Pífano 21

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PĂ?FANO

21

Juampe

Garven

Manuel

Paco

miranda

Koontz



INFANTICIDA BEACH (Garven)

«Un clamor se ha oído en Ramá; es Raquel que llora a sus hijos y no quiere consolarse porque ya no existen.» Evangelio de Mateo 2:16-18

Creo que era sábado cuando hice otro de mis viajes a lo Marco Polo pero sin tanto comercio ni marina como los del italiano. Me fui en coche con un poco de dinero y muda para un par de días. Aunque madrugué mucho, ya clareaba la mañana puesto que era verano. Mi ruta era la línea roja que marqué en un mapa y donde finalmente rodeé un nombre bonito de una población en la costa-Este del país. Así que cogí las autovías que había señalado con la esperanza de que los carteles de las carreteras me llevaran hasta aquel lugar. Los paisajes se escurrían por el parabrisas debajo de unas nubes que también rodaban a ninguna parte y en la radio ponían los debates cordiales de todos los días con alguna canción protesta que no pegaba para mi viaje. Paré un rato a repostar, mear y tomar un café con leche. Tras otras cuatro horas de ruta, al fin, un gran cartel azul de la autovía me daba un nombre blanco que sonaba al destino definitivo. Seguí las flechas que me llevaron a un lugar que quizá no era el que yo vi en el mapa, y al mar. Llegué a los semáforos de una gran avenida y el pueblo bullía de laboriosidad, vacaciones y tiendas abiertas. Seguí rodando hasta el Paseo marítimo donde, no sé cómo, encontré un aparcamiento gratis junto a la playa. El mar parecía una planicie recién fregada con un detergente aromático y verde. Por la orilla caminaban algunos bañistas y corrían los chiquillos que cargados con cubitos de agua y moñigos de arena trastabillaban los pasos


de la gente. Pensé primero en hacer dos cosas: la primera reservar pensión para esa noche, cosa que conseguí pronto a pesar de la temporada; y la segunda comprarme un libro por leer algo en la playa. Aquí barzoneé más, puesto que ningún título me decía nada. Busqué en una librería de viejo y allí pensé mientras los manoseaba, si yo era un analfabeto ingenioso o un culto idiota. Hasta que leí un título que me agradó: “Un gato entre la nieve”. Comí cualquier cosa y me descalcé al llegar a la playa. La arena irradiaba un calor blanco, templado y húmedo cuanto más cerca del mar. Me senté a la sombra de la alta trona del socorrista que miraba a los bañistas desde ahí arriba mientras ajustaba algo del walkie. Era un tipo joven, con sobrero de ala, gafas oscuras de pera y un rótulo en la espalda con el logo del ayuntamiento (Socorrista/Lifeguard) estaba entre majestuoso y árbitro de tenis; había bandera verde. Allí me puse a leer un rato. Un gato entre la nieve. Mientras aquí hacía calor, en el libro un gato quizá moría de frío. Un gato entre la nieve. Pasé del prólogo y seguía sin entender nada; era un libro trampa de esos que te enganchan con el título y luego son para intelectuales. Un gato entre la nieve. Me sentí así, como un gato blanco congelándose entre los copos negros de la letra impresa para filósofos. Dejé el libro y observé el mar y a dos niños que se afanaban haciendo un hoyo en la arena, riñeron por el cubo y el padre les gritó. En la orilla, con los pies hundidos, dos tipos señalaban hacia el horizonte donde unos bañistas nadaban a crol deprisa para salir después saltando en cuanto hicieron pie; me fijé en un bonito top-less entre la gente que hacía grupo en la orilla para curiosear. Algo ocurría. Vi chapoteos y unas hermosas aletas que floreaban no muy lejos; sin duda eran tiburones. Sus oscuras siluetas buceaban cada vez más cerca; fue entonces cuando comenzó aquel acto horrendo: Los adultos cogieron a sus críos que jugaban en la arena; algún hermano mayor corría con su hermanita en brazos para acercarse al mar; también una abuela fue ayudada por una señora más joven a arrojar los niños al agua. Sí, los niños eran lanzados en volandas al mar; con alegría, enérgicamente a los lomos de los escualos que no eran demasiado grandes pero suficientemente carniceros y numerosos. Allí los críos eran cazados en un segundo, algunos peces encallaban en la orilla y se retorcían con el crío entre los dientes hasta encontrar la suficiente profundidad para despedazarle entre chapoteos y coletazos en un agua roja y espumosa. Por toda la línea de playa capturaban críos rezagados que volaban por el aire hacia el mar ¿Qué moderno Herodes dio la orden? ¿Dónde estaba yo? ¿Qué lugar era aquel? Todo ocurría ante el mutismo del socorrista y mi perplejo mutismo. Los mayores de la familia miraban con una sonrisa cínica el agua rosa, ya en calma, donde las negras manchas se precipitaban mar adentro todavía con algo en la boca. Vaciada ya la playa de niños, el liviano oleaje trajo un bañadorcito azul a la orilla.


Pensé en pedir explicaciones al socorrista. Yo no hice nada pero él ni siquiera bajó de su trono. Tenía que decirle algo. Me miró desde lo alto con displicencia; vio que yo le miraba. Y se lo dije casi gritando con la voz temblona Pero… ¿Es que no ha visto lo que ha pasado? Asintió sonriendo con una muequecita tranquilizadora, me dio la impresión de que entendía mi desconcierto. Claro, la subida del tiburón. Usted no es de aquí ¿De dónde es usted? Del oeste, muy del oeste. Ah claro, allí los niños hacen la primera comunión; aquí los arrojamos a los tiburones. No supe qué decir, me horrorizó pensar que era testigo de un ritual desproporcionado. Miré otra vez al mar y el socorrista me previno de que en un par de días aún seguirían bajando algunos escualos al atardecer, y que aprovechara para un paseo relajante y silencioso por la arena. Sí; era cierto que había una triste tranquilidad, claro. Sin los maullidos de los críos ni sus veloces carreritas entre las toallas. Las parejas mutiladas de hijos se besaban y hojeaban los periódicos, igual que antes; una abuela en bañador paseaba arrastrando el bastón y pateando algún castillito de arena como una vieja Godzilla. Sí; podía uno caminar tranquilo por la orilla y ver esas obras de costa de los críos, esos castillos ahora dejados y solos; como ruinas incipientes; ya para una efímera arqueología. Un balón de nivea rodaba empujado quizá por un pequeño viento buscando a la niña muerta. Todavía estaban por ahí los cubitos y las palas que se me figuraban epitafios para esos críos devorados. ¿Cómo la mano de una madre que ha arrojado al niño a un abismo submarino, podía ahora, tan pancha, extender crema por los senos que le amamantaron? ¿Cómo un padre que quitaba el tocino del jamón para el crío y le partía en trocitos el escalope, podía ahora echarle al mar para que le mataran los peces? Caminé un poco, pisando la delgada línea del agua, con un nudo en la garganta y el libro cerrado en la mano que era ya para mí como una sardina muerta. Regresé a la sombra del socorrista. Él seguía ahí arriba hurgando el walkie tranquilamente. Pero yo veía aun referencias infantiles en el mar que me desolaban: Un rastrillo de plástico verde flotaba a la deriva; un manguito pinchado iba y venía según la marejada. Cáscara desechada por los tiburones. Me tumbé boca abajo y miré al pueblo. En el Paseo vaciaban una tienda de cubitos y palas; de flotadores y muñecos inflables que eran cargados en una camioneta. Dos operarios ponían un gran cartel en la nueva tienda “La Casa


de la Carcasa para tu Móvil”. Algunos bares seguían con la música a tope y la policía pedía documentación a unos vendedores ambulantes. Dejé el libro a un lado y me senté a lo moro. Cerca de mí había tres parejas que reían y comentaban algo que yo podía oír sin arrimar demasiado la oreja «El mío ya empezaba a ir mal en el colegio» «Estaba hasta las narices de madrugar los fines de semana» «Volvemos a ser novios, Roni». Pero el tal Roni forzaba una sonrisa y hablaba poco. Se le iban los ojos de vidrio a la parte azul oscuro del mar. Pensé que él tenía una grieta en la conciencia que pretendía disimular con yeso. Me calcé y fui a un burger. Dormí un rato recostado en el pretil del Paseo marítimo y soñé que el mar estaba atrozmente rojo, como el vino tinto; un niño y yo paseábamos de la mano por la orilla, pero el crío comenzó a llorar y señaló a dos tipos que estaban disfrazados de Zipi y Zape y que reían a carcajadas bajo una sombrilla naranja de la Fanta; tenían las bocas armadas de horribles dientes puntiagudos y aserrados. Desperté con taquicardia y vi que las parejas que charlaron junto a mí en la playa entraban en un hotel cercano. Reparé en que me había dejado el libro en la arena; pensé que el gato entre la nieve moriría definitivamente congelado sin importarme una mierda. Era ya tarde/noche y las luces halógenas de los comercios se reflejaban en el mar dándolo un aspecto digital. Me atusé un poco en los baños del bar de aquel hotel donde ellos se habían metido. Efectivamente Roni y los demás tomaban algo en una mesa redonda cargada de vasos y un bol con snacks. Pedí una copa de Marie Brizard y me senté cerca de ellos. Un espeso olor a lavanda ambientaba el local; no había demasiada gente y sonaba una música lánguida a un volumen aceptable que me dejaba oír (otra vez) sus conversaciones. De soslayo miraba a Roni. Cuánto tiempo tardaría en derrumbarse; eso me inquietaba. Él bebía grandes tragos y no decía nada, su mujer le miraba extrañamente mientras sorbía por la paja de un mojito. Los otros deslizaban el dedo por sus móviles, hablaban algo y de vez en cuando reían. Empezó ella Qué te pasa. …Estoy como malo, tengo acidez. No te pasa eso. Que me parta un rayo si lo que hizo Roni no fue un puchero. Pero se contuvo enseguida. Me acuerdo del chico, Marta. No me jodas, Roni. Ahora que vamos a emborracharnos y a hacer el amor dos mil veces. No seas imbécil, mira a Marco y Leo; a Laura y Mila, de qué


se acuerdan, mírales cómo ríen. ¿Por qué no empezáis con un maratón de chistes y nos reímos todos? Roni asintió y se machacó de un trago lo que quedaba en el vaso. Marta le besó en la mejilla porque no encontró la boca de su marido. Ella dijo algo al grupo y todos rieron e invocaron a Roni para que pidiera otra ronda con promesas de juerga. Con una risa mal hecha Roni fue a la barra. Yo fui también, de un blinco a por otro columpio de anís. Pero sobre todo por hurgar sutilmente en la grieta de aquel hombre; ésa que Marta se obstinaba en tapar con cinta americana. Nos atendió pronto el camarero; Roni pidió y yo improvisé una tontería por captarle un poco Se acuerda usted de todas las copas que han pedido sus amigos, qué memoria. Roni me miró de soslayo, esnifó aire en una fuerte sacudida y no dijo nada. Creo que pensó que yo era un borrachín jovial o un marica en busca de una culaíta rápida. Decidí entrar a saco. Me encanta este lugar, es la primera vez que vengo y voy a repetir. Solo que… Lo de esta mañana en la playa me ha helado el corazón. Ahora sí me untó los ojos acuosos de ira, un poco bizco y pálido, bufaba por la nariz como un loco. Tuve miedo a que me arreara un sopapo; al fin y al cabo él necesitaba descargar esa presión oscura. Pegué un trago largo a la copa de anís recién servida y caliente aun. Qué dice usted… Digo que no hay un crío vivo en este lugar porque esta mañana… ¡Cállese! (me cortó) Si usted no tiene hijos pequeños métase en sus asuntos; y si los tiene ya sabe lo que hay que hacer. Sí, los tengo; y han hecho la primera comunión, y por supuesto están vivos. Vamos, Roni; usted no es como ellos. Parece que se sintió desconcertado cuando escuchó cómo yo sabía su nombre. Refunfuñó algo y en dos viajes se llevó las copas a la mesa. Desde allí Roni me señalaba y ellos me miraban como si fuera un apestado. Yo había removido en el caldero podrido de sus recuerdos, donde aparecían flotando los trozos cocidos de su hijo. Me senté en un taburete y recosté los codos en la barra. Desde allí vi cómo bailaban en corro la canción del verano. Pedí otra copa y vi como Roni arrastraba los pies y se le escapaban miradas a ninguna parte, de vez en cuando agarraba la cintura de su mujer y fingía unos mimitos; mantenía el tipo, sacaba un cinco raspado en todo. Era un tipo duro. Me adormecí mirando en la copa el culo de Marie Brizard.


Cuando me espabilé por un golpeteo de botellas que hizo el camarero, ellos ya no estaban; era la una de la noche y aún había bastantes bailarines con vasos de hielos derretidos. Salí del hotel y decidí no ir a la pensión. Al fin y al cabo no había compromiso ni me pidieron señal. Quería volver a casa. Vi como una familia caminaba deprisa por las tablas de acceso a la playa. Llevaban un carrito con un bebé; el hermanito mayor correteaba agarrado a una de las barras del carro de su hermano y todos tarareaban una canción infantil; se adentraron en la arena hasta que ya no me era posible verlos claramente. Oí ese horrible chapoteo con un llanto ahogado en un segundo. Grité «ASESINOS» a la mancha gris y lejana de los padres que seguían canturreando felices. Llegué llorando al coche y abrí las dos ventanillas; entraba un olor rancio a pescado. El sonido de las olas era como la respiración de un niño con bronquiolitis y por el retrovisor el mar tenía un feo aspecto de pantano, vi que regresaban los padres infanticidas con el carrito plegado bajo el brazo, después lo arrojaron a un contenedor de reciclados. Arranqué y me fui. Parado en un semáforo me percaté de una silueta en la playa: un tipo de rodillas que parecía comer puñados de arena. Creo que era Roni. Sin duda era Roni. Por fin se había reventado la grieta y su hijo se le vertía encima en irremediables pedacitos de culpa. Sonreí cínicamente; un impulso del que me avergoncé enseguida. Se abrió el semáforo y salí en segunda con el coche ahogado pero se rehízo pronto. Durante el viaje de vuelta pensé en los tiburones, su oportuna subida a la costa; acudían a ese sacrificio como los feriantes acuden a la feria en los días del calendario. Recordé los documentales donde se dice que rara vez estos peces atacan a los humanos. Pero éstos estaban ya domesticados, humanizados; puede que endemoniados, y acudían como palomas al maíz echado en la plaza. Pensé en Roni, qué pasaría después, quizá su vida se debatiría entre el suicidio o la lucha para parar aquello. Convencer a Marta, convencer a todos; en este lugar eso era de locos. No me costó llegar a casa porque reconocía la espalda de los paisajes que había visto de frente. Busqué en la habitación mi cuaderno de viajes para contar la aventura; no encontraba mi estilográfica y empecé a escribir con un boli rojo del banco de Santander. Diez de julio de dos mil diecisiete, y después las palabras rompedoras del socorrista: Allí los niños hacen la primera comunión, aquí los arrojamos a los tiburones.


TRAS LAS VIÑETAS (Manuel Santamaría)




CARTA A UN PADRE (Manuel Santamaría)

Querido padre,

Le escribo a vuestra merced esperando que no sea la última vez. Pese a las grandes aventuras que vivisteis junto a vuestro amigo, que sabiamente fueron enmascaradas por maese Don Miguel, para que el rumor se torne en ventaja, ninguna puede compararse con lo que mañana nos deparará el alba. No albergo miedo, fuerte se haya mi brazo, el yelmo de Mambrino luce fulgurante y una buena bota del bálsamo de Fierabrás cuelga junto a mi silla de montar.

Fue mi deseo jurar las armas y esta es la más noble gesta en la que se ha de ver un guerrero. La dama Miranda ha reclutado a un buen número de valientes, entre mis camaradas se encuentran: un heredero del manto del Caballero de los Espejos, ya peinando canas he podido conversar con el Caballero de la Blanca Luna, el cual os envía afectuosos recuerdos, Don Policisne de Beocia, hijo y único heredero de los Reyes de Beocia Minandro y Grumedela, y un alegre joven llamado Lázaro, el cual asegura que su abuelo empezó de acompañante de un ciego y acabó haciendo fortuna, y así muchos más, pero con estos son con los que he forjado amistad.

Al amanecer tocarán maitines y comenzará la batalla, ha de ser horrendo para la anciana Miranda, pues el enemigo no es otro que su propio padre, el inmortal Prospero y su ejército de elementales, antaño un buen hombre, pero el poder y el trato con seres del inframundo le corrompieron y ya nada queda del Duque de Milán. ¡Voto a bríos que ardua gesta nos espera! Pero como me enseñasteis el bien siempre se alzará triunfante, y si aquí perecemos, nuestra sangre forjará leyendas.

Se despide atentamente, vuestro amantísimo hijo: Rodolfo Panza.

R.PANZA-



TRISTE CANCIÓN (miranda)

La triste canción que una vez contrajo mi seco corazón terminó. El silencio, que acompaña a la soledad de la mano hasta el final, se acercó y miró a mis ojos secos, me preguntó ¿Dónde están… dónde están tus sentimientos? ¿Qué contestar a la pregunta del millón? Mis sentimientos… me los comí junto con mi ilusión, me hice un bocata con todo lo que quedaba en mi corazón, lloré como si cagara todo mi tiempo y solo quedo esto, esto que soy yo, y por amar y por querer y por creer que el futuro era sincero aquí me veo, atrapado entre un quiero y no puedo, entre vanos esfuerzos. La felicidad es el sueño que soñé y que no tengo, la soledad será mi gran premio.

Año de mi última elegía tras mi insumisión



CAE LA LLUVIA (Manuel Santamaría)

CAE LA LLUVIA…pero no es esa lluvia leve que va acariciando las casas, aquí cuando llueve es torrencial, como si la naturaleza intentase borrar del mapa a esta ciudad pecaminosa, inundando las calles como si de una plaga bíblica se tratase. Una urbe donde los puticlubs superan ampliamente a las librerías, los jóvenes pasean con BMWs pagados por los sueldos de sus padres portuarios. Donde la tentación del tránsito con Marruecos hace que no merezca la pena el ganarse el pan con el sudor de la frente. Dinero fácil, que será gastado en drogas más fuertes, traficantes de poca monta pagando a químicos de garaje, en los fríos placeres de la Europa del este o en cálidos besos brasileños. Da igual, lo que el mar trae el viento lo arrebata. Y de viento, aquí se sabe mucho. El agua golpea con fuerza las escasas muestras del pasado, “¡Reliquias culturales sobráis!” parece vomitar la urbe, aquí se apreciaran más las luces de neón, los carteles de plástico anunciando rebajas en ropa deportiva de colores ácidos, condecorados con los escudos del Madrid o del Barcelona… uniformes de guerra de angangos porretas. Dinero a raudales en el mejor puerto de Europa, el olor de dos sales que chocan en una frontera de densidades divergentes, grafitis en dialectos norteafricanos que se cruzan con póstumos homenajes a un genio autóctono, camas para una sola noche, placeres sintéticos que se mezclan con tapicerías de matrículas buscadas… ni el agua es capaz de ocultar la vergüenza de los honrados obreros, saben que sus barriadas quedarán desiertas, sus jóvenes responderán a la sirena del estrecho. Pero al menos hoy… cae la lluvia a raudales. Entre asqueado y melancólico se retira de la ventana, un piso en una zona tranquila, en una de esas barriadas donde los adosados evitan que tengas que soportar a los vecinos verticales, dejándote solo con los saludos forzados cuando te encuentres en la puerta del garaje. Un leve ruido en la cama, despertándose como una gata satisfecha… ELLA, esa ondina que ha cambiado el rumbo de su vida en apenas una semana. Había estado con mujeres más hermosas, más instruidas en el placer. Pero solo ella era capaz de que su voz sonara como la de un adolescente. Intentó calmar ese nerviosismo, que tan desagradable le resultaba, pues lo mostraba indefenso, se dirigió al mueble bar y sirvió dos copas de ron. -

¿Qué significa la “A”?- dijo mientras observaba su colgante de oro, la única cosa artificial que cubría su piel morena, el contraste de su cuerpo con las sábanas blancas y el metal era casi religioso.


-

Lo que tú quieras, cielo: Alma, Andalucía, Aurora… escoge, te lo has ganado.

-

Me gusta Andalucía.

Se maldijo a sí mismo, otra vez la incomodidad de parecer un imberbe. Ella mojó sensualmente los labios en la bebida, cerró los ojos y se estiró. ¿Cuantos habrían matado por ese cuerpo? El cuerpo de una diosa en la fina línea del principio de la decadencia, tal y como él había tenido que hacer. -

¡Estoy feliz! ¡Te quiero mucho!

Era mentira por supuesto, aunque ella se lo creyera, me quería como el lobo al cordero, como el tiburón blanco a una foca… salvo que mi carne, de no ser por los arañazos de la espalda, seguía entera, lo que me había devorado era el alma. En el sofá, arrojado antes del pago de la pasión, despojado del poco honor que puede tener en esta parodia de país, su uniforme de policía nacional. Era casi un lema en la escuela, “cuidado con las prostitutas, no casan bien con los polis, pero tienen algo que los atrae” lo que a él le había costado todo no era una puta, era una mujer traicionada. Nunca atraigas la ira de una mujer, en este caso había costado una vida y un alma. Un señorito andaluz, un hijo de papá, heredero de bodegas, las contrataba de secretarias, siempre la misma técnica, al mes paseíto en el velero junto a algún inversor, para agrandarle los ojos a la chica o al inversor cualquiera de los dos era bueno, a los dos meses los paseos eran a solas, fines de semana, la repetida promesa de que su matrimonio estaba acabado y solo necesitaba un poco más de tiempo… y después el despido, fin de contrato… ¡No te preocupes mi reina, es solo por las apariencias, si tu sabes cuánto te quiero! Y si te he visto no me acuerdo, vuelta en bucle. Pero esta vez había mordido mucho, esta no era una jovencita recién salida del FP, esta ya tenía tiros y se había aferrado al julay como un naufrago a una tabla, era su última oportunidad, mientras aun conservaba hermosura, de sobrevivir en este monstruo de cemento, unos años más y acabaría de limpiadora en un ferry. Y si un hombre sin sueños es un hombre sin miedo, una mujer a la que le has destrozado su último sueño, es un diablo imparable. -

Cari voy a por bebida, espérame aquí cielo…

Esa voz de felino, le deshilvanaba el cerebro. “Espérame”, sabía que era mentira, pero no quiso replicarla. No habían pasado ni diez minutos de su marcha cuando el coche patrulla aparcó frente al chalet, seguramente no


era ni de ella, seguro que era del fiambre millonario, una copia de una llave que no había devuelto, ¡Pantera calculadora!... Los golpes retumbaron en la entrada, despertándolo de sus últimas reflexiones… ¿había merecido la pena? Pues claro que no, no hay polvo que lo merezca, pero lo que tenía claro es que no lo cogerían vivo.



HOY (Manuel Santamaría)

HOY Lolita llevaría un piercing en el ombligo y brackets, pero seguiría siendo el sueño de muchos cuarentones. Mata Hari no engatusaría a los hombres con bailes sensuales les sacaría sus secretos hackeando sus ordenadores. Robín Hood reventaría cajeros automáticos y regalaría sus escasos beneficios a los mendigos, el banco cubriría el gasto en reparación mediante comisiones. Hoy Don Juan Tenorio contaría sus conquistas en un programa de tele cinco, y poco tendría de Don. Hoy Arthur Gordon llegaría sin problemas a la Antártida mediante GPS, allí lloraría al ver en que estamos convirtiendo ese paraíso, de cualquier forma también caería en la locura. Hoy Hucleberry sería entregado a los servicios sociales, Donald Trump aprovecharía para fotografiarse con él en campaña cuando ya fuera un ciudadano de bien. Hoy siguen existiendo cientos de Oliver Twist, solo que en partes del mundo que nos dan igual. Hoy Don Quijote hace mucho que fue encerrado, no por loco, si no por algo más peligroso por soñador.

Hoy he descubierto que no me gusta el hoy.


ME VOY COMO LLEGUÉ (miranda)

Me voy como llegué, una mano delante y la otra después. Cociendo por orden en mi cabeza el error y en mi hígado la cerveza. Miro atrás lo que quedó, tras el amor el dolor, así es como debe ser, no existe final feliz en el mundo real, solo en la ficción. Ese minúsculo momento, furtivo y sutil siempre en movimiento, que es la felicidad, casi nunca te acompaña hasta el fin y es mejor así, porque se aprecia su paso raudo por las venas, se come los malos momentos como si no existieran esperándote a la vuelta, te hace volar sin alas y morir sin pena, acariciando cada segundo en caída libre desde la nube más grande a la más pequeña, cayendo lentamente hasta que te estrellas. Y así estoy, me marcho triste mirando la luna llena, deseando volver a encontrarme con esa felicidad huidiza y pendenciera, habiendo aprendido una lección que no quería saber ni de ella, empujando mi cuerpo fuera de tus fronteras, lejos de la felicidad pasajera, mi felicidad… ¡ay!... quien te poseyera. Me voy, antes beso tu foto como mi patria y mi bandera, me visto de gala y salto a la calle a buscar de nuevo a mi alma gemela, y como cada noche vuelvo a mi trinchera, con el arma vacía y las ganas más viejas, intentando evitar tu recuerdo, sin comparar nada de lo que tenía con lo que me queda, mirando hacia adelante, porque atrás nada queda. La libertad, locura infinita en la que te das cuenta, que tenías lo que querías, y al final, como el cuento mal contado sin su buen final, termino mirando las estrellas que cubren mi cabeza. Bebiendo cerveza, achicharrando al dragón que dentro de mí habita, por no saber valorar la felicidad, que con ella se vuela, y sin ella, es un sueño volar. miranda & bayto vs LALALA


LA SERVILLETA DE BANDU

(Paco García)

Facebook: “LA SERVILLETA DE BANDU” ©Paco García


OTRO PUNTO DE VISTA (Stephen Koontz)

Cuando salí detrás de la persona que admiraba, lo hice pensando que vería mundo, que me haría su amigo, que conocería otras culturas y formas de vivir y, quizás, también conoceríamos algunas chatis. Pero enseguida se juntaron los otros dos “tontosdelculo” y todo empezó a venirse abajo: Nos persiguieron en la campiña, casi nos matan en una posada, aunque un vagabundo nos avisó y nos ayudó a escapar. Subimos una montaña sólo para ver cómo herían a mi amigo, que casi pierde la vida... y yo la cordura. Al fin llegamos a nuestro destino. Creí que ahí acabaría todo, y lo hubiera dado por bueno sólo por ver algunas de sus maravillosas construcciones, y claro, por el porrón de tías buenas que había en estas extrañas tierras, como la rubia potente que se metía en mi cabeza y me dejaba imágenes subiditas de tono. Esa que me regaló una cuerda antes de decirme no sé qué del bondage y de que volviera pronto.... Pero no. Mi amigo no tenía bastante. Tenía que ser el héroe. Seguro que es por las historias que le contaba su tío loco, una mala influencia sin duda. Al final nos apuntamos a una misión absurda, y digo “nos” porque no iba a dejar a mi amigo solo, pero esta vez además de los dos encalomados éstos, se apuntaron unos cuantos más. No me sé ni sus nombres, pero todos estaban muy serios. Partimos juntos y nos hicieron subir a una montaña helada, pero helada que la nieve nos llegaba a nosotros a la altura del ombligo. Como no podíamos pasar, la volvimos a bajar para pasar por el interior. Y ahí casi palmamos y perdimos al viejo de las barbas. A la salida de la montaña estábamos todos tristes y mosqueados, pero volvieron a perseguirnos y casi nos matan otra vez. De hecho, se cargaron a uno. No importa cuál. Uno con un cuerno que estaba siempre mosqueado con mi amigo. Que le den. Lo dejaron hecho un colador, por capullo. Mi amigo decidió irse solo. ¡Y me dejaba atrás! ¡A mí! ¡Después de lo que habíamos pasado juntos! ¡De subir y bajar una puta montaña helada! Se montó en una barca y casi me ahogo persiguiéndolo. Soy tan estúpido que se me olvidó que no sé nadar... pero al menos sirvió para que me recogiera. Eso sí, va a volver a meterse en un río su tía la coja. Así que al fin estaba solo con mi ídolo. Un tipo al que admiraba de mi barrio y que no me echaba mucha cuenta ahora tendría que hablar conmigo y darme coba. Y fueron momentos felices. Pero enseguida nos volvieron a atrapar, un nota que se parecía al que dejaron como un gruyere. Al final le contamos nuestra historia y nos dejó ir, pero no sin antes estar a punto de palmar porque a mi amigo le dio por ponerse delante de un bicharraco con alas que casi se lo jama. Cada vez se volvía más gilipollas este amigo, y cada vez lo admiraba menos. Cuando nos fuimos, tuvimos que hacernos responsables de una extraña criatura que andaba detrás nuestra. No me cayó bien desde el principio. Me llamaba seboso cuando solo estoy fuertecito, y nos miraba como si fuéramos filetitos rusos, que no sé lo que son, pero suenan rico. Yo lo hubiera abandonado en la


primera gasolinera, pero no hay de eso en este mundo. Mierda. A mi amigo sin embargo le hacía gracia, lo adoptó. Decía no sé qué de que él podía convertirse en lo mismo ¡como si eso fuera posible! ¡él! que es lo mejor que ha dado mi barrio, convertido en un monstruo azul con ojos de dibujito manga, que tampoco sé lo que es pero sé que significa "muy grandes". El caso es que pensaba que sería útil para poder llegar a nuestro destino, otra montaña. Ésta del otro lado de la muralla china, sea eso lo que sea. Pero mi amigo ya no se ajuntaba conmigo, el feo le metía idea locas en la cabeza, que si yo quería violarlo y cosas así. Una noche pillé al feo hablando en voz alta de matarnos, así que lo cogí y le di de hostias, ¡qué bien me sentó! Pero mi amigo despertó y no me creyó, y además cuando vimos que no había comida el apestoso le dijo que me la había comido yo, y mi amigo me expulsó del grupo. No veas, tuve que bajar otra vez una puta escalera de piedra más escarpada que su puta madre, iba llorando de la rabia que tenía dentro, y para colmo me resbalé porque aún no se han inventado zapatos de nuestra talla y me pegué un talegazo del copón. Pero al menos me encontré con la comida y me di cuenta de que el feo de los ojos grandes la había tirado para tenderme una trampa. Del coraje que me dio subí otra vez las escaleras pensando en lo útil que serían unas mecánicas, pero cuando llegué arriba se habían ido. Después de buscarlos por una cueva oscura y apestosa encontré a mi amigo, del feo apestoso no había ni rastro, pero mi amigo estaba allí, y llegué justo a tiempo de ver como una araña gigante lo mataba, o eso pensé yo. Me cagué vivo. Pero recordé el motivo por el que estábamos allí y me lancé pensando en lo que le iba a contar a la rubia que me dio aquella soga y a mi amigo la luz esa rara y mágica. Casi la palmo, pero la maté yo a ella. Pude ver a mi amigo, ahí envuelto en aquel sudario. Lo creí muerto y le quité la reliquia que íbamos a destruir allí. Estaba despidiéndome de él cuando llegaron unos monstruos más feos y malolientes que el que nos llevó hasta allí y tuve que esconderme. Así me enteré de que mi amigo estaba vivo. Admito que ya a estas alturas no lo consideraba muy amigo mío, se había portado fatal conmigo, si acaso lo consideraba un vecino de los de hola y adiós en medio de la calle. Pero mi madre me educó a ayudar a todos los vecinos, así que fui detrás para ver si lo rescataba.Y lo hice, tuve que esconderme y hacerme pasar por uno de esos monstruos, pero conseguí llegar a él y ¿sabéis qué me dijo cuándo lo rescaté? ¿un hola o un gracias? No. un puto ¿Dónde está mi anillo?. Le dije que lo tenía yo, que se lo quité pensando que había “espichao” y que iba a terminar la misión yo sólo por mis cojones y por ver si la rubia potente me explicaba que era eso del bondage... el nota en lugar de agradecerme el esfuerzo se empeñó en que le diera su anillo "dimi mi inilli, dimi mi inilli", con una cara de yonki desfasado que casi se lo tiro a la cara con un "con pan te lo comas, ´saborío´"... pero me acordé de la rubia, me callé, y me aguanté las ganas de darle dos collejas. Al final llegamos a la puerta de nuestro destino, que era el monte del Destino. Nombre original ¿eh? Estábamos agotados. Él dice que era porque el anillo le pesaba, y yo digo que una mierda, que yo tuve que subir dos veces las putas escaleras y además matar a una araña del tamaño de mi casa. Pero en fin. Ya estaba hasta los “güevos” y quería volver a casa, o a casa de la rubia, me daba igual ya.


Me lo eché al hombro y lo metí en la cueva... justo cuando apareció el puto monstruito de los cojones, el de los ojos grandes que olía a pescado pasado, el pitufo horroroso, aunque nunca he sabido que es un pitufo. Mi amigo tiró “palante” él sólo, así que era la mía, lo iba a machacar a hostias al cabrón asqueroso. ¡Ui la que le dí! ¡Una por cada escalón de la puta escalera que bajé y subí por su culpa! Entré en la cueva, y hacía un calor de cojones, casi me quedo en calzoncillos allí mismo. Pero me acordé del encuentro con la araña gigante y mi accidente y me dio corte. Al fin habíamos llegado. Mi amigo cogió el anillo, estiró la mano, y cuando sólo tenía que abrirla y dejarlo caer... ¡va el hijo de la gran puta y me dice que un carajo! ¡que se lo queda! ¡que es su tesoro! ¡Será cabrón! ¡Oh, si se hubieran inventado las metralletas le hubiera dado quinientos tiros todos en la boca! Pero como no, me fui para él dispuesto a dejarle la cara con más bultos que una torta de Inés Rosales, que deben de tener muchas aunque nunca las haya visto... pero se me adelantó el puto feo de los cojones, forcejearon, y de un mordisco le arrancó el dedo del anillo. A ver quién te arregla eso, chaval, con tus muertos. En ese momento me la pelaba mi amigo, la verdad. Estaba hasta la polla de la tontería del anillo de los cojones. Por suerte, en el forcejeo los dos perdieron el equilibrio y se cayeron a la lava. "¡Yuju! No tendré que cargar con el capullo egoísta este", pensé. Pero no, estaba colgando y a salvo. Os juro que le hubiera tirado una piedra, pero pensé en mi madre... y qué coño, en lo que le contaría a la rubia potente... y lo rescaté. Pensé que ahí acabaría todo. Pero no. Como tengo mucha suerte, la providencia me premió el esfuerzo mandándome un terremoto. Puse a mi amigo a salvo, caí a su lado y dije ¡al carajo! Cerré los ojos y me dormí. Luego nos rescataron y nos trajeron a esta hermosa ciudad. No me acuerdo de nada del viaje ni de los días después. Yo desperté antes que mi amigo, comí como un caballo y la rubia al fin me explicó con clases prácticas lo que es el bondage. Y eso ha cambiado mi vida. Mi amigo sobrevivirá, o eso dicen. Pero la verdad es que apenas puedo verlo. Pongo buena cara delante de los demás porque no es plan de ponerse borde, pero lo que me ha hecho pasar no se lo perdono al nota este. En breve partimos para el barrio y la verdad es que no quiero irme de aquí ¿habéis visto a mi rubia? ¿Quién querría dejarla? Además, para colmo el viaje es con el capullo de mi amigo y los otros dos “tontosdelculo”, que resulta que también han sobrevivido a no sé qué historias. Se llevan “tol” puto día hablando de ellas, pero como me la pela, la verdad es que no me entero de nada. Se me pasa el tiempo recordando a la señora rubia de sedosos ropajes que me enseñó para que sirve una buena soga élfica... cuando llegué a La Comarca me voy a hacer más pajas que un mono “metío” en un canasto. En honor a mi rubia potente." FIN El señor de los anillos contado por Samsagaz Gamyi o "La próxima vez que te quieras ir de viaje va a ir contigo tu puta madre, Frodo de los cojones".




LOBO (Manuel Santamaría)

Envidiaban tu fuerza, no soportaban tu orgullo. Destrozaron tu bosque, profanaron tu casa. Fuiste el malo de sus cuentos, enseñaron a sus hijos a temerte. Envidiaban tu fuerza, no soportaban tu orgullo. Te odiaban por alimentarte, exponían tus restos como trofeo, capturaron a los más débiles. Envidiaban tu fuerza, no soportaban tu orgullo. Los domesticaron, los cruzaron. Fueron pasando generaciones, hasta que fuiste lo que ellos querían. Envidiaban tu fuerza, no soportaban tu orgullo. Por eso crearon a un sucedáneo, uno que podían manejar, uno al que bautizaron como el mejor amigo. Envidaban tu fuerza, no soportaban tu orgullo. Ellos querían un sirviente, un payaso. Ellos querían un inferior, no un compañero. Envidiaban tu fuerza, no soportaban tu orgullo.


LOS LUNNES (Juampe)



MÁS MEMORIAS DE SAFONT (Garven)

En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado Ramón G. de la Serna.

He vivido de niño en un barrio marinero. Vecinos marineros del río. Íbamos con botas de buzo por la calle, con escafandra al cole, con una carpa todavía viva a la espalda que arrojábamos sobre el pupitre pensando que era el libro de ciencias. Buscábamos novia entre los tarayes del río. Pero resultó que mi primera novia un día vino inesperadamente por la tele para pedirme salir. Era la Cantudo. Se coló en casa y todos, hasta las mujeres de la casa, nos enamoramos de ella. La Cantudo podría ser egipcia, de un Egipto rabiosamente faraónico; del Nilo más bravo; de la España más egipcia. La Cantudo me dijo que cuando dios creó a Eva ya estaba ella antes; que se había hecho a sí misma. Y por supuesto Adán se había ido con ella dejando a Eva en el manzano con todo ese rollo de la serpiente. La Cantudo desnuda, blanca y negra, ahora me llevaba de la mano por el edén del río. Tenía una mirada de jefaza que acojonaba un poco cuando lo hacíamos tras la presa que aguaba nuestra voz chillona. Eran mis fantasías negras de río y vedetes. Qué mujer la Cantudo. La mujer más bella del mundo no era para mí Ava Gardner. Para mí era la Cantudo. Se me ha quedado el olor de María José para siempre. Todo me huele a ella. Ninfa de la tele del río. Qué nombre aquel: “Cantudo”, suena a duro, a descalabro fatal, a canto cornudo. Durante muchas noches la Cantudo fue mi almohada. Lo raro era que al despertar había cabellos largos, lisos y negros y un olor a culo en la solapa de mi pijama.


Ya puedo estar en Venecia, en Nebraska o en Benidorm, que oigo el borboteo del río. Y digo yo si no seremos caracolas de nuestras riveras. En la cama, después del amor o antes del amor, la mujer escucha sobre mi pecho y espera unos latidos, pero oye un río. El río hace ochos entre mis piernas como una gata de espuma con cola de gotas. Hay ya una sensación de ir mojado siempre, aun después de haber tendido la ropa. Hay una sensación de no caminar sino de dejarse ir, de no conducir sino de navegar con el inútil remo de un palo de la fregona sin fregona. Recuerdo cuando las cosas bajaban deprisa por el río. El río venía a veces cargado de muebles rotos, carcasas de electrodomésticos, muñecos de goma y ruinas de plástico que huían de la cornada del río como en unos sanfermines del agua. Mis ambiciones mojadas de río, lavadas con el agua triste. Mis “proyectos” para el futuro era que yo sería un tipo grande, un gran tipo que podría salir en los libros de texto de los chavales. Un actor guapo, un pintor por fin reconocido; un Stephen King de los monstruos del río, un afamado ginecólogo que hablaba con rigor científico, irresistible y cachondo. También el más joven futbolista, el más joven maestro al piano. O cura con ínfulas de santo porque me habían visto caminar sobre las aguas del río como a Cristo por el mar muerto. ¿Y qué soy? Tonto perdido. Un andarríos.

Soy habitante de un trozo de río, de doscientos metros lineales de agua, no de todo el Tajo, sólo de la rivera de mi barrio, ni siquiera reconozco el resto del río que sigue por Toledo, ni por el noreste ni por el suroeste. Soy nacionalista de Safont; afluente de la Antequeruela; indígena vestido con pieles únicas de aquí, bailo la jota de mi calle y hablo la jerga de los covachos. Veo cómo el agua disidente emigra al mar a pesar de las presas y de mis bromas. Palos, ruedas, harapos y una bota atracan en mi puerto por un día como en un crucero solidario y barato hasta que se hunden un poco y parecen pequeños titanics. Si mi muerte fuera anunciada, como la del colombiano pero sin tanto bombo ni asesinato; si se me concediera un último capricho, pediría que arrojaran un piano al río. Por ver navegar la música, por ver ahogarse a los románticos; por llorar un poco recordando mis soñados pianos y poner un final a mis conciertos. ¿Haríais eso por mí? ¿Tú, hija, lo harías? ¿De dónde coño sacaréis el piano? Valdría uno malo, roto, como tu guitarra, hija; pero que esté enterito. ¿Desde qué orilla lo arrojaréis? ¿Desde qué puente sin que os vean? Qué estrépito de agua y martillos; la risa algo fúnebre y llena de dientes marfileños del piano en el agua, navegando un poco hasta desaparecer como otro titanic, sonando por los coletazos de las carpas, hasta que fuera ya un ataúd en un remolino. Qué antojo el mío. Pienso en ello e imagino que tras este insólito espectáculo; que una vez saciada mi voluntad no saciéis la vuestra y os diera por comprar pianos


para arrojarlos al río; por verlo todo como un happening, o una nueva sonata para youtubers, y así. Ahorrando un poco hasta adquirir otro piano para el río. La luz azul de la policía refleja en los barnices oscuros del piano que estáis a punto de empujar. Os sacan la multa pero no olvidaréis los pianos y el río, y querréis otro epitafio como éste para vosotros también.

Voy a tirar también mis gafas al río. Arrojar las gafas al río podría ser un suicidio parcial de la vista. Deshacerse de las retinas de dos de los cuatro ojos en caída libre al río desde el puente nuevo por ver cómo bucea la pequeña criatura ortopédica, por dar al río unas gafas de buzo o un pequeño batiscafo. Entonces voy y tiro mis gafas al río. Irremediablemente ya pienso si no ha sido una tontuna lo que acabo de hacer; sí, llevan un par de años o más conmigo, tocaba cambiarlas quizá. Pero he asesinado a una buena amiga: torpemente bracea con las patillas en el agua pero se hunden deprisa por el peso de los cristales de cuatro dioptrías en cada ojo. Y va uno sin gafas y diciendo que lo ha hecho para mirar la vida borrosa y confusa; literaria. De regreso a casa reconsidero el crimen y me entrego en la óptica más cercana. He asesinado a mis gafas como a una Ana Bolena de las gafas. Ahora son irrecuperables, ya en el fondo. Le he puesto gafas a los ojos ciegos del fondo. Le he puesto ventanas a las pequeñas huras negras del pez gato.



NO MÁS ADAGIOS (miranda)

Me miraban, atrapados en el pasado, sin futuro pues estaba en mis manos. Los miraba, inmóviles, quietos, sujetos al papel que los había atrapado. Quemé todos aquellos recuerdos para liberarlos, mientras ardían, para ambientarlo, puse un adagio, encendí con las llamas un cigarro, tire de la anilla de la cerveza y me tumbe a llorar. Se consumían nuestras fotografías entre el bien y el mal, sonaba Albinoni y pensé, por un momento, que con solo eso borraba mis malos y mis buenos recuerdos. Tan fácil es salir huyendo, y sin embargo, sin haber recorrido ni un metro, tumbado y llorando, ya los echaba de menos. Me miraba, me veía atrapado, rompí también mi espejo, arañe mi cara para no tener ningún recuerdo, y si hubiera tenido valor los ojos, para no volver a verlos. Me fui de casa muy lejos, me senté en los confines del dolor, del olvido y del miedo, bebí un sorbo de cerveza fresca, y esperé, a que el sol no saliera de nuevo.


CUCO (Manuel Santamaría)

EL ESPÍRITU de Samuel McNiven miró a su cuerpo por última vez, yacía en una fría cama de hospital. Se despidió del cascarón, que tan bien le había servido durante ocho décadas, miró a sus amigos llorando a su alrededor y perdió unos segundos contemplándose en estado espiritual, su primera forma la de Kur-al Thot, el hechicero Sumerio que había descubierto el secreto de los dioses. Este era el lugar ideal para buscar un nuevo huésped. Si no hubiera dado órdenes precisas, lo habrían ingresado en una lujosa clínica de pacientes terminales, aquí en un hospital público solo tendría que bajar unas cuantas plantas y llegar a maternidad. En la habitación 318, acompañada de atentos familiares observó a una joven de unos veinte años a punto de dar a luz, parecía sana al igual que el muchacho que le sostenía la mano con ojos amorosos. Albergaba un varón, justo lo que necesitaba. Su presencia se introdujo, a través de la madre, en el nonato. Dentro de la matriz los entes se contemplaron desafiantes: El alma de la criatura era como un pajarillo indefenso, brillante con la pureza de un ángel. La suya era completamente negra, había truncado muchas vidas, la pequeña luz no podía nada contra él. El combate solo duró segundos, la destrozó y ocupó su lugar en el corazón del pequeño. Otra nueva vida le esperaba, así seguiría mientras el mundo girara o no pudiera soportar más el trauma del nacimiento, esto era lo más complicado, si quería conservar toda su sabiduría y no perder su esencia debía ser consciente en todo momento. Cuando cumpliera diez años llamaría a cierto número de teléfono y diría cinco palabras que le había dejado a su notario en un sobre lacrado, asumiría de nuevo el control de sus empresas como el poder oculto en el consejo McNiven. Gracias a “su muerte” sabia quienes de verdad eran sus amigos. Esta era una gran época, sin magia que pudiera hacerle frente solo un error de los médicos podían privarle de su destino.


VÁTER-TRILOGY (Garven)

I A veces pasa que cuando me hablan, cuando me cuentan algo y yo les miro y asiento con la cabeza, en realidad no me estoy enterando de nada porque estoy en mi mundo, a lo mío. Sí, ya sé que eso no está bien, sobretodo porque no me gustaría que me lo hicieran a mí. El otro día me decían cosas (bla, bla, bla). Y resulta que yo estaba pensando en el día del juicio final.

EL DÍA DEL JUICIO FINAL. Recordé cuando en una misa el cura leía algo del apocalipsis que venía a decir algo así: “Las trompetas sonarán por los sepulcros de todos los reinos…” Entonces pensé qué música podría sonar esa mañana de resurrecciones, y me vino la melodía del The show must go on de los Queen. Una versión para trompetas y batería. A través de las fosas y los panteones suena esta canción versionada por los ángeles que la tocan un poco como de charanga. Jóder, piensa uno en que ese día la música debiera ser algo así más cerca de Wagner, algo más vehemente y atronador donde predominarían los sonidos graves y las notas blancas. Pero no. Los esqueletos recompuestos nos miramos y decimos «pero coño, si eso es de Fredy Mércury» entonces cae uno en la cuenta que esto de la eternidad va a ser algo mundano, otra vez más de lo mismo. La misma vida de siempre. Un rollo eterno sin fin porque no podemos morir dos veces. Las divinidades nos dicen que el show debe continuar. Menudo coñazo.

II También me pasa cuando pongo “megustas” en el féisbuc o acepto alegremente solicitudes de amistad, todo porque el mismo féisbuc me había dicho: “Garven, hace mucho que no pones nada ni sabemos de ti”. Claro, cómo vais a saber de mí si la cabeza está en otro sitio pensando en cómo un tal señor X llegó a ser ministro.

LA ASCENSIÓN Y CAÍDA DE UN TAL SEÑOR X Lo que sabemos del señor X es que fue un niño cordial criado en un buen ambiente de una familia de clase media. No le faltó de nada pero tampoco tenían excesos en casa. Terminó bien sus estudios a pesar de algunas recuperaciones en septiembre y consiguió después un empleo decente y una relación con una chica formal. Era un buen tipo; asertivo, parlante y optimista. Se casó y vivieron en un pisito de un barrio de la periferia de la


ciudad. Allí fue el presidente de la comunidad de propietarios, cargo que daba de sí por su porte conciliador para con los vecinos. Luego se enroló en asociaciones culturales, y poco después se afilió al pesoe o al pepé, o a otro (total da lo mismo). El caso es que le llamaron para las oficinas de Madrid, y entre cargo y cargo llegó a ministro. Un día se reunieron la Merkel, Trump, el francés, el inglés, nuestro ministro señor X, y más gente importante con traje. Estaban reunidos en un buen hotel de Madrid para pactar sobre algo en general. Sentados ante una mesa donde se les iba a hacer una recepción y una rueda de prensa, un par de camareros muy profesionales tomaban nota de las consumiciones que iban a tomar aquellos altos cargos. La Merkel, Trump y los demás pidieron cosas comunes y elegantemente servidas como café, vinos de la tierra, etcétera. Y es aquí, cuando le toca el turno a nuestro señor X, en un ejercicio snob o porque realmente le apetecía, pide un polo-flash de limón. El camarero no da crédito y consulta de nuevo al ministro señor X, éste se reafirma: «Sí. Quiero un polo-flash de limón, por favor». Como en el hotel no hay polos flash tienen que ir a unos chinos cercanos. Allí tienen flases fabricados en China pero castellanizados con nombres como “Extra-flash”, “Mundo-flash”. El caso es que la prensa se hace eco y sale en las portadas la foto del ministro chupando del flash con un par de altos cargos riendo la ocurrencia. Él pensó que sería algo simpático pero tuvo un efecto contraproducente; había titulares como “con la que está cayendo y el ministro en el recreo”, “Insistió en que él quería un polo-flash y la reunión se demoró hasta que los camareros adquirieron el capricho del ministro” “mientras el G-8 busca soluciones, el ministro busca un polo”. Su foto cachonda, chupando con fruición del flash y apretando el plástico por abajo, dio la vuelta al mundo. Cuando era preguntado una y otra vez él hablaba de los recuerdos de su infancia, etcétera; pero su cara delataba nerviosismo, seguro que pensaría eso de “tierra trágame”. Su mujer y sus suegros tenían un disgusto del carajo; nadie entendió la ocurrencia de X. Tuvo que dimitir alegando comprensibles pero inventadas escusas; acabó divorciándose y lo último que sabemos es la recoña que tienen con él cuando entra en algún bar de su barrio, donde no hace más que entrar y ya le está ofreciendo el camarero un flash tras una carcajada. X no tiene más que sonreír la ocurrencia y hace que lee una revista. Pero yo creo que fue el mejor ministro que tuvimos jamás.


III Después de ver la reposición de la película del Titánic en la tele la buena, la última, la de James Cameron fui al Ahorramás a comprar un pollo (los traseros enteros y la pechugas en filetes, por favor) pero casi se me pasa la vez pensando en los músicos del Titánic.

LOS MÚSICOS DEL TITÁNIC Creo recordar que eran un cuarteto de cuerda o un quinteto. Da igual, yo me voy a centrar en el del contrabajo. Tío, con un poco de imaginación tienes una canoa de tres pares de cojones. Pienso lo que yo hubiera hecho si fuese el contrabajista del Titánic: Después de terminar la última pieza musical, esa que tocaron con el barco a punto de hundirse (la escena donde el violinista dice eso de: «caballeros, ha sido un placer») obviamente yo también haría el paripé de hacerme el héroe como ellos, pero no les contaría mi plan, está claro, no vaya a ser que se quieran acoplar todos en mi pequeña barca. Una vez escabullido en algún rincón del ruinoso Titánic me liaría a pisotones con el contrabajo, concretamente en la zona delantera donde están las cuerdas, hasta hacer, lo mejor posible y a base de pellizcos, un hueco ergonómico para meterme dentro. Un remo ideal sería el violín de alguno de mis compañeros, pero claro, pedírselo sería destapar el plan y encontrarme en la embarazosa situación de compartir mi contrabajo convertido en una caja de esperanza, y quizá lo que es peor: ver cómo se ahogan mientras yo me alejo diciéndoles «Lo siento tíos, contaré cómo habéis muerto por la música». Así que con las manos enfundadas en los zapatos improviso unos remos, subo al contrabajo y zozobrando un poco pero a flote logro alejarme del barco y su catástrofe. Una vez hundido el Titánic y yo flotando a la deriva, totalmente seco y a salvo, pensaría en mis inicios en la música y cómo el destino me llevó a tocar el contrabajo: En principio, de niño, la idea de mi madre era el violín, pero llegamos tarde a la matrícula y sólo había plazas para el bombardino y algún otro instrumento de viento-metal. Durante un tiempo mi madre (una melómana romántica frustrada) y yo seguíamos obcecados en conseguir clases de violín. Mamá enviudó de mi padre demasiado pronto, cuando yo aún gastaba pañales. Tengo un vago recuerdo de él: Era otro loco de la música, tecleaba sobre la mesa haciendo que tocaba el piano y tarareaba canciones, creo que aquello me hacía mucha gracia. Pensamos en el conservatorio de la capital pero desistimos porque estaba demasiado lejos. Al cabo de unos siete años se nos había pasado un poco la fiebre de la música y me puse a trabajar en una tintorería. Durante este tiempo conocí a Durán, un chaval que hacía sus pinitos en un sexteto de jazz. Me encantó esa vida entregada a los bares y clubes nocturnos, donde además de pagarte bien, había copas gratis para los músicos, pensión si salías fuera y


algún amor exprés. Necesitaban un contrabajista, pues el anterior se había casado y esperaba un crío, así que cedió el violón a la banda; decía que tenerlo en casa para tocarlo sólo los domingos sería demasiado duro. Entonces Durán me lo propuso y me enrolé en aquel grupo. Aprendí pronto a tocar muy bien este gigante de cuerda y madera, era como pellizcar la barriga a una señora. Por supuesto me olvidé del violín y seguí largo tiempo de gira con la banda y mi violón a cuestas; yo ya era uno los seis hermanos. Hasta que en un local de Dublín, un tipo trajeado y algo siniestro me propuso lo del Titánic: completar la orquesta del barco cobrando el quíntuple de lo que ganaba hasta ahora. Durán no se tomó a bien la noticia pero le prometí que la cosa no duraría más de un mes y que parte de lo ganado sería para el grupo. Así me veía, con estas divagaciones a la deriva por el Atlántico, dentro de las tripas de mi contrabajo, el destino y mi pericia me salvaron la vida. Si mi madre se hubiera empecinado, quizá mi violín estaría junto con los otros flotando sobre nuestros cadáveres hundidos a media agua. Pensé en que sería difícil que Durán creyera mi historia al verme llegar con el violón roto y sin dinero; pero la noticia en los periódicos le convencería.

¡¡Hostia!! Lo que se me acaba de ocurrir



A MÍ ME GUSTAN LOS EPISODIOS DE BATMAN Y ROBIN ¿Y A TI? A MÍ LOS EPISODIOS DE PUIGDEMONT Y JUNQUERAS


ORIENTE (miranda)

¿ES EL ORIENTE? y Julieta es su luz, es el norte y anuncia fríos mortales, es una historia hecha poema, una tragedia de amor. En un rincón, en tu rincón encontraras tu vida tirada, esperando ser estirada para que la dé el sol. Encontraras tus más vagos recuerdos enredándose unos con otros, durmiendo el sueño del justo, hibernando la ilusión que cada día es más fría, que cada día da menos calor. Solo deberás cogerlas con mimo, acariciarlas sin que despierten, lo justo para aliviar el dolor de afrontar el día a día, cada día con menos ilusión. Tu recuerdo aun me impulsa con tu perfecta peca negra, siento tu grito en mi interior que aun se me revela, que impone sus condiciones, tú me sirves de inspiración.


SEPTIEMBRE (Manuel Santamaría)

Ya llegó septiembre, el noveno, el que marca el final, pero sin embargo es el principio de las clases. Septiembre con sus atardeceres de luz difuminada, con su playa de paseo y de sonidos locales.

Septiembre con caritas de niños dormidos camino del colegio, de la mano de padres haciendo números y sacrificios para comprarles los materiales. Septiembre con su pobreza, con su incremento del paro, con los despidos gratuitos de trabajos precarios veraniegos. Septiembre con las ganancias estivales de los empresarios y el “al menos es algo” de los trabajadores.


Septiembre que mira a noviembre con sus frutos secos, a diciembre con sus turrones, enero con la ilusión de los más pequeños, y en Cádiz, en mi tierra, mira a febrero con el inicio de las coplas. Septiembre de primeros sones, de tímidos acordes, de risas en los ensayos, papeleras llenas de apuntes de autores y primeros apuntes de los universitarios, los que empiezan los que sueñan, los que no saben donde acabarán.

Septiembre de orgullos tragados, de juramentos en febrero de no volver a salir, pero es mirar la guitarras y pensar solo en lo bueno. Septiembre de ruidos laborales en las calles, abarrotadas con las salidas del cole, solitarias a media mañana, desiertas en madrugada. Septiembre de risas en los institutos, con los primeros amores de pupitres, los amigos para siempre, hasta que la vida los separe. Septiembre, pero ¿qué sabrás tú de eso?, si solo eres un número en un almanaque, solo sabes que llegas, que te irás y que el año que viene volverá septiembre.


DIX EL REVERSIBLE (versión 2017) (Garven)

La idea le vino a Dix cuando vio a aquel muchacho que mostraba a sus amigos cómo convertía su chambergo vaquero en una chaqueta naranja con sólo volver del revés las mangas. De modo que Dix defendía la tesis de que todo ser humano contiene un reverso físico que como la chupa del niño podría ser extraído y expuesto después de una manipulación y asistencia especial. Lleno de complejos Dix maquinaba estas cosas. En grandes paseos hacia ningún sitio pensaba en su proyecto sobre la reversibilidad humana. Si esto se demostrara podría hacerse rico, científico, y a lo mejor premio Nobel. Cierto día, convencido de que había llegado la parte empírica de su tesis, Dix dispuso de desnudarse en el salón-comedor del piso alquilado que pagaban él y otro que malvivía con él: un viejo muy viejo que Dix llamaba “La Abuela”. La Abuela no era la abuela ni el abuelo de Dix; pero al viejo le llegaba dinero desde alguna oficina puntual que les daba para lo justo. Podría decirse que este misterioso viejo patrocinaba a Dix y ahora iba a asistirle en su tarea. Quedaron en que si la cosa funcionaba, el premio sería a repartir. La Abuela tiene la risa de una calavera y los ojos de un muñeco que no tuviera ojos. Dix inclina despacio su cuerpo desnudo hacia delante, se agarra las nalgas y presenta el ojo de un culo dilatado al viejo que ya ha estudiado el manual y previamente se ha pringado con un gel el brazo. Ahora hunde la mano huesuda y temblona por el trasero de Dix; en dos segundos ya ha introducido todo el puño. Dix hace aspavientos de dolor, obviamente no es agradable, pero él ya contaba con esto. El codo ya ha entrado; Dix se agacha más para facilitar la maniobra. La escena se asemeja a una asistencia veterinaria del parto de una yegua, pues pronto tendrá el viejo todo el brazo hundido. La idea es llegar hasta la nuca por dentro, claro. Los dedos del viejo bailan en el cuello de Dix como si dentro viviera un alienígena. –Ya lo tengo. Dice La Abuela. –Pues tira para ti, con fuerza. Ordena Dix hiperventilándose. El viejo recupera su brazo asido a la nuca de él. Esto desencadena un proceso increíble: la cabeza de Dix se hunde entre sus hombros según recobra La Abuela el brazo; los hombros y el tórax parecen tragarse a sí mismos en un nudo imposible; pueden oírse las dislocaciones de huesos y cartílagos. -¿Qué tal? Pregunta una voz muy vieja. –Sigue, Abuela. Contesta él dentro de él y su voz delata asfixia. Al fin asoma el cráneo renacido de Dix por el esfínter dilatado de Dix, untado de heces, flujos y algunas hebras de sangre; emana un vaho que es fétido pero soportable. Dix coge aire urgente por la boca transformada y ahora como recién nacida; Dix está pariendo a un Dix inverso donde la madre/padre desaparece a su vez. Mientras el viejo prosigue cansado tirando con tiento para recuperar el resto del cuerpo parecen encallarse las piernas que resisten la revuelta; Dix llora y quizá piense que puede morir como ocurre en algunos desafortunados alumbramientos. El envés empieza a tomar una forma humana creíble, el viejo ha terminado. Dix se levanta despacio y suenan sus articulaciones. Mira al viejo, tiene miedo de la cara de miedo de La Abuela, pero es la cara de siempre. Dix coge aire, se tapa la nariz y la boca con la mano y sopla inflando los carrillos de su nueva cara: las orejas saltan a su nuevo estado como un resorte y el pene le brota como la tetina de un biberón. Corre hacia la ducha, primero quiere estar limpio antes de mirarse en el


espejo; se siente viscoso y, por supuesto, se siente otro; tenía razón; REVERSIBLE. Al secarse la cabeza nota la punta dura de los dientes… ¡oh, dios, por fuera! ¿y los labios? se apresura al espejo. Sí, la chaqueta de aquel muchacho era convertida en otra naranja y molona. Pero Dix es ahora un humano desde dentro hacia afuera, rojo y envuelto en venas latentes apenas protegidas por una telilla transparente. Las narices son dos burdos orificios calavéricos y la boca un desastre de muelas y encías donde le colgaba una lengua exagerada que se movía como un pez vivo. Dix goteaba por todos lados, a pesar de la toalla, exudaba secreciones. Sentía un horrible escozor por toda la chaqueta naranja de su cuerpo, al mirarse el pecho se vio el corazón colgando que botaba loco, parecía un gran broche animado o un gordo clavel en la solapa. Pidió al viejo invertir otra vez el traje natural de su cuerpo, pues éste en verdad le parecía terrible y doloroso. Cierto que Dix corroboró su tesis, podría ahora exponerlo y probarlo en un congreso (adiós radiografías, si a uno le daban la vuelta ¿para qué las resonancias?). En el salón La Abuela estaba doblada en el sofá con el rumor de cualquier programa de la tele. No se movía, no decía nada, parecía muerto, estaba muerto; Sí. Estaba tan arrugado y flaco que parecía que había muerto dos veces. No había teléfono para pedir auxilio; Dix acudió a los vecinos para que llamaran a la morgue, pero se alarmaron al ver esa mole de carne con las vísceras colgando como las cartucheras de un soldado marciano. Y avisaron a la policía, claro. Dix corría por la calle, quizá más buscando una solución para su caso que para el viejo muerto. Sus pasos dejaban la huella sangrienta de sus pies lijándose por el asfalto, sus gritos eran guturales y sus frases de socorro ininteligibles. La policía le acorraló y le encañonaron. Acordonaron la zona y pronto llegó una camioneta donde bajó un agente con un peto ignífugo que portaba un lanzallamas. Dix pensó en Juana de Arco, pero su corazón sí que ardió.




EL PLANETA DE LAS RATAS (Garven)

ADÁN Todavía Antonio no es Adán. Eso pasará después, cuando él piense que está viviendo un extraño Génesis. Pero todavía no. Hoy camina como ayer y anteayer a un paso deportivo, con leggings cortos y una camiseta fluorescente que empieza a mojarse; el móvil atado del brazo donde la app le dice eso de las calorías y los latidos y cosas así. Está muy bien; es necesario esto de caminar por despabilar un poco el corazón arrugado de tanta luz digital. Son muchas horas de oficina y de internet y de compras desde casa. Pocos metros andando a buen ritmo y ya nota el calor y la humedad en el cogote y en los sobacos. Sale mucha gente; gastando suela, pisando acera, aderezados con licra y auriculares. Se ha fijado en que una chica y él se cruzan en el mismo tiempo y lugar (sobre las nueve de la noche a la altura de la sucursal 103 de Bankia) se ven primero enfrentados como dos trenes en vías paralelas y luego se pasan y hacen un rebufo que deja una leve tufarada a sudor reciente. Un olor atávico a sexo; a hembra para él y a macho para ella. Pero ella todavía no es Eva. EVA Digo que María todavía no es Eva. También a ella le toca el lirismo deportivo de las caminatas. Son demasiadas horas de estudiar mucho y comer mal en una postura sedente que adormece las posaderas. El smartphone es algo mejor que el de Antonio. Su app además le dice los metros que quedan, los metros que ha hecho y su récord y más cosas. «Ya viene ese chico» se dice cuando le ve iluminado por la luz verde de Bankia. María es de sudar mucho por la cara, especialmente el bigotillo, se lo seca con la manga en un movimiento rápido, también del cuello se escurren gotas al canalillo del pecho. «Ya está aquí ese chicho» verde Bankia, raudo como una transferencia por internet, olor a billete que entregara un tipo pusilánime a una prostituta la primera vez que visitara un puticlub. Ya está aquí ella, ya estamos aquí los dos. Pero ojo, no se están enamorando, no vamos por ahí. Esto es pura necesidad de la raza. Extrañamente se reconocen; sus estelas se huelen los culos y se reconocen; el resto de personas somos de otro pedigrí condenados a desaparecer. ADÁN Y EVA Saben que se encontrarán, que se cruzarán una tarde tras otra en ese punto financiero cerrado a esas horas pero iluminado todavía. El coincidir es cuestión de aminorar o apresurar el paso hasta llegar juntos a ese ocaso de sol verde y halógeno; y mirarse y esnifarse. ¿Por qué no paran? ¿Por qué no


un «hola»? Son ya muchos días de complicidad oliéndose los mismos humores. Un día reparan en que no hay nadie en la calle, en casa, en la oficina, en la universidad. Pero ellos de momento siguen encontrándose allí. ¿Qué está pasando con la gente? Los contactos de María y Antonio se han diezmado y apenas caben en un pantallazo del móvil. Un solo autobús urbano lleva tres tipos oscuros, luego rodará vacío. La misma chica del tiempo da el tiempo en todos los canales televisivos; incluso se atreve con el informativo y los deportes, aparece con ojeras y muy nerviosa hasta que un día se emite eternamente la imagen sola de un plató vacío. Todo ha ocurrido muy rápido; todo se ha vaciado enseguida. Antonio y María han dormido mal solos. Tienen miedo. Sus móviles son dos botellas con un mensaje dentro que arrojan a un mar digital que se está secando. Salen y se alegran de verse a lo lejos, de encontrarse en el mismo sitio «al menos tú no has desaparecido» «al menos tú no has desaparecido». La ciudad está vacía de humanos pero encendida, con todos sus suministros, con todo su patrimonio, como pasa en algunas películas futuristas. Los demás no estamos, quizá nos ha pasado algo así como a los Neandertales. Pero María y Antonio sí están, su especie continúa por alguna resistencia que no sabemos nadie, ni ellos siquiera. Parados junto a la sucursal fluorescente está claro que ahora tendrán algo que decirse y se dicen, en resumidas cuentas, que por lo visto sólo se tienen el uno al otro; entre nervios y desconcierto hablan y notan el calor de sus alientos. Son jóvenes y reproductivos. Acuerdan ir a casa del uno o del otro, corroboran un día tras otro que nadie responde ni aparece. Sí, hay insectos y animales; las cucarachas se hacinan en lugares donde la comida se pudre. Los gatos corren por el asfalto y los perros solos parecen nuevos ciudadanos, algunos arrastran la correa. Proliferan las moscas y los pájaros. Los peces saltan en los estanques y los osos han bajado poco a poco desde el norte. En un bar que ha quedado abierto como otros muchos establecimientos María y Antonio se sirven un refresco; un perro sale súbitamente de la cocina con un filete en la boca. Es aquí donde Antonio dice: «nos parecemos a Adán y Eva». María sonríe pero repara en que son unos Adán y Eva inversos. Si aquellos fueron los primeros, ellos parece que son los últimos humanos sobre la Tierra. Deciden a partir de ahora llamarse así: Adán y Eva. Eva conduce su Peugeot azul hacia el pueblo de la abuela de Adán. Él no cree que todo el mundo resbalara en un pozo negro u otro extraño caso de exterminio. Pero al llegar al pueblo, el mismo silencio espeso, aparcan y caminan entre muros enjalbegados donde salen gatos y palomas de algunas puertas que quedaron abiertas. La puerta de la abuela está cerrada pero la ventana no, Adán se asoma, grita y muchos gatos y ratas se espantan y


saltan por otras ventanas laterales; observan que los gatos y las ratas no se hacen la guerra. Las campanas programadas de la iglesia dieron las doce del mediodía. Deciden marcharse porque no hay NADIE. Adán se pregunta si al menos en los cementerios seguirán los cadáveres. Viajan por ciudades donde solo habitan los maniquíes encerrados en los escaparates y los amables modelos estáticos de los carteles publicitarios. Las máquinas aún funcionan, los semáforos abren y cierran; la hierba ha crecido entre el alquitrán; hay un escándalo de animales en la calle y dentro de los edificios vacíos viven alimañas. Pronto será todo una especie de jungla urbana. Adán y Eva conviven en el piso de uno o de la otra; no tienen interés por las otras casas y hoteles que han quedado abiertos. Solo toman lo necesario para abastecerse de una comida que empieza a podrirse en algunos estantes frigoríficos que se han averiado; pero hay suficiente vitualla, sólo hay que buscar un poco. Conscientes de este matrimonio exprés y sexualmente tenso, Adán y Eva pasan a una disco del barrio. ¿Podríamos decir que se aman? Entienden que no deben separarse mientras vivan. Espantan con palmadas a unos gatos holgazanes que dormitan sobre las escaleras de felpa negra y se sirven dos birras casi congeladas. Eva acciona algunos interruptores para dar una iluminación tenue a ese antro otrora plagado de bailarines y parejas. No funciona el aparato de la música. Y aquí se me va el relato a lo guarrete. Quisiera contarlo con más tacto literario; Eva y Adán harán el amor en esta disco cerrada para ellos, cerrado ya el mundo para ellos dos; prisioneros del tiempo y del espacio. Pero no es amor, es la urgencia de la raza y su perdurabilidad. Así que, sobre el suelo tapizado en negro echan un polvo bíblico, enredados como las raíces del primer árbol genealógico. Se dan unos lengüetazos que es una cosa mala; una comilona de pezones y bocas y sobacos, se encenagan en charcos de flujos olorosos. En pelotas, rosa sobre negro como una pintura tenebrista de un Caravaggio porno. Recuerdan sus aburridas vidas pasadas mientras cabalgan. Se olvidan de sus vidas pasadas cuando se corren a la vez. Adán tiene el vigor para terminar otro par de kikis babilónicos sobre el tapete de un billar, las pelotas duras de Adán hacen carambola en el culo audaz y belicoso de Eva. Los dos retornan al sexo aguerrido y reparador de un mundo muy antiguo. Eva queda preñada. Al crío le llamaron Ulises. Ulises; por ver si el chico viajaría a una Ítaca habitada de humanos regeneradores para repoblar otra vez un mundo clásico. Pero Ulises nació canijo y pálido, el parto sin asistencia fue algo traumático y muy difícil. El chico creció entre ratas y días sin escuela. La fiebre y el aburrimiento le hicieron gandul y dormilón; Ulises murió a los diez años a pesar del paracetamol y algunos antibióticos caducados. Eva y Adán no consiguieron tener más hijos. Primero murió Eva, una mañana


simplemente no despertó, no era vieja. Luego murió el último hombre sobre la Tierra de hastío, falta de higiene y exceso de alcohol, empachado de analgésicos para el dolor de muelas picadas. Lejos de su casa.

LAS RATAS Leí en algún sitio que cuando los dinosaurios se extinguían, unos bichos pequeños y peludos sobrevivían comiendo de todo, incluso de la carroña de estos últimos y desgraciados reptiles. Eran resistentes y sagaces. Se trataba de los primeros mamíferos. Recuerdo que la ilustración reflejaba a una rata encaramada tras una piedra donde a su vez agonizaba un triceratops, por detrás se veían meteoritos que descalabraban a unos cuantos T-rex. Muertos ya Eva, Adán y Ulises. Roídos sus huesos mal enterrados, las taimadas ratas evolucionaron tras cruzarse con blancas ratas de laboratorio y sometiendo al resto de especies a la mansedumbre. Estos animales se emplearían en oscuras estrategias y colonizarían la ruina humana. Pronto proliferaron negros y extraños negocios y un lenguaje entre roedores. Concretamente había una especie predominante que ya caminaba erguida, de grandes y empinadas orejas negras. Estos líderes tienen un aspecto humanoide sospechoso, podríamos decir que son homínidos disfrazados de ratón Mickey. Van vestidos con chaleco y chaqueta negra; pantalones rojos, botas de charol y guantes blancos. Unos plagios algo grotescos del muñeco Mickey mouse. A sus voces y arengas acuden un gran número de ratas.


FANTASMAS DE BARRIO (Manuel Santamaría)

Tomas conciencia del inexorable paso de la vida cuando al pasear por tu barrio las rutinas desaparecen, cuando ya las plazas y casapuertas se van llenando de caras nuevas y se van vaciando de la presencia que te resultaba familiar. Este hueco en muchas ocasiones se ve complementado por la presencia de los fantasmas o recuerdos de quienes formaron parte de nuestro rito cotidiano. Ya a mis cuarenta años esta añoranza se hace patente. Paseo por mi gaditano barrio de la Viña, donde he residido en tres calles distintas, teniendo mi casa tras esas inexistentes fronteras que separan mi mundo del universo. Paseando medio somnoliento por la mañana o en el estancado aire de una noche de verano, añoro dar el saludo a quien no me lo devolverá nunca más: Juan aquel cocinero de pesca que se sentaba a la sombra del árbol del Mora, Manolo en la esquina de la calle Belén, mi tío paseando por la playa, mi primo aparcando su moto, José, Pepe el almacenero… una lista cada vez más larga, algunos por ley de vida otros por la injusticia del destino. Estos espíritus no se ciñen solamente a las personas también los edificios se manifiestan: librerías, un cine de verano, un bar… incluso algunos animales, ese perro abandonado que montaba guardia en la casapuerta, implorando perdón por el mero hecho de ser demasiado grande para un piso, los murciélagos que sobrevolaban la noche y a los que nadie parece extrañar… Recuerdos de los que yo también formaré parte algún día y quedaré para algunos, cada vez para menos por la forma de vida actual, como un fantasma de la memoria: tal vez aparcando mi coche en la calle Belén, con mi cartel de romancero o recogiendo basura de esa playa que es el paraíso de mis pequeños.



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