los miembros del clero regular y secular no tenían derecho de votar ni de ser votados, y los filtros electorales para garantizar la calidad de los diputados fueron los mismos: elección indirecta en segundo grado y requisitos distintos 238
En 1841 existían, en orden de población decreciente, los Estados de México, Jalisco, Puebla, Yucatán, Guanajuato, Oaxaca, Michoacán, San Luis Potosí, Zacatecas, Veracruz, Durango, Chihuahua, Sinaloa, Chiapas, Sonora, Querétaro, Nuevo-León, Tamaulipas, Coahuila, Aguascalientes, Tabasco, Nuevo México, Californias y Texas. En 1855, en lugar de los tres Estados perdidos de Nuevo México, Alta California y Texas, que habían pasado a la soberanía del país vecino, se habían erigido otros tres, Colima, Guerrero y Tlaxcala; el Distrito (que se convertiría en Distrito Federal) se había separado del Estado de México, y se habían creado tres Territorios: los de Baja-California, Sierra Gorda e Isla del Carmen. Aunque el presidente Santa Anna había creado también la entidad autónoma de Tehuantepec el 11 de mayo de 1853 —no como Territorio sino como Departamento, equivalente a un Estado federal, con Minatitlán como su capital—, para el efecto de facilitar las negociaciones del Tratado de La Mesilla (en lo relativo al libre tránsito de ciudadanos, mercancías y tropas de Estados Unidos), el 17 de octubre de 1855, el ministro de Relaciones Melchor Ocampo lo suprimió y lo restituyó a Oaxaca, en señal de protesta por la firma de dicho Tratado. Sin embargo, el 19 de diciembre de ese mismo año, el presidente sustituto Comonfort lo consideró Territorio otra vez, a fin de gobernarlo directamente desde la presidencia de la República; pero el 17 de septiembre de 1856, Juárez, en calidad de gobernador de Oaxaca, pidió al Congreso Extraordinario Constituyente que Tehuantepec dejara de ser Territorio y volviera a ser parte integrante del Estado que gobernaba, y dicho Constituyente obsequió su solicitud.
para electores y elegidos. Por lo que se refiere a la elección indirecta, se dispuso que hubiera juntas primarias (municipales), juntas secundarias o de partido y juntas de Estado (o de Departamento). En las primarias, las secciones eran de 500 almas, y reunidos siete electores al menos, elegían un presidente, dos secretarios y dos escrutadores, y el voto era secreto. Tenían derecho a votar los ciudadanos que tuvieran 18 años de edad, los cuales elegían a electores que tuvieran 21 o más. En las elecciones secundarias o de partido (de distrito) se reunían los electores primarios y elegían por voto secreto a otros electores que tuvieran 25 años o más. Y en las elecciones terciarias o de Estado (o de Departamento), reunidos los electores secundarios, estos elegían por voto secreto a los diputados que tuvieran 25 años o más y poseyeran un capital fijo físico o moral, giro o industria honesta que les produjera por lo menos 1,500 pesos anuales (según la Convocatoria de 1841) o “con qué subsistir” (según la de 1855)239 Por último, en 1841, los secretarios de despacho podían asistir sin voto a las discusiones de la Constitución, pero el 19 de febrero de 1856, el Constituyente declaró que no había incompatibilidad en los cargos de ministro y diputado, por lo que se les concedió la facultad de asistir a todas las audiencias con derecho a voz y voto.240 Además, en 1855 se dispuso que el Constituyente se instalara el 14 de febrero de 1856 en Dolores Hidalgo, en homenaje a don Miguel Hidalgo y Costilla; pero el 26 de diciembre de 1855, el presidente sustituto Comonfort, en uso de sus amplias facultades, ordenó que se reuniera en la ciudad de México, por ser “insuperables las dificultades” para hacerlo en Dolores, “a reserva de lo que después determine el Congreso”.241 El Congreso no determinó nada en contrario. ———o——— Apenas enviados sus despachos al embajador Gadsden, al ministro de Hacienda Prieto 239
Antonio García Orozco, Legislación Electoral Mexicana 1812-1988, 3ª edición, México, Adeo Editores S.A., 1989, Convocatorias de 1841 y 1855, respectivamente. 240 241
Francisco Zarco, op. cit., p. 11.
Decreto por el que el presidente sustituto Comonfort dispone que el Congreso se reúna en México, Palacio Nacional, 26 de diciembre de 1855, en Jorge L. Tamayo, op. cit.
y al gobernador Vidaurri, y recién expedida la Convocatoria al Congreso Extraordinario
Constituyente, Melchor Ocampo recibió la noticia de que Comonfort regresaría a Cuernavaca al día siguiente, 18 de octubre, y al llegar, sus actos le hicieron saber que había regresado como dueño de la casa, dispuesto a tomar posesión de lo suyo y desalojar al molesto inquilino, que era él. “Entregué las llaves sin dudar”, dice Ocampo.242 El recién llegado anunció que al día siguiente partiría otra vez de Cuernavaca a México; pero el gabinete se opuso, ya que “ni el mal era tan grave” como parecía, ni el remedio eficaz, “pues el enfermo se curó por sí solo”, al decir de Ocampo. “En la mañana del día siguiente, muy temprano, nos reunimos de nuevo”, prosigue Ocampo, y Comonfort presentó su dimisión. Dijo que
investido como estaba del doble carácter de ministro de la Guerra y de general en jefe, consideraba que sus obligaciones eran diversas e incompatibles por las circunstancias; que su investidura de general en jefe lo hacía responsable de la tranquilidad pública; que no sabría qué responder a la nación si la tranquilidad pública se veía perturbada, pudiendo probársele que en su mano había estado conservarla; que por esa razón y reservándose esta investidura renunciaba a la cartera de Guerra, para quedar más expedito y volver a México, porque así creía que podrían sus servicios ser más útiles a la revolución.243 Las palabras anteriores, lejos de resolver el conflicto ministerial, lo complicaron. En la renuncia de Comonfort se oían ecos de amenaza. Olía mal. Al terminar su exposición, Ocampo dejó su asiento y le suplicó que le dijera cuáles eran los síntomas que advertía en los ministros, capaces de hacerle juzgar imposible su permanencia en su compañía. Recordó dos asuntos: la ley de desertores y el nombramiento de gobernadores.
Hablo de síntomas, no de hechos, porque, ¿qué hemos hecho durante la ausencia de usted que de tal modo merezca tan severa reprobación o qué le impide seguir con nosotros? Nada hemos hecho, nada de sustancia, aunque hemos juzgado que estos Melchor Ocampo, op. cit., doc. 151, p. 223. El texto del borrador original —finalmente suprimido— era mucho más fuerte y sugerente: “La casera (sic) pedía las llaves y yo, que me encontraba sin título para retenerlas, las entregué. Dudo mucho que con apretones de mano, como Comonfort me dijo que había apaciguado México y se proponía seguir gobernando, pueda conseguirlo, cuando yo creo que los apretones que se necesitan son de pescuezo. El tiempo dirá quién se engañaba”, doc. 145, p. 206. 242
243
Ibid, p. 223.
han sido los momentos más preciosos; nada, temiendo encontrarnos en contradicción con el gobierno que usted iba a establecer en México. Y usted, ¿qué ha hecho en punto a soldados? No lo sé ni quiero saberlo, porque su ramo usted lo desempeñará como sepa. Pero en esto no es tal mi torpeza que ignore que usted comenzó su reforma por una ley (insuficiente) de desertores, cuando habíamos hablado, y aun puedo decir, convenido (pues no lo contradijo usted) que por tal ley de desertores, y amplísima, debía acabarse tal arreglo. Simples trámites y medidas sin trascendencia han sido nuestros actos. El nombramiento de gobernadores, puntos sobre el que urgía la opinión pública, lo he consultado con usted, mandándole mi proyecto a México, y aún está pendiente, porque usted tiene la ciencia de los hechos que deseo aprovechemos.244 Comonfort, en efecto, había estado a favor del indulto general para desertores, pero como creía que debía ser acompañado por otras medidas que necesitaba acordar con los ministros, no lo había aprobado sino hasta que se aprobaran dichas medidas. Sobre el nombramiento de gobernadores, pensaba explicarse con Ocampo a su regreso a Cuernavaca; “mas supuesto que hoy deben haber quedado nombrados, réstame sólo apoyar la determinación de usted”.245 No, Ocampo no había nombrado a nadie, a pesar de ser un asunto de su exclusiva competencia, porque quería recibir la opinión de Comonfort, en consideración no sólo a un principio elemental de cortesía política sino también a que él tenía “la ciencia de los hechos”. Y no los nombraría sino hasta el final, al presentar su renuncia. Ocampo prosiguió:
¿Qué es, pues, lo que obliga a usted a renunciar al ministerio? ¿Y qué debemos esperar sus compañeros para mañana, para de aquí a ocho días, para después que habrá llegado el caso de tomar medidas sin consulta ni venia de usted y que —por desgracia para nuestra paz— le parezcan desacertadas? La desconfianza y animadversión que se tenían Comonfort y Ocampo a esas alturas era ya inocultable. En realidad, ambos estaban protagonizando una sorda y no menos
244
Ibid, p. 221.
245
Ibid, p. 222, nota 15 al pie de página. (Nota de A. Pola, t. II, pp. 93-94)
violenta lucha por el poder, en la cual Ocampo estaba en notoria desventaja. Si antes había supuesto que su estancia en el gobierno sería breve, desde ese momento supo que ya estaba afuera. Por un momento pensó si convendría esperar a que lo echaran, pero luego tomó la determinación de renunciar, pues no era
sino un intruso en una revolución en la que sólo de lejos y muy secundaria e imperfectamente he tomado parte.246 Por lo pronto, “la discusión, variando de medios y a veces de objeto, se prolongó inútilmente todo el día”. Comonfort reclamó a Ocampo su exclamación de la noche anterior: “me parece muy torpe”. Ocampo le explicó que ello obedecía a que él no reconocía ningún fundamento a sus temores y que los atribuía a exceso de celo; pero agregó que ya no eran niños. Además, la peor persuasión que podía emplearse contra él era la amenaza, pues de ordinario confirmaba la resolución contra la cual se le hacía. ———o———
Mis compañeros todos —continúa Ocampo— me instaron amistosamente para que unidos soportásemos la situación y el señor Juárez me dijo cosas que me enternecieron y me cortaron la palabra. Propuso el mismo señor, para terminar por aquella noche, que al otro día discutiéramos un programa, y así nos despedimos.247 Pero era inútil cualquier programa. Ocampo sabía que aunque hubiera coincidencias en lo general, como sin duda las habría, sus diferencias serían insalvables en puntos clave de procedimiento. Aunque propusieran las mismas metas y partieran de los mismos principios, las acciones para alcanzarlas serían inconciliables. Habría quizá fines comunes; pero el diseño de los medios era diferente. “Y en la administración —dijo Ocampo— los medios son el todo”. Luego entonces, su previsión de no formar un gabinete equilibrado había sido acertada. Las dos tendencias liberales no habían producido el equilibrio sino la colisión en el gabinete. La división entre puros y moderados había trabado el funcionamiento del gobierno, de la administración y de sus atribuciones legislativas, y entorpecido el ejercicio de la dictadura liberal. La prueba viva del fracaso de la cláusula del equilibrio era la
246
Ibid, p. 221.
247
Ibid, p. 223.
colisión entre el jefe del gabinete y el ministro de la Guerra. En tales condiciones, uno de los dos tendría que salir y ese no sería Comonfort sino él. La renuncia de Comonfort significaba la posibilidad de la guerra civil; en cambio, la de él garantizaría la unidad del gobierno. Ya no le fue posible, pues, continuar en su posición:
¿Era posible que permaneciese yo en una administración que no tenía más título que la voluntad del señor presidente —de la que no estaba muy seguro en caso de antagonismo— y con una contradicción tan evidente por parte del que más derecho tenía a formar dicha administración; contradicción que ni siquiera esperó motivo plausible de desavenencia, o que tomó por tal la ocasión de resistirnos a su vuelta a México, vuelta tan no urgente, puesto que pudo permanecer aún con nosotros, sin que estallara el soñado volcán de la capital? 248 Comonfort dijo dos veces durante la discusión que lo dejaran como general en jefe, y que al cesar su responsabilidad de gobierno, haría en calidad de soldado lo que los ministros le mandaran. Ocampo le replicó en ambas ocasiones: “Bien, pero entonces usted obedece al ministro de la Guerra que nosotros nombremos”. Quizá pensaba en Santos Degollado o hasta en el propio Vidaurri para tal cargo. Comonfort contestó en las dos ocasiones que suponía que se nombraría un ministro con quien él pudiera entenderse, es decir, el que él propusiera, quizá García Conde o Haro y Tamariz.
Estas dos ocasiones, sin que él lo advirtiera, sin que pudiera formularse siquiera interiormente su pensamiento, quería ser y no ser director de la cosa pública, cumplir y no cumplir ciertos compromisos personales, tener la gloria —si alguna había— y no la responsabilidad de la situación.249 No, ese conflicto era artificial. Esa noche, Ocampo redactó su renuncia.
248
Ibid, p. 222.
249
Ibid, p. 223.
CAPÍTULO II 1. Los desacuerdos. 2. Progresistas, conservadores y retrógrados. 3. Me quiebro, pero no me doblo. 4. La caída. 5. Informalidad y cortesía. 1. LOS DESACUERDOS El 20 de octubre se reunió el gabinete formado por Melchor Ocampo, ministro de Relaciones Exteriores e Interiores; Benito Juárez, ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública; Guillermo Prieto, ministro de Hacienda, e Ignacio Comonfort, ministro de Guerra, para discutir el asunto propuesto por Juárez: un programa que conjugara sus diferentes puntos de vista. Ocampo, convencido de que era inútil la fórmula juarista para conciliar las diferencias entre él y Comonfort; decidido a dejar el ministerio, y sin más tiempo que para redactar su renuncia, asistió a la reunión llevando el borrador de ésta en su bolsillo y anunció que no había elaborado ningún programa. Los demás tampoco. El único que había hecho la tarea era Comonfort. Leyó su proyecto. Ocampo comenta: “sería de desear que lo publicase”.250 Mientras el programa del militar se conservó en las “regiones vagas de la generalidad”, al decir de Ocampo, todos estuvieron conformes.
Pero en tal programa había puntos cuya simple lectura me hubiera convencido de nuestro disentimiento, si necesidad hubiese yo tenido de esa convicción. Entre los últimos había artículos sobre los cuales ni los principios podían sernos comunes. Así, cuando el señor Comonfort, cambiando de medio, dijo en una especie de epílogo, no escrito, que en nuestros principios —no ya en los objetos o fines de la revolución— estábamos en perfecto acuerdo, me fue indispensable contradecirle y ponerle como 250
Comonfort nunca publicó su programa, aunque siendo presidente sustituto de la República instruyó a su ministro de Gobernación José Ma. Lafragua que expidiera un “programa administrativo”. Cinco meses después, el 20 de mayo de 1856, en la Circular que envió a los Gobernadores de los Estados, Lafragua hizo alusión al tema, al recordarles que el 22 de diciembre anterior les había dado a conocer “el programa administrativo formado por el ministerio y aprobado por el excelentísimo señor Presidente de la República”. El “programa administrativo” de referencia ofrece expedir un Estatuto y una Ley de Garantías Individuales; es decir, una Constitución Política provisional que rigiera a gobernantes y gobernados, mientras el Congreso Constituyente promulgaba la Constitución Política definitiva. El Estatuto Orgánico Provisional de 15 de mayo de 1856 incluiría estos dos capítulos, el de garantías individuales y el de organización política de la República; pero dicho Estatuto jamás sería publicado por los gobernadores; produciría viva oposición en el Congreso por las tendencias centralistas que se le atribuyeron, y el 17 de julio dicho cuerpo constituyente nombró una comisión para revisarlo que no llegó a producir dictamen, lo que lo mantuvo en el archivo, es decir, fuera de vigencia.
ejemplo la explanaci贸n de dos puntos.251 Uno de ellos fue el de la guardia nacional, y el otro, el de la composici贸n del Consejo
de Estado.
251
Melchor Ocampo, op. cit., p. 224.
La guardia nacional era el conjunto de milicias de las entidades federativas, siempre bajo el mando directo del gobernador del Estado o, en caso de guerra extranjera, del presidente de la República, con autorización del Congreso General. Al establecerse la república federal, se había estipulado que la guardia nacional estuviera formada por voluntarios. Con el tiempo, pertenecer a la guardia se convirtió no sólo en un derecho sino también en una obligación del ciudadano. La guardia nacional, reconocida originalmente por el Acta Constitutiva de 1823 y por la Constitución Federal de 1824; suprimida por las Siete Leyes Constitucionales de 1836 y por las Bases Orgánicas de 1843, sería restablecida, al restablecerse la Constitución de 1824, con las modalidades que le impuso el Acta de Reformas de 1847 aprobada por el Congreso General a iniciativa de Mariano Otero, y volvería a quedar sin fundamento legal en 1853, al ser derogadas ambas, la Constitución Federal y el Acta de Reformas, por el gobierno de facto de Santa Anna. El requisito para pertenecer a este cuerpo miliciano era ser ciudadano. A partir de 1847, formar parte de la guardia nacional, al igual que ejercer el derecho de petición, votar y ser votado en las elecciones populares o reunirse para discutir los negocios públicos, se convirtió en una prerrogativa del ciudadano. Sigue siéndolo hasta el presente. En el debate de Cuernavaca, Melchor Ocampo propuso que, siendo una prerrogativa, formar parte de la guardia nacional se considerara no sólo como un derecho sino también como un deber. Pocos años antes, en su calidad de gobernador de Michoacán, había establecido y organizado la guardia nacional de su Estado e incluso la había dotado de un reglamento. A partir de 1853, la dictadura santanista trató de disolverla en todo el país, dado que ya no tenía ninguna base constitucional que legitimara su existencia; pero ésta se mantuvo organizada de hecho en los Estados de Guerrero, Michoacán, Jalisco, Nuevo León y otros, formada por ciudadanos armados bajo el mando de ciudadanos; apoyó a las guerrillas que lucharon contra la dictadura; se enfrentó —llegado el caso— al ejército de línea —a las fuerzas armadas profesionales— durante la revolución de Ayutla, y lo venció. Comonfort simpatizaba con el ejército, no con la guardia nacional, y cuando llegó a la presidencia de la República, suprimió el carácter obligatorio de ésta y la dejó como un simple cuerpo de voluntarios, igual que en 1824, salvo “en caso de guerra extranjera”. Ocampo, en cambio, consideraba que no podía concebirse una república sin
ciudadanos, ni un ciudadano sin el derecho y la obligación de pertenecer a la guardia
nacional. Así ocurría entre los suizos, en Europa, y entre los norteamericanos, en este continente. Entre paréntesis, no habiendo hasta hoy guardia nacional, a pesar de ordenarlo la Ley Fundamental, ni como cuerpo formado obligatoriamente ni como cuerpo de voluntarios, tampoco hay —según la concepción filosófica y política de Ocampo— ciudadanos en pleno goce y ejercicio de sus prerrogativas constitucionales. Nuestra
Constitución Política, en este aspecto —como en algunos otros— sigue siendo letra muerta. ———o——— Por lo pronto, durante el debate ministerial, Comonfort convino en que se mantuviera la guardia nacional; pero la dividió en móvil y sedentaria. Ocampo, por su parte, como gobernador de Michoacán, fue el primero en dividirla en movible, sedentaria y de reserva (“consúltense —recomendó— los documentos de la época, 1846”.) Ahora bien, uno y otro —Ocampo y Comonfort—, bajo el mismo nombre, concebían cosas diferentes. Comonfort dijo “que entendía por guardia móvil la que se compusiera de los proletarios y por sedentaria la que se formase de los propietarios”. La de los proletarios, al ser móvil, tendría que destinarse a los campos de batalla, y la de los propietarios, al ser sedentaria, a la defensa de los lugares en que éstos residían. Ocampo no aceptó que la guardia nacional se organizara por clases sociales. Para él, guardia móvil era la que se movía y sedentaria la que no se movía —así de fácil—, independientemente de la clase de ciudadanos que formaran una u otra. Debían integrarla, además, no sólo los propietarios y los proletarios sino todos los ciudadanos, pertenecieran a estas clases o a cualquiera otra.
Nunca hubiera podido encontrar buenas razones para que los pobres sacrificasen sin recompensa su tiempo, sus esfuerzos y su sangre en favor de los comparativamente ricos, ni por qué sólo entre propietarios y proletarios habría de desempeñarse la defensa de una nación… Por otra parte, Comonfort consideraba que pertenecer a la guardia nacional era un derecho del ciudadano, pero no una obligación, y que en consecuencia, el gobierno no
tenía facultades para obligar a hacer este servicio a quien lo repugnase.252 En el fondo, Comonfort, como los militares de carrera que dependían del gobierno central, repelía una organización militar de ciudadanos, no profesional, que dependiera de las autoridades regionales, es decir, de los gobernadores de los Estados. Ocampo, por el contrario, pensaba que la necesidad de las relaciones es
la fuente del derecho y del deber…, y que, por lo mismo, toda relación necesaria es derecho por el lado que ostensiblemente halaga, y deber por el que grava también ostensiblemente. De la necesidad que a veces tenemos de armarnos con los productos de la industria humana (ya que la naturaleza nos negó las pieles duras, las astas y colmillos, las pezuñas y espinas, los picos y las garras, reemplazando todos esos medios imperfectos con la experiencia y la mano), del derecho natural de defendernos hubiera yo inferido y probado fácilmente el derecho y la obligación de ser guardia nacional.253 Pero el debate era inútil en éste o cualquier otro tema. De aceptar un sistema trunco de derecho sin deber o de deber sin derecho, Ocampo prefería el de los místicos, que sólo reconocen deberes y no derechos, con lo cual “se evitaría a lo menos ese bárbaro absurdo llamado contingente de sangre”. ———o——— El caso es que “no nos eran, pues, comunes, unos mismos principios al señor Comonfort y a mí, aunque en lo superficial nos fuesen comunes los fines u objetos de la revolución”. Y lo más grave era que, si por un lado, Comonfort se inclinaba a desalentar la formación de la guardia nacional, por el otro, era un acérrimo defensor del ejército profesional y se había comprometido a sostenerlo, conservarlo y atenderlo, por considerarlo no solo “apoyo del orden y de las garantías sociales” sino también el
252
En la Circular de 20 de mayo de 1856 que dirigió José Ma. Lafragua, ministro de Gobernación del presidente sustituto Ignacio Comonfort, a los Gobernadores de los Estados, se concibe a la guardia nacional como un cuerpo que tiene por base la libertad de los ciudadanos para inscribirse en él, es decir, como un cuerpo de voluntarios, “menos en el caso de guerra extranjera”, en cuyo caso los ciudadanos estaban obligados a defender a su patria; pero como esta obligación patriótica podían cumplirla indistintamente en el ejército o en la guardia nacional, y dado que ésta estaba asimilada a aquél, de hecho resultaba lo mismo. 253
Ibid, p. 224.
“defensor de la independencia”.254 Por el contrario, la revolución había acentuado la tendencia de liquidar y disolver las fuerzas armadas tradicionales —idea con la que simpatizaba Ocampo—, como lo haría Vidaurri en el Norte y Juárez en Oaxaca (al tomar posesión como gobernador pocos meses después). Y al mismo tiempo, dicha revolución consideraba necesario levantar un nuevo ejército, que fuera efectivamente “apoyo del orden y de las garantías sociales”, y “defensor de la independencia”. La razón ya se expuso. El ejército —compacto alrededor de la dictadura de Santa Anna—, lejos de garantizar la integridad territorial de la República y mantener la paz, la tranquilidad y el orden interior, había perdido una traumática guerra con Estados Unidos, a consecuencia de la cual la nación había quedado mutilada. Además, había sido fuente de conflictos, de intranquilidad y de desorden interior durante más de un cuarto de siglo, al mantener constantemente agitada, dividida, debilitada y desangrada a la nación. Y había sido recientemente vencido por las guerrillas con el apoyo de la guardia nacional; es decir, por civiles de todas las clases sociales que habían tomado las armas en forma organizada bajo el mando de civiles. Luego entonces, este ejército ya no tenía razón de ser.
El caso es que llegó a existir el proyecto formal de destruir el ejército —dice Comonfort— y que este proyecto se habría llevado a cabo, a no haberlo impedido yo, siendo ministro de la Guerra, para lo cual tuve que hacer esfuerzos increíbles, habiendo logrado calmar las efervescencias del momento, con la promesa de que se reformaría la institución conforme a las necesidades y al espíritu de la época.255 Luego entonces, Comonfort había tomado la resolución, a costa de lo que fuese, de conservar un ejército que no había sabido defender la integridad nacional y que la sociedad ya no digería, creyendo que, al reformarlo, ésta lo aceptaría. Había tomado la decisión, pues, de que la revolución transigiera en este aspecto, sin sospechar que, al situar a dicha revolución en la vía de las transacciones, la estaba condenando al fracaso. Dos años después, este mismo ejército desconocería la Constitución Política recién promulgada y se pronunciaría contra el gobierno establecido para respetarla y hacerla 254
Plan de Ayutla, de 1 de marzo de 1854, artículo 6º, y Plan de Ayutla reformado en Acapulco el 11 de marzo de 1854, artículo 6º. 255
Ignacio Comonfort, folleto Gobierno del General Comonfort.
respetar. Y durante la intervención francesa, en lugar de repelerla, la apoyó. 2. PROGRESISTAS, CONSERVADORES Y RETRÓGRADOS ¿Por qué Ignacio Comonfort había querido que el gabinete fuera integrado por puros y
moderados, por mitad? ¿Quiénes eran los moderados? ¿Quiénes los puros? Comonfort había calificado de puro a Melchor Ocampo y éste siempre se abstuvo de calificar de cualquier modo a aquél; porque, en efecto, ¿Comonfort era moderado? En caso afirmativo, ¿qué debía entenderse como tal? El asunto no le había merecido antes ninguna atención. Ahora empezó a reflexionar detenidamente en él. En 1848, Manuel Payno había reclamado la formación de nuevos cuadros políticos, preparados, valerosos y hábiles.
Venga, pues, un partido nuevo, de vigor y progreso, que marche de acuerdo con las exigencias y el espíritu del siglo en que vivimos, y entonces comenzará la verdadera regeneración de la República.256 Pero lo nuevo no nace de la nada. Lo nuevo nace de lo viejo. Ese partido nuevo no podía ser otro que el tradicional partido liberal, sólo que reformado. Si Payno fincaba sus esperanzas en un partido nuevo, es porque este concepto —el de partido político— no tenía el mismo significado que hoy. Actualmente, los partidos políticos son organizaciones de ciudadanos que se rigen por los mismos principios, programas y estatutos, con el fin de tomar el poder —aislados o en coalición— o de mantenerse en él. Son estructuras políticas paraestatales destinadas a proyectarse en el Estado a través de sus militantes y que influyen como tales en las decisiones del Estado. Son, pues, pequeños Estados dentro del Estado. A mitad del siglo XIX, en cambio, al menos en México, los partidos eran desarticulados movimientos políticos sin organización ni disciplina; es decir, corrientes de opinión; tendencias ideológicas formadas por una pléyade de pequeños grupos que se aglutinaban y dispersaban conforme a la coyuntura y según lo decidieran las personalidades que los dirigían. Estos grupos se dividían no sólo en liberales y conservadores sino en también en Manuel Payno, “Necesidad de las reformas, La juventud está llamada a ejecutarlas”, en El Eco del Comercio, núm. 13, t. II, México, 24 de marzo de 1848. 256
subgrupos y en múltiples infragrupos de los subgrupos. Los liberales, por ejemplo, eran no sólo puros y moderados, como se decía en esos días, sino también diferentes fracciones o, en términos actuales, tendencias, corrientes o expresiones que ni siquiera tenían nombre. Tres semanas antes de las tormentosas sesiones del gabinete en las que participaron Ocampo y Comonfort, es decir, el 26 de septiembre de 1855, el periódico El Siglo XIX, refiriéndose a los numerosos grupúsculos del partido liberal o, dicho de otro modo, a las numerosas sub-corrientes de esa gran corriente ideológica, señalaba:
El gran número de candidatos que hubo para la elección presidencial de 1848 probaba que los liberales no estaban unidos y que no sólo había puros y moderados sino que el partido se subdividía en fracciones y meramente personales. Con la administración de Arista, se encendió más la división.257 Luego entonces, Payno, al esperar que surgiera “un nuevo partido”, confiaba en que surgiera un grupo político liberal mayoritario que encarnara “las exigencias y el espíritu del siglo en que vivimos”, que unificara a todas las corrientes que lo integraban, y que condujera con éxito la reforma social que el país necesitaba. Pero, hasta entonces, ese “nuevo partido” era más ilusorio que real. A lo máximo que había llegado era a agruparse en las dos tendencias fundamentales de puros y moderados. ———o———
En todo caso, hasta ese día —señala Ocampo— yo había visto con suma indiferencia esa división del partido liberal, considerándola —por mis reminiscencias— más fundada en afecciones personales a los señores Pedraza y Gómez Farías, que en los ligeros tintes que creí los separaban.258 Ocampo consideraba, en otras palabras, que la adhesión a uno u otro grupo liberal era la simpatía hacia un líder u otro, más que el apoyo a sus posiciones ideológicas o políticas diferentes: los puros eran afectos a Gómez Farías y los moderados, a Pedraza. ¿Había algo más sobre el tema? Ocampo no había pensado en ello.
Habiéndome conservado extraño a la política cuando no estaba en servicio público; no habitando en la capital sino sólo en los periodos en que alguna elección me imponía 257
El Siglo XIX, No. 2465, México, 26 de septiembre de 1855.
258
Melchor Ocampo, op. cit., p. 217.
tal deber, y conservando en las votaciones de ambas Cámaras una especie de independencia salvaje —que puedo decir que forma parte de mi carácter—, nunca tuve ocasión ni voluntad de meditar ni estudiar los puntos de diferencia entre puros y moderados. ¿Comonfort tenía razón al calificarlo de puro? Ocampo reconoce que lo era en cierto modo; es decir, que “en teoría” era puro, pero que “en la práctica y en sus vínculos políticos” siempre había sido moderado.
Había, sí, creído distinguir, aunque de un modo vago, que aquellos —los puros— eran, si más activos y más impacientes, más cándidos y más atolondrados, mientras que los otros —los moderados— eran, si más cuerdos y más mañosos, más inteligentes y tímidos; pero nunca había profundizado estas observaciones. Debo al señor Comonfort —en ocasión del larguísimo debate que entre nosotros se sostuvo sobre esto— haber aclarado un poco mis ideas y poder decir hoy —que vislumbro mejor lo que nos divide—, que soy decididamente puro, como aquel señor se dignó llamarme, y del modo que yo lo entiendo. Mis amistades políticas, sin embargo, habían sido siempre las de los llamados moderados, y mi conducta pública y privada, sin habérmelo propuesto nunca, más parecida a la de estos. Lo importante, pues, era no sólo el calificativo de puro que le había dado Comonfort sino también el modo en que el propio Ocampo lo entendía, tanto en la teoría como en la práctica. ———o——— Para Ocampo, pues,
los liberales se extienden, en la teoría, hasta donde llega su instrucción, y en la práctica, hasta donde les alcanza la energía de su carácter, la sencillez de sus hábitos y la independencia de sus lazos sociales o de sus medios de subsistencia.259 Así de simple. Lo que significa que, a mayor instrucción, era normal que se tuviera más capacidad y más sabiduría en el terreno de la teoría. Por otra parte, a mayor fuerza de carácter, mayor sencillez y mayor independencia económica y social, también era lógico y natural que se tuvieran más alcances, más libertad y más independencia en la práctica 259
Ibid, p. 218.
política. A contrario sensu, a menor instrucción, tenía que haber menos alcances teóricos. Y a menos fuerza de carácter, menor sencillez o menos independencia económica y social, las restricciones tendrían que ser mayores, las limitaciones más numerosas y las dificultades en la práctica política más grandes. Si él era puro en teoría y —hasta entonces— moderado en la práctica, ¿qué era Comonfort? ¿Moderado en ambas? No.
Nosotros no estamos bien clasificados en México, porque para muchos no están definidos ni los primeros principios, ni arregladas las ideas primordiales. Buenos instintos de felices organizaciones —más que un sistema lógico y bien razonado de obrar— es lo que forma nuestro partido liberal. Nada más común que encontrarse personas que defienden el principio, y que en la aplicación teórica o práctica incidan en groseras contradicciones. Verdad es que, en el estado actual de la humanidad y bajo un punto de vista genérico, pocas personas hay cuyo conjunto de ideas forme un todo razonable y consecuente; pero, al menos en una sola serie de ideas —en los puntos prominentes— deberían evitar las contradicciones. Por ejemplo, el liberalismo, como doctrina, sostiene que cada hombre nace libre e igual a los demás; que el pueblo es la fuente suprema del derecho y del poder; que el estado debe garantizar el goce y el ejercicio de las libertades y los derechos individuales, y que los parlamentos deben dictar “la buena ley”, esto es, la que tiende a nivelar las desigualdades sociales.
¡Hay, sin embargo —aclara Ocampo—, liberales que creen que el hombre es más inclinado al mal que al bien, que el pueblo debe estar en perpetua tutela, que los fueros profesionales deben extenderse a todos los actos de la vida (y) que convienen los monopolios y las alcabalas, con otras mil lindezas de la misma estofa! Por otra parte —concluye—, en todos los partidos hay buenos y malos, exagerados y simplemente entusiastas, moderados y tibios, atrasados y morosos. Las mismas calificaciones de puros y moderados son presuntuosas e inadecuadas. La moderación y la pureza son dos virtudes; poseerlas, una ventaja, y despreciarlas, un extravío. ¡Cuántos moderados hay con pureza! ¡Cuántos puros con moderación! Aun en cada subdivisión de nuestro partido, aún en las subdivisiones mejor marcadas, se encuentran todos los tintes.
———o——— Volviendo al tema de Comonfort, ¿era éste moderado? Sí, pero sólo en caso de admitirse otra clasificación más adecuada.
Comprendo más clara y fácilmente —señala Ocampo— estas tres entidades políticas: progresistas, conservadores y retrógrados. Los progresistas —los puros— dicen a la humanidad: «Anda, perfecciónate». Los conservadores: «Anda o no, que de esto no me ocupo; no atropelles las personas ni destruyas los intereses existentes». Y los retrógrados: «Retrocede, porque la civilización se extravía». Los unos quieren que el hombre y la humanidad se desarrollen, crezcan y se perfeccionen; los otros, admitiendo el desarrollo que encuentran, quieren que se quede estacionario, y los últimos, admitiendo también —aunque a más no poder— ese mismo desarrollo, pretenden que se reduzca de nuevo al germen. En el marco de lo expuesto,
los conservadores, consintiendo el movimiento y regularizándolo, serían la prudencia de la humanidad, si reconociesen la necesidad del progreso, y en la práctica, se conformasen con ir cediendo gradualmente. Única condición, la de consentir en ser sucesivamente vencidos, que volvería sus aspiraciones y su misión tan legítimas como lógicas y racionales; pero en la práctica nunca consienten en ser vencidos. Los progresos se cumplen a pesar de ellos y después de derrotas encarnizadas. Y haciendo perder a la humanidad tiempo, sangre y riquezas, con solo conservar el estado de actualidad (statu quo), se convierten en retrógrados. Estos son unos ciegos voluntarios que reniegan la tradición de la humanidad y renuncian al buen uso de la razón. ¿Qué son en todo esto los moderados? Parece que deberían ser el eslabón que uniese a los puros con los conservadores, y éste es su lugar ideológico; pero en la práctica parece que no son más que conservadores más despiertos, porque para ellos nunca es tiempo de hacer reformas, considerándolas siempre como inoportunas e inmaduras. O si por rara fortuna lo intentan, sólo es a medias e imperfectamente. Fresca está, muy fresca todavía, la historia de sus errores, de sus debilidades y de su negligencia. Si se admitía la clasificación anterior, Comonfort, en efecto, era un moderado. ¿Un
eslabón liberal entre puros y conservadores? Ideológicamente sí; pero “en la práctica”, no. “En la práctica” era un conservador, sólo que “más despierto…” 3. ME QUIEBRO, PERO NO ME DOBLO Cuando Ignacio Comonfort sostuvo en el debate que la revolución de Ayutla debía seguir el camino de las transacciones, Melchor Ocampo le replicó: “Pues yo no soy propio para transacciones”… de esa clase. Y recordó dos casos en que los que, siendo gobernador de Michoacán, fue congruente con su modo de pensar: uno en 1848, cuando el país estaba ocupado por las tropas norteamericanas, y otro en 1852, cuando el presidente Mariano Arista fue derrocado. En el primer caso, a las ocho de la noche, recibió una copia del Tratado de Guadalupe, que había sido enérgicamente rechazado por la opinión pública, por consentir la cesión de Nuevo México, (Arizona) y la Alta California, a los Estados Unidos.
Por uno de sus artículos —señala Ocampo— se establecía que las fuerzas americanas sostendrían a nuestro gobierno en caso de pronunciamiento contra él. Reconocí (en ese momento) y confesé luego que tal artículo era diestro de ambas partes contratantes, y necesario si se quería conseguir el principal objeto del Tratado: la paz. Inmediatamente que lo leí, oficié al consejero decano —llamado por la Constitución en las faltas del gobernador— que a las ocho de la mañana siguiente se dignara pasar a recibir el gobierno, por juzgarme yo moralmente imposibilitado de continuar en él. Escribí también al señor Mariano Otero que, sin negar yo que en la sociedad hubiese alcaldes (de prisión), verdugos y otros empleados así, yo no quería ser verdugo ni alcalde, ni unirme en ningún caso con los enemigos naturales de mi patria contra sus propios hijos, aún cuando estos errasen. Al otro día entregué el gobierno y dije a la Legislatura —ante la cual tenía pendiente mi renuncia desde que vi que era imposible detener la guerra—, que me la admitiese o castigase, porque ni un solo momento más continuaría en el gobierno.260 El otro caso había sido no menos significativo. Ocampo se había opuesto a que Mariano Arista fuera designado Presidente de la República. Sin embargo, al triunfar éste en las elecciones, no sólo lo reconoció sino también apoyó su administración, primero, en 260
Ibid, nota 17 al pie de página (Nota de M. Ocampo, Pola, t. II, pp. 104-107). Antonio Martínez Báez publicó una obra titulada Melchor Ocampo: Cartas a Mariano Otero, Morelia, UMSNH, 1969.
calidad de senador de la República, y luego, como gobernador de Michoacán. Cuando se pronunciaron contra él las tropas desleales, Ocampo condenó el atentado, y al renunciar Arista, el presidente sustituto Juan Bautista Ceballos le solicitó que, en calidad de gobernador de Michoacán, dijera a los pronunciados que se fueran a sus casas, sin temor a que se les fuera a perseguir. Ocampo creía que a los delincuentes, sobre todo a los que atentan contra las instituciones, debe aplicárseles la ley, no enviarlos a sus casas. Así que contestó que no veía ninguna razón por la cual debía permitírseles el regreso al hogar; pero dado que no habría castigo contra ellos,
yo no era el hombre a propósito para el caso, porque no había de transigir con la rebelión; que mi carácter era tal, que prefería quebrarme a doblarme, y que en consecuencia iba a dejar inmediatamente el gobierno de Michoacán, para no servir de obstáculo al bien del país, ya que éste lo creía hallar en las transacciones. Como es sabido, a pesar de las concesiones que se hicieron a los sublevados, éstas no sirvieron para nada: la sublevación continuó; Ceballos fue echado de la presidencia, como días antes lo había sido Arista; Santa Anna impuso su dictadura, y fue necesario organizar una larga y sangrienta revolución popular para derrocarlo. Por cierto, Ceballos, indignado con Ocampo por no haber atendido sus instrucciones y preferido obrar conforme al principio “me quiebro pero no me doblo”, exclamó: “Pues que se quiebre” y dio orden a las tropas sobre las que ejercía autoridad de que se retirasen de Morelia
sin duda —dice Ocampo— para que los pronunciados —que se hallaban en Pátzcuaro— vinieran a quebrarme, y conmigo, a toda aquella desgraciada ciudad, que ningún delito tenía en mi falta de elasticidad.261 Ahora, por tercera vez, se le pedía que aceptara que la revolución triunfante siguiera el camino de las transacciones. No. Jamás. Hay tiempos de transigencia y tiempos de intransigencia. Los actuales eran de intransigencia, de inflexibilidad, de verticalidad política en materia de principios. Revolución que transige es revolución que fracasa. Si no se tenía el coraje de sostener a toda costa los principios de la revolución, ésta fracasaría, como Ibid, comentario de Pola a la nota 17 de M. Ocampo: “En el borrador de Mis quince días de ministro encontramos este aditamento”. 261
había fracasado la de Francia en 1848, que, al sostenerse en la transacción, encontró su ruina. Y no es que Ocampo no tuviera capacidad de negociación. Por supuesto que la tenía. El notable talento diplomático que desplegó antes y después de este periodo, en calidad de ministro de Relaciones Exteriores, lo acredita plenamente; pero no para transigir con cualquier cosa que fuera incompatible con la soberanía nacional, la reforma social o los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano, sino para hacerlos prosperar. Además, la polémica entre los ministros Ocampo y Comonfort se produjo no sólo en aspectos teóricos sino también prácticos. Tampoco fue una discusión entre dos personas sino entre los representantes de las dos fuerzas que se disputaban en ese momento el destino de la nación. Es cierto que en ese debate resonaron los acentos de los viejos pleitos entre liberales
moderados y liberales extremistas. También lo es que los mismos argumentos ya se habían planteado múltiples veces desde 1830. “Era la vieja cuestión de ponerse de acuerdo no sólo en teorías políticas sino también en los medios de convertirlas en verdades prácticas”, diría Zarco. Pero ahora había una notable diferencia. Antes, el debate se había planteado entre dos grupos de la misma corriente política o, si se prefiere, entre dos “facciones” del mismo “partido”. Ahora, en cambio, además de éstos, el pueblo había tomado parte y apoyaba a los puros. “Ya no es tiempo de transacciones”, se leyó en un volante de la época. Ese había sido el grito de batalla de la revolución. Ya no era tiempo de transigir con el pasado sino de establecer un nuevo sistema político que hiciera posible un nuevo sistema social. El tiempo era ahora de la revolución. Para avanzar, la revolución necesitaba ser intransigente, y para fortalecerse, avanzar, porque, como diría Zarco, “revolución que se detiene, retrocede”.262 ———o———
“Peligro de la situación”, en El Siglo XIX, núm. 2452, citado por Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, Facultad de Derecho de la UNAM, t. II, México, 1957, p. 443. Más tarde, Francisco Zarco escribiría en el mismo periódico que el gobierno, “representante del partido liberal”, necesitaba “luchar con una mano y edificar con la otra”. En suma, “nada de transacción; encomendar al pueblo las defensas de sus derechos y guerra sin tregua a los reaccionarios: tal es el camino que ha de seguir el gobierno, si quiere cumplir los deberes que tiene para con la patria” (p. 562). 262
Por último, en materia de creencias y educación, Ocampo suponía que había participado en una “revolución radical, a la Quinet”, es decir, en una revolución liberada del antiguo binomio estado-iglesia. Era absurdo que a estas alturas de la historia, el Estado se subordinara ante la jerarquía eclesiástica y protegiera la religión única. El Estado es algo más que un sector y una creencia, puesto que es la suma de todos los sectores y de todas las creencias, lo que lo obliga a situarse por encima de cualquier jerarquía y de toda creencia religiosa. ¿Quién
era
Edgar
Quinet?
Historiador,
poeta,
escritor
y
político
francés
contemporáneo, miembro del Colegio de Francia y colega de Jules Michelet, había propuesto la república en tiempos de la monarquía y la enseñanza laica en lugar de la enseñanza religiosa. Quinet era y es, por consiguiente, uno de los padres ideológicos del laicismo. En 1848, electo diputado a la Asamblea Constituyente de Francia, se sentó a la izquierda, y proscrito en diciembre de 1851 —después del golpe de Estado de Napoleón “el pequeño”— se exilió en Bruselas y en Suiza; rechazó la amnistía imperial, como Víctor Hugo; condenó la intervención francesa en México, y como éste, no volvería a Francia sino hasta el hundimiento del imperio. La religión no interesaba a Quinet ni para bien ni para mal, salvo en los casos en que ésta jugaba un rol especial, o liberador o represor, en materia política, ideológica o social. Mostró cierta simpatía al protestantismo, no porque fuera protestante, sino porque había contribuido a instituir la libertad de conciencia, fundamento de la independencia de los Países Bajos; pero siempre se mantuvo alejado de la religión y llegó a combatir a todas, como a la católica, con todas sus armas de intelectual y polemista fino, siempre que cualquiera de ellas comprometiera la causa de la libertad. Según Quinet, la enseñanza laica se basa en un solo principio: el amor de los ciudadanos unos por otros, independientemente de su credo religioso. Lo que forma el fondo de cualquier sociedad laica, lo que la vuelve posible, lo que le impide descomponerse y lo que la impulsa a la superación es precisamente ese principio, el laicismo, que no puede ser enseñado por ningún culto sino únicamente por sí mismo. ¿Quién profesará —le objetaban— no sólo de palabra sino en la acción, la doctrina laica, que es el pan de vida del mundo moderno? ¿Quién enseñará al católico la fraternidad con el judío? ¿Acaso aquél que, por su creencia misma, está obligado a
maldecir la creencia judía? ¿Quién enseñará a Lutero el amor del papista? ¿Lutero? ¿Quien enseñará al papista el amor de Lutero? ¿El papa? Quinet respondía que era necesario que estos mundos religiosos opuestos, cuya fe era la de execrarse mutuamente, se reunieran en una misma amistad o, al menos, que convivieran en un marco de respeto y tolerancia mutuos. Pero, ¿quién haría este milagro? ¿Quién reuniría a enemigos tan encarnizados e irreconciliables? Evidentemente, un
principio superior y más universal que cualquier principio religioso. Este principio —que no pertenecía a ninguna iglesia— era y es la piedra fundacional del laicismo. La enseñanza laica proporcionaría el marco para que coexistieran, se respetaran y se ayudaran mutuamente los individuos de las distintas creencias en la misma sociedad; para que los individuos de cualquier creencia coexistieran con los que no tienen ninguna, y para que todos los hombres, independientemente de sus creencias o falta de ellas, colaboraran entre sí en un clima de libertad, tolerancia y respeto mutuo. La enseñanza laica era y es el fundamento de la libertad de conciencia, de la libertad de expresión y de la libertad de cultos. ———o——— Pues bien, Ocampo consideraba que la revolución en la que había participado no debía entrar en el camino de las transacciones con el clero, el ejército y la alta burocracia, y que el Estado creado por la revolución, por consiguiente, no debía someterse a los intereses y principios de las minorías rapaces. Esas corporaciones minoritarias —y los individuos que las integraban— habían dividido, debilitado, desgarrado, postrado y empequeñecido a la nación de 1821 a 1855, arrojándola a un precipicio cada vez más profundo. Las componendas y transacciones entre liberales y conservadores habían condicionado su desgaste, disminución y debilitamiento. Luego entonces, era necesario rechazar tales componendas, para que México se uniera y se fortaleciera alrededor de principios comunes a todos. Era necesaria una dictadura liberal, al menos por un tiempo, a fin de que ésta garantizara el establecimiento de nuevos principios; uno de ellos, el laicismo. Para eso se había hecho la revolución: para imponer tal tipo de dictadura y para garantizar tales principios. El Estado debía ponerse al servicio de la nación, de su unidad interna y de sus más altos intereses históricos, no de sus corporaciones y grupos privilegiados. Ocampo había supuesto que, gracias a la revolución liberal “a la Quinet”, la nación
debía elevarse por encima de sus divergencias —ideológicas, religiosas, corporativas, sociales, políticas y personales—, darse nuevas instituciones republicanas y democráticas, y permitir la coexistencia de todos los intereses, de todas las creencias y de todos los partidos, en un marco de libertades, igualdad jurídica y respeto a la propiedad privada. Pero no era el momento de persuadir a Comonfort de que marcharan juntos en esa dirección. ¿Cómo convencerlo de que el gobierno se situara por encima de todas las componendas, de todas las transacciones, de todos los compromisos entre los intereses particulares o de grupo y de todos los credos religiosos, para crear un Estado fuerte y laico que unificara a la nación, si estaba convencido de lo contrario, es decir, de que sin componendas no habría equilibrio político, no habría gobierno, no habría nación? Por eso, para Ocampo, había llegado el momento de dimitir. 4. LA CAÍDA Como se dijo antes, el ministro de la Guerra había regresado de México a Cuernavaca el 18 de octubre de 1855, después de diez días de ausencia, y la misma noche de su llegada, pretendió volver nuevamente a la capital, por haberse presentado en ésta una supuesta situación de alta peligrosidad que requería su urgente y personal atención. Al rechazar el gabinete su salida —a instancias de Melchor Ocampo— y exigirle que se trasladaran a México todos o ninguno, Comonfort había presentado su dimisión, pero a condición que se nombrara ministro de Guerra a alguien con quien “pudiera entenderse”. ¿Qué había hecho el gabinete para provocar tal reacción? Nada, a juicio de Ocampo. Luego entonces, al presentar Comonfort su renuncia sin fundamento alguno, era claro el mensaje político que estaba trasmitiendo al gabinete: la ruptura entre el gobierno y el ejército. Al día siguiente prosiguió la discusión. Para justificar su renuncia, Comonfort no había alegado más que la forma despectiva en que Ocampo se expresó al referirse al informe sobre la supuesta peligrosidad de la situación; concretamente, a su frase me parece muy
torpe. Pero, ¿era esto razón suficiente para que renunciara un ministro? Tan “torpe” había sido dicho informe que, a pesar de que Comonfort no había regresado de inmediato al pretendido “volcán de la capital”, dicho volcán no haría erupción ese día, ni al siguiente, ni nunca. Luego entonces, la urgencia de su regreso no había sido más que un pretexto para
seguir ejerciendo su gobierno paralelo desde la capital de la nación y producir, como efecto inconfesable —y no menos inevitable—, la anulación del gobierno del presidente Álvarez. En realidad, Comonfort se había molestado con la decisión del gabinete, no por la haberle negado el permiso para regresar a la capital ni por el gesto despectivo de Ocampo sino por dos sólidas razones políticas, una institucional y otra personal, según quedó claro al presentarse los acontecimientos posteriores y lo confesaría expresamente él mismo más tarde: por un lado, el futuro del ejército, y por el otro, su propio futuro político. ———o——— En primer lugar, se había comprometido por el plan de Ayutla a sostener y defender al ejército. No a un ejército nuevo sino al viejo ejército. En cambio, se insiste que la tendencia de la revolución —con la que simpatizaba Ocampo— era liquidarlo y disolverlo, para formar otro. Ya se dijo por qué. El ejército, lejos de garantizar la integridad territorial de la República y mantener la paz, la tranquilidad y el orden interior, había perdido una traumática guerra con Estados Unidos; mantenido a la nación durante más de un cuarto de siglo constantemente agitada, dividida, revuelta, debilitada y desangrada, y sido vencido por la revolución de Ayutla, es decir, por el pueblo en armas: por las guerrillas y por la guardia nacional. A pesar de lo expuesto, la revolución, como tal, nunca propuso que se disolviera al ejército. Comonfort exageraba su defensa para ganarse su adhesión. Lo que ésta propuso fue cesar en el ejercicio del poder público a Antonio López de Santa Anna y demás funcionarios que se opusieran al plan de Ayutla; elegir un presidente interino de la República; convocar un Congreso Extraordinario que se ocupara exclusivamente de constituir a la nación bajo la forma de república representativa popular, y revisar los actos del gobierno santanista así como los del poder ejecutivo revolucionario. En cuanto al ejército, lo que se propuso fue conservarlo y atenderlo, en el supuesto de que fuera lo que debía ser: defensor de la independencia y apoyo del orden social. En segundo lugar, Comonfort preveía que Juan Álvarez no duraría mucho tiempo como jefe de Estado. Lo conocía bien. La tarea era superior a sus fuerzas. Sin embargo, para su sorpresa, un advenedizo como Ocampo había sido nombrado jefe de gobierno y ocupado el lugar que creía merecer. Y al faltar Álvarez —dentro de horas, días o
semanas—, el michoacano se convertiría inevitablemente en jefe de Estado y jefe de gobierno. De este modo, al año de haberse convocado el Congreso Constituyente —plazo en el cual debía promulgarse la nueva Constitución— no habría dificultades para que el mismo Ocampo transitara de presidente interino o sustituto a presidente constitucional. Y él, en el mejor de los casos, no pasaría de ministro de la Guerra; cartera que, a su vez, se iría debilitando más y más; sobre todo, si se disolvía su principal instrumento político, el ejército tradicional, y en sustitución de él, las nuevas fuerzas armadas quedaban bajo el control de militares leales a la República y al nuevo jefe de Estado. Luego entonces, Comonfort necesitaba desplazar del poder a Ocampo, antes de que fuera demasiado tarde. En estas circunstancias, el jefe del gabinete corría dos riesgos: uno menor, que el presidente Álvarez le retirara su apoyo, y otro mayor, que el propio Comonfort se confabulara con los jefes del ejército —vencedores y vencidos— y se pronunciara contra su gobierno, aunque lo apoyara Álvarez. En el primer caso, el michoacano sería destituido; en el segundo, estallaría la guerra civil, a menos que renunciara. Ocampo suponía que el presidente Álvarez le retiraría su confianza, por lo que las cosas no llegarían tan lejos; pero en caso de que lo respaldara, ¿con qué elementos resistiría el golpe de fuerza de Comonfort, que controlaba a todas las fuerzas armadas del país? El michoacano desconocía concretamente y en detalle “la situación, las personas y las cosas”. Su larga ausencia del país le había impedido enterarse de ello. Su breve experiencia política —en las pocas semanas a partir de su regreso del exilio— le indicaba que no podría contar más que, hipotéticamente, con las tropas del propio presidente Álvarez, y eventualmente, con las de Santos Degollado y otros jefes michoacanos, así como con las de algunos jefes de la guardia nacional. Pero, ¿estaba dispuesto el presidente Álvarez a resistir las presiones armadas de Comonfort? No era probable. Y, en efecto, no las resistiría después, cuando éste las ejercería contra el propio presidente. Quizá por ello, desde el principio, el general Álvarez había advertido a Ocampo que lo nombraría ministro interino para el solo efecto de formar gabinete. Nada más. Luego entonces, formado éste y careciendo de respaldo político y militar suficiente para continuar en el cargo, al primer ministro no le quedaba más opción que la de renunciar. Lo había previsto desde el instante mismo de aceptar su comisión. Se lo había espetado al propio Comonfort: “Pues bien, seré ministro, aunque con gran riesgo
de tener que dejar de serlo dentro de poco”.263 Por eso, antes de que se cumpliera el plazo de quince días, dentro del cual debía convocarse al Congreso Extraordinario Constituyente conforme a lo estipulado por el plan de Ayutla,264 Ocampo se había dedicado de tiempo completo a redactar la Convocatoria respectiva, la cual presentó al presidente Álvarez el 16 de octubre para que la firmara, expidiera, publicara, circulara y diera cumplimiento al día siguiente.265 Suponiendo Comonfort que dicha Convocatoria no sería expedida sino hasta el 19 ó 20 de octubre, al final del término fijado por el plan de Ayutla para tal efecto, cuando llegó a Cuernavaca el 18 de ese mes, es probable que haya creído que participaría en su discusión para hacer valer sus ideas e intereses en esta materia; pero ya era tarde. Ocampo ya la había expedido. Había convocado a los ciudadanos a participar en la elección de los diputados constituyentes. Dentro de la categoría de ciudadanos había incluido a los conservadores; pero los miembros del ejército sólo podrían votar, no ser votados, y los clérigos, ni votar ni ser votados. Dos meses después, durante la campaña electoral, la línea política de Ocampo recibiría un gran apoyo. “Dar cabida al elemento reaccionario será, como se dice vulgarmente, entregar la iglesia a Lutero. No, el partido retrógrado no debe tener cuartel en las elecciones… No queremos decir con esto que se prive a los conservadores del derecho a votar. Ejérzanlo en buena hora: trabajen, como no dejarán de hacerlo, por sacar diputados y hombres de su comunión. Lo que nosotros deseamos es que sean vencidos en la lucha”.266 Comonfort, por su parte, era de la idea de que la jerarquía eclesiástica nombrara representantes no sólo al Consejo de Estado sino también al Congreso Constituyente. Pensaba que si la nación liberal debía quedar representada en el gabinete con puros y 263
Melchor Ocampo, op. cit., p. 219.
Plan de Ayutla reformado en Acapulco el 11 de marzo de 1854. “A los quince días de haber entrado a ejercer sus funciones el Presidente Interino, convocará un Congreso Extraordinario, conforme a las Bases de la Ley que fue expedida con igual objeto en diez de diciembre de 1841, el cual se ocupará exclusivamente de constituir a la nación bajo la forma de República representativa popular, y de revisar los actos del actual Gobierno, así como también los del Ejecutivo Provisional”, Artículo 5. 264
Convocatoria a la Nación para la elección de un Congreso Constituyente. “Dado en Cuernavaca a 16 de octubre de 1855. Juan Álvarez: al ministro de Relaciones Interiores y Exteriores C. Melchor Ocampo. Cuernavaca, octubre 17 de 1855. Ocampo”. 265
266
“Elección”, en El Siglo XIX, núm. 2553, México, 24 de diciembre de 1855.
moderados, la nación entera debía estarlo en toda su amplitud en el Consejo de Estado con civiles, militares y eclesiásticos, y que esta composición social debía proyectarse a la asamblea nacional constituyente, como había ocurrido siempre a lo largo de la historia, en todos los cuerpos parlamentarios de México.
El señor Comonfort —recuerda Ocampo— pretendía que en el Consejo (de Estado) hubiera dos eclesiásticos… ¡como garantía del clero! No lo discutimos. El momento no era oportuno. Pero cualquiera que tenga la razón fría convendrá en que el Consejo formado conforme al plan de Ayutla era de representantes de Departamentos [o Estados], considerados estos como entidades políticas, no [de representantes] de las clases (sociales). Por otra parte, parece que el señor Comonfort se olvidaba en ese proyecto de que era miembro del gobierno; porque un gobierno cualquiera debe ser la suma de las garantías y asegurarlas a todos sus súbditos, permanentes o transeúntes, naturales o extranjeros. Él es la garantía por excelencia, y quien piense en hallarla fuera de él, es un iluso o un necio. Ahora, si han de pedírsele garantías a la comunidad, en ese mismo hecho se reconoce que se tienen intereses contrarios a esa comunidad, y la petición de tales garantías es el acto de más insolente descaro, el más notorio que puede darse de lesa majestad nacional. Además, ¿de qué modo dos eclesiásticos pueden ser garantía del clero? ¿Impidiendo la acción del gobierno cuando a aquél le convenga? ¿Dos eclesiásticos bastarían para maniatarlo cuando no estuviese impotente? ¿De qué parte del clero habían de escogerse? ¿De la que entre él mismo —ya por sólida e ilustrada piedad, ya por bastardas miras— quiere las reformas, o de la parte que las resiste a todo trance y llama impiedad al sólo hablar de ellas? Para que fuesen siquiera el simulacro de tan quimérica garantía, no era el general en jefe del plan de Ayutla sino el clero el que debía nombrarlos, a fin de que mereciesen su confianza. ¿Y las otras clases, ya que de clases se habían de nombrar, y los otros intereses, ¿qué garantía tenían…? ¡En verdad que es fecunda en observaciones tal especie!267 Pero si antes no había habido un momento oportuno para que Ocampo hiciera tales observaciones sobre el tema, ahora Comonfort tampoco podría proponer sus ideas para modificar la Convocatoria. Ya era tarde. Había sido expedida el día anterior a su llegada. 267
Melchor Ocampo, op. cit., pp. 224-225.
Era un hecho consumado. Peor para él. ———o——— Puesto que Ocampo había despachado los asuntos más urgentes de las carteras a su cargo —salvo los relativos al nombramiento de gobernadores y embajadores—, Comonfort ya nada tenía qué hacer en Cuernavaca. Su estancia no le era de ninguna utilidad. Debía irse a México para mantener y fortalecer su gobierno paralelo, dotado de facultades extraordinarias en todos los ramos, respaldado por sus tropas y destinado eventualmente a reemplazar al del general Álvarez. Por eso había argumentado que la capital se hallaba supuestamente amenazada y necesitaba regresar a ella. Necesitaba seguir organizando a las fuerzas políticas que sustentaran su propio poder. A todas. A las de sus amigos y, sobre todo, a las de sus enemigos, con los que había estrechado o restablecido sus lazos de amistad —amenazados por el gobierno de la revolución— para defenderse conjuntamente contra éste. Desde México haría lo posible y lo imposible — “esfuerzos increíbles”— por desplazar a Ocampo del gobierno del presidente Álvarez. Sin embargo, no habiéndosele permitido el gabinete separarse de Cuernavaca, Comonfort había considerado conveniente provocar la crisis ministerial con cualquier pretexto, para que alguno de los dos, Ocampo o él, saliera del ministerio. Si él salía, no tendría ningún obstáculo para irse a México, no sin antes dejar a un amigo en el ministerio de Guerra, mientras él mismo se ponía al frente de su gobierno paralelo de facto. Y si salía Ocampo, se llevaría el gobierno de Álvarez a la capital y desde aquí lo haría reventar…, como lo hizo. Ocampo, por su parte, cumplida su obra en lo fundamental —y para el efecto de dejarla en pie—, estaba dispuesto y preparado para salir del gabinete, sin transacción alguna. El día 19 de octubre había obligado a Comonfort a obedecer al cuerpo de ministros y a revelarle sus más secretas intenciones políticas, que consistían en transar con los intereses creados, particularmente con la jerarquía eclesiástica y la cúpula militar vencida, a fin de fortalecerse políticamente. Pues bien, que Comonfort siguiera con su plan. Él no aceptaría ningún choque que degenerara en guerra civil ni se esforzaría en
moderar al moderado. Cumplida su labor, se retiraría. Su actividad más importante al frente del gabinete ya estaba realizada. Ya había expedido la Convocatoria al Congreso
Extraordinario Constituyente. El poder es lo único que limita al poder. Sería este cuerpo
parlamentario, no él, quien se encargara de vigilar, revisar y controlar los actos del gobierno emanado del plan de Ayutla. El 20 de octubre, pues, cumplida la tarea, Ocampo presentó a los ministros el borrador de su renuncia, antes de entregar el texto definitivo al presidente Álvarez. Al enterarse de su contenido, Juárez y Prieto se apenaron, pero Comonfort respiró tranquilo. El texto original decía: “He sabido entre otras cosas que la presente revolución sigue el camino de las transacciones”.268 Así lo había admitido Comonfort la noche anterior. Había dicho claramente que era estrictamente necesario que el gobierno de la revolución transara con los intereses de las dos jerarquías, la eclesiástica y la militar. Ese punto separaba irremisiblemente a los dos ministros. Ocampo le había replicado: “Ahora sí nos entendemos; encuentro en lo que acaba usted de asegurar una razón más para que me separe, yo, que puedo considerarme aquí como intruso”. Fue entonces cuando agregó que “había creído que se trataba de una revolución radical, a la Quinet”, queriendo decir que había creído que se trataba de una revolución que no transigiría con los intereses dominantes y se orientaría por el laicismo. Comonfort le replicaría: “Esas doctrinas son las que han perdido a Europa”. Ocampo, “en vez de manifestar su asombro por oír de su boca semejantes palabras y contestar que ni Europa está perdida ni son idénticas las doctrinas de Quinet y las de Cabet, Proudhon, Louis Blanc, etc.” se contentó con repetir: “Pues yo no soy propio para transacciones”.269 Comonfort reconoció que el día anterior, en efecto, había hablado de “transacciones”, pero explicó que había querido decir que se guardaran “ciertas consideraciones a las personas” y suplicó a Ocampo que no usara la palabra transacciones en su renuncia.
—¿Quiere usted que ponga: la revolución sigue el camino de ciertas consideraciones a las personas? —preguntó Ocampo. —No, tampoco —atajó Comonfort. —¿El camino que en términos generales sigue la revolución? —preguntó Ocampo. —No, no —se apresuró a decir Comonfort. —¿Le parece a usted bien, entonces —preguntó Ocampo impaciente—, que funde mi 268
Melchor Ocampo, Mis quince días de ministro, Pomoca, noviembre 18 de 1855, doc. 151, p. 225.
269
Ibid, p. 226.
renuncia en que repentinamente he perdido la chaveta y en que, sin sentirlo, me he vuelto mentecato, puesto que, callando mis verdaderas razones para hacerla, no encontré ni inventé ninguna razón plausible? No. Tampoco. Convinieron en que usara la palabra “camino”, sin especificación alguna, y Ocampo así lo hizo, aunque de todos modos encontró el calificativo adecuado: “He sabido, entre otras cosas, el verdadero camino que sigue la presente revolución”.270 Habiendo llegado a este acuerdo, ocurrió un incidente penoso, bastante penoso… 5. INFORMALIDAD Y CORTESÍA Benito Juárez y Guillermo Prieto alegaron que la separación de Melchor Ocampo como jefe de gabinete implicaba su propia separación. Tenían razón. Ocampo trató de disuadirlos, pero no pudo. Así que mientras él se retiró a redactar el texto definitivo de su renuncia, aquéllos fueron a ver al presidente Juan Álvarez y le informaron que ya habían presentado la suya por escrito al ministro de Relaciones Melchor Ocampo. Juárez, por ejemplo, hizo constar:
Los medios de acción que la mayoría del gabinete juzga indispensables para que el gobierno satisfaga las actuales exigencias de la nación, son diferentes de los que ha propuesto el excelentísimo señor ministro de la Guerra.271 Sin embargo, el presidente dijo a los ministros que si también ellos dejaban el gobierno, le sería imposible gobernar, y les rogó que se quedaran, al menos por un tiempo. ¿Qué hacer? Juárez, en Apuntes para mis hijos, escribe:
El señor Prieto y yo manifestamos también nuestra determinación de separarnos; pero a instancias del señor Presidente y por la consideración de que en aquellos momentos era muy difícil la formación de un nuevo gabinete, nos resolvimos continuar. Ocampo, por su parte, en Mis quince días de ministro, señala:
En una larga sesión arreglaron el nuevo ministerio, compuesto, según se me dijo en la tarde, de los señores Comonfort, Juárez, Prieto, Cardoso, Arriaga y Degollado.
270 271
Ibid, p. 227.
Benito Juárez al excelentísimo ministro de Relaciones, Cuernavaca, octubre 21 de 1855, en Jorge L. Tamayo, op. cit.
Juárez y Prieto no debieron haber renunciado, como se los pidió Ocampo, pero fue correcto que lo hicieran, como también lo fue que le presentaran su renuncia —ya que él los había propuesto— y que se lo informaran al presidente Álvarez, e incluso fue correcto que reconsideraran su actitud y decidieran conservar provisionalmente sus carteras, mientras eran reemplazados. De haberse separado de su cargo, habrían puesto al gobierno en un aprieto. Además, era preferible que ellos ocuparan momentáneamente los espacios políticos que correspondían a los progresistas para asegurar, hasta el límite de lo posible, el avance de los principios de la revolución; en otras palabras, que conservaran sus cargos por unos días, a que se los dejaran a los moderados, quienes no eran más que conservadores más
despiertos. Lo censurable fue la forma en que lo hicieron. Ninguno de los mencionados por Ocampo, es decir, ni Cardoso ni Degollado aceptaron formar parte del gabinete, y Arriaga, ignorante de lo que había ocurrido, sólo lo hizo al final, por unos días. Un partidario de Comonfort informaba al gobernador de Guanajuato:
Lo único que hay de notable es que ni Yáñez ni Cardoso aceptaron la cartera de Relaciones, que está aún vacante, a pesar de que se dice que Lafragua fue nombrado y aceptó. Parece que Comonfort tiene empeño positivo en rodearse de algunos moderados para neutralizar la influencia casi dominante del partido puro.272 Pero Lafragua no había sido nombrado. Joaquín Cardoso, brillante abogado poblano de origen judío, representante al Consejo de Estado por el Distrito Federal, quien sería diputado constituyente por Tamaulipas, prefirió la dirección de la Biblioteca Nacional de México o ser ministro de la Suprema Corte de Justicia —cargos que ocuparía después—, que suplir a Ocampo en el ministerio de Relaciones Exteriores. Por consiguiente, Comonfort pidió al presidente Álvarez que nombrara en este cargo a su paisano Manuel Ma. Arrioja, aunque éste sirvió más como ministro de policía —para espiar a sus colegas— que como ministro del exterior, así que ni siquiera arregló el archivo, como lo esperaba Mata.273 272 273
Rafael Martínez de la Torre a Manuel Doblado, México, octubre 24 de 1855. Jorge L. Tamayo, op. cit.
Arrioja desempeñó su cargo del 31 de octubre al 11 de diciembre de 1855. Mata comentaría a Ocampo: “Compadezco a nuestro Arrioja por haber aceptado el nombramiento de ministro de Relaciones. ¿No es usted de mi opinión? Pero debemos estar seguros de que arreglará el archivo”. OC, 1986, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Jalapa, noviembre 4 de 1855, doc. 148, p. 209.
Ponciano Arriaga, todavía en San Luis Potosí, fue invitado a hacerse cargo del ministerio de Gobernación, del que quedó encargado supletoriamente Francisco de Paula Cendejas, y no llegaría a Cuernavaca sino hasta el 29 de noviembre, habiéndolo ejercido sólo una semana, más o menos.274 Y Santos Degollado prefirió seguir en el gobierno de Jalisco —nombrado por Ocampo— en lugar de ocupar el ministerio de Fomento. Quizá compartía la tesis de Ocampo de que este ministerio era superfluo, porque así como la felicidad no puede ser fomentada por un burócrata, de la misma manera la industria, el comercio o la colonización tampoco lo pueden ser por un ministerio. Estas actividades, en opinión del michoacano, pueden ser fomentadas con éxito únicamente a través de complejas y coordinadas medidas políticas del gobierno en general (a pesar de lo cual llegaría a ser por necesidades políticas, durante unos días, ministro de Fomento del presidente Juárez). El caso es que si Juárez y Prieto no hubieran aceptado la rogatoria del presidente Álvarez para permanecer provisionalmente en sus ministerios, mientras eran sustituidos por otros, se habría producido una crisis política de consecuencias imprevisibles. Su decisión fue correcta, pero no la forma en que lo hicieron. Al diferir los efectos de su renuncia, continuaron atendiendo y despachando sus asuntos, lo que produjo la impresión de que habían sido ratificados en sus cargos, a pesar de que Ocampo ya no era primer ministro, y que ellos habían aceptado dicha ratificación. Lo más grave de este asunto es que no dieron a conocer inmediata, directa y personalmente a su jefe, su decisión de mantenerse en sus cargos unos días más. Lo cortés no quita lo valiente. A pesar de que el michoacano seguía en lo posible el consejo de Horacio sobre no admirarse de nada, no dejó de sorprenderse “por tan festinado procedimiento”, mediante el cual su separación del gabinete había quedado prácticamente convertida en destitución. Cuando otros amigos suyos le dijeron que ya había nuevo gobierno, “sentí
274
Arriaga explicó a Doblado: “Muchos amigos de esta ciudad han hecho empeños a fin de que me encargase del gobierno del Estado; pero ha sido imposible acceder a sus deseos porque… no me es posible… dejar de obsequiar los deseos del Excmo. señor Presidente de la República, que me llama con instancia al ministerio de Gobernación”. Ponciano Arriaga a Manuel Doblado, San Luis Potosí, noviembre 10 de 1855. Arriaga declararía más de dos meses después, el 21 de febrero de 1856, ante el Congreso Constituyente “que el 8 de diciembre era ministro”. Francisco Zarco, op. cit., p. 16. Si se toma en cuenta que Comonfort tomó posesión de la presidencia de la República cuatro días después, el 12 de diciembre, y que inmediatamente nombró a José Ma. Lafragua como ministro de Gobernación, Arriaga habrá estado en posesión de su cargo sólo unos cuantos días.
particularmente —dice Ocampo— que no fuesen mis compañeros los que me lo notificasen”. Guillermo Prieto lo haría, pero a destiempo. En tales condiciones, Ocampo pensó dejar todo en el estado en que se encontraba e irse a México, sin presentar su renuncia —casi terminada—, “puesto que ya tenía sucesores”. Pero temió que su actuación se interpretara como un “berrinche pueril”, que estaba lejos de sentir. Además, si otros pasaban por alto las formalidades, él no podía, ni quería, ni debía hacer lo mismo. Así que decidió no dar por bueno el nuevo ministerio, mientras no formalizara su renuncia. Teóricamente, mientras no fuera destituido oficialmente, ni él presentara su dimisión y le fuera formalmente admitida, seguía siendo primer ministro y jefe legítimo del gabinete, es decir, seguía estando al frente del gobierno que se había dado a conocer a la nación y al mundo. Consciente de su momentánea fuerza, siguió trabajando en sus asuntos. Al concluir lo relativo a nombramientos de gobernadores y embajadores así como lo de las supresiones y reformas de algunas legaciones en el exterior, organizó todos sus expedientes en un solo paquete y pidió audiencia al presidente Álvarez para que autorizara lo procedente. Amonestar frontal y públicamente a sus amigos habría sido una grave imprudencia de su parte, porque los hubiera dejado convertidos en presa fácil de los lobos conservadores y moderados. No lo hizo, pero encontró la ocasión de criticarlos indirectamente, conforme al principio “te lo digo Juan, para que lo entiendas Pedro”. Si en política el fondo es forma, también la forma es fondo. Aunque no habló mal de sus colegas, hizo referencia a quienes pasan por alto las formas en materia política. En su escrito recuerda que siendo miembro del Consejo de Estado —a pesar de que nunca le importó pertenecer a él—, en lugar de irse de Cuernavaca sin mayor trámite —como pudo haberlo hecho después de dejar el gabinete—, le presentó formalmente su renuncia y le pidió que, en caso de no aceptarla, le concediera por lo menos una licencia para retirarse.
Yo no encuentro palabras bastante enérgicas —dice Ocampo— con qué censurar la costumbre por la que en la República nos creemos autorizados a faltar a todas las consideraciones, aún las de simple urbanidad, a toda corporación a que llegamos a pertenecer. Muy atentos aún con nuestros sirvientes domésticos, muchos de nosotros se creerían degradados si lo fuesen con sus iguales, luego que éstos forman cuerpo, y debían por lo mismo ser más considerados. Es un fenómeno que no puedo
comprender, aunque lo he observado mil veces.275 Así, pues, sin decírselo a sus apreciados pares y amigos, les dejó entender que debieron ser “más considerados”. Por cierto, aunque el Consejo de Estado no aceptó su renuncia: le concedió licencia por dos meses. Y sus amigos, aunque con cierto retraso, le ofrecerían sus excusas por su irregular omisión. En todo caso,
el domingo (20 de octubre de 1855) hice de todos mis nombramientos (de gobernadores y embajadores) y (de las) supresiones y reformas de algunas legaciones, un solo acuerdo, y en compañía del señor Comonfort, a quien había yo rogado fuese conmigo a ver al señor presidente, di cuenta de todo lo hecho; leí en seguida el acuerdo que lo resumía —procurando que el señor Comonfort siguiese con la vista cada renglón de mi lectura— y leí en voz alta mi renuncia, que dejé en manos del señor presidente. Deseando que el acuerdo se examinase, mas sin estar yo allí, lo dejé al mismo señor, pidiéndole que lo firmara —si lo aprobaba definitivamente— y al señor Comonfort que tuviese la bondad de recogerlo firmado y me lo entregase. Me despedí formalmente del señor Álvarez con cierta solemnidad que hasta me pareció que lo conmovía, lo mismo que al señor Comonfort. Creo inútil entrar en más pormenores. Con su renuncia al gabinete, Ocampo dio fin a su participación en los negocios públicos. Expresó al presidente Álvarez:
Cuando, nombrado confidencialmente por su excelencia ministro de Relaciones e invitado para formar el gabinete, hice presente la ignorancia inculpable en que me hallaba sobre la situación de los hombres y las cosas, vuestra excelencia se dignó insistir en sus órdenes hasta el punto y en términos de que hubiera sido necesario no ser hombre para rehusar por más tiempo el servirle. Pasados, pues, tres días, acepté el nombramiento oficial. La grande y vital necesidad que yo veía en aquellos momentos era que el gobierno prontamente apareciese organizado. Ahora comienzo a comprender la situación, y por las últimas y muy dilatadas conferencias que he tenido con el señor ministro de la Guerra, he sabido, entre otras cosas, el verdadero camino que sigue la presente
275
Melchor Ocampo, op. cit., p. 228.
revolución. Yo lo suponía ya, pero no puedo dudarlo, cuando el mismo señor ministro me lo ha explicado. Entonces, y muy detenida y fríamente, hemos discutido nuestros medios de acción, y yo he reconocido que son inconciliables, aunque el fin que nos proponemos sea el mismo. Suponiendo ambos sistemas de medios igualmente acertados, como sin duda son igualmente patrióticos, hay de la parte del señor ministro de la Guerra los antecedentes de poseer toda la tradición y el espíritu del Plan de Ayutla, no menos que acabar de sellar con largos y muy meritorios sacrificios su decisión por la causa de la libertad. Como en la administración los medios son el todo —una vez que se ha conocido y fijado el fin—, he creído mi deber, llegado como he al terreno de las imposiciones, separarme del ministerio de Relaciones, reconociendo que no es ésta mi ocasión de obrar, porque yo no entraré en ese camino y porque la naturaleza misma de lo adelantado que se está, impide ya separarse de él. Así, pues, espero que su excelencia, haciéndome la justicia de creer que he tomado una resolución invariable, y que la apoyo en mi convicción y mi conciencia, se dignará, como rendidamente se lo suplico, aceptar mi renuncia de la cartera que me ha confiado. Conviene que su excelencia sepa, y aprovecho la ocasión de repetirlo, que en mí tiene un amigo apasionado, y que no por llenar las fórmulas de la urbanidad, ni por desahogar mi corazón, le pido acepte, con mi gratitud por sus bondades, mi más estrecha adhesión y mis respetos. Dios y libertad, Cuernavaca, octubre 20 de 1855. M. Ocampo.276 ———o——— Presentada su renuncia al gabinete y conseguida la licencia para separarse del
Consejo de Estado, Ocampo arregló su maleta y dejó Cuernavaca. Días después recibió en la ciudad de México la visita de los ministros Benito Juárez y Guillermo Prieto —cuya 276
OC, Ministerio de Relaciones Interiores y Exteriores, Melchor Ocampo al excelentísimo señor Presidente de la República, Cuernavaca, octubre 20 de 1855, doc. 143, pp. 204-204.
renuncia todavía no se les había admitido— y se excusaron ante él (por el poco tacto que habían tenido), excusa que, por supuesto, les fue aceptada. Al proseguir su viaje a Michoacán —con su hija Josefina— y no habiendo encontrado a sus dos amigos para despedirse, les dejó una carta alusiva.277 Pero antes pasó a despedirse del ministro Comonfort. Y como había sabido que éste andaba diciendo a algunos amigos comunes que “no podía ir conmigo —señala Ocampo— porque yo trataba de ir a brincos”, aprovechó la oportunidad para reclamarle personalmente que
no habiendo habido ocasión de que yo le expusiese mi sistema de medios, no lo consideraba con derecho para calificarlos ni en bien ni en mal.278 Catorce meses después, el 6 de enero de 1857, a un mes de ser promulgada la
Constitución Política, Ocampo anotaría: Los que tuvimos la necesidad de estudiar al actual Presidente [Comonfort], personaje que antes conocíamos muy superficialmente, pudimos ver su falta absoluta de carácter.279 Por lo pronto, Comonfort desmintió a los amigos de Ocampo “y todo lo explicó por el empeño que tienen algunos por destruirnos”. Pero Ocampo no le creyó —y así se lo hizo saber— porque no podía sospechar tal empeño
en las personas de cuya boca lo supe y que con esta publicación sabrán a quién echar la culpa de este mentís.280 Así terminó todo. Al salir Ocampo del gabinete, los demás, Prieto, Juárez y el propio Álvarez saldrían también uno a uno. La caída de los puros sería entusiastamente saludada por moderados y conservadores.
Hemos dicho que son poderosas y respetables las clases amenazadas y ofendidas por A Guillermo Prieto le trasmitió su pena por haberlo dejado “en una situación muy comprometida”, es decir, por haberlo instado, primero, a que participara en el ministerio; luego, a que permaneciera en él, no obstante los riesgos de ser obligado por Comonfort a salir, y, por ende, por haberlo dejado sin su apoyo en el gabinete; pero lo alentó a seguir su carrera política en el ramo de Hacienda. Ibid, Melchor Ocampo a Guillermo Prieto, desde “tu casa en México”, octubre 28 de 1855, doc. 147, pp. 207-208. 277
278
Melchor Ocampo, op. cit., p. 213.
279
Melchor Ocampo, Fragmentos, Pomoca, enero 6 de 1957, doc. 235, p. 318.
280
Melchor Ocampo, op. cit., p. 213.
el gobierno revolucionario. Lo es el ejército, porque ha dado días de gloria a la patria, porque cuenta con jefes ilustres, porque tiene las armas en la mano. Lo es el clero, porque ha hecho al país grandes beneficios, porque es una institución divina, porque domina las conciencias.281 En todo caso, al llegar a Pomoca, abrazar a su familia y empezar a cuidar lo suyo, Ocampo consideró que por fin había puesto fin a su destierro. ———o——— Y allí se habría quedado, dispuesto a enfrentar nuevos problemas; unos, derivados de la administración de su finca, en plena quiebra, y otros, de las relaciones sentimentales de su hija Josefina, cuya mano pronto le sería pedida; pero tres semanas después de su renuncia y a una semana escasa de haber llegado a Pomoca, leyó en el periódico una noticia que lo sorprendió:
Nos han asegurado que el señor Comonfort manifestó abierta y francamente que si el gobierno no emprendía las reformas que reclama la situación del país y no seguía una marcha en consonancia con las primitivas tendencias de la revolución, estaba decidido a presentar su renuncia formal e irrevocable a su cargo.282 ¿Qué significaba lo anterior? ¿Que el presidente de la República Juan Álvarez o los miembros de su gabinete, Benito Juárez y Guillermo Prieto se estaban oponiendo a las
primitivas tendencias de la revolución? Si fuere así —señala Ocampo—, han variado mucho las intenciones que les conocí y con que los dejé. Cuando Ocampo estuvo al frente del gabinete, el opuesto a las primitivas tendencias
de la revolución había sido Comonfort. Mata siempre sospechó que estas tendencias de la revolución habían sido amenazadas, no desde que Comonfort había hecho su reciente declaración, sino mucho antes, desde que éste presionara a Ocampo para que saliera del gabinete, según oportunamente se lo hizo saber:
He visto con sorpresa y disgusto en los periódicos venidos ayer de México que usted 281
La Sociedad, núm. 22, México, 22 de diciembre de 1855.
“Crisis”, El Siglo XIX, núm. 2,510, México, 11 de noviembre de 1855, citado por Melchor Ocampo, op. cit., p. 229. 282
se ha separado del ministerio de Relaciones, y como no se hacen explicaciones de ninguna clase sobre este incidente, estoy en la confusión que produce la duda, y con el temor de que en el gabinete dominen ideas que vengan a nulificar completamente las tendencias de la revolución.283 ¿Ahora estaba ocurriendo lo contrario? ¿Era concebible que las cosas se invirtieran en el breve periodo de tres semanas? ¿Cómo explicar que el moderado se hubiera convertido ahora en un defensor de las primitivas tendencias de la revolución? ¿Acaso el presidente Álvarez y sus ministros Juárez y Prieto se habían vuelto repentinamente moderados, y él,
radical? ¿A pesar de que Juárez había tenido que atemperar algunos aspectos de la Ley sobre Administración de Justicia para no encontrar resistencias moderadas? ¿Contra quién en realidad iban dirigidas las palabras del ministro de la Guerra? ¿Contra su amigo Arrioja, ministro moderado, como él, y nombrado a propuesta de él? ¿O contra los ministros Juárez y Prieto, que eran puros, cuyas renuncias habían presentado y estaban pendientes de ser aceptadas? ¿Amenazó con renunciar, como cuando Ocampo estuvo en el gabinete, para que el presidente Álvarez ya hiciera efectiva la dimisión de los puros?
284
¿O más bien quería
obligar al presidente a presentar su propia renuncia? Un colaborador de confianza de Comonfort explicaba al gobernador Doblado la forma en que el ministro de la Guerra estaba presionando al presidente para evitar su toma de decisiones:
La camarilla que asiste al señor Álvarez sacó varias órdenes, entre ellas, la de compra de cañones por valor de 250,000 pesos. El señor Comonfort se disgustó de la ocurrencia y se dirigió a Tlalpan a presentar su renuncia. He sabido que no se le admite…285 ———o——— Tomando en cuenta lo desconcertante de la situación, Ocampo dio forma a su análisis político titulado Mis quince días de ministro. Y el 14 de noviembre, tres días después de 283
OC, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Jalapa, octubre 28/1855, p. 206.
284
“Para mí, no creo que Comonfort esté muy satisfecho con sus compañeros, que de buena gana, substituiría con amigos íntimos”. Rafael Martínez de la Torre a Manuel Doblado, México, noviembre 14 de 1855. Jorge L. Tamayo, op. cit. 285
cit.
Lorenzo M. Ceballos a Manuel Doblado, Palacio Nacional, noviembre 20 de 1855. Jorge L. Tamayo, op.
haberse enterado de la noticia sobre la amenaza de renuncia de Comonfort, lo envió a la prensa.
La publicidad —advierte— es la mejor de las garantías de los gobiernos. Si cada hombre público diese cuenta de sus actos, la opinión no se extraviaría tan fácilmente sobre los hombres y sobre las cosas. Siguiendo estas dos reflexiones, que a mi mente se ofrecen como axiomas, he creído que es un deber mío publicar los motivos de mi conducta pública desde que fui nombrado representante por Michoacán [al Consejo de Estado] hasta que me separé de los ministerios de Relaciones y Gobernación. No diré todo lo que observé y pasó, parte por consideraciones a algunas personas, parte por extraño a mi principal intento, parte porque lo juzgo perjudicial hoy a la causa misma de la revolución, cuyo objeto y feliz desenlace deseo; pero seguro de que nada de lo que calle perjudicará a la debida exactitud y claridad de lo que escriba.286 El 1 de diciembre José Ma. Mata informó a Ocampo desde Jalapa que había empezado a leer Mis quince días de ministro; que deseaba vivamente ver el resto, y que “el señor Juárez me escribe que el ministro de la Guerra está muy disgustado, y yo lo creo”.287 Pues sí, “muy disgustado”, quizá; pero Comonfort jamás se atrevió a desmentir una sola palabra de Ocampo. Al contrario: confirmaría su veracidad no sólo al seguir maniobrando política y militarmente para desplazar a los puros del poder, como lo hizo dos semanas después, sino también al admitirlo por escrito en sus breves memorias. En efecto, decidido el ministro de la Guerra a establecer una dictadura radical, de
facto, bajo la hegemonía de los moderados, si en octubre había logrado adueñarse de los ministerios de Gobernación y Relaciones Exteriores, al mes siguiente se apropiaría no sólo de los de Hacienda y de Justicia sino también de la misma presidencia de la República. Contaría para ello con la ambición de Manuel Doblado, gobernador de Guanajuato, conocido primero como puro y después como moderado, a quien induciría a levantarse en armas contra su propio gobierno, con apoyo del clero, para exigir la salida del presidente Álvarez. ———o———
286
Melchor Ocampo, op. cit., pp. 213-214.
287
OC, José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Jalapa, diciembre 1º /1855, doc. 153, p. 232.
De la misma forma en que el 20 de octubre de 1855, Comonfort había hecho renunciar a Ocampo, el 16 de noviembre siguiente haría salir del gabinete a Guillermo Prieto. En una enrarecida y envenenada atmósfera de traición, deslealtad y complot contra el presidente Álvarez, uno de los colaboradores de confianza del ministro de la Guerra informaba a Doblado:
El desacuerdo en el gabinete es cada vez mayor… Ayer renunció Prieto, resuelto… a no volver al ministerio, admítanle o no la renuncia… Juárez está también por marcharse y esperará ocho a diez días.288 En efecto, el 6 de diciembre, Juárez insistió que se aceptara su renuncia.289 Ya nada tenía que hacer en el gabinete. Hacía dos semanas, el 23 de noviembre, para ser exactos, había presentado al presidente Álvarez, la Ley sobre Administración de Justicia y Orgánica
de los Tribunales de la Nación, del Distrito y Territorios, que fue expedida y publicada al día siguiente. Cinco son las particularidades más importantes de esta ley: en primer lugar, la Suprema Corte de Justicia de la Nación queda integrada por nueve ministros numerarios, cinco supernumerarios y dos fiscales, y podrán ser juzgados conforme al artículo 139 de la Constitución Federal de 1824; a pesar de que esta Constitución no tenía vigencia, el gobierno interino se la reconoció para estos efectos; en segundo, se establece un Tribunal Superior para el Distrito, integrado por cinco magistrados titulares, dos suplentes y dos fiscales, que funcionará al mismo tiempo como tribunal de circuito; en tercero, se restablecen los tribunales de circuito y los juzgados de distrito, que integraban un sistema judicial de tipo federal y que, por ello mismo, habían sido abolidos por el régimen centralista; en cuarto, permanecen los juzgados de lo civil y de lo criminal, pero se suprimen en toda la República los tribunales eclesiásticos, militares, de comercio y de minería, dejándose subsistentes los dos primeros para los asuntos de su exclusiva competencia, pero debiendo transferir los asuntos civiles a los tribunales ordinarios,
288 289
Rafael Martínez de la Torre a Manuel Doblado, México, noviembre 17 de 1855. Jorge L. Tamayo, op. cit. Benito Juárez al ministro de Relaciones, diciembre 6 de 1855. Jorge L. Tamayo, op. cit.
quienes conocerán igualmente de los negocios de comercio y minería, sujetándose a las ordenanzas y leyes peculiares de cada ramo, y en quinto, se autoriza al gobierno a nombrar los magistrados, fiscales, jueces y empleados del ramo judicial, incluyendo al presidente y vicepresidente de la Suprema Corte de Justicia.290 Cinco meses después, el 21 y 22 de abril de 1856, la ley fue sujeta a revisión por el Congreso Extraordinario Constituyente. El diputado Marcelino Castañeda hizo notar que la Constitución Federal de 1824, a la cual consideró vigente, porque el pueblo no la había derogado, era un ordenamiento que respetaba los fueros eclesiástico y militar, y que la Ley Juárez los suprimía en el orden civil.291 El diputado Fuente recordó que a pesar de que durante los reinados de Carlos IV y Fernando VII se dio una enorme extensión a los fueros, particularmente al de guerra, las testamentarías militares quedaron bajo la jurisdicción civil; pero que Santa Anna, “yendo más lejos que aquellos monarcas, sujetó estas testamentarías a los tribunales militares, extendió el fuero de guerra a las causas de ladrones, quitó al ciudadano la garantía de ser juzgado por jueces propios y estableció también para el delito de conspiración consejos de guerra”.292 El diputado Aguado expresó que la ley aún no había conquistado el principio de igualdad sino sólo el medio de llegar a él, y que la prueba de que los fueros del clero no son de origen divino es que el gobierno de México los da en unas materias y los quita en otras.293 Y el diputado Moreno asentó que la Constitución de 24 ya no existía, ni se podía resucitar, y que los fueros era lo contrario de la igualdad.294 Considerándose suficientemente discutida, la Ley Juárez se aprobó por 82 votos contra 1.295
290
Ley sobre Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, del Distrito y Territorios, artículos 2, 4, 13, 23, 29, 30, 33, 42, 45, 48, y 3º y 4º Transitorios. 291
Francisco Zarco, op. cit., p. 72.
292
Idem, p. 79.
293
Idem, p. 80.
294
Idem, p. 83.
295
“Quedó, pues, aprobada, casi por unanimidad en la representación nacional, la supresión de los fueros, reforma sobre la que se esperaba con ansiedad su resolución, y queda desde ahora fijada una de las bases de la futura Constitución. No más fueros. No más privilegios. Nomás exenciones. Igualdad para todos los ciudadanos. Soberanía perfecta del poder temporal. Justicia para todos. El país debe felicitarse de este resultado, y la asamblea ha dado un gran paso que avivará las esperanzas que inspira a los amigos de la verdadera democracia”. Idem, p. 84.
Mientras tanto, después de la salida de Guillermo Prieto del ministerio de Hacienda, tocó el turno al presidente Álvarez. Si éste no dejaba la presidencia, Comonfort le informó que el gobernador de Guanajuato Manuel Doblado desencadenaría una revolución contra su gobierno, apoyado en San Luis Potosí por Haro y Tamariz., omitiendo agregar que ésta había sido y era alentada por el mismo Comonfort. Al mismo tiempo, le propuso que no permitiera que el Consejo de Estado nombrara a su sustituto. Habiendo sido dotado de amplias facultades, debía ejercerlas él mismo para nombrar a su sucesor. En sus manos estaba la solución del problema. Por una parte, debía renunciar, y por otra, nombrar presidente sustituto antes de la renuncia, para evitar trastornos que pusieran en riesgo la seguridad del Estado. Comonfort habló con sus partidarios y
quedó resuelto —según informe que dirigió uno de los íntimos de Comonfort a Manuel Doblado— que ayer mismo (Comonfort) hablaría con el Presidente… con objeto de
persuadirlo sobre la necesidad de retirarse del puesto, consiguiéndose así el grande objeto, sin ser preciso recurrir al medio a que usted estaba determinado. El medio determinado por Doblado, apoyado por Comonfort, era el chantaje y la amenaza, bajo la forma de un supuesto o real levantamiento armado.296 En un principio, Álvarez se resistió a la presión de Comonfort, pero éste ya tenía todo preparado para desalojarlo del poder. Lo instó a que convocara a los principales colaboradores de su administración, salvo a sus ministros, para que despejara sus dudas respecto a su continuación o no al frente del gobierno. El presidente Álvarez accedió, citó a conferencia ese mismo día a sus principales funcionarios y les consultó si debía permanecer o no en el poder, y en caso de permanecer, si debía mantener a su actual gabinete o cambiarlo. Unos opinaron que removiera a todo su gabinete, y otros, por el bien de México y de él mismo, que dejara la presidencia, antes de ver envuelto al país en una nueva guerra civil. Sin embargo, si seguía esta opción, unos temieron que el Consejo de Estado nombrara presidente interino a Melchor Ocampo, su exministro de Relaciones, o a Diego Álvarez, su hijo. Por tal razón, le propusieron, como Comonfort, que antes de que dejara la presidencia, él mismo nombrara sucesor. Todo lo anterior fue informado a Doblado, diciéndole que se había sugerido al Presidente que derogara previamente 296
Antonio Acevedo a Manuel Doblado, México, 8 de diciembre de 1855. Jorge L. Tamayo, op. cit.
el decreto que concedía esa facultad al Consejo, y me pareció inclinado aquel pobre viejo a tomar este camino, que es el único que puede salvarnos de la revolución, si Comonfort es el nombrado.297 Cuando el presidente Álvarez constató que la mayoría apoyaba esta última solución, llegó a la conclusión de que una de dos: o reasumía el mando, defendía su presidencia y hacía frente a la guerra civil, o renunciaba a su cargo, lo entregaba a los moderados y conservaba la paz. Optó por la paz, pero no presentó su renuncia. Ante sus dudas, Manuel Siliceo recomendó al gobernador Doblado, por instrucciones de Comonfort, que siguiera adelante con su movimiento sedicioso, con la seguridad de que su jefe lo apoyaría, advirtiéndole que el movimiento concluiría exitosamente, sin ninguna duda, a condición de que actuara de inmediato.
Si aquél (Álvarez) hace una nueva tarugada y se deja doblegar, a pesar de sus protestas y ofrecimientos, (Comonfort te pide que) en el acto te pongas en situación amenazadora y hostil, porque sólo así podremos concluir con la situación. Comonfort está enteramente decidido para ese caso y, según el cálculo que hemos hecho varias ocasiones, de las probabilidades que existen en pro y en contra de la revolución, creo que el triunfo será fácil y seguro, supuesto que no se retarde el movimiento.298 Al día siguiente, por fin, el presidente Álvarez aceptó arrebatar al Consejo de Estado su facultad de nombrar presidente interino; pero sin renunciar al cargo, sino decidiendo separarse de él sólo “temporalmente”. Al mismo tiempo, nombró a Comonfort presidente sustituto. Luego entonces, ya no era oportuno ni conveniente que el gobernador de Guanajuato se sublevara. Al contrario: era necesario que garantizara el sosiego público. Esa noche Comonfort escribió a Doblado:
El excelentísimo señor Presidente, por el mal estado de su salud, ha resuelto retirarse del gobierno y nombrarme Presidente sustituto; actualmente se ocupa su excelencia en dar un decreto sobre este nombramiento. En estas circunstancias, nada es más
297
Manuel Silíceo a Manuel Doblado, México, diciembre (¿7?) de 1855. Primera carta a su “muy querido Manolo”. Jorge L. Tamayo, op. cit. 298
Manuel Silíceo a Manuel Doblado, México, diciembre 8 de 1855. Segunda carta a su “muy querido Manuel”. Jorge L. Tamayo, op. cit.
importante que la tranquilidad y el orden se conserven inalterables en todas partes.299 El decreto sucesorio del presidente Álvarez, de fecha 8 de diciembre de 1855, despoja al Consejo de Estado (llamado aquí Consejo de Gobierno) de la atribución para designar a su sustituto:
Art. 1º. Se deroga el decreto dado el 7 de octubre del presente año, por el que se facultó al Consejo de Gobierno para nombrar Presidente substituto de la República en cualquiera caso en que faltare el Presidente interino. Art. 2º. En uso de las facultades que me concede el Plan de Ayutla, nombro Presidente substituto de la República, por mi separación temporal del gobierno, al ciudadano general Ignacio Comonfort.300 Al día siguiente, 9 de diciembre, Comonfort, en calidad de presidente sustituto, todavía sin tomar posesión de su cargo, aceptó, a través de su secretario, la renuncia de Benito Juárez al ministerio de Justicia, Instrucción Pública y Negocios Eclesiásticos, a cambio de lo cual le ofreció el gobierno interino de Oaxaca. Por lo pronto, su secretario le envió el siguiente comunicado:
El Presidente me ordena decir a vuestra excelencia, como tengo la honra de hacerlo, que en atención a las razones expuestas en dicho oficio y, más que todo, por estar definitivamente resuelto a separarse del gobierno, admite, aunque con profundo sentimiento, la renuncia de vuestra excelencia.301 El 10 de diciembre se dio a conocer al público el decreto sucesorio suscrito por el presidente Álvarez.302 Y el 12 de diciembre, día de la guadalupana, Comonfort tomó posesión de la presidencia en medio de una fuerte conmoción política, porque el Consejo de Estado, que se consideraba investido de la atribución de designar presidente de la República, conforme al Plan de Ayutla —como antes lo había hecho con el propio Juan Álvarez—, no aceptó la 299
Ignacio Comonfort a Manuel Doblado, México, diciembre 8 de 1855. Jorge L. Tamayo, op. cit.
300
Bando del Gobernador del Distrito Federal Juan José Baz, dando a conocer a los habitantes el Decreto del presidente interino Juan Álvarez. México, diciembre 8 de 1855. Jorge L. Tamayo, op. cit. 301 302
Lucas de Palacio y Magorola a Benito Juárez, México, diciembre 9 de 1855. Jorge L. Tamayo, op. cit.
Bando del Gobernador del Distrito Federal Juan José Baz, dando a conocer a los habitantes el Decreto del presidente interino Juan Álvarez. México, diciembre 8 de 1855. Jorge L. Tamayo, op. cit.
tesis según la cual, al otorgarse a Álvarez amplias facultades para gobernar, una de ellas había sido la de designar al que habría de sustituirlo. Al día siguiente, el sustituto dio a conocer su gabinete.303 El fermento político creado por la designación del sustituto no se calmó sino hasta más de dos meses después, en que el Congreso Extraordinario Constituyente planteó la situación y se pronunció a favor del decreto sucesorio. El 21 de febrero de 1856, en efecto, cuarenta y nueve diputados propusieron que se aprobara el decreto del general Álvarez por el que se separa temporalmente del gobierno y nombra presidente sustituto a Ignacio Comonfort. “El número
de firmantes aseguraba el éxito —dice Zarco— pues
excedía la mayoría de la Cámara”, a pesar de lo cual, Ponciano Arriaga, presidente del Congreso, calificó la iniciativa de “imprudente, injusta, frívola, superficial y hasta deshonrosa para el Congreso”. Al final, la propuesta fue aprobada por 72 setenta y dos votos contra 7 siete.304 ———o——— Por lo pronto, la prensa conservadora aprovechó la oportunidad para advertir al presidente sustituto:
El gobierno (de los puros) ha concitado contra sí dos fuerzas incontrastables, la física y la moral, la de la fuerza armada y la de la opinión religiosa; dos fuerzas que acabarán por derribar (al presente gobierno moderado), como la revolución derribó a Santa Anna, si el señor Comonfort no las convierte a favor suyo, rectificando pronto.305 De esta suerte, la revolución de Ayutla de 1854-1855, “ebria de destrucción”, al decir de un periodista conservador, rectificó pronto y quedó domesticada por los intereses creados, gracias a Comonfort; es decir, quedó convertida en una revolución más, como cualquiera de las muchas que la habían precedido; en una revolución política despojada de su contenido social, que cambió las cosas para que todo siguiera igual. La más notable de 303
El gabinete fue compuesto por los siguientes ministros: Relaciones Exteriores, Luis de la Rosa; Justicia, Ezequiel Montes; Gobernación, José M. Lafragua; Fomento, Manuel Siliceo; Guerra, Gral. José María Yánez, y Hacienda, Manuel Payno. 304
Al día siguiente, Melchor Ocampo fue reconocido como diputado y nombrado miembro de la Comisión de Constitución. Francisco Zarco, op. cit., pp. 15-19. 305
La Sociedad, núm. 22, México, 22 de diciembre de 1855.
revoluciones —ejemplar por decirlo así— había sido la de Iguala de 1820-1821, por haber logrado la independencia política de la nación, sin que el Estado se constituyera en forma republicana, ni se comprometiera a hacer respetar las libertades democráticas, ni la libertad y la igualdad, ni se obligara a garantizar el goce y el ejercicio de los derechos del hombre y del ciudadano. De este modo, la revolución de Ayutla sería igual a la de Iguala. En lugar de acabar —o al menos limitar— los privilegios establecidos, transigiría con ellos, renovándolos y actualizándolos. Y lejos de subordinar los intereses de los grupos dominantes a los más altos intereses de la nación, dejaría sometida ésta, como siempre, al poder económico, político y social de aquellos intereses, bajo la máscara del progreso
moderado. Por eso Comonfort diría que la principal misión de su gobierno sería “reformar lo antiguo para conservarlo”. Lo antiguo eran los intereses del ejército y del clero, de los terratenientes y de la alta burocracia; lo antiguo era la intolerancia religiosa y los fueros y privilegios. La meta de los moderados, por consiguiente, sería tocar dichos intereses y actualizarlos, pero no reducirlos a su justa expresión ni someterlos a los intereses de la nación; modificarlos para fortalecerlos y perpetuarlos, pero no para convertir a México en una nación moderna. En conclusión, la revolución de Ayutla había servido y serviría en lo futuro para que el poder político pasara, no de los conservadores a los liberales, como lo había supuesto Ocampo, sino de los conservadores a los moderados, es decir, de una facción ingenua de
conservadores a otra más astuta, ya que los moderados, a pesar de decirse liberales, no eran en realidad —en tesis de Ocampo— sino conservadores más despiertos. Desplazados los puros de sus posiciones en el gabinete, era de suponerse que las luchas políticas volverían a librarse entre los mismos grupos —liberales y conservadores—, que siempre se habían disputado el poder durante los treinta y tres años anteriores, de 1822 a la fecha, sin radicalismos que alarmaran a la gente decente. Sin embargo, ahora todo era distinto. Entre el pasado y el presente había una importante diferencia. Ocampo la había pulsado de inmediato. Es cierto que los
moderados se habían apropiado del liberalismo como corriente política, y al ganar el poder, se habían adueñado de la historia. Todo parecía indicar que seguirían reteniendo el poder por largo tiempo. Las reformas concertadas por ellos con las fuerzas conservadoras
les permitiría mantener su predominio. Pero todo era una ilusión. Ahora el pueblo — organizado política y militarmente— había tomado parte en la contienda, estaba presente en el escenario de la historia y no permitiría que se le hiciera a un lado. Había empuñado las armas, regado su sangre y sabido por qué y para qué. La situación, pues, no era tan sencilla como los moderados lo esperaban. Estos tenían bajo su control un importante bastión: el poder ejecutivo dictatorial, el ejército profesional y, por extensión, las facultades legislativas provisionales. Y era posible que llegaran a obtener la mayoría de los escaños en la asamblea nacional constituyente, recién convocada por Ocampo, como la obtuvieron. No obstante lo expuesto, la lucha estaba lejos de terminar. Esta vez, la nación estaba llamada a constituirse políticamente, porque todo mundo sabía que si no lo hacía, se desintegraría. El Congreso Constituyente, pues, daría forma jurídica a la nación. Pero, al mismo tiempo, crearía las bases para la reforma social y ésta no podría ser detenida por nada ni por nadie. Tendría que ser así, porque los puros, a pesar de haber sido desplazados del Ejecutivo y aunque fueran minoría en la asamblea nacional, habían recibido y seguirían obteniendo el apoyo activo, organizado y decidido del pueblo, y serían respaldados por la opinión pública. Su fuerza, pues, despreciada hasta entonces, no era nada despreciable. Además, el diagnóstico de los puros era certero y preciso. Ponciano Arriaga ya se lo había transmitido a Manuel Doblado en noviembre de 1855, antes de tomar posesión del ministerio de Gobernación:
El pueblo sigue, como siempre, ignorante y miserable; en todas las industrias gozan los extranjeros de ventajas y privilegios nocivos a los mexicanos; la propiedad territorial está monopolizada por pocos y grandes señores que han establecido en sus fincas una especie de sistema feudal; las contribuciones pesan sobre los objetos de primera necesidad y sobre todos los productos del país; no hay vías de comunicación; no están desarrollados los elementos de vida social de la República y los mexicanos vemos quitarse y ponerse gobiernos sin que en lo positivo mejoren nuestras esperanzas. Es verdad que a pesar de todas estas causas y de otras muchas que usted conoce perfectamente, nuestro país guarda una situación muy diferente a la que tenía en el tiempo del régimen colonial; pero si esto se verifica porque la ley del
progreso es invariable, aunque muchas veces lenta, no por eso dejo de abrigar muy vivos deseos de que los hombres de la época y situación presentes se ocupen en meditar sobre las causas radicales del malestar que nos aflige, a fin de que la revolución que acaba de consumarse sea fecunda en resultados y deje señalada en nuestra historia una página que honre a los mexicanos liberales de rectas intenciones, y que no, por serlo, desconocen que las mejoras del país deben fundarse sobre elementos indestructibles.306 Por lo pronto, pues, a pesar de que Comonfort ejerciera la dictadura, nada ni nadie podría detener el proceso electoral que Ocampo había convocado el 17 de octubre de ese mismo año, conforme al cual debía instalarse el Congreso Extraordinario Constituyente, órgano nacional y democrático destinado a revisar los actos del gobierno de facto de Santa Anna así como los del propio gobierno sustituto de Comonfort, y a elaborar la
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Esta carta constitutiva tendría que establecer un poder político republicano, democrático y representativo, destinado a salvaguardar la soberanía nacional y la integridad territorial de la República; reconocer sus particularidades político-territoriales en el marco de un sistema federativo; declarar las libertades democráticas, los derechos del hombre y del ciudadano, y la igualdad de todos ante la ley, en un marco de seguridad y de justicia, a fin de dejar sentadas las bases para organizar a la sociedad en función de estos valores fundamentales. Y aunque los puros estuvieran en minoría, antes de dejar el ministerio, Benito Juárez había logrado hacer pasar la ley en materia de justicia, por el que se habían suprimido los tribunales especiales y los fueros de las corporaciones eclesiásticas y militares en materia civil, dejándose subsistentes sólo en asuntos de su competencia. Sobre esta base, el Constituyente se vería obligado a abordar la teoría de la igualdad de todos ante la ley, y a partir de dicha teoría, desarrollar los debates parlamentarios hasta sus últimas consecuencias. Además, a través de esta ley, el titular del Ejecutivo estaba facultado para nombrar a los ministros de la Suprema Corte de Justicia, en lugar de los que había dejado la dictadura. ———o——— 306
Ponciano Arriaga a Manuel Doblado, San Luis Potosí, noviembre 10 de 1855, Jorge L. Tamayo, op. cit.
En suma, si la temblorosa, indecisa y moderada mano del presidente sustituto había logrado en el corto plazo apoderarse férreamente del timón del Estado, apoyado por las corporaciones privilegiadas así como por los moderados y los conservadores, dos puros, Melchor Ocampo y Benito Juárez, por su parte, antes de renunciar al cuerpo de ministros, habían dejado sembrado el germen político, democrático y social de la revolución, en el Congreso Extraordinario Constituyente, destinado a producir valiosos frutos históricos a mediano y largo plazo. El futuro previsto por Ocampo no tardaría en presentarse. El clero político se negaría a reconocer la Constitución Política de 1857. Poco después, Comonfort sería presidente constitucional, pero en enero de 1858 daría golpe de Estado contra la Ley Fundamental que protestó cumplir y hacer cumplir, y el ejército instigado por él se pronunciaría en bloque contra el régimen constitucional. En cambio, los puros, esta vez coordinados por el presidente Benito Juárez, apoyados por el pueblo —organizado política y militarmente—, resistirían exitosamente la acometida conjunta de las fuerzas conservadoras, de las corporaciones eclesiásticas, del ejército en bloque, de los terratenientes oligárquicos y de la alta burocracia. Los moderados desaparecerían como tales: unos se sumarían a los puros y otros a los
conservadores. Esta vez, por consiguiente, se produciría una enconada guerra civil entre estas dos fuerzas durante tres años, la llamada Guerra de Reforma, durante los cuales los
puros se convertirían en liberales por antonomasia y elevarían los principales puntos de su programa histórico y político a la categoría de normas jurídicas fundamentales, las Leyes
de Reforma, bajo el liderazgo de Ocampo, jefe del gabinete del presidente Benito Juárez. De poco valdría a Comonfort haber desplazado a Ocampo del poder ejecutivo de la República. El vasto espíritu del michoacano —reformador liberal, republicano, federalista, demócrata y socialista— llegaría a campear en la Representación Nacional Constituyente y se materializaría en la Constitución Política de 1857 así como en los actos legislativos llevados a cabo entre las trincheras de la Guerra de Reforma, los más importantes de los cuales serían la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la separación de la iglesia y el Estado, y la libertad de cultos. Esta sería la forma en que, durante la etapa preconstitucional del general Juan Álvarez, presidente interino de la República, la nación avanzaría firmemente sobre las
bases puestas por el efímero ministerio de Ocampo, que no duró más que quince días.
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EL AUTOR
José Herrera Peña es Licenciado en Derecho por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; Doctor en Ciencias Históricas por la Universidad de La Habana; Profesor e Investigador del Centro de Investigaciones Jurídicas de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UMSNH, y autor de varias obras, entre ellas,
Michoacán, Historia de las instituciones Jurídicas; Una nación, un pueblo, un hombre, Miguel Hidalgo y Costilla; Soberanía, representación nacional e independencia en 1808, La biblioteca de un reformador; Maestro y Discípulo, y otras.