EDUCACIÓN, CIUDADANÍA Y DERECHOS: UNA TAREA ENTRE EL DERECHO, LA ÉTICA PÚBLICA Y LA POLÍTICA JOSÉ GARCÍA AÑÓN Universitat de València
1.
INTRODUCCIÓN
Hay algunas cosas a las que no se nos enseña y parece como si se sobreentendiese que las debiéramos saber desde que nacemos. Esta obviedad aflora también en el debate sobre el aprendizaje a ser ciudadano. Desde, al menos Aristóteles, la construcción de la categoría de ciudadano se define a partir de la característica de participación (activa) en la vida pública. Esto es, un proceso de formación en la utilización del poder político, en el ejercicio de la soberanía, como se dirá siglos después. En la actualidad el énfasis en este carácter activo se reivindica como uno de los elementos necesarios para lo cohesión social, además de la política. Lo que parece claro es que un elemento clave para la inclusión y participación en la vida pública es el fomento y el aprendizaje de de la autonomía. Y la autonomía, como uno de los requisitos mínimos que debe imperar en una sociedad democrática, implica el conocimiento y acceso a la información, la capacidad de discusión y la posibilidad de decisión en libertad. En palabras de Marcuse: “que el pueblo ha de estar en condiciones de deliberar y escoger sobre la base del conocimiento, que ha de tener acceso a información auténtica y que, sobre esta base, su valoración ha de ser el resultado de un pensamiento autónomo.” (Marcuse 1968). El aprendizaje a ser ciudadano es un proceso además de una categoría normativa. Es un largo proceso que debería incluir los aspec569
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tos relacionados no solo con la adquisición de conocimientos, sino también, y es aquí en donde se aprecia mejor el problema, cómo se trabaja en la formación de actitudes y la construcción de valores. En definitiva las referencias al saber, saber hacer y saber estar: “Las competencias y las destrezas se entienden como conocer y comprender (conocimiento teórico de un campo académico, la capacidad de conocer y comprender), saber cómo actuar (la aplicación práctica y operativa del conocimiento a ciertas situaciones), saber cómo ser (los valores como parte integrante de la forma de percibir a los otros y vivir en un contexto social). Las competencias representan una combinación de atributos (con respecto al conocimiento y sus aplicaciones, aptitudes, destrezas y responsabilidades) que describen el nivel o grado de suficiencia con que una persona es capaz de desempeñarlos.” (González y Wagenaar 2003: 80).
En este sentido, entiendo que la enseñanza de la ciudadanía implica no tan solo definir el contenido, los contenidos informativos, que es en el aspecto en el que se han centrado polémicas y debates recientes, sino que es importante establecer la metodología que va a desarrollar esas competencias que se pretenden dentro del saber hacer y saber estar. La estabilidad de las actuales comunidades políticas va a depender no solo de las estructuras que se establezcan sino también de las actitudes que tengan y adopten los ciudadanos. Este cambio metodológico resulta esencial y puede incluso ser más complejo que la decisión sobre los contenidos que pueden formar parte o no en el aprendizaje de lo cívico. Es por esto que el papel de la educación en el civismo es lento pero necesario, por la insuficiencia del Derecho para enfrentarse por sí solo a la ingente tarea de garantizar el respeto de los derechos humanos y de los principios del Estado de Derecho en los que se debe desenvolver el ciudadano en la actualidad1.
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“El Derecho es un medio de socialización o de seudoculturización fuerte, basado en el consenso y en la coercibilidad, a través de las sanciones y penas que puede imponer, pero su utilización exclusiva, sin otras medidas más en profundidad, es incapaz cuando falla el consenso y sólo queda el uso de la fuerza. El consenso sólo puede ser fruto del convencimiento, de la adhesión razonable a los valores principales del sistema, desde la idea de dignidad humana hasta las de libertad, igualdad y solidaridad y sus concreciones, como la tolerancia, el rechazo de la violencia y la defensa de la solución pacífica de los conflictos.” (PECES-BARBA, 2004).
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Por otra parte el debate sobre los contenidos del aprendizaje cívico remite a distinciones clásicas sobre las diferencias entre la ética pública y la ética privada o el problema del Estado y la laicidad. Sin embargo, baste apuntar que estas cuestiones no se refieren tanto a los contenidos laicistas o a la ideología laica de la educación sobre la ciudadanía, sino que más bien tienen que ver con aspectos como la ética o la política, en mayúsculas. En definitiva, implica la reflexión sobre valores y principios cívicos basados en los derechos humanos que tienen pretensión de universalidad y que no van en contra de ninguna ideología, creencia o religión, a excepción de aquellas que niegan o no defienden los derechos humanos. Por decirlo ya desde el principio: no creo que educar a ser buen ciudadano vaya contra ninguna Iglesia o creencia, sino al contrario, fomenta y ayuda a la garantía de la libertad de creencias y de conciencia2. Es más, no debe existir contraposición en los contenidos de una enseñanza que permite profundizar en el conocimiento de los valores y los principios del Estado de Derecho que coinciden, en gran parte, con los defendidos por parte de la Iglesia Católica, al menos a partir del espíritu del Concilio Vaticano II, y entre ellos se encuentra la defensa y el respeto de los derechos humanos. Este aprendizaje resulta necesario, por algunas de las razones que se desarrollarán a continuación, como la función de integración y de legitimidad, y no solo porque se haya recomendado por organismos internacionales o regionales, se haya introducido en planes de estudio de otros países sino también porque así también lo entienden los docentes, con independencia que enseñen en centros públicos o privados3. Educar en los valores y principios del Estado, como principios de carácter homogéneo, ha sido el modelo de educación propio de la edad moderna que giraba en torno a un Estado-nación que pretendía una cultura y unos principios políticos uniformes dentro de su territorio respirando aires monolíticos. Además de homogeneizar se favorecía la integración de la ciudadanía en los principios, cultura y política 2
“La defensa del individuo y de su autonomía moral constituye un desiderátum de civilización que debe ser el objetivo de la pedagogía de la libertad en el ámbito educativo y también en el social y político”. No sé si hay que recordar que la lucha, desde la Ilustración, por el constitucionalismo y los derechos humanos no ha sido un camino fácil que parece no haber terminado (PECES-BARBA, 2007). 3 Véase en este sentido el informe de la Fundación SM sobre Las emociones y los valores del profesorado (MARCHESI y DIAZ, 2007).
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al proporcionar valores compartidos. El desafío de las sociedades actuales, abiertas y multiculturales, en las que también resulta necesaria la integración de los ciudadanos exige un planteamiento distinto desde la perspectiva tanto de una nueva concepción de ciudadanía (vínculo, derechos y participación) como de las exigencias de la educación para esta forma de entender la ciudadanía. Al mismo tiempo, el fenómeno multicultural puede parecer que no favorece la integración y por tanto se observa como un ataque a los presupuestos del Estado de Derecho, cuando en realidad es una ocasión para (re)plantear la legitimidad del poder político. El pluralismo y, por tanto, también la diversidad, como valor cultural, social y político debe entenderse como uno de los ingredientes esenciales de la democracia. En la actualidad, nos enfrentamos a él en clave conflictiva, tratando de resolver los problemas que se plantean a nuestras sociedades por su evolución hacia la heterogeneidad, el multiculturalismo, la fragmentación social, el incremento de los fenómenos migratorios…. Sin embargo, debería hacerse una lectura distinta: no se trata tanto de encontrar los mecanismos jurídicos y políticos de resolución de un problema que nos viene; sino más bien que el problema lo tenemos nosotros: la clarificación de la concepción que tenemos de la estructura social, jurídica y política en las sociedades en las que vivimos. Por tanto de lo que trataría es de la reconsideración de la diversidad como una reflexión para la consolidación de la legitimidad política y jurídica en nuestras sociedades (De Lucas 1998: 280; 1999a: 40 y ss.; 1999b: 18-19). 2.
ALGUNAS LIMITACIONES DEL MODELO ACTUAL DE CIUDADANÍA
Aún así, no resulta sencillo el aprendizaje de la ciudadanía debido también a las limitaciones que presenta. En el modelo de ciudadanía desarrollado en torno al Estado-nación, la homogeneización de la cultura, el monopolio de la legislación y el territorio alrededor de él permitía la posibilidad de vincular el producto de esa identidad a un modelo de ciudadano. Identidad nacional se vincula a identidad cultural y a ciudadanía nacional. Aquí nos encontramos, al menos, con tres problemas. El primero, que el constructo del Estado-nación liberal ha “imaginado” para lograr su fuerza unos rasgos de uniformidad cultural que sirvieran de referente en comunidades políticas
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heterogéneas. Esta idealización cultural no ha servido para lograr una vinculación política más que a medio plazo, sino a corto, debido a que la pluralidad cultural existente ha permanecido a no ser que fuera aniquilada. Esto es, la vinculación política por medio de la vinculación a un imaginario de uniformidad cultural no se puede conseguir de forma indefinida en sociedades plurales más allá del sometimiento o la aniquilación. Este modelo liberal, se puede decir, que ha traicionado sus presupuestos imponiendo formas culturales uniformes en aras al mantenimiento de una estructura política que favoreciera el pluralismo. El segundo problema proviene de las formas de relación existentes en una sociedad política en las que el ciudadano puede adoptar formas activas o pasivas. La pertenencia a este modelo no exigía, no exige de hecho, un papel activo por parte del ciudadano: “Sin duda, la ciudadanía requiere algún tipo de identidad colectiva que de alguna forma ha de estar vinculado a un sentimiento de pertenencia, pues difícilmente puede pensarse en la contribución activa a un proyecto si uno no se siente miembro de los que tienen derecho a beneficiarse de los resultados del mismo.” (Terrén 2003). Por tanto, ¿de qué manera se puede construir un vínculo de pertenencia? Y quizás, lo más difícil, ¿cómo se puede construir un vínculo de pertenencia en sociedades políticas que no son homogéneas culturalmente y que tampoco deben serlo desde una perspectiva prescriptiva? El tercer problema surge de la imposibilidad del modelo para realizar una integración adecuada de la población inmigrante que favorece e incrementa la pluralidad étnica, cultural y religiosa. Al igual que el primer problema al que no se puede enfrentar el modelo, el tercero es un hecho que requiere también de gestión política y aprendizaje ciudadano. 3.
POR COMENZAR, DISTINGUIENDO ÉTICA PÚBLICA Y ÉTICA PRIVADA
Los problemas que implica enseñar a ser ciudadano, como hemos apuntado, no son principalmente de contenido. Creo que este es un señuelo que hay que dejar pasar para no atascarse en una discusión sin final posible entre escuelas, concepciones o visiones del mundo. Esto es, el argumento de que el contenido supone imponer una concepción vital que hipoteca la propia y, por tanto, no podemos
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tener una materia que adoctrine, tiene dos respuestas. La primera, que se podrían utilizar los mismos argumentos para asignaturas como Ética, Filosofía moral… En segundo lugar, el contenido que incluya las bases del Estado Social y Democrático de Derecho y el respeto a los derechos humanos, solo puede ser negado por aquellos ultramontanos, tanto en el sentido integrista como el regalista, que se sitúan de forma consciente o ignorante fuera del sistema y siguen vendiendo con otros ropajes la máxima “Cujus regio, ejus religio”. La distinción entre los conceptos de ética pública y privada y su relación puede ser útil para entender qué puede querer decir aprender a ser ciudadano. La ética pública es formal, procedimental, “trata de configurar una organización política y jurídica, donde uno pueda establecer libremente sus planes de vida o elegir entre aquellos proyectos de planes de vida institucionalizados, por un grupo social, por una Iglesia o por una escuela filosófica”. Y en esa contraposición conceptual, la ética privada sería material y de contenidos. En este sentido la “ética privada establece modelos de conducta o de comportamiento, estrategias de felicidad, o ideales sobre el bien y la virtud, lo que hemos llamado contenido de planes de vida que se ofrecen a los posibles destinatarios de los mismos”. Los contenidos de la ética pública son la idea de dignidad humana, los valores que se encuentran en ella y las normas que proceden de ellos. (Peces-Barba 1995: 75 y 77; 1996; 2002; 2003a y 2003b). Uno de los primeros equívocos se encuentra en la relación que existe entre ética pública y la privada. Sintéticamente podríamos distinguir tres modelos de relación entre la ética pública y la privada; 1) No hay ética pública ni privada; 2) Solo hay una en la medida en que solo existe una ética, una moral y, 3) Hay que distinguir entre ética pública y ética privada. En el primer modelo que niega la existencia tanto de la ética pública como la privada, se plantea la inexistencia de relación por la inexistencia de objeto. Esto puede ser por un planteamiento metodológico o ideológico, si es que puede mantenerse esta contradicción. En el segundo modelo, se defiende que no pueden ser distintas. Solo hay una en la medida en que solo existe una ética, una moral. Este planteamiento y sus diferentes versiones van en contra de una sociedad abierta que se sustenta en los valores del pluralismo y la aconfesionalidad del Estado. De alguna manera, sitúa a la ética privada por encima de la pública, se enfrenta al Estado de Derecho que
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tiene la obligación de garantizar la enseñanza del pluralismo en convivencia4. El tercer modelo plantearía realizar una distinción entre ética pública y ética privada, y a su vez implicaría diversas formas de relación que tratarían de responder a la pregunta qué forma parte de los contenidos permitidos en la esfera pública. O dicho de otra manera ¿qué principios o valores de la ética privada no son permitidos en el ámbito de la ética pública? En definitiva esto llevaría a la pregunta sobre cuáles son los límites de intervención del Estado en las acciones y comportamientos de los individuos, y si esto pudiera suponer que aquello que resulte contrario a la ética publica, puede ser sancionado por el Derecho. El modelo de ciudadano que refleja se sustenta en el principio de autonomía y libertad que necesita de la estructura del Estado Social y democrático de Derecho (imperio de la ley, separación de poderes, participación política de los ciudadanos y reconocimiento y garantía de los derechos humanos) para poder desarrollarse. Normalmente las críticas que se hacen desde el segundo modelo al tercero, deberían referirse al primero; pero no a este que, al contrario, dota de contenido tanto a la ética pública como a la privada. No sé si es estéril el debate que distingue los conceptos relacionados con la palabra laico y los bautiza tratando de hacer “suyos” los contenidos que pudieran ser de interés sólo para quien lo defiende, tal y como ha mostrado Lacasta recientemente (Lacasta 2007). En el caso español, el Derecho ampara el pluralismo religioso, la aconfesionalidad, la neutralidad y no se persigue a ninguna religión, salvo que vulnere la ley. ¿Se puede denominar “Estado laico”, “Estado laicista” o “defensor de la laicidad”? Creo que no habría que hacer demasiadas distinciones que pueden confundir. Dar un sentido peyorativo al término “laicismo” uniéndolo a anticlerical o antirreligioso no creo que sea adecuado, además de poco inteligente, aunque quien sigue esta estrategia piense lo contrario.
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“….corresponde a la antropología, a la idea del hombre, a la que uno se siente vinculado, esta única ética se ha de poner de manifiesto en la vida personal, familiar, social, profesional y política del individuo. De forma que no hay virtudes privadas y virtudes públicas…” Por ejemplo, TERMES (1995). Creo que los argumentos que se utilizan no se refieren a la distinción ética pública-privada. No es lo mismo referirse al comportamiento ético (personal) en el ámbito público y en el ámbito privado y la distinción entre moral personal y ética pública (de la sociedad o el Estado).
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Ahora bien si esto es así, el caso español podríamos entender que es el paradigma de un estado aconfesional en el que el pluralismo ideológico y religioso convive con la promoción por parte del Estado de las religiones y la neutralidad excluye el repudio de la religión en lo público. Este es la garantía de la libertad religiosa. En cambio, este no es el modelo francés en el que lo laico como ideología implica que el respeto al pluralismo religioso supone también la exclusión de lo religioso del ámbito estatal. El Estado debe ser neutral y no impregnarse de ningún elemento de religiosidad. La neutralidad es compatible con el pluralismo moral, no tan solo en el plano descriptivo sino también en el prescriptivo. En este sentido el reconocimiento, como un hecho, de la existencia de diversidad de culturas (lo que llamamos multiculturalismo) o creencias, no implica una valoración positiva de esta situación. De hecho, las respuestas jurídicas y políticas al pluralismo moral o cultural han pasado desde la asimilación por parte de la cultura dominante, a la tolerancia, llegando a una situación de reconocimiento igual y autónomo de las diferentes culturas (lo que se ha llamado interculturalidad). En este último sentido el pluralismo es beneficioso y debe promoverse. Hay dos posiciones que se sitúan fuera de este esquema. Por una parte, la que podríamos denominar multiculturalismo fuerte. Estos entenderían que las culturas diversas defienden valores distintos e inconmensurables, y por lo tanto no hay posibilidad de entendimiento ni convivencia. Por otra parte, el multiculturalismo débil, que entiende que los valores que se expresan culturalmente no son importantes como para ser garantizados en público e incluso pueden plantear conflictos con valores esenciales del sistema. En ese caso, es mejor dejarlos en el ámbito privado. Precisado esto, no sé si es necesario reafirmar lo obvio: separar las iglesias del Estado no quiere decir que el Estado vaya contra las religiones. Pero también lo contrario, ninguna religión debe tener la tentación de situarse por encima de las demás, ni por tanto, junto al Estado, lo que peligrosamente crea, de hecho, un Estado confesional. 4.
METODOLOGÍAS Y MODELOS DE CIUDADANÍA
Podemos entender la ciudadanía desde una perspectiva estática y desde una perspectiva dinámica. En el primer caso, como un modelo normativo establecido por el sistema jurídico o ir más allá y entender
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la ciudadanía como un proceso dinámico que se construye de forma permanente en la medida en que así lo hacen los ciudadanos. El modelo de ciudadanía que he denominado normativa, que tiene sus ventajas, es fruto de la perspectiva constitucionalista en la que nos encontramos, y en algunas ocasiones, el ciudadano observa pávido y con perplejidad esta norma como fin y no como marco, medio u oportunidad. Por tanto, el ser ciudadano supone no solo el reconocimiento de unos derechos sino otros elementos como la idea vinculación y participación política. Esta perspectiva se puede ver desarrollada en la noción de ciudadanía inclusiva (De Lucas, 1998a, 1998b, 1999a, 1999b, 2003; Añón, 1998, 2000, 2001). El estatuto de ciudadano implica el reconocimiento de ciertos derechos y deberes; la pertenencia a una comunidad; y la oportunidad de contribuir a la vida pública de esa comunidad a través de la participación (Lukes, 1991). “En la idea de ciudadanía hoy se condensa tanto el papel o protagonismo del sujeto en una sociedad como el elenco de derechos, sin embargo la idea de ciudadanía como pertenencia, la idea de ser miembro no significa sin más que dé lugar a la provisión de bienestar, aunque en cierto modo sea un presupuesto básico, del mismo modo que no significa sin más participación y, por tanto, tampoco presupone un sistema democrático” (Añón, 2000: 152) Sin embargo, parece que en este momento los tres requisitos tienen un contenido discutible. La pertenencia a una comunidad no debería ser un criterio determinante para el reconocimiento de los derechos fundamentales, el reconocimiento de estos derechos debería extenderse y no restringirse a los de una determinada clase, y por último, la oportunidad de participación debe entenderse como un fin cuya posibilidad sea real. La profundización de la democracia exige, entre otros requisitos, la consideración de ciudadano, o sea la equiparación en derechos, de manera que todos podamos participar activamente en la vida política (Dahl 1999: 99). De esta forma cabría señalar que la idea de ciudadanía implica también un equilibrio entre derechos y responsabilidades, y entre las responsabilidades que se deben atribuir se encontrarían los derechos de participación, no tan solo reconocidos sino también ejercidos en todas sus formas posibles (Kymlicka 1997: 13-15). La cuestión es que el requisito de acceso a la ciudadanía entendido tan solo como equiparación normativa resulta insuficiente, a no ser que se tengan en cuenta dos limitaciones. La primera, que el requisito de equiparación no debe referirse tan solo a la igualdad for-
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mal, sino que también se deben tomar en consideración las diferencias para alcanzar la equiparación normativa. En segundo lugar, se deben tener en cuenta también las diferencias reales o sociales, de forma que aunque exista una equiparación normativa, se faciliten mecanismos de garantía para conseguir una equiparación real, que implicará, por tanto, no tan solo un reconocimiento del estatuto de la ciudadanía desde una perspectiva formal, sino también efectiva (Peces-Barba 2000: 175-177). Normalmente las discusiones sobre la educación en ciudadanía se centran en el aspecto normativo y estático tomando poco en consideración el protagonismo de los actores y las estrategias dirigidas a su aprendizaje activo. Si la finalidad de la idea de ciudadanía es la construcción de una comunidad en la que los protagonistas son los ciudadanos, parece necesario que su formación debe ir dirigida a tener esta función activa. Normalmente los curricula establecidos normativamente tienden a querer mostrar el modelo de ciudadano “estático”, en vez de proporcionar los instrumentos necesarios para que se pueda desarrollar la ciudadanía (Bendek 2002). En la enseñanza y aprendizaje de los derechos humanos como uno de los elementos de la ciudadanía, se demuestra más que en otras que el aprendizaje no debe ser sólo de contenidos (¿cuáles son? ¿Cómo han sido? ¿Cómo se justifican? ...) sino también de actitudes (saber estar) y habilidades (las capacidades para ponerlos en práctica). En este sentido, los métodos docentes deben dirigirse a fomentar metodologías activas que pongan en práctica el principio del “aprender haciéndolo”. Esto no solo debe suponer la transmisión de valores y principios que supongan una adhesión al sistema del Estado Social y Democrático de Derecho, además deben favorecer la ciudadanía activa y participativa de sus miembros. Los derechos implican responsabilidad y esto supone participación.
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