¿Guerra Justa? I JOSÉ HERRERA PEÑA* 19 febrero 2002. «Reconocemos que toda guerra es terrible. Consideramos que toda guerra no es, en el fondo, más que la expresión de un fracaso diplomático. Sabemos también que la frontera entre el bien y el mal no es la frontera entre dos naciones y menos aún entre dos religiones sino una línea de demarcación trazada en el corazón de cada ser humano. Al final de cuentas, aquellos de nosotros (judíos, cristianos, musulmanes y otros) que somos gentes de fe, sabemos muy bien que nuestro deber, inscrito en las santas escrituras respectivas de cada creyente, nos ordena ser misericordiosos y hacer todo lo que esté en nuestro poder para impedir la guerra y vivir en paz. «Sin embargo, la razón y una reflexión moral atenta nos enseñan que, frente al mal, la mejor respuesta consiste en ponerle fin. Puede ocurrir que la guerra sea no sólo moralmente permitida sino también moralmente
necesaria
para
responder
a
las
ignominiosas
demostraciones de violencia, odio e injusticia. Hoy, ese es el caso.» Tales palabras han sido suscritas por sesenta intelectuales norteamericanos en una carta dirigida a los musulmanes, fechada en febrero 2002, que es al mismo tiempo una réplica a la filosofía de Osama Bin Laden y una justificación de la política bélica de EEUU. Los suscriptores
son
profesores
de
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universidades,
directores
de
sociedades filantrópicas o pastores de credos. Entre los primeros, por cierto, se encuentran Francis Fukuyama, profesor de Economía Política Internacional de la Escuela Johns Hopkins de Estudios Avanzados Internacionales, y Samuel Huntington, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Harvard, de cuyas obras, “El fin de la Historia” y “El choque de las civilizaciones”, respectivamente, hice recientemente un brevísimo comentario en este espacio (Cambio de Michoacán, 12 febrero 2002) Los sesenta intelectuales norteamericanos, pues, reconocen que el mal no es algo objetivo que separe a las naciones o a los credos religiosos unos de otros, sino algo subjetivo que yace en el fondo de cada individuo; pero aclaran que “frente al mal…, lo mejor es ponerle fin”. Tal conclusión no difiere en nada de la moral de las películas de vaqueros (dicho sea con todo respeto) ni de las enseñanzas fundamentalistas del presidente Bush (hijo). Esto significa que si el bien está representado por los norteamericanos y el mal por sus enemigos, sean los que fueren, es éticamente válido que los primeros eliminen a los segundos (como antes lo hicieron con los apaches del lejano Oeste o con los mexicanos de El Álamo, por ejemplo; ahora con los afganos, y dentro de poco tiempo con iraníes, iraquíes o coreanos del Norte, entre otros). La guerra, pues, aunque debe impedirse porque es intrínsicamente mala, se vuelve buena y hasta justa cuando responde “a la violencia, al odio y a la injusticia…” del enemigo. Al sostener lo anterior, los intelectuales norteamericanos no reparan en que sus enemigos (en este caso los combatientes musulmanes) tienen el legítimo derecho de pensar exactamente como ellos, pero
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desde un ángulo diametralmente opuesto; es decir, que la guerra es buena y justa contra EEUU, cuando ésta responde “a la violencia, al odio y a la injusticia” del gobierno norteamericano. Y si acaso reparan en ello, confían en que sus destinatarios no lo adviertan. Los intelectuales prosiguen: «La idea de la guerra justa se arraiga en hondas tradiciones laicas y religiosas del mundo. Las enseñanzas judías, cristianas y musulmanas, por ejemplo, contienen reflexiones sobre la guerra justa. Algunas, por supuesto, en nombre del realismo, estiman que la guerra es esencialmente un conflicto de intereses y rehúsan la pertinencia de todo análisis moral. No es nuestra opinión.» Para los intelectuales norteamericanos, pues, hay que desechar la tesis del barón Karl Von Klausewitz, de que la guerra es la prolongación de la política por otros medios; es decir, de que la guerra es sólo un conflicto de intereses. La guerra, según ellos, es un asunto no sólo material sino también moral, una lucha del bien contra el mal. Por lo tanto, hacen una clasificación de las cuatro concepciones básicas que podría haber sobre la guerra en general. «La primera puede ser llamada realista: es la creencia según la cual la guerra es fundamentalmente una cuestión de poder, de interés, de necesidad, de sobrevivencia, y que descarta por consiguiente el análisis moral abstracto. «La segunda puede ser llamada guerra santa: es la creencia según la cual Dios autoriza la coerción y la muerte de los incrédulos o una ideología laica particular autoriza la coerción y la muerte de los infieles.
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«La tercera puede ser llamada pacifismo: es la creencia según la cual toda guerra es intrínsicamente inmoral. «Y la cuarta es la típicamente llamada guerra justa: es la creencia según la cual la razón moral universal, llamada igualmente ley moral natural, puede y debe aplicarse a la guerra.» «Los signatarios de esta carta nos oponemos ampliamente a la primera escuela de pensamiento. Rechazamos la segunda sin equívoco, sea cual fuere la forma que tome, es decir, sea que emane de nuestra sociedad y se proponga defenderla, o sea que emane del campo que quiere nuestra pérdida. Algunos signatarios de esta carta están seducidos por la tercera escuela de pensamiento (particularmente la idea según la cual la no-violencia no significa necesariamente capitulación, pasividad o rechazo a defender la justicia, sino al contrario) aunque en lo general nos demarcamos respetuosamente de esta línea, no sin temor y estremecimiento. Nuestro grupo en su conjunto está más bien inclinado a situarse al lado de la cuarta escuela de pensamiento.» La guerra, pues, según los intelectuales norteamericanos, no sólo es una cuestión de poder, ni tampoco sólo una cuestión de santidad; en otras palabras, no es un asunto sólo político ni sólo religioso: es también un asunto moral. Algunos piensan que la guerra es inmoral. La mayoría prefiere apartarse de esta idea, no sin “temor y estremecimiento”, y todos, sin excepción, coinciden en que si la “razón moral universal” o la “ley moral natural” se aplica a la guerra, entonces ésta es una guerra justa.
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Al citar la primera justificación moral de la guerra, que es la protección del inocente contra el mal, los intelectuales evocan a Agustín de Hipona. «La Ciudad de Dios, que es una contribución universal a la reflexión sobre la guerra justa, sostiene (haciendo eco a Sócrates) que para el cristiano vale más soportar el mal que cometerlo. Pero la renuncia a la autodefensa, que es un compromiso personal, ¿puede ser moralmente impuesto a otro? Para San Agustín y para la mayor parte de otros tratadistas de la guerra justa, la respuesta es negativa.» Luego entonces, aunque algunos seres humanos prefieran soportar el mal, antes que cometerlo, no pueden moralmente imponer su decisión a otros que prefieren cometer el mal, antes que soportarlo. Además, «si la amenaza contra los inocentes es real y cierta, sobre todo si el agresor está motivado por una hostilidad implacable (si su fin no es llevarlo a negociar o incluso someterlo sino destruirlo) entonces el uso proporcionado de la fuerza está justificado.» En otras palabras, sea cual fuere la decisión de unos u otros, es decir, soportar el mal o cometerlo, si el propósito del agresor contra el inocente es exterminarlo, es lícita laguerra justa. Pero a ninguno de los intelectuales signatarios se le ocurrió la idea de aclarar que, si bien es cierto que la guerra no es estrictamente un asunto político, y menos un asunto religioso, tampoco es sólo un asunto moral, ya que desde hace mucho tiempo es un asunto fundamentalmente
jurídico.
Luego
entonces,
la
formalización,
justificación e incluso legitimación de la guerra no depende, como ellos lo dicen, del Derecho Natural (que es el que se basa en la “razón moral universal” o en la “ley moral natural”) sino del Derecho Positivo, y
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específicamente, del Derecho Internacional. Esta omisión es injustificable, sea o no accidental. Las normas jurídicas aprobadas por los representantes de todos los pueblos del mundo, que compendian y sintetizan las dolorosas y sangrientas experiencias de la humanidad en esta materia, no deben ser olvidadas. Y menos por ellos…
* Profesor de Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UMSNH.
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¿Guerra Justa? II JOSÉ HERRERA PEÑA* 20 febrero 2002. «Algunos estiman que el argumento del último recurso en la teoría de la guerra justa (que en substancia es la idea según la cual toda alternativa razonable y plausible debe ser explorada antes de recurrir a la fuerza) supone que el recurso a las armas debe ser aprobado por una instancia internacional reconocida,
como
lo
es
la
ONU.
Esta
proposición
es
problemática.» Los intelectuales prosiguen: «Para empezar, se trata históricamente de una novedad. La aprobación internacional no ha sido considerada jamás por los teóricos de la guerra justacomo una justa exigencia. Enseguida, nada prueba que una instancia internacional como la ONU sea la mejor inspirada para decidir cuándo y en qué condiciones está justificado el recurso a las armas. Sin olvidar que el esfuerzo comprometido de la ONU para hacer aplicar sus decisiones, comprometería inevitablemente su misión primaria, que es de orden humanitario. Según un observador, antiguo asistente del secretario general de la ONU, “hacer de ésta la pálida imitación de un Estado” a fin de “reglamentar el uso de la fuerza” en el ámbito internacional “sería un proyecto suicida”.» Sin embargo, nadie ha planteado, a mi leal saber y entender, que la ONU decida a su arbitrio el recurso al uso de las armas. La Carta de
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las Naciones Unidas, firmada en San Francisco en 1945, constituye el esfuerzo más decidido para evitar precisamente el recurso a la amenaza y al uso de la fuerza en las relaciones internacionales. Su preámbulo recoge la resolución de los pueblos de la Tierra de "preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra, que dos veces, durante nuestra vida, ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles", en referencia a las Guerras Mundiales de 1914-18 y de 1938-45. Luego entonces, la ONU no está hecha para hacer la guerra sino para mantener la paz y la seguridad internacionales. No fue creada para llevar a cabo misiones de orden humanitario, lato sensu, como lo sostienen los intelectuales, sino para promover la solución pacífica de las controversias internacionales (a menos que esta actividad se considere humanitaria) Lo que muchos han planteado, entre ellos yo, es que todas las naciones,
sin
excluir
a
EEUU,
se
sujeten
al
Derecho
Internacional. El artículo 2.4 de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas prohíbe la amenaza y el uso de la fuerza por parte de los Estados, con dos excepciones: legítima defensa (artículo 51) y decisiones del Consejo de Seguridad(Capítulo VIII). La legítima defensa consiste en las acciones dirigidas a repeler un ataque armado y es un derecho que sólo cabe ejercer de manera estrictamente provisional y en forma proporcional.Ahora bien, según el artículo 51 de la Carta de la ONU, "todo ataque armado y todas las medidas adoptadas en consecuencia, serán inmediatamente puestas en conocimiento del Consejo de Seguridad, y esas medidas cesarán cuando el Consejo de Seguridad haya tomado las
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disposiciones necesarias para restablecer y mantener la paz y la seguridad internacionales". Habría que puntualizar que EEUU no sufrió el 11 de septiembre ningún ataque armado sino un ataque supuestamente terrorista. Sin embargo, a pesar de equiparar uno a otro y de que el Consejo de Seguridad tomó oportunamente las medidas necesarias, el bombardeo a Afganistán continuó y sigue hasta la fecha. Por otra parte, sólo el Consejo de Seguridad, según lo dispone el artíclo 39, tiene la facultad de determinar cuándo se está ante una amenaza a la paz, un quebrantamiento de la paz o un acto de agresión. Esto es así porque dicho Consejo, según el artículo 24, es el único órgano que posee la responsabilidad primordial de mantener la paz y seguridad internacionales. Ahora bien, el Consejo de Seguridad nunca legitimó los bombardeos contra Afganistán. Tampoco ha autorizado a EEUU a atacar a ningún otro país, entre ellos Irak, Irán o Corea del Norte. El Consejo adoptó dos resoluciones, la 1368 y la 1373. La primera señala que “dicho órganoestá dispuesto a tomar todas las medidas necesarias para responder a los ataques terroristas perpetrados el 11 de septiembre de 2001 y combatir el terrorismo en todas sus formas”;disposición que, como se ve, no delega poderes de guerra en EEUU o en sus aliados sino muestra su determinación a “adoptar medidas para responder a dichos ataques”. A partir de este momento, según la Carta de la ONU, debieron haber cesado las acciones provisionales y unilaterales adoptadas por EEUU en ejercicio de la legítima defensa. No fue así.
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La segunda decide que "todos los Estados prevengan y repriman la financiación de los actos de terrorismo; se abstengan de proporcionar todo tipo de apoyo a grupos terroristas, les denieguen refugio, aseguren
su
enjuiciamiento
y
proporcionen
asistencia
a
investigaciones o procedimientos penales relacionados con actos de terrorismo". Esta otra resolución tampoco autoriza a EEUU a hacerse justicia por su propia mano. Se limita a establecer obligaciones para todos los Estados del mundo en esta materia. Además, el artículo 5.2 de la Carta de la ONU considera que "la guerra de agresión es un crimen contra la paz internacional y origina responsabilidad internacional". Por último, hace un cuarto de siglo, la Asamblea de la ONU resolvió que "el bombardeo por las fuerzas armadas de un Estado sobre el territorio de otro Estado, independientemente de que haya o no declaración de guerra, se caracteriza como acto de agresión" (Resolución 3314 de 1974). En este caso, repítese que EEUU no sufrió una guerra de agresión sino un ataque presuntamente terrorista. El gobierno de Afganistán no bombardeó al territorio de EEUU, pero ocurrió exactamente lo contrario: las fuerzas armadas norteamericanas agredieron a Afganistán, bombardearon a su pueblo y derrocaron a su gobierno. Luego entonces, en términos del Derecho Internacional, éste es un crimen contra la paz internacional y ha originado responsabilidad. Por otra parte, los gobiernos de Irak, Irán y Corea del Norte tampoco han bombardeado ni agredido a EEUU; pero el gobierno de esta nación, según lo ha declarado públicamente el presidente Bush (hijo), se prepara a atacar a aquellas naciones. A confesión de parte, relevo de
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prueba. Si esto ocurriera, dicho acto también tendría que ser jurídicamente considerado como un crimen contra la paz internacional. De esto no se desprende más que una alternativa: o se acatan los principios del Derecho Internacional, aprobados por los representantes de todos los pueblos del mundo, o se les sustituye por normas de orden moral conforme a la teoría de la guerra justa, según lo proclaman los sesenta intelectuales norteamericanos. Ahora bien, mientras no se sustituyan los principios jurídicos por estas normas morales, el gobierno de EEUU tendrá la obligación (no “moral” sino jurídica) de respetar la observancia del Derecho Internacional, so pena de incurrir en responsabilidad.
* Profesor de Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UMSNH.
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¿Guerra Justa? III JOSÉ HERRERA PEÑA∗ 21 febrero 2002. «Una guerra justa no puede ser llevada a cabo más que por una autoridad legítima responsable del orden público. La violencia gratuita, oportunista e individualista no es jamás moralmente aceptable. «En la teoría de la guerra justa, la exigencia de una autoridad legítima tiene por fin principal impedir la anarquía de una guerra privada llevada a cabo por los señores de la guerra; una anarquía que se encuentra en nuestros días en ciertas partes del mundo, de la cual los agresores del 11 de septiembre son sus encarnaciones más representativos.» Luego entonces, en opinión de los intelectuales, si la guerra no es sostenida por una autoridad pública legítima, no será moral sino inmoral. No será justa sino injusta. O al contrario, si la violencia y el terror son desatados por individuos u organizaciones no gubernamentales, dichos actos serán inmorales y no formarán parte de la guerra justa sino de la guerra injusta... o del terrorismo anarquista e injustificable. Sólo el Estado, pues, en cuanto administrador de la violencia legal organizada, tiene la atribución moral de desatar justificadamente el terror y la violencia. Esta tesis es muy cuestionable. Por una parte, detentar el monopolio de la violencia no autoriza a ningún Estado a ejercerla 12
indiscriminadamente, si no quiere incurrir en ilegitimidad, en cuyo caso, como decían José Ma. Morelos, Melchor Ocampo y Ricardo Flores Magón en épocas distintas, es lícito responder a la fuerza con la fuerza. La violencia, pues, también puede ser y es ejercida legítimamente por organismos o personas que no forman parte del Estado, cuando éste oprime y reprime a la población. Por eso, los intelectuales norteamericanos se apresuran a agregar algunos matices a la tesis que antecede y justifican el uso de la violencia por otras entidades, en los siguientes términos: «La exigencia de una autoridad legítima no puede aplicarse, por diversas razones, a las guerras de independencia nacional o de sucesión. Primeramente, estos tipos de conflictos no son internacionales. Después, en estos conflictos es precisamente la legitimidad pública la que está en entredicho. Por ejemplo, en la guerra de independencia consecutiva a la fundación de EEUU, los analistas de la guerra justa subrayan frecuentemente tres elementos: que las colonias rebeldes constituían ellas mismas una autoridad pública legítima; que estas colonias consideraron razonablemente que el gobierno británico (en el texto de nuestra declaración de independencia) se había convertido en un “obstáculo para alcanzar sus fines”, y que por consiguiente dicho gobierno había cesado de ser una autoridad pública competente. «Por otra parte, aún en el caso en que los beligerantes no constituyan una autoridad pública reconocida en sentido propio (por ejemplo, el alzamiento del guetto de Varsovia en 1943 contra la ocupación nazi) la exigencia de la autoridad legítima en la teoría de
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laguerra justa no invalida moralmente el recurso a las armas por aquellos que resisten la opresión y buscan derrocar a la autoridad legítima.» Los intelectuales norteamericanos, por consiguiente, oponen tres excepciones al principio de que sólo el Estado puede sostener la guerra justa: a) las guerras de independencia nacional que, según ellos, no son internacionales (a pesar de que involucran necesariamente a las autoridades públicas de dos naciones en conflicto, por lo cual, aunque son nacionales para la nación opresora, son en cambio internacionales para la nación oprimida, pues las autoridades
de
la
nación
que
lucha
por
su
independencia se afirman no sólo frente a las anteriores, que quieren mantenerla bajo su sujeción, sino también, como lo expresó Morelos, frente “a cualquier otra nación, gobierno o monarquía”); b)
las
guerras
de
sucesión,
por
ser
conflictos
esencialmente internos y en los que la autoridad legítima está en tela de duda, y c)
las guerras de resistencia contra la opresión de la autoridad, aunque esta autoridad sea legítima y los que la resisten no tengan “autoridad reconocida en sentido propio”.
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Ahora bien, quienes presuntamente perpetraron los atentados terroristas del 11 de septiembre, según los intelectuales, no pertenecen a ninguno de los grupos anteriores. Por consiguiente, la acción de sus instigadores no corresponde a una guerra justa, conclusión que es totalmente inobjetable, sean quienes hayan sido dichos instigadores..., si bien podría plantearse la tesis, como se ha planteado, de que los atentados de referencia podrían inscribirse dentro del tercer grupo. Porque es necesario advertir que, hasta la fecha, no se sabe quiénes fueron los responsables de tales actos. Nadie ha asumido la responsabilidad, como suelen reconocerlo los grupos terroristas. Y aunque el gobierno de EEUU ha atribuido dichos actos al señor Osama Bin Laden y a la red terrorista Al-Qaeda, nunca ha ofrecido convincentes pruebas de ello a la comunidad internacional. El presunto responsable, por su parte, aunque se ha congratulado de que dichos atentados hayan ocurrido, ha negado haber sido su causante. Además, se ha especulado que los auténticos instigadores pudieron haber sido otros individuos vinculados a intereses domésticos e israelíes. Pues bien, a pesar de que el terreno está sembrado de dudas y no hay claridad al respecto, los intelectuales norteame-ricanos consideran fundada la acusación oficial y dictan sentencia condenatoria contra los acusados, sin haberles concedido al menos el derecho de audiencia. Su argumentación no está fundada en la ley, ni siquiera en la moral, sino en la política.
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«El
11
septiembre
2001,
un
grupo
de
individuos
atacó
deliberadamente EEUU, utilizando aviones desviados como armas para matar en menos de dos horas a más de 3000 de nuestros ciudadanos en Nueva York, Pennsylvania y Washington... Los que murieron esa mañana fueron matados cobardemente, al azar y con premeditación, es decir, en términos jurídicos, asesinados... «Los individuos que cometieron estos actos no actuaron solos, sin apoyo, ni por razones desconocidas. Eran miembros de una red islámica internacional compuesta por cuarenta países, actualmente conocida con el nombre de Al-Qaeda. Ese grupo no es en sí mismo más que un brazo de un vasto movimiento islámico radical, que ha crecido desde hace décadas bajo la mirada complaciente y a veces incluso con el apoyo de ciertos gobiernos, y ha proclamado abiertamente, mostrando que tiene los medios, su voluntad de recurrir al asesinato para alcanzar sus objetivos.» Los intelectuales norteamericanos, pues, dan por hecho lo que no sigue siendo más que una hipótesis a los ojos de la comunidad internacional; es decir, que los ejecutores de los atentados pertenecían a una red terrorista islámica; que ésta apoyó la organización y ejecución de esos actos, y que la red, a su vez, forma parte de un movimiento islámico más amplio apoyado por varios gobiernos, sin señalar cuáles (aunque ya el presidente Bush <hijo> los nominó: Irak, Irán y Corea del Norte..., para empezar) Y una de dos: o los intelectuales saben mucho más de lo que su gobierno ha hecho saber al mundo, en cuyo caso podrían tener razón, o saben lo mismo (que es lo más probable) y entonces 16
estarán incurriendo en juicios condenatorios que, no por estar inflamados de chovinismo, dejan de ser menos temerarios.
∗ Profesor de Filosofía del Derecho de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UMSNH
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¿Guerra Justa? IV JOSÉ HERRERA PEÑA* «Una guerra justa no puede ser sostenida más que contra combatientes. Los tratadistas de la guerra justa, a lo largo de la historia y en todas partes del mundo, sean musulmanes, judíos, cristianos, de otras religiones o laicos, siempre han proclamado la inmunidad de los no-combatientes. Estos principios y otros más ponen de manifiesto que cada vez que los seres humanos se aproximan a librar o libran una guerra, es a la vez posible y necesario afirmar el carácter sagrado de la vida humana y adherirse al principio de la igual dignidad de todos los seres humanos.» «Estos principios se esfuerzan por preservar y reflejar, aún en la tragedia de la guerra, la verdad fundamental según la cual los “otros”, aquellos que nos son extraños, que difieren de nosotros por la raza o por la lengua, o cuya religión puede parecernos errónea, tienen el mismo derecho de vivir, la misma dignidad humana y los mismos derechos en general que nosotros.» La argumentación de los intelectuales es inobjetable, trátese de una guerra justa o injusta, por cuanto a que generalmente los combatientes deben respetar no sólo la vida y la propiedad de los no combatientes sino también abstenerse de practicar el derecho de represalia (también llamado ley del Talión), el saqueo, el pillaje, el
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diezmo entre la población civil (escoger a uno de cada diez habitantes para ultimarlo) o la ejecución de prisioneros de guerra, entre otras cosas. Agregan los intelectuales que quienes murieron el 11 septiembre 2001 eran civiles, no combatientes, perfectamente desconocidos de aquellos que los mataron, es decir, desconocidos (salvo en tanto que norteamericanos) de los miembros de la organización Al-Qaeda; pero puntualizan que «entre los muertos había gente de todas las razas, de diversas etnias (sic) y de casi todas las religiones. Había lo mismo barrenderos que jefes de empresas.» Aquí cabe plantear nuevamente una incertidumbre que persiste. Había gente de todas las razas y de casi todas las religiones, menos judíos, a pesar de que un buen número de ellos tenía sus oficinas en las Torres Gemelas de Nueva York, según lo publicaron algunos investigadores en diversas partes del mundo, sin que sus palabras hayan sido nunca desmentidas. Por lo que cabe la disyuntiva: o se explica la singularidad de este hecho (que no deja de ser extraño) o se le aclara satisfactoriamente, o se deja que sigan tomando fuerza las especulaciones de la comunidad mundial que, alimentadas por la duda, han restado fuerza a las acusaciones contra Al-Qaeda. Porque la duda no ha sido completamente disipada. Si lo que ocurrió el 11 septiembre se debió a un complot como el del Reichstag en la Alemania de Hitler, se estará ante un fenómeno político de naturaleza especial, que ameritará un análisis ad hoc. En cambio, si fue un acto de guerra, como parece haber sido, entonces su organización, envergadura y objetivos respondieron no 19
tanto a la sádica satisfacción de eliminar civiles sino a un nuevo modo de hacer la guerra, en la que los civiles representarían inevitables “daños colaterales” (para emplear una expresión cara a los militares norteamericanos).
Los
blancos
fueron
cuidadosamente
seleccionados. Nada de diques de contención, ni centrales nucleares,
ni
estadios
deportivos,
que
hubieran
provocado
devastaciones apocalípticas, sino símbolos de poder: poder económico (Centro Mundial de Comercio en Nueva York), poder militar (Pentágono en Washington) y poder político (si se toma en cuenta que el avión que cayó en Pennsylvania iba dirigido posiblemente contra la Casa Blanca o el Capitolio) Por otra parte, nada dicen los intelectuales respecto a los miles de desconocidos afganos que murieron del 9 octubre 2001 a la fecha debido a los violentos bombardeos norteamericanos, todos los cuales eran civiles, no combatientes, y perfectamente desconocidos (salvo en tanto que afganos) de aquellos que los mataron, es decir, de los pilotos de la fuerza aérea de EEUU. A pesar del carácter sagrado de la vida humana, mataron hombres, mujeres y niños inocentes. No es necesario aclarar que ninguna de esas miserables víctimas pertenecía a la organización Al-Qaeda. Hablar sólo de los “suyos” y no de los “otros”, como lo hacen los intelectuales norteamericanos, van contra los principios que dicen sostener, en lo relativo a preservar y reflejar, aún en la tragedia de la guerra, la verdad fundamental según la cual “los otros” también son seres humanos y tienen el mismo derecho a vivir que todos los demás. ¿No es lamentable esta omisión?
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Los
intelectuales
norteamericanos distinguen, eso
sí, entre
musulmanes y musulmanes, y hacen la aclaración pertinente. «Empleamos los términos “islam” e “islámico” cuando queremos referirnos a una de las más grandes religiones del mundo, de alrededor de mil doscientos millones de adeptos, entre los cuales hay varios millones de ciudadanos norteamericanos (algunos de ellos asesinados el 11 septiembre). No hay necesidad de decir, pero digámoslo de todos modos, que la gran mayoría de los musulmanes del mundo, guiados en gran medida por las enseñanzas del Corán, son honestos, leales y pacíficos. Y empleamos las expresiones “islamismo” e “islamismo radical” para designar el movimiento político-religioso violento, extremista y radicalmente intolerante que amenaza hoy el mundo, incluido el mundo musulmán. «Detrás de los movimientos que se cubren con el manto de la religión hay también, tenemos conciencia de ello, una dimensión política, social y demográfica compleja, que es necesario tomar en cuenta. Al mismo tiempo hay que tomar en consideración la filosofía que anima al movimiento radical islámico, su desprecio a la vida humana, su concepción del mundo como lucha a muerte entre creyentes y no creyentes (que sean musulmanes no radicales, judíos, cristianos, hindúes u otros), una filosofía que niega claramente la igual dignidad de todas las personas y, haciendo esto, traiciona a la religión y rechaza el fundamento mismo de la vida civilizada y la posibilidad de paz entre las naciones. «Hay algo más grave. Los asesinatos masivos del 11 septiembre demostraron, quizá por primera vez, que este movimiento islámico 21
radical tiene en lo sucesivo no sólo el deseo claramente expresado sino la capacidad técnica de acceso posible a las armas químicas, biológicas y nucleares, y la voluntad de hacer uso masiva y atrozmente contra sus blancos.» Es difícil concebir que el movimiento islámico radical (si fue éste el que organizó los atentados del 11 de septiembre) cuyos miembros no emplearon más que cuchillitos de plástico (según las propias autoridades norteamericanas) tenga ese misterioso, riquísimo y variado arsenal químico, biológico y nuclear al que se refieren los intelectuales. Una parte de la propia opinión pública norteamericana ha expuesto francamente sus dudas al respecto, como lo acreditan diversas notas periódicas, entre ellas, del New York Times. En fin: los intelectuales prosiguen: «Los que masacraron a más de 3000 personas el 11 septiembre y que, por confesión propia, no desean más que recomenzar su lucha, constituyen un peligro claro y real no sólo para todos los hombres de buena voluntad de EEUU sino también del mundo. Tales actos son un ejemplo puro de agresión contra vidas humanas inocentes, un flagelo mundial que sólo el recurso a la fuerza podrá erradicar.» En esta loa a la fuerza, los intelectuales nada dicen de los que masacraron a más de 3000 personas en Afganistán, y que por confesión propia, no desean más que recomenzar su lucha contra Irak, Irán y Corea del Norte. Esto no es para ellos un ejemplo puro de agresión contra vidas humanas inocentes. Ni un flagelo mundial. Ni un peligro contra la humanidad. ¿No estas omisiones son más elocuentes que sus palabras? 22
* Profesor de FilosofĂa del Derecho en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UMSNH.
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¿Guerra Justa? V y último JOSÉ HERRERA PEÑA* «Nos comprometemos a hacer todo lo posible para evitar las infortunadas tentaciones (arrogancia, chovinismo sobre todo) a las cuales las naciones en guerra parecen tan seguido ceder. Al mismo tiempo, afirmamos solemnemente con una sola voz que es crucial para
nuestra
nación
ganar
esta
guerra.
Combatimos
para
defendernos, pero creemos batirnos también para defender los principios de los derechos del hombre y de la dignidad humana, que son la más bella esperanza de la humanidad.» Tales palabras han sido suscritas por sesenta intelectuales norteamericanos en una carta dirigida a los musulmanes, fechada en febrero 2002, que es al mismo tiempo una réplica a la filosofía de Osama Bin Laden y una justificación de la política bélica de EEUU. Los suscriptores son profesores de universidades, directores de sociedades filantrópicas o pastores de credos. Entre los primeros, por cierto, se encuentran Francis Fukuyama, profesor de Economía Política Internacional de la Escuela Johns Hopkins de Estudios Avanzados Internacionales, y Samuel Huntington, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Harvard; de cuyas obras “El fin de la Historia” y “El choque de las civilizaciones”, respectivamente, hice recientemente un brevísimo comentario en este espacio (Cambio deMichoacán, 12 febrero 2002)
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Los intelectuales norteamericanos, a pesar de decirse amantes de la paz, hacen en dicha carta a los musulmanes la apología de la guerra, de la guerra justa, como la llaman, que es la de los buenos contra “la violencia, el odio y la injusticia”, es decir, como la que el gobierno de EEUU hizo contra Afganistán y proyecta proseguir contra Irak, Irán y Corea del Norte. La guerra justa, según dichos intelectuales, puede ser concebida según cuatro escuelas de pensamiento: como conflicto de intereses; como guerra santa; como acto inmoral, y como acto moral. Todos descartan las dos primeras, porque consideran que la guerra no se reduce a un asunto político ni religioso. Algunos piensan que es algo intrínsecamente inmoral, escuela a la que respetan, pero de la cual se apartan “no sin estremecimientos ni temores”. Y todos sin excepción abrazan la última, porque consideran que, cuando es justa, la guerra es moral, y ésta necesitan ganarla no sólo para defenderse sino también para mantener viva "una esperanza de la humanidad". Pero la guerra justa no es lo que aseguran los intelectuales norteamericanos. Y ellos lo saben mejor que nadie. La mejor y más justa de las guerras es la que no tiene lugar. Desde hace más de dos milenios, los imperios, en sus acciones bélicas contra los pueblos, han tratado de fundamentar sus acciones bélicas en la doctrina de la guerra justa. Su antecedente más lejano se remonta a la Grecia clásica y al imperio de Alejandro; pero adquiere forma jurídica con el bellum iustum del imperio romano, es decir, con el derecho de guerra, relacionado con la paz romana, el derecho natural, el gobierno universal y la ciudadanía universal. Se reelabora el concepto en la
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Europa cristiana de la edad media como guerra justa por los dominicos, especialmente por Tomás de Aquino, en oposición a la guerra santa de los árabes, para justificar el imperio universal de la iglesia romana. Resuena nuevamente como guerra justa, con nuevas modalidades y matices, en la cátedra de Francisco de Vitoria en la Universidad de Salamanca, España, y en su obra “Relecciones”, para justificar el establecimiento de un nuevo imperio mundial a costa de la “destrucción de las Indias”, como le llamó Bartolomé de las Casas. Y adquiere carta de naturalización jurídica moderna con Hugo Grocio, para legalizar la conquista de América, África y Asia por nuevos imperios comerciales europeos, a través de su obra: “Tratado sobre el Derecho de la Guerra y de la Paz”. En todos los casos, lo mismo en los tiempos antiguos que en los modernos, la guerra justa de los imperios contra los pueblos que han avasallado, descansa sobre cinco elementos fundamentales. Estos son: a) que haya justa causa para hacerla; b) que exista un fundamento jurídico que la respalde; c) que la decrete una autoridad acreditada; d) que produzca más beneficios que daños, y e) que la victoria sea probable y accesible. La falta de uno de ellos, cualquiera que sea, ha dejado de justificar a la guerra. Si hay una justa causa, como la del gobierno de EEUU contra los países islámicos, pero carece de fundamento jurídico que la respalde, habrá guerra; pero no guerra justa, aunque sea decretada por una autoridad responsable (lo que no ha ocurrido), produzca más beneficios que daños (lo que es de dudarse) y la victoria sea probable y accesible (lo que todavía está por verse)
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El fundamento jurídico, el bellum iustum o derecho de guerra, es imprescindible desde el imperio romano hasta la actualidad. Pero la guerra que pretenden justificar los intelectuales norteamericanos, es decir, la del gobierno de EEUU contra algunos pueblos, carece de dicho
fundamento.
Va
contra
los
principios
del
Derecho
Internacional. Luego entonces, no es una guerra justa. Por otra parte, la exhortación que hacen los intelectuales al mundo musulmán no deja de ser conmovedor: «Un día, esta guerra finalizará. Cuando esto ocurra nos incumbirá hacer un gran esfuerzo de reconciliación. Esperamos que esta guerra, al poner fin a un azote mundial, podrá hacer crecer las posibilidades de fundar la comunidad mundial sobre la justicia. Pero sabemos que solo los pacifistas, aquí como en todas partes, podrán lograr que esta guerra no sea en vano. «Queremos dirigirnos particularmente a nuestros hermanos y hermanas de las sociedades musulmanas. Se los decimos sin ambages: no somos sus enemigos sino sus amigos. No debemos ser enemigos. Tenemos demasiados puntos en común. Tenemos mucho que hacer juntos. Su dignidad humana, no menos que la nuestra (su derecho a una hermosa vida, no menos que el nuestro): he allí por lo que creemos combatir. Sabemos que algunos de ustedes desconfían enormemente de nosotros, y sabemos que somos nosotros, los norteamericanos, responsables parcialmente de esta desconfianza. Pero no debemos ser enemigos. Esperamos poder actuar con ustedes y todos los hombres de buena voluntad en la construcción de una paz justa y durable». 27
Sin embargo, la paz no se funda sólo en buenos deseos. El mundo musulmán está profundamente resentido contra el gobierno militar de EEUU por actos concretos que éste ha perpetrado contra aquél o que ha respaldado para que se cometan en su agravio. Algunos de los más importantes podrían ser tres: La Meca, Palestina e Irak. La instalación de una base militar norteamericana en La Meca, que es el lugar sagrado de mil doscientos millones de seres humanos, ha sido considerada por estos como una profanación. Su desmantelamiento aliviaría las tensiones políticas y religiosas que existen actualmente. Sin embargo, los intelectuales norteamericanos omiten este punto en su emotiva carta a los musulmanes. El conflicto entre Palestina e Israel ha enrarecido desde hace medio siglo las relaciones internacionales y sigue cobrando víctimas de ambos lados, sobre todo palestinas. El gobierno de EEUU ha rechazado las resoluciones de la ONU para resolver el conflicto. Sin embargo, los intelectuales tampoco consideran este punto en su controvertido documento. Y el bloqueo a Irak ha generado no sólo la muerte de medio millón de niños inocentes sino también la irritación de muchos pueblos musulmanes que nada tienen que ver con dicha nación. Sin embargo, los intelectuales norteamericanos no hacen ninguna referencia al respecto. Por el contrario: el gobierno de EEUU ha expresado su intención de agredir a Irak y derrocar a su gobierno. Por eso, cuando los intelectuales dicen que combaten para defenderse, pero también para salvaguardar los derechos del hombre y la dignidad humana (que constituyen la más bella esperanza de la 28
humanidad), el mundo contiene el aliento y reconoce sus conceptos; pero al constatar que lo que proclaman es la necesidad de su triunfo, sin considerar los intereses de sus antagonistas, se comprende por qué se sigue "desconfiando enormemente de ellos". Son intelectuales que no ofrecen ninguna base para que la comunidad mundial descanse sobre la justicia. Al contrario. Al dar la espalda al Derecho Internacional, permiten que la justicia pierda su mejor apoyo. Documentos como el que suscriben comprueban, por consiguiente, que son responsables plenamente de la desconfianza que se les tiene. En tales condiciones, será difícil "actuar en la construcción de una paz justa y durable". La "buena voluntad" no se proclama: se demuestra.
* Profesor de Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UMSNH
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