El dolor de los inocentes CUANDO VEMOS el dolor de personas inocentes, sobre todo niños, no podemos evitar una cierta rebeldía. El sufrimiento de los buenos pone a prueba el principio de justicia, profundamente arraigado en nosotros. Admitimos de forma general que tarde o temprano, todos paladeamos las consecuencias de nuestros actos. Los actos buenos, cosechan frutos buenos y los malos, lógicamente, malos. Lamentar el juego sucio, afirma de forma indirecta la existencia de unas leyes valoradas por todos. “Haz el bien, evita el mal”, “No hagas a otros lo que no te gusta que te hagan a ti”, “Respeta a los demás”, “Trabaja con responsabilidad” son algunos enunciados grabados a fuego en nuestro corazón. “dar a cada uno lo que le corresponde” expresa un anhelo profundo de equidad. Cuando otros hacen trampa en el juego de la vida, a veces lo padecemos en carne propia. De forma solidaria, no podemos escapar de los efectos de los errores ajenos. Tampoco ellos de los nuestros. Toda acción tiene consecuencias. Somos seres sociales, estamos unidos por una cierta “hermandad”. Las acciones buenas, aún las más insignificantes, repercuten en el bien de todos. Gracias a esta “solidaridad común” nos beneficiamos de acciones de otras personas, incluso de otras generaciones. Los descubrimientos de un científico del siglo XVI, el avance de la cultura, los valores positivos de la libertad e igualdad son unos tantos ejemplos de cómo esta solidaridad entre personas puede beneficiarnos a todos. En el plano negativo, también podemos decir lo mismo. La enfermedad de un miembro tan pequeño como el apéndice puede hacer sentir mal a todo nuestro cuerpo. Somos como un cuerpo, las injusticias de unos repercuten en los demás. Las acciones malas dañan no solamente al que las comete sino que siempre perjudican a todo el conjunto de la sociedad. Entre más alta es la responsabilidad, más consecuencias las acciones u omisiones. Considerarnos como miembros de un todo, unidos en las buenas y en las malas puede arrojar luz sobre el dolor inmerecido de los buenos e inocentes. Cuando se comete el mal, necesariamente alguien sufre las consecuencias. Para repararlo, no basta con un simple arrepentimiento. Por ejemplo, cuando alguien se reconoce culpable de haber robado un millón de dólares, parte importante de la rectificación será devolver el dinero. Esto es claro como el agua. No bastará devolver la cantidad justa, el bien dejado de hacer y otras circunstancias marcarán la reparación adecuada. A veces, el daño será sencillamente irreparable. La “solidaridad invisible” entre los hombres es real. Nuestras enfermedades y malos comportamientos afectan de forma dramática a veces a los más débiles. En ocasiones, serán personas inocentes las que cargarán con nuestras malas decisiones. ¿Quién es capaz de determinar el daño del deber incumplido por un funcionario público? ¿Cuándo robo, aunque sea una pequeña cantidad, como sabré a quiénes estoy perjudicando en realidad? ¿Cuándo digo una mentira, quiénes sufrirán las consecuencias? No se trata solamente de las acciones en sí. Muchas veces, el mal ejemplo propio es el primer dominó
de una larga cadena que no sabremos donde termina. ¿Quién se vendaría los ojos para arrojar una piedra? Más si supiéramos probable el daño a una persona indefensa. Dios no quiere las injusticias, pero respeta nuestra libertad. Cuando pensemos en nuestros errores, recordemos que siempre traerán consecuencias para los demás. Un niño hambriento en la calle, una persona sufriendo en un hospital por falta de medicinas no son producto de estructuras injustas sino de personas injustas. Ninguno está exento de cometer malas acciones. No somos ajenos a las causas del sufrimiento de muchos, por acción o por la omisión provocada por la indiferencia. No ha de ser algo opcional atender a los necesitados, un artículo de lujo. Ojalá sintamos la responsabilidad de reparar el sufrimiento de los inocentes.
Tegucigalpa, 5 de abril de 2015 www.eticaysociedad.org @jcoyuela