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PÍFANO

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UN GEMAIL DE PÍFANO

…QUE YA ESTÁ AQUÍ EL 23


ESCRITOS SOBRE JACINTO (Garven) Qué sería de los niños sin la desobediencia. Jean Cocteau. Varios días jodidos por unos muchachos de la calle. Llaman a todos los timbres. Pegan chicles en los parabrisas de los coches. Se han colado en el portal y han vaciado los extintores. Otro día partieron las plantas del rellano. Ya lo sabe la policía y hay carteles suasorios de la administradora de la comunidad (No abran a nadie si no están seguros de quién es. Por la seguridad de los vecinos). Ya hay dedos que señalan a estos chavales que no tienen más de doce años y todos hemos visto como parece que el niño Jacinto es el dominador. Jacinto el más mocoso; el más pequeño; el más mierda. Con el palo afilado de su vocecita señala en los planos del barrio el próximo ataque y los otros críos quieren alistarse con el Señor de las Moscas.

Se lo dices a los padres y como si nada/ Si es así el muchacho cómo serán los padres/ También te digo que con los hijos hay que tener suerte/ Que un crío de doce años tenga en jaque a todo el barrio, manda huevos/ El otro día me pidió un euro y los otros que iban con él se reían/ Qué llevará en la mochila cuando va al colegio/ Un libro bailandero y un cuaderno en blanco/…

EL BALÓN ¿Cómo un balón puede ser tan desarraigado, haragán, mustio, latente, esgrafiado, herido, viscoso de trapos con grasa, ventrudo con barba de cuatro días, cúbico, esférico que odia el fútbol, piramidal, errabundo, pateado miliciano, planeta robado de un planetario, sumiso y rebelde sin causa? Un gremlin malo que el niño tira contra la chapa de mi coche. Como te coja el balón te lo pincho, Jacinto.

HIJOPUTA Cuando Jacinto tiene en la boca el caramelo negro de la palabrota, de entre las muelas carniceras (seguro que algunas de leche todavía) le asoman lagartos que gritan hijoputa. Es la piedra sonora que el niño ha arrojado al vecino que le increpa. Te he visto, Jacinto, tras de una esquina aguantando las lágrimas, esnifando la vela, chuleándote con tus amigos algo más buenos que tú que repiten tus insultos como público de un Freddie Mercury niño y malvado en el concierto agreste del barrio. Pero a ellos les sale la voz preadolescente de un oro adulterado ya, una mierda de voz. Hijoputa gritas como una niña respondona fugada de la inclusa, y las tres palabras te salen pintadas de tintas indelebles, se te revuelven y te violan, te escuecen y te hacen toser. No sabes qué efecto tendrán tus bombas en nosotros (la “pu” es el estallido; la “ta” es la onda expansiva). Creo oír una música atávica cuando lo gritas, como si lo cantaras… y me gusta lamentablemente.


Un día, por jugar un poco, te arrojé mi hijoputa escondido yo tras los contenedores de basura. Por ver si mi bomba gutural te hacía saltar en pedazos; pero mis hijoputas son negros muebles pesados que se despedazaban al caer por el hormigón de la calle, haciéndote reír a carcajadas.

LA ESCUELA Jacinto en la escuela. Cuando no le expulsan o no hace pellas se está quieto en clase con mala cara. Sentado con un pie bajo el otro muslo y con la otra mano pellizcándose la barbilla. La profesora repara en sus ojos azules en riesgo de exclusión social. −Jacinto ¿Qué eran las cruzadas? −Yo soy La Cruzada. (risas) −Jacinto, esto no es El Muro de Pink Floyd. −Odio a Pink Floyd. −Ahora mismo te vienes a ver al director. −Leches. Vas de Rimbaud sin tú saberlo; otro niño cabronazo que a los dieciséis ya lo había escrito todo. Además se te parece en los claros ojos; en la cara afilada con mierda de la calle, arreboles y rizos. Hay una película en la que sale Di Caprio en el papel de Rimbaud. Tú le hubieras dado más veracidad al personaje. Todos nos hubiéramos hecho una idea del poeta maldito. Solo tendrían que haber traído las cámaras aquí y hacerte un documental. A Jacinto le han quedado todas; siempre le quedan todas. Se le mueren de frío primero las asignaturas troncales y luego las otras. Le pasan de curso, pero de los cadáveres tiene que encargarse él. Los deja que hiedan en el pudridero escolar.

LA CALLE Jacinto, el niño guadiánico, aparece y desaparece en la calle con el balón sin reglamento orbitante a patadas. Un gato mira el balón, piensa quizás que es un depredador o una presa de la que desconfía. El niño se sienta en el pretil, mastica el caramelo de una piruleta y mira al gato. El balón, ya lejos, volverá con sus trapos viejos y sabios a las zapatillas del niño. Jacinto es un individuo que se ha jubilado a los doce años. Ya no hay perros callejeros, sólo gatos. Es muy raro ver algún perro libre y sin dueño en la calle. Los perros encadenados esperan su revolución canina, Jacinto; algo como lo tuyo pero más deseado. El niño malo a veces es bueno; va de adulto con otros muchachos más grandes de la calle, pero no sabe meter baza. Cuando Jacinto deja a los otros se va con los mayores por ver lo que dicen, por oír lo que hacen. Les mira las zapatillas deportivas de hombres atroces. Veo que mientras está con esos mozos no está jodiéndonos la vida. Observa cómo se besan las parejas; las melenas recogidas en coleta de algunas niñas mayores. La anatomía de mamá. Pero Jacinto todavía es un castrado; tiene la entrepierna de los Madelman. La picha es un soldadito desertor que volverá


un día con la sudadera blanca de los raperos. Dibuja un cipote rojo en el muro de la piscina municipal; invoca a su futuro rabo como hacían los de Altamira con los bisontes. Como el niño se aburre tras los mayores se marcha con un bote caliente de cerveza. Sí, el muchacho es un prematuro bebedor de cerveza. Luego eructa horrendamente en la oreja de algún vergonzoso; eructos como petardos correpiernas que nos persiguen hasta el portal.

LA CASA Quiero imaginar que tu casa es un país enano en el mundo enano de nuestro barrio. Donde cuelgan tus calzones lavados que reclaman autodeterminación. El piso donde estás, Jacinto; la habitación donde dormitas con muñecos del pasado de los que te avergüenzas ahora aunque los miras de reojo. Cosas rotas, presas en el desastre de tu gruta doméstica. A tus padres les va el bebercio, me lo han dicho las vecinas. La cama enferma, mula en la que montas; era la cama de los niños del propietario y han quedado pirograbados sus cuerpecitos encogidos de navidades, exhaustos de tu mala hostia vital. Tu casa; tufos a oxidado. Por la noche lloran los cimientos dolor de tuberías y cuando levantan el suelo del barrio para meter el gas siempre encuentran algún muerto del siglo diecinueve parecido al Esquéletor con el que juegas en privado. Bajas blincando hasta la calle. −¿Quién? −Que si se sale Jacinto.

DELIRIO FINAL Oliver Twist, Marisol, Huckleberry Finn, Marcelino, Pipi Calzaslargas, Frijolito, Billy Elliot, Joselito; todos éstos me vienen en pandilla a la duermevela en el sofá entre las viscosidades del sueño. Solo que ellos eran buena gente y tú una buena greguería. Imaginé un conjuro para combatirte, Jacinto; puesto que matarte ahora sería un abuso aberrante. Imaginé transmutarme en el niño que fui: más alto que tú pero igual de canijo, cargadito de hombros, hijo del suelo, sosito; para ir a buscarte y atizarte tieso, pelear como niños terribles: tirones de ropa, patadas en las espinillas, crueles salivazos y alevosos empujones; artillería auxiliar que no sirve para nada. Hasta verte caído, con mis botitas de buzo pisándote las manos. Pero el vencedor tiene nostalgia del vencido, dijo no sé quién. Sofocadas ya las lágrimas te ofrecería un trato ¿Qué trato? No sé, cualquier cosa; algo arriesgado, inútil y acojonante. Lo hablaríamos tras la esquina donde hace muy poco nos habíamos pegado. En algún lugar de la calle gris y funeraria a pesar del sol; donde la tienda de telefonía se repleta de clientes que reclaman la factura.



LA SERVILLETA DE BANDU (Paco García)

Más chistes en facebook: “LA SERVILLETA DE BANDU” ©Paco García


¿DONDE ESTÁ MI REGALO? (Manuel Santamaría) A Juan no le gustaba su trabajo, pero ¡Que se le iba a hacer! Al menos le daba para pagar las facturas mientras encontraba algo de su carrera, no pensaba ser un “segurata” toda su vida. No tenia familia, así que trabajar un 24 de diciembre no le suponía una gran molestia, un compañero le cambió la jornada a cabio de un extra de sueldo. Y en esta se encontraba vigilando un edificio en construcción. Pasando las horas con la compañía del café. Todo marchaba con normalidad, el tedio eterno de la lentitud de los minutos nocturnos. A la una de la madrugada el frio empezó a incrementarse, se acurrucó en la chaqueta y empezó a patear el suelo para entrar en calor. Un tenue olor a soldadura de cobre le sorprendió, efectuó una ronda de seguridad, pues temía que los operarios se hubieran dejado un cable conectado y que con la humedad hubiera provocado un pequeño incendio, algo muy común en el sector de la construcción. Tras inspeccionar, sin encontrar nada, volvió a la garita en busca de calor. A las dos de la mañana el frio empezó a ser insoportable, malditos telediarios, ninguno avisó de esta bajada de temperatura, el olor a cobre persistía en el ambiente irritándole la nariz, se dirigió a la estufa, estaba a tope pero parecía no salir ni gota de aire caliente. -

¡Puto cacharro barato! ¿Y mi regalo de navidad?

Una voz infantil sonó a su espalda, un escalofrió recorrió su columna, y un pinchazo se le instaló en la nuca. -

¿Señor donde está mi regalo?

Se giró lentamente, con el sudor perlando su frente, instintivamente echó mano al taser ilegal, que guardaba en su cinturón disimulado en una funda para móvil. Frente a él un niño de cabellos rubios, tendría unos ocho años y vestía ropa de calidad, algo antigua como de aquellas películas de principio de siglo ¡Señor quiero mi regalo! La voz sonó más grave y de la boca surgió un vaho color rojizo, el frio y el olor a cobre eran insoportables. ¡Quiero mi regalo! La faz del pequeño se volvió lívida, y los ojos, anteriormente verdes dos cuencas vacías. ¡Mi regalo! Repetía como un mantra, mientras un hilo de sangre corría de sus labios, la ropa perdió el color y fue descomponiéndose en girones, la lívida piel se tornó cenicienta y


empezó a deshacerse en carbonillas que danzaban ante el metálico viento helado que inundaba la sala, pronto solo quedó un eco que repetía incesantemente… Mi regalo, mi regalo… La cabina volvió a la normalidad, pero a causa del agudo dolor del pecho, Juan no podía notarlo, mañana los diarios hablarían del fallecimiento del trabajador, y solo en uno de reputación más que dudosa, un joven con sueños de escritor investigaría la historia del solar y del pequeño que fue asesinado por un ladrón en plena Nochebuena. Pero está claro a Juan ya no le importaría, pasaría la eternidad acompañando a ese infante que buscaba desesperadamente un regalo que nunca llegaría.


CASABLANCA


EL ASESINO ES EL MAYORDOMO (versión 2019) Garven

Todos oyeron un grito en aquella mansión; un desesperado aviso de ayuda. Después vino un llanto roto como una alarma de terror que rompió definitivamente la cordialidad doméstica. El drama o el peligro parecían venir del salón principal, así que corrieron a esclarecer aquel escándalo. Encontraron el cuerpo acostado de la marquesa sobre una vomitona de sangre; ensartado en una espada, en una mueca horrenda de ojos todavía delatores que han visto su asesinato. La cabeza de la marquesa entre las manos de su hija Susan, que está de rodillas echando lágrimas, mocos y babas en la frente de su madre; ella ha sido la de los gritos, claro. Susan se ha manchado de sangre las mangas blancas de la blusa. Sus sollozos parecen carcajadas y a veces rebuznos. Es la confusión del crimen. Susan, la menor de los Lefanú, certifica sin papeles la muerte de su madre porque ella ha terminado el grado en medicina, ahora con el máster y su novio, un chico elegante y eucarístico que ya ha metido en la familia. Susan, la marquesita heredera tiene la cabeza muerta de mamá en sus manos de muchacho. Marlon, el marquesito heredero; el primogénito que sale en la biblia de los Lefanú; abogadísimo, guapo y gestor de asuntos exteriores de los Lefanú. En sus suelas hay arena de Miami y hojarasca de Brooklyn. La muerte de mamá le ha pillado en camiseta y pantalón corto. Suspira hondamente con los brazos en jarra y quiere llorar. Madeleine arrima la cabeza en el hombro de Marlon y se lo moja de lágrimas. Madeleine es la asistenta, un poco como la chica para todo; va por los cuarenta y tantos y puede decir que los quince años que lleva en la casa han sido excelentes, Madeleine viene de gente bien; hizo magisterio pero no ejerce porque con los Lefanú gana más; sus padres aún no lo entienden. Ahora el llanto de Madeleine es incluso más escandaloso que el de Susan; su llorar es estentóreo y esforzado, y en uno de esos tristes esfuerzos a Madeleine se le escapa un cuesco bastante sonoro que ella trata de disimular sonándose los mocos, pero el peo ya se ha burlado de la escena. El peo se ha colado con petardos de coña y música de charanga dentro de las cabezas afligidas del emporio fúnebre. Es algo para descacharrarse de risa pero el peo de Madeleine ha dejado una señal sucia como una bofetada en la cara de la muerta. Bingo ya ha llamado al uno-uno-dos. Bingo es el mayordomo en esta época en la que ya no hay mayordomos, pero Bingo conserva el rango «Quién ha podido


hacerle esto a la señora» dice en voz baja y va a mirar por la gran ventana; ha dicho a todos que pronto vendrá la policía y la uvi móvil. Bingo, casi dos metros de hombre, lleva puesto el atuendo serio de mayordomo, se diría que nunca se lo quita; que son sus plumas impermeables de cisne negro. Lo que sabemos de Bingo es que ya estaba en la casona cuando los marqueses la compraron. El marqués pide a Bingo un vaso de agua. Pietro es el marqués consorte y está pensativo en su butacón de velludillo rojo. Hace como amagos de angina cuando mira el sable ensartado en la cintura de su mujer; quisiera que otra espada invisible le partiera a él el corazón «No toquéis nada, Susan vete de ahí, hija.» El veterano marqués, entre pucheros, dice cosas que dan pena. Pietro recuerda su comienzo con los Lefanú, no le querían porque guerreó junto con los partisanos, pero era un empresario de éxito y esto desinfectó los charcos turbios que pisaba aquella nobleza. Ariel escuchó el grito en la ducha, de modo que ahora está en albornoz, descalza, con el pelo mojado y estoposo intentando calmar a la prima Susan. Pero Ariel llora tanto como Susan. Ariel es sobrina de los marqueses y la artista de la familia. Hace unas fotos que parecen pinturas y pasa días entre los jardines de sus tíos fotografiando insectos y el barro del suelo cuando ha llovido. Ser de la familia Lefanú le estropea el currículo bohemio que trata de vender en París. Años después Ariel reirá a carcajadas por lo del peo de Madeleine. El marqués medita si lo ocurrido ha sido un suicidio «Tú no eres de harakiris, Mayra; no tienes maña.» Entonces quién ha asaltado la mansión si no sonaron las alarmas ni ladraron los perros, parece que no hay saqueo y los tesoros están en su sitio. El marqués ve la imagen de Mayra deambulando por la casona, sin duda cuando todos dormían. Desde hace pocos años los marqueses no duermen juntos por el tema de los ronquidos. Así que el miedo serpentea entre las piernas y muchos piensan si no habrá más espadas al acecho de otras tripas. La espada en el vientre ajado de la señora Mayra, marquesa de Lefanú. La espada asoma como una Excalibur que hubiera prendido con raíces metálicas en las vísceras coagulantes de la muerta. Luego un rey-Arturomédico-forense sacará el filo entre ruidos acuosos como un héroe científico y medieval. La espada concretamente era una réplica lujosa de la gladius romana; un regalo de otros duques toscanos muy amigos del viejo marqués consorte. En el expositor frontal de armas queda el hueco cruel de la gladius. Junto con la policía y las ambulancias llega el resto del servicio: Los jardineros John y Maite; Bruno el mecánico y Elvira la administradora. «No toquéis nada.» La sugerencia del marqués es una orden en la boca a casi dos metros de altura de Bingo que transmite a los que llegan y quieren acercarse


demasiado al drama. Algunos sollozan y se santiguan. La marquesa era buena gente. «No toquéis nada.» Los guantes blancos de la policía tocan cosas y picotean sospechas como palomas de vinilo. Miran de reojo y preguntan con tacto a los compungidos; todos hablan bajo, susurran, no vaya a ser que la muerta escuche. Una sicóloga se lleva a un aparte a las primas y los médicos rodean el cadáver trinchado de Mayra, marquesa de Lefanú.

«Quién ha podido hacerle esto a la señora»


MACHO ALFA

MACHO ALFALFA


CRÓNICAS CRISTINAS Garven

“Desaparecen numerosos cristos metálicos en varios cementerios de la provincia. Los hechos, que ya han sido denunciados a la Guardia Civil, siguen investigándose. El destino del botín robado será, muy probablemente, para la venta ilegal de estos materiales (…)” De los periódicos.

Ocurrió una madrugada de tanto sembrar supersticiones. En la tele una chica dijo ver, desde la ventana de su habitación, una plaga de ratas pululando por las lápidas del cementerio, o una plaga de liebres u otra plaga de algo oscuro; pequeñas cosas escurridizas demasiado lejos para afinar qué era aquello. Aquella mujer con vistas a la necrópolis urbana; todavía con el sueño inflándole la cara, veía atónita cómo unas manchas grises se dispersaban entre las tumbas y trepaban como macacos por los cipreses. Hasta aquí nada demasiado excepcional de no ser porque los seres que se descolgaron de los nichos, que se desclavaron de las cruces, que humanizaron sus metales, eran los cristos metálicos de los cementerios católicos. Eso fue lo que sucedió y de lo que luego se hicieron eco todos los telediarios. No hubo ladrones, eran los propios cristos autómatas que corrían como velociraptores virtuales. Costó demostrar que aquello no era una broma; igual que a Cristo resucitado le creyeran los apóstoles. Medianos cristos de bronce, de calamina o de latón dorado e inoxidable; cagados de pájaros y pringados de líquenes. Caminan con el hueco en la espalda por ahorrar material; con los avisperos dentro y las desconcertadas avispas rompen sus aguijones inútiles en las aleaciones duras de los cristos resucitados del apocalipsis de las fraguas. Abandonan sus tumbas; trabajosamente se arrancan del pegamento; de las soldaduras y blincan sobre el granito, sobre los epitafios, sobre las flores de plástico o tela con tallos de alambre. Es la resurrección de los cristos – que no de los muertos- . Corren en marabunta y suenan los tintineos de sus pasos ferreteros por el asfalto, por las calles. No agreden ni roban aunque sí presentan resistencia si son capturados; no comen nada ni beben nada, para qué. Sólo husmean, huyen, trepan; chocan sus metales cuando se hacinan en algún lugar como perritos de la pradera. Por supuesto parece que no hablan, y sus miradas son vacías, de molde industrial. Qué pretenden estos cristos; algunos que deambulan descuidados por las autovías son atropellados y quedan empotrados en los radiadores, otros resultan mutilados tras el accidente y se van corriendo mancos o cojos sin el brazo cobrizo que queda retorciéndose en la cuneta como un rabo de lagartija. Quien ha intentado capturar un cristo con las manos lo ha lamentado para el resto de sus días, pues los cristos para liberarse no dudan en crujir los dedos del cazador con una fuerza de alicates, con una violencia de cizalla. Cristos crucificados con grapas en los puños que imitan clavos; libres de la cruz granítica y funeraria, errabundos en manifestación metálica y singular militancia. Regatean entre nuestras piernas como niños de tres años, y si nos rozan con sus hombros fríos de matadero en la pantorrilla se nos pone la piel de gallina. Cristos que han mellado la boca mordedora de los perros; han roto uñas de gatos cazadores. Han cascado las conchas de las playas y algunos se hunden en el légamo de los ríos levantando remolinos negros en la superficie. Cristos ateos,


gimnastas, pequeños ironmanes autistas; sagrado autodidactismo de los cristos que no volverán a sus losas de musgo y noviembres. - A ti también se te ha ido el cristo. - Pues yo le rezaba mucho. - Se ve que nunca es bastante. Ahora miramos con reticencia a los grandes cristos de retablo; los cristos guapos de procesión y policromía. Hay guardias en las iglesias, científicos en los altares vigilando sus vísceras de maderas viejas. Ya hay quien ha visto a uno desclavarse de un brazo a lo Marcelino pan y vino. Así que se legisla para su control, decretos de derecho romano para evitar una superpoblación; miramos a los cristos con ojos de Pilatos y se persiguen los moldes clandestinos que hagan más cristos. El cristo de mis abuelos; allí desde los años setenta, era uno de los medianos que mi madre daba con algodón mágico y una bayeta. Se ha ido y ha olvidado su “inri”. Andará por ahí tocando los timbres de las casas para luego salir corriendo; pisará hormigueros y dejará que las hormigas lo abarroten hasta que se cansen. Otra madrugada después; la misma chica dormilona que viera el éxodo de los cristos, dijo oír una cacharrería por ahí afuera. Se asomó y vio como un tipo se adentraba de una manera sigilosa en el cementerio; tenía aspecto de vagabundo, barbado y melenudo; ella dijo textualmente que “se parecía a Jesucristo”. Tras de sí traía la gran tropa de cristos metálicos que desfilaban como nazis en blanco y negro guiados por aquel flautista de Hamelín sin flauta. A la orden gestual de ese tipo los cristos iban ocupando sus lápidas como oscuras golondrinas sus nidos a colgar. Pero descubrimos de día que estaban desordenados; en cruces de otro muerto; algunos torcidos, como puestos con prisa.


TRAS LAS VIÑETAS (Manuel Santamaría)




NUMEROS FINITOS (Manuel Santamaría) Extracto de una conversación de Arthur Royce, antiguo jefe de sección del proyecto Manhattan, que quedó fusionado con su antónimo de la contra-dimensión a causa de una brecha abierta durante una prueba atómica. Estas notas se han de tratar con sumo cuidado ya que su rareza es extrema debido a la costumbre de Arthur de escribirlas en papel de arroz que posteriormente suele utilizar para su dieta. ¿De verdad piensas que los números son infinitos? ¡Te engañaron, amigo mío!, y, le ruego, perdóneme la confianza, pero entienda que lo que le estoy contando es de gran trascendencia, y cuando las cosas son tan serias no hay nada mejor que la familiaridad para quitarle hierro al asunto y evitar el suicidio. Pero se lo repito, ¡Desde su tierna infancia le engañaron! Y no porque no se pueda sumar uno más, sino porque no se cumplirá de forma real. Hay veces en que la ciencia se dedica a desmentir a la religión, pero piense una cosa para que se llegue a aclarar ese concepto místico el científico ha de conocer la sagrada escritura. En otras ocasiones la religión explica donde la ciencia no puede llegar y esto enaltece al sacerdote y desafía al científico. Pero otras veces, y estas sí que son peligrosas, ciencia y religión van de la mano, son complementarias, como ya habrá discernido, esta es una de ellas. El último número corresponde al número total de partículas en el universo, este dato solo podrá ser encontrado mediante complejos cálculos matemáticos y estadísticas físicas, pero aquí es donde entra de lleno la espiritualidad, el enunciado de tan terrible cifra no es otro que el nombre de Dios y cuando se pronuncie, todo llegará a su fin y a su inicio, los humanos llegaremos a lo más alto y la creación volverá a reiniciarse.


SUPERTUNANTE (Paco García)

facebook: “LA SERVILLETA DE BANDU” ©Paco García


QUÉ BIEN SE ESTÁ AQUÍ (SUEÑO) (Garven) A mi padre.

Otra vez voy a contar un sueño. Me ha dado ahora por escribir los sueños que he logrado pescar del pantano del dormir hasta el butrón del pescador despierto. Sueños coleantes y branquiales que todavía vivos aletean entre mis sábanas. Pero no os puedo invitar a tomar un vaso de sueño a palo seco. Lo he cogido fresco y ahora tengo que procesarlo; tengo que poneros las aceitunas de la literatura y las patatas fritas de los embustes para que esté más sabroso aunque a mí esto me joda un poco. Así que soñé que mi padre y yo caminábamos tan panchos por el Stonehenge. Sí, aquellas piedras melladas que forman un círculo sobre la hierba en algún lugar de la Gran Bretaña. Yo traía la imagen que vi en los documentales y sé que es cosa de trogloditas o algo así; en mi sueño enseguida reconocí aquel paraje temático. Mi padre, con su cara de guasa y un par de bolígrafos pinzados en el bolsillo del pecho de la camisa. Llevábamos puesto el atuendo de diario y pateábamos por el blando piso vegetal del Stonehenge como si flotáramos en el líquido amniótico de aquel páramo embarazado ya de nueve meses neolíticos. Mi padre y yo persiguiéndonos, riendo a carcajadas; respirando la mañana fría y eterna, lumínica de portada de libro de texto de los chavales en la que apareciera el Stonehenge. Mi padre y yo con las manos en los bolsillos calculando a ojo la altura de los menhires, silbando melodías de película. No sabíamos si habíamos dejado a mi madre en algún sitio y había que recogerla luego; pero la sensación era que estábamos en aquel lugar para siempre y mi padre y yo encantados de lo lindo. El círculo del Stonehenge nos ha centrifugado y se ha deshecho de nuestros anillos domésticos y laborales; limpios de prejuicios y perjuicios, felices sentados con la espalda en una piedra y las piernas estiradas sobre la pelusa verde y rupestre del Stonehenge. Al despertar, después de las defecaciones y las abluciones, ahondé más en la wikipedia sobre el Stonehenge y leí lo que me temía: Que si ritos funerarios, que si ya la edad de bronce, que si un templo, religión y astronomía. En fin, aquello no era definitivamente el Stonehenge cachondo y peregrino de mi sueño, sin cadáveres debajo. Nuestro Stonehenge, papá, era algo así como la programación juvenil de los sábados por la mañana.



OTROS LUGARES

Web del escritor Mikel Santiago www.mikelsantiago.info/

Galería artística de Juampe jpmarnav1967.artelista.com/

Lugar de Paco en féisbuq LA SERVILLETA DE BANDU (Facebook)

Galería de Garven garvenjosel.artelista.com/

Revista de lo breve y lo fantástico Minatura minaturasoterrania-monelle.blogspot.com/

Equipo de la i crítica, undécimo arte matrioskópico www.laicritica.es


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