La utopía del bote salvavidas

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La utopía del bote salvavidas A la deriva en el mar… supongamos que estamos sentadas cincuenta personas, en nuestro bote salvavidas. Caben diez personas más, en total sesenta. Vemos a cien personas más que nadan en el agua fría, implorando que los dejemos subir a nuestro bote, pidiendo la limosna de la compasión… En un artículo publicado en 1974 el ecologista norteamericano Garret Hardin introdujo la metáfora de la tierra como un bote salvavidas para argumentar contra las ayudas de los países ricos a los países en vías de desarrollo. En este planteamiento, a largo plazo las ayudas bienintencionadas de los ricos perjudicaban a todos los implicados, ricos y pobres. Los países ayudados desarrollaban una cultura dependiente y así no conseguirían aprender a largo plazo. Por otra parte, los países ricos serían perjudicados con oleadas de refugiados económicos. El ecologista hablaba de la “tragedia de los bienes comunes”. En esta teoría, los habitantes del planeta vamos a bordo de una especie de bote salvavidas con recursos limitados y debemos asegurar no derrochar estos recursos. Tampoco podemos permitirnos el lujo de dejar subir demasiados al bote. Los recursos limitados han de ser gestionados en común y ser repartidos equitativamente entre todos. Al ser comunes, los bienes terminarían siendo de nadie, la administración resultaría inadecuada y la ruina estaría asegurada. Las utopías igualitarias han resultado un completo fracaso. Teóricamente, podría ser una buena solución el planteamiento de repartir los bienes limitados a todos por igual. La pregunta sería ¿quién se arrojaría el derecho de determinar qué es justo o injusto para los otros? Históricamente, con el marxismo por ejemplo, se ha constatado ser peor la medicina que la enfermedad. Sencillamente porque parten de ideas equivocadas sobre el hombre. Desde Platón promotor de una república gobernada por filósofos, ordenada por militares y sostenida por agricultores, muchas utopías han sido propuestas. Casi todas obvian un hecho elemental y evidente. El hombre es un ser libre. Cualquier ordenamiento social impuesto en contra de esta verdad fundamental está condenada al fracaso. Cualquier jaula, aunque sea de oro, hecha a perder el más floreciente jardín. La dignidad de toda persona requiere respetar su capacidad de iniciativa y el derecho de autodeterminarse de acuerdo a sus gustos e intereses. Nadie puede tratar a otro como esclavo, menor de edad e imponerle su visión “utópica” de lo más conveniente. La historia muestra reiteradas veces que suprimir la libertad, aunque con la buena intención de reparticiones igualitarias, resulta en una injusticia mayor. Siempre se constata el dicho: “los que parten y reparten se quedan con la mejor parte”. Otro error en el que suelen caer estos sistemas tal vez bienintencionados, es el de obviar que todos estamos empapados de la lluvia del egoísmo. Aunque no estamos corrompidos de raíz y podemos hacer el bien, la realidad es que hemos de podar en el corazón, todos los días, la mala hierba del amor propio. Cualquiera puesto en una posición de autoridad, tuerce el timón con facilidad a los propios intereses, a veces incluso perjudicando a los demás. Aún el sistema


utópico más perfecto padece el estar compuesto por personas corruptibles. El poder, llevado sin el timón de las virtudes personales del gobernante, siempre conduce el barco al abismo. La concepción del bote, en donde existe espacio solamente para 60 personas nos puede plantear un dilema ético difícil de resolver. Es lógica la obligación de velar por el bienestar propio en primer lugar. Podríamos plantearnos ¿es lícito dar la propia vida por salvar a otro? Aunque en estricta justicia no estaríamos obligados a este acto heroico, siempre habrá personas llenas de caridad hasta el extremo, capaces de dar su vida por los demás. Por otra parte, tampoco podemos olvidar que en la vida real, casi siempre los problemas no admiten una solución única en blanco y negro. Parecería lógico el planteamiento ¿Mi propia vida o la de los demás? Gracias a Dios, el hombre es también un ser inteligente, capaz de encontrar múltiples alternativas. El ingenio, incrementado especialmente en momentos de mayor necesidad, casi siempre nos hace capaces de salvar nuestra vida y la de los otros. Es evidente la limitación de los recursos materiales mencionada por el ecologista Hardin. También la importancia de cuidarlos. Esta realidad, lejos de llevarnos al egoísmo excluyente, nos revela otra concepción equivocada del hombre presente en muchos planteamientos utópicos. Somos seres inteligentes. Los bienes materiales son limitados, pero nuestra inteligencia y creatividad los multiplican siempre. La educación es capaz de transformar a los pobres y personas en desventaja. Gracias a la educación, una familia pobre puede crear abundancia donde los materialistas solamente ven limitaciones y egoísmo. En relación con los recursos limitados y el exceso de la población, hace años, Julian Simon1, profesor de Business Administration en la Universidad de Maryland escribió: «irónicamente, cuando empecé mis estudios sobre la población, asumí que la argumentación admitida era válida. Me propuse ayudar al mundo a contener su «explosión» demográfica (…). Pero mis estudios y mis investigaciones me crearon gran confusión. Aunque la teoría económica en uso sobre la población (…) afirmaba que un elevado crecimiento de esta implicaba una disminución en el nivel de vida, los datos empíricos disponibles no apoyaban esa teoría. Mi libro de 1977 (…) llegaba a una teoría que daba a entender que el crecimiento de la población tiene efectos positivos a largo plazo para la economía, aunque tiene costes a corto plazo»2 En su libro The Ultimate Resource II, Simon llega a una conclusión controvertida en apariencia; una población que crece lentamente es beneficiosa para el crecimiento de la economía. Una disminución del crecimiento de la población no incrementa la riqueza sino que la reduce. En 1980 Simon apostó con quien quisiera, que cualquier artículo básico (trigo, aceite, metales, lo que fuera) diez años después sería más barato. Paul Erlich, el alarmista sobre el tema de la población, aceptó la apuesta, y eligió cobre, cromo, níquel, estaño y tungsteno.

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Julian Simon, fallecido en 1998, fue miembro del Cato Institute. La revista Fortune le nombró una de las 150 Grandes Mentes de 1990. Graduado de Harvard, obtuvo el título de doctor por la University of Chicago, Business School. 2

Julian Simon, The Ultimate Resource II, Princeton, NJ. Princeton University Press, 1996, p. XXXI.


Todos ellos cayeron de precio espectacularmente. Erlich tuvo que pagar. La teoría de Simon era que la gente encuentra, produce y crea más recursos que los que emplea. Somos libres, inteligentes, a veces autores de las acciones más viles y capaces al mismo tiempo de los heroísmos más sorprendentes. Tenemos infinitas posibilidades de mejora o degradación. Un ser ubicado en el horizonte donde confluyen lo material y espiritual. El hombre es todavía un misterio para eruditos y estudiosos que intentan encasillarlo en moldes degradantes. Cuando seamos más conscientes de la sublime dignidad de cada persona, y la tratemos de esta manera, nos llenaremos de confianza y optimismo en el futuro de la humanidad. No nos dejaremos arrastrar por utopías o planteamientos pesimistas. Estructuras mentales de quienes ven al hombre como un tullido, paralizado por el victimismo de fuerzas ciegas y desconocidas. @jcoyuela www.eticaysociedad.org Tegucigalpa, 11 de abril de 2015


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