El viaje a decubierto y otros relatos 1

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Viaje A Descubierto Y Otros Relatos



El Viaje A Descubierto Ludvesky


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También Sueñan Las Medusas

Cuando uno entra por primera vez en un avión, si lo hace con la curiosidad necesaria, con una curiosidad casi infantil, se puede sentir irremediablemente desorientado. Mirar a derecha e izquierda en busca de algún salvador, de algún alma inocente que esté dispuesta a ayudarnos porque haya descubierto la duda en nuestros ojos va a requerir algo más que suerte, sobre todo si el personal de a bordo está ocupado o charlando detrás de alguna cortina. Empezamos la búsqueda siguiendo las señales de nuestro billete, los números perfectamente encerrados en sus cajas, justo debajo de las siglas que determinan si se trata, de un peso, de un montante económico, de la referencia de un asiento, de la hora, de la fecha, etc. Nuestros pies se enredan con la indecisión, mientras caemos en la cuenta que a través de una de las ventanillas se ven las alas, y el suelo, y que la luz entra por ella desparramada por el sillón de ventanilla, que suele ser el preferido de muchos pasajeros, entre los que me encuentro. Un buen sillón con vistas al exterior no garantiza un viaje completamente distraído pero es lo único que nos va a salvar en unas horas de la sensación de haber sido raptados. La primera vez que se hace cualquier cosa no garantiza un aprendizaje infalible, pero con el paso de los años, si se incide en una disciplina hasta convertirla en costumbre, todo lo que nos rodea nos hablará con la familiaridad y el amparo de nuestro primer hogar, de la residencia familiar de nuestra infancia, y si le damos ese carácter a algo tan extraordinariamente frío y plástico como un avión, terminará por parecernos el mejor lugar del mundo. En esta forma de ver las cosas hay algo de consentimiento, de condescendencia, y también porque no decirlo, de resignación, sin que esta última afirmación que acabo de hacer entre en contradicción con la idea anterior, según la cual intento comunicar que se llega a amar cualquier lugar por sórdido que sea, si defendemos que podemos mirarlo como un hogar y si estamos


obligados a habitarlo de algún modo. “También sueñan las medusas” me decía algunos años después, acostumbrado a viajar en avión tan a menudo que apenas había aparato alguno que mantuviera secretos para mí, en lo que a sus cabinas de pasajeros se refiere, por supuesto nada que ver con la pericia de los pilotos, o la gran responsabilidad de los mecánicos que conocen las tripas de las máquinas voladoras y tan responsables son de nuestra seguridad. Muchos años habían pasado desde aquella primera aproximación infantil adivinando cada secreto de cuanto me rodeaba, sobre cada botón, cada resorte o cada bandeja, por funcional que fuera, descubría una relación de aproximación que deseaba que yo lo pusiera a prueba, si bien los sistemas de seguridad sólo los podría extraer, pulsar o abrir, en caso de accidente y estaba por creer que nunca los vería en la plenitud y desarrollo de todas sus funciones. En esta ocasión, sentada a mi lado, en uno de los asientos de pasillo, se encontraba mi mujer, arrimando su cara a mi hombro, casi acariciándome con su mejilla. Más adelante descubriría que sus ojos miraban cosas que yo nunca había observado, y aunque solía pasar los viajes medio adormecida recordaba muchas más cosas que yo de los pequeños detalles que nos rodeaban como un puzzle de complicada factura. No hablamos mucho durante el viaje en avión, pero cada comentario suyo parecía destinado a ofrecerme un nuevo punto de vista, y así fui adquiriendo nuevas forma de interpretar los sonidos, los colores, las texturas, las voces, las luces y hasta los tejidos. Pero ninguna nueva visión del mundo, mucho menos dentro de aquel lugar que me tenia seducido, podía destruir todos aquellos años pasados de lento aprendizaje, y en todo caso, las novedades llegadas desde un ojo no del todo ajeno, se sumaban y engrandecían mi amor por los aviones y los viajes que tanto me gustaba hacer en ellos. Por eso, cuando tanto años después de mi primera aproximación al descubrimiento del misterio que se encerraba en la cabina de pasajeros, empecé a escuchar una posición diferente a la que yo había mantenido, no pude por menos que alegrarme de que aquello estuviera sucediendo. Ella me miró, se separó ligeramente de mi hombro, y me dijo muy seriamente, “si tú crees que También sueñan las medusas, es el mejor título para tu nueva película, nadie podrá hacerte cambiar de idea, ni aceptarás otras sugerencias”. Debido a mi enfermedad, yo ya no disfrutaba igual contemplando el ala que se sumergía extendiéndose entre las nubes, o cuando estábamos ya llegando a nuestro destino, la verde campiña de campos de pasto perfectamente delimitados por muros de piedra de nuestra tierra. Ya nada importaba el cansancio que se empezaba a acumular en los ojos y la garganta, en poco tiempo el avión empezaría a descender y todo se volvería mucho menos impresionable. Sentimos cuando las ruedas tocaron el suelo y en unos minutos el avión se había detenido por completo. Como tardamos en recoger nuestros maletines y nuestros impermeables, cuando nos decidimos a abandonar los asientos ya se había formado una cola por el pasillo central en dirección a la salida. Cada uno de los pasajeros parecía empeñado en apretarse contra la espalda del precedente, así que renunciamos a intentar incorporarnos a la cola hasta que el avión estaba ya casi vacío. Desde detrás de los respaldos de otros asientos, apenas podíamos ver lo que sucedía, todo el mundo se había abrigado sobre la marcha porque partimos desde un lugar en el que el sol brillaba con fuerza, y


aterrizábamos en una pesada lluvia. “No parece que estemos de suerte”, le comenté a Mariahna ante la sorprendente lentitud de nuestros compañeros de viaje, en su alarmante intento en un primer instante, atropellado deseo de llegar cuanto antes al exterior. El convencimiento de que aquellas caras que nos miraban terminarían por avanzar y podríamos acceder por fin al pasillo, nos tranquilizaba. Mariahna movía la cabeza sin ánimo para fijar su mirada en nada concreto, como si supiera que de pronto el motivo por el que la salida al exterior se había hecho más lenta, terminaría y todo discurriría con más fluidez. Surgieron algunas voces entre el murmullo general, alguien discutía pero desconocíamos el origen o el motivo de aquellas voces que se elevaban sobre el resto. Tuve el propósito de no impacientarme, y cuando Mariahna se volvió a sentar pensé que había tenido una buena idea, puse una mano de complicidad sobre su hombre e intenté entender a qué venía aquella discusión que se producía justo delante de la puerta. Me puse de puntillas y entre un hueco en la amalgama de cabezas curiosas pude ver que un hombre de chaqueta azul marino (parecía miembro de la tripulación), tomó del brazo al hombre que protestaba y lo apartó para que los otros pasajeros pudieran seguir avanzando. La cola empezó a moverse de nuevo de forma regular. Mariahna volvió a ponerse en pie, a pesar de la sensación de frustración que le suscitaba pensar que en cuanto lo hiciera la marcha se detendría de nuevo, y lo pensaba sinceramente, como si se tratara de una trampa. Pero no había engaño y en un momento todo se resolvió y nos incorporamos a un grupo de pasajeros, y que por se los últimos, como si eso fuera suficiente para que todo les diera igual y nos cedieran con elegancia que pasáramos delante, mientras esperaban al pie de nuestros asientos. Añoré aquellos primeros viajes en los que el avión era un recurso limitado, apenas conocido y del que muchos desconfiaban, a pesar del carácter universal al que apuntaba desde el principio. Me encontré retenido por otros cuerpos que al mismo tiempo me conducían, me llevaban en el único sentido posible; no puedo imaginar qué hubiese sucedido si en ese momento intentara volver atrás, tal vez por la pérdida de algún objeto o por algún olvido. Deberían habernos avisado de que ya nada era como en el pasado, y que los aviones se habían convertido en autobuses que volaban, aparatos que se usaban a diario y llenaban de gente normal, desplazamientos regulares en busca del trabajo habitual y excursiones de estudiantes que se amontonaban y se pasaban el trayecto haciéndose bromas o cantando canciones infantiles. Después de empezar a viajar con Mariahna me sentí más seguro, por eso empecé a dejar en sus manos el asunto de las pastillas, los horarios y las reservas. Mis inseguridades no me habían llegado por los aviones y los accidentes por problemas mecánicos, eso no me daba miedo, se trataba de los achaques, de la edad y la falta de fuerzas. Los médicos no siempre son claros acerca de las enfermedades, te llenan de pastillas, de analizan hasta las últimas consecuencias y terminan por dar a entender que debes seguir sus órdenes con respeto, humildad y aceptando que nadie sabe cuánto puede durar un estricto tratamiento. Siendo un niño, mis padres me habían sometido a todo tipo de análisis, para intentar descubrir el origen de unas jaquecas que estaban complicando mis posibilidades en la vida escolar. Intenté conducirme de la forma más dócil y bienintencionada ante semejante situación, pero lo cierto era que mi confusión iba en aumento cada vez que


un resultado negativo llevaba a un médico a certificar que él tampoco había encontrado nada sospechoso de marchar incorrectamente en mi organismo. Jamás me habrían dejado acercarme a los aviones a mi solo, y en esa búsqueda de un resultado científico a mi dolencia, empezamos a desplazar a los lugares más insólitos y aquellos primeros viajes los hice acompañado de ellos. Por otra parte, ya en aquel tiempo, me empezaba a preocupar aquella obsesión por unos dolores de cabeza que se podrían haber atribuido a una mala alimentación, a algún refresco excitante o incluso a una tensión muy baja, incluso a las costumbres de aquel adolescente al que no le gustaba el deporte y apenas salía de casa. Entre las ideas que mis padres albergaban iban creciendo otras nuevas que me hacían dudar de lo saludable de aquellas visitas a consultas de médicos cada vez menos facultados y más siniestros. La distancia científica iba creciendo entre algunos doctores efectivamente preocupados y consagrados a su profesión, y otros que sólo decían que lo eran y que en realidad se dedicaban a hacer profecías sobre los síntomas, las posibles causas y la relación que todo ella tendría con el resultado de mi vida y mi pasión por volar en aviones comerciales. Del mismo modo que mis recuerdos me anunciaban una nueva crisis, me aferraba a ellos para seguir en pie, deseando que se tratara tan sólo de un leve mareo debido al cansancio, y porque intentaba salvarme a mí mismo del pánico que me produciría conocer que podía caerme y permanecer desmayado dentro de un avión, algo que no había sucedido nunca. A partir de esos primeros síntomas, la cola que tenía delante se convirtió en un enemigo imbatible, y sin que aquello fuera lo que se podía esperar de mi, dije en voz alta y de manera que me pudieran escuchar bien adelante: “Avancen, por favor. No tenemos todo el día”. Mariahna me miró sorprendida y sonrió, pero no dijo nada, seguimos paso a paso, unidos al resto de nuestros compañeros de viaje. Nunca hablé con ella de estas cosas, al fin y al cabo los malos recuerdos es suficiente con que persigan a uno sólo no más, o tal vez temí que no lo entendiera, que abriera una caja de superstición y temores que ella guardara en su cabeza, o que me tomara por un tipo ridículo y desconocido, alguien que no tenía nada que ver con aquel otro con el que se había casado. Me fui alejando de esos pensamientos gradualmente, y cuando por fin llegamos a la puerta y miré en el exterior una aburrida lluvia lenta y fina, ya casi los había olvidado por completo. Puede que fuera la luz oblicua de un cielo cerrado de nubes, o el hecho indiscutible de haber pasado tres horas encerrado en aquella cabina que cuando pasé delante del hombre que había obstaculizado la salida sentí una extraña simpatía por él, lo llamaría solidaridad si conociera el motivo por el que se cerraba a discutir de aquella manera con los pilotos. Y no es que fuera yo -casi nunca lo fui, ni entonces, ni ahora, no en ningún tiempo que pueda recordar- demasiado dado a entrometerme en conflictos ajenos; quiero decir, que si al ir por la calle alguna pendencia acababa en pelea no tomaba partido por ninguno de los bandos, por si fuera el caso de equivocarme, y mucho menos, intentar frenar una discusión poniéndome yo en medio, porque sabido es que en tal caso te creas dos enemigos a los que ni siquiera conoces. Me puse la capucha del impermeable y di un paso al frente, era consciente que aunque me hubiese gustado, no me podía parar en aquel punto, por él mismo motivo que me había provocado aquel mareo, pues aún quedaba alguna gente dentro y no debía retrasar aún más su salida. A no ser que un fallo en la oruga que


comunicaba el avión con el aeropuerto se produjera, podía ya decir que habíamos llegado a nuestro destino. Miré por encima de mi cabeza el anclaje de aquella pasarela que se extendía hasta la puerta del avión como una sanguijuela y parecía clavarse en su garganta y succionar como si se tratara de dos seres vivos. Todo parecía seguro, tomé de la mano a Mariahna y avanzamos con un ruido de pasos metálicos hasta tocar las baldosas del otro lado y recibir el saludo de dos azafatas que esperaban para comprobar que había sido un viaje satisfactorio para todos. Puede que sea por la falta de reflejos, o por que esté entrando en una etapa nueva de mi vida que no termino de asimilar, lo cierto es que cada vez conduzco peor mis pensamientos, me noto que no termino de dominar su dirección con la normalidad con la que siempre lo he hecho. Tal vez debería hablar con alguien al respecto, o tal vez se trate sólo de la vejez y no deba concederle más importancia que la que tiene. Se trata de pensamiento que aparecen sin que nadie los haya convocado y a los que tardo unos segundo preciosos en relacionar con los pensamientos precedentes, trato de situarlos en su punto y en su momento, a veces sin éxito. Ninguna causa externa los ha motivado, nada ha sugerido que esa imagen apareciera de pronto pidiendo que empezara un nuevo pensamiento a partir de ahí, y que olvidara por completo cualquier reflexión previa. Me turba que pasen estas cosas, y me ha llevado a creer que debe ser algo parecido a la locura, no ser capaz de dominar la mente y que se vaya por su lado, sin más. Por fortuna no pasa con tanta frecuencia, que no pueda llevar una vida normal sin que nadie se dé cuenta de ello. Y cuando lo recuerdo creo que se trata de una mecánica parecida a la de los sueños, en los que la evolución de una escena no suele tener una sucesión lógica, es decir, lo inesperado de lo que pueda suceder a continuación es lo que los hace tan misteriosos e incomprensibles para la razón humana. Pues como si de un ordenador averiado se tratara, cuando te encuentras trabajando sobre una pantalla, sin previo aviso surge otra de algún trabajo muy antiguo que apenas recordabas y que reclama tu atención. La claridad de la nueva propuesta te pone en situación de nuevos pensamientos y no deja ni rastro de aquello otro que ya no tiene solución. Entonces, de nuevos necesitas hacer un alto y recapacitar, y crees que si tus razonamientos se pueden enviar con tanta facilidad, ya no a la papelera de reciclaje, sino a la nada más absoluta, como si nunca hubiesen estado, ¿de qué te vale existir? Dos policías pasaron a nuestro lado sin dejar de mirar al frente y casi nos arrollan, pasaron por la oruga corriendo y entraron en el avión de un salto. Nos quedamos mirando con una curiosidad insana, y entonces los vimos volver custodiando a aquel hombre. Me impresionó su aspecto de Jesucristo del siglo XXI, pelo largo y barba insuficiente. Salvo opinión en contra, la que no espero que cambie en los próximos tiempos, ese Jesucristo me estaba influyendo como si lo conociera personalmente, ocupando un sentido del descontento que se instala en todos los hombres frustrados y sin éxito y que no era muy propio de mi. Aún por los pocos minutos que duró verlos a los tres desaparecer detrás de una puerta, cuyo único letrero hacía referencia al control de extranjeros, me creí capaz de ayudarlo, de hacer algo por él, de poder decirle a quien fuera que no me parecía un mal chico, y que aún sin saber lo que había sucedido, ni la dimensión del problema creado, creía que lo debían dejar ir sin más. Conserve mi gesto inescrutable, el que me sale invariablemente y sin


planificación alguna en situaciones parecidas. No es que no me identifique con algunas de as partes, que suele ser en caso de conflicto, la parte más débil, pero pongo cara de poker y si me detengo mirar es por el tiempo indispensable antes de seguir mi camino. El significado de esta reacción ante situaciones complicadas, la inhibición y el olvido rápido me ha evitado muchos problemas, y tampoco me ha creado mayores cargas de conciencia, pero la sensación de inseguridad permanece. No lo sé con absoluta certeza, pero tal vez sea uno de esos individuos en los que no debería uno fiarse.

2 La Fase De Ida Y Vuelta Creo que hubo algo de mágico en llegar a casa y encontrar allí al hombre del incidente en el aeropuerto, eso parecía una señal más sin derecho a apelación de que a medida que la edad avanza nos volvemos más y más lentos. Además de eso descubrí que había perdido una de mis bolsas de mano, y que esa era la bolsa donde llevaba el original del guión de “También las medusas sueñan”. Por encima de otras consideraciones, había más rabia que extrañeza en lo de la bolsa de mano, y cuanto más pensaba en ello más enfadado estaba con mis crecientes limitaciones. A aquella hora de la tarde, cualquier idea, por absurda que fuera, iba a terminar por hacerme explotar, y cabía la posibilidad de que mis distracciones se lo hubiese puesto tan fácil a algún descuidero. Eso todavía me molestaba más, el enojo iba creciendo y tener que admitir la posibilidad de haber sido objeto de un robo iba a convertir el final del día en un infierno. Me dejé caer en un sillón avergonzándome de mi. Se trataba de discernir entre la importancia de lo que nos venía sucediendo en los últimos tiempos, y el posible robo de una estúpida maleta con algunas cosas personales, cosas de más o menos valor, pero absolutamente prescindibles al final. De todo el botín lo que más me dolía era perder el original del guión, pero ya había cumplido su función, al director -que además era amigo- le había gustado y se había comprometido a hacer la película en cuanto estuviera libre de algunas complicaciones familiares, y sus otras obligaciones profesionales se lo permitieran. Pero ni siquiera eso era grave, todo el mundo parecía ya tener una copia, y yo mismo guardaba dos o tres copias en algún cajón. Lo problemas familiares eran mucho más graves, hondos y perdurables, y sentado en aquel sillón de ignominia pugnaba por olvidar mis problemas más superficiales, ¿o debería decir, “ diarias contrariedades”? No discernir lo realmente importante de lo superficial eso debería enojarme y no otras cosas, porque sabía que


ni siquiera mis achaques eran comparables a la enfermedad de Ariadna, nuestra hija. Esto era lo que debía dolerme hasta desesperarme, ocupar todos mis pensamientos todas las horas del día, la obsesión hasta no dejarme vivir. Pero, una vez más, era Mariahna que me distraía, me sonreía, me consolaba y me hacía comprender que viene un día, y luego otro, y luego otro, y cada uno de ellos debe ser importante y saber vivir cada una de sus horas. Hasta el más insignificante pensamiento nos ayuda a vivir y no permite que nos ahoguen las complicaciones. De ahí que nuestro regreso fue rabioso al principio, pero cuando caí en el sofá, triste y derrotado me quedé inmóvil, sin ganas de hablar ni de moverme. ¡Estábamos en casa! De nuevo la cercanía, nuestros cuerpos cruzándose en espacios pequeños, entre los marcos de las puertas y los pasillos, la soportable cercanía que sólo lo es cuando los cuerpos son parte de una misma familia. Debía tomar la determinación de asumir que los tiempos habían cambiado, que viajar como lo había hecho ya no era posible, y que algo me ataba a nuestra casa. “Es el novio de tu hija”, me dijo Mariahna que había estado unos minutos charlando con ellos en la habitación de Ariadna, y me alegró saber que se iba a levantar para cenar. Daba la impresión que todo podía ir un poco mejor con aquella visita, al contrario de lo que suele suceder. Quiero decir que cuando en una casa hay una forma rutinaria de actuar, las visitas lo trastocan todo, hay que cambiar los horarios, las habitaciones, las costumbres y hasta las cosas de sitio, sin embargo, en este caso el muchacho con aspecto de hippie podía ser de una gran ayuda alegrando los días a su novia. O bien se comportaban como dos jovencitos paseando su amor de estudiantes, o terminaban por discutir agriamente y rompían allí mismo, delante de ellos. Así las cosas no deseaba intervenir de ninguna de las maneras, ni en ninguno de los sentidos, entre los dos enamorados. La luz de las ventanas se apagaba a una velocidad desconocida, en un cuarto de hora, o poco más, se cerraría la noche y habría que echar las persianas, además, seguía lloviendo y la humedad daba una sensación de frío creciente. El novio de mi hija se llamaba Trévedes, y por lo que supe era un estudiante brillante, aunque, no sé si eso tendría algo que ver con el lío que montó en el avión, porque algunos buenos estudiantes son altivos y orgullosos. Cada uno mira al mundo con ojos de diferente compromiso, poseemos tan distintas y extrañas visiones de las cosas que no nos perdonamos que casi nunca terminemos por acertar. En alguno de nuestros planteamientos más serios, los que tienen que ver con haber arriesgado en un planteamiento vital, en esos no acertamos casi nunca. Nos conocemos, nos tratamos, intimamos, nos queremos, vivimos juntos, pero seguimos estando en pensamientos desconocidos. Supongo que es el calor humano lo que hace que nos sintamos tan identificados con los nuestros cuando el pensamiento de cada uno es un misterio, y eso produce un cierto rechazo con los extraños. Miraba al hippie -por extraño que parezca mi hija aseguraba que era de una tribu Tarahumara mexicana, y que se había venido a estudiar pensando en volver a su país al concluir en la universidad- y detrás de sus greñas imaginaba un buen chico, pero me resultaba infinitamente pesado tener que darle conversación. Siempre son así las cosas con las novedades, tardamos en aterrizar, y nos dejamos convencer a pesar de nuestras reticencias. Debería haber imaginado que mi mujer lo estaba ya disponiendo todo para que los chicos durmieran juntos, y no que agradaba la idea, pero no me quedaba


más remedio que aceptar que el tiempo pasaba también en eso. Posiblemente por esa necesidad de descanso y no poder esforzarme más por parecer condescendiente con Trévedes, fue que poco a poco me fui quedando dormido en el salón, casi a oscuras y sin más ruidos que los que llegaban de otras piezas de la casa. Alguien me echó una pieza de ropa sobre las piernas, pude sentirlo pero no abrí los ojos. Dejaba volar mi imaginación por campos de nubes en caída libre, pero se trataba de un sueño ligero, al que creí que podría renunciar en cualquier momento, sin embargo, cuando Mariahna llegó para preguntarme si quería cenar estaba tan profundamente dormido que creí que había estado durmiendo durante un siglo entero. Alguien había puesto una estufa, me pregunté si era necesario, porque eso posiblemente había contribuido a adormecerme de aquella rotunda manera. Y por eso, en los primeros segundos de mi despertar, Mariahna se había inclinado tanto, y su cara estaba tan cerca de la mía, que así de repente, apenas la conocí. Al llegar a momentos parecidos, la vida nos regala con la lentitud, con la ausencia de prisa, y con el consentimiento de todos. Como si alguien hubiese estado cocinando debajo de mis narices, creí que un vapor inexistente se iba disipando, pero era yo y sólo necesité frotarme los ojos e incorporarme un poco para comprender que en los próximos segundos inexcusablemente debía hacer una aparición magistral en la cocina. Tal vez volvería a hacerlo un millón de veces más, tantos como novios fueran y vinieran en nuestras vidas, pero estaba seguro, cada vez sería la primera, ese era el espíritu con los novios de las hijas. Cada uno necesitaría un espíritu que lo guarde, como se guarda la calma, pero hay seres extraños dispuestos a dejarse sorprender por el drama de la vida. Sin embargo, en mi caso, creo que he tenido suerte, Mariahna no es de esas almas escandalosas que salen corriendo sin saber a donde cuando un accidente se cruza en su camino. Esa sangre fría no sólo es admirable, es lo que siempre he deseado tener cerca. Conozco sus reacciones y sus pensamientos, y sé que, pongamos el caso, que si sufriéramos un accidente de automóvil tan grave que alguno de nuestros miembros fuera amputado, ella guardaría la calma y sabría que hacer en todo momento. Entre mis prioridades debería establecer una, que en los últimos tiempos empieza a revelarse como muy importante, no debo alejarme demasiado de Mariahna. Cuando ella anda entre sombras, o se levanta a media noche para comprobar que no había pasado la llave a la puerta, o cuando se queda a leer y entra fría en la cama y yo ya estoy dormido, resulta de lo más reconfortante sentir su presencia. En esta casa todos estamos enfermos, me dije como un reproche, porque la vejez nos enferma físicamente, pero sobre todo, de melancolía. Solía suceder, a esa hora de la noche, que me invadía una ingrata inseguridad al pensar en mi hija y su enfermedad: Nada estaba claro al respecto, y no sabíamos como se iba a desarrollar. Era posible una curación, o que se alargara consumiéndonos a todos, en cuyo caso, yo no podía saber si nos sobreviviría a mí y a su madre. Y si aquel terrible momento llegaba, no quería sufrir más de la cuenta, no querría, a mi dolor añadir pensamientos absurdos como que mi vida no había tenido objeto porque lo más preciado de todo, se había ido sin más. No podría evitar ver a Mariahna sufrir, y que eso me partiera el corazón, pero, al menos, me ahorraría el espectáculo dantesco, de los que lo llevan todo al límite, de los que gritan, se golpean, se arrastran por el suelo y rompen lo que encuentran a su paso, desafiando a Dios y a la vida, y pidiendo que los lleve también


a ellos. Al contrario, conocía a Mariahna y sabía que sería un apoyo sobrio y entero, en la desgracia. Pero, no, estamos adelantando acontecimientos, y nadie sabe lo que la vida nos depara. Vivamos con pasión, pero sin dejar que la vida nos desborde, minuto a minuto, no podemos saber lo que va a pasar mañana. Además, desde que el muchacho de raza india está a su lado tiene que sentirse muy afortunada, porque una compañía que echaba de menos se añade a sus momentos más largos del día. Estoy seguro de que eso la animará. Como un furtivo, un intruso con malas intenciones en mi propia casa, me levanté esa noche cuando llevaba un par de horas durmiendo. Habíamos cenado más de la cuenta y me había ido directamente a acostar una vez terminado el postre; no tomé café. Por la rendija de la puerta comprobé que todo estaba en calma, el silencio era total y no deseaba encontrarme con ningún otro excursionista. Lo cierto es que mi vejiga no daba para más y quería desaguar sin que nadie lo notara. Mientras me dirigía al baño, descalzo y en calzoncillos -suelo dormir en calzoncillos para ahorrarme el desagradable momento de buscar un pijama cuando has echado el tuyo para lavar y nadie lo ha restituido por uno limpio sobre la cama-, me imaginé un momento después sobre la taza del retrete haciendo todo tipo de malabarismos para no chorrear bruscamente sobre el agua del fondo, y gorgotear sin remedio. Pensé que el eco sería total a esas horas, ya pasada la medianoche, pero no fue para tanto. Agradecido a mi resolución para terminar con rapidez ese trance que me incomodaba sobre todo por el extranjero, me volví a la habitación. En la carrerita al baño se me enfriaron los pies, iba a estar de vuelta en la cama en un momento, y ese también iba a ser un momento delicado, introduciéndome de nuevo entre las mantas, de tal forma que pudiera evitar tocar mis pies fríos los pies de mi mujer; no sería nada agradable. No suelo ser una persona impetuosa y en casas ajenas, ya me ha pasado otras veces, de intentar contener las ganas nocturnas hasta el amanecer sin conseguirlo. Al final de una noche incómoda tengo que salir a todo correr hasta el baño, y no siempre ser capaz de evitar que alguna gota de orín caiga en el pijama, por eso consideré que haber salido con tiempo suficiente había sido la mejor de las decisiones. Aquella era una de esas mañanas que rondaba en mi cabeza con sueños que no había terminado. En mañanas parecidas, en otras ocasiones, había tomado las mejores decisiones de mi vida, tales como comprar aquella casa, casarme con mi novia de toda la vida o renunciar a entregarle mi último guión a un productor sin escrúpulos que prometía un montón de dinero en mano, pero que no aseguraba que la película se llegara a rodar alguna vez -supongo que lo querría para enterrarlo en algún cajón esperando tiempos mejores-. Era víspera de vacaciones de navidad, así que adiviné que Trévedes, el Tarahumara, se había saltado algunos exámenes por estar con Ariadna. Levanté la persiana y descubrí que había parado de llover, y eso me animó, “el día no podía empezar mejor”, me dije me dispuse a recoger todo lo necesario para asearme. A eso de media mañana, abierta a la algarada de una fiesta callejera, cerca de donde yo me encontraba, Ariadna y Trévedes abrieron la ventana de par en para ver la calle mucho más de cerca, sintiéndolo todo como si estuvieran allí. Había unos diez chicos con instrumentos musicales, eran los que montaban más ruido, otros, alrededor corrían, bailaban y gritaban como si fuera lo último que fueran a hacer en el mundo.


Cada uno portaba el uniforme de un colegio, una insignia o una capa que dejara claro que formaba parte de la fiesta de estudiantes. En el momento que dejaba de sonar la música pasaban sus gorras, y lo cierto es que la gente que por allí pasaba se mostraba bastante generosa con ellos, quizás porque no sabía que tenían la intención de gastárselo en vino y juerga. Hay gente que aún cree que los estudiantes se lo gastan en misas. En unos días les darían vacaciones definitivamente y algunos habían decidido celebrarlo antes de tiempo. Para cuando llegaran las calificaciones ya nadie podría decir que no lo habían celebrado, y eso sin contar con las sorpresas o con los suspensos más predecibles. Los dolores de cabeza han sido un constante en mi vida y no me permitieron siempre recuperar mi instinto en lo que a la respuesta a algunos problemas se refiere. Cuando durante el transcurso de mi vida, alguna vez me he sentido desafiado, no siempre he respondido con la acritud necesaria por considerarme un enfermo; al cabo del tiempo me pregunto si lo era. La sorpresa de infancia fue descubrir, que alguno de aquellos adivinos que finalmente frecuentaba mi madre, pudiera saber que me gustaban tantos los aviones y que me hiciera una profecía tan exacta y que hasta hoy ha ido acertando en todo. Era un tiempo de equilibrio familiar, la seguridad que le hacía falta a aquel niño que era yo, y que la buscaba y la ansiaba mucho más que todos los frentes abiertos en su lucha infantil contra las jaquecas. Me había confiado en todas aquellas visitas y en la rutina de los viajes, en tanto que mi madre parecía sufrir cada más con la falta de resultados, así que cuando aquel charlatán le dijo que debíamos aprender a convivir con nuestras dolencias se lo tomó como una revelación mística y empezó a exigirme fortaleza. Puede que, en cierto modo, aquella enseñanza desde un hombre de más que dudosa ciencia nos ofreciera la mejor oportunidad para ponernos al día con la que la vida exigía de nosotros, con lo que exige de todos, hay que luchar si se quiere vivir. Quizá la mejor forma de evitar algunos dolores, es dejarse llevar por el desahogo, por el instinto, por el enfrentamiento, ese tipo de cosas que a veces nos parecen tan rudimentarias y que nacen de forma espontánea de la sin razón. Levanté la voz en ese momento como no lo hacía de forma natural, “cerrar esa ventana o cogeré una pulmonía”, les grité a los chicos. Ariadna me miró extrañada, como si no esperara eso de mi, pero se dieron la vuelta y cerraron. Supongo que subieron a su habitación y allí siguieron mirando con medio cuerpo colgando del alféizar. Pero para mi fue suficiente, como si necesitara establecer que había unas normas de conducta que se debían respetar, y que yo, era la persona, como cabeza de familia, que debía cuidar de que se cumpliera. Aquello me hizo sentir como el jefe indio antes de salir de caza, afilando sus lanzas y sus flechas, dejándome llevar por el estado natural de mis instintos. Un grito no soluciona todo, pero desahoga, me dije. Para un niño vivir lo que yo viví no es agradable, ninguno, sin embargo, lo hubiese llevado con más felicidad porque cada vez que mi madre me decía que debíamos viajar en avión para ir a tal o cual médico, se me iluminaba el rostro. En medio de aquella confusión de idas y venidas, de diagnósticos y medicinas, terminamos por aceptar la última profecía, siempre la consideré así, y he seguido todos los pasos que me han llevado a ir cumpliendo todas sus líneas. Mi matrimonio, mi hija, mi trabajo, y la peor parte, la que me anunciaba que moriría en un accidente de avión. Me he pasado la vida obsesionado por una idea, que sin embargo no me hizo renunciar a mi


pasión por volar, aunque sólo haya sido como un pasajero en clase turística, claro está. Supongo que el modo más formal y frecuente de comportarse en casa ajena es dejarse llevar por las costumbres que allí se dan, o en todo caso mostrarse servicial y solícito para no representar una carga. Trévedes, el indio Tarahumara era servicial al principio, parecía amistoso y enamorado de nuestra hija, no podía ser de otra forma, si había venido desde tan lejos sólo para verla, y teniendo en cuenta además, que posiblemente ella no volvería a aquella ciudad en la que él vivía y estudiaba para terminar la carrera; al menos así lo había manifestado. El indio cuyo aspecto descuidado dejó muy pronto de molestarme, no podía sin embargo terminar de agradarme por sus comentarios, e incluso por el timbre de su voz, porque sin saber decir qué, había en él algo que me era de todo punto molesto. No se trataba de que me ofendiera por creer que su actitud colaborativa le daba algún derecho, o de que los celos naturales de un padre acostumbrado a las atenciones de su hija se vieran así expuestas y reconvenidas -no sólo detenía toda muestra de afecto familiar si él estaba delante sino que actuaba de forma artificial e impostada-, era que nada parecía detenerlo en su aventurada intención de penetrar en terreno extraño y intentar hacer parecer como que nada sucedía por eso. Ambos aspectos del invitado me hacían prever una confusión interior, la que me inclinaba a verlo con agradecimiento por su generosidad al venir a ver a mi hija enferma y la que me arrastraba a considerarlo un egoísta por eso mismo. De tal modo que lo más adecuado era abrazar la idea más benévola y positiva, eso evitaría que me dejara llevar por el mal humor de forma espontánea, y en todo caso, como acababa de suceder con la escena de la ventana podía exagerar algún enfado de vez en cuando, en busca de un espacio de tranquilidad. Esa decisión me tranquilizó, pensara lo que pensara, respetar a un invitado en una norma de educación inviolable para el hombre civilizado por el que me tenía. Además haber montado un “numerito” de distanciamiento y molestia que desembocara en una discusión, que a su vez, nos llevara a pedirle al Trévedes que diera por terminada su visita y se volviera por donde había venido, no hubiese sido lo mejor que yo esperaba de mi. De ninguna manera aceptaría de mi una reacción tan estrecha y poco generosa. Se ha dicho muchas veces que los recuerdos de infancia lo hacen todo mucho más voluminoso de lo que en realidad fue. No sé si en mi caso, cada vez que el recuerdo de mis padres prestándome tantas atenciones vuelve a mi, tengo la sensación de que todo aquello me afectó mucho más de lo que en realidad lo hizo, que aquellos movimientos en busca de una mejor salud, y de mitigar mis dolores, cuyo principio aún hoy desconozco, en realidad no fueron tan definitivos en como habría de discurrir todo al final. Además de eso, puede que yo haya escapado a un destino que en tantas ocasiones, como profecías se hacen sin contar con la voluntad de aquellos que entran en ellas. Se trata de una señal que te marca para siempre y que tienes que intentar llevar lo mejor que puedas, una distinción que no te conviene porque si interiorizas todas esas historias esotéricas y místicas de los seudo-doctores, entonces lo condicionará todo. Es curioso que le siga dando vueltas a esto, si realmente pienso que no me influyó tanto como mis padres creían que lo haría. No creo que haya dejado nada de eso en los guiones, no he reflejado mi vida, ni mis traumas en


“También sueñan las medusas”, espero que funcione convenientemente. Antes de seguir con la historia que nos ocupa permitan que le llame la atención sobre un hecho que por distante no debemos considerarlo superficial, y esto es que la tribu de Trévedes tenía un mérito nada despreciable tal cual era haber permanecido anclados en sus costumbres a pesar de la presión de la iglesia durante la conquista de Mexico. Los Tarahumaras tienen su propios ritos, y son un pueblo muy dado a la espiritualidad, si bien yo creí entonces y aún lo creo ahora, que eso se debe a que hacen infusiones con todo tipo de plantas alucinógenas, suele pasar. Y al igual que otras culturas ancladas en sus religiones y en costumbres ancestrales, apenas han progresado. Después de seis siglos del descubrimiento colombino, a su alrededor han crecido ciudades, los automóviles se mueven por sus desiertos con aparente naturalidad, sobre sus cabezas pasan aviones a chorro, y sin embargo, ellos siguen viviendo sacando lo que pueden de una tierra árida y estéril y yendo a buscar el agua muy lejos de sus casas. Se van formando las imágenes en mi imaginación de tal modo que no llego a comprender como han podido mandar a uno de sus chicos a una universidad, atravesando un océano y tan lejos de su país de origen.

3 Convocados A La Supervivencia En el transcurso de las horas de esa mañana los pensamientos se movían sinuosos, y debo reconocer que mi cabeza ya no tenía la espontaneidad y frescura de otros años. Procurando respetar todo lo que de bueno me daba la vida, una serie de dudosos acontecimientos me hacían comprender que la pérdida de fuerza también se producía en la mente humana, y que lo que a esa parte de mi anatomía se refiere, lo perdido ya no lo iba a recuperar. Ya habían pasado unas horas desde el amanecer, había desayunado café y tostadas, y había estado ordenando la masa del despacho durante bastante rato, cuando volví al sillón para leer sin prisa, mi cabeza volvió a dar síntomas de ir a su aire. Mis pensamientos regresaban sobre cosas del día anterior que no habían sido convocadas, mi respiración se aceleraba porque me alteraba comprobar una vez más que algo no iba bien. Me quedaban unas horas de estar solo aquella mañana, porque Mariahna había salido y no parecía casual que todo sucediera de tal manera. Sólo ante la perspectiva de la inacción podía responder con recuerdos sórdidos, y lo que era peor, el esclarecimiento de un sueño de aquella misma noche abriéndose paso entre otras ideas y recuerdos, un sueño con una perspectiva terrible que me había despertado con angustia esa noche y que empezaba a revelarse en el momento de relajarme un minuto recostado sobre el sillón. Conozca o no cada representación de los diferentes


tipos de sueño, de si la madera o el agua que aparezcan en ellos tiene algún significado, para el caso iba a ser lo mismo, porque iba de algunas cosas más concretas y cercanas. Entre la idea de aborrecer al invitado y la protección paterna por su cachorrilla, tomaban forma algunos símbolos que posiblemente tampoco sería capaz de descifrar ni aunque fuera un experto en psicoanálisis. Se iluminaban todas las luces necesarias para ir dándole forma a lo ya soñada, y ya sé que a nadie le hace falta pasar por una elaboración semejante. Sin embargo, en los recovecos de una mente que se estaba disgregando intentar montar los recuerdos, las ideas y las intenciones, como si se trataran de puzzles, era lo menos que podía hace. Poco después de ver las imágenes inventadas la noche anterior con más o menos claridad, noté que aquel rechazo por el novio de mi hija era real, y que había soñado que me enfrentaba a él como si hubiese venido a hacernos daño. Y no estaba mal pensado, porque si le hacía daño a Ariadna, nos hacía daño a todos. Hay quien opina que Dios no creó al hombre, que lo que pretendía crear al llenar el universo de pormenores palpitantes, de detalles insospechados y de vida, en realidad era crear la familia. Es una idea susceptible de ser tenida en cuenta, porque tenemos que creer en aquello que realmente apreciamos, y descubrir si apreciamos nuestra familia por encima de todo el resto, incluida toda la humanidad. Entre otras cosas que dan sentido a nuestras vidas la importancia de volver a casa cada noche y saber que lo vamos a encontrar todo en orden y que esa seguridad nos acoge, es una de las más importantes y tiene el más alto grado de confirmación del triunfo de la vida sobre la muerte. El deleite de los placeres sedentarios de la familia no lo entienden los espíritus inquietos los que buscan la aventura y el riesgo. Pero esa huida en busca de una vida más inquietante no va a librar a nadie de que llegue el día de que necesite y eche de menos los goces y la seguridad de la familia, la proyección de su propia vida en las costumbres heredadas de los hijos y todo lo que se desprende de la necesidad de envejecer. Atrapar la esencia de la vida dentro de la familia no es una empresa fácil, en algún momento parecerá que el universo se conjura en contra de nuestros planes, las enfermedades, los fracasos laborales, las empresas arruinadas, los accidentes, los dramas que se desprenden de todo lo que se relaciona con nosotros; es por eso que estamos siempre alerta, intentando identificar cualquier peligro, cualquier posible ser extraño que entre en nuestra casa puede suponer una amenaza para la familia y podemos llegar a la paranoia desconfiando de todo y de todos, ¿por qué no? De ahí que también se eleven la incomodidades de las visitas a extremos difíciles de entender, en el orden de los que han sido educados para ser buenos anfitriones. Y yo debía ser un buen anfitrión, a pesar de mis pesadillas violentas, de corregir mi costumbre de andar descalzo por casa, de confinarme en mi estudio la mayor parte del día para no cruzarme con Trévedes e intentar conversaciones sobre temas comunes que no existían, y de todo el resto de prejuicios que un padre tiene acerca de cual debe ser el aspecto de los novios de sus hijas, de conocer que planes tienen para el futuro o si son o no de “buena familia”, y en el caso concreto que me ocupaba, si tomaba drogas -lo que viniendo de un indio Tarahumara, una tribu de la que todo el mundo sabe que conserva su exacerbada espiritualidad por consumir peyote-. Para mi mujer todo parecía diferente, yo tenía la impresión de que quería que el compañero de nuestra hija pasara a formar parte de la familia lo antes posible, creo que eso se


desprendía de algunos comentarios y confesiones que me hacía en la intimidad. Si nuestra vida necesitara cambios urgentes de composición o tuviera otras necesidades y carencias graves, podría entender aquella sorprendente inesperada simpatía por él, pero yo no lo consideraba así. El rigor con el que yo interpretaba la fuerza con la que podríamos enfrentarnos a los desafíos que la vida aún nos reservaba, no parecía ser el mismo con el que Mariahna lo hacía. ¿Se trataba pues de la fría estadística? “A veces no queda más remedio que hacer estadística con los asuntos y conveniencias familiares”, me decía. Con el tiempo pasa como con los fantasmas, se desaparece pero lo puedes presentir, adivinas el lado por el que te recibe, que es el lado de la indiferencia, e incluso, a veces, lo pierdes por completo, son momentos que no proporcionan pistas y te dejas olvidando hasta que existes. Desde la mañana, este tipo de hechicería se llevó las horas en un vuelo, y ya hacia mediodía alguien llamó a la puerta. Se trataba de un hombre alto y vestido de negro, con los zapatos relucientes, lo habían mandado desde el aeropuerto porque había aparecido mi bolsa. Le quedé agradecido como si lo hubiese encontrado él, y también, él mismo hubiese decidido generosamente venir hasta mi casa para que pudiera recuperar mis cosas. Se lo agradecí tanto que le di un abrazo, y le quise dar dinero pero lo rechazó, dijo que no les estaban permitidas las propinas. Me resultó un poco extraño que el aeropuerto diera ese servicio, lo normal me hubiese parecido una llamada de teléfono para que yo mismo pasara a recoger el maletín por las oficinas de objetos perdidos que el aeropuerto debe tener en alguna parte. En cuanto se fue revisé el maletín por si faltaba algo, y lo más notable fue comprobar que nadie lo había abierto, todo estaba tal y como lo había dejado, también el guión del que esperaba tanto. Esta nueva situación, el cambio operado en los movimientos en la casa, a los componentes de una familia numerosa le parecerán ridículos, quiero decir que aquello que se me hacía una montaña de contrariedades, lo era porque no estaba acostumbrado a los cambios, al movimiento a mi alrededor ni a escuchar una voz diferente a las que ya conocía. Y en un sentido más particular, nunca fui un hombre de aguante, y funcionar bajo presión me ha llevado a errores tempranos. La diferencia con los grupos familiares numerosos es que ellos desarrollan una forma de tolerancia basada en el amor que tienen, y se disponen a ceder porque no consideran que dentro de la entidad familiar eso signifique perder. Un invitado en una familia de más de cinco hijos, a un invitado no lo considerarían un hijo más, pero no representaría ninguna molestia, al contrario sería un reto más a los problemas de número a los que están acostumbrados. Yo, por mi parte había sido hijo único, y Ariadna a su vez lo era también, lo que aparentemente lo debía simplificar todo pero, ojalá me equivocara, creo que nos hacía más tristes. Mariahna me preguntó si me había levantado por la noche, le dije que “sí, y que resultaría molesto encontrarme con Trévedes en el pasillo, o que nos cruzáramos los dos en la puerta del baño agarrándonos abajo para evitar que se nos saliera la orina antes de llegar al destino”, y que no había sido así. Ella se rió, y contestó que, “al menos, la casa estaba en silencio y no escuché jadeos, que al fin y al cabo eran jóvenes”, ¿qué les parece? Eso me dijo. Tendré que agradecer de algún modo a alguien, aún no sé bien a quien, que a pesar de la fuerza incendiaria de la juventud,


aquel hombre se abstuviera de hacerlo con mi hija bajo el techo de mi propia casa. No había una voz más dulce en el mundo que el de aquella jovencita que explotaba por hacerse adulta a pesar de su enfermedad. Detrás de la relación padre-hija había una dependencia de destrucción, al menos por mi parte. Si aquel muchacho se casaba con ella y se la llevara lejos, eso me rompería el corazón. Es cierto que expreso un profundo sentimiento sin tener en cuenta los planes que ella puede hacer para sí, pero en tal situación, mezquinamente lo digo, su enfermedad se convierte en un aliado. Hacía ya algún tiempo que había decidido hacer una visita a un viejo amigo de la escuela, Raloskin Gallius el desenfrenado. Como él mismo diría de su apodo, el excesivo uso de los analgésico y la cafeína lo llevó a ser lo que era. No podía imaginar como sería nuestro encuentro después de tantos años, pero estaba deseando que sucediera. Estaba seguro que la impresión de vernos viejos y achacosos iba a ser toda una oportunidad para reflexionar acerca de lo rápido que había pasado todo. Debo reconocer que viví en mi burbuja sin preocuparme por nada de lo que sucedía en el mundo exterior durante décadas, que yo recuerde, nunca ha sido de otra manera. Necesito creer que en la vida las cosas pasan sin motivo, y que debemos ponernos al servicio de esa sinrazón para estar dispuestos a entregarlo todo en el momento que la misma vida lo demande, que invariablemente, más pronto o más tarde, ha de suceder. Pero no siempre la entrega ha sido total, nadie renuncia a un compromiso absoluto, no lo creo. En este punto debería intentar discernir si a donde he llegado era el punto al que realmente me dirigía, porque el inconsciente, a pesar de nuestras ambiciones, no siempre nos permite transitar ciertos caminos. Hace ya un tiempo que se dio nuestro encuentro, fue por teléfono y nunca pensé que una cosa así pudiera suceder. ¿Pueden creer que su número haya permanecido perdido en una agenda en medio de un buen montón de direcciones durante décadas? Y sobre todo, ¿pueden creer que ninguno de los dos en ese tiempo hayamos cambiado de número telefónico? A mi me parece muy extraordinario, sobre todo si tenemos en cuenta que con el desarrollo de las nuevas tecnologías, casi todo el mundo ha cambiado de teléfono y de compañía de servicio, un buen número de veces en los últimos años. Esa fueron las circunstancias para que volviera a contactar con Raloskin, un número equivocado tomado de una agenda vieja, y llamas a otra persona y no a la que deseas, pero la persona a la que llamas resulta ser la sorpresa del año. Sentí en ese momento que me había empotrado en el pasado y resultaba agradable que así fuera, si bien, para terminar de ser exactos sería bueno decir también, que no lo reconocí primero, no pude reconocer su voz, y tuvo que ser él quien se sorprendiera con una sonora carcajada, y descubriera su identidad para que yo pudiera deshacer el entuerto. En ese instante comprendí lo que había sucedido, su apellido era casi idéntico a la persona que pretendía llamar. Debía de estar un poco adormecido porque en mitad de tales recuerdos la intriga sobre una fecha determinada se me hizo presente, aquella que habíamos elegido para el reencuentro se cruzó entre mis reflexiones, y como una punzada alarmante se ancló al momento. Sabía que una intriga así no se iría si no me levantaba, iba hasta mi agenda y consultaba la fecha que allí había escrito, y sí, así era, la suposición que había tenido era cierta, esa misma tarde había prometido acercarme hasta su casa. Alcanzado por la prisa y la inercia me puse en movimiento, debía planificar mi salida


de casa y prepararme y prepararlo todo para hacerlo después de comer, me afeité de nuevo y me cambié de ropa. Le dije a Mariahna si quería acompañarme, pero me respondió que tenía cosas que hacer, sin embargo, que se quedaría más tranquila si Trévedes lo hacía, y en voz baja añadió, “la niña está fatigada”. Lo de llamarle “la niña” a nuestra hija era una forma de escapar a la realidad, de no admitir que el tiempo pasaba, y que de niña no tenía ya nada. No estuve muy de acuerdo con esa idea, pero insistió y al fin tuve que acceder y enredarme en una discusión inútil. Parece existir en mi una fidelidad desatada en favor de acumular acontecimientos que amontono en mi cabeza y a los que después intento recurrir sin encontrarlos. Es entonces cuando surge esa sensación de haber perdido algo, de haberme dejado algo importante si hacer, de saber que debo recordar y mi memoria responderme con sus limitaciones. La memoria inmediata es la más traicionera, creo que eso es así, porque siempre me deja colgado con algún detalle importante. Si bien debo añadir que, la memoria de lo más antiguo y lejano, aquella que ya no tiene relevancia alguna en el presente, me ata durante horas con los detalles más insignificantes. En estos últimos años, hasta donde he podido saber, Raloskin ha estado muy ocupado estudiando la resistencia de algunos metales y aleaciones. Como tuvo la precaución de no compartir sus estudios y sus descubrimientos con nadie, es posible que haya encontrado alguna cosa que pudiera ser útil a otros, pero como suele pasar con algunos viejos, se ha vuelto raro y desconfiado, y ya nadie va a poder convencerlo de que coopere con otros investigadores que desarrollan su actividad en el mismo campo y con la misma curiosidad. Esa actividad la ejercía después de dar clases a un nutrido número de jóvenes exaltados que se reían de sus rareza y con los que tampoco le gustaba intimar, así que la visita que le voy a hacer va a suponer rememorar la mejor etapa de su vida, la de los colegas de juventud. No suele permitir muchas visitas, pero estoy seguro de que se alegró del malentendido de los números de teléfono, ahora bien, tendré que avisarle antes de salir para su casa de que llevaré un acompañante. Con un sentido de necesaria justicia debo admitir que los estudiantes de hoy en día son rápidos, sagaces y llenos de reflejos, también son capaces de trabajos largos y pesados, de esos trabajos de muchos folios difíciles de corregir e interpretar hasta por algunos profesores, es por eso, que para Trévedes resultará una tarde de interesante conversación. Raloskin de todo el grupo de nuestras salidas de juventud era el más tranquilo, nunca se dejó alejar de sus propósitos por nadie y nunca inició un camino que hubiese seguido otro antes con anterioridad sin meditarlo primero, por eso creo que ha escogido estar donde tiene que estar, y que no hay nada más gratificante que visitar una residencia que resiste y soporta contra todo, por el convencimiento de que al fin, era eso lo que se había deseado y buscado. Escuchando lo que mi viejo amigo tenía que contar, las lineas de mi vida se iban empequeñeciendo, me dividía entre lo conveniente que me había resultado todo, pero también en la emocionante historia de investigación que estaba escuchando, como había resuelto los problemas y como se había enfrentado a las dificultades. Desde luego para un investigador, las renuncias más graves a los placeres más simples de la existencia, por haberse volcado en sus experimentos no era un tema menor. Intentaré explicar sin embargo, que lo que a mi me pareció una tarde de insuperable verdad y compañía, a Trévedes le pareció una prisión insufrible. Hay generaciones que


revientan por salir corriendo, la energía se contiene como sucede en una máquina de vapor, y se manifiesta en una inquietud difícil de dominar. Supongo que a esto también se refería Mariahna cuando me dijo que debería sentirme feliz de que la pareja se contuviera mientras estuviera bajo nuestro mismo techo, pero de eso tampoco estaba seguro. Debo considerar además que el origen de raza de Trévedes. Esa energía a la que hago referencia, su juventud, su naturaleza de origen salvaje, podía llevarlo en cualquier momento a salir corriendo en busca de un caballo y tomar la ciudad al galope. Por otra parte no hay mucho más que contar, salvo que al volver a casa se nos pinchó una rueda del auto y el indio mexicano demostró una destreza absoluta realizando el cambio de rueda en cuestión de pocos minutos. Ante esto, sólo puedo expresar admiración y respeto. Pero también hacer autocrítica e intentar discernir que si será cierto, que la gente nos cae mejor cuando nos son útiles de alguna manera, y estaba empezando a verlo como un espléndido aliado. Entre todas las buenas lecciones de Raloskin, hubo un detalle que no llegué a comprender del todo. Se trataba de una diversidad de ideas difícil de amparar sin queja alguna, porque no todas eran de fácil comprensión. No quise preguntar por temor a que intentara extender sus explicaciones, que ahondara en la materia, que sin duda a él le resultaba facilona y familiar, y entonces si que ya le perdiera el hilo por completo. Precisamente fue por preguntar que Trévedes llevó una mala contestación, cargada de cinismo y yo diría que de algo de burla. Desde luego, en su cima de saber, nadie puede adivinar si sus enseñanzas se merecen un interlocutor mejor o peor, y de eso debió de tratarse aquella contestación. El novio de mi hija no volvió a abrir la boca, y pareció contentarse con que fueran pasando los minutos, sin más. Por una parte estaba la emoción que representaba para mi encontrarme ante un viejo amigo, y saber que se había convertido en alguien tan sabio que podía pasar horas hablando de la calidad de algunos materiales que conocía bien, pero hubo ese detalle desagradable, y no dejo de darle vueltas. Del lado opuesto al placer con que lo escuché estuvo esa contestación a Trévedes, que al fin era un invitado mío, fue algo así como: “si no entiendes de algo no te metas”, creo que no lo recuerdo, al menos, no exactamente, pero ese era el sentido. La enseñanza de una buena charla es un bien impagable, pero quizás deberíamos conocer algo más sobre la persona que la imparte antes de tomarla como algo serio. Volví a hablar con él acerca de Trévedes antes de irme, y aprovechando un momento en que quedamos los dos solos. Cabía la posibilidad de que lo hubiese tomado por un sirviente o sabe Dios qué, por eso creí importante aclararle que se trataba de un brillante estudiante de arquitectura. Me parece que mis intentos por explicarme no valieron de nada, y nos despedimos sin darle mayor importancia. Arranqué el coche y el muchacho ni miró atrás, como si diera por hecho que ninguno de los dos se habían caído bien. Más adelante vino aquello de que se me pinchó una rueda, y él se ocupó del todo, como si fuera capaz de reconocer de un vistazo que yo era un perfecto inútil para esas cosas. En alguna de las contrariedades que el día aún nos deparaba estaba llegar a casa y descubrir que Ariadna estaba en cama con un ataque de fatiga, y que mi mujer nos pidiera en voz baja que no hiciéramos ruido para no despertarla. En tal momento comprendí que la tranquilidad de todos estaba íntimamente ligada, que nada de lo que funcionaba dentro de la casa seguiría funcionando si aceptábamos esa comunicación,


y no hacía falta darle muchas vueltas porque nosotros ya lo sabíamos, pero comprendí que, en realidad mi mujer estaba informando al estudiante. Era una forma de avisarle de que nada era como había sucedido en las horas precedentes, que había dormido con ella, que había pasado las horas del días anterior, y también jugando y riendo esa misma mañana, moviéndose libremente por toda la casa, casi divirtiéndose como dos niños en su primer día de playa, pero, por desgracia, aunque él no lo hubiese apreciado eso se trataba de una excepción. Los dos jóvenes se compenetraban con la exactitud de los que no creen haber pasado suficiente tiempo juntos. Creo que les hubiese gustado vivir juntos de forma permanente, organizar sus vidas en un vínculo de necesidad mutua, de tenerse en cuenta en cada decisión para que sus vidas no se fueran cada una por su lado. Según esto, la visita de Trévedes a su novia tenía una intención que se empezaba a difuminar, una finalidad que pretendía el desarrollo de una forma real, y la realidad estaba ante sus ojos, esa noche dormiría en el sofá y no la volvería a ver hasta el día siguiente, y lo que había tenido en la cabeza hasta ese momento había sido fantasía. En ese momento ya no tenía mucho más que decir, y aunque durante el trayecto en coche había estado hablando amigablemente con Trévedes -tengamos en cuenta que ni él era muy hablador, ni yo estaba especialmente inclinado al discurso-, ya no me quedaba mucho más que decir ese día, o tal vez, si lo pensamos con otra perspectiva, no parecía que si había algo que decir fuera ese el momento. Mas que intentar deslizarme entre las dudas que el muchacho pudiera tener, opté por el silencio en espera que ordenara sus ideas e hiciera alguna pregunta, la precipitación no suele conducir a buenos resultados. Todos hubiéramos preferido que las cosas no fueran así, que la nuestra fuera una familia alegre, jovial, llena de energía y desenfadada, pero la realidad era que parecía la casa de unos viejos prematuros. Como si se tratara más de una actitud que de la consumación de un hecho real constatado, en una ocasión había sumado la edad de los tres, y comparado con otras familias no era para tanto, si bien si nuestra hija se hubiera decidido antes a tener un bebé, la media hubiera bajado bastante y la casa se habría llenado de otro aire; creo que ya era un poco tarde para eso. Supongo que no pasaba inadvertido para Trévedes que la enfermedad de Ariadna iba más allá de lo que había pensado, y por lo tanto, cualquier sueño que hubiese albergado en las condiciones de ambición total, en que los jóvenes suelen hacerlo, debía ser revisado.

4 El Juego De Las Lagunas


Como en la última parte de todas las historias, tiene que llegar un momento que se manifieste como el final de un ciclo, que se llene del significado que empieza a interpretar que todo expira a nuestro alrededor. Concluyamos que como la luz de una vela nos vamos apagando hasta ser solidarios con todo lo que se apaga alrededor, no sólo por haber compartido el mundo sino por ser conscientes al mismo tiempo de que formamos parte de un final compartido. Formulamos entonces una poesía de vencidos que tiene que ver con nuestro cuerpo afligido. Hemos protagonizado nuestra historia y va llegando el momento de aceptar el final, se aproxima, lo sentimos en que el peso se va volviendo más y más insoportable. Nos arrastramos hasta el espejo para mirarnos desnudos y descubrir que nos ha pasado lo que tantas veces intuimos en la fruta, no sólo perdemos musculatura, se arrugan nuestra piel, pero también los tendones, y posiblemente los huesos se oscurecen y pierden fuerza. Clamamos contra la vejez, porque nos cuesta aceptar el final de la historia, pero lo cierto es que nuestros órganos internos también se arrugan. Vemos a nuestros padres ancianos y sabemos que su hígado, su páncreas y su corazón ya han trabajado más que un motor de un auto viejo, uno de aquellos primeros autos de antes de la guerra, y que los motores no se arrugan como la fruta que se va desinflando como un corazón que no admite bombear más sangre, y que por lo tanto nada debe ir tan bien como creemos. Me identificaba conmigo mismo, con lo que era y con lo que representaba, pero jamás me había sentido más asustado de mi propia imagen que la delgadez a la que me había sometido después de cumplir la edad de jubilarme. Algunos a mi edad habían dejado toda actividad y se habían dedicado a viajar, y estuve tentado de eso, pero no sería justo para mi familia. Como suele suceder en estos casos, uno valora sus aficiones -ya les he contado como me gustan los aviones, y más que eso, los viajes en avión-, y cree que haber sobrevivido a una vida da derecho a confirmar sus aficiones en la edad avanzada. Era una idea recurrente, llegaba en los momentos que menos esperaba, y aceptaba que debía ser tomada en cuenta. En una cabeza de anciano, las ideas van y vienen con cierta locura, al menos, a mi me pasaba, y por una causa u otra solía surgir algo que terminaba por relacionarse con esa afición maldita que me atraía de tal forma. Sin embargo, aún con todo mi ánimo intacto, nada afectaba tampoco a la contrariedad de la superstición y aún permanecía presente entre todos mis deseos para una vejez feliz, la profecía acerca de mi muerte en un viaje de avión. No sé como llamarla, porque darle la categoría de profecía me parece demasiado para un médico psicólogo de segunda que posiblemente ni siquiera tenía un título. Creo que me tranquilizaba creer que no había pasado de ser la sugestión que nos creó con algunos aciertos de simple adivino de teletienda. Crear un fantasma en la conciencia de cada uno no debe ser difícil -me decía pensando en la posibilidad de un accidente-, sobre todo si hemos acudido desprovistos de toda defensa en busca de ayuda a un adivinador o charlatán sin escrúpulos. La permanencia del conflicto tiene mucho que ver con la fuerza de la impresión, con el impacto y el tamaño de la cicatriz, y la transmisión del mismo ya no será miedo sino fanatismo. Tenía que renunciar de una vez por todas a creer que la atracción que sentía por viajar en avión pudiera tener algo que ver con la creencia de que moriría en uno de ellos.


Algo no es real de lo que ha condicionado mi vida, me decía mientras volvía a mirar la bolsa que había llegado de aeropuerto. Para cualquiera que me hubiese visto, por segunda vez hacer una inspección tan exhaustiva lo hubiera llenado de extrañeza, pero se trataba del contenido improbable de lo que no recordaba haber metido en ella. ¿Nunca les ha sucedido de llevar una bolsa de la que no conocen todo lo que alguna vez habían metido en su interior? Se trata de que con el tiempo vamos llenando cosas hasta que no sabemos lo que contienen. Introduje mi mano en el interior y empecé a sacarlo todo y dejarlo sobre una mesa. Podría calificar de surrealista encontrar allí un periódico viejo, una llave que no sabía qué puerta abría o un cortauñas, pero nada me hacía suponer que hubiese perdido alguna cosa importante. Fue como una repetición, como volver a ver la película de esa mañana, el mismo proceso, el mismo orden, las mismas cosas colocadas sobre la mesa, todo en su sitio, nada extraño. Para terminar la inspección abrí el guión y lo leí -me gustaba releer lo que yo mismo había escrito y siempre encontraba alguna cosa que me gustaría cambiar-, todo iba bien, hasta que los dedos que lo sostenían notaron una irregularidad en la parte posterior, un relieve desconocido que rompía la sensación de planicie y lisura que los dedos esperaban encontrar; lo cerré, le dí la vuelta y con sorpresa comprobé que alguien había arrancado las últimas hojas. “Parece que alguien ha leído el libro y no le ha gustado el final”, pensé. Recluté las fuerzas necesarias para creer algo improbable, porque no le hubiese dado tiempo a leer el libro en una mañana por muy rápido que fuera. Cabía la posibilidad de que hubiesen utilizado las páginas para salir del paso en alguna necesidad imperativa, incluso que alguna limpiadora las pusiera en un suelo húmedo para evitar resbalones, pero prefería pensar que el final del guión era malo y que ese había sido el motivo. Desde que descubrí que faltaban unas diez páginas, la obsesión por cambiarlo me acompañó minuto a minuto. Puesto que el momento que estábamos viviendo no era el más idóneo para retirarme a mi estudio a escribir, decidí ponerme en contacto con el productor que me había comprado el guión y acordar los términos en que se podría realizar el cambio y que me llevaría algún tiempo. Se mostró muy sorprendido porque él tenía una copia y le gustaba como estaba, así que añadí que lo haría de todas formas y que luego escogiera el que más le gustara. Por supuesto le dejé muy claro que eso no iba a suponer ningún cambio en las condiciones económicas. Mariahna había comprado un vestido de flores durante el viaje, posiblemente mientras yo estaba en alguna oficina hablando con aburridos secretarios. No había querido enseñármelo por no romper el paquete, y así, perfectamente empaquetado se lo trajo en su maleta. Le tenía cariño a algunos de sus vestidos eso era un hecho, aunque nunca lo hubiese reconocido. A mi me parecía muy natural que así fuera, porque otras mujeres tenían esa misma pasión por los zapatos, o por los colgantes y los pendientes, sin dejar por ello de ceder la fuerza de sus cuerpos a sus abalorios. Me sucedía algo parecido con mis zapatillas de estar en casa, no me duraban mucho, pero tenía una buena colección de ellas, aunque sé que no es una buena comparación. La miré distraídamente cuando pasaba delante de una ventana, se paró allí mismo y la luz cerró mis pupilas y apenas podía ver otra cosa que la luz de la calle, pero no la perdí de vista. En ese momento se movió un poco porque notó que yo la miraba y se giró sonriendo, el vestido era precioso y se lo dije. “Es una pequeña obra de arte”,


insistí, y ella seguía sonriendo. Tendría miedo a tocarla por no arrugar el vestido floreado. Jamás la había visto tan luminosa, venciendo todos nuestros fantasmas. Fue un acto generoso, porque yo sabía que no le apetecía mostrarse tan alegre como a mi me parecía que estaba, “ya me lo voy a quitar, me lo puse sólo para que lo vieras”, me contestó y desapareció. Ariadna iba dejando un rastro reconocible de amor y ternura. Desde el momento en que empezó a empeorar dentro de mi se desarrollaba ese sentimiento profundo de afinidad que tenemos con los hijos, y que no sabemos si atribuir a nuestra necesidad de sentirnos queridos, o a que ellos se saben hacer querer. Puesto que se iba apagando sin que pudiéramos hacer nada al respecto, todo lo que representaba se sobredimensionaba, me apresaba y en ese tiempo pasé horas pegado a su cama, me quedaba dormido en un sillón que pusimos al lado de su cabezal. Prestarme a analizar cada incongruencia de una muerte que presenta sin previo aviso me hacía muy desgraciado. El ciclo se presenta no sólo en nuestro cuerpo gastado, sino en el agotamiento de todo lo que nos rodea. En estas condiciones empecé a escribir el final de “También sueñan las medusas”, pero al estar contagiado de toda la tristeza posible, no fui capaz de escribir nada que no estuviera imbuido de ella. Después de la incineración de Ariadna volví a ver a Trévedes y me alegré por ello; vino a visitarnos en cuanto le fue posible, porque había vuelto a México y hacer un viaje con ese único propósito era una muestra de incomparable nobleza. Creo que es fue el momento en que empecé a pensar que Raloskin, en realidad, era un pobre idiota que juzgaba a la gente por su apariencia y no les daba ni una oportunidad. “Somos tan vulnerables...”, una vez más hablaba en voz alta, buscando un eco en las paredes del salón, una tarde que se hacía noche invadiéndome de sombres que empezaban a desaparecer para quedar todo en absoluta oscuridad. Incapaz de asumir lo más triste de mi vida empecé a lamentarme a escondidas y sentir lástima de mi mismo. Descubrí entonces que la vida tiene el sentido de lo efímero, cuando hasta ese momento había creído que lo que era mí por derecho nadie podría nunca quitármelo. Consolándome con la compañía de mi mujer -mucho más entera que yo, o tal vez haciéndomelo creer para darme fuerzas- me refugiaba en el trabajo y en terminar de una vez el guión que el productor esperaba con ansia para poder saber que final le pondría a su película, y digo “su” porque ya no era de nadie más que de él, ni siquiera del director. Como tenía por costumbre sumergirme en el trabajo una ver que sabía a donde quería llegar, le día todas las vueltas necesarias y algunos meses después de la muerte de Ariadna, casi pasado el año del viaje para entregar el primer original con el primer final de lo que iba a ser la historia, que finalmente, posiblemente, el director diría que necesitaba comprimir, empecé a plantearme un segundo viaje para llevarles la corrección a la que lo había sometido. Pero, al igual que hubiese escuchado a Mariahna, en esta ocasión cuando me pidió que lo mandara por correo, apenas dije que no con desgana y creo que me entendió porque no insistió. Quería hacer ese viaje, quería volar de nuevo, sentir al avión despegarse del suelo, no como aquellos estudiantes que viajaban en grupo y no dejaban de bromear, porque para ellos era como un viaje en autobús, pero para mi representaba la conquista de la libertad. Excitado me preguntaba cómo era posible que un aparato de acero y aluminio, con el peso de cien elefantes, cargado en su


interior como carga sus tripas un hipopótamo, podía de pronto echar a volar, navegar a través de las nubes, y después dejarse caer suavemente y rodar por la tierra hasta detenerse. La singularidad de mis últimas decisiones, debía reconocerlo, extrañaban a Mariahna hasta considerar que ya había sido bastante de todo, para que aún quisiera darle una vuelta más encerrándome a escribir. Olvidé yo entonces, que mientras me ocupaba de escribir guiones, ella siempre había tenido el apoyo de nuestra hija, mientras que ahora la dejaba sola demostrando un egoísmo en el que no me reconocía. Creo que fue por eso por lo que no quise que me acompañara en mi último viaje. Sin más motivos a tener en cuenta, me negué a que viajara sin necesidad. Teníamos una idea similar del mundo y sus condiciones, aceptamos que estábamos juntos en nuestra última etapa, lo sufrido, los fracasos, las decepciones, todo lo que habíamos pasado y encajado juntos, debería unirnos en esos momentos difíciles. Quiso el destino que finalmente también estuviéramos de acuerdo en la separación y en que yo no hiciera el viaje en coche como ella sugería, respetando así mi deseo de volar de nuevo. Apenas tardamos en superar nuestro enfado y me pareció más animada, no obstante puso la condición de que Trévedes me acompañara, y estuve de acuerdo en hablar con él que aún permanecía en nuestra casa. Aunque, como creo que se ha notado durante toda la narración, el hecho de que Trévedes fuera indio influía notablemente en las reacciones de amigos y conocidos, yo no quería que se llevara una mala impresión de nosotros. Estas circunstancias y otras parecidas eran del tipo de cosas que me hacía perder la confianza en el ser humano, de seguir por ese camino, la tan anunciada autodestrucción del hombre como especie, llegaría antes de lo que pensábamos. En sus rasgos se apreciaba una evolución de las facciones que estribaba en una falta evidente de bordes filosos, lo que a muchos les podía parecer exótico, pero para otros era la muestra clara de alguna limitación genética, opinión que, por supuesto, yo no compartía. Trévedes se había prestado generosamente a todo cuanto le habíamos pedido, y nos sentíamos a gusto con él en casa, de hecho, no podíamos por menos que reconocer que nuestra hija había hecho una buena elección, y que era una pena que al final hubiesen podido fundar una familia; tener nietos medio indios creo que me hubiese gustado. Los pormenores de la conversación que debía tener con él estaban casi decididos, y al fin sabía que debía ser afectuoso y mostrarme agradecido, pero sin pasarme. Todos estábamos doloridos por los últimos acontecimientos, pasar por tragos semejantes en la vida, afecta al carácter de las personas, a algunas las cambia por completo. Igual que en el ejército los peores sargentos alimentan la idea de que el dolor forma el carácter de sus soldados, la experiencia de perder seres queridos nos puede volver seres amargados, huraños, irascibles, incomunicados, encerrados en nosotros mismos, con desprecio por los superficial de la vida o mal encarados. Así las cosas, no podía saber si Trévedes interiorizaría la muerte de sus sueña y el entierro con ella de todos sus sueños, hasta tal punto o si estaba en una transición lenta de resentimiento hacía esas posiciones. Recuerdo aquellos primeros minutos de nuestras conversación por el temor que me infundieron, no podía dejar de relacionar los largos silencios de Trévedes con la desgracia, si apreciar que siempre había sido así. Nuestra amistad no era la solución de un momento, o de un encontronazo callejero, nos habíamos ido


conociendo poco a poco y había mediado el dolor que de la misma forma nos afectara, por lo tanto esa comunión era sincera y había elementos suficientes para poder hablar con cierta libertad. -Estimado Trévedes -le dije-, espero que no me malinterpretes. Sé que estarás deseando volver a tu tierra, con tu familia y tus amigos, pero nos gustaría que te quedaras una temporada con nosotros, de hecho nos gustaría que te quedaras definitivamente, sustituyendo a la hija que hemos perdido pero sabemos que eso es imposible. Hay algo que no te he contado de Ariadna y es posible que este sea el mejor momento para eso, ella era una hija adoptada, y tal vez por eso y por la forma en que llenó nuestras vidas la quisimos mucho más que si fuera una hija natural. Sólo Dios sabe como la quisimos y cuanto la necesitamos -Trévedes parecía confuso, pero me dejaba hablar, adoptaba aquella postura tan propia de él de dejar que le soltaran todo antes de responder-. En realidad, esta particularidad de Ariadna no tiene mucho que ver con lo que te quería decir, pero también quería que lo supieras, porque te apreciamos y no hay secretos entre nosotros. La consideración que mostraba por el estudiante de arquitectura estaba más que justificada por su buen carácter. Si la forma de ser de alguno de nuestros congéneres no nos resulta de la positividad necesaria, debemos resignarnos a privarnos de su compañía, abocarnos a la soledad si es necesario, porque cuando dos mundos muy distintos se encuentran es muy posible que uno quiera pasar por encima del otro y eso es lo que hay que evitar siempre y de cualquier forma. Por todo lo que ya conocíamos a nuestros huésped, él no era así, al contrario, nos aportaba una gran tranquilidad y sosiego, y eso a ciertas edades es un mérito importante a tener en cuenta. Aquello que algunos consideran una circunstancia menor, para Mariahna y para mi, incluso para Ariadna antes de su muerte, era de una importancia vital: no he pensado mucho en ello, pero quizás fuéramos gente de sangre fría, de tensión baja, dados a la quietud y a pasar horas sin movernos, desde luego, cualquiera no puede soportar eso. Sería inútil sostener que además de las demostradas cualidades que nuestro amigo tenía, nosotros no nos sentíamos huérfanos, y que él era la parte más importante que nos había dejado la memoria de nuestra hija. Por eso y por el deseo, quizá oculto, de mantener a Trévedes una temporada más con nosotros, era por lo que quería que hiciera aquel viaje conmigo, presentarle a la gente de la productora y en fin, que nos lo tomáramos también como una vacaciones. -En lo que se refiere a tus planes, no sé cuales son, pero me gustaría que me acompañaras en este último viaje para mostrarle a los señores de la productora los cambios en el guión y así podrías ver como funcionan estas cosas por dentro. Por supuesto que lo entendería si me dices que no, acompañar a viejos no es un pasatiempo de lo más entretenido. En ese sentido, debo añadir que yo tampoco soy precisamente la persona más divertida del mundo, pero me gustaría que me acompañaras. Teniendo muy presentes lo complicado de que mi propuesta llegara a funcionar y


tuviera una respuesta positiva, todavía me situé en un estado mayor de excitación cuando la primera reacción fue que se lo tenía que pensar. Concebí, durante los días siguientes, que fuera lo que fuera lo que Trévedes me tenía que decir, excusa o no, tenía que ser ya, porque se acercaba el momento de la partida y debía decidir si planificar un viaje en solitario o no. Entonces la idea de ir solo no me pareció tan mala, después de todo..., los últimos viajes son siempre en solitario, ¿no creen?

El Sermón De La Serpiente 1

Ni Someterse A Una Verdad Ajena Si alguna verdad existiera tendría que haber llegado en un momento semejante, tal era el estado de falta de orientación, de corazones inconsistentes y de casa vacía. Se acababan de convertir en contempladores sin conexión, la última puerta se cerró detrás de ella, salió al rellano sin posibilidad de rescate y lo dejó solo, como se queda cuando se pide vida para llenarla de pensamiento. “Tendremos mañana la ejecución en la plaza, lo volveré a ver por última vez mientras asesinan a un inocente. Asesinan, sí, porque no están del todo convencidos de tener un culpable entre sus sucias manos, pero necesitan que alguien pague por sus pecados”, no podía dejar de pensar en todo lo acontecido los últimos días mientras esperaba el ascensor. Muerte y sosiego: la plaza se llenó con un alboroto de nubes, todo ello incluía respirar como celebrar una ejecución más, sí, como si les hubiese prometido la eternidad, y hubiese incumplido su promesa. El espacio que habían cerrado con el patíbulo no pretendía alejar a los curiosos, está pasando siempre, se trata de la dispersión de los que aún lo quieren. La lucha por el lenguaje es intervalo cuando


todos se han ido, y ya solo el muerto y algunos amigos fieles resisten la polvareda, el arrastre, los papeles muertos que envolvían caramelos o que sirvieron para apuntar una dirección falsa. La ciencia elevada hasta tocar los labios sin religión, moradas las manos y los pies y las vayas del ayuntamiento clavadas al suelo para mantener una distancia efectiva del espectáculo de muerte. Ese día, entre el tiempo de lo que era y lo que ya no fue, se entregó también la estrella de mar, se entregó la ola, la reseca y se entregó el huracán, todo se entrega cuando la piedad no arranca. La fractura es carnal, más mujeres lloraban por la flor de media tarde, otras aún se arrimaban a las paredes encaladas hasta ocupar irregulares la salida de plaza encorchada. Esperarían a que lo bajen, el tiempo necesario, da igual si lo iban a exhibir en un par de días, ellas no se moverían, y cuando lo bajaran le tomarían las medidas para su ataúd. ¿Por qué los hombres..., si siguen sangrando sus rodillas? No, nadie ha gritado como se grita a veces, cuando se ofrece la entraña.

El Lobo Y La Luna Y el lobo, después de tantos aullidos milenarios, al final, se decidió y le mordió a la luna. Vuelve a casa inscrito de pertenecer a la noche larga como espuma. Se termina la cena de una década de un siglo anterior, y nota un regusto opaco, casi rosa, entre las mandíbulas. En el patio, después de sangrar por las patas, se pone el collar y se ata a la correa para no asustar al cartero, sólo por eso. Han pasado veinte años desde la última vez que le rezó a un dios pagano, así que concluyó que rezaba con más frecuencia que comía carne humana, carne de crucificado. El lobo no especulaba acerca de su deseo, es una bestia hecha relato, de pureza desgarradora y no se preguntaba acerca del resultado. Pero tampoco ningún dolor; nada podía con su lamento nostálgico. Lobos constituidos de aproximaciones que no parecen acosar, no cesarían hasta la primera quijada, hasta cada cuello de cordero, y él sospechosamente zalamero llega con el ánimo de morder gargantas. Parece que nunca un espectador asistía a la vida como un estratega, en la víspera de la luna más lechosa me persiguió hasta dejarme sin aliento; página en blanco, lamento núbil de un rostro pálido, vacío por la anemia de piernas chorreantes.

El Hacer De Un Disfraz


Por otra parte el reflejo del disfraz infantil era más espejo que el espejo mismo. Sin embargo, el inmediato juicio de los salones no iba a ser tan indulgente. En los mismos términos, mi posición ante el engaño tan poco perdurable de un carnaval semejante, podía muy bien no tener la continuidad de otros más humanos, que son imprescindibles. Se esconden, esquivan, evitan el contagio, la vergüenza y la indigencia, y no siempre consiguen satisfacer su deseo. Partimos en busca del verdadero hombre, del tejedor de ideales, y así en descripciones sucesivas vamos reconociendo un diseño en papel de envolver regalos navideños. Somos especie dentro y fuera de una idea, desgajando la apariencia de hombres vamos escribiendo la inutilidad de nuestras pesquisas hasta que nos atrevemos en los intestinos. Nada más que dolor en la nave que se atreve al abismo interior, el lugar donde las ficciones van mostrando un camino sin el cual nada fue imposible. Y lo que es aún peor, comprender: nunca tuvimos una idea más clara o superior de lo que no existe. Avanzamos un poco más en busca de esa relación cristiana de lo que fuimos y de lo que habrá, cesamos cualquier pensamiento si no le encontramos relación con nuestra fuerza interior. Si no sabemos por qué hacemos las cosas, no valen disfraces infantiles, ni siquiera unos ojos limpios sin careta de luchador del D.F., hay que relacionar nuestros caprichos con la nada. Es una relación que resuelve, digo, por si la vida ha sido inútil, por si la traición interior. Ya saben, por si las fuerzas se pierden., y nos dejamos de querer.

El Último Día De La Tierra Fui al cine: si vivimos es porque hemos venido del infinito, hemos salido del vacío, reducidos en nuestras visiones. El cine es una parte importante de lo que no existe, pero es representable y creíble. “No sé de mi valor poco antes de morir” decía el actor en la pantalla luminiscente como un elemento de compensación, ¿Y quién lo sabe?, me pregunté tropezando con mis propios miedos. Fue esa llamada moribunda de luces y voces las que me aislaron de la sensación espiritual donde terminan todos los ríos, donde caducan y se precipitan todos los finales. Fue muy verdadero el desánimo que me atravesó. Salí de un salto y al respirar exhalaba el vapor caliente que aún subía del estómago. Esa liberación debería favorecerme. Pasaban lo taxis y otros autos, dudé si levantar la mano y llamar la atención de alguno de ellos con un fuerte silbido, pero no, me detuve al borde de la acera. Decidí volver a casa dando un paseo, disfrutando de la noche de charcos y ausencia de lluvia, al menos mientras duraba el intervalo, sin ningún otro propósito. Me creía más las emociones de la película que acababa de ver, que aquel desánimo que me embargaba. Un fragmento de la película


se resistía a abandonarme, batía entre otras imágenes por mantenerse en mi memoria, y mientras intentaba escapar del frío y respiraba con prudencia, la imagen de un secta fanática de biblias y canciones religiosas, un grupo sin mundo en suicidio colectivo rodaba en busca del cosmos. Una nueva falsa huida de la muerte me recordaba que mi mujer tuviera un cáncer del que habían extirpado la parte maligna, y que la idea de la nada, la simpleza de la nada, la aplastante verdad de la nada, tiene eso de aceptación irremediable. “Las muertes colectivas tienen algo de confirmar también un vacío nuclear en ambas partes de la linea final”, pensé. Y seguí caminando calle abajo, intentando descubrir, si también tenía algo de tranquilizador, intentar descubrir que si nos vamos a la nada pero nos vamos todos juntos y a la vez, eso podría proporcionar un sosiego aún no lo suficientemente calculado.

Amanece Las paralelas de goma arden, se derriten, flotan, se retuercen, trepan, baten, se descomponen. Los gritos de los vecinos han empezado hoy un poco antes. Entonces, cuando paran, la extrañeza centra toda mi atención en las paredes, a veces, el silencio es mucho más aterrador que los gritos. Las paredes se arrastran, se ablandan, se difuminan y me cubren hasta agotar todo el aire, a este momento le resta mi cuerpo que no aporta más ojos que la ceguera. La desfragmentación de un grito concluye con un golpe seco, como si alguien hubiese puesto la cabeza para ser golpeado con una barra de hierro, y creo que si eso llega a suceder, la pared que da a la habitación contigua empezaría a sudar sangre. Creo con la vaguedad de quien no se va a levantar de la cama, que si abriera la ventana, una bocanada de aire me inflamaría como si en lugar de aire fuera gasolina. Si yo gritara, se haría el silencio, estoy casi seguro. Si golpeara la pared común, el tabique que nos separa, ellos esperarían la grieta, dejarían de amarse. No se hacen daño, lo sé, es sólo que son ruidosos. En una ocasión esperé que cerraran la puerta de la calle, se iban a trabajar y salí corriendo para encontrarme con ellos en la escalera. Bajamos juntos en el ascensor, me miraban y me sonreían. ¿Por qué me sonreían? Tal vez se trataba de una complicidad divertida, pero creo que no debe importarme. Tal vez mañana despierte escuchando sus gritos, como si se estuvieran zurrando, y las paredes empiecen a vibrar como los altavoces de una feria. Las paredes se mueven sin hacerse daño.


Nadie Sabe Que Muere La felicidad es un horror: la felicidad completa, sin mácula, sin transgresión, sin malicia, sin desconfianza. A veces existen esos seres que no adivinan de que van las faltas, las carencias, las ausencias, el dolor y la desesperanza. No necesitan alivio, no necesitan saber a donde van, porque su gesto es de un placer permanente, y tuercen los ojos hacia la nariz mientras dura ese éxtasis. Viven una vida que no les pertenece, nadie tiene derecho a tenerlo todo, e ignorarlo todo, nadie tiene derecho a ignorar lo peor. Se les ocultan las imágenes más crudas del mundo, los desmembramientos, los asesinatos a sangre fría, las ejecuciones, los terremotos y sus víctimas, las torturas, las enfermedades, todo lo peor del mundo, no saben que existe. Son seres cenicientos que nunca despiertan, diría que viven en ese estado de atontamiento de un boxeador antes de caer a la lona. Sucede que viven durante toda su infancia protegidos dentro de una campana en la que no caben los conflictos de este mundo, porque son hijos de astronautas y han nacido en una colonia lunar de alguna luna desconocida. ¿pueden imaginarlo? Son del tamaño de la ignorancia del mal. Creo que no debería contar todo lo que he visto, porque mueren si llegan a conocer que la muerte existe. Son de la fuerza de creerse invencibles e inmortales, pero se trata del engaño de sus creadores. Son de un tamaño que los deja vivir sin miedo a nada, pero sin poder compararse con nadie ni con nada. Tampoco pueden ser conscientes de que lo que sienten es artificial, pero al menos allí no existe el drama, o cuando aparece les quitan el oxígeno. Los matan si dejan de ser felices o si llegan a ser conscientes de la maldad del mundo. Han sido poseídos por el reflejo de un amor constante que no conoce distinciones. La colonia lunar merece un premio de constelaciones, un vasto informe de salud social, y un viaje de vuelta a la tierra para aquellos que fuera de la campana resistan la idea de que nada salga nunca como se espera.

2 Así De Muñecas Retenido A la estrella que cae le faltan leyes en el universo, consumada su esperanza de vida, no se excusa por haber tenido tanta espera que acabó sin destino. Ni considera que nada duele menos que la velocidad de la sanción convertida en refugio. Sabemos pues que todo lo que pasa en nuestro espacio, en la parte de cielo que se recorta para que indaguen los grandes telescopios -esos tubos estéticos como un poema-, en


realidad, se incorpora a una visión ordenada de caminos planetarios, exhibiéndose como bailarinas. La tragedia está en la soledad de los mapas, en encontrarte sin referentes para poder hilar una ruta,una nueva transición o la considerable falta de aire que ahoga con manos de cera sobre la garganta inocente. La noche no existe si te gusta mirar con la fuerza de un millón de lentes, la noche lunar está llena de gendarmes preparando los grilletes, casi puedo verlo. No soy impaciente, considerando que me pongo cómodo si en horas nada sucede de interés, porque aquí el movimiento insolente de una araña puede construir sobre la visión una tela de miles de años. Es un oficio como otro cualquiera, canturrear mirando al espacio, despeinarte si te faltan artículos o conjunciones para definir el espacio y su desvarío. Durante generaciones hemos sentido placer al apoyar el ojo sobre el tubo mecánico que se asoma sobre el tejado, escudriñando cada paso estelar nada se mueve sin que lo sepamos, sin que hagamos conjeturas. Las leyes ponen condiciones que los planetas no pueden cumplir, eso me retiene con correas de cuero grueso, inviolables. Y de nuevo lo vuelvo a decir, nunca se sacian los ojos de romper las reglas de la videncia.

El Arte Y Su Pertenencia Heredamos un mundo violento, pero no como el efecto artístico que busca una reacción pero se exime de la crueldad, de la bofetada que nos pone al borde de la náusea. Incrédulo impulso del día que lo abarca todo como desearíamos para la expresión artística. Todo el entusiasmo que derrocharon los grandes escultores en ocupar lugares, debería seguir avanzando, hasta sustituir cualquier intervención de la injusticia en la vida humana. Perdimos la civilización cuando cedimos espacios a la brutalidad, en cualquiera de sus formas. Nosotros los soñadores los que creemos en la parte de ilusión que tiene el espejismo de la belleza, el estímulo de la energía que desprende, podemos avanzar ahora que aún la grieta en la bóveda celeste se estanca. Podemos ocupar las plazas, los museos y las avenidas: el arte físico lo puede ocupar todo. Pero también podemos ocupar el pensamiento, desplazar venganzas y llenarlo de instinto poético. Todos los espacios nos pertenecen, también el alma y la intención humana, pero otros, en los límites del delirio negociaron una espiritualidad aparte. Ni la idea de Dios puede sustituir al arte, tal vez un Dios no ausente pudiera. Sabemos perfectamente la derrota, en la periferia del pensamiento, en la desazón de un planteamiento llamado a fracasar, sigue su batalla en el mundo. El día es de todos, valientes y tristes, la substancia de la guerra es tendencia entre puritanos. Hay literaturas capaces de parar una guerra, de ocupar con figurantes los territorios conquistados, disparar claveles de abril y sacar a la calle los himnos decadentes de la decencia. Las formas irreverentes de la emoción conquistan la memoria de las


víctimas.

Que Sea Lo Que Tenga Que Ser Yo puedo aceptar la señal fulgurante de un río desconocido, aunque pase las mil y una noches imaginando mujeres oscilando bailes sobre mi. Nos instigan los incómodos afectos hasta formar parte de nosotros y lo peor de todo es enredarnos en la costumbre. Todo lo que nos rodea podemos compartirlo hasta la rutina y a la vez no dejar de soñar aventuras, viajar en moto por selvas mágicas, enfrentarse a hormigas gigantes y explorar volcanes en erupción. Podría aceptar el súbito desengaño de un amor andrajoso, si, mientras tanto, la monótona sirena de un camión suena llenando el patio donde paso las horas muertas. Bajar un río hasta ahogarme, como se ejerce la vida, retorciéndote de dolor. Existe la aventura en la calavera de luz que sostiene Hamlet en su mano, a un tiempo que decide si arrojarse del torreón o vengarse sin locura. En los ojos de los personajes de Twain, Dickens, Conrad, Poe, London, Verne, o en los animales monstruosos que viven en las tinieblas, existe esa misma luz. La vida no se escoge, ni existe el destino, pero siempre no se puede decidir sobre la monotonía que nos ampara. El sedentario amanecer del hombre obeso, lo impulsa instintivamente a escribir sobre pilotos y avionetas perdidas en el desierto. Es cuestión de no dejarse encontrar.

La Mugre De Los Héroes Estas cicatrices que vuelven de guerras lejanas son un impulso de tristeza. Perdura la intoxicación del reconocimiento por perder los miembros -me hubiera comido una pierna si no hubiera otra cosa y estuviera al alcance de la boca-, la figuración de los desfiles es lo que hace retumbar los trombones. ¿Lo peor de todo? Escuchar los discursos, y no es que no nos hubiesen preparado para ello. Fuimos sufridos y encarnecidos soldados retirados, hasta que nos propusieron devolver las medallas -no nos importó, era de mentira y tampoco pesaban mucho-, y a cambio tener, como tantos otros que murieron primero, una bonita lápida desnuda de otros adornos. Todos preferimos la lápida a las medallas, habíamos contado con ellas cada vez que una bala silbara cerca, tan cerca como torcer una oreja siguiendo el curso estremecedor de su


búsqueda. Somos criaturas sin nada que perder, no dejamos atrás nadie que nos vaya a echar de menos. Nuestro contrato no era para volver con vida, lisiados o ciegos, deben comprender nuestra postura. No podemos consagrarnos a una idea tan esclarecedora, el contrato no incluía publicitar acerca de los miembros perdidos. ¿Tan extraño parece? Hasta entre poetas experimentados hay algunos que resultan falsos. Guardan tiempos de derrota intentando hacer valer la ceniza de sus pueblos, los campos de cruces. Entre ellos se reparten las necrológicas, algunas memorables que pasan a formar parte de la historia. Reconozco en todo retorno de soldado el derecho a entregar sus restos, a recibir sepultura en lugar común, al discurso político, a la nota de prensa y a los trombones tocando alguna melodía gospel o blues, lo más triste que se encuentre. St, Jame infirmary estaría bien para un caso así, aunque algunos de ellos hayan dejado partes de sus cuerpos en tierras lejanas, comidos por animales de la jungla, enterrados allí mismo o desmenuzados y quemados. No se trata de un descrédito entre víctimas no enterrar un cuerpo entero, nadie se lo va a reprochar.

3 La Experiencia En El Carro Vacío La fuente de todos los saberes tiene algo que ver con la forma en que se expresan, pero también con como nos sirven. Y los grandes hombres que la historia ha conocido han explicado siempre sus razones poniéndose al servicio de todos. De momento esa forma de funcionar ya nos hace comprender que el desprendimiento del conocimiento, la democratización de la cultura, nos da pie para asumir una forma de ser. Son esas vidas que han dejado la marca de un pensamiento generoso, a las que nos adherimos corporativamente porque es lo mejor para el pueblo. Pero no, con un interés menor, seguimos el instinto, el olfato que nos da la libertad necesaria para abrirnos a campos nuevos y necesarios. Si nuestra esencia cultural se limitara formas ya establecida tampoco avanzaríamos. De hecho, la búsqueda de nuevas formas artísticas es tan libre, que en ocasiones el artista no sabe por qué lo es, o sabe por qué lo hace. Cada una de las diferentes formas de acercarse al arte o al conocimiento humano, son útiles e imprescindibles. Sin embargo, es una búsqueda a ciegas, nunca del todo razonada, y sólo en parte motivada. Si no sabemos por qué hacemos lo que hacemos terminaremos renunciando. La renuncia, lo efímero, empezar las veces necesarias, que nada dure, es la virtud de la vida y del arte.


Océano Es extraño que aún hoy, en la prolongación de algunos imperios, el prestigio de los revolucionarios sigue intacto, yo diría que es creciente. Aceptemos que nunca nadie se sintió más agradecido que los burgueses de finales del siglo XX, después de dos guerras mundiales aprendieron a ser felices de nuevo, a cuidar de sus familias y a celebrar todo lo que hubiera que celebrar, y eso gracias al poder desmedido de la policía del mundo y sus aliados occidentales. En el fondo de nuestros corazones, tanto horror desatado siempre lejos de occidente, está justificado si a cambio nos permite llevar vidas afortunadas, o considerar que así se han desarrollado hasta hoy. Muy diferente sería, si el precio a pagar por no escandalizarnos fueran nuestros muertos, pero no, de momento se conforman con utilizar a su libre entender nuestros impuestos. Entonces, aprendimos el juego que la sociedad capitalista nos ofrece, aprovéchate lo más que puedas, compra una casa, un auto, y una piscina, sitúate socialmente y no cuestiones las formas.

Para Eso La Luz Me lo he pasado en las nalgas de la noche, pero para hacerlo tuve que dormirme temprano y convencerla de que podía dominar mis intenciones. Preparó algunos suspiros sofocantes y una copas, porque le gusta hacerse la interesada cuando mete a un hombre en su lecho. Así funciona fingir que se está en la intensidad de la vida, pero al rozarse con la maquinaria femenina, chirría y huele a gasolina y goma de neumáticos. Al partir en busca del bello amable de alguna fosa extranjera permitió descubrirse al descaro del mundo exterior, seductora. En ese momento el sexo descarnado de una prostituta pelirroja pasó imperceptible, nos mostraba el dolor constante que suponía para los límites mecánicos de las emociones. Para eso la luz, entonces se apodera como corresponde del cuerpo y del alma. Después dejamos de existir, exhaustos por lo que nos acaba de ocurrir. Las pelirrojas pueden llegar por sorpresa en cualquier situación, preferiblemente situaciones escabrosas, inconfesables, vergonzosas, y eso las hace inesperadas, sorprendentes, espontáneas e incalculables. Podríamos tragarnos todo ese frío mecánico y fingido hasta que se le cayeran los tornillos de la frente, sin que nadie más que nosotros se diera cuenta de que la he pasado acurrucado entre las nalgas de la noche.


Las Venas De Marte Para poder acostarme esta noche necesito componer una melodía de fantasmas, escuchar tañir una campana inacabada como un himno fortalecedor de gratitud y de viento desatado. Al volver de la ceremonia volcamos el gris de la tarde sobre el firmamento abotonado de abrigos negros, como cuervos rampantes, apurando el paso para llegar a casa antes de que rompiera a llover. Para poder edificar un sueño esta noche, necesito primero desahogar la música de las tempestades y de los espíritus arrojándose contra los muros del cementerio. Un motín de almas en pena que pueda levantar mi fe de nadas y de vacíos. Esas almas mal nutridas tropiezan contra el verso del miedo a dormir y no despertar. Es parte del cerebro que se seca, que ha empezado a menguar unos años antes de muerte irrespirable, en ese instante terrible y preciso, la vida había dejado de seducirla.

De La Soberbia Una Pistola De Oro En lugar de llorar lágrimas de mentira, ajusta a tu pierna una pistola de oro, por si alguna de tus víctima no se muere del todo. Tú, la barbie sin corazón, te dejas tocar porque respirar aún te endurece, no como aquella nata desnuda de los sesenta, con los senos caídos como gaviotas de alas rotas. Después de lamer sus granos los desprecias con tus ojos pintados a escondidas, con esa mirada retadora los apuñalas por haberse plegado a tus deseos sin voluntad, por hacer todo lo que ordenas, por ser tan cobardes como sumisos, por desear amar una diosa que aún juega con sus dedos. Enfurecida por los amantes temerosos, incapaces de domarte, aprendes a mirarlos desde la lejanía de la marquesa en territorio de chusma. Por diversión sigues paseando por el barrio presumiendo de barriga, y llevando del brazo a un mozalbete con cara de despistado. Menos lenguas curiosas se asoman a tu boca desde entonces, sabes que no te miran con la misma insistencia pero a cambio te has gastado un sueldo en unas baratijas que luces como una princesa.


La Pesada Carretera Vagamente intento conservar la razón en circunstancias adversas. La fiebre me ha empezado a subir de nuevo, debo tener el aspecto de un fugado de psiquiátrico. Hace días que no me lavo y no me afeito, y mi pelo se ha vuelto una sólida capa de grasa que se mantiene en equilibrio sobre mis gafas negras. Un colosal atasco hace que me detenga en medio de unos cuantos autos, mi carril no avanza y los otros viajeros que pasan a mi lado me miran con extraña dispersión. Cierro la ventanilla e intento hacer como que no me importa, que puedo simular que no soy lo que ellos creen, y en realidad no estaría simulando, ¿pero por qué complicarlo todo tanto? Seguirían torciendo el gesto al ponerse en paralelo. Me pareció que se hinchaban mis manos al volante, retiré ligeramente las gafas para echar un vistazo a la luz del día, me dolieron los ojos y me las volví a poner rapidamente.

4 De Lo Que Inevitablemente Les Gusta Claro que hay un sentido para el deseo, para que no nos dé igual otro día, para quienes nada de lo que les rodea es nada, para que no deje de importarnos que cada mañana, invariablemente, apunte un nuevo día; en fin, para que no limitemos los abismos y permitamos que se abran por sorpresa bajo nuestros pies. Conocer nuestros límites no nos va a ayudar a sobrevivir, sobre todo si ese límite marca definitivamente un número exacto de horas a la existencia. En realidad, los seres que rienda al deseo representan una parte de todos que no pudo ser, lo invisible de nuestra aportación natural a un mundo magnetizado, al desagrado de los que se han esforzado por sobrevivir hasta reventar en un caminar de hernias -es normal el desagrado, a sus ojos somos un fraude-. Sin pretender llegar a conocer lo químico en lo que salta una u otra reacción, podría resultar apropiado aceptar que no hay más dignidad en la fuerza de voluntad que en el que pierde la paz interior por algo incierto, a veces que no se sabe bien lo que es, un rayo de luna, una voz, un imagen, una invisibilidad que nos provoca y nos intranquiliza. No hablemos pues del deseo más obvio, el soez, el ordinario, el que nos devuelve a la tierra y rebaja a los encumbrados ministerios, a los


acumulados ejecutivos, obispos, banqueros y otras rarezas... a relacionarse con meretrices barrigudas, enfermas, viciosas, pobres y sucias, sin esperar de ellas más que algo de compasión. No es necesario tanto, para descubrir el mérito de la continencia que proclama la semana santa del abril católico. De ahí a pretender descubrir el mérito del que pierde todo interés por la belleza estética del mundo, hay un reconocimiento poco aceptado por la vitalidad del primer momento, en el proceso de desarrollo de una crisálida. Por lo demás, el desahogo que supone, nos vuelve cuerdos y comprensivos. De Ausencias ¿Qué consiguen de extrañarnos las sombras, cuando el cuerpo ya no está en la foto? La mano floja, extremo tardío, afila la palma sobre otra mano aún menos convencida, pero se estrechan, por ver si sucede. Los grandes espacios abiertos, imposibles de ocupar a menos que un diluvio. No saben a donde se fueron tantos árboles, nubes, alimañas, vientos salvajes cubiertos de lonas y correas de perro. El desaliento meteorológico golpea en la ventana, la habitación oscura, el cuerpo en la ausencia de la cama, cuerpo de claustro sin rasurar. Pues si se fue, sus pertenencias no le dan más vida, al contrario, denuncian la desaparición. Nadie sabe, se fue. En los nichos del cementerio, detrás de un cristalito anclado con cuatro tornillos plateados, le han dejado flores, y fotos en blanco y negro de su juventud. Sus rasgos eran duros, no parece que haya sonreído nunca. ¿Aún hay suficiente vida para todos? Se dijo una vez delante un mapamundi. Para entender eso al menos, si le sirvió el colegio. Si una mano se estrecha con la tristeza de un fado, no es una paz perenne, pero es una paz entregada al menos.

Del Último Rencor Al Último Suspiro Cuestionarlo todo hasta los héroes anónimos te puede llevar a andar un poco perdido, ¿quién te enseñó a no creer en nada? Tanto rencor para reafirmar una visión no contrastada, tal vez, Pessoa afirmó que sin paisajes imposibles nada nos queda por cumplir, o tal vez pudo haberlo redondeado. Hay que ser poeta para buscar objetos entre la basura, con la única intención de sacarles fotografías. Si no dejas ningún sueño por cumplir te dedicarás a culpar a otros de tus desgracias, de la desolación de haberle perdido el sentido a la búsqueda. Nunca vas a ser feliz por encima de tus posibilidades, pero si no lo intentas te agriarás como la realidad que no conoce que las carcajadas lo son porque se rompen. Se dice romper a llorar, pero en realidad uno rompe a reír si de verdad acepta que es bueno estar un poco loco. Dejarlo todo a la razón, te rescatará de lo mejor de este mundo, que es seguir a una mosca en su vuelo


sin sentido: y cuando perdemos la capacidad de distraer las amarguras empezamos culpando a otros, para no culparnos -lo sabemos muy bien- a nosotros mismos. Puedo imaginar mi muerte dentro unos años, nunca son demasiados. Me veo viejo y enflaquecido, desposeído de todo vigor, vencido al fin por la vida, casi dormido y lamentándome por desear algo más de tiempo, sólo un poco más; recordando dolorosos paisajes de vergüenza, más no ya de rencor. Hasta el último suspiro. Hace falta ser algo poeta para fotografiar la habitación de un muerto reciente. Y en el momento siguiente tener ese objeto -que existe, que es físico, que ocupa un lugar relevante entre tus posesiones- entre las manos, la foto que acabas de quitar, y buscar entre todo lo que aún permanece, la ausencia de un cuerpo sin vida. O la ausencia de un espíritu, o una señal de lo que fue su sombra. De la aspiración suave de la humedad del río, se abre el cielo en lluvia humillante. Lívido acepta el cuerpo la invitación de cielo abierto y deja su falta, la cama fría con la forma de su cabeza en la almohada. La visión entristecida del sillón ausente, de la silla y el plato presentes en la cena de nochebuena, todo vacío.

Papel Para Colores Los hombres que se esconden detrás de su infancia no me conmueven, aunque sé que sufren más que ninguno. Han crecido por la estridencia de sus huesos, por convencerse del desarrollo de sus brazos y la medida de sus pies. Con gesto inocente se miran las piernas y deducen que no pueden seguir mintiéndose, se miran las manos y no se atreven a taparse la boca con ellas para reprimir un grito. Otros que han sufrido desde niños, han aceptado antes su encierro, la involuntariedad de su sosegada sumisión. Es por eso que decía hace un tiempo que las infancias felices contienen de todo menos las razones del hombre.

Podría Hoy Llorar Toda La Noche Hoy he llegado tarde a todos los bares de ambiente, buscaba alejarme de aquellos oradores inmortales y fanáticos. Un brusco golpe de vanidad me inmovilizó en uno de esos lugares, iba buscando sin saber qué. No considero los beneficios de una barra vacía, ni aunque estuviera esperando por mis lamentaciones. Entonces me acordé de


mi primera novia, no de su físico, sino de detalles concretos, de reacciones y rechazos. La risa de una mujer es difícil de olvidar, por artificial que haya sido, y por mucho despecho que pongamos en ello. Uno se vuelve un sentimental con los años, enterneciéndose casi por cualquier cosa, para así poder sentir libremente lastima de sí mismo. Todos aprendemos de la peor de las maneras; esto me recordó que terminaremos encorvados y si no olvidados, al menos, terminaremos olvidando. Casi todo lo que nos importaba va perdiendo la partida, el marcador no se mueve y pasan los minutos.

Buenos Días Stanley Kubrick Se nos rompe la escritura al querer leer su nombre, todos nosotros, los que soñamos. En el adelante de haber vivido un futuro dentro de una sala de cine, en ese andamos viviendo por fortuna de nuestro anfitrión, que era buena gente. Su universo nos cae encima con todo su peso, nunca se dejará domar, no hemos venido para eso. Pero, !si al menos pudiéramos sospechar como encajaban las ideas, de que forma se movía esa mecánica! Querido Stanley, se nos resquebraja la criatura interior y los genios sois siempre tan reservados que, no sé si nos llevaríamos bien, desconfía de los que hablan poco, y yo mismo a veces me cierro como la puerta de un cementerio. ¿Imaginas un viaje a oriente? Te sentaría bien ahora que ya apenas te mueves, tu con tus equipos y tus guiones preparados para rodar la segunda parte de “La chaqueta metálica”, esta vez en Afganisthan. En secreto, como sólo los genios sabéis hacer las cosas, para de repente soltarlo todo como un torrente, noticieros, internet, los periódicos más importantes de medio mundo: !Stanley Kubrick rueda su nueva película! Permítame, desconocido amigo, ponerle un título: “La odisea de un sendero mecánico para Drones sin retorno” Ibas a tener que hacer algo de ciencia ficción, porque el título se las trae. Perdona el abuso de confianza, en este momento me exalté con poner a Kubrick rodando desde un altar en mitad del desierto, y que siguiera golpeando nuestras mentes y nuestras conciencias. Cada vez que veo sus películas repaso mi vida, y todas las veces que asistí a alguna escena de abuso de poder sin poder hacer nada. Gracias Genio.

Coger La Ola Por El Piso Del temblor que no tengo termino por dividirme. Sé que todos los poderosos, los


obispos, los presidentes, los banqueros, los monarcas, todos ellos, son de ocultas negociaciones, de ese modo pidieron la cabeza del de nazareth, que al fin no era para tanto. Se me arrastran las flemas del recuerdo cuando pienso en esos que tiran la piedra y esconden la mano, o mejor, manda a un sicario a la hora de misa concurrida, para que nadie pueda relacionarlos. Con esa gente lo mejor es no andarse con evasivas, y si hay que ponerse (al final no te va a quedar más remedio), pues uno se pone.

Ludvesky

1 Ahora Me Sonó La Chapa, Resbaladizo Cada tarde al volver del almacén de chatarra pasaba frente del Bar de Carminho y saludaba a Don Herminio que estaba echando su partida de dominó de última hora, “por la fresquita”. En la mesa que Carminho un día puso sobre la acera, las fichas se iban sucediendo una tras otra con suficiente estabilidad, y la mesa exterior que usaban para la partida se quedó allí afuera de la forma más natural, porque cuando a algo importante se le encuentra su sitio y una razón de ser, todos están de acuerdo en mantenerlo. Don Herminio me hacía un gesto de camaradería con una sonrisa, y a veces me invitaba para que me acercara y me quedara un rato con él y los otros jubilados, pero yo respondía a mi vez con otro gesto que rehusaba aceptar. Mi respuesta estaba llena de resignación y Herminio así lo entendía, era una abrir de manos y de ojos que decía, “¡ah si yo pudiera! Y seguía adelante sin perder un segundo. Al caer la noche nos volvíamos a encontrar para la cena en la pensión, y entonces yo le preguntaba cómo había ido la partida, y él me respondía invariablemente que “bien”, pero yo sabía por Rudy, su hermano, las ocasiones en las que no había ido tan bien y es posible que eso le amargara la cena, aunque no lo exteriorizaba. Rudy solía andar alrededor en silencio, y hablaba mucho con gestos, apenas abría la boca y emitía algún sonido sólo si era estrictamente necesario. Cuando Herminio respondía que la partida había ido “bien”, y no era cierto porque algunas tardes, como es natural y alguna vez nos pasa a todos, no había hecho otra cosa más que perder, entonces Rudy me miraba, fruncía el cejo, apretaba los labios y negaba con la cabeza. Era otro día sin haber tenido tiempo para pasar por casa de Tanioska, otro día de ampliar la jornada porque se acumulaba el trabajo, así que cuando llegué a la pensión saqué un caldero de agua del pozo, y allí mismo, frente al viejo edificio de


habitaciones me dispuse a lavarme. -¿Sabes qué, Antonia? Me han enseñado a cumplir con mi deber, a no golpear nunca el primero y a ser gentil con las mujeres, los animales, los curas y los niños. Creo que soy un buen hombre, no busco problemas y todo va todo lo bien que puede ir, pero hay una sensación que no me abandona y no me gusta -Antonia era la mujer de Herminio, tenía más o menos su edad y no me costaba sincerarme con ella, era como una madre para mi-. Es como si algo malo me estuviera siguiendo los pasos, algo que no sé lo que es me estuviera siguiendo y no vaya a poder evitar que suceda. -Todo tiene un límite. Vivimos inconscientes de lo que nos espera, y todo va bien, ¿eso te da miedo? Lo bueno tiene un límite. Hay que ser fuertes, o no crecer, no madurar, no hacerte un hombre. -¿No madurar es una opción? -Antonia no respondió, se encogió de hombros y se dirigió a la casa. Posiblemente tenía cosas que hacer, siempre estaba muy atareada, pero encontraba un momento para acercarse a saludarme cuando volvía del trabajo. Dondequiera que mirara aparecía Radú y no me resultaba agradable. Alguna vez lo había descubierto mirándome con insistencia escondido detrás de una de las vigas del porche; se trataba de una mirada torva y en aquel momento sólo había podido interpretarla como una maldición, como si me estuviera deseando alguna calamidad que no terminaba de producirse. En otra ocasión había discutido con él porque se quejaba de la orientación de su habitación, al parecer quería una con la ventana que se abriera al sur, y me percaté que yo tenía una de esas habitaciones. La señora Antonia no le hizo mucho caso, pero a mi no me gustaron sus modales y me enfrenté a él, todo terminó con unos cuantos improperios. Si al menos esa tarde no estuviera para cenar..., pero no, allí estaba dispuesto y hambriento. Lo extraño de su caso era que tenía una lesión en una pierna y eso le impedía trabajar y le hacía deambular todo el día sin oficio ni beneficio, esperando la hora de la comida, o de la cena, o alimentado su cabeza con las ideas más extravagantes de sus compañeros en la pensión. Había otras dos mesas con huéspedes que cenaban a la misma hora, pero él había preferido sentarse en la que yo estaba, y de eso habían pasado unos meses y ya era un poco tarde para un cambio. Buscar excusas nunca ha sido mi fuerte, pero si llego a saber que cada noche me iba a incomodar la cena sin duda hubiese buscado alguna. Lo extraño de Radú era su felicidad inconstante, podía dedicarse a ser feliz todo el tiempo, su pensión era suficiente para llevar una vida desahogada, pero no, siempre sacaba algún tema con el que no estaba de acuerdo: si buscar discusiones para lucirse con su mediocre oratoria, y sus inconexos argumentos, era lo que pretendía, desde luego el efecto conseguido era muy diferente, porque todos demostraban estar un poco cansados de esos juegos sin sentido. Por lo demás, la cena discurrió sin sorpresas, y nos acostamos pronto. La pensión quedó en silencio en una noche de temperatura agradable y dormí como un tronco cansado por el trabajo de día. Al volver a la chatarrería al día siguiente, me dijeron que no me iban a necesitar en una temporada, Me percaté de que el dueño no estaba, y fue el encargado el que me


dio la noticia estrechándome la mano. Sin más salí al mundo en una mañana resplandeciente. Recordé que llevaba unos días sin visitar a Tanioska y a su madre, y me dirigí a su casa con la última paga en el bolsillo. Debía tener el aspecto de un colegial al que le acababan de dar las notas y las vacaciones de verano. Por el tiempo que llevaba sin darme una vuelta por aquellos barrios algunas cosas parecían haber cambiado, o tal vez se trataba de una impresión mía, me refiero a que todo parecía más limpio y ordenado y eso incidía en mi aspecto. Ya que todos me miraban con cierta curiosidad despectiva, terminé por convencerme de que no se trataba tanto de imaginaciones como de una real incomodidad con origen también real. Tuve la impresión por un momento que alguno de aquellos seres que se detenían, o volvían sus cabezas para observarme, podían llegar a ser violentos si alguien se hubiese atrevido a llevarles la contraria por muy insignificante que fuera el tema a tratar en aquel momento de tensión. La madre de Tanioska, por el contrario, me recibió complacida, en un minuto hizo planes para la tarde, prometió llevarme la nevera y lo dispuso todo para que yo me pusiera cómodo, acercó un sillón a la cama de su hija, y nos trajo una radio que dejó sobre una mesita, y aclaró que podíamos poner música si no la poníamos a mucho volumen. Por un momento creí que si pudiera me hubiese calvado contra una de las paredes y nunca más hubiese pisado la calle. Ella tomó mi mano y me acerqué. A través de sus ojos me miraba con afecto, sin exigencia, sin súplica; respiraba débilmente y dejaba caer la cabeza con desgana. Le pregunté cómo se encontraba y me respondió que bien, pero que estaba cansada y que quería cerrar los ojos. Hice como que no me importaba, me senté a su lado en silencio y saqué una revista que llevaba en el pantalón para leer un rato. Apenas se movía, no la notaba mover los pulmones y me alarmé, arrimé mi cara a la suya y sentí su respiración. Me volví al sillón e intenté abstraerme de su enfermedad, por fin conseguí concentrarme en la lectura.

2 Un Reflejo Sin Ojos El autobús se detuvo en la parada que está justo delante de la puerta del colegio, a las afueras, y al menos a un par de kilómetros de la siguiente parada. Esta distancia entre las paradas era grande, y no muy habitual a medida que el trayecto iba entrando en la gran ciudad, pero en aquel lugar no había más que algunas casas absurdamente


alejadas unas de otras, y no parecía muy práctico hacer paradas en las que casi nunca recogerían a nadie. No guardaba ninguna esperanza acerca de cambiar de colegio, era la tercera vez que le daban unas calificaciones deficientes y por mucho que mirara el papel que llevaba entre las manos nada iba a cambiar. Si hubiera dejado lo del fútbol tal vez habría tenido una oportunidad, su vida se habría vuelto más seria, más encerrada, pero al menos ahora no estaría pensando en que iba a perder un año más en aquel lugar sombrío. La habían examinado en cada parte de su vida, se sentía cuestionada en el todo, desde cada movimiento, hasta cada íntimo pensamiento, degradada y cuestionada. No la habían examinado de aquello que se reflejaba con una nota decepcionante resaltada con bolígrafo rojo, la habían puesto en la situación más difícil que había conocido en su vida. Subió al autobús de un salto ágil, muy propio de una chica que juega a fútbol. Se sintió observada mientras pagaba, una señora mayor no le quitaba ojo, y unos jóvenes se daban con el codo señalando con la barbilla en su dirección, así que decidió no moverse tanto y adoptar una postura más comedida. Mary Porlas también la miraba, sin exponer demasiado la mirada enseguida la localizaba y se sentaba a su lado, pero si el asiento a su lado iba ocupado se levantaba y hacían el trayecto de pie, las dos juntas. El examen al que las sometían aquellos ojos distraídos por el paisaje, continuaba. Pero ellas se contaban sus cosas, del colegio, de las notas, de los chicos y del fútbol -porque Mary Porlas era lateral derecha y sabía los resultados de los últimos partidos de la liga profesional, los últimos fichajes y la clasificación y puntuación de todos los equipos-. Siempre la había visto con admiración, y es posible que se le notara, porque la simpatía era recíproca. Eso representaba Mary dentro del equipo, una sensación de seguridad que ninguna otra de las chicas podía igualar. Habría que aprender a manejarse con ella, o cerca de ella, y si alguien tenía que meter la pierna sin miedo, ella podía enseñarles como hacerlo aún con riesgo de que se la rompieran. Se les hacía de noche en su vuelta a casa, a la altura del puente sobre el río que se enroscaba en el límite de la ciudad, invariablemente el conductor encendía las luces, y el efecto de la noche detrás de los cristales los convertía en un juego de espejos cirquense, o laberinto de parque de atracciones. Si se hubiesen movido a través de ellos, hubiesen comprobado que ni su conversación podría resultar tan intrincada ni laberíntica. Antes de bajar en su parada Mary miró a una señora que no nos había quitado ojo en todo el viaje, “la conozco” me dijo, y a continuación dirigiéndose a ella, “¡viejo cuervo!” Tanioska aunque también estaba incómoda por la mirada inquisitorial de la señora, no terminaba de comprender la reacción de su amiga. Imaginó después de que Mary abandonó el autobús, que tenía que tratarse algo que no sabía, sin duda Llamarle “viejo cuervo” a una anciana no podía tratarse de un hecho casual, la vieja tenía que conocer a Mary, quizás se trataba de una vecina, o de la madre de algún antiguo novio, o de una limpiadora o profesora del colegio de su amiga. Algo tenía que haber que ella desconocía. Era ya muy tarde, iba a llegar a casa de noche y su madre le haría todo tipo de preguntas, desde luego que no iba a ser el mejor momento para enseñarle las notas, sería mucho mejor esperar a la mañana. Su madre solía levantarse de buen humor, y


además sería sábado y todos estarían un poco más relajados. Se imaginó que el domingo iba a tener un día duro, no sólo por lo del partido, sino por aquel chico que trabajaba en la chatarrería al que había conocido no hacía mucho, porque era tan rudo y porque en realidad no le apetecía mucho acudir a esa cita. No sabía por qué había aceptado, y ahora le entraba una pereza que apenas podía dominar. Se imaginaba a sí misma ovacionada por haber sido la mejor jugadora del torneo, manteada por sus compañeras y recibiendo el aplauso y las felicitaciones de los aficionados -que en un equipo femenino de juveniles eran los padres y madres de las otras chicas y algún distraído al que nadie conocía y que se había levantado temprano un domingo sin saber por qué-. Mirar el campo de fútbol a uno de los lados del rio la hizo moverse inquieta, recoger su mochila del suelo y prepararse para el momento en que se detuvieran. A lo mejor, esta vez el conductor no se comportaba con menos desinterés que de costumbre, y hacía una reducción sin sobresaltos: Eso le facilitaría acercarse a la puerta sin tener que precipitarse por miedo a que se cerrara antes de que pudiera efectuar toda la maniobra. Fue moviéndose antes de que se viera la parada en la carretera, y cuando llegaron a ella, salió de un salto. “Tierra firme”, se dijo y miró antes de intentar cruzar. No esperó a que el autobús arrancara y como no oyó ningún coche aproximándose, se deslizó por detrás para echar un vistazo al lado opuesto. Era ella la que tenía que haber previsto cualquier inesperado movimiento, pero el autobús, por algún motivo que nadie comprendería, hizo un movimiento poco habitual, y en lugar de salir hacia adelante, el conductor dejó caer ligeramente el gran monstruo mecánico hacia atrás. No fue un movimiento rápido ni violento, pero suficiente para tumbar a Tanioska de un golpe y dejarla inconsciente. El conductor ni se enteró, salió finalmente disparado sin percatarse de la muchacha accidentada que dejaba detrás del vehículo. Si hubiese muerto en aquel momento jamás habría conocido las mieles de la vida, el deseo sin control que a veces nos entra por poseer cosas y personas y, sobre todo, jamás habría conocido el amor pasional que alguna vez nos aguarda a todos. Era ella aquel bulto amargo que entró en el hospital con la cara ensangrentada y algunos huesos rotos, y fue ella la primera vez que aquel muchacho de rostro amable y cansado llegó a su casa alarmado por lo que le habían contado y porque no había acudido a su cita el domingo. Debieron ser sus ropas sencillas y gastadas, o la constancia de su voz al leerle las noticias locales lo que terminó por tranquilizarla y aceptar sus visitas de forma regular. Mary Porlas la visitó unos días después. Cuando quiso comprobar en su colegio que no había plantado sus estudios, o que se había ido a vivir a otra ciudad sin previo aviso -aunque la causa más probable era una de aquellas gripes que ya la habían retirado en otras ocasiones del equipo por unas semanas-, ninguna de sus compañeras supo decirle nada y no supo del accidente hasta que le preguntó directamente a una de sus profesoras. Apearse en aquella parada le iba a suponer tener que dar algunas excusas por llegar tarde a casa, y ya se iba directa a esperar el próximo autobús cuando comprobó que las piernas le temblaban y que se había dado la vuelta dejando a la profesora con la palabra en la boca. Sólo fue unos metros más adelante cuando se dio cuenta de que le preguntaba si quería dejarle algún recado porque la profesora iba a hablar con la madre de Tanioska, pero ni se dio la vuelta, siguió caminando


encogida como si se hubiera quedado completamente sorda en aquel preciso instante. Al día siguiente pidió permiso en casa para visitar a su amiga al salir de clase, y cuando por fin entró en su habitación y pudo verla se le quitó un gran peso de encima -te han dejado echa un cromo-, le dijo. Tanioska sonrió y respondió – se acabó el fútbol por esta temporada. A veces, en las largas horas que estaba en soledad, creía que podía pasar desde la mañana hasta la noche sin distraerse un momento de su dolor, y en cierta forma era así, se miraba las vendas, los aparatos que la inmovilizaban, las escayolas, los medicamentos sobre la mesilla, pero algunas preguntas llegaban finalmente misteriosas. Estas preguntas que se hacía solían ser acerca de como se veía a sí misma en unos años, y cuando pensaba que aquel accidente la podía dejar con alguna tara que la marcara sin remedio, se angustiaba y lloraba. Desde su ventana se veía la parada del autobús, y como tenía la cama arrimada, se distraía viendo a la gente subir y bajar del autobús. A través de los visillos podía ver con toda claridad a la gran máquina de color rojo aparcando al lado de la acera, y le daba un seco escalofrío al intentar recordar como había sucedido el accidente, porque apenas se acordaba de algo posterior al momento en el que descendió y tocó con los dos pies en tierra. Después de eso, todo era una nebulosa que la incitaba a entrar en el recuerdo sin conseguirlo.

3 Extraños Rodeados Por Costumbres El invitado de la Señora Andreas además era su tío. Por haber sido un profesor reconocido en el colegio privado de Santo Antonio, había sido investido de un halo de aparatosa dignidad que favorecía su falta de ritmo. Pagaba su habitación con religiosidad, y ayudaba en lo que podía porque al fin era parte de la familia En la mitad del pasillo de la planta superior tenía su habitación,las otras dos habitaciones estaban a continuación de la suya, separadas las puertas por una par de metros que en el interior resultaba un añadido necesario para darles la comodidad y la amplitud de la que disfrutaban. El tirador de la puerta de su habitación estaba muy forzado, la puerta se resistía a cerrar, así que al apretar y encajar, el pestillo hacía un ruido resistente que parecía indicar, “la tengo pillada pero como la suelte va a salir disparada”. De entre otros ruidos de la casa aquel era la señal de que Ovidio había vuelto de su paseo, iba al retrete o bajaba a desayunar a la cocina. Tal vez Ovidio era un poco fisgón, pero Andreas y Tanioska se ponían en guardia cada vez que oían el


pomo de su puerta -aquella puerta parecía cerrar sobre un muelle, tenía una inclinación natural a permanecer a una cuarta de su marco y en cuanto que alguien se despistaba esa era su posición-. El eco de sus pasos en las noches que salía dela habitación eran reconocibles, hasta el ruido de sus ropas y el carraspeo de invierno lo eran. Sus frías excursiones de próstata apurada, le daba alguna que otra sorpresa a través del pasillo hasta la cuarta puerta, la del servicio, a la que llegaba exhausto. Allí se deshacía del pijama lo más rápido que sus torpes manos se lo permitían, levantaba la tapa e intentaba miccionar sin hacer demasiado ruido, aunque eso en mitad de la noche cuando se puede escuchar hasta el ruido de una cucaracha deslizándose, le resultaba imposible. En ocasiones aguardaba largo rato, y se sentaba pacientemente sobre la taza, dejaba que el tiempo pasara como si dispusiera de él en exclusiva. Había pequeñas quejas en sus suspiros, y se quedaba escuchando si alguien más entraba o salía por el corredor, pero la respuesta siempre era la misma: silencio. Todas esas noches de apuro no terminaban igual, miraba el reloj y si no estaba muy avanzado volvía sobre sus pasos para dormir un poco más, pero si faltaba menos de una hora para el amanecer, volver a la cama se le hacía muy pesado. Entonces, bajaba a la cocina y encendía bajito un transistor que su sobrina, Andreas, tenía sobre la repisa de las especias. Al moverse en aquel lugar con la libertad y el amparo que la noche le concedía, rebuscaba entre todas las cosas, abría todas las alacenas, olía todos los tarros, metía el dedo en todas las harinas y finalmente encontraba el azúcar y se preparaba una tostada dulce. Si algo no le gustaba a Andreas era un fisgón, la gente que miraba con curiosidad o los que se asomaban para ver dentro de las ventanas, de las vitrinas o de las puertas de las casas ajenas, le resultaban de lo peor. Era gente que intentaba censurarlo todo y desde luego, una actitud así parecía buscar faltas que pudieran competir con las suyas. Pero a Ovidio no lo tenía en ese grupo, y aunque no le gustaba que le desordenara la cocina, no se lo tenía en cuenta. Era como un juego, él rebuscaba en todos los cajones hasta encontrar lo que quería y la dejaba dormir y ya ella llegaría más tarde para poner un poco de orden. Para Tanioska, los ruidos en mitad de la noche siempre eran alarmantes, no podría acostumbrarse a ellos por mucho tiempo que pasara. Caminaba en mitad de sueños de autobuses con dientes de tiburón y ella corría con sus prótesis, sus escayolas y sus muletas, pedía ayuda empapada en sudor mientras las ruedas demoledoras la hostigaban y no le permitían tomar aliento. Por un momento lo creía desaparecido detrás de una curva arbolada, se acabó se decía dejándose caer al suelo y de nuevo la máquina demoledora volvía a amenazarla, intentaba levantarse y las muletas no obedecían. Se despertaba con los ruidos del tío Ovidio en la cocina, a veces se le caía una cacerola y parecía el fin del mundo, pero si eso no sucedía era roer de ratones, un deslizar y rascar de frascos imposibles de definir. Tales ruidos pasaban del momento del sueño a la alarma confluyendo en el significado lentamente dentro de su cabeza. Hasta ese momento, el lento despertar de sus pesadillas, tomar consciencia del lugar donde se encontraba y terminar de interpretar su inquietud, la llevaba desde el sudor frío hasta la acelerada sensación de que el corazón terminaría por salirse del pecho. Le habría gustado pensar en él con más afecto, tenerlo en cuenta con más frecuencia, aceptarlo como un pariente menos desconocido, pero eso no iba a suceder. Apenas había conseguido acercarse a él con un poco de confianza y era debido a que


no lo había visto en muchos años y, a su edad, eso había sido casi toda la vida. Muchas de las chicas del equipo de fútbol contaban cosas de sus familias que les molestaban, de pequeñas incomodidades que constaban la solidez de sus relaciones familiares. Ella se veía como una extraterrestre en temas parecidos, una familia de dos y un acoplado es casi menos que una entrevista cada semana. Las familias numerosas nunca dejan de crecer, se juntan para todo tipo de celebraciones a las que se sigue acoplando gente, que a su vez procrea como animales encerrados por una alambrada -tal vez esto suena un poco despectivo y se deba a imposibilidad de contener tanto cuerpo y tanta respiración-. Tal vez Tanioska evitaba a sus amigas que la invitaban a sus casas porque se sentía intimidada cuando entraba en aquellas casas en las que había tanta gente. Sus ritmos, más concisos y definidos que los de ella, le hacían cuestionar sus comentarios, no podía saber si estaban de broma, si le faltaban al respeto, o si sus ironía constaban de una parte de desprecio. La miraban como a una extraña, algunas miraban para otra parte como si su mera presencia llegase para enrarecerlo todo aún más, pero siempre aparecía alguna mano amiga para posarse en su hombro decirle que se tranquilizara e invitarla a sentarse. Una familia tan exigua sólo podía tratarse de una familia con pocos secretos, pero eso jugaba en favor de la expresión más libre y descomprometida. Sonreía con diez máscaras, en cada una mostraba su agonía porque las sonrisas de agradar se le iban terminando. Eran tiempos de dejar que el dolor fuera remitiendo, por eso intentaba no moverse mucho de la cama ni cuando tenía visitas. El momento de alguna visita despistada era muy grato pero debía intentar no distraerse hasta mover involuntariamente alguno de sus miembros rotos y hacer aflorar el dolor de nuevo. ¿Cuántas visitas realmente la conocían? ¿De cuantas amigas, amigos o familiares podía decir que realmente la conocían? Era una respuesta difícil de asumir, nadie la conocía mejor que Ovidio, y Ovidio, pasó a verla una sola vez y por compromiso. Lo miró con desconfianza cuando lo vio entrar en compañía de su madre, ella estuvo todo el rato mientras él se acercó, le preguntó cómo se encontraba y le besaba las manos. Él noto aquella mirada severa de la adolescente, y se la devolvió, posiblemente porque estaba preguntándose, “¿qué estoy haciendo aquí?”. Su propósito no había sido otro que saludar, y la madre de la nena había insistido tanto que no le había quedado otro remedio que entrar en la habitación -hasta ese momento había sido un lugar prohibido para él, y le habría gustado mirar en los cajones, mover las figuritas de los aparadores, mirar con detenimiento los cuadros de inocentes parejas mirando al mar en aburridos ocasos -posiblemente a los enamorados no se lo parecían pero a Ovidio sí-, hubiese leído hasta las cartas más íntimas que la muchacha guardaba en un cajón de la cómoda, pero nunca lo haría porque sabía que su deseo de curiosear en las cosas personales de la gente se acababa en la puerta de aquella habitación-. Llega un momento en la vida que debemos dejar atrás toda condescendencia infantil, en cada frase debemos añadir al menos un gesto severo, asentir si no queda más remedio pero sin dejar de emplear un tono severo. Esa debe ser la señal más importante de madurez, y todos debían reconocerlo en Tanioska porque su desgracia la había hecho abandonar algunos sueños inocentes. Nada era indestructible, lo iba aprendiendo mientras se iba quitando los últimos cristales de los ojos, que al fin le dolían como si realmente estuvieran clavados. Esos eran los


cristales que no le permitían llorar más, se había agotado y había sustituido las lágrimas por miradas como las que le dedicaba a Ovidio, interrogándole por su presencia. Entre alegrías y tristezas iban reposando las lesiones, las visitas se echaban de menos, y no se trataba unicamente de Ovidio, y del fascinante acercamiento de su mano. Le pareció viscoso, aborrecible, hubiese preferido que se ahorrara sus buenos deseos pero estaba obligada a mostrarse amable, forzada a actuar con naturalidad. Y mientras eso sucedía en su interior el inofensivo anciano seguía llenando el dorso de su mano de babas agradecidas y sinceras. Su madre la reprendía si no era amable con el tío, pero no sólo con él, con cualquier otro anciano o con los ancianos de la calle, los que sobrevivían por la botella de vino que siempre les acompañaba. Era por esa presión materna que necesitaba centrarse en su comportamiento, superar su nausea, su escrupulosa juventud y su desagradecida desconfianza al olor de orín viejo. El espíritu no se doblegaba a pesar de sus lesiones y del sufrimiento físico, Mary la había animado diciéndole que una lesión de fútbol podría ser igual de dura, y que se lo tomara como una lesión deportiva. “La mayoría de los deportistas pasan por lesiones parecidas, así que no te quejes como una niña mimada”, le dijo sonriendo. Nadie termina de derrumbarse cuando no tiene motivos en el horizonte dispuestos a caer como una guadaña hostil sobre todos sus planes. Aquello no había llegado en el mejor momento, pero avanzaba en sus sueños. Tampoco habían sido truncadas sus expectativas en lo referente a Roko, empezaba a conocerlo pero no la defraudaba, la visitaba, y, en ocasiones, pasaba la tarde allí sentado sin más, sin forzar las conversaciones, pero su presencia era agradable compañía. La madre de Tanioska debió entenderlo porque se mostraba amable con el muchacho y facilitaba sus movimientos dentro de la casa.

4 El Recogimiento Y El Polvo Si por mi fuera dejaría pasar unos días antes de volver a visitar a Tanioska pero el pesado de Radú me dijo que quiere verla -un capricho incomprensible, porque la conoce de antes, pero nunca le importó ni se interesó por ella, y ahora sale con esta idea-. A los que nos hemos estado interesando por su estado y sus progresos en los últimos tiempos nos apetece verla ya saliendo a la calle por si misma, porque es cierto que ya se levanta y anda por la casa con cierta independencia. Lo he mirado a los ojos y le he preguntado ¿qué tenía en la cabeza, qué clase de extraña idea se le había metido en ella? No se atreve a ir solo, por eso me ha pedido acompañarme en


una de mis salidas. Me lo debe notar, cada vez que voy a ver a Tanioska, se queda mirándome pensativo, sin duda porque intento parecer más presentable de lo normal y procuro ir limpio y arreglado. Doña Antonia que se encontraba por allí cerca, trajinando en el patio y nos escuchó, me animó como si nada malo pudiera pasar, “llévalo hombre, para una vez que tiene una buena idea”, él la miró y sonrió por el apoyo inesperado. Nadie hace nada por nada, y los motivos de Radú siempre me parecían llenos de egoísmo, a lo que sin embargo esta vez no supe contestar con una negativa, y le dije que se diera prisa para a continuación, verlo salir en dirección a la casa raudo y veloz acentuando una cojera más que ostensible. El pasado siempre vuelve dicen los más pesimistas, los agoreros de la vergüenza y del arrepentimiento y yo no podía permitirme demasiados errores con la chica. Sólo una vez le había pedido que pasara la tarde conmigo, y justo cuando lo había conseguido pasó todo aquello del autobús y se pararon todos los sueños. Podría pasar la tarde con Radú aburriéndome sin remedio, estaría dispuesto a hacerlo, acompañarlo a los lugares más sórdidos e intentar parecer divertido, pero lo de acompañarlo en su visita a Tanioska..., ¿lo ven? A eso me refiero, ni se había acordado de ella en un año, y ahora que y estaba mejor se sumaba a la diversión .él se sumaba-, y me hacía sentir como un invitado. Escabullirme hubiese sido una opción, pero Antonia no me había dado ni una oportunidad, y no quería contrariarla ni que se llevara una mala impresión de mi. Seguramente ustedes que leen lo que escribo estarán pensando que competía, que necesitaba demostrarme que podía con él y demostrarle que me sentía mejor. Me habría gustado vivir intensamente, haber sido el tipo que nunca fui, pero en aquel momento intuía que algo no iba a ir bien y en lugar de poner mi genio en juego empecé a sentirme inseguro. Intenté liberarme de mis dudas y pasamos por el bar de Carminho y pedimos unas cervezas, eso debió de animarme. En otro momento hubiese tenido prisa por acudir a la visita, pero la presencia del compañero de pensión me desanimaba. No había ninguna urgencia en tales circunstancias, y tal vez él recordara que tenía algo que hacer y se marcharía, así estaba yo, albergando posibilidades tan remotas como la vida en las estrellas. Me senté al lado de una ventana, él prefirió quedar cerca de la barra, no hablábamos. Estábamos siendo invadidos por la amargura, todos nosotros, los que perdíamos la alegría por la falta de trabajo, por los accidentes, por las enfermedades, por la costumbre. Acostumbrarse a la mala vida es lo peor, pero siempre hay pequeños placeres que lo hacen llevadero. La cerveza estaba fría hasta gotear a través del cristal, me pareció placentero mojar los dedos cuando la levantaba de la mesa, Miraba a través de su color amarillo y la bebía cerrando los labios para que pasara lenta y gradualmente. Después del trago corto la dejé de nuevo en la mesa. Entonces vi a Rudy y a Herminio que se acercaban para la partida de dominó, parecían desanimados -algo debía tener el día en sus átomos que nos traía a todos sin gana de mucha fiesta- la tarde apuntaba nubes negras, quizás cayera un chaparrón pero hacía calor. Escuché a Carminho moviendo la loza, restregándola con el estropajo y haciéndola repiquetear al dejarla sobre una bandeja metálica que no asentaba bien sobre el mostrador. -¿Están aquí los chicos? Ponles una cervezas Carminho -Herminio había conocido


al padre de Tanioska. Sabía toda la historia de la familia y me había contado algunas de aquellas cosas antiguas de las que todos hacían como que no recordaban nada. En otro tiempo los miembros de su familia habían sido muy conocidos y apreciados por todos los que habían tendido algún tipo de relación con ellos. Después el padre murió y la familia fue cayendo en el olvido, tal vez era por eso, en parte, por lo que la madre de Tanioska era tan agradecida con las visitas. Herminio me dio un consejo que se refería a los años que me quedaban por vivir y mi urgencia por construir una vida, se trataba de detener mis compromisos, de hacerme sentir que la libertad también tenía un valor y que siempre habría tiempo para “tirarse cuesta abajo”. En aquel rato que pasamos en el bar casi nos sentimos hombres, creo que admirábamos la edad y el saber de aquellos hombres maduros y el desprendimiento que se producía entre ellos y el resto del mundo, cuando empezaban sus partidas de dominó. Nos superaban en todo porque convertían la juventud en una tara. Y, por eso, en un momento se me acercó Rudy y dándome una palmada en la espalda me instó a seguir los consejos de su hermano, como si fueran también suyos. Aún peor que dar consejos es seguirlos, aunque supongo que muchos pensarán que se trata de lo contrario, si tenemos en cuenta que un buen consejo no lo da cualquiera ni se lo da a cualquiera, ni lo suelta a la ligera. Dar buenos consejos debe ser un arte muy medido, y mucho más allá de las habituales condiciones que todo el mundo se anima a ponerle a tu vida, porque también es una forma que les sale muy gratis de tocar problemas ajenos sin hacerse responsables de las consecuencias. Pero nos estamos yendo de la historia, y debo decir que me resultaba fácil entender lo que Herminio me quería decir, pero me costaba creer que pudiera aceptar su buen juicio sin sentir que algo se rebelaba en mi interior al intentar reprimir todos mis planes. En aquel rato que pasamos en el bar, comprendí que Radú no se iba a rebelar contra mi lentitud, él conocía a Tanioska de antes pero no se angustiaba por haber estado un año sin hacerle esa vista que no era tan esperada. Cuando los domingos no había nada mejor que hacer parece que muchos de nosotros, los más jóvenes, íbamos al campo municipal a ver el partido de chicas, y después intentábamos conocerlas. Nos acercábamos distraídamente, buscábamos a algún amigo que nos pudiera presentar a una u otra chica -aunque nuestros intermediaria fuera alguien tan repelente como Radú-, nos expresábamos torpemente, y en mi caso, cuando al fin había conseguido una cita va la chica y se accidenta. No puedo decir en en aquellos tiempos fuera una persona con suerte. -¿Ya están aquí los locos? -preguntó Herminio cuando nos acercamos a la mesa del dominó. Querían respeto por la partida; la gente siempre exige respeto por alguien. Comprendimos que si queríamos ver, debíamos guardar silencio. No era la primera vez que sentía un incontenible amor temprano por alguna chica, y del mismo modo que me obsesionaba era capaz de dejarlo pasar, así que me encontraba un poco a la expectativa. El amor adolescente termina por hacer daño, y si nos lo tomamos muy en serio acabaos resentidos con el mundo. Como si no pudiera esperar nada bueno del cojo que me acompañaba intenté aceptar que aquella tarde debía considerarme un accidente, una contingencia en la visita que él le hacía,ceder el protagonismo sin impacientarme. Si algo bueno habría de surgir entre Tanioska y yo sólo el tiempo lo diría.


-Venga, pesado, vamos -eché a andar esperando de vez en cuando, para darle tiempo a alcanzarme. Radú apenas protestaba, realmente ya era todo un logro que pudiéramos hablar sin discutir. La aversión que sentía por él no tenía un origen que pudiera identificar claramente, íbamos y veníamos en nuestro desagrado, y digo esto porque sólo que él sintiera esa misma aversión podría traer un poco de lógica a mis reacciones. Nos mirábamos con desconfianza, y lo que era peor, con censura. Ocasionalmente llegábamos a la conclusión que cualquier reto que el otro se propusiera, uno mismo podría alcanzarlo mejor. Además, nuestro desagrado ya iba durando demasiado, y en todo aquel tiempo aguardábamos el error final, que tendría que ser algo así como el golpe definitivo que lleva al boxeador a dar con su mandíbula en la lona.

5 La Redención Del Saber Todos los hombres deberían estar prevenidos contra el desengaño amoroso, otros desengaños son más asumibles, pero el amor duele como el diablo. No son mayores los dolores de la traición de un hermano, de un soldado en mitad de la batalla o de un socio en una empresa a punto de quebrar; el amor es una batalla perdida de antemano en la que los compromisos deben establecerse con especial cuidado. Pero a Roko no le había tocado del todo el amor, después de un año de visitar a Tanioska le alegró que los recibiera sentada en una silla, vestida de domingo, y con una muletas apoyadas en la mesa, lo suficientemente cerca para poder acceder a ella sin ayuda. Pero la alegría que le produjo era comedida, se resistía a saber si podía sentir algo más por ella, y eso se acentuó al ver como recibió a Radú. En cada recibimiento hay un tono interior y ella ya conocía a Radú de antes, de mucho antes que a Roko y había un afecto sincero en el abrazo que le dio: casi se cayó por intentar levantarse. Sólo debía saludarlo, pero aquel abrazo parecía que no iba a acabare nunca, y al punto de soltarlo aún le dio un cariñoso beso en la mejilla. Radú parecía ajeno a todo, como si no le diera importancia a aquella muestra de aprecio tan grande de la que acababa de ser objeto. Por su parte el saludo a Roko fue el habitual, le estrechó la mano y le pidió que acerca unas sillas. Los detalles son importantes, pero en momentos especiales, en esos momentos en los que nos sentimos retados, o especialmente sensibles, se sobredimensionan. Nos preparamos durante mucho tiempo para que no se nos note la sorpresa, queremos controlar nuestras emociones para que nadie pueda quitar partido de ellas, y aprendemos a poner cara de poker ante cualquier inesperada sensación, eso hacía Roko, y cada vez fracasaba. Durante un segundo se puso rojo de indignación, pero se repuso antes de que sus amigos pudieran notarlo. Cuán sorprendente resultó para él, el chico de la chatarrería, sentirse


tan débil, tan vulnerable, y eso creyó que le llegaba por plantearse que podría haber algo entre él y una señorita tan refinada. Pero nadie podría haber predicho una tarde menos agradable, la madre de Tanioska lo había preparado todo para que fuera perfecto. Se preocupaba por la felicidad de su hija, y cuando llegó Mary Porlas y se produjeron las presentaciones, les puso de merendar. Tomaron té, café y pastas, sacó una vajilla adornada con un reborde dorado en pocillos y platos, y las servilletas tenían un ridículo bordado, Roko se miró las manos y descubrió que volver a trabajar en la chatarrería quizá no había sido tan buena idea. Aquella mañana se la había pasado rascándose los dedos y las uñas con el cepillo, pero había estado cortando chapa oxidada y no fue capaz de sacar de los dedos la grasa que también acompañaba a las piezas metálicas de un trozo de barco viejo. La vergüenza del trabajo manual sólo llega si uno se siente menospreciado por otros, por los que viven en un mundo que nunca exigirá de ellos ese sacrificio, y es posible, en tales términos, que el joven trabajador no se encontrara correctamente ubicado, o donde podría ser más apreciado. Entonces comprendió el consejo de Herminio cuando le había dicho, “esa chica no es para ti, su carne es blanda como la mantequilla y maquillada, pero su corazón duro como una roca. Nunca sabrás si puedes fiarte de ella”. La chica que tenía delante era más bella que todas aquellas muñecas de la feria de ganado que posaban al lado de los terneros para las fotos de la convención anual, aparte de eso, cuando intentaba andar exhibía una clara cojera que movía su flequillo de forma graciosa. Todo empezaba a parecer negativo en ella, cuantas más atenciones tenía con su amigo y cuanto más lo ignoraba a él, peor era el concepto que se creaba de ella. Esta ausencia de fiabilidad que mostraba en sus convicciones acerca de sus amigos le empezaba a pesar, y se reprochaba a sí mismo ser tan débil. Se esforzó toda la tarde por parecer agradable,o al menos, si no lo conseguía mantenerse en un estado neutro de ánimo y de reacciones. Intentaba reír con los otros, seguir sus bromas, entender sus puntos de vista, se alegraba por ellos. Luego volvía a caer en un silencio ausente, como si nada fuera con él, y volvía una vez más a intentar estar a la altura. Tanto se tensaba, tanto su yo más artificial estaba en juego, y tanto se ruborizaba sin motivo, que estaba a punto de caer agotado, cuando Ovidio hizo su aparición llevado del brazo por Andreas. Los mejores deseos debieron llevar a la madre de Tanioska a pedir a Ovidio que pasara a la habitación a saludar a los chicos, no se trataba unicamente de la necesaria cortesía en estos casos, sino de sacar un poco de misterio a la figura del huésped. Más tarde se sentiría rara si no lo hacía, porque pareciera que la única que lo miraba como familia era ella. Cuanto más pensaba en Ovidio como un mero huésped más normal le parecía todo y cuanto más intentaba pensar en el como su tío más extraña se sentía, y fue por eso que decidió presentarlo como un invitado, sin más. Ovidio les dio la mano sin ningún recelo, todo resultaba de lo más amable, menos el gesto de Tanioska. Todo fue muy rápido, y el anciano parecía muy contento de haber dado aquellos cuatro pasos desde la puerta hasta donde se encontraban. Entonces Tanioska fue muy desagradable, nadie podía esperar una reacción así, miró a a su madre fijamente y dijo, “vale mamá ya hiciste el numerito. ¿Por qué no te lo llevas ahora?” A Ovidio se le ensombrecieron los ojos, todos debimos comprender que las palabras, al fin y al cabo, de un familiar que vivía bajo su mismo techo, le habían entristecido. Cuando


Andreas se lo llevó, la muchacha aún añadió, “es un viejo viscoso, lleno de flemas. Un fisgón”. En lugar de compadecerse por la marcha de las lesiones de su amiga, todos quedaron sumidos en un silencio solidario con Ovidio, un silencio distantes, que sin embargo había que interpretar. Tanioska no se dio ni cuenta, tampoco se sintió incómoda, se tomó su té y se puso a leer una revista sin moverse de su silla. Después de aquello se conformaron con terminar la tarde sin hacer demasiados planes y cuando decidieron irse, Mary Porlas declinó la invitación de quedarse un rato más y se dejó acompañar por Roko hasta la puerta de su casa, porque según le dijo, le pillaba de camino. Radú empezaba a no parecer peligroso, yo ya no albergaba en su contra ningún resentimiento, ni siquiera me importaba si ellos se iban a volver a ver, si iban a ser una pareja de cojitos, los dos perfectamente conjuntados, al paso, partiendo unidos en la misma coreografía, calculando al unísono un bache equilibrado. De cualquier reserva ya nada queda, al contrario, albergo el alivio del soldado repatriado después de portar en sus brazos a su mejor amigo muerto, destripado por una granada anónima. Las guerras tienen mucho de eso, de tirar la piedra y esconder la mano. A veces la pureza quema, tanto da que sea de una raza determinada, o de una jovencita cursi y malcriada que cree que el mundo le debe ser feliz y nunca sufrir. Por fortuna eso nunca va a suceder todos estamos destinados a sufrir, forma parte del contrato de la vida, eso es lo que nos debería hacer iguales y solidarios en la desgracia. Esperar de Tanioska unos sentimientos superiores, pensamientos de calidad y buena voluntad hacia sus semejantes, después de la rabiosa personalidad que se había derivado de su accidente empezaba a ser una atarea imposible. Esa noche regresaron algunos de sus peores sueños, la pesadilla repetida de un monstruoso autobús rojo golpeándola y dejándola ensangrentada sobre el asfalto. Apenas podía reconocerse en aquel baño de vísceras y huesos rotos. Cuando estos alarmantes recuerdos se sucedían con cierta frecuencia empezaba una nueva fase de miedos en los que se veía a sí misma inválida para siempre, y a todas sus amigas compadeciéndose y sintiendo lástima de su mala suerte. No se trataba de unos sueños peligrosos si por la mañana se despertaba con el ánimo de empezar de nuevo, pero esa noche iba a durar más de lo que esperaba. Después de pasar por las dos primeras fases de sus miedos, el tercer sueño prometía ser apacible, había conseguido volver a dormir y nada la perturbaba, en lugar de sangre, o amigas que se reían de su forma de andar, había empezado a verse jugando al fútbol de nuevo -lo que en la realidad iba a resultar muy dudoso-; y marcaba goles en medio de sonoras ovaciones. Ese tipo de sueños hubiesen sido suficientes para llenar una noche de emociones, pero en aquel preciso instante un ruido como de un bombardeo llenó la casa, una escandalera que el silencio de la noche multiplicó hasta extremos que nadie imaginaría, y la hizo incorporarse en la cama de un salto, respirando angustiosamente y sin poder contener un grito. Una nueva sensación de impotencia la inundó, pero ya no había nada que ella pudiera hacer. Ovidio estaba rebuscando entre las cacerolas, los vasos, los platos, las bandejas de plata y las teteras esmaltadas, cuando le falló el corazón y al caer hacia atrás se agarró al armario y se lo llevó todo consigo hasta el suelo. Murió allí mismo.


6 ¡Cuidado Con La Sacudida! Mary Porlas fue una hermosa redención durante un tiempo, podía hablar con ella con cierta confianza, como si la conociera de toda la vida, Sin embargo, en los grados de afecto que reservo para la gente, a Tanioska nunca le había otorgado una proximidad que me saliera con tanta naturalidad como ahora, ni siquiera en aquel año en que estuve visitándola con disciplinada frecuencia. Eso era porque con Mary Porlas podía hablar de cualquier cosa sin sentirme intimidado, los temas más tabús y delicados eran de nuestra preferencia y ella me respondía como si nada tuviera la más mínima importancia. Nada de ella me era ajeno o de poco interés, la acompañaba a los partidos de fútbol y de vuelta hasta su casa le llevaba la bolsa con la ropa sucia, era como un rito que consagraba nuestra amistad, y a mi me parecía un privilegio que yo fuera el único chico al que se lo permitiera. En la chatarrería me iban llamando para trabajar cuando les hacía falta, y algo había cambiado, porque en esos tiempos me sentía más a gusto en compañía de Rudy y de su hermano Herminio. Ya no pasaba de largo al volver del trabajo y al pasar a la altura del bar entraba. Ya no era como antes que me conformaba con saludar en la distancia, me había vuelto más sociable con la gente que en verdad me importaba, y paraba con cierta frecuencia a tomar unas cervezas en su compañía. Debería encontrar una mejor forma de aprovechar el tiempo, ¿no creen? Sólo hay una forma de vencer a la muerte, y esa es superarla emocionalmente. He ido a parar al lugar donde se crecen los jubilados, al salón de juegos donde los “cowboys”, los hombres verdaderamente duros gastan pacientemente los últimos años de sus vidas. No soy tan feliz como pudiera, es una cuestión de asumir riesgos, pero sólo los tontos corren riesgos innecesarios. No, no puedo exponerme por mucho miedo que le tenga a no sobresalir, a conformarme con lo poco, al resto mediocre del fondo de todas las botellas. Estas ideas extrañas no me ayudarán a salir de la compañía de los jubilados, de los hombres retirados no sólo de sus trabajos sino también de la vida, de las guerras, de la pasión y de la risa floja. Si Mary Porlas no me saca de ésta, terminaré por hacer costumbre en el licor y la lentitud de la tarde, después a cenar a la pensión y un pitillo a oscuras con la ventana abierta en la habitación, ¿qué más se puede pedir? Se enfadó conmigo por una tontería, porque dije que le había dejado camino libre a Radú con Tanioska, y que de no haber sido por eso él jamás habría conseguido sus favores. Mary me llamó fanfarrón y no he vuelto a saber nada de ella desde entonces, y de eso hace más de quince días. Pero sea cual sea la verdadera razón de su enfado,


sabe que me encontrará por aquí cuando se le pase, porque no puedo creer que sienta tanto desprecio por mí por algo tan insignificante. La vida no me lleva a ninguna parte, nunca me llevó a ninguna parte. No tengo objetivos, finalidades, planes, sueños, aspiraciones ni ganas de salir adelante y al menos, dejar algún día la chatarrería. Ni siquiera culparme, lamentarme o amenazarme a mi mismo del fracaso que vendrá puede evitarlo. El absurdo de todas nuestras relaciones termina por deteriorar la poca confianza que tenía en la gente, todos van a algún sitio menos yo. Quizás no del todo, los jubilados parecen estar apeados de intereses que nadie calcula, quizá por eso estoy a gusto en el bar, compartiendo chistes soeces. Hasta planear una venganza contra el mundo sería más útil y motivador que seguir así, con esta sangre fría de viejo prematuro. Cuanto más monstruosa considero mi falta de interés por las conversaciones ajenas y por las cosas que en esas conversaciones dicen que les interesan, menos estimulado me siento a salir algún día del no mundo que me he creado. Herminio, además de ser un tipo de mérito, es el patrón en la pensión en la que vivo, y también en eso es buena gente, no me apremia en los pagos y siempre me ha dado buenos consejos. Es sorprendente que se preocupe tanto por mi, por ser él quien es, quiero decir. Tiene bastante con su vida eso está claro, pero estoy esperando el día que me cuente de sus amores de juventud, de sus primeros fracasos y desengaños, porque cuando me mira con alguna chica su respuesta siempre es la misma, “no te des mucha prisa, cuanto más tarde te comprometas mejor”, me dice lleno de razón. Escucharlo y tratar de entender sus consejos me frena, me retiene y me mantiene lejos de la idea de tener mi propia familia. Formula la arquitectura de sus discursos con sencillez pero con efectividad, y yo he llegado a estimar cuando se acerca distraídamente en el bar y me suelta alguna de sus parábolas. La mujer de Herminio, Antonia, por su parte, me miraba llegar a la pensión lamentándose de mi juvenil arrogancia. Yo me lavaba en el pozo y ella daba vueltas alrededor inquieta porque se preocupaba por mí; yo no era ajeno a eso tampoco. En esos momentos tengo la sensación de estar de vuelta en casa, en la casa que nunca existió. El mundo fuera de la pensión, de la gente que me aprecia y me trata a diario, tiene mucho de farsa. -Ha estado aquí esa chica, Mary. Deberías prestarle más atención, parece buena chica -Antonia me veía con extrañeza, como se mira a alguien que ha cambiado mucho en poco tiempo e intentara calcular el alcance de ese cambio. -¿Ha estado aquí? -repetí con simpleza- Eso si que no lo esperaba. Tal vez tengas razón, mañana iré a verla al campo, tiene partido y es muy buena jugadora -la tortura que me suponía no saber a que atenerme a tantas situaciones cambiantes, a las reacciones inesperadas de gente a la que apreciaba, la olvidaba con soberbia con independencia y libertad. -De hecho, he estado hablando con ella acerca de ti, Te tiene mucho aprecio. A mi me parece que le tiras del genio.


-¿Cuándo ha vuelto Radú? -Esta mañana. Me idió que no te dijera nada. -He visto su ropa. No me gusta ser pretencioso, pero no podía durar. Al menos, su habitación seguía vacía; eso ha sido una suerte para él. Ese discurso de brazos caídos ya no hacía el mismo efecto que un año antes, pero Antonia seguía siendo un referente necesario en el orden de mis pensamientos. Esa fatiga sin esperanza que se empeñaba en hacerme ver lo que nunca me había importado, era como una rebelión. Ya fuera que no necesitaba tantas palabras, tanta atención que saliera a mi encuentro insaciable. Al fin y al cabo yo no era tan diferente de Radú, al que volví a descubrir espiándonos detrás de las cortinas de su cuarto. No sé que fue de Tanioska, prefiero no saber, porque ella y Mary siguen siendo amigas, se hablan y están en contacto, pero prefiero mantener la distancia. Lo que me conmueve de la densidad de las viejas ilusiones perdidas que tarden en enterrarse definitivamente, así que a Mary no le debió resultar extraña mi reacción, y sobre todo, que le pidiera que no me hablara de ella. Por supuesto que no volvió a jugar al fútbol en el equipo de chicas, su lesión era más importante de lo que creía, pero temí cada domingo en el campo verla aparecer, con algún galán bien parecido y de buena familia, para presentárselo a las chicas y presumir de la suerte que al final siempre llega si insistes. La vida sonríe con boca torcida a veces.

1 Fallamos En La Dulzura Azul Del Lago Fallamos en ser nosotros mismos, todos los momentos se parecían, éramos otros viviendo una ficción. Después se fueron despejando nuestras dudas, y descubrimos demasiado tarde, que nadie está tan loco como dice. ¿A qué viene ese interés por hacerse el distraído en mitad de la batalla? Todo empieza a ser posible, todo empieza a ser mañana, si eludes el pensamiento persistente que a todos nos convocaba y hoy nos embrutece. Deberíamos reconciliarnos con nuestros errores: Deberíamos hacerlo frente a la gente que es nuestro público cotidiano, pero eso no es posible. En cuanto nos enfrentamos a los reproches de nuestro inconsciente entendemos que va a ser para siempre, somos esclavos de no perdonarnos porque no


nos tememos como al que fuimos en otro infierno. Mezquinos en la reconciliación no podemos ocultarnos nada, ni lo peor, si lo peor existe. Lo enterramos en el silencio que no en la memoria porque allí figura presuntuosa la inocencia fingida. Cada uno de nosotros somos dos, al menos. Desechamos la parte que es reprochada porque no es tan malo asustarse de pecados ajenos, y si son nuestros los creemos caprichos. Deberíamos haberle hecho frente a la característica que pretende abandonar nuestros temores. El más lúcido pensamiento pierde su propósito si con el paso de los años hemos olvidado como hacer funcionar la dirección, hemos olvidado enfocar el espolio que produce, hacía donde debemos dirigir su potencial. Poblados de dulces pensamientos que persiguen despertarnos en la represalia del cansancio, no consiguen esconder el remordimiento detrás de la pereza. Podrías proponer una confesión pública, a corazón abierto. ¿Te puedes imaginar haciendo algo así, tú que hablas contigo mismo como si te debieras algo? Estamos dolidos de convenciones que no conducen a exculparnos de lo que no hemos hecho, ni a perdonarnos de faltas menores. Todo se tiene en cuenta esperando que duela como duele la tortura. Al ser dos, aunque nos censuremos formamos partes de nuestros secretos, por lo tanto nos aceptamos como nuestro mejor aliado y confiamos en que nuestros pensamientos están guardados en un encierro inviolable. ¡Qué sórdida puede ser la vida, si a pesar de la mediocridad que exhibimos, no somos capaces de guardar algunos secretos! No soy el único que habla solo, que camina ajeno a los que vuelven la cabeza contra el señor Hyde. Y ese otro ser oculto, es en ocasiones tan fuerte, que el hombre no puede encontrarse a sí mismo. El verdadero yo no se pronuncia por miedo a ser delimitado, por miedo a tener un pensamiento ordenado y por lo tanto previsible, pero lo que es aún peor, por miedo a coincidir con el resto del mundo en alguna idea superviviente. La voz se construye desde una mentira que pretende el manifiesto de la existencia, nada respira por casualidad. Ese sonido humano que sale de nuestros pulmones antes de aplicarse en cada libre cuerda de nuestra garganta, es un sonido que nos hace compañía como ningún otro, es un intento de alcanzar la amable distancia que que imponemos a nuestra propia soledad, la piedad de prestarnos atención como nadie supo hacerlo. No debería hablar en plural, porque alguien puede creer que hablo por todos, pero no, sólo hablo de personalidades vacías de un yo diferente debajo de un puente de autopista. Nos podríamos asustar de nuestros sueños, de nuestra sombra, de de nuestras frustraciones, de nuestros traumas, de nuestros recuerdos, de nuestros remordimientos de los pecados que nunca pudimos perdonarnos, pero aún cuando despertemos en mitad de la noche más allá del ronquido, articulando palabras que a su vez nos lleven a un discurso poco digerible, la extraordinaria resistencia con la que amamos nuestra voz impedirá el sobresalto. Precisamente lo inexplicable de creernos en familia cada vez que nos consuela, nos hace sentir que nada más extraordinario que su tonalidad zalamera y piadosa, puede ser alguna vez poseído. Estoy comprometido con este yo que no es nadie, pero se expresa según su propia medida. Arrullado por un murmullo de ángeles, por una canción de cuna que me adormece, porque ese sonido humano reconocible, agranda mis pupilas al punto de hacerme


perder los párpados, de modificar el ritmo de mis venas y por fin hacerme caer en un sueño de beatos y vírgenes de juventud. No soy nadie pero hablo por todos, por los otros que comparten el bajo puente mientras diluvia hablo por mí y por el otro que me señala desde las entrañas, mientras, el charco del arroyo que nos cruza va llenando el cuello de los ahogados. En la tempestad el buque no avanza, se limita al consentimiento. El ojo existe como un semejante, ellos me lo han hecho notar, se han quejado de que mi ojo es demasiado alegre. ¿Alegre? Puedo conservar intacto mi ojo, me han dicho guardando un punzón oxidado, mientras yo, como siempre en estos casos, me he limitado a mirar al suelo en silencio. No me habla si alguien más interviene, me reclama un pasaje de soledad para hablarme, y cuando están ellos, guarda silencio. Alguna vez desde un deslumbramiento he llegado a adivinar mi vida pasada, entre la comodidad del absurdo y el reclamo de una alianza donde mi amor me espera. La más alta forma de agradecimiento, en los límites de la esclavitud se cayó la realidad con el ensamblaje de lo que algunos llamaban sueños, cuando no llegaban ni a aspiraciones. Había un ramo de flores para reconstruir sin perspectiva los primeros amores. Los ramos de flores son necesarios para deshacernos en gratitud; aunque, debo decirlo, ni siquiera entonces, delante de aquel desafío de mujer, eran mi fuerte. Ya sólo soy tuerto a media voz, y para quien se duerme en mitad de los discursos eso es perderse la mitad de todo. Nunca aprendí a explicar la linea transversal de lo que aprecio, a mirar con experiencia para poder hacerlo: Por eso la afonía del cíclope. Crecimos sin bendiciones, torturando la mancha, y no como ahora que no te muerdes las uñas por miedo. Hoy he intentado dormir de puro cansancio, y en el colchón se ahogaban todas mis penas, hasta las que escuecen en la comisura de los labios. Mis antepasados brotan donde la noche pierde sus alas y la humedad es censura. Luego van cayendo, ¿te das cuenta? Ruedan como bolas de energía brillante e intocable, como siempre fueron. Dormir sobre un colchón húmedo es como hacerlo sobre la hierba cristalina, dobla todos los huesos, ningún cuerpo está tan vivo como aquel se rebela, se ablanda y termina por estallar. Ha pasado la noche, he dormido poco por el frío y a mi alrededor algunos cuerpos enredados en mantas y barro se aplastan contra el suelo como si nada les importara; no sé si están muertos o durmiendo, podría ser cualquier cosa. El aire de la mañana es frío, pero lo respiro con profundidad por el placer que me produce, a pesar de toser hasta sacarme de mi órbita. Es el mismo aire frío que sintieron en la antigüedad, después de noches igual de terribles, es una sensación igual a otras, no importa que el mundo ruede ahora con ruedas cuadradas o motores sin vapor, sigo sintiendo lo mismo que ellos sintieron, buscando el universo en ese olor a madera recién quemada en los campos, buscando el universo por encima de los árboles y de los trinos de los primeros gorriones. Me propongo como un misterio cuando pienso reconocerme. Hoy he aprendido que el día que me miré en el espejo y me pregunté quién era realmente, ese día llegó porque algo se va parando dentro, y termina por pararse del todo. ¿Estoy tan seco que ya no tengo ilusiones? No esta mañana capaz de reflejar un charco en el que frotar las manos y mojar los ojos antes de disolverse. Si puedo despertar debe ser que aún estoy vivo, otra alborada sin sol pero accesible al fin. El miedo extremo a ser atacado


mientras duermes no es una ilusión, responde a un peligro verdadero, pero no tengo nada que alguien pueda codiciar.

Los Inocentes Imperdibles Llegar siempre tarde a todas partes y reconocerme como alguien incapaz de mantener una cita sin exponerla a estas irregularidades, es algo de lo que nunca me sentí orgulloso. Sobre todo si el daño es irreparable, tal y como sucede cuando quedo para ver una obra de teatro o una película de cine y les estropeo el principio a mis acompañantes. Pero saber de antemano lo que suele suceder, que posiblemente olvidé ponerme el reloj ese día, o que me demoré vistiéndome o duchándome, y aún siendo así de desagradable tener que pasarme la vida disculpándome por esta razón, debo decir que en el pasado, nunca hubo mala fe ni premeditación en ello. Además no sólo se trata del hecho de una espontanea falta de puntualidad, sino de la tortura psicológica que supone saber que soy absolutamente incapaz de corregir este odioso defecto. Lo sé con la certeza que un enfermo conoce donde le duele, sin necesitar cuestionarse en ese sentido, sin indagar al respecto, uno se coge el lugar con precaución y queda inmovilizado, y ya nadie se atreve a tocarlo sin poder evitar oír sus gritos. Me siento culpable, no puedo evitar ese sentimiento recurrente, porque me aboca a la relación que puede haber tenido con todo el resto, con el resultado final del momento vivido, y a su vez con aquello en lo que haya podido o no convertirme. Las maltratadas personas, no por eso menos estimadas, que han tenido que sufrir mi defecto y, posiblemente maldecirme, pasan en mi recuerdo por minutos insufribles en los que intentaban justificar la espera y justificar si valía la pena o no esperar por aquella persona. Llegados a este punto, debo acordar que mi valor (la estima que otros me demostraron en momentos muy precisos) se les pudo, en más de una ocasión, hacer presente en la decisión de seguir allí -en el lugar de la cita- o abandonar definitivamente la idea de quedar conmigo en un lugar concreto a una hora determinada. Me asusta la idea de que haya podido perder mucho por haber sido tan relajado, de que mi vida pudiera haber cambiado sustancialmente y de que no conozca totalmente la extensión del cambio, porque un hecho aparentemente tan insignificante pudo influir en el todo. No se ama en vano, se vive amando: se vive. La primera vez que vi a Trilce creí que


se trataba de una de esas fotografías de anuncio de perfumes franceses, de los que nunca se dice su precio y que una mujer de manos perfectas sostiene delante de una sonrisa perversa y una mirada lánguida. Pero no era una fotografía, no aguantaba un perfume con las manos, era mucho mejor; se movía. Me tranquilizó saber que no iba a perderla de vista inmediatamente porque aparecieron dos niños que se agarraban a su falda y no dejaban de jugar escandalosamente, mientras ella intentaba acordar algo con el camarero. Su alma no sería nunca mía, su vida estaba construida, pero no podía dejar de mirarla. Ser madre la hacía aún más hermosa e inalcanzable, esa sensación de belleza ocupada dentro de un mundo irrenunciable la transportaba con un halo de imposible verdad. Empezaba a enfadarse, los niños se escondían entre sus piernas, se peleaban, tenían el aspecto de dos ángeles insignificantes luchando por el protagonismo de un demonio. Así empieza una visión, sin intentar poseer nada más que una imagen, que a veces viene conectada de forma espontánea con una idea. El exterior es de movimiento en una terraza, de mesas y sillas, de conversaciones y señoras descansando de su bastón, que apoyan contra las piernas. La profundidad es de una escena dentro de otra, pero no me interesa la periferia, lo que pasa sin haber sido convocado. Sigue hablando con un camarero, porque intenta contratar una comida para el mediodía, allí mismo, por lo que puedo entender, una comida al aire libre para toda la familia. Eso tampoco me interesa, la conversación es una extensión de la pelea de los hijos desequilibrando a una madre que se ha puesto una falta que se estrecha en las rodillas, y además unas sandalias de medio tacón que no facilitan nada su labor. Pero, debo reconocerlo, anhelo esa imagen en equilibrio de sandalias, esa dificultad añadida que engrandece a la mujer sofisticada hasta el sacrificio. Creo que no le ha gustado cuando le he dicho que le he quitado una fotografía, y le he pedido su dirección para mandársela. Ha rehusado responder, me ha dado la espalda y ha seguido hablando con el camarero que en ese momento se ausentó para ir a buscar al encargado. He aprovechado ese momento para darle mi tarjeta y no acosarla con mis cosas, entonces llega el jefe de camareros, y ella tiene que empezar de nuevo para explicar lo que quiere para el mediodía. Parece complicado encargar una comida en la terraza, pero ella no ceja en su empeño. No es por el temor que nos producen los desconocidos, al menos, hasta que conocemos sus intenciones, que Trilce, al menos en esos primeros instantes, hubiese decidido mantener la distancia, establecer una barrera de falta de atención que no era posible superar. Cuando alguien decide darte la espalda y no atender a tus razones, es mejor ceder, no insistir, y sobre todo no tocar. Nada es más negativo en estos casos que tocar un brazo, mucho peor agarrar con la mano pidiendo atención, porque eso es traspasar una barrera, casi una prohibición y la reacción puede ser inesperada, incluso violenta. Coger a alguien de un brazo cuando te está dando la espalda premeditadamente, puede ser un error fatal. Es posible encontrar en cada momento del día un motivo para sorprendernos y reconocerlo como único. En esto no acepto réplicas, porque se muchas de las personas que me rodean prefieren vivir sumidos en sus ideas y recuerdos, o simplemente sumergirse en las páginas de un periódico y no levantar la vista ni para saludar a sus vecinos. La experiencia natural del hombre en sus relaciones con los demás, lo anima a no abrirse demasiado al mundo, pero no eso no debería servirle de


excusa para vivir sin apreciar todo lo que de bello pasa a su alrededor y no ser capaz de extraerlo de una masa de preocupaciones que lo ensombrece todo. Hombres sitiados por su propio devenir, sus elecciones en la vida, por las costumbres que los adormecen y los vuelven conformista. Se creen los reyes del mambo, a su modo y en el hogar que se han formado, y mientras resisten, en cierto modo lo son, eso sí, dentro de la fantasía de vida que se han montado. A veces creemos que los hombres poderosos rezuman verdad, y que eso les permite disfrutar incluso de sus errores. Tal vez en alguna ocasión hemos deseado que pierdan su poder, porque entendemos que merecen un castigo, pero el castigo en ellos se produce cada momento de su vida, da igual la posición que ocupe. No debemos inquietarnos por su aparente solvencia emocional, si están podridos, terminarán por derrumbarse. No quisiera ser injusto con Gio, el marido, de Trilce. Lo conocí algún tiempo después, y por como sucedió todo debo limitarme a contar, sin poner en ello más emoción de la que se pudiera entender como propia el lector en cada momento y como reacción a los hechos sin añadir ni exagerar lo más mínimo. Fue él el que se puso entonces en contacto conmigo, y hoy ha venido a visitarme. Han pasado unos años desde aquello y hemos desarrollado una sólida amistad, tal vez por nos soportamos pacientemente, o mejor dicho, soportamos pacientemente nuestras respectivas rarezas. Por ejemplo, hoy he guardado silencio mientras se desahogaba por su mala suerte con las chicas jóvenes. ¿Qué esperaba? Cuando conoció a Trilce era un joven fuerte y lleno de energía; tenía todo lo necesario para poder impresionar a una chica de su edad. Pero ese momento ha pasado, debería ser consciente de que su vitalidad se ha venido abajo, de que ya no impresiona como entonces, que sus intereses no tienen nada que ver con los de las jóvenes que le interesan y que nunca podrá sustituir la vida que una vez tuvo de semejante forma. -Verás Joseph, tengo una teoría acerca de las mujeres. Todas ellas tienen un perfil parecido en lo que a su psicología se refiere -comenzó su disertación sentado en un sillón frente a mi, y me miraba con la avidez de quien desea ser claramente comprendido-, o no comprenden el interés que los hombres tienen en ellas, y esa incomprensión se alarga durante más años de lo que cualquier otro ser pueda soportar, o simplemente desarrollan una animadversión verdadera hacia el género opuesto. -Estimado Gio, creo que los hombres y las mujeres no nos parecemos, pero estás siendo muy radical en lo que planteas. -Cuanto más jóvenes, más bonitas y más presumidas son, más acentuado tienen ese rasgo del que te hablo y que algunos hombres jamás descubren en su vida. Así las cosas, ellas en su secreto aprenden a expandir una corona de desprecio que ni una reina podría controlar. En su interior crece un bola de incomprensión, de falta de reconocimiento y de otros resentimientos que afrontan con menos entereza -No podía creer que Gio estuviera dispuesto a mantener semejante teoría, mucho menos delante de un auditorio de personas totalmente desconocidas, siguió adelante-. Es por eso que encuentro una diferencia tan grande entre las mujeres que han pasado de los cuarenta


y otras más jóvenes, es como si por fin hubiesen aceptado que ellas también están en la vida para sacarle partido y no para hacerle planteamiento idealizados que siempre terminan en drama. -Creo que has conocido a una mujer madura que, por fin, te gusta más que esas jóvenes con las que sueles salir. -Sí he estado saliendo con chicas jóvenes, tal vez porque tenía una imagen idealizada de Trilce que pretendía recuperar. Pero mi teoría no tiene nada que ver. Es verdad que existen mujeres capaces de comprender nuestras debilidades, de mantenerse al margen de nuestras miradas y de llevarnos por el camino que más nos conviene, pero encontrar una mujer así es como buscar una aguja en un pajar -cómo siga por ahí, cualquier otro machismo exhibido resultaría mucho más fácil de padecer-. Pertenezcamos al mundo que se interesa por el sexo contrario, no hay nada de malo en ello, aunque sepamos que en demasiadas ocasiones nos encontramos “fuera de juego”. Es verdad que se me nota que el rechazo que empiezo a despertar en la juventud es lo que me confunde y me anima a este tipo de locas teorías. Creo que podré seguir creyéndome un adolescente a los sesenta y sin entender que a algunas personas les parezca tan patético. -¿Sabes Gio, la búsqueda de la juventud es más corriente, que creerse joven? Suele suceder. Así continúa, tu relato, empieza a ponerse interesante. -No entiendo por qué pero hasta ahora, las chicas que se han interesado por mí parecen ajenas a todo. Les da todo igual, ¿te das cuenta? Su interés es limitado, y desde luego no dan señales de tener los signos de la reacción a la que me refiero. Sus sugerencias, sus estímulos, sus intereses, no parecen tener relación con aquellas otras tan difíciles de tratar y de impresionar. Cualquier intento por comprender que lleva a las chicas que nos interesan a ser las más difíciles, va a ser un fracaso de antemano, ¿no crees? -Te has metido en un buen lío. -Todas las niñas son educadas para ser una princesas, para ser respetadas, queridas, veneradas, idealizadas, incluso convertidas en un mito. Pero entonces llega el momento de enfrentarse a la vida, y sobre todo, a los hombres y sus intereses. Se erigen en monumentos al deseo, profundizan en ello como si se tratara de un juego, y cuanto más interés despiertan más interesante se vuelve el juego. -Creo que ha llegado el momento de concretar. Te estás yendo por las ramas. -¿Tú no encuentras que las mujeres de más de veinte y menos de cuarenta parecen mantener un alto nivel de resentimiento hacia los hombres? -¿Era eso? Esta bien, convengamos que al menos parecen encantadoras cuando no


defraudadas. -¿Defraudadas? Esa podía ser la palabra que estaba buscando. Ellas no han de renunciar nunca a su orgullo, aunque tal vez la mayoría crea que se las ha utilizado desde la primera vez que creyendo encontrar el amor, se sintieron abandonadas. Nada es bonito, nada es como esperaban, pero deben seguir adelante, aunque el resentimiento no las abandone. No quieren compartir su decepción con nadie, se sienten estúpidas porque es algo que viene sucediendo desde que el hombre es hombre. En cada historia de mujer, desde el principio de los tiempos, ha ocurrido, cuando han dejado de ser esos ángeles, las princesas del cuento que les han contado, es porque se han sentido utilizadas y abandonadas. Representan todo lo que nuestra civilización tiene de realista, cada cosa cumple una función, que las mujeres crean que se merecen la luna es la realidad más básica de perpetuar la especie, y conseguir que desde ese primer momento puedan jugar libremente con el deseo masculino, y humillar al hombre por muy viejo que les parezca. -Me acabas de dejar sin palabras. En serio, no sé que decir. Aquellos días alrededor del accidente: Desde cualquier punto de vista, que apareciera mi tarjeta en uno de los bolsillos del abrigo de su mujer, resultó para él un enigma. En la tarjeta ponía mi nombre, mi dirección y un número de teléfono, nada más. Era una situación confusa, aunque yo aquella mañana había asistido como un espectador horrorizado al accidente, a la muerte de Trilce y de sus dos hijos, y entendí lo que sucedía. Por mi parte no iba a quedar, echar un poco de luz en aquel caótico estado en el que una familia se queda después de una desgracia semejante. No me extrañó la exigencia de aquella voz al teléfono que me cuestionaba como se cuestiona a un delincuente, o a un traidor. Antes de permitir que mis peores reacciones se pusieran de manifiesto, reflexioné y comprendí la situación, de tal modo que me dispuse a contarle a Gio porque su mujer llevaba una tarjeta mía en el bolsillo de su abrigo destrozado y cubierto de la grasa del auto que la embistió a ella y a los dos niños. Para eso quedé de pasarme por su casa al día siguiente a una hora concreta lo que desde luego no fue la mejor idea. Estamos acostumbrados a vivir de corrido, sin pararnos en los detalles, sin apenas respirar y apreciar las diferencias del aire. Intento, en mi caso, que no sea así, por eso me distraigo tomando fotografías y por eso suelo llegar tarde a tantos sitios. La realidad hasta entonces había sido vagamente más importante que mis demoras, aceptaba de vez en cuando alguna que otra reprimenda pero no corregía ese adormecido defecto. No encuentro razón alguna que pueda justificar aquella vez, en la que me desperté casi una hora tarde y cuando vi por primera vez a Gio, no había nada de reproche en él, al contrario, se trataba de un hombre vencido. No nos es posible a veces enfrentarnos al terrible ridículo que hacemos, al patético y sórdido aspecto que le damos a todo lo que hacemos, y eso tenía que estar sucediendo. Sería preciso por mi parte haber tenido en cuenta al drama que me enfrentaba, pero me quedé dormido y aquel hombre me recibió sin rabia, lo que terminó por derrotarme. Entregarle la foto que le hice a su mujer y a su hijos jugando en sus faldas, y


explicarle en que condiciones se había producido el encuentro no me resultó nada fácil. Si yo fuese actor, o hubiese aprendido algo de interpretación en las escuelas de arte que en aquellos tiempos tan de moda estaban, posiblemente no lo hubiese pasado tan mal, fue un encuentro traumático pero aceptado; no había más remedio que pasar por aquello. No tenía la conciencia del todo tranquila, si bien, en mi inconsciente no había registrado en ningún momento que hubiese intentado tontear con Trilce; nunca lo hacía con las mujeres que fotografiaba espontáneamente. Se trataba de una afición que sabía que me podía traer problemas, pero no, nunca había tonteado con las modelos. Asistí al entierro, a pesar de lo complicado que me resulta siempre formar parte del complejo entramado social. Y todo me parece cuando lo recuerdo un sofocante sueño de alguien que se encuentra desorientado, en un territorio que le es ajeno y del que no sabe como salir. Todo se enreda más cuantas más vueltas le doy, creo que es suficiente decir que aquel día no me retrasé por pereza sino por lo contrario, me levanté temprano, y y me demoré tanto en vestirme con corrección, que cuando llegué los familiares allí concentrados ya empezaban a disgregarse. Esta inclinación a la disculpa se acentúo en aquellos días, con el desgraciado accidente que ahora recuerdo. Como hasta aquel momento yo no tenía una vida social memorable, pues no sabía que no era lo mismo llegar tarde a acontecimientos multitudinarios, que a los llegarle tarde a buenos amigos que cargaban con mi defecto hasta es momento de forma no selectiva. Lo cierto es que alguno de ustedes podrá pensar que en acontecimientos sociales donde la masa parece ajena a todo, resulta más fácil pasar desapercibido, pero no es así, todos te observan y esperan para hablar de ello más tarde, por eso debo suponer que cuando llegué al funeral cientos de ojos me observaban anónimo.

2 El Hombre Innombrable Entre Gio y yo, supongo que se estableció una amistad de las que surgen cuando se comparten aficiones, si así podemos llamarle. Ojala volviese a ser niño y aprender a entender todo lo que me sucede sin someterlo a emociones, porque sin que yo pudiera saber por qué, desde el principio me sentí ligeramente culpable por su desgracia, y hasta cierto punto responsable de entretenerlo. Por eso empecé a salir con él, a alternar con chicas y a presentarle a algunas de mis amigas. Nadie podría decir que la torpeza de Trilce al cruzar apuradamente, se hubiese debido a la confusión que sintió al ser abordada por un desconocido. Lo cierto es que al acabar su entrevista con el jefe de camareros, yo la miré, me levanté para dirigirme de nuevo a ella y cuando lo notó salía corriendo como alma que lleva el diablo. Esa absurda reacción unida ala


imposibilidad de controlar a los dos niños que apenas se dejaban arrastrar, concluyeron en desgracia. Reaccionar con la alegría que me supone escucharlo, a la tristeza que aún me toca, intenta espantar cualquier sombra de sospecha que yo mismo pueda tener sobre mi imprudencia de aquel día. Ni siquiera me rebelo contra sus pretensiones al intentar rehacer su vida al lado de mujeres que lo tratan con tanto cinismo. No voy a abdicar de mi compromiso tampoco hoy que por fin se ha decidido a declararse a un mujer madura y equilibrada. Debo decirlo, las chicas jóvenes estaban acabando con su salud. “Hay una forma de ver la vida para cada momento que nos toca. No es fácil de explicar, con frecuencia nos dejamos llevar por la inercia que nos mantiene alerta, y eso me puede ayudar ahora. Voy a dejar de ver a Gio con tanta frecuencia, sé que me lo notará y que me preguntará el por qué de mi actitud, pero creo que debe seguir su vida ahora, del mismo modo que yo debo seguir con la mía. Puede parecer egoísta, pero nos encontramos en un cruce de caminos, y aquí nos vamos a separar”. En estos pensamientos andaba yo una mañana, convencido de que una etapa de mi vida había llegado a su fin, y de que así de coincidentes deberían ser con otros que tal vez Gio estuviera elaborando por su parte. Era la sensación de desmembramiento que sucede con los amigos cuando empiezan relaciones estables con mujeres equilibradas -me refiero a que algunas mujeres no buscan ese tipo de relación que busca durar, y por eso añado ese calificativo, pero soy consciente que estructurar el pensamiento femenino de forma tan sencilla requeriría muchas aristas-. El ejemplo más claro que se me ocurre para entender lo que siempre me sucedió con los amigos a los que perdí cuando formalizaron sus relaciones sentimentales, es la separación de Los Beatles: todo el mundo culpo entonces a Yoko Ono, todo el mundo coincidió en que el sueño terminaba porque la situación sentimental de Lennon cambiaba, y que para proteger esa situación y tener la exclusividad sobre el músico, la mujer lo había apartado de todo. Y tal vez fue por esta forma de pensar tan arcaica (más ahora que Paul ha dicho en prensa que Yoko no tuvo nada que ver en la separación del grupo), por lo que avancé tanto en la idea de dejar de ver a Gio. Consideré entonces un cambio a está primera propuesta que me hice, cuando Gio me habló de una amiga de su nueva pareja, se trataba de Adriana con la que me concertó una cita a ciegas. Me resultó angustioso al principio aceptar la idea de que esto pudiera mantener antiguas amistades, que debiera aceptarlo, consentirlo y apreciarlo con la misma buena voluntad que mi amigo había puesto en el ofrecimiento. Además de esto, yo conocía otras chicas y estaba pensando en tal momento, especialmente en alguna de ellas. Todos mis planes se vinieron abajo al conocer a Adriana. En cuantas ocasiones, sin haber reflexionado nunca lo suficiente al respecto, me he despreocupado del momento que me tocaba transitar, y aquella vez, quizá por desinformación, o por desinterés, una vez más llegué tarde a la cita. Para cualquiera que hubiese seguido mi evolución aquellos días, aquella misma tarde incluso, yo me estaba comportando con inconfesable irreal e infantil fantasía. Quedamos en un restaurante, y llegué una media hora tarde. En ese tiempo, Adriana se había tomado un combinado y había llamado a Gio para preguntarle si me había pasado algo, y como no obtuviera una respuesta satisfactoria se levantó para marcharse -la


identifiqué enseguida por un broche con libélula que llevaba sobre el bolsillo izquierdo de la americana- y en ese preciso instante que apartaba su silla para salir, la intercepté casi a la desesperada, y le rogué que se quedara y cenara conmigo. Su enfado resultaba más que notorio. Hubo un momento de mi vida en que tardar se convirtió en una obsesión, pero por más que me enfrentara a la desazón que me producía no terminaba de dominar esta forma mía de estar en el mundo. Sólo la acción continuada me evitaba pasar tan malos tragos, con acción continuada quiero decir evitar todo descanso, llenarme de actividad, andar, salir de casa, incluso, no dormir, y evitando dormir acudir a las citas. A fuerza de tanto pensar en ello he llagado a la conclusión que mis peores momentos no se debieron como muchos creen para sí, a falta de suerte, sino, en este caso, haber sido incapaz de sortear un estado mental que encontraba suficiente interés en nada. Hay un fuego en todas las agonías, ¿y de que otra forma puedo llamar a un estado interior que lo complicaba todo? Tal vez en un principio me lo tome como una broma, una divertida característica que desorientaba al principio y terminaba por llenar todas las relaciones de desconfianza, pero pasados los años se convirtió en un desafío doloroso que todo lo arruinaba. Caer en la cuenta de cual ha sido el error de tu vida puede ser cruel, pero iluminador, porque posiblemente cada hombre tiene un defecto aterrador del que no es consciente y que se le revelará cuando sea demasiado tarde para poder evitar todo el daño que le hace. Concentré todas mis fuerzas en complacer a Adriana, porque realmente me gustaba y porque muy pronto empezamos a intimar sin darme tiempo a exhibir lo peor de mi. Tan pronto vivimos juntos, que cuando le llegaba tarde a otros era porque estaba con ella, intentando satisfacerla en todo, hasta sus más íntimos deseos. Los hombres actúan y entienden los ritmos de la vida en la parte que tiene de consecución de sus deseos. Un anciano al que le quedan unos pocos años de vida piensa en retener el poder, mientras, quizás uno de sus generales desea darle muerte para arrebatarle el poder inmediatamente. Como testigos deseamos que no ocurra, cuando la suerte estaba echada de antemano y el verdadero drama es la vejez. Así sucede políticamente, porque la política necesita hacer cosas y llegar siempre a tiempo. En este momento debería traer a cuento algo que resultó importante en el desenlace de mi relación con Adriana, y esto es que ella tenía un cargo político, algo importante según recuerdo, aunque nunca me interesó demasiado, más que en la forma en que influyó en nuestra ruptura. Ella sabía exactamente lo que esperaba de la vida, y, si bien fue paciente terminó por poner delante su verdadera pasión, la de destrozar adversarios. No se trataba de una mujer inocente por cuanto el resultado de sus actuaciones podía ser demoledor, lo mismo hacía un discurso encendido para descubrir los peores defectos de otros políticos, que contrataba un detective privado, no había piedad en ella. Cuando yo soñaba con ella, lo mismo soñaba con una mujer dulce que se plegaba y aceptaba mis caprichos, ¡qué lejos de la realidad estaba! Yo, en ocasiones seguía sus discursos por tv, orgulloso de su elocuencia, y así íbamos avanzando en confianza. Vivir juntos lo cambiaba todo, porque ella estaba muy ocupada y era yo quien la esperaba, cada noche celebraba el momento de su arribada. Temí que alguien pudiera descubrir mi defecto, y que la acusaran en público de tener


un novio que se había pasado la vida llegando tarde a todas sus citas, y que pudieran entrevistar a la estela de enojados viejos amigos que fueran contando todas las veces que los fui dejando en la cuneta por ser incapaz de cumplir con sus expectativas acerca de mi puntualidad. No sé si llegué a creer que esto podría haber influido seriamente en su carrera, pero el sentimiento de culpabilidad crecía.

3 Sobre Los Sueños De Adriana Si yo hubiese sido yo mismo, con todas mis perspectivas acerca de Adriana, no le hubiese tenido en cuenta que poco a poco se hubiese vuelto tan sospechosamente exigente. Porque en mi ser imperfecto había desarrollado la idea de que podría soportar cualquier desprecio a condición de no perderla. Sus terribles palabras empezaban a sonar como la hiriente espada de quien ya no te soporta. No se trataba de una sensación, o si alguna vez lo fue pasó a un nivel más realista el día que Adriana tuvo su primer ataque de ansiedad y con violencia empezó a romper loza de la cocina. Terrible, sí; ese fue el momento en el que empecé a temer por mi vida. Admitir que una relación llegue a semejante nivel sin darle importancia y sin buscarle una solución, sólo se entiende dentro de la locura, tal vez sólo dos locos de amor aceptan vivir en semejante estado de aceptarse y detestarse, de quererse u odiarse según el color del amanecer o la temperatura del ocaso. El que no es capaz de escapar a tiempo de una relación con un perfil semejante termina por sufrir las consecuencias. -Desde que recuerdo he intentado ser condescendiente con tu trabajo, yo también he tenido paciencia -le dije en una ocasión en que nuestra relación se había deteriorado tanto que ya sólo discutíamos-. Había pensado que saliéramos de viaje, un largo viaje en el que apenas nos pudiéramos separar, esa sería la mejor solución para que ya mis demoras dejaran de parecerte desinterés. -Sólo te pedí que me trajeras el discurso que había pasado toda la noche escribiendo. Sabes que no soy buena en los discursos si no los llevo para poder leerlos. Muchas cosas dependían de que pudiera convencer en el congreso, y cuando por fin llegaste, ¡ya todos se habían ido! No me acuses. -Yo no he cambiado, sabías con quien te comprometías. De ti no puedo decir lo mismo, creo que estás pagando conmigo el resentimiento que tienen con los hombres. -Eres un machista. ¿Pues sabes qué? Ha sido un hombre el elegido como candidato,


estoy fuera, El comité ejecutivo estará formado sólo por hombres, parece que os ponéis de acuerdo. -Los hombres somos un problema para las mujeres, un lastre. Ese resentimiento parece proceder de la idea de que en vuestra adolescencia en algún momento albergasteis la idea del amor al entregaros a algún hombre que siguió su camino, eso he oído. Parece que se acabó el amor... Estaba bastante confundido porque el discurso machista de Gio, al fin se proponía como un punto de vista al que aferrarme cuando los problemas con mi pareja se hacían insalvables. Desde que empezara a compartir mi vida con Adriana, había llegado a la conclusión de que la idea del amor que tienen los hombres solitarios tenía muy poco de real. La exactitud del resultado no debe convertirse, en ningún caso, en una aspiración. El amor hay que dejarlo fluir, sin esperar esto o aquello, nada es real, nada es tampoco fantasía. Intentar aplicar estrategias nunca funciona. Para terminar de aceptar los finales, uno debe ser consciente de la propia mortalidad y nada se había producido todavía que hiciera sospechar que ninguno de los dos pensáramos demasiado en ello. Ese fue el momento en que a Adriana le llegaron los últimos resultados médicos. Se trataba de un control que se hacía cada año como una rutina y que ese año aparecían con un mensaje: “Hemos intentado contactar con usted por todos los medios y parece que se encuentra totalmente desconectada del mundo. Se trata de algo urgente, por favor póngase en contacto con su médico lo antes posible” Una de las primeras cosas que le había preguntado a Adriana cuando la conocí, había tratado acerca de la teoría de Gio, y la pregunta había sido algo así, ¿alguna vez te has sentido, usada, utilizada y abandonada por un hombre? Y su respuesta fue tan precisa que daba miedo: “Cada vez”. A pesar de todo, nuestro amor duró lo que los científicos dicen que dura, unos cuatro años antes de volverse rutina. Nadie puede llegar a profundizar tanto en el alma humana, ni siquiera en el alma más cercana y abierta. Intentar comprender si había algo en ella que modificara su conducta hasta despreciarme, era intentar comprender demasiado. Tal vez sea debido a esa pretensión inteligente que intenta descubrir lo que no existe que nos equivocamos más veces de las necesarias. Todo lo que el médico le dijo de una enfermedad degenerativa, eso sí era real, casi tangible, y yo debía dejar de elucubrar acerca de la multiplicación inesperada de nuestras discusiones de los últimos tiempos. Detrás de la oscilante materia de la enfermedad, la vi ir vaciándose día a día. El otoño terminaba y las noches se hacían muy largas. No se trataba todavía del anclaje total, pero ya no salía. Se fue volviendo una piel blanca, una mirada difusa y un gesto intranquilo. Cada noche el ritual de ayudarla a desnudarse y pasar una esponja con jabón por su cuerpo intentando que descansara. La enfermedad siempre es violencia, y el ardor de la desconfianza no era por Adriana, desconfiaba de la muerte y de una traición nunca del todo esperada. No era todavía el momento, hablábamos, creímos que nos entendíamos, todo volvió a ser congeniar en la entrega de los cuidados, confraternizar en los días de íntima cercanía, y noche tras noche me pedía lo mismo: “quédate a mi lado hasta que me duerma”, y eso hacía. Me ha asaltado una nueva inquietud en este tiempo que paso en el sillón viéndola


dormir, porque al final ya no se levanta, y esa inquietud tiene que ver con que nada quedará de todo lo que un día nos amamos, más que aquello que pueda perdurar en mi memoria y que nunca recordaré. En una ocasión en que estaba esperando a la enfermera que viene algunos días a hacerle las curas, ella me miró y me pidió que me acercara porque quería decirme algo. -¿Sabes qué?, tu teoría es un error, las mujeres no vivimos en un estado de permanente resentimiento. Eres un machista y un “tardón”, pero te agradezco todo lo que haces. -Cuando hay que estar, hay que estar. Formaba parte del acuerdo. Es el mismo aire que nos cubre, el de su enfermedad y el de mi adormecimiento. He ido a la cocina, he caminado a oscuras por la casa y he hecho un poco de ruido al mover la loza. Un vecino a golpeado contra la pared, debe sentirse molesto por algo que no entiendo, nadie puede decir que sea ruidoso y que moleste con algún tipo de actividad. Nada parece suficiente hasta que caes en una desgana parecida, que aún no es depresión, pero nos llega desde un desprecio por la propia vida. Casi invisible de vuelta a la habitación ella se movió, estaba despierta. Me acerqué para ponerle la mano en la frente y tomarle la fiebre, ella la cogió entre las suyas y me miró suplicante. Volvió a pedirme lo mismo que otras veces, “quédate a mi lado hasta que me duerma”. Fue por esos días cuando volví a fumar, era una costumbre que casi había olvidado. En el vasto paisaje de minutos interminables, encontraba en fumar una relación con la vida y lo que esperamos de ella. Esperar se manifestaba como una acción programada, planeada hasta sus últimas consecuencias. Cada vez que en un film, veía a alguien fumando y esperando -como dice la canción- podía imaginar a aquella persona esperando por siempre, esperando hasta el infinito, resignada, sin apenas turbarse o inquietarse, lánguidamente aceptando la condición humana.

1 encontrarán que arde también el aire

Si yo me presentara tendría que verme con la risa disimulada que otros me miran, resistentes a la


impresión de los necesitados, inmunes a sus plegarias y a sus maldiciones. Sin embargo, debo hacer un ejercicio de amabilidad si he de contar esta historia, resulta necesario desde el inicio que ustedes sepan que mis limitaciones físicas me han ayudado a estar sin ser visto, sin ser tenido en cuenta, y que ese menosprecio ha sido en todo este proceso un valioso aliado. Querida Valehria, siempre pasa algo que nos hace estar de nuevo en contacto. Era más peligroso antes pero también más agradecido el mundo. Debe ser cierto el modo en que nombraste las corrientes de nuestro desfiladero, “las corrientes de fuego”, aunque las supusiera todo lo contrario, porque no hacían quemar sino calvarse como cuchillos helados. Y cuando decías que se trataba de sobrevivir una noche más al discurso del invierno, ¡qué razón tenías! Discurrimos entre vías sin trenes, en tejados sordos, en soportales y cajeros, formando grupos que no siempre acababan en lo mejor, pero que nos permitían dormir tranquilos durante algunas noches. ¿Cómo me describirías? Por que tú tienes tu propia visión, eso siempre lo supe y nunca deseé enfrentarme a ella o cambiarla: no, a menos que quisiera enfrentarme con la cólera del ruiseñor sin dientes que representas. En vez de eso, prefiero oírte en una terraza entonando baladas a las que por fuerza, terminas por olvidar el final. Me es grato contarte mi sueño, una y otra vez, como si fuera real que hayas sido una mujer tan importante, y que cantabas en el Flamingo, que no sé como es por dentro, pero lo imagino con mesas muy pequeñas -para que la gente no se ponga demasiado cómoda, o para que pueda haber más mesas en el mismo espacio-, con grandes pinturas sobre terciopelo lila colgando de las paredes y el escenario con apenas un escalón para que pudieras bajar de un saltito gracioso y seguir cantando entre tu entregado público. Después te retirabas y te ibas a tu camerino, que en la puerta tenía pintado tu nombre y todos te seguían. Cerca de nuestras almas aún indiferentes, muchos se apretaban por verte, se estrechaban, se amontonaban, se pisaban y se insultaban. Yo intentaba protegerte, no podía mantenerme al margen, y rodaban cuerpos y perdían sus zapatos y algo te salpicaba. Suena acabándose mi pierna derecha, como madera vieja. Pero una cojera nunca me dio un aire peor que la ternura, al contrario es el repente de los que huyen lo que veo. O no sea sólo eso, es que la piedad no siempre es lo mejor, y agradezco las reacciones más crueles porque al apartarse de mi me lo ponen fácil. La vida ha sido cuestión de dejarla rodar, y la de ellos, los que me han pasado sin mirar atrás, también. No duele el aspecto, duelen las contrariedades, y no puedo llamar de otra forma a las vértebras soldadas, a las cervicales royéndose unas a otras para buscarme el suelo. Se entrelazan nuestros destinos ahora que ya no soy nadie para existir, nos vamos comprendiendo como socios de celda, inseparables por nuestro cautiverio, tolerándonos por nuestras libertad, muñecos sin dueño, enfermos de humedad. Tenemos las riendas de nuestro destino hasta donde nos permite el sueño, escupimos gorriones después de una noche helada y nos incorporamos venciendo roturas, amanece una claridad deshilachada de otro día de amenazas. La aspereza de los vencedores, el desprecio de su silencio me animó a contar mi historia que es la de todos, porque la historia final la cuentan los anónimos, testigos populares que se la van pasando como una rueda y formando una fantasía de la que ya lo único que quedará será una idea general y la sensación a conservar de que algo sí pasó. Los buenos sentimientos nos traicionan, y la apariencia de las cosas es, en ocasiones, muy retorcida y falsa. El deseo de posesión no siempre es diabólico, me hace sentir más humilde, si eso es posible, desear mujeres inalcanzables como tú Valehria. Elogio de la frontera, el lugar donde las cosas suceden. No fue por casualidad que escogimos para dormir la calle más concurrida de Fontegiró, que no es un pueblo tan pequeño a pesar del mapa y la carretera que la abre al foco industrial de naves y camiones abandonados que a su vez, le dan nombre y prestigio ocasional. El pavimento termina por escombrar la distancia, y aún sin abrazarnos terminamos por darnos calor, derramados de una asperaza necesitada. Pero estas intimidades a nadie le importan, no tienen sentido más que para los que nos rodeamos de aparatos


inservibles, aparatos que creemos poder reparar algún día y terminan formando parte de nuestro paisaje, tostadoras, radiadores, material de oficina, juguetes; unidos a la idea que nunca superé, de ser capaz de colocarle alguno de ellos al más distraído transeúnte, pero que nos rodeaban y nos servían con el sueño del robot alarmado por el silencio y vivientes a su manera. Sin pretender llegar mucho más lejos que al simbólico momento de la quietud, la señal de la catástrofe viene precedida de un silencio total, se puede identificar sin esfuerzo porque hasta las escolopendras detienen su marcha, y el viento deja de soplar, los árboles parecen de plástico y la respiración de los gorriones se vuelve irreal, nada más objetivamente identificable antes de un peligro inminente es que todo se detenga, los autos, el movimiento de las nubes y hasta las últimas ideas a las que nos dedicábamos, también desaparecen. Hacíamos hierba mientras el verano se retiraba, delante de una fuente susurrante y sentados como turistas, allí conocimos a Claus Trempete, alguien nos lo susurró al oído mientras el pasaba, esa fue la primera vez que lo vi y me dio miedo. Lo observaba, como es mi costumbre con los poderosos, con una mezcla de extrañeza y desagrado, y sin apenas poder disimular. La plaza estaba llena y tenía sueño, el sueño de los desocupados: no hay más que dejar volar la imaginación en la escalera de una fuente después de haber bebido algo y resistiéndose al sol del mediodía, para que resbale de nuevo el sueño. Cerraba los puños con insistencia, como si estuviese deseando golpear a alguien, así que me retraje y me hice el distraído. No podría explicar sus manos más que por el temor que comunicaban, por el temblor que expresan y por el azogue inquieto de sus interlocutores. En aquella última semana yo había sentido un desahogo inmerecido, había comido mejor de lo que era habitual en mí, y me sentía como si me hubiesen transplantado el hígado y los pulmones, amanecía descansado, y en mi paciente desgracia, tenía la impresión de que mi piel estaba más tersa y brillante. Sólo se trataba de una sensación que servía a la condición humana del que repentinamente encuentra que aún hay cosas que le pueden sacar la ilusión de dentro, hacerla aflorar y dejarse mecer por la reconfortante compañía de una nueva amiga. Desde mi escalón, apoyado en uno de los codos, llegué a pensar que aquella imagen era irreal, después caí en la cuenta de que las elecciones estaban próximas y el candidato había salido para dejarse ver mezclado con el populacho. En otras ocasiones lo vería después de aquella y la sensación que me invadiría ya sólo sería de insondable tristeza, y a esas profundidades comprendería que la piel de sus manos no eran escamas sino cáscaras, como la protección cascuda de un insensible insecto trepador. Entre los pétalos de luz que aún iluminan a ratos el lugar donde guardo todos los recuerdos, sorprendo a algunos con la clara indagación del hombre preocupado que persigue el hilo de una primera imagen, me traslado dentro tras anunciar lo que creo que sucedió y rebusco en la verdad de cosas que nunca me pertenecieron, pero de las que aún hoy sigo siendo testigo. Valeria, aquella noche tú no estabas porque te acogiste a un albergue que daba desayuno y ducha fría, y porque siempre te trataron bien allí. Reconocí a Tempete porque lo había visto ese mismo mediodía, y porque la gorra de béisbol no le tapaba completamente los ojos. Iban con ganas de juerga y posiblemente con una cuantas copas. La furia sólo se la permiten los que se creen dueños de todo lo que rompen, y esa noche iban dispuestos a arrebatarle a la ciudad la noche, a Fontegiró el sosiego. Nadie tuvo la culpa de que tropezara con otros pies dormidos, y de que lo insultaran sin haberle visto la cara, si reconocer el origen bruto y descuidado del choque, el atrevimiento deja de ser cobarde entre sueños. La cosa fue que se decidieron por el respeto, eso que siempre se expresa por el miedo, cuya razón de ser es proteger privilegios, virtudes o títulos, y al amparo de una razón superior termina por amputar cualquier derecho. En la verdad oscura de la somnolencia empezó el pateo y los golpes no cesaron hasta que lo dejaron por muerto. Pertenecer al anonimato de los que duermen en la calle no es un buen negocio, y cuando salieron corriendo otros como yo se levantaron y acudió una ambulancia, pero lo cierto es que nadie se atrevió con Tempete y sus cachorros y se fueron de rositas. Te lo cuento porque me muerde dentro, y porque no acudiría a la policía que aún me gusta menos.


2 un gato sin lengua La distancia de tus palabras yo no la mido, Ni cuando tiembles de esperanzas y compromisos, Ni cuando la marcha que las alumbra Recupera repetirse en un río extinguido.

Si poder acercarme al origen del miedo que se siente en situaciones similares simplificara le resultado de las próximas horas, si eso fuera posible, aceptaría seguir dándole vueltas a este misterio. De aquí al fragmento de mí que espero, no debería haber más inquietud que la que expresa la noche entre el yo y lo que se difumina más allá del cristal. Mi mujer ha desaparecido hace una media hora, tras la puerta automática de un montacargas, se la llevaron sobre una camilla tambaleante, pero sostuvo sus ojos sobre los míos hasta que se cerraron las hojas de un golpe; vidriosos, ofreciéndolos como un arañazo en mi costado. Desde la calle no llega el ruido, la altura es considerable, y a pesar de ello, sé que todas esas luces rodantes, suponen un particular estado de cosas que hace retumbar con sus destellos la vida a la que nos arrojamos cada día, esperando una recompensa que nunca llega. Porque para poder aliviar el peso de nuestros compromisos, necesitamos esa fácil recompensa, o al menos, creer que existió alguna vez. Ashlinn hace tiempo que no entra en mi estudio, intenta evitar la reacción que le supone ver esa falta de orden. En el último año he llegado a pasar allí un tiempo ilimitado, y en ese transcurso he llegado pensar que el mundo dejó de existir. Me llega muy cerca sentirme identificado con filmes que hablan de cosas parecidas, de mundos acabados y de hombres que pasan el resto de sus vidas en la heladora soledad de una tierra sin seres humanos, sobrevivir en la nada. Apenas noto el discurrir de las horas en lo cotidiano, desde el encierro al que me someto apenas soy consciente de los cambios, ni siquiera me siento aludido por el proceder discordante de algunos días que no aturden, pero otros, esos pueden suponer que deba rectificar algo en el futuro. Este es el caso en esta habitación de hospital, se trata de uno de esos días de cuya influencia no podría escapar aunque corriese más que cualquiera, más que el capeón del mundo de los cien metros lisos. Un


trocito de nuestra anatomía llega, modelado con el deseo compartido de verlo respirar y abrir los ojos a la luz polvorienta de nuestro planeta. Puede llegar a ser uno de esos días dispuestos a perturbar, a cambiarlo todo, a ejercer su autoridad sobre nuestra pereza sin tener en cuenta el origen de otras necesidades, uno de esos días dispuesto a poner condiciones que debemos aceptar con la dignidad que podamos encontrar. Sin afluencia de un público innecesario acudiré para ver al bebé, ella lo tendrá entre sus brazos, y entre las matas que lo cubrirán hasta la cabeza, asomará una carita casi negra, arrugada y con los ojos apretados como puños. Últimamente distraigo cada momento de la espera más dilatada, en un momento así uno llega a pensar en los parientes, pero están lejos o están muertos, deberíamos haberlo tenido en cuenta cuando nos vinimos a vivir tan lejos. El endiablado espejo en que se convierte el cristal con la oscuridad al otro lado, reprime mi imagen hasta obligar a fijarse en detalles que no existen, si no fuera por eso aceptaría que no soy yo quien sostiene entre los brazos ese cosquilleo ahora mismo dependiente de nuestra absoluta atención. Se trata de alguien que ya ha pasado por esto, otro padre reincidente que se ha aproximado en silencio y estrecha instintivamente a su hijo. Ella ahora debe estar luchando, dolorida, cumpliendo con la exigencia de su deformidad para terminar de expulsarse y deshacer el nudo amado desde dentro de sí; un proceso al que no puede renunciar. Estará abriendo las piernas como una contorsionista con miedo a desprender una parte más grande de la necesaria, y asomando la cabeza para intentar mirar con la curiosidad propia de quien asiste a su propia reproducción, a la configuración de un nuevo modelo que si sale como se espera tiene que parecerse a las medidas que se le impusieron: nariz, ojos, mentón, orejas, frente, sonrisa. He debido doblegarme en algún momento, y he debido hacerlo sin tiempo y sin darme cuenta. Podría decir que me tiemblan hasta los dientes y no mentiría, pero no es lo que se espera de mí, y parece que ahora es más importante que nada. No he sabido gobernarme sacando los efectos del instinto que siempre me avisa, la democracia interior levanta el vuelo sin disimulos y acepto que el miedo no es falta de libertad sino el cambio que me abruma. No he podido predecirlo esta vez, mi sistema político es como un arma sin dueño, o lo era hasta un hace tanto. El hecho innegable de ser doctor que expresan con su silencio, ya no me confunde con una bala blanca que se muda de cuerpo con periodicidad innegable, es una representación de sí mismo, de no crecer, de mostrarse incapaz de reír ni en los momentos más neutros, aunque fuera por empatía. Esto a lo que intento llamar política de organización interior tan sólo tiene que ver con la soledad y una versión de las emociones que provoca, a partir de donde mi relación con Ashlinn has sido distante. Nuestra común tolerancia nos conduce por una tierra fácil que no renuncia a las antiguas insatisfacciones, a las que van con el hombre desde que lo es, en su forma de enfrentarse al mundo y a sus tentaciones, por eso ella es también equilibrio; y más ahora que todo se vuelve más cerrado. Necesitamos crear las condiciones para sacar adelante un nuevo proyecto, una nueva vida. Las manos del miedo me interrumpieron unas horas después, al tomar aquella carita llorona entre mis brazos. Si su piel hubiese sido de porcelana no hubiese temblado más al intentar sostenerlo, sin apretar para no quebrar la ideología de la fragilidad que lo entregaba, y sin poder aflojar del todos por el pánico a sentir que se deslizaba entre toda aquella ropa de cuna. Me dijeron que me fuera a dormir, que me afeitara y me diera un baño, que descansara y así lo hice, abandoné el hospital de madrugada, justo cuando una luz levemente violeta apuntaba sobre los tejados, a partir de ahí ya sólo recuerdo la negación exigente a cualquier sosiego. Sí, dormí, pero imponiéndome el sueño ligero de los que tienen en mente el asunto de sus vidas y no lo pueden dejar pasar.


3

al hilo de mi primera imagen

La “innoble” mayoría replicó al director de banca en confusa algarabía de mucho antes de Pentecostés. La normalidad de las clases populares, depende en demasiadas ocasiones de la revuelta, porque se les conduce a ello. Cuando uno de los convocantes se subió a una mesa y anunció la huelga, el júbilo fue aún mayor, y nada iba a solucionar de forma inmediata sus problemas, pero creerse en el camino de hacer algo, tener la posibilidad, deshacía por un instante la acuciante sensación de peligro que los había tenido en vilo durante los últimos meses, eso tranquilizaba y exacerbaba el espíritu al mismo tiempo. No había vuelta atrás y el director era empujado con desprecio hasta que se le relegó a un plano de inferioridad, entre la pared y los reunidos, de donde apenas se podía mover, allí donde las voces resonaban con más fuerza y no podía prestar atención al discurso que comenzaba. Fue un gasto de energía innecesario, todos sabían lo que había que hacer, no porque los hubieran convencido, se trataba de buscar una salida imposible, y no quedaban más opciones. Con toda la indignación concentrada en un único momento de euforia se fueron apagando los gritos, y pasaron los minutos, se relegaron las consignas para organizarse, y después de intentar hacer un poco de sitio llevando muebles a las cuatro esquinas de la oficina, todos llegaron a la conclusión de que eran demasiada gente para un encierro prolongado. Esta intranquilidad razonable ante una situación que se revelaba aplastantemente definitoria de la desesperación que vivían y condicionante de cualquier plan elaborado, pareció en poco tiempo ir pasando de unos a otros en murmullos, que se preguntaban cuánto tiempo podrían durar así y si habrían dado los pasos necesarios para que sus demandas llegasen a donde querían, el rango más alto de la cadena de mando de la entidad bancaria. La perfección de un malentendido es lo único que lo puede mantener a salvo, pasan las horas y todo el mundo parece percatarse de que algo no era como nos habían prometido, o como creíamos que nos habían prometido. En su camino a la oficina bancaria cada día, Ebesto Grinder, pasaba delante de una casa vieja, tambaleante, de cristales protegidos por cartones y puerta de madera carcomida. Los inconformistas creerán que se trataba de un desafío, no reconocerán jamás a la señora viuda, completamente cubierta de negro, desde sus zapatillas hasta su pañoleta, y hasta el surco de sus arrugas, y cada vez menos decepcionada, porque ya nada la sorprende. Ebesto procuraba pasar por la parte de la acera que la evitaba, la parte más exterior y menos comprometida, y ya que creía saber con certeza, que aquella presencia lastimosa no le iba a aportar nada, pero si miraba al suelo, porque la señora se rodeaba de gatos, alrededor de quince gatos malolientes con los que temía tropezar. En una ocasión se dio la vuelta y llegó tarde a la oficina porque prefirió dar un rodeo que pasar por encima del suelo aceitoso. “Tuvieron que darse una buena cena anoche”, se dijo, y pensó que aunque aún no era navidad ya faltaba poco, y tal vez la señora disponía de algo de dinero para anchoas, leche y pan duro, y en la mentalidad de un banquero está siempre esa forma de


pensar “cada uno se gasta el dinero en lo que quiere”. Algunos de sus trayectos eran bastante más sencillos, no tenía por costumbre salir de su rutina de lugares comunes a las más elevadas costumbres y refinamientos. Allí, en la parte residencial de caros adosados, al menos todo el mundo cumplía un mínimo de exigencias, como pagar los espacios comunes, piscinas y pistas de tenis, y además no aparcar los autos en lugares que pudieran ser un estorbo para otros miembros de la comunidad. Sabía muy bien, porque él se dedicaba a vender una marca aunque con forma de banco, que fuera de lo que conocía, cualquiera podría venderle cualquier cosa y convencerlo de que había hecho el negocio de su vida, sólo vería la parte que quisieran mostrarle. No salía mucho a pasear por otras partes de la ciudad que representaran algún conflicto para él, pero el camino al trabajo lo traía preocupado. Y fue unos días antes de Navidad cuando se lo comentó a Claus Tarsio. Allí donde los gatos se amontonaban como familia y se escurrían si dejarse tocar por nadie más que por la señora que les ponía comida, allí era donde debía decidir si cruzar y dejarse caer unos metros por una calle adyacente, o seguir haciendo como que no veía nada y tratar de invertir disimuladamente el desprecio que siempre había sentido por este tipo de animales. Claus tampoco le veía una solución fácil a su problema, y no se le ocurrió otra cosa que aconsejarle que se comprara un perro, un gran pero con aspecto desagradable y ladrido ronco, y pasear cada día con él por delante de la vieja casa en ruinas, según él no volvería a ver uno de aquellos gatos en su vida. Se mordía la manga de la chaquea, eso impedía que gritara. Todo el mundo parecía despeinado después de unas horas, y porque estuvieran moviéndose sin parar, descargaron comida de una camioneta, lo que le hizo suponer que iban quedarse bastante tiempo. Terminó por sentarse en el suelo, y creyó que el sabor del miedo tenía que ver con el fondo del estómago, la parte más turbia del pozo y donde el último desayuno siempre termina de macerar, de ahí pensó que debía venir ese mal sabor de boca. Algunos que pasaban a su lado aprovechaban para dar pataditas que hacían aparecer como fortuitas, como si al andar no se hubiesen percatado del bulto en el suelo y se tratara de un simple tropiezo: no decían nada, echaban una mirada distraída y seguían hacia la puerta acristalada o hacia el baño. Demasiada gente. Sí, pero lo creían necesario en el caso de que la policía decidiese intervenir. Bebía atardeceres sin preocuparse de nada más, sin leer la prensa, sin oír las noticias en el parte del mediodía las noticias radiadas que se empeñaban en hablar de un mundo que expiraba. Claro que le llegaban los susurros, pero tan remotamente que no iban a terminar de estropear una vacaciones solitarias. Esa fue la última vez que disfrutó realmente de su soledad sin echar de menos nada. La semana anterior, sin embargo, había vuelto a creer que todo lo que podía tener era porque lo merecía, llenó su cartera de un buen fajo de billetes y se fue directamente al hotel más caro que conocía. Ya había estado allí una vez y no se extrañarían de que no llevara equipaje, era sólo por unas horas. Pisó la alfombra desprendido y se dirigió directamente a la recepción, pidió una habitación del tercer piso y esperó las llaves. Después de ser reconocido pidió compañía. -Me gusta este hotel, es un lugar que entiende las necesidades de la gente. -Eso procuramos señor. Si el cliente está satisfecho, entonces nosotros también lo estamos. -No sé si se acuerda de mí, estuve no hace mucho con una convención de directores de banca. -Me temo que no señor. -Bueno, no se trataba de un evento tan importante de todas formas –se le notaba que mentía al decir esto, porque si creía que todo lo que él hacía era lo más importante del mundo-, sólo éramos unas veinte personas y todos muy concentrados en sus problemas de cada día. Verá, el caso es que tengo unas horas libres y necesitaría una chica que me hiciera algo de compañía, usted me entiende.


-Ah ya, lo comprendo. Conozco una chica, pero usted tendrá que hablar directamente con ella. Entonces llegaron otros clientes, una pareja con niños que querían la llave para acceder a su habitación y le pidió que esperara. Él se hizo el distraído y no dijo nada. Cuando se alejaron lo suficiente se dirigió de nuevo a él. -Decía que conozco una chica, pero tendrá que hablar de las condiciones directamente con ella. Creo que sí que me acuerdo de usted. Puede subir a su habitación e instalarse con toda confianza, en unos minutos la tendrá allí. Ni remotamente le inspiró confianza aquel individuo y se deshizo de él dirigiéndose a su habitación todo lo rápido que podía. Se trataba de una situación de necesidad, se lo había repetido cientos de veces, y cada una de ellas salía más decepcionado de la clase de satisfacción que podía conseguir, porque el fondo de la cuestión se trataba de soledad, y la creencia de algunas chicas de que aquello era diversión, aún ampliaba más sus márgenes y la incredulidad que le producían. No se las creía, ese era el problema, todo era falso, el resultado de un vacío que admitía la posibilidad de ser llenado en las dosis pequeñas de un poquito de afecto cada año que pasara y que desde luego no aceptaba ser llenado con extrema diversión ni con prisas. Notó como se iba diluyendo y la realidad iba tomando un tono gris grasiento, como si las paredes gotearan y él se fuera haciendo más pequeño. La indefensión a la que se sometía le hacía perder la poca fe que tenía en la gente, y sin embargo creía en sí mismo como si el egoísmo que transpiraba, el egoísmo obvio y protegido que desprendía y todos podían notar, él fuera realmente capaz de sentirlo. La decepción llegó con golpeteo de nudillos sobre la puerta. No tenía nada que ver con lo que había esperado, ni con el resultado de otras ocasiones, aunque también era posible que se estuviera precipitando. La invitó a pasar constatando que no era su mejor día, y que después de todo, no había manifestado ningún tipo de preferencia. Era todo lo que podía decir, nadie sabría que había bajado otro poco sus expectativas, abrió de nuevo la puerta para dejarla marchar una hora más tarde, después de haber bebido entre los dos una botella de brandy del más caro. Como en remolino, la idea de la chica acompañándolo volvía una y otra vez mientras encogía las piernas para no ser pisado. Era lo menos que podía haber echo por sí mismo unos días antes de navidad, eso y llenar la nevera de chorradas exóticas que costaban muy caras y que le devolverían la sensación de que verdaderamente festejaba algo en esas fechas. Me acerqué a él aplicándome en la humildad de una sonrisa sin que apenas se percatara, dispuesto a conversar, después de todo ya no pensaba que siguiera siendo ni representando lo mismo, después del encierro nada volvería a ser igual y eso lo tenía muy en cuenta. Empezaba a estar cansado, ¿quién no? Ya habíamos contado con eso y se estaba decidiendo si dejarlo ir, era una conversación privada que “nunca había existido”; oficialmente nuestro argumento era claro, estaba dentro porque era un compañero más que se sumaba a la protesta, y eso debíamos creer todos. -No somos secuestradores. -Pues déjenme ir -Claro, esa falta de solidaridad no nos extraña, pero hable sin que le oigan, algunos de los chicos no son tan comprensivos. Debe usted ser consciente de que se están jugando mucho. -Pero lo único que quiero es irme a mi casa, yo no puedo solucionar nada.


-En este momento no se puede, se ha extraviado la llave. La están buscando. Están buscando una solución, en cuanto la encuentren le dejarán salir. -Parece que hay mucha gente afuera. ¿Hay prensa? -Son curiosos. No se preocupe, si tiene que salir le dejaremos que se arregle un poco antes. Le devolveremos su corbata y su chaqueta. Allí donde nadie llegaba con sus preocupaciones, llegaba el interés absurdo por tener buena presencia. Más tarde me lo confesó, le tenía pánico a que las cámaras lo quitaran con el aspecto de un mártir, y nosotros, los “amotinados” tampoco lo deseábamos. No conseguimos nada más que llamar la atención, un poco de repercusión en prensa y que, tras una larga negociación, la policía se retirara y pudiéramos abandonar el banco libremente. Debería haber contado con ello, Ebesto Grinder cambió de opinión, se negó a salir cuando se lo pedimos, ocurre a veces que el motivo del nuestro odio cambia de pronto de bando y vuelve a hacerlo, nos deja de nuevo desorientados. Dejamos entrar a Claus Tarsio, su único y fiel amigo para que intentara convencerlo de que salir en aquel momento era lo mejor, pero no lo hizo. Para vivir conforme a la condición estrecha del superviviente es necesario pasar por alto lo estético, esta forma de pensar resultaba muy adecuada en tiempos de crisis, y tener conocimiento de que la vida se ha convertido en una crisis continuada de otra crisis para los trabajadores, nos obliga a pasar por alto nuestro aspecto, y la herencia de prendas de ropa de las que os negamos a desprendernos. Movernos en la llama de la necesidad no resulta agradable, y que ahora Ebesto Grinder llegara proponiéndose uno más, no resultaba agradable. Le permitimos ir al baño, habían pasado muchas horas desde que el comienzo del encierro y se le oyó desaguando y tirando de la cisterna, y después aprovechó para asearse porque apenas dejó jabón, traía el pelo mojado y olía como si se hubiera bañado. A pesar de la protesta la vida parecía discurrir normalmente en la calle, pasaban niños vestidos de Santa Klaus riendo y saltando, y la música empezó con los villancicos desde muy temprano. Nos llamaron de nuevo para decirnos que se trataba de algo muy “irregular” que no permitiéramos salir al director, y una y otra vez tuvimos que explicar que estaba dentro por su propia voluntad, se sostenía en la lucha como uno mas porque había comprendido la necesidad de nuestra protesta, y porque él también estaba decepcionado con la sociedad que sólo lo esperaba para desempeñar su tarea, como si se tratara de una máquina, además de eso su nombre estaba en la lista de recortes. La idea del resultado decepcionante de su noche de hotel no dejaba de ir y venir, no había conseguido una erección. Había oído hablar de eso, pero en los términos de los que no llegan a rematar, a concluir ahogados en un desenfreno agotador, pero es su caso no había necesitado tanto tiempo para renunciar, estaba tan deprimido que enseguida reconoció su error, no había sido una buena idea y en ningún momento consiguió la más mínima excitación, otro fracaso que añadir a los de los últimos días. No iba a conseguir animarse en aquellas condiciones, y la chica no le hacía ninguna ilusión. Esta muestra de amabilidad por mi parte no duró demasiado, la mala opinión que tenía de él había sido reprimida para poder hablarle, y ese contención terminó por quebrase cuando cambió de bando como quien cambia de camisa: solemos estar preparados contra este tipo de traiciones aunque suponga pasarse a nuestras filas, y los insultos comenzaron. Ocurría que la policía no se creía que por propia voluntad no quisiera salir, así que después de recibir algunos insultos, dos de los hombres más fornidos lo cogieron en por las solapas y lo pusieron en la puerta a empujones. En esta reacción confluían muchos sentimientos en su contra, el más sobresaliente una venganza contenida que podría haber terminado mucho peor. La llamó un oficial nada más cruzar la puerta y le dijo que se encontraba bien, y que lo único que


quería era irse a su casa. Lo llamaron algunos conocidos desde entonces, pero no consiguieron hablar con él, nunca más usó ese teléfono, era como si lo hubiese tirado al mar, o si se hubiese tirado él mismo con el teléfono en un bolsillo de la chaqueta. Esperaban que volviera, pero nunca lo hizo, su desaparición fue un misterio para casi todos, aunque corrió el rumor de que alguien lo había visto y que después de eso había salido de viaje. Las habladurías de la gente suelen tener un fundamento, aunque a veces las lleven a la exageración o se deformen por los elementos imaginativos que las acosan. Claus Tarsio sabía donde se encontraba porque habló con él antes de su partida y era cierto, se había ido de vacaciones a pasar la navidad a una playa lejana, y cuando las vacaciones terminaron aún siguió allí por tiempo indefinido, vagabundeando por las calles desconocidas de un país extranjero. En nuestra defensa debo decir que el jamás perteneció a la clase de la que procedía, nunca se sintió directamente relacionado con los problemas de los trabajadores, el despreció al que se vio sometido en aquellos días, y que culminó con la expulsión de la oficina, no tuvo nada que ver con su depresión. La señora que vivía al borde de la acera se murió por aquellos días, poco después de que por orden del consistorio alguien se llevara todos los gatos. Nadie disculpa a los que pasaron uno y otro día delante de su puerta abierta y no quisieron mirar, no había mala fe en ello, tal vez un inconsciente deseo de ahorrarse el espectáculo. Su cuerpo muerto, mordido por las ratas, no resulta agradable de imaginar, cuanto menos de ser descubierto, observado, minuciosamente calculado.

4 una medalla para acabar una guerra

Para intentar disculparme siempre he puesto primero mi voz que aquella de los que me han amenazado. El soldado que acompañaba a Rupert era todavía más idiota de lo que parecía, por necesidad tenía que serlo, nunca se disculpaba ni disculpaba a otros, se figuraba que se merecía lo que le sucedía y hubiese sido mejor que nunca se hubiera prestado a aprender algo para lo que no estaba preparado. Me extraña que alguien en alguna parte, no haya intentado prevenirlo del error que cometía al alistarse, pero entonces era demasiado tarde, la última paliza de carácter militar la llevó hace una semana, cuando le ordenaron correr nueve kilómetros en territorio inseguro. La


verdad que vivimos es diferente a todo lo que conocimos antes, y especialmente él ha pasado dos años siendo acosado como un animal y ahora, además, es exponía deliberadamente al fuego enemigo. Lo llamaban Gluke, sin que nadie sepa exactamente si responde a algún sobrenombre que se trajera de antes, es extraño que responda tan dócilmente a todo lo que se exige de él, si al fin todos se aprovechan. Su asociación ya duraba demasiado, pero Rupert no puede hacer nada por evitarlo, esto no es un concurso en el que se cambia de compañero a capricho, nos han comprometido y sólo la baja de uno de los dos evitará que esa situación se prolongue, y en ese caso, no habrá un compañero para ocupar el lugar del fallecido, no, en ese caso deberemos arreglárnoslas sin más ayuda. En su carrera a través de la espesa selva Rupert no dejó de maldecir, y mirarlo con el rencor propio del que esperaba que se estrellase, de que rodara por el suelo y se rompiera la crisma. Dejarlo que se muera no sería tan extraño en estas circunstancias, todos pensamos que es algo más corriente de lo que puede parecer a los que nunca han pasado por una situación parecida, cosa muy diferente sería, eso sí es considerado una falta muy grave, provocar su muerte, mismo de un disparo o provocando un accidente que pareciera fortuito. Renovamos nuestro juramento en el lugar exacto en el que nos encontramos, un campamento en medio de la nada, desde donde nos comunicamos con el mundo una vez por semana, si hay suerte y la atmósfera lo permite, a veces dos. Los aparatos de radio son modernos para el años que corren, seguro que en el futuro todo será muy diferente y no me excuso por tener la tecnología de un país tercermundista que se empeña en mantener campamentos en una selva ocupada por revolucionarios y contrabandistas. Nadie escucha cuando se les habla de nuestras condiciones, porque un campamento insuficiente no impide el descanso indisciplinado de los que deambulan como sombras sin saber a donde arrimarse para evitar el calor. Nos quejamos de lo que no tenemos, el congreso nos aplaude pero no concede crédito, y en el fondo, además de nuestra pereza habitual nada necesitamos. Son diferentes las patrullas, eso que hacemos de a dos, exigidos, correteando, respirando atropelladamente, enfrentándonos al sudor bajo la mochila, la refriega del miedo jadeante y la contra-reloj. La superioridad abusiva de los que saben pelear se manifiesta en duelos prolongados, en apartarnos para permitir que ellos pasen o en recibir todo tipo de encargos humillantes sin que los superiores –que al fin juegan el mismo juego- sepan que sucede. Gluke siempre lleva las de perder y ha procurado mantenerse al margen, pero todos sabemos que se sigue considerando el mejor, y su figura insuficiente no le ayuda, pero es esa sonrisa, esa felicidad a pesar de todo, así que he concluido que los que se creen felices, o con derecho a la felicidad son los peores de todos. El derecho a la felicidad es una forma de fascismo que se mueve en el sigilo, y que termina por imponerse a los moribundos. Hemos encallado, y no se trata de camuflaje, ni de esos seres encerrados en un cuerpo extraño, aunque la sensación debe ser parecida, a veces creo que nunca saldremos de aquí. Resultaba poco creíble verlos regresar una y otra vez, estrechando la lucha que mantenían con su propio cansancio, y sonriendo como si no hubiera sido nada. Era la diferencia, la calidad de su misión, el peligro, lo que me hacía tan difícil comprender esa sonrisa, y lo que aún fue peor en esa ocasión, creí notar que entre ellos, a pesar de su maldita asociación, empezaba a asomar un rastro de simpatía. Yo no soy uno de los más fuertes, uno de los que tienen todo el poder, todos los recursos de la fuerza para hacerse respetar, pero esa noche me sentí tan agredido por su felicidad como si hubiese faltado a mi honor. Estaba delante de él cuando empezó la discusión y presencié los golpes que le dieron, cayó al suelo y lo patearon y seguía sonriendo, comprendí sin demasiado esfuerzo que eso era lo que no le perdonaban, eso era lo que no le perdonábamos. Fue la voluntad de Dios se repetía Rupert al día siguiente, unas horas después de que él mismo lo encontrara muerto, y entonces y sólo entonces, se planteó si sería mejor para él seguir, a partir de aquel momento, haciendo sus tareas sin


un compañero. Es posible que para aquella noche hubiese un motivo de discusión más serio que de costumbre, pero yo no lo recuerdo, soy incapaz de recordar como empezó todo. Tampoco me pareció que los golpes fueran el motivo de la muerte, y durante un tiempo mantuve en mi interior, como un secreto, la idea de que alguien había vuelto en mitad de la noche, aprovechándose dela postración de Gluke y le había dado un golpe letal, o lo había asfixiado con ambas manos en el cuello, sin remordimiento alguno. Debió de tratarse de una noche sobrenatural, porque o lo soñé o la risa de un espíritu familiar nos anduvo rondando y todos tuvimos mal sueño. Le llamábamos Gluke, sí, así lo llamábamos, y nadie sabía nada de su vida anterior, de su familia ni de donde había salido, era un don nadie como muchos otros que rondan en la milicia, perros callejeros que son devueltos a la vida civil con la mirada perdida y sin ilusión alguna. Mandaron, así impersonalmente, sin que se supiera muy bien desde donde, que fuera enterrado sin hacer demasiado ruido, sin grandes concentraciones y que si alguien tenía que rezar algo que lo hiciera en silencio; desde luego era la postura más coherente con la vida que le habíamos dado, y todos nos incluimos en eso. En las conversaciones que surgieron en los días que siguieron a su entierro, todo el mundo reconoció haber escuchado esas risas nocturnas, y algunos las excusaban diciendo que podía tratarse de un animal, no es de extrañar que nos pasen algunas de las cosas que nos pasan, y que tengamos una milicia tan pobre, tardamos demasiado en reconocer nuestras amenazas. -No debes lamentarte, no resulta agradable para nadie –le dije a Rupert que permanecía apartado del grupo. -Por un momento creí, mientras corríamos en la selva que podría tomarle simpatía. -Nadie lo quería, supongo porque nos hacía sentir incómodos, era incompatible con todos – intentaba darle ánimos. Y no había retorno, ni en la costumbre de darle palizas a los novatos y a los inadaptados, ni en nuestra incomodidad grupal, había que hacerse con un sitio en la conversación, intuir las respuestas, saber lo que iba a decir cada uno antes de que sus palabras fueran pronunciadas, y sobre todo, saber cuando tenías que cerrar la boca, y aún eso no te aseguraba permanecer y ser aceptado –ni que decir tiene la severidad que se le aplicaba a los que intentaban intimar con los jefes, o se les descubría hablando con ellos de forma reservada. Pero nada de esto era nuevo para él, Gluke no era un novato, ni tan débil como parecía, ni intentaba granjearse la simpatía de la jefatura, al contrario, los peores destinos se los daban a él; era su felicidad, el tono interior de mantenerse siempre animado cuando todos estábamos bastante decepcionados con nosotros mismos. No era soportable aceptar su alegría encima de la dura carga de un campamento que nunca supusimos ni en nuestros peores sueños. En el fondo de la naturaleza humana está su capacidad para acostumbrarse a las situaciones más difíciles. No estábamos de vacaciones, no habíamos sido enviados tan lejos para creer que podíamos pasar el rato entretenidos en juegos de cartas, y labores rutinarias de mantenimiento, pero el comandante del puesto tampoco parecía animado a inmiscuirse en esos pormenores, estábamos para cuando él nos necesitara, acudíamos corriendo y eso era suficiente; nada que objetar. Pero ahora que lo pienso con una cierta distancia, en algún momento tuvimos que bajar la guardia, sentirnos confiados y terminar por creer que ya todo estaba hecho, que lo que vivíamos era la normalidad. Debimos entenderlo entonces, después del primer ataque, después de las primeras bajas; no nos habían mandado a aquel lugar para pelearnos con los insectos, eso era otra guerra, aunque también importante. Nos inmovilizaron, nos replegamos dentro de los barracones, pudieron aniquilarnos pero no lo hicieron, una lluvia de metralla se colaba por la ventanas, la tierra donde minutos antes habíamos


estado saltaba por los aires, y el repiqueteo de las armas automáticas no cesaba, creímos que todos moriríamos inevitablemente. No fue así, hubo algunas bajas, pero nos felicitamos de seguir con vida la mayoría porque sabíamos que nos habían permitido sobrevivir, por algún extraño motivo se retiraron y permitieron que viviéramos. Aquella noche, volvimos a oír la risa desagradable de Gluke creando la ilusión colectiva de estar siendo el objeto de una de las bromas que nunca se permitió hacer en vida. La felicidad de nuevo era suya, se sentía interiormente alegre, eso parecía, pues se trataba de una de esas risas tan satisfechas como indiferentes a su entorno y las antipatías que pudiera granjearse. Reforzamos las guardias, y creo que todos dormíamos con un ojo abierto. Esperábamos sobrevivir a la selva, nunca como en aquel momento nos hicimos tantas ilusiones, éramos nosotros los que buscábamos fugitivos y no tenía sentido que se invirtiera la situación; la esperanza de sobrevivir tomó fuerza mientras levantamos empalizadas y creamos pozos en el camino de acceso, y esa esperanza se mantuvo mientras duró la actividad, mientras hicimos algo que creímos útil para nuestra defensa. Y de nuevo una noche comenzaron los fuegos de artificio, y volvieron a volar trozos de metal buscando su recompensa en la carne que se agazapaba debajo de las camas, detrás de las puertas y los armarios. Los que salían disparando contra la maleza, los que se atrevían a salir por la puerta de los barracones formaban una pila sanguinolenta, a la que añadimos los cuerpos de la guardia que aparecían sin ojos en sus puestos. Nuestros superiores fueron de los primeros en morir, así que no tuvimos que escuchar reproches ni exigencias vanas, y la moral cayó hasta el límite de considerar que íbamos a morir sin causar una sola baja en el enemigo. El caótico espacio de cuerpos y sangre, o mejor, despojos e insectos, no resultaba agradable. Los muertos no protestan y siguen impasible al silbido de las balas, ni siquiera hubiesen rechazado un baile sórdido en la recepción de embajadores con un traje de gala, si su cabeza estuviera abierta y sus sesos cayendo sobre los hombros. Todos morían, uno detrás de otro, hasta convertir en una excepción que Rupert y yo fuéramos quedando para el final, esperando nuestro turno, desconfiando de toda esperanza. Esa noche lo volvimos a oír reír, escandalosamente ya, sin decoro si alguna vez lo tuvo, estaba más feliz y antipático que nunca, y terminaríamos locos si no supiéramos que con la luz del día la risa de Gluke cesaba. -¿Tú lo mataste no es cierto? Te vi salir el último aquella noche. Ahora ya no importa, moriremos los dos, puedes decírmelo. ¿Lo hiciste? –Rupert era la persona que más tenía que ganar con la muerte de su compañero, y ya nada iba a cambiar por confesar su crimen, o al menos eso parecía. -Si, lo hice, cerré mis manos sobre su garganta y apreté hasta que se volvió azul –esta vez era Rupert el que empezaba una risa sin control, sacando fuerzas de algún lugar desconocido, y en el descargo de su confesión parecía querer compartir el odio y el rencor que aún conservaba, y por otra parte la satisfacción que le producía poder decirlo sin reservas; compartir una felicidad que nacía de nuestra simpatía hacia Gluke. Estamos en el centro del final, mordiendo la última muerte, del sabor acre de sus defensas y gemidos, estamos perdiendo, hemos perdido. Nos declaramos en contra de todas las guerras, pero es un poco tarde para eso, el hombre con el que hablaba sobre la felicidad agredida acaba también de recibir en sus carnes un cuerpo extraño, de dureza ilimitada y sin piedad aparente. Se ha echado a reír cuando lo ha recibido en su carne y después de quemar, la sangre ha saltado a borbotones, se ha puesto pálido y se ha atragantado. Llevamos un tiempo intentado descubrir la razón de esta muerte, de haber sido tan fácilmente aniquilados, de no haber resistido. No me queda más amigo que una radio que expone un silencio total al otro lado, todos han muerto. Creí que todos moriríamos o que alguien más lo haría si yo lo hacía, pero no, ni juntos lo superamos. Rupert no era tan mal tipo después de todo, no podría acusarlo por lo que hizo, además él ya ha pagado. Protegerse es la


primera norma en la selva, las patrullas son de dos, pero eso también era demasiado para él, a veces caes en la cuenta que la persona que te ha tocado como compañero aún no se ha dado cuenta.

5

Escándalo de luz y protesta

Mis órganos también me son extraños, sentirse viejo es extrañar. Guardar las formas me resulta cada vez más difícil, el gusto por el horror de saber hacia donde caminamos ya no lo puedo evitar, las palabras se resisten pero soy consciente de la peor de las realidades. El desagradable desinterés también por no ser capaz de diferenciar un día de otro, y a pesar de eso, mantener la presión de aire necesaria en mis pulmones, como si se tratara de las llantas de un auto, eso debe tener que ver con un instinto que siempre hemos tenido y al que nos cuesta renunciar llegado el momento. Siempre olvido bajar la persiana y pongo la mano sobre los ojos para poder dormir con esta luz de mediodía. Mi hija me ha traído un reloj, me lo he puesto –los voy dejando por ahí, por cualquier parte, los pierdo, como si el tiempo ya no importara-; me ve mejor y quiere que sepa que hora es. He llegado a ese momento en que se teme a la noche, creo que moriré mientras duermo. Es verdad que me acuesto y echo pequeñas cabezadas pero me despierto sobresaltado, y empiezo a pensar que puedo estar muerto: desearía no hacerlo pero suelo llamar a mi hija que duerme en la habitación contigua. No son buenas noches para nadie, pero verla acudir a mi llamada me demuestra que es mi garganta quien la llama, no un espíritu que custodia un cuerpo muerto reciente. Hemos sido barridos por el paso del tiempo sin apenas notarlo, no me arrepiento de haber vivido, desde que noto el cambio en mis fuerzas me resulta difícil asumirlo pero no me queda más remedio, así que adelante. Investigo la energía que se me niega y el hecho es que creo encontrar respuestas, absurdas razones de lo imposible de su vuelta, no hay retorno. La enfermedad deforme que me mantuvo en el hospital apenas me dio tregua, me hubiese lanzado cuerpo a tierra si fuera consciente de la explosión y desmembrado eso justificara permanecer sedado


y encerrado entre los barrotes de una cama demasiado alta para un pobre viejo. No es noche, es negrura, es garra escamosa hurgándome la herida, la gasa, el hueso y la pérdida. Se esparce mi declaración de amor en aquello que me llama sin respeto, que lo indefinible no sabe de formas, de matices ni de permisos, es el alcance de lo grotesco y da igual la falta de composturas. Hoy el tiempo ha pasado somnoliento, sin definición, expresándose como tantas veces en imágenes borrosas, detrás de una gris humareda, después reconocí la luz del día abriéndose paso tras la persiana a un palmo del final y por un momento me sentí aliviado de estar en casa, en el hospital todo resultaba aún peor. Insisto en la incomodidad que supuso permanecer allí sin importarme el dolor, hablo de sentirme atado y controlado también para morir. Me asombra ver la vitalidad con que a uno lo tratan sin dejar de molestarme, no los culpo por su rudeza, estaban trabajando, trayendo y llevando enfermos y a mi me movían una y otra vez para hacer curas o para sentarme en el sillón, o para devolverme a la cama, lo normal en estos casos, era yo que deseaba salir corriendo. He sido..., me he convencido de mi vida, nunca me he preguntado por la vida de otros ni me he comparado con ellos, llegados a este punto, cada uno se ha llevado lo suyo y todos han acabado torcidos y los que no lo están, es porque no han sobrevivido; bastante tengo con enfrentarme a este dolor sabiendo de antemano que no tiene solución. Era un hospital ruidoso o a mí me lo pareció, como soy viejo pero no estoy gravemente enfermo, no había necesidad de postrarme en una planta donde se respirara la quietud de otros mundos, fue por eso que me quedó un andar de familiares y enfermos por el pasillo, hasta por la noche, habitaciones de puertas abiertas y conversación familiar y en el corredor idas y venidas al baño. Escucho cuando la habitación se sumerge en el brote de mi cansancio, pego la oreja y el mareo hace girar las paredes, como si no reconociera la insistencia de lo que me pasa, lo que no se cura en hospitales y que amenaza con seguir sumándose para cada gramo de tiempo. Estoy en la órbita del absurdo, nada me motiva, nada me interesa: estoy con vida porque puedo recordar, de lo contrario sería una carne más en fuga. Desciendo de dominios perdidos, de flotas hundidas con su coraza cuando todo deja de relucir y los huesos maldicen ser cascajo yo estoy en otra cosa. He perdido hasta tropezar contra las contrariedades de existir, de llevar una vida, de moverme, de intentar que las cosas funcionen. Me hablan de salir a la calle, de ver árboles encapuchados y conmoverme con la estructura del viento, de mover los pies como si fueran avenidas cuando mi aventura es volver a la cama portando una sola zapatilla. Al menos he vuelto, por un momento creí que ya no saldría del hospital, todos eran demasiado amables conmigo, y las chicas que me ayudaban a levantarme parecían demasiado dulces y atentas. Tenía humor para decirles, que no se pusieran muy cariñosas que podía entrar alguien, y se reían como si fuera absurdo lo que decía, como si yo fuera absurdo en mí mismo. Perder la gana de vivir es morir primero, es morir de nuevo antes de que suceda. Entonces en medio del dolor de mi recuperación, entre las curas y los pañales, recuperé mi más preciado recuerdo, el amor de mi vida, del que siempre estuve separado y que siempre tuve presente. Durante años conservé una imagen infantil pegada a un flujo de ternura que llegaba en los momentos más inesperados, una imagen de mi infancia corriendo por campos de hierba crecida acompañado de una prima a la que amé en secreto toda mi vida. Llega montada en un caballito de feria en la noche transparente y me sonríe sin pretender la distancia que crece, sin dejar de girar, sin la sorpresa de un nuevo tímpano perforado por la música del tiovivo. Empezar a morir es no sentir interés por nada de este mundo, por el fútbol, por el sexo, por la comida, por el paisaje, por la gente, por los adelantos científicos o por la revoluciones, las cosas que excitan a la gente: pero el recuerdo de un amor que no pudo ser, pero que sigue conmoviéndonos aún llena los espacios en los que sueño con fábricas abandonadas, con grandes solares derruidos por


máquinas bramadoras y obreros intolerantes, sueños de que todo lo que conocía se derrumba y sólo aquel amor sigue en pie. Durante mis años de matrimonio, debo decirlo, amé en secreto el recuerdo de mi infancia y en ocasiones, la telefoneaba -ella nunca se casó-, contestaba desconfiada y yo permanecía en silencio unos segundos, sólo quería oír su voz, después colgaba. No sé si alguna vez imaginó que podía ser yo, ni siquiera vivíamos en la misma ciudad, había muchos kilómetros entre nosotros, una distancia real y notable. Nunca he sido bueno en salir sin dirección conocida y sin mirar atrás, como algunos hacen que ni siquiera se inquietan por la marcha de las cosas una vez que han desaparecido. No es de extrañar que sustraído del insomnio, haya llegado a tan terrible conclusión: no se muere al dejar de respirar, al apagarse el latido y todos los sentidos, no se muere al enfriarse el cerebro por completo, se empieza a morir mucho antes, morimos cuando dejamos de sentir interés por la vida y nos resulta mejor dejarnos ir. En cierto modo reconozco mis síntomas y como se ramifican buscando una luz que les es negada Se expresan los armarios con olor a naftalina y espejos; la verdad es que apenas necesito insertarme entre sus reflejos, nunca mi imagen fue tan repetida y temerosa. Si al menos volviera mi devoción por estar limpio y perfumado, por afeitarme y llevar los zapatos lustrados hasta el despegue, por sentarme en una cafetería a leer la prensa o mirar a través del cristal, por sentirme en sociedad, lo que hacía hasta no hace tanto porque uno no se hace viejo de golpe, va abandonando hábitos y necesidades. Todo lo que me gustaba se ha ido perdiendo, hasta las mejores comidas. Ya no extraño los asados, ni la agilidad de una fiesta casera, copiosa y abundante, ya no extraño que me moleste la risa. Desde que mi mujer decidió dejarnos viudos, la soledad se agranda, y atrae absurdos y desganas. He llorado de impotencia mientras ella dormía en una silla enfrente de la cama, se parece tanto a su madre que en ocasiones creo que el tiempo me juega malas pasadas y no recuerdo lo más reciente, cuando se sentó ahí frente a mí, ni si mantuvimos una conversación antes de quedarnos dormidos. Para un anciano verse tan limitado y necesitar ayuda hasta para lo más elemental es reconocer la derrota, la humillación, la realidad que siempre conocimos y no terminamos de aceptar hasta que empezamos a mearnos en la cama, o renunciar a lavarnos porque el frío nos puede. -¿Por qué no te arreglas? Ya te ha bajado la fiebre, y podías andar hasta la cocina –Marnie me mira con cara inexpresiva, quiere que todo vaya bien, que me sienta mejor, pero todo esto la deprime. -No, tengo frío. A veces llegaba de improviso e intentaba darme conversación, pero era consciente de que me fatigaba. -Ha llamado el tío para ver como te encontrabas. Mi hermano, el pobre tiene todo lo que yo en una dimensión superior, y preocupándose de lo mío. Hacía tanto que no sabía de él que lo había olvidado. -Es cuestión de cómo se mire, desde afuera puedo parecer ya casi listo para nuevas emociones – bromeé sin esperar respuesta. La comunicación aún es posible aunque sé que digo cosas que no tienen que ver con el hilo de la conversación, me caen las palabras como unas gotas intrusas que no sé donde colocar. Se apagan hasta las linternas de mis viejas provocaciones, de mi mal humor y del descontento perenne que ha


vivido conmigo por ir perdiendo todas mis facultades. Ya no busco ser entendido, ni siquiera cuando no me da tiempo de llegar al baño, y lo dejo todo hecho un asco. Decidió morirse porque me enfrentara a la vejez yo solo, eso tampoco se lo perdono, el rencor que tampoco anima porque es un rencor deshilachado y flojo. La engañe con un recuerdo toda la vida, y nunca lo supo, y eso me hacía inseguro, y poco fiable, ¡qué poco importa ahora! La realidad que nos trae aquí es mucho más inquietante. La depresión debe estar conectada directamente con la impotencia, siempre lo pensé y ahora me golpea más que nunca. No ser capaz de hacer las cosas más elementales, valerse por uno mismo, es la depresión más dolorosa e inaceptable. Huéspedes de las luciérnagas, poco a poco nos acercamos al estado perfecto de inmovilidad de una sábana sin arrugas, no más hombros recocidos ni luces inoportunas. Hasta la bruma nos parece amable ahora que reconocemos que el peso que hemos llevado toda nuestra vida, cuando nos faltan las fuerzas deja de ser una condena para aplastarnos, para inmovilizarnos, aunque los ancianos seamos legión de desheredados. La interrupción de la salud es el peor de los achaques, y sabíamos que llegarían los malos momentos, ¿pero qué si ella se murió? Sabíamos también que el amor dependía de cuidarnos, e intenté imaginarnos pasando por malos momentos, y la imagen no resultaba del todo incoherente. Ya lo había pensado antes con otras chicas, y me decía, ¿qué clase de malos momentos podré pasar con ella? La despedía sin demasiado ruido como hubiese querido, y entonces me di cuenta de que uno de los dos termina por quedarse solo, no tenía arreglo eso de tanto repensar y repensar. Los besos mal lavados, esos son los que me gustan, no puedo dejar de mirar su foto y representar que aún vivimos, ella murió y yo casi muerto. Los malvados momentos de traición casi ni los valoré como tales, eran una evasión necesaria, un escape incondicional, una huída de un mundo que termina por cercarnos y comprimirnos. -Es cuestión de ver las cosas con cierto optimismo – era la voz de mi hija en el pasillo que hablaba con alguien. Se abrió la puerta y ni siquiera levanté la cabeza. El sol entraba a través de la persiana y no podía dormir, abrí un ojo y la vi entrar acompañada de un muchacho de más o menos su edad. Se quedaron mirándome un momento. -Este chico es Marc, se va a quedar unos días con nosotros –creo que él saludó con un hola lacónico, y después se ocultó detrás de ella. -¡Oh vaya! Esto está hecho un desastre, vendré en un momento y lo recogeré todo. Creo que se fueron para el salón y pusieron música, pero no me molestaban, aunque todo lo que consiguieron de mi fue un gruñido. No deseaba hablar con nadie, no quería saber como marchaba el mundo y mucho menos nada que tuviera que ver con la fisonomía familiar, la organización doméstica o la falta de recursos. Sé que una vez hubo una guerra civil y que yo era un niño, hijo de un obrero fusilado, nada más. Adiós princesa, este rumor de olvidos ya no te molesta, dicen que porque tengo el azúcar muy alto no me cura la sangría, pero es la desmemoria que gotea más profunda que la gasa. Adiós princesa que ya se precipita el aliento, es tiempo senil, y me prenden, me envuelven las enredaderas de un millón de muertos.


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Pepitas de manzana

“Estoy comprometido con la pasión humana y con la certeza de que somos mucho más que lo que nos han dicho que somos” E. Galeano Si hubiesen repartido las medallas antes de la guerra, eso hubiese facilitado las cosas, no habría tanto oportunista buscando el honor de haber sido el que más mató. Me encontraba delante del lago, me había sentado en la última madera, con las piernas balanceándose sobre el agua, para poder empezar a ver las páginas de “Los héroes de la última batalla”, ilustradas a todo color por mi dibujante favorito, un tipo con nombre yankee, al que no había visto jamás pero al que adivinaba encerrado horas y horas para dar forma a escenas de cruda realidad, de sangrantes enfrentamientos y de verdugos en el “cumplimiento de su deber”. El secreto de abrirlo por el final dejaba claro desde el principio que no pretendía una primera lectura, era como una comunicación desinteresada, como esa mirada indiferente que se la hecha a algunas chicas con las que, en realidad, te mueres por decirles algo. Empezaba el cómic por el final porque sabía que volvería una y otra vez sobre él, hasta que sus páginas perdieran el color de tanto dejarse ver, y porque la historia empezaría a entenderse por sí sola cuando empezase a soñar todo lo que los personajes hacían en sus idas corrientes, y que no nadie había aun dibujado. Al ir a recoger las notas había sentido un vacío nómada, pensé que en ese momento estaba allí, pero si mis aspiraciones de salir para dar la vuelta al mundo se cumplían, entonces las calificaciones escolares nadie me las pediría para justificar una aptitud profesional. Buscaba una justificación para aquel desastre y sabía que esperaban más de mí, y también un poco más en el fondo, sabía que les importaba hasta el punto que no les creara un compromiso. El fracaso de los otros nos importa mientras no nos implique, un poco de solidaridad y nuestra conciencia quedará al margen, supongo. Me extrañaba la fosa que habían ido cavando esos meses de curso, poco a poco, de forma inapreciable se iba abriendo el socavón que tomaba forma en el boletín de calificaciones. Buscaba el espacio que me pertenecía, donde me sentía libre y donde nadie iba a decirme que todo lo que hiciera estaría mal, por eso demoré todo lo que pude mi estancia sobre las tablas del


embarcadero. Me quedé dormido, cada cosa viene cuando el cuerpo lo necesita, sin avisar, y se ve que la noche anterior no había dormido muy bien. El calor empezaba a asomar entre los árboles, pero no había ni rastro de veraneantes, aún me dio tiempo para un chapuzón, y después mientras me secaba al sol, me quedé dormido y se me pasó la hora de la comida. Mi madre tenía que estar muy enfadada, pero Natec no llegaría a casa hasta la noche, así que olvidé lo de ser responsable y todo eso, y volví a dejar pasar el tiempo, como si nada importara. Natec tenía el uniforme lleno de medallas consumiéndose en un armario, sólo lo sacaba para las ocasiones, el resto del tiempo andaba en traje de faena. Había encontrado trabajo en la fábrica del pueblo, un lugar que yo sólo había visto por fuera y que resultaba intimidante. Supongo que todos los muchachos de mi promoción pensábamos que estábamos destinados a acabar ahí, trabajando en la fábrica desde muy jóvenes, pero yo era realista, me habían enseñado a serlo desde niño, y sabía que sólo los que tuvieran unos resultados académicos estimables lo conseguirían. Lo de soñar lo dejaba para cuando leía algún cómic, o para cuando iba al cine a ver una película de extraterrestres. El veterano Natec, al que mi madre conoció en la fiesta de conmemoración de la victoria, me trata como a un exraño, declarando con semejante actitud que mi madre entraba en sus planes, pero hubiese sido mucho mejor que no tuviera un hijo de padre desconocido. Os mentiría si dijese que la parafernalia militar no me resultaba atrayente, y acercarme a aquel armario en su habitación, era casi un acto de subversión, de riesgo prohibido, y ese sentimiento de estar vulnerando la confianza que en mí ponían al dejarme solo en casa, hacía que me temblaran las piernas al abrir la puerta del armario. Intenté descifrar cada una de aquellas medallas, bajo una tensión silenciosa llegué a rozarlas con mi uña, y a un segundo de retirarme descubrí que la caja donde guardaba su pistola estaba abierta, la había estado limpiando y se había olvidado de pasar la llave, así que esa fue mi oportunidad para tenerla entre mis manos, tomarle el peso, observarla con devoción y finalmente ensayar como un actor de Western, un disparo ficticio sobre el espejo. Me encontraba en el agujero del gusano, en la morada del rechazo, a punto de dejarme imbuir por el silencio sagrado de la habitación matrimonial, abismo e todas las prohibiciones, más allá de la cordillera borrascosa de mi conciencia, el lugar donde se desvanece la vida y el consciente se vuelve nebulosa, donde ella escucha sus mentiras y guarda silencio. Me acerqué a la coqueta, el mueble donde mi madre en algún tiempo pasado se arreglaba antes de salir de casa, abrí los cajones superiores, y observé con curiosa parsimonia todo tipo de quincallería, joyas de imitación, tijeras, pinzas de depilar y plumas inservibles; la vieja caja de los tesoros también se encontraba allí, declarándose importante porque se ocultaba en el fondo del cajón y porque tenía cerradura. Me distraje en el tocador, pero no había cuidado nadie volvería hasta pasadas unas horas, con tiempo suficiente para atender las necesidades del mediodía, cosas como hacer la casa o la cocina, y aunque me sentía como un intruso en la misma casa en la que vivía, pero en la habitación ajena de mi madre y mi padrastro, seguí curioseando llevado por una inquietud que vulneraba cualquier razonamiento. Busqué la llave y la encontré y dentro del joyero además de algunas cosas más o menos valiosas, como anillos, pendientes, collares y pulseras, había una foto de mi hermanita, la que se murió antes de cumplir los tres años. Me llevé la foto conmigo y la tuve todo el día. Al salir del agua, mientras me secaba tumbado sobre el pantalán, miraba la foto del bebé y trataba de calcular cuantos años tendría si hubiese vivido, y lo estupendo que sería que estuviera allí, preguntando sobre todas las cosas. En el punto de no moverme, la sangre aceptó la confortable apariencia de una piel tostada, empezando a templarse y adormecerse. Cerré los ojos, uno no rechaza un momento así aún en la edad de acabar la primaria, ni aún habiendo repetido y con las peores calificaciones. Me habría gustado ser el hijo deseado que todos se empeñan en llenar de atenciones, pero en casa había una lucha interior que se obstinaba en pasar más y más tiempo en la


fábrica, como si de eso dependiera la felicidad que nunca tuvimos y que nunca tendríamos. Compartir la tragedia de otros creadores es lo que hago ahora, hablar de ellos en una revista semanal que proporciona una distancia suficiente a mi ego para que no me aplaste cuando buscan mis palabras y razonamientos en el dominical. Nunca di la vuelta al mundo. En aquella adolescencia mal programada aún pervivía el sentido artístico de mi deseo. Cada página de los libros y tebeos que leía, me querían hacer comprender que mi mundo era irreal y en él debía sumergirme para entenderlo. Hay cosas que nos marcan de por vida, experiencias dolorosas, imborrables imágenes que nos perseguirán siempre. La otra noche vino Leilía a pasar el sábado, no sé muy bien a qué con tanta disposición, hacía tiempo que no la veía. Me inquieta la búsqueda de información cuando observo un proceder poco habitual y nadie está dispuesto a decir que es lo que está pasando. -¡Hola Cloes! –aquella voz sonaba ronca como la fiebre-. En el portal hay un hombre durmiendo, se ha instalado como si fuera su casa. Si consiguierais cobrarle algo, podrías ponerlo como inquilino y recibir una subvención para reparar y pintar. En el sarcasmo de Leilía nunca había nada de sano, si lo decía era porque le importaba, y si le importaba era que lo quería fuera del portal, ¡pobre hombre! El día que recibí mis calificaciones también me dedicaba a recordar, entonces se trataba de escenas pasajeras que habían sucedido durante el curso, ahora recuerdo que después de haber perdido la oportunidad de comer a mi hora, como siempre, me volví a meter en el lago y después corrí, alocadamente, irrefrenablemente, inconscientemente, tal vez porque tenía frío, o tal vez porque temía la reprimenda que iba a llevar a volver a casa. Recuerdo que me caí y me golpee la cabeza, recuerdo que cuando volví de mi inconsciencia me encontraba en un lugar extraño, una cabaña en medio del bosque no había visto jamás. Al acercarme al momento de mi cicatriz observo que ella no debió venir, yo hubiese seguido imaginando lo que pudo ser. Alguna vez se portó mal conmigo, yo deseaba tanto que las ilustraciones las hiciera Marcevic, se lo había pedido hasta llegar a la súplica, pero en los cauces de todo lo que organiza no se conduce dar explicaciones, así que cuando supe que ya trabajaba con otro imaginé que ella había tenido algo que ver en todo. Por eso reaccionaba enfadada a mis preguntas, y por su mala conciencia la llevaba a continuar poniéndome todo tipo de barreras y mostrar reacciones desagradables de enojo o malos gestos. Si renegamos de la parte de mentira que hay en todos nosotros, nos volvemos monstruos. Durante años he llevado este agujero en mi costado con dignidad, en eso nadie me supera. He asumido desde aquel accidente en el lago que sería para siempre una persona enferma y marcada, no podía ser de otra manera. Me ha lanzado a no sentir más sus desprecios, como quien se lanza de cabeza a un mar inmenso sin miedo al choque, estando seguro de la zambullida y del momento de recupera de nuevo la orilla. Nos desnudamos en silencio, era rencor llevado al ritmo de la desgana. Mientras se quitaba la ropa no dejé de observar sus bragas, no se las había visto nunca y me parecieron muy feas, me dije que no la conocía en absoluto, o que me había engañado pensando que ella pudiera ser lo que yo necesitaba. Eran unas bragas como de franela, con aspecto de ser perfectas para climas fríos, y unos pequeños dibujos azules salpicaban un blanco impoluto. Me desagradaban, pero cuando se inclinó sobre mí la besé en el cuello y ella se dejó llevar, el resto lo pueden imaginar, no hubo demasiada pasión en ello, me sentí como si estuviera ensayando la parte más escabrosa de una obra de teatro en la que todos los actores iban completamente desnudos, sin mallas color carne ni nada que diese


el efecto de la desnudez, sin nada más que su piel. La carne humana tiene un reflejo que sobrecoge, y no se trata de la piel iridiscente recién descubierta, se trata de algo que inspira piedad y respeto. Mientras dormía la acaricié con la mano mutilada y mis dos únicos dedos intentaron deslizarse consolidados como un ejército de ignorantes, torpemente vestidos y oliendo a tigre. El olor de nuestra carne tiene un reflejo que obedece. Desperté en una cabaña que no sabía que existía en ese bosque, que nadie sabía que existiera, aunque por algún motivo la encontraron cuando me buscaron, y eso me salvó la vida. En mi carrera alrededor del lado, recibí un golpe que me dejó inconsciente, tal vez me lo dieron sin que pudiera ver de donde llegaba, o tal vez lo recibí de forma inesperada y fortuita, nunca lo supe. La vieja luz de un ángel que nos asiste se prendió en mí cuando comprobé que me habían atado a una silla y que el único brazo que tenía libre terminaba en una mano mutilada, una mano a la que le faltaban tres dedos y a la que habían enredado unos trapos sujetos con cinta adhesiva. Parece que volverá inevitablemente a esa escena cada noche, sin que pueda hacer nada por evitarlo, sin que pueda dominar al insomne que se rebela dentro de mi entraña. La agitación que se manifiesta ahora me lleva a abandonar toda caricia y dejarla dormir, me doy la vuelta y busco el borde de la cama, con los ojos muy abiertos, sin evitar las imágenes. Entre tu sed y mi deseo el veneno de la vida queda aislado y sin razones. La fuerza de mis caricias es, sin que pueda negarme a su obviedad, de menos intensidad, si para siempre han de faltarme los dedos y las traiciones. El horror ni tiene el mismo significado cuando uno lo imagina, la máscara del esqueleto desfavorece la realidad. Levanté lo suficiente el mentón para ver a aquel tipo comiéndose mis dedos, inclinado sobre la mesa como si fuera a lamer aquel trozo de madera mugrienta que tenía delante y sobre la que goteaba el caldo de carne humana que acababa de hacer. La vida es una cicatriz, una marca en el alma de hechos que hemos sufrido y que nos acompañan para que sigamos temiendo y torturándonos. La gente “normal” acepta sus fracasos, sus limitaciones y sus traumas, la gente “normal” aprende a tragar y a sobrevivir, y eso e intentado hacer. Aprender a tragar también es medir la capacidad de aguante que tenemos, cuanto dolor podemos soportar y asumir nuestra fragilidad. Estamos derrotados de antemano, la vida es una lucha perdida, por eso debemos apoyarnos.


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El deber de recordarse Las ruedas encantadas portaban luces que jamás entendería, se alargaban en la noche rutilante durante un recorrido inesperado, y eso era mucho pedir, a pesar de lo necesitado que andaba de nuevas emociones. Podría quedarse desnudo en medio de la calle y dejar que todos lo tocaran, podría hacerlo, al menos hasta el minuto antes de volver a sus obligaciones. Era un tonto, lo sabía, empezaba a saberlo, empezaba a cuestionar que lo que le pareciera bello hasta ese momento, en realidad lo fuera. Y se apartaba para dejar pasar la limusinas, y se paraba delante de un escaparate con cientos de lámparas encendidas, cada cual más extravagante y colorida. Un comercio que vende lámparas, si no tienes que comprar una lámpara, no debe tener ningún interés, pero a él se lo parecía. Tal vez fuera sólo por los brillos. Nunca lo vi alardear de su poder, ni siquiera de lo poco que le habían llevado la contraria los últimos dos años -no al menos de palabra, otra cosa era su deseo de que su presencia fuera omnipresente-. Durante su estancia en el colegio mayor, el era el jefe de estudios, y no dejaba espacio para que lo contradijeran. El gran jefe. Nelly empezó a trabajar limpiando el colegio porque él se lo pidió, no como un ruego, debemos suponerlo, sino haciéndose eco de la nota en el despacho del secretario, que ofrecía un trabajo de limpiadora para todo el verano. Avanzaba siguiéndose a sí mismo y sus planes, pero al contrario de tranquilizarlo, y que todo saliera conforme a lo pactado, la vida que escogiera le creaba una aflicción inconsciente, de procedencia desconocida. Así se extiende, se instala en su forma de ver el mundo y a sus gentes, sin llegar a impresionarlo del todo, no es como un golpe no asumible, es un desplazamiento inapreciable, como las agujas de un reloj que parecen inmóviles, pero no. Y es lo peor, que las cosas sucedan para nuestro perjuicio sin que nos percatemos de sus movimientos. La noche le devolvía una libertad ficticia, un espejismo en el que se sumergía vestido de sport, como un turista sin compromisos, sin obligaciones, sin horarios ni preocupaciones, y guardaba el reloj en el bolsillo mostrando una muñeca blanquecina que ni él mismo se creía. Podía impresionar, o al menos intentarlo, en su vida diaria, mientras se llenaba de la dinámica misión de expandir su vitalidad a su alrededor, de comunicarla a los alumnos, pero no tenía nada que hacer con su aspecto recortado entre las modas que surgían, iban y venían, en las discotecas que frecuentaba. Ni lo intentaba, sabía que aún buscando los lugares más frecuentados por burgueses, la excentricidad a esas horas era lo corriente, y sus camisas demasiado discretas. Desde el atrevimiento del que ha recuperado algo de dinero para la cortesía del placer, no le resultó difícil incorporarse a la sala de baile y ponerse justo en medio de dos bellezas con la ropa apretada los brazos sueltos. Se podría decir cualquier cosa de Fraud, se le podría llamar egoísta con ínfulas de gobernante, pero desde luego lo que no se podría decir es que fuera un ser antisocial. Y ahí lo tenemos, moviéndose como una lombriz y sonriendo como una hiena. Más que una llamada de atención sobre su vida, el inconsciente estaba sometiendo su control mental a una tentación hasta ese momento desconocida, dejarse seducir por la revolución de los cómodos, o dicho de otra forma, la revolución de los que cuestionan que cumplir con lo que se debe en cada momento puede no ser lo acertado. Una fuerza desconocida dentro de sí, lo postulaba como el perezoso que nunca fue, y cada resultado positivo en los retos que en su vida había acometido empezaban a perder sentido. “Estoy aquí porque me lo he merecido”, se repetía, pero no sabía si lo


alcanzado era lo que necesitaba. Nadie interpreta a los poderosos como desequilibrados, porque después de todo han sido mejores que otros con los que estaban en franca competencia, sin embargo esta confianza que tenemos en los que han ido subiendo en el escalafón social, resolviendo complejos dramas, es lo que les ha servido a gentes como Adolf Hitler para cometer atrocidades y declarar guerras horribles sin que la reacción en su contra fuera inmediata. “He trabajado más que nadie”, se decía lamentándose por su soledad, y volvía a acusarse de ser tan alocado. No se trataba de un individualista, creía en la sociedad, pero de una forma personal, y como nadie aceptaba, fuera de las horas lectivas del colegio mayor, que todo debiera girar alrededor de su ombligo, lo dejaban solo. La ausencia de alguien a quien tener que dar explicaciones de su conducta, lo llevaba a hacer las cosas más raras, a someterse a las más extrañas conjeturas, sin vergüenza porque siempre eran conjeturas de desconocidos. Después de todo no era tan frecuente lo de su afición al baile de discoteca, a veces le entraba la necesidad de escaparse de su estricta moral, y salirse de sus parámetros. El mal ejemplo podría llevarnos hasta una entrada de una gran enciclopedia, cubierta en sus páginas, desde el principio hasta el fin, de los nombres de artistas que dejándose llevar por sus pasiones terminaros sus días de forma lamentable, olvidados, mendigando en las calles por un trozo de pan duro, o simplemente suicidándose –qué es la mejor forma para no dar nunca el brazo a torcer-. Deliberar acerca de qué hacía un jefe de estudios saliendo en el anonimato de una noche de borrachera, y si tenía algo que ver con el temperamento del artista inconsciente, podría llevarnos horas, pero siempre llegaríamos a la misma conclusión: No tienen nada que ver. Entonces, ¿por qué difícil momento de su vida pasaba Fraud para llegar a actuar de la misma manera que ellos?, los creadores que recomendaba estudiar fríamente y conservando la crítica necesaria a las conductas desordenadas. Particularmente no soy tan estricto con las conductas que se dejan llevar por los placeres de una vida bohemia, no lo soy de la forma que él lo era con otros, así que creo que debemos aceptar que no es lo raro confundirse con las tribus urbanas que se mueven en la noche buscando diversión, ni siquiera tiene que ser censurable, pero llegados a este punto tenemos qué preguntarnos si eso era todo, o si esperaba algo más de su escapada. Para entender algunos extremos de las vidas más ejemplares no debemos dejarnos llevar por las apariencias, lo evidente resulta en demasiadas ocasiones engañoso y lo inevitable es que nuestra naturaleza, de la forma más pasional, termine por revelerse alguna vez. A lo que hoy llamamos bailar, se trata de dejarse llevar moviendo los brazos y las piernas acompañando a la música con cierto sentido del ritmo, no hay porqué pensar que es necesario recibir algunas lecciones para arrojarse a ello. Y como todos provenimos de una juventud estudiantil en la que nunca sobran ocasiones de poner a prueba nuestros instintos y prometedoras habilidades, siempre algo queda en la memoria para volver sobre ello, si como en el caso de Fraud no llegamos a casarnos, y a una edad madura, deseamos volver a intentar la juventud. Las dos chicas se comportaban como si lo conocieran, tal vez fuera así. Se acercó y lo rodearon y se movieron sonriéndole al principio. En un momento el se asomó al hombro de una de ellas para decirle algo, y ella respondió acercándose y poniendo la oreja de forma que la música no pudiese impedir la comunicación, después se retiró y negó con la cabeza sin que despareciera su sonrisa. Nunca sabremos en qué términos se desarrolló esa primera aproximación a Nhelly. No se trataba de debilidad, ni de inconsciencia, no debemos pensar así de esta forma de actuar, ni arriesgarnos a sentenciar que por fin se había decidido a llevar una parte de su vida al desorden, era permeable al deseo y la situación parecía la más propicia, pero aún se debatía interiormente para comprender lo que le pasaba y sus pasos era medidos con precisión de cirujano. Soy Farrull, lo conozco desde que llegó, y mis apreciaciones son absolutamente subjetivas desde entonces, puesto que siempre me ha afectado su egoísta forma de ver las cosas, y me han contrariado sus decisiones –las que dejaba suceder a partir de sus manías, sus fobias, sus odios, y amarguras- extrañamente aceptadas por los alumnos menos aventajados. No exhorto a las nuevas generaciones a desobedecer, ni siquiera a aquellos que son despreciados por no alcanzar la media –nadie los odia por eso, deben saberlo-, considero innecesario prevenirlos


contra actitudes autoritarias, lo que haya de ser será. La destreza con que algunos profesores se enfrentan a la falta de autoridad, los lleva desde el principio del curso a adoptar actitudes y costumbres que reprimen la personalidad de sus alumnos, no atreviéndose estos a decir nada que pueda poner en cuestión, no ya al profesor, sino a sus métodos. En el primer momento de su descubrimiento, los dos alumnos se quedaron inmóviles, sin saber muy bien hacia donde dirigirse o qué hacer, y finalmente, sin dejar de mirarlo, tras un instante de duda se dirigieron a pedir algún combinado bien cargado a la barra. La reproducción del instante se amontonaba en la pupila como único, fugaz conclusión, fragmentada verdad, fallida comprensión de la catástrofe en la que podían estar entrando muy a pesar suyo. -Si nos ve, nos la vamos a cargar –dijo uno de ellos. -No lo creo, no estamos haciendo nada malo. Nosotros venimos a tomar unas copas, no nos metemos con nadie. -No sé, no sé. La llegada de nuestros dos nuevos amigos, desencadena una situación incómoda para todos. Nadie se encontraba en el sitio incorrecto, se habían orientado de forma similar al dirigirse al lugar de moda, y todo el mundo estaba en su derecho a contradecirse, tanto el jefe de estudios como los alumnos, y además el ciento de ojos anónimos que los miraban. Pero con todo ambos mundos no se podían ignorar, y de algún modo, en la distancia que existía entre la pista de baile y la barra donde el camarero se esforzaba por servir con rapidez y displicencia a sus clientes, se había desencadenado una tensión innecesaria, una línea de desconfianzas que tan sólo se reflejaba en la evasiva a cruzar sus miradas. Uno de los chicos apoyó los codos sobre la barra y no quiso seguir mirando, era el más tímido, el otro encendió un cigarro y entabló conversación con una chica. Nada parecía que pudiera estropear el momento. Si el acto de dejarse llevar hasta intentar intimar con dos desconocidas, ya es aventurado, y necesita ser asistido por la opinión que uno tenga de sí mismo como de muy superior, que ha de pensarse de lo que sucedería con el ego si las chicas dieran síntomas de aceptar con buen ánimo las gracias del desconocido. Y no iba mal, pero conviene aclarar que quizás había algo a su favor, detalles insignificantes que sin embargo aceptaban la diferencia, alguien en algún momento lo había reconocido y le había dicho a las chicas de quien se trataba. No era por importancia que se daba, o lo que pudieran haber dicho acerca de su billetera, había algo con lo que relacionarlo, un lugar, personas, acciones, y parecía suficiente para demostrarle una amable paciencia. Así las cosas, cuando más cómodo empezaba a sentirse con la reacción de las chicas (debemos decir que tampoco a él le parecían caras del todo desconocidas), llegaron sus dos alumnos y la tensión de una creciente desconfianza, todo se confundía bajo una insoportable neblina. Si no se tratara de hablar de los hechos acontecidos –no especialmente graves o transcendentesen el momento que se relata, habría que pensar en todo lo sucedido en los años precedentes, y de cómo se llegó a tal situación, de cómo resultó la personalidad del sujeto en cuestión afectada, o si simplemente fue la reacción al miedo a fracasar en la vida lo que lo hizo dar los pasos que dio, hasta convertirse en lo que en ese momento era. Hablo de emociones, déjenme que les incluya en esto, hablamos de emociones y de la imposibilidad de superar los muros que vamos construyendo, en ocasiones como una perversión, buscando preservar nuestros pensamientos más vergonzosos, pero una vez resguardados para afianzarnos en ellos como parte de nuestra identidad. Nada del reproche social nos es ajeno, pero nos sentimos agredidos y cuestionados, y queremos elevarnos con la confianza de hacer lo correcto, pero una y otra vez fracasamos. Lo que puede darnos una pista a seguir acerca de la situación en la que se encontraba, tiene que


ver con la necesidad de dejarse abordar por los años, sometiéndose a sí mismo a una indefinición en aquellos aspectos que hasta el momento, no le habían parecido importantes, o de alguna forma determinantes en el programa al que sometía su vida. Concebir la actividad diaria como una evasión, que a un tiempo hace las veces de colchón, de relleno amortiguador de sorpresas, y de rescate -porque uno siempre tiene algo importante que hacer en otra parte cuando la contrariedad sucede-, terminará por afectarnos a largo plazo, y también en esto se había excedido. Las fuerzas ocultas que dominan nuestro estado de ánimo, cuando este responde a la conclusión de años de vivir aisladamente, sin tener en cuenta nuestras emociones, se manifestaban entre el deseo y la desazón, y las dos cosas iban de la mano. Raullet, entró en ese momento, acababa de dejar el auto aparcado en la acera de enfrente. Tenía una seguridad en sí mismo que lo distinguía, y la voluntaria distracción con que cubría su curiosidad, casi lo deja sin puerta al apearse, pero esa aparente ensoñación lo hacía pasar desapercibido entre la gente, nadie se sentía observado y nadie lo observaba. Lo conocía hacía tiempo, y nunca lo había visto por allí, y él podía decirlo, porque invariablemente los jueves solía tomar un combinado en esa sala poco después de las doce, podría haberse equivocado con algún otro, pero como yo, conocía a Fraud lo suficiente para intuir que salía poco. Al cabo de unos minutos observando todo lo que lo rodeaba, Raullet se dijo que su propensión a dejarse seducir por lo poco serio de la vida, a tomarse a la ligera las relaciones con jovencitas, que por otra parte eran de esas jovencitas que no querían ser tomadas en serio, le daba derecho a ser crítico y sagaz con aquellos que queriendo pasar por formales, eran pillados cuando ponían en cuestión la seriedad que exigían en su día a día. El halo de respeto con que se cubren algunos hombres, la santidad aparente que desprenden algunos comportamientos, ofrecen el rechazo, una atmósfera de secreto que ya de por sí los convierte en relaciones poco frecuentadas, por decirlo de alguna manera. La sensación de tranquilidad que le producía someter a examen al jefe de estudios, sólo podía ser similar a la que produce arreglar un aparato electrónico a los alumnos de taller, al ir descubriendo sus piezas quemadas y finalmente encontrar de donde procede el error. Se sintió de pronto menos desorientado que nunca, porque el mundo no era tan perfecto como le habían hecho creer, y por lo tanto él no estaba a un nivel tan bajo como había creído, había hecho un gran descubrimiento, y hacer saltar secretos por los aires debe ser una de las cosas que más nos gustan a todos.


2 La paciente fingida

La trascendencia convincente del placer nos hace volver sobre nuestros pasos, sin que la impronta que se creó en nuestro inconsciente desaparezca fácilmente. Las sensaciones se recrean sobre nuestra impaciencia cada vez que bajamos la guardia y abandonando nuestros quehaceres rememoramos algunos momentos gloriosos, vitales e imborrables. La evocación de un olor nos transporta una y otra vez al deseo que vive en nosotros. No nos comprendemos porque el instinto enterrado durante años revive siempre sin que podamos hacer nada por evitarlo. A Fraud lo vi dar una patada a un caldero de agua sucia y jabón en un arrebato que más parecía el capricho de un niño, que la exigencia de un miembro del consejo escolar. En mi resistencia a sucesos chocantes, apenas cabía parpadear, y preferí no seguir viendo lo que aconteció después de la primera reacción violenta. Cualquier otro en mi lugar hubiera intervenido, y no lo hice porque de haber sido así probablemente hubiera tenido que romperle la cabeza para hacerlo entrar en razón, y es bien sabido que no soy persona que se deje llevar por ese tipo de deseos. La imagen que me terminado de formar de aquel momento me llega desde voces, diálogos que no considero necesario reproducir y que terminaron con un escueto, “está usted despedida”, por parte del profesor, jefe de estudios Fraud. Tampoco quise saber los motivos que lo habían llevado a semejante estado, ni la falta cometida por la señora de la limpieza, que a sus pies intentaba reintegrar el agua al caldero empapando un trapo viejo que escurría una y otra vez sobre el caldero. Algunas cosas pasan sin que nadie las sepa. Soy consciente de que no podemos renunciar a la justicia, y vamos por ahí buscando y mendigando un poco de la que se le pierde a otros, posponiendo nuestra queja, mientras esa oportunidad llega, en el esmerado hacerse el distraído, de un actor en su madurez estilística. No podía intervenir en la escena, lo empeoraría todo aún más, no podía ni quería que pasara a un nivel superior de insultos, golpes y posiblemente expedientes e investigaciones, así que lo dejé pasar. Por la vergüenza que debería dominar mi lengua, me planteo a veces no contar los extremos más delicados de la historia, pero entonces las dimensiones en las que la encerrara serían inexactas, Es cierto que la despidió allí mismo, a sus pies, mientras recogía el agua y la devolvía al caldero que él había pateado, pero además, es cierto que la señora de la limpieza Gertrude Argan, extranjera, con dos hijos, viuda y sin otra ocupación conocida, se vio en ese instante dominada por un ataque de indignación contenida sólo apreciable en un primer momento por su palidez, y a continuación le sobrevino un vómito que cayó tan cerca de los pies de Fraud que lo hizo dar un salta hacia atrás diciendo, “¿Es que usted no sabe controlarse?” Entonces se dio media vuelta y se fue enojado pensando que tendría que limpiar sus zapatos, aunque el estropicio había sido leve. La señora Gertrude siguió arrodillada recogiendo el agua derramada, ahora diluida en su propio vómito y con elementos del desayuno de la maña flotando en pequeños trozos sólidos como barquitos de papel. El perjuicio inconsciente de los simples a veces se convierte en justicia poética. El que daña a propósito, con saña y buscando causar el desastre total, no se mostrará sorprendido del resultado, pero el que lo hace sin darse cuenta ese nunca se hará responsable, y dirá “bah yo sólo pasaba por aquí, no tengo nada que ver”. Del mismo modo que sin proponérselo, alguien relacionó a Gertrude


con una pluma estilográfica que desapareció de una mesa, al margen de consideraciones morales, quien quiera que fuese desencadenó su despido y la posterior contratación de Nhelly como nueva señora dela limpieza. Los comentarios inconscientes, aparentemente inocentes y simples, van cambiando el mundo sin que se pueda acusar a quienes lo hacen, de perseguir venganza, de rencores malsanos a los que pretenden darle algún tipo de satisfacción o de querer sacar un beneficio oculto de sus críticas. Del mismo modo que el rumor de que Gertrude había cogido algo de una mesa – cosa que por otro lado, otros hacían como algo natural-, los chicos del taller de manualidades dejaron caer que habían visto al jefe de estudios bailando en una disco con dos chicas, y, por lo que se desprendía de sus comentarios, lo que les había molestado era que al verlos no los saludara, plantara la copa y a las chicas y se fuera sin decir ni adiós. ¿Se podría calificar eso de una conducta furtiva? Todo apuntaba a que no, y que el incidente que parecía importante a los ojos de los alumnos no tenía relevancia alguna entre los compañeros o superiores del estricto bailarín de modernidades, que lo era con los demás, sin terminar de comprender que la disciplina a la que se había sometido los últimos años estaba empezando a dar síntomas de flaqueza. Debo decirlo, fui testigo del incidente con la limpiadora, sin que eso pudiese cambiar nada. El espanto me llevó a retirarme y hacer como que no había estado allí, pero ya me ha pasado en otras ocasiones, que mi vida se altera por un hecho “violento” inesperado, ante el que no se reaccionar porque temo que se me vaya de las manos. No sé si se trata de indignación, pero me acobarda. Soy yo quien debería estar sometido a juicio, el juicio de la masa social sobre los hombres públicos al margen de otros acontecimientos que se esperan, contentarme con mirarme hacia dentro y hacerme reproches por mi conducta al margen del obsesivo deseo de que la justicia alcance a los mezquinos. No existe un motivo, un delito superior que los acuse y los lleve a la cárcel para preservarnos de sus maldades, la memoria es frágil, pero todos sus pequeños abusos, convenientemente sumados, deberían apartarlos de la sociedad y ponerlos entre rejas para nuestra protección. Nadie es inocente del todo de lo que otros piensen de ellos. Nadie está libre de que lo que piensen de él o ella y será que todos nos pensamos rebajándonos. Me contentó saber, que al menos se había producido el reemplazo en un tiempo mínimo, y no tendríamos que estar esperando días y días, con papeleras sin recoger, sanitarios oliendo a demonios y suelos encharcados por el baldeo descontrolado de algún profesor harto de tal situación. Nos libramos de la atmósfera de podredumbre y descomposición propia de las huelgas de limpieza, que tan bien conocíamos, pero una infección nueva como un rumor se fue extendiendo entre comentarios, se trataba de la posibilidad de que entre la nueva limpiadora y el jefe de estudios hubiera algo más que una relación profesional. Se trataba de algo que no debería importarle a nadie, al menos así lo concebíamos para nuestras propias vidas y nuestras pequeñas posibilidades de obtener alguna recompensa alguna vez, de tanto en tanto, de un romance. Sin embargo, en el caso de Freud todos, una vez más creíamos necesario una crítica. Y es que cuando el aire se enrarece por conductas de la gente con la que tenemos que abordar el reto diario de nuestras frustraciones, es como convivir como un cementerio en el jardín que se abre justo delante de nuestra casa, al pie de nuestra ventana, uno no ve más que tranquilidad, pero si interpreta que bajo esa tierra cientos de cuerpos se debaten en la podredumbre, entonces la sensación de podredumbre nos invade. No podemos atribuir al despido que partió de la denuncia de Fraud, haber sido el desencadenante del posterior suicidio de la señora Gertrude, ella tenía otros problemas mucho más graves y, quizás, sería injusto hacer pesar sobre los hombros del docente semejante desenlace. Generalmente se tiende a frivolizar acerca de estas cosas, y los juicios superficiales son demasiado corrientes en estos tiempos, en los que parece imprescindible ponerse a salvo de la critica, criticando a otros bajo el paraguas de una supuesta moral intachable. Resulta diferente ver a otros cometiendo según que errores, que creer que nosotros podríamos llegar a ponernos a su altura si son errores que no están a nuestro alcance. Aquella noche en la discoteca, me acerqué a Raullet en cuanto lo vi, parecía divertido, y enseguida nos pusimos a


comentar algunas cosas del colegio en el que trabajábamos, pero sin hacer referencia a nada de lo que acabábamos de ver. Los dos alumnos terminaron también por marcharse, y las dos chicas con las que bailaba Fraud se unieron a un grupo que parecía divertirse de lo lindo. Fraud, a pesar de sus éxitos en lo profesional, mantenía dentro de sí el síndrome de eterno soltero, el miedo a la soledad y a la vejez. No resultaba banal algunas de sus reacciones más desagradables, y aún sin nombrarlo terminamos hablando de él. Salimos de aquel lugar lleno de ruido y de humo, demasiado para mí, aunque Raullet estaba siempre dispuesto para un poco más de fiesta. Íbamos calle abajo sin prisas y yo no podía dejar de pensar en lo que motivaba a un hombre a llevar una vida solitaria, o si en este caso, se traba de un impedimento natural que espantaba a las chicas como si se tratara de una maldición. En la medida de nuestras posibilidades todos intentamos pasar en la vida por las etapas convenientes para acceder al pleno sentido de la existencia. En nuestro caso eso ya se había producido, Raullet era uno de estos casados liberales sin problemas de celos matrimoniales, yo era divorciado, y aunque no había sido de mi gusto tener que romper mi matrimonio, lo cierto es que llevaba con animada resignación las condiciones de mi nuevo estado. Es una lástima que tengamos que volver una y otra vez a establecer las diferencias con las que juzgamos a los otros y los juicios que evitamos cuando se trata de nosotros mismos. Pero no se trata de hablar de mi divorcio y sus condiciones, sino de Fraud, su perfil psicológico, sus traumas, de su miedos y los sórdidos actos que se desprendían de todo ello. Para llegar a sentir algo parecido a lo que él sintió, o llegar a tener una sensación parecida que nos llega desde nuestra imaginación, debemos remontarnos al momento en el que, después de salir de la sala de baile, Fraud caminó sintiéndose desnudo entre coches que le daban luces, y paisajes de escaparates muertos y semáforos permanentemente en el modo naranja. La sorpresa de descubrir un vínculo interior que cuestionaba el orden le hizo desprenderse de su chaqueta y acalorado, camisa por fuera y pantalón caído intentó cantar “My way”, sin éxito. Los estudios lo avalaban, su carrera había sido brillante, sus notas intachables, su vida consecuente con las ordenanzas y con todo lo moral que le habían enseñado; de esto se deduce que se trata de la misma persona y que el resultado, con la excepción de esa noche y algunas otras, pocas, como esa, (el resultado calculado y sombrío) había sido el esperado. Nada podemos decir de más, que no concuerde con su imagen, ni su estrechez de miras, ni sus exigencias, ni sus amarguras. Se hubiera disipado, le retumbaban los oídos, el tambor dentro de la cabeza continuaba el ritmo de minutos antes dentro de la sala, caminaba como sedado en la determinación de hallarse por fin a sí mismo fuera de su entorno habitual. Dominó la transmisión del hastío que se acumulaba cada nuevo año, en un nuevo resumen inútil. Se presenciaba en los escaparates como la causa de sus males, a nadie más podía culpar de haberse sentido dominado por la desesperación y sin salida. La gente habla, se decía, se miraba, y su reflejo le era indiferente, no se gustaría a sí mismo se pudiera comprender que se trataba de un vehículo para los peores gestos del hombre, para las peores reacciones y desprecios. “La soledad me juzgará, es mi destino inexorable, mi castigo”, se decía. Conocí a Nhelly sin esperar demasiado de nuestra amistad, ella era limpiadora, yo profesor de taller. Creo que todos los profesores, los de taller somos los más rudos y cercanos a los oficios primarios, lo que desempeña la gente más sencilla. Nhelly bailaba en la discoteca como una chica moderna, se divertía sin complejos y se dejaba querer, sólo si se la conocía bien se podía establecer una conexión entre aquella y la que fregaba suelos imparcialmente, sin escrúpulos de ningún tipo, sin remilgos. En aquel momento, viéndola así de dedicada yo no podía pensar de ella nada malo, no podía pensar otra cosa más que luchaba humildemente por la vida y sin quejarse. Otros la miraban con cierta superioridad y me sorprendió descubrir una y otra vez a Freud hablándole con cierta confianza y condescendencia. Ella por su parte le respondía con indiferencia, y cumplía con su trabajo, pero nunca le dio muestras de agradecimiento por haberla propuesto para la vacante. Tal vez en sus intenciones estaba usarla de alguna manera, o sacar algún provecho de su favor, pero


como no llegaron a intimar nunca lo sabremos. De nuevo tenemos que pensar mal acerca de su orgullo y la forma en la que organizaba todos sus secretos, muy secretos planes. ¿Quién conocía a Frud? ¿Acaso tenía algún amigo al que le confiaba sus debilidades? No hacía concesiones. Fue por ese entonces en que empecé a preguntarme si me parecía a él, si mis gustos eran similares y si la soledad nos hacía colegas en la desgracia. Nhelly era un hallazgo, una recompensa que esperaba cada día con cierto entusiasmo que ella solía recompensar dándome conversación y sonriéndome en la distancia, la primavera eleva los espíritus y los corazones jóvenes, es un hecho irrefutable. Me transmitía las vibraciones positivas necesarias para pensar en ella con demasiada frecuencia, más de la conveniente, y volví a culpar a mi divorcio de tomarme tan en serio a aquella chica, debía estar necesitando un poco de afecto y no me había dado ni cuenta. La reacción a los ataques que recibía de Fraud, de sus reproches en el claustro de profesores, de su odio que manifestaba despreciándome, no sacaba de mí más que sumisión, era una especie de salvavidas porque sabía de su influencia, pero su discriminación interpretada por mi, como una reacción a la ya aparente amistad que tuve con Nhelly, empezó por hacerme creer firmemente en que en algún momento alguien tendría que ejecutarlo; y porque su depravación, sus deseos no satisfechos acerca de la chica lo hacían desvariar y con todo lo demás que imaginaba de él, no se trataría más que de un acto de justicia. Una maldición se cierne sobre los seres solitarios, un deseo común que hace la mirada torva de sus enemigos termine por impregnarlos de tal forma que producen un desagrado antes de llegar a ser conocidos. La angustia no es uno de mis problemas, deberían haberlo notado, le he cogido antipatía al jefe de estudios pero duermo a pierna suelta, siempre lo he hecho y evitando los problemas que me quiere crear, intento ser un hombre más o menos feliz. Tal vez la vida no es un experimento completamente satisfactorio, pero las pequeñas cosas nos van llevando, nos van arrullando y terminamos por acostumbrarnos a la vida que nos haya tocado en suerte, porque hasta los que viven en las peores condiciones terminan por acostumbrarse a ellas. No, no tenía motivos para quejarme, y disfruté un tiempo de las atenciones de Nhelly, no puedo decir que pensara que aquello prosperaría, pero estuvo bien. En contrapartida, tuve que sufrir las criticas de Fraud, una y otra ve llegaba de mañana enojado conmigo y eso no era nada cómodo, pero lo sobrellevé, hasta que empecé a imaginar que se dedicaba a crearme problemas contando cosas acerca de mí que sólo podían traerme problemas: ya saben, cosas de Nhelly, cosas acerca de mis limitaciones profesionales, de mis incumplimientos de horarios o de mis problemas con otros compañeros, cosas ciertas de menor importancia, y otras inventadas que podían causarme serios problemas. Mi imaginación volaba, y lo veía en mis sueños hablando de mí con el director o con el consejo de administración, fue terrible. El deseo inmaculado de Nhelly la llevaba a pasar veladas a mi lado sin permitirme avanzar lo más mínimo, pero esto encendía aún más la rivalidad – si puedo llamarlo así, porque era como si se sintieran en el derecho de creerse en un plano superior por no creer en el amor entre compañeros de trabajo- que experimentaban todos los profesores cada mañana al vernos llegar. La imaginación libre de nuestros amigos y de nuestro enemigo, nos creó algunos problemas, el mayor de todos fue que prescindieron de ella al terminar el verano. Empecé a notar la animadversión de algunos profesores que siempre habían sido compañeros amables y bien educados. Y todo dio un giro que no esperaba, inconcebible, de pronto me veía sujeto en todo lo que pensaba y decía por miedo a que a alguien le pudiese parecer mal. También Nhelly notaba lo mismo y creyó que el origen de todo estaba en que hubiésemos entablado amistad –qué eso era todo lo que había entre nosotros, aunque la imaginación pudiera llevar a otros a pensar lo más absurdo-, pero relacionaba aquel ambiente hostil con lo que Fraud pudiese estar hablando a


nuestras espaldas. Al llegar una edad debemos saber que estamos de cara a la gente, hagamos lo que hagamos, seamos lo que seamos ellos estarán ahí para juzgarnos. Que hoy me parezca poco creíble haber vivido como lo he hecho para finalmente enfrentarme a mi destino, no debe obstaculizar la idea de que de todos nuestros actos, de todas nuestras reacciones, de las trayectorias que andamos y las estelas que vamos dejando, se desprende como somos y todos están ahí para ver, para juzgar superficialmente, para saberlo todo. De niño la gente no importaba, aún no formaba parte del todo, pero cuando empecé a presentir que todos me conocían, empecé a hacerme un hombre y a vivir ocultando mis pensamientos. El jugador de poker es un reflejo de lo necesario que es para vivir saber disimular; el actor y las artes escénicas muestran que en realidad nuestros cuerpos son sólo masas de carne más o menos amorfas, pero nuestros gestos y reacciones, nuestro tono de voz, eso es lo que importa a la gente, y no siempre desprendemos la confianza necesaria. Es posible equivocarse, y yo con Fraud no lo hice del todo, era un tipo sin sentimientos que siempre había buscado destacar a costa de cualquier maldad, también el era víctima de la ambición que todo lo domina, y entorpece nuestra forma natural de pensar teniendo en cuenta a los otros, por muy poco fiables, que a su vez nos parezcan. Me hubiese sido posible adivinar con un poco más de tiempo que Raullet, con su forma de hablar irónica y ofreciéndose como una persona confiable, terminaba por contar todo lo que sabía a algún miembro de la junta de gestión, que era una comisión de altos cargos que dirigía todos los movimientos de los colegios mayores. Raullet, del que nunca hubiese desconfiado, se infiltraba entre nosotros y lo contaba todo. Compartía nuestro destino, nuestras penas y alegrías con el único fin de saberlo todo. Considero preciso decirlo, no fue una decepción llegar a conocer su secreto cuando alguien me lo sopló pidiéndome discreción en todos mis actos públicos. Raullet sabía todo lo que yo hacía, sabía todo lo que Fraud hacía, sabía todo lo que todos hacían, y lo que contaban los unos de los otros, el tapado perfecto. Ejecutar a Fraud, ¡qué loca idea!, como el sargento Hartman era ejecutado en la película de Kubrick, ejecutarlo y después suicidarme, ¿cómo se me podían ocurrir cosas así? Estoy seguro de que todos creen saber quien soy yo, me vida se ha vuelto transparente y no sé si debo aceptar eso como un logro. Una Tarde que salí un poco antes del taller, y dejé a los alumnos acabando de recoger, miré a través de una ventana que Nhelly estaba parada delante de Fraud y que el hablaba fumando un cigarrillo (el jardín era el único sitio donde nos dejaban fumar, ahora eso sucede en todos los centros). Lo escuchaba con paciencia, y el estaba distendido, fuera lo que fuera lo que le estaba diciendo, no se trataba de algo profesional. Era una conversación amistosa, por lo que parecía estructurada sobre banalidades del estilo, “vaya día bueno que ha salido hoy”, y no sé porqué, comprender eso me hizo alejarme intentando no ser visto. No dejo de asombrarme de la cantidad de información que podemos procesar en nuestros pequeños cerebros, y de como el instinto nos puede llevar a interpretar posturas, actitudes y tonos de voz a tanta distancia. Nhelly nunca me comentó nada sobre su conversación con Fraud, no tenía que hacerlo, de ninguna manera habíamos intimado hasta ese extremo, y pasado el verano dejó de trabajar en el centro y no la volví a ver. Unos meses después, alguien me comentó que a Fraud lo habían visto en varias ocasiones con una chica con la que comportaba de una forma cariñosa, pregunté si se parecía a Nhelly y me dijeron que no, tal vez al fin había conseguido superar esa imagen odiosa de “quiero ser un triunfador me cueste lo que me cueste”, esa imagen que se desprendía de sus acciones y que lo llevaba a ser rechazado por las chicas. Hay algo aún que creo que debo contar de Fraud, para terminar de dar forma a su personalidad de hielo, y eso es que tenía un precedente familiar que quizá, y digo sólo quizá, lo llevaba a creer que le quedaba poco tiempo y que debía justificar su existencia lo antes posible con un éxito temprano, y esa cosa era que su padre se había muerto de cáncer siendo él aún


muy joven. Y, cuando supe esto, creí que debería empezar a sentir lástima por él, pero cada vez que me ablandaba, la imagen de su pie pateando el caldero y gritándole a la señora Gertrude, se interponía entre mis más piadosos sentimientos y yo. Para mí no puede haber dudas al respecto, me parecería inútil intentar defenderlo, el convencimiento del perjuicio que causa el poder en manos heladas es equivalente al de un cuchillo, silencioso pero implacable. Llamé a su videoportero una noche que sabía que estaba sólo, su amiguita había salido de viaje, se pasó toda la tarde bromeando sobre la posibilidad de una boda –quizá creía que eso le hacía más digno a los ojos de sus compañeros, lo que empezaba a pesarle-, y finalmente comentó que su novia había salido de viaje. Al margen de mis disputas con el jefe de estudios, estaba mi convicción creer que el mundo estaría mucho mejor sin él, ese mundo que nos controlaba, nos interpretaba, nos juzgaba, nos criticaba, nos menospreciaba e intentaba perdonarnos una y otra vez, siempre y cuando nos hubiera hecho sufrir lo necesario previamente y en la medida que sus cobardías se lo permitieran, sin darla cara, de la forma más huidiza, resbaladiza y discreta y por creerse dueño de los descarriados. A veces se trata de que uno se siente como si acabase de hacer un gran descubrimiento, cuando lleva meses dándole vueltas a la misma idea macabra, como si acabara de identificar el origen de sus dudas e inquietudes y tuviera la necesidad irrenunciable de poner solución, de una vez y por todas a los males de este mundo encarnados en el objeto de su estudio. Al viejo modo romántico de los antiguos honores cuestionados, la soledad que sentí esa noche me hizo salir a dar un paseo, y en medio de mis pensamientos, se pego como una sanguijuela, la idea de que de alguna forma incuestionable, Fraud no sólo perjudicaba a gente indefensa desde una situación de poder ilimitado, sino que también me había perjudicado a mí triunfando donde yo había fracasado, el amor. Y claro que todo estaba por ver, muchos matrimonios no superan los primeros años de convivencia y el había puesto para la boda, pero después de todo no se había casado aún, yo no podía ser ajeno a eso, e intentaba controlarme, pero la felicidad que expelía cuando hablaba de sus esperanzas, una y otra vez me convencía de que una persona como él, que había pasado por encima de todo y de todos sin reparar en sufrimientos, no merecía el destino que ahora se prometía. No se trataba de esperar unos minutos muy apreciables en tal momento de nervios, estiré los dedos todo lo que pude, para a continuación cerrar los puños con fuerza, y al momento sonó un zumbido que me franqueaba el paso y empujé con fuerza la puerta del portal. Ya estaba dentro y no se trataba de constatar si mi decisión era irrevocable, lo había decidido, no había vuelta atrás, llamé el ascensor y volvía a cerciorarme de que tendría valor, y sí, iba a matarlo. El plan era simple, haciéndome pasar por el compañero más amable y encantador con el que jamás se encontrara, lo convencería para que me dejara entrar con la excusa de comentar un tema personal que además tenía que ver con el colegio y con la jefatura de estudios. Una vez dentro le pediría un vaso de agua, y con la excusa de que no se molestase, le diría que ya lo buscaba yo mismo, entonces en la cocina buscaría una cuchillo, pero no un cuchillo cualquiera, tenía que ser un cuchillo poderoso, un tremendo cuchillo de cortar fiambre. Después de eso todo sería fácil.

3


La defensa del moribundo

Es curioso, la gente cabal, de forma general, suele respetar a aquellos que están pagando por sus culpas, aunque no los conozca de nada. Es algo difícil de comprender, del mismo modo que lo es, que algunos religiosos en la edad media decían pecar, para a continuación poder sentirse en el estado de gracia de los que están ya pagando por sus pecados, y se procuraban todo tipo de castigos, algunos del todo inhumanos. Cuando uno está en la cárcel, deja de ser un delincuente, para ocupar el lugar del que merece otra oportunidad y al que no se puede echar sobre los hombros el peso adicional a su castigo, de una critica ligera e irresponsable, o así debería ser. A los que hacen esto, criticar a gente que está en la cárcel, o simplemente recuperándose en un hospital de un accidente del que fueron culpables por su irresponsabilidad, o a los que han quedado en la calle por cometer el error de perderlo todo por causa de algún vicio, a los que los miran con desprecio, y hacen juicios superficiales para ponerse en plano superior de los puros, a esos nadie los quiere, nadie los respeta, y a nadie le gustan. Mejor mil veces un preso que sabe contener la lengua, que un hombre libre que se cree puro y dice los errores ajenos sin medirse. En los últimos años he aprendido a sobrevivir a lo que la gente pueda pensar de mi y no es fácil, primero porque es un ejercicio de adivinación, nadie te dice lo que piensa de ti sobre todo porque su reacción de encuadra entre su progresión en la vida y en principio no me interesaba discernir lo que yo pintaba en la vida de cada uno. No es extraño pues que no desee entrar en un juego de comparaciones. Cuando era un niño –recordemos que la escasez de los años cuarenta y cincuenta dejó a la generación de nuestros padres traumatizada delante del miedo a una hambruna-, había la costumbre de medirnos poniendo hombro con hombro, porque veníamos de una generación mucho menos desarrollada. En el colegio nos poníamos de espalda en una pared y con un lápiz hacíamos una raya sobre la cabeza, poniendo el nombre de cada uno sobre la raya. Detrás de estos juegos infantiles, aparentemente inocentes ya empezábamos a vernos con desconfianza tratando de analizar las capacidades de cada uno. Y ahora que lo pienso, después de semejante razonamiento, tengo que apoyarme en él para concluir que además de un miedo cerval al cáncer –lo que llevaría a Fraud a pensar que moriría joven y necesitaría hacerlo todo mucho antes que los demás-, estaría su procedencia, el origen campesino de sus padres y abuelos, que pasarían la escasez de los años de la posguerra con más resentimiento que otros, y también eso lo llevaría a medirse a cada momento con todos los hombros que pasaban a su lado o con todas las cabezas que se arrimaban a una pared, una locura. El reproche principal ya no es el egoísmo que durante tanto tiempo se confundió con la envidia de quienes lo censuraban, ahora se trata de la felicidad. Ante la imposibilidad de instruirnos en la ciencia más importante de la vida, simplemente nos sentimos disminuidos delante de todos los que derrochan felicidad con canturreos estúpidos y risas nerviosas, y es eso lo que nos lleva a decir para nosotros mismos, “¿qué se habrá creído éste?” Sí, ¿qué se habrán creído para exponer su felicidad sin pudor? No pude protestar por encontrarlo casi muerto, el acto de dar al botón que abría la puerta del portal debió terminar con sus últimas fuerzas, e intentó salir al rellano de la escalera, pero allí se desplomó golpeándose la cabeza contra el suelo. Al margen de lo mucho que lo odiaba no podía dejarlo allí tirado y salir huyendo sin más. Intenté ayudarlo. Una señora que bajaba la escalera en ese momento me ayudó en la taré de introducirlo en la vivienda y postrarlo en un sillón. Tal vez no deberíamos haberlo movido, es lo que aconsejan en estos casos, e hicimos lo que creímos mejor sin pensar en sus lesiones. Se trataba de una buena vecina, es decir, una vecina que se preocupa por sus vecinos, que cada vez son más difíciles de encontrar, buena y sincera, hasta el punto de


sorprenderme, cuando me presenté y me dijo que Fraud le había hablado de mi. Se trataba de algo sorprendente, por sus reacciones, descubrí que nada malo ni insidioso le podía haber contado sobre sus compañeros del colegio, al contrario, la opinión de la señora crecía en reconocimiento y respeto a medida que seguíamos hablando mientras esperábamos la ambulancia. Hay gente que es así, que trata a los profesores con el respeto con el que no hace tanto se trataba a los curas, y se les besaba las manos, y todo eso tan ridículo. Empecé a valorar e interpretar, que podía haberme equivocado acerca de mi enemistad con Fraud, y aunque él me lo preguntaría más adelante, nunca llegaría a saber que había ido yo a hacer a su casa aquel día. Por lo inesperado de los acontecimientos me sentí confundido aún varios días, y en eso también ayudó saber, de boca de la misma agradable vecina que tenía enfrente en aquel momento, que por lo que ella sabía su novia lo había dejado no hacía mucho. Concluí en ese instante que entonces lo del viaje no era más que una excusa para ganar tiempo entre sus colegas, que se extrañarían de dejar de verlo en compañía de la chica, y se imaginarían lo peor, culpándolo por no sentirse más afectado por ello, imaginando historias de embarazos no deseados, o de terceras personas –quizás yo mismo estoy yendo demasiado lejos al atribuir a la gente el deseo de llegar a tales extremos, posiblemente. Haciéndome el distraído conseguí el resto de la declaración de la señora, acepté de buena gana sus razonamientos y suposiciones, y le ofrecí mi confianza en aquel complot contra su amistad. -¿Usted no cree que puede haber intentado suicidarse? –me preguntó con toda naturalidad. -No lo creo, lo conozco bien, desde hace algunos, es un trato diario en el trabajo, ya sabe como es eso, y no es del tipo de personas que se suicidan, puede estar segura. -Me quedo mucho más tranquila, yo lo aprecio mucho, aunque hace poco que vive aquí, ¿sabe usted? Tendría que intentar llegar aún un poco más lejos acerca de la relación existente en sus crisis de autoridad, saliendo a bailar como un jovencito patético los sábados por la noche, y el episodio que lo tenía derrotado al pie de la escalera, del episodio de su vida aparentemente vacua y sórdida, y el placer que le producía ejercer la autoridad y la exigencia más insensible con alumnos y subordinados en el centro de internos. Desde esa conclusión indefendible, del hombre que se cree en posesión de la verdad, hasta el punto del abuso de poder, determinados atenuantes podrían llevaros a sentir lástima de él, y eso sería un error, ni aún en el caso de que se hubiese tratado de un intento de suicidio, ni tampoco en el supuesto de que hacer el bien fuera la razón final de su proceder. Creer que en su forma de actuar no había maldad previa, que pertenecía a ese magma indescifrable de mortales que hacen daño sin percatarse de ello, ni, por supuesto, responsabilizarse del daño de estos actos o comentarios, no nos ayudaría a someter a juicio a Fraud y a todos los Fraud del mundo, debidamente. Se confirmó unos días después, cuando alguien del claustro de profesores recibió la noticia desde algún familiar desconocido para nosotros, de que se había tratado de una intoxicación por ingestión de comida caducada, y no de otra cosa imaginable, si bien las suspicacias continuaron un tiempo. Cabría preguntarse qué clase de comida caducada, puede producir semejante reacción en el cuerpo humano, o qué cantidad de lo que fuera, pudo causar un resultado semejante, para nosotros, los otros profesores del colegio mayor, saber estas cosas nos ayudaba a entender, a posicionarnos delante de un hecho extraordinario que perturbaba el orden, pero también a mitigar la inquietud que nos producía que creer que si le había pasado a él, nos podría pasar a cualquiera. En lugar de acompañarnos de la más compungida de las expresiones, parecía como si deseáramos escandalizar, promover una campaña entre alumnos para que denunciasen a la marca que produjera el accidente,


que lo contaran en sus casas, a sus amigos, pero sobre todo que se cuidaran mucho, ellos mismos, de no volver a probar ese producto de cualidades tan nocivas. Para entender algunas ideas de mi propio proceder debo recurrir a la prudencia y no ser demasiado severo con mis emociones más espontáneas, la llegada de Nhelly fue una bocanada de aire fresco que me estaba haciendo falta, y yo no sabía que procedía de una gestión hecha por el jefe de estudios, no podía imaginar que tipo de ilusiones albergaba detrás de sus pesquisas. He oído decir recientemente que donde hay demasiados solteros todo se complica, no es extraño que la gente, de forma general piense así. En todo caso la que debería estar en mi recuerdo es Gertrude y la terrible historia sí sería interesante de conocer, pero el amor puede más que las terribles injusticias que los humildes viven en este mundo. No he vuelto a ver a Nhelly, y si lo hiciera, me gustaría preguntarle cosas sobre Fraud, cosas que aún no me quedan claras y no comprendo del todo.

1 Fallamos En La Dulzura Del Azul Fallamos en ser nosotros mismos, todos los momentos se parecían, éramos otros viviendo una ficción. Después se fueron despejando nuestras dudas, y descubrimos demasiado tarde, que nadie está tan loco como dice. ¿A qué viene ese interés por hacerse el distraído en mitad de la batalla? Todo empieza a ser posible, todo empieza a ser mañana, si eludes el pensamiento persistente que a todos nos convocaba y hoy nos embrutece. Deberíamos reconciliarnos con nuestros errores: Deberíamos hacerlo frente a la gente que es nuestro público cotidiano, pero eso no es posible. En cuanto nos enfrentamos a los reproches de nuestro inconsciente entendemos que va a ser para siempre, somos esclavos de no perdonarnos porque no nos tememos como al que fuimos en otro infierno. Mezquinos en la reconciliación no podemos ocultarnos nada, ni lo peor, si lo peor existe. Lo enterramos en el silencio que no en la memoria porque allí figura presuntuosa la inocencia fingida. Cada uno de nosotros somos dos, al menos. Desechamos la parte que es reprochada porque no es tan malo asustarse de pecados ajenos, y si son nuestros los creemos caprichos. Deberíamos haberle hecho frente a la característica que pretende abandonar nuestros temores. El más lúcido pensamiento pierde su propósito si con el paso de los años hemos olvidado como hacer funcionar la dirección, hemos olvidado enfocar el espolio que produce, hacía donde debemos dirigir su potencial. Poblados de dulces pensamientos que persiguen despertarnos en la represalia del cansancio, no consiguen esconder el remordimiento detrás de la pereza. Podrías proponer una confesión pública, a corazón abierto. ¿Te puedes imaginar haciendo


algo así, tú que hablas contigo mismo como si te debieras algo? Estamos dolidos de convenciones que no conducen a exculparnos de lo que no hemos hecho, ni a perdonarnos de faltas menores. Todo se tiene en cuenta esperando que duela como duele la tortura. Al ser dos, aunque nos censuremos formamos partes de nuestros secretos, por lo tanto nos aceptamos como nuestro mejor aliado y confiamos en que nuestros pensamientos están guardados en un encierro inviolable. ¡Qué sórdida puede ser la vida, si a pesar de la mediocridad que exhibimos, no somos capaces de guardar algunos secretos! No soy el único que habla solo, que camina ajeno a los que vuelven la cabeza contra el señor Hyde. Y ese otro ser oculto, es en ocasiones tan fuerte, que el hombre no puede encontrarse a sí mismo. El verdadero yo no se pronuncia por miedo a ser delimitado, por miedo a tener un pensamiento ordenado y por lo tanto previsible, pero lo que es aún peor, por miedo a coincidir con el resto del mundo en alguna idea superviviente. La voz se construye desde una mentira que pretende el manifiesto de la existencia, nada respira por casualidad. Ese sonido humano que sale de nuestros pulmones antes de aplicarse en cada libre cuerda de nuestra garganta, es un sonido que nos hace compañía como ningún otro, es un intento de alcanzar la amable distancia que que imponemos a nuestra propia soledad, la piedad de prestarnos atención como nadie supo hacerlo. No debería hablar en plural, porque alguien puede creer que hablo por todos, pero no, sólo hablo de personalidades vacías de un yo diferente debajo de un puente de autopista. Nos podríamos asustar de nuestros sueños, de nuestra sombra, de de nuestras frustraciones, de nuestros traumas, de nuestros recuerdos, de nuestros remordimientos de los pecados que nunca pudimos perdonarnos, pero aún cuando despertemos en mitad de la noche más allá del ronquido, articulando palabras que a su vez nos lleven a un discurso poco digerible, la extraordinaria resistencia con la que amamos nuestra voz impedirá el sobresalto. Precisamente lo inexplicable de creernos en familia cada vez que nos consuela, nos hace sentir que nada más extraordinario que su tonalidad zalamera y piadosa, puede ser alguna vez poseído. Estoy comprometido con este yo que no es nadie, pero se expresa según su propia medida. Arrullado por un murmullo de ángeles, por una canción de cuna que me adormece, porque ese sonido humano reconocible, agranda mis pupilas al punto de hacerme perder los párpados, de modificar el ritmo de mis venas y por fin hacerme caer en un sueño de beatos y vírgenes de juventud. No soy nadie pero hablo por todos, por los otros que comparten el bajo puente mientras diluvia; hablo por mí y por el otro que me señala desde las entrañas, mientras, el charco del arroyo que nos cruza va llenando el cuello de los ahogados. En la tempestad el buque no avanza, se limita al consentimiento. El ojo existe como un semejante, ellos me lo han hecho notar, se han quejado de que mi ojo es demasiado alegre. ¿Alegre? Puedo conservar intacto mi ojo, me han dicho guardando un punzón oxidado, mientras yo, como siempre en estos casos, me he limitado a mirar al suelo en silencio. No me habla si alguien más interviene, me reclama un pasaje de soledad para hablarme, y cuando están ellos, guarda silencio. Alguna vez desde un deslumbramiento he llegado a adivinar mi vida pasada, entre la


comodidad del absurdo y el reclamo de una alianza donde mi amor me espera. La más alta forma de agradecimiento, en los límites de la esclavitud se cayó la realidad con el ensamblaje de lo que algunos llamaban sueños, cuando no llegaban ni a aspiraciones. Había un ramo de flores para reconstruir sin perspectiva los primeros amores. Los ramos de flores son necesarios para deshacernos en gratitud; aunque, debo decirlo, ni siquiera entonces, delante de aquel desafío de mujer, eran mi fuerte. Ya sólo soy tuerto a media voz, y para quien se duerme en mitad de los discursos eso es perderse la mitad de todo. Nunca aprendí a explicar la linea transversal de lo que aprecio, a mirar con experiencia para poder hacerlo: Por eso la afonía del cíclope. Crecimos sin bendiciones, torturando la mancha, y no como ahora que no te muerdes las uñas por miedo. Hoy he intentado dormir de puro cansancio, y en el colchón se ahogaban todas mis penas, hasta las que escuecen en la comisura de los labios. Mis antepasados brotan donde la noche pierde sus alas y la humedad es censura. Luego van cayendo, ¿te das cuenta? Ruedan como bolas de energía brillante e intocable, como siempre fueron. Dormir sobre un colchón húmedo es como hacerlo sobre la hierba cristalina, dobla todos los huesos, ningún cuerpo está tan vivo como aquel se rebela, se ablanda y termina por estallar. Ha pasado la noche, he dormido poco por el frío y a mi alrededor algunos cuerpos enredados en mantas y barro se aplastan contra el suelo como si nada les importara; no sé si están muertos o durmiendo, podría ser cualquier cosa. El aire de la mañana es frío, pero lo respiro con profundidad por el placer que me produce, a pesar de toser hasta sacarme de mi órbita. Es el mismo aire frío que sintieron en la antigüedad, después de noches igual de terribles, es una sensación igual a otras, no importa que el mundo ruede ahora con ruedas cuadradas o motores sin vapor, sigo sintiendo lo mismo que ellos sintieron, buscando el universo en ese olor a madera recién quemada en los campos, buscando el universo por encima de los árboles y de los trinos de los primeros gorriones. Me propongo como un misterio cuando pienso en reconocerme. Hoy he aprendido el día que me miré en el espejo y me pregunté quién era realmente, ese día llegó porque algo se va parando dentro, y termina por pararse del todo. ¿Estoy tan seco que ya no tengo ilusiones? No esta mañana, capaz de reflejar un charco en el que frotar las manos y mojar los ojos antes de disolverme. Si puedo despertar debe ser que aún estoy vivo, otra alborada sin sol pero accesible al fin. El miedo extremo a ser atacado mientras duermes no es una ilusión, responde a un peligro verdadero, pero no tengo nada que alguien pueda codiciar. El verdadero prodigio del sueño es despertar cada mañana respirando el aire frío del otoño que empieza a abrirse, como una mujer abre sus piernas y nos muestras sus bragas limpias sin rubor alguno. A veces también los libros se descubren sin pedir a cambio nada más que una miradita, una inocente atención de letras oscuras bailando para torcernos la vida. Mis mejores amigos han muerto sin encontrar a nadie que los sostuviera en sus brazos mientras agonizaban. Con ellos compartía la supervivencia, el horror detrás de la catástrofe, la incredulidad de las víctimas. La tierra se secó así que no tiene mucho sentido seguir el testimonio de los hombres que se encadenaban en generaciones aprendiendo que el paso del tiempo era lo más bello que podía suceder en el planeta azul. Envejecer: casi fue ayer que me meé por primera vez fuera del útero de mi


madre, y me sigo descomponiendo como la primera carne putrefacta que cayó del cielo el primer día de la creación y que alimentó a las alimañas.

2 La Flor Seca El vino se avinagró, no resiste la ceniza que flota en el aire. Si apenas las circunstancias no se descompusieran en este fraude de gusanos que abre una nueva botella cada día con la esperanza de encontrar un fallo en el proceso fantasmal que lo echa todo a perder, lo avinagra, lo corrompe, lo descompone... Bailemos Gloria mientras todos duermen, cada uno de ellos sueña con salones de baile pero a nosotros ya nos vale construir la coreografía de los muertos bajo el puente. No son lamentos lo que oyes, es la exploración de las yagas que luces orgullosa, es la experiencia de los violines chirriando como chirriaban los grillos, y es también tu falda que vuela a pesar de sus pinturas. ¡Vamos Gloria levántate que vamos a bailar! Podemos avanzar recíprocamente resbalando sobre las tablas, como siempre hemos hecho, sin esperar demasiado de nuestros pies. Otras veces me abrazaste desde la claridad de tus venas, bajo el barro chocolate de tus manos, apretándome la espina con la fuerza descomunal de brazos y hombros. Somos dos bandos, lucharemos contra ellos. Cuando se levanten buscaran sus, sus armas, sus barras y sus palos, los más afortunados habrán dormido abrazos a sus puñales y espadas. Porque vamos a luchar sabemos que no moriremos de respirar la ceniza de otros. La civilización es lo que da más miedo, incluso a una ruina como somos. Nos hemos entregado a una manada sin acogida. Los pies de Gloria sobresalen bajo la manta, le doy pequeñas patadas para que despierte, tengo fe en que lo haga antes que cualquier otro. Parece sonreír, no sé si está muerta. Seguiré esperando mientras reducimos la fórmula del día que se asoma oblicuo, desolado de tanto horror de cielos encapotados. Unos de nosotros, de los que dormimos bajo el mismo puente, se atascaron en las cabezas cortadas que rozaban nucleares en una cuesta de asfalto, por eso duermen tapándose con la manta y dejando los pies al aire. Todo es inútil, parecen no saberlo. En la lucha romántica de entregarse a la única tarea que aún queda en pie está aceptar que seremos vencidos de una u otra manera. La estirpe de tener siempre a alguien enfrente nos dice que terminaremos mordiendo


alguna bota ajena. La vida es en sí misma una revelación, mientras intentamos entender la vida, sucede. Ante sus enseñanzas, las sensaciones que nos turban y el dolor que nos reprime, ¿qué más pretendemos descifrar? Los libros no se escriben para descubrir de qué va la vida, porque nunca llegaremos al hecho único de poseer una vida de otra forma que arriesgándose a poner un pie fuera de la madre. Los libros se escriben para aquellos que nunca han vivido, para los que hubiesen deseado sentir el dramático acontecer de quedarse sin tiempo y sin aire, para ellos que leen perdidos en una dimensión incompleta, y que no pueden entender nuestras historias y los absurdos amores que contamos en ellas. Ante los que se hayan acercado levemente a la vida, tan sólo leyendo libros, ¿cómo vamos a justificarnos? Somos seres experimentados, capaces de una moral corrompida, de la consternación que nos producen las injusticias, de haber entendido los finales como la mejor de todas las explicaciones. Gloria, despierta y bailemos impulsados por un acuerdo entre la fe y el conjuro. Han desaparecido tus ansias por aprender a bailar un vals de zapatos sucios. Retiro la manta de la escarcha de tus ojos y te giras sin fuerzas, alargas la mano y me retiro. ¿Por qué? Otro paso atrás, te arrastras incapaz de levantar la cara de la tierra, los labios se ennegrecen y de la nariz empieza a brotar sangre, roja sangre diluida de moribunda. He recorrido más formas que praderas, más diálogos insulsos que fotografías sin sentido, En el exterior de las personas hay montones de actitudes que no han aprendido a decir lo suficiente, si fuera así les costaría mucho menos. Se van levantando, arrastran sus mantas, se extrañan, se rascan, son prudentes, no tiene sentido acercarse demasiado, desconfían, hacen un corrillo alrededor de Gloria. Nadie va a bailar esta alborada. Lo que sucede mientras duermes es la transformación de la realidad, si llamamos realidad a lo que sucede con la luz del día. Nos sentimos indefensos de nosotros, por eso procuraba no tener nada, no dar motivos para la codicia y lo que aún era peor, se me notaba que me ponía a la defensiva. Y todo fue inútil porque alguien mató a Gloria y lo único que me quedaba, que no era una posesión material, porque bailar irremediablemente -ahora lo comprendo- era peor que eso, era una actitud y se ve que a alguien no le gustaba. ¡Pobre Gloria! ¿Te acuerdas? La mataron antes de que te diera tiempo a declararte, ¡Mira que eres flojo! ¿No tendrás suficiente con creer que nunca te enfrentas a tus problemas? Sé que hoy no me vas a contestar, no al menos hasta que se te caiga la venda del ojo enfermo. Ustedes no lo entienden, este tipo que me lleva con él a todas partes, que me arrastra, porque si tuviera elección ya lo habría abandonado, disfruta de un apocalipsis para el solo. Se hace el enfermo, el débil, el utilizado, la víctima de un poder oscuro que confirma su mala fe adelantándose a la piedad, para así poder ignorarla cuando llegue. Considerando que la han de enterrar esta tarde, no podemos escandalizar porque algunos griten y canten, y así sumarnos al desencanto. Un día dejaron de sorprenderse de que algunos “compañeros” no amanezcan: ya no se extrañan del cadáver caliente navegando en el relente de la luna. En estos casos, cuando termina la escandalera, algunos van a buscar a los ancianos acostados todavía de tanto espanto, y los acompañan en su paso frágil para no demorar la atención del cadáver valiente. La hipótesis de sus palabras suena confusa, pero cumplen con un rito que aparenta haber


cerrado el ciclo de la vida. Rechinan los dientes sobre tendidos decorados cuando se detiene la trifulca, como si alguien hubiese dado una orden, y les permiten imitar un llanto; sólo a ellos les está permitido esa conducta. Mientras el jadeo del último tritón se extingue recuerdo que una vez la invité a cenar en un sitio muy elegante, ella se había puesto una bisutería que brillaba como si fuera nueva y un vestido negro que se pagaba a su vientre provocando una eternidad cardíaca, una colisión de planetas, que aún hoy me estremece. Entre las juntas chorrea un agua verde, eso me hace suponer que sobre el puente la lluvia de ayer dejó una piscina, que cuando llega al suelo hace surco de riachuelo, pero nadie se inquieta, no nacen flores en suelo estéril. No se suelen postergar las infecciones, también el pájaro muerto que flota en el riachuelo lo harán desaparecer sin demora, pero no vana conseguir quebrar mi angustia, ya nos lo teníamos todo muy dicho. Me harán recorrer la fuente de mis demandas insatisfechas y encontraré que cuando vibre la tierra, la voz muerta retumbará todas las amarras. Meditaciones y sometimientos, así pasas las horas, algunos creen que hablas solo, pero la verdad es que todas las cosas que hay en ti son sucesivos relatos, historias conexas, porque de nada valdrían si no hay relación, pero sí, la relación existe porque te llegan de lo vivido. Algunos creen que después del horror ya pueden empezar a resumir las emociones. Pero no es tan fácil, unos sobreviven a la batalla, pero hay que seguir hasta desprenderse del miedo tan conocido, de la representación de las escenas que se repiten. Y también, después de controlar el primer temblor, hay que pasar por la prueba de un día llegar a vernos reflejados en el agua, en un escaparate roto, en un espejo de cuarto de baño, y sostenernos la mirada sin avergonzarnos. El día que no te reconozcas ya habrás perdido todas las ilusiones, lo que sucedió hace algún tiempo, no ahora. ¿Qué tienes fe en tu pasado? No me vengas con esas ahora que crees al fin ver quien tú eras. En este preciso instante que perdiste lo único que te quedaba, Y eso para adelantarme con tu implacable y habitual desinterés que nadie espera nada del futuro, porque un día nos levantamos y nos lo había hurtado. Si Gloria no lo hubiese perdido todo jamás se hubiese acercado a ti. Al pasar a tu lado creyó que podría encajar esta lluvia, pero no te pensó como un seguro de vida. Eres la fachada de un derrumbe, no podrías ofrecerle seguridad en ninguna de tus versiones, acéptalo. Fornicabas como un animal, y aunque no te quería consentía verte enfermar, y te lo voy a decir porque ya no debo guardarle ese secreto, ella siempre pensó que morirías pronto. ¿Qué tienes fe en el pasado? No me vengas con ese rollo antiguo de sus pechos maduros, de madre amorosa, de familia en el recuerdo. No te preguntes por qué te quitaron lo último que te quedaba, cuando creías que ya no te quedaba nada porque al atardecer no colgaban neones. Cuando buscabais esquinas en el hoyo del desamparo ellos os seguían con los ojos y era como añadir algo sórdido al desasosiego. Hay una parte de este grupo se sometió a los hombres que venían a despiojarlos y esterilizarlos como si cumplieran un mandato de constelaciones. Por muchos reproches que me haga, nunca justificare que despiojen a estos seres que mueren sin remedio a la atención de un público abyecto que nos tiraría cacahuetes si alimentarnos les resultara divertido o creyeran que podrían presumir de piadosos por eso. Mientras sucedía otros fornicaban en las grietas de las paredes donde ni los


lagartos llegan. Si de alguna forma ella hubiese demostrado su fertilidad, yo la hubiese seguido a ella y su barriga arrastrada, durmiendo en colchones mojados de lluvia verde temiendo un ataque por sorpresa de nuestros rivales, los que no duermen bajo el puente, los que ocupan fábricas abandonadas.

3 La Banda De Música Entre la realidad y la tierra nos someterán a pruebas que no esperamos, entonces pondré en marcha el equilibrio de fiebre consciente que aún nos libera. Ya sé que un contagio consciente me espera del otro lado de este muro que me divide. Me debo un disparo de clavos en la garganta oscuramente diseñado, un asalto violento, sin pánico, dispuesto a descubrir que el mundo que vemos y vivimos, es el más lleno de lógica, pero el menos interpretable. El tiempo que nos ha tocado es tan maquinal que no me entra en la cabeza lo notaría cualquiera, tiene un extremo oscuro que hace dudar de lo tangible. Destilamos un cartón de fiesta nueva, entrábamos apurados, entre la fritanga y la banda de pasodobles. Y que hubiera sido una marcha fúnebre si hubiésemos plantado el cuerpo de Gloria sobre la mesa. Ya no hay música ni banda para aprender un vals de año nuevo, cabeceando de bolsillos secos. Y llegados a este punto uno renuncia a explicarse, desistan pues de lo que no entiendan, que todos deberíamos temer ser malinterpretados. Pero no siempre, si nos desdoblamos en un yo exigente, merecemos una disculpa por nuestro abandono. De nada sirve lamentarse de una orquesta semejante de madres llorando con pupila plañidera, abrazos desafinados, renegados trombones y temblorosas guitarras, ajenas al fracaso de los que han conservado sus trabajos, sus familias, la confianza de sus amigos, sus autos, sus casas, sus posición, alardeando de prudencia, consintiendo al miedo y a la cobardía, exhibiéndose en todas las manifestaciones humanas donde les aconsejaron no meterse en líos. Es muy mezquino dejar pasar a otros y vivir con la lentitud del que sabe que irán pisando trampas y dejando franco el camino. Yo no fui de los primeros, pero tampoco voy a llegar triunfal pisando flores porque este cuerpo andrajoso ya no lo resistiría, y además mi voluntad se hace más al solcito de pradera. En la verbena, una noche de farolitos de colores se extrema una juerga de hombres meando apoyados en las membranas de la pared, es la sensación familiar de los que hemos venido a por los despojos. Inspirado y trastornado por la celebración de los que han conquistado con júbilo etílico la fábrica de ladrillos. La vela latina hondea en


la sustancia del hombre libre, a donde nadie más llega, porque el mar insuficiente no da rumbos al trazo espontáneo del artista. En mitad del océano sin más señales que un abismo de mar azul a su alrededor, decide dejarse llevar por el viento caprichoso, y avanzar quebrando la líquida superficie. Cambiamos para dormir aquella noche en la fábrica ya que nuestro rival huyó sin batalla. Desfallecido del día de búsqueda en el campo de la feria, arrastré mi colchón entre otros penitentes. Naufragan las fuerzas justo antes del anochecer, vuelven las nubes de ceniza y el ansia por vivir, aún nos anuncia de alimentar los pulmones. Desciende la última hora, sentados en la puerta del nuevo edificio, rebajamos la ansiedad y verificamos en silencio que dormiremos, al menos esa noche, sin respirar nuestros propios excrementos. Es otra brisa que llega resollando de hastío en término idéntico al que me deja allí sentado sin gana. Ya no es la erisipela lo que me quema las sienes y los ojos, es rumor de fiebre pulmonar. Sin embargo es tan placentero este momento lánguido, este dejarse ir por lo que nos daña mientras nos arrulla. Desde esta atalaya podemos ver las camiones cisterna que pugnan con la cuesta de piedras hasta el bajopuente. Entonces abren la billa a toda presión, capaces de hacer un agujero en una puerta, lo inundan, arrastran prendas viejas de ropa abandonada, lo empapan hasta que la piscina se convierte en río y empieza a correr con el brío de una corriente invernal. No he venido aquí a salvarme, no funciona así la parálisis, ésto es más serio que un gesto o un saludo, es estar en primera línea cada día, cada hora, cada minuto. ¿Acaso vivir sin propósito no es tarea descomunal e imposible de alcanzar si no te rodeas de valientes? Estar dejándose aplastar por el peso de la existencia es mucho más que subir un everest. Pero ellos buscan la libertad de la montaña, arriesgan y ganan, mientras tú sigues ahí encerrado en un mundo que no te pertenece. Eres un una cruz de cuerpo vacío. Cada año te pasean de sangre turbia por la extinción de tus propias huellas, de tus propias ropas, de algún documento que te libre de ser confundido una vez más con la figura de escayola, la que se fue a su casa cansada de que le rezaran y le rogaran. Ya está, no hace falta que sigáis en eso, dijo mirando a los otros, podéis descansar un poco de la codicia que separa abismos, ya habéis heredado la tierra. Tejido de confusiones no programadas aquí he caído, como cae una piedra que se tira al azar, sin pensar, inesperadamente. En cierto sentido, mis reproches no van a valer para ahogar el olvido, y esta noche en un nuevo escenario avanzará la fatalidad, tengo el presentimiento de los ahogados. Esta noche vendrán a por mi. Habré aprendido un fuego, habremos aprendido todos los fuegos, después la página libre exigirá una firma clara, una aceptación manifiesta y todo estará listo. Esta noche dormiremos bajo un techo nuevo, desde una ventana se ve el campo donde hubo una verbena, donde algunos siguen rebuscando comida enlatada. Entre mis certezas no están las que articulan un equipo de médicos extirpándome el hígado, aunque, ante sus ojos, ellos saben quien tiene el poder. Sobre el conjunto de enfermeras no puedo decir nada, además de que creo haberlas visto en tacones y con una cofia que les permite mover libre las nalgas. Cada uno de mis órganos forman parte de una industria popular de la que debemos sentirnos


agradecidos, porque sólo esos grandes sabios a los que son destinados podrán algún día salvarnos de la pretensión del triunfo. A partir de aquel momento de doctores podía suceder cualquier cosa, en tus señales la muerte es un presentimiento, pero yo he venido a darte una certeza. Al menos en los hospitales se duerme con camas limpias, y mejor, no preguntes quién paga todo eso. La eternidad no está contraindicada para los cíclopes pero nadie te dijo que tú fueras uno de ellos, ¿sabes que no me gusta de tus reacciones? La parte de cíclope inmortal que de ella se desprende. Por ejemplo ayer, antes de que la ambulancia te llevara con una escandalera propia de un personaje realmente importante, cuando bajaste al campo de la feria para recoger botellas mediadas, entonces parecías disfrutar con la música, y ya no te acordabas que tu pareja de baile se había ido para esa siempre esa misma mañana. Eres peor que un delincuente, te dejarías arrinconar por un abusón esquinero si al rato tu vida volviera a su origen, a murmurar sin que nadie te entienda, a hablarle a tu yo fingido, a buscar un la piedra filosofal entre los desechos de un grandioso día de fiesta popular, a mirar con desconfianza a los que duermen contigo, que al fin te protegen y te dan calor. Has estado demasiado tiempo eludiendo tu pasado, y confías en que tu familia de la que aún queda alguna parte, pueda saber de ti y venir a reconocerte e identificarte. Todo eso antes que estés definitivamente muerto, porque después ya sí sabrás como reaccionar, con la firmeza impasible de los que nunca dan explicaciones. En eso cada cadáver, es el cadáver de un rey, no admite órdenes de nadie, nunca da explicaciones y no pierde la compostura. Pero tú, ni siquiera muerto me vas a dar un poco de paz, porque entonces empezaré a recordar y a intentar descubrir por qué te gustaba tanto la calle, por qué me diste tan mala vida, por qué renegaste de la conciencia colectiva y de dar discursos. No se te daban mal los discursos, debes saberlo, pero los políticos dan discursos cuando se visten con un traje caro para una inauguración y además le ponen música. Hiciste bien en no seguir por ahí. Acabo de decirte que hiciste una cosa bien, me estoy haciendo viejo, y además está eso de que ya te llevan para el quirófano, en unos minutos estarás más sedado que una estrella de rock, así que bueno: “qué dios reparta suerte”, y si te veo mañana, pierde cuidado por eso no va a haber más condescendencia, va a ser para condenarte por ser tan egoísta y cobarde y por complicarle la vida a todos los que tienes alrededor. 1 Un Frecuente Desafío He pensado a veces, en cuán interesante sería contar la historia de Rodomiro Vallés, si pudiera describir con algún detalle las circunstancias que lo condujeron a morir ahorcado con vergüenza en una plaza pública, y acercarnos así, no sin cierta extrañeza, a la incidencias que pusieron a este notable doctor fuera de la ley. Es por eso que he empezado esta breve narración, sin ánimo de esclarecer los hechos, mucho menos de resultar didáctico o científico, al contrario, algunas de las ideas que aquí encontrarán serán completamente imaginadas. La definitiva indagación que siguió el cuerpo de policía para aportar las pruebas necesarias de su culpabilidad, no deberían ser sin embargo un obstáculo para quien


no desea contar la historia como quien reescribe un informe de ese tipo. No me resulta fácil aceptar que lo he estado relegando, porque no deja de ser una historia desagradable, con detalles sórdidos y que a nadie le interesan, ni siquiera aunque estuviera intentando con la pasiva complicidad del lector más veterano, escandalizar a otros que se hayan acercado a estas páginas con una nunca despreciable inocencia. De forma regular abordo temas sin sustancia, en su mayor parte relacionados con la vida cotidiana de gente común, temáticas que otros han olvidado o pasado por alto. Por lo demás con frecuencia la recompensa que recibo por entregarme a demostrar que la estricta normalidad y rutina de las buenas gentes de esta ciudad puede ser un motivo literario, es apenas apreciable. Pero téngase en cuenta que nada es más satisfactorio que lo que se hace sin esperar nada a cambio. Me mantengo en la evaluación de mis propias impresiones, si rebajo la categoría de asesino que el doctor tenía y la excitación que pueden producir los hechos que acontecieron y con los que estuvo directamente relacionado. Conviene observar que él nunca reconoció ser el autor de los actos que se le imputaban, tuvo presente hasta el último minuto mantener que no cedería ante las acusaciones que se le hacían. Su voluntad era la de demostrar su inocencia, sin embargo, ante las demoledoras pruebas presentadas, nadie se detuvo a escucharlo. Cuando los hombres hablamos de un asesino, es posible que cualquiera que nos escuche, en un primer momento lo relacione con la sangre, con el destrozo del cuerpo, con el sometimiento y con la violencia, y como sería de esperar, nos llena de horror una simple palabra que nos dice de un hombre que ha vulnerado el respeto por la vida ajena. Es una impresión que pugna con la tranquilidad necesaria para terminar de escuchar lo que nos tengan que contar al respecto, pero hablamos de un asesino, y nos ponemos a la defensiva, alerta, diría que confusos y condicionando cualquier información que se desprenda de esa primera palabra, que es más que una palabra, es una idea que se extiende con curiosidad insana y que casi nunca defrauda estas expectativas. Ahora bien, los grados de horror a los que nunca nos acostumbran los asesinos, son motivo suficiente para rehuir saber demasiado, y porque el efecto inapropiado de tanto conocimiento terminaría por destruir todo lo que hay de sensible en nosotros. La intensidad de los crímenes más sangrientos, aquellos en los que se producen las escenas más destructivas, la amputación de miembros, el descuartizamiento de los cadáveres, no le restan nada de lo más sórdido e inesperado de los crímenes realizados con el silencio y la programación sistemática de un cazador venenoso. De todo lo dicho desciframos la expresión del dolor e imaginamos las caras del terror de las víctimas, en cambio, el final de toda esta expresión vendría dado por los asesinatos en familia, por aquellos asesinos capaces de matar a los padres, a los hermanos, a las parejas o a los hijos. Llegados a este punto, si hasta ahora ya la inquietud era creciente -tal vez porque nos consideramos víctimas en potencia mientras algún asesino ande suelto-, pensar que una idea loca se puede cruzar en la cabeza de los seres que conviven con nosotros y que pueden envenenarnos, asfixiarnos mientras dormimos o arrojarnos al vacío con un simple empujón cuando nos acercamos a una ventana, aceptar que esa posibilidad existe y que es de tan fácil ejecución nos quita la paz interior, y recuperar cualquier sosiego se nos hace imposible por un tiempo indeterminado. Pero, para eso debemos aceptar que la posibilidad existe, y no reaccionar como harán la mayoría de ustedes pensando, “eso no me puede suceder a mi”. Habiendo llegado a la conclusión del -permítanme llamarle así- “asesino silencioso” como fuente de múltiples asesinatos sin resolver, puesto que actúan en el ámbito familiar y son capaces de darle al asesinato la apariencia de muerte natural, llegar a la conclusión de qué, si además el principal sospechoso es un médico, todo se complica. Por supuesto que en el particular caso de Rodomiro, ninguno de sus pacientes hubiese dudado nunca de su buena


fe, y les costó mucho a algunos a los que él había rescatado de graves dolencias, llegar a aceptar la opinión general que lo acusaban de haber sido el autor de las muertes de sus dos mujeres. Fue casi imposible demostrar que habían fallecido por una inducción, o intervención humana en aquellos dos cuerpos jóvenes y fuertes, que sin más dejaban esta vida porque sus corazones dejaban de latir y sus pulmones de respirar, si es que eso no era suficientemente extraño. Habiendo decidido no habar con nadie, ni con su abogado, ni con la policía, ni con el juez, ni con ningún familiar que decidiera interceder por él, cuando fue detenido, Rodomiro lo aceptó como un descargo para su conciencia y eso no le benefició en absoluto. Esta actitud de algunos presos de respirar confiados al ser encerrados por creer que son favorecidos con alguna gracia divina por poder, de alguna forma, pagar por sus terribles actos contra los hombres, en cierto modo, contribuye a que algunos se hicieran a la idea definitiva de que era culpable. Si bien también debemos reconocer que nunca se ha sabido de nadie que haya sido considerado inocente por rebelarse contra todo y declarar su inocencia golpeando a sus compañeros de cautiverio o a los funcionarios de prisiones que deben custodiarlos. Admitir que el asesino en el ámbito familiar, no sólo es frío, calculador y manipulador, sino que puede haber estado deseando ese momento, el instante mismo de quitarle la vida a aquella persona que, sin duda, se había convertido en su obsesión, durante cada minuto de su vida compartida, hace que las relaciones humanas pasen de ser un cúmulo de cuidados y entrega, a un infierno de pasiones reprimidas. Suelen ser lo hombres los que en la mayoría de los casos demuestran un instinto asesino mayor, aunque, debemos reconocer, que para poner un veneno no es necesario hacer uso de la fuerza bruta que muchos de estos seres despliegan sin razón en momentos inesperados. La conclusión de una muerte para un tipo humano que siempre ha exhibido su brutalidad y desea dar rienda suelta a su naturaleza salvaje, termina en un escándalo de sangre y vísceras más propio del ataque de un león o de un tigre, de los que nada puedes hacer por evitar que te coman vivo, que asistas al espectáculo horroroso de ver como te devoran sin ser capaz de desasirte de sus garras poderosas firmemente clavadas en tu espalda, en una pierna o en tu garganta. Una mujer poco corpulenta, o tal vez un hombre menudo -tal como era el caso del doctor-, se conformarán con saber que han sido capaces de cumplir su cometido, comprobar por si mismos que su plan ha dado resultado, que aquel ser al que han pretendido, por alguna técnica minuciosa, a veces un envenenamiento muy lento y prolongado para que no deje rastro, ha por fin dejado de respirar, y que aquel cuerpo que con el que habían convivido, conociendo sus manías y sus ansias, al fin descansa sin vida a sus pies. Entonces ya no se trata de una ocasión de fuerza, ni de brutalidad, pero al fin, el momento del triunfo asesino se convierte en la irrevocable sensación de poder, la enferma reafirmación de creerse capaces de matar por encima de otros seres humanos a los que consideran mediocres por la debilidad sentimental que demuestran cuando ven que alguien maltrata a un animal, o asisten a un linchamiento, sin hacer nada, sólo gritar y esconderse. Habiendo ya decidido matar a su primera mujer, necesito aún algo de valor para determinarse a hacerlo, porque una cosa es tomar una decisión y otra, encontrar que se dispone de la fuerza necesaria para llevarla a cabo. A continuación, el doctor, posiblemente echó mano de toda su ciencia para encontrar un procedimiento que no dejara rastro de su artificialidad y, al propio tiempo, le sirviera de experiencia si alguna vez necesitaba volver a cometer un acto parecido. En realidad, el asesino primerizo podría quedar realmente afectado y convencido de que no abre un camino que seguirá en otras ocasiones, algunos, así lo creo se sienten sinceramente arrepentidos en el momento que son encerrados, pero nunca antes. La búsqueda de una vida normalizada después del primer asesinato es una opción que algunos aceptan, de hecho siempre creí que el doctor nunca habría sido


descubierto de no haber reincidido en el crimen, y además sobre su segunda mujer, lo que exacerbó la desconfianza de muchos. Intentaría poner en duda la autoría de las muertes que todos le atribuyen al doctor, pero lo cierto es que yo también creo que él lo hizo. Aquella noche el doctor tardó mucho en llegar a casa, se había entretenido en el bar y cuando se percató de que se le había pasado la hora de la cena decidió quedarse hasta media noche, así cuando llegara a casa su mujer ya estaría durmiendo. Por supuesto, no iba a dar explicaciones al respecto. Inevitablemente se había ganado una buena bronca, pero eso ya había pasado otras veces, y al final, volvía a casa con la resignación propia del hombre que ha luchado por desarrollar su intelecto, por ser un hombre completo en cuanto su inteligencia le permitía aproximarse al desarrollo de su espíritu. Y cuando eso no estaba claro y sentía dudas, cualquier cosa que de nuevo lo aproximara a estimular su curiosidad, un libro, una idea espontánea, un comentario al azar de un transeúnte o un paciente en el hospital en el que trabajaba, sentía que se elevaba su espíritu y se montaba una fantasía del hombre que vive por encima de la mediocre tiranía de una rutina sin sentido. Siendo así como él era, no resulta extraño que los parroquianos tuvieran una buena opinión de él, porque los curaba, y porque les parecía humilde. Sin embargo, ahora que sabemos lo que sabemos, debemos pensar que esa humildad impostada era la misma de los nazis que se instalaron como hombres modélicos en comunidades remotas de América latina, y donde se escondían de los cazadores judios, pero sobre todo se escondían de haber perdido la guerra, por lo tanto más que humildad era reservada prudencia. No es que Rodomiro fuera un nazi, pero sus aspiraciones de grandeza lo llevaban a considerar el mundo real de un suburbio de una gran ciudad, como algo inferior y sus habitantes como pequeños animalillos molestos a veces, y sobre todo, perfectamente prescindibles. Sólo puedo achacar a su inocencia o a su inconsciencia, que los vecinos se sintieran tan complacidos con él, o tal vez había algo más, porque era extraño que una comunidad tan pequeña tuviera un médico para ellos solos, quizás consideraban que se trataba de un signo de distinción, o simplemente abusaban de la confianza y acudían al médico no sólo para hacerse ver sus variadas dolencias, sino también cuando se sentían solos y buscaban entre consulta y consulta un poco de conversación. Puesto que las cosas eran así y que aquel puesto no era codiciado por ninguno de sus colegas, la molestia que suponía tener este tipo de relación con sus pacientes, era grande y la encajaba con paciencia, y por eso debían notar en su conducta una humildad que tenía más que ver con el cumplimiento del deber, que con la falta de ambición. Pasaba las horas en su consulta sin prisa por volver a casa, aceptando a todos los enfermos que acudían a diario hasta la enfermería que el concejo había puesto a su disposición, daba igual que algunos tuvieran enfermedades finjidas, o que llegaran ya de noche cuando se disponía a recogerlo todo y echar la llave, porque a todos los invitaba a entrar y se tomaba su tiempo en examinarlos. No pretendo insistir al respecto, se trataba de un hombre trabajador que gozaba de la simpatía de sus vecinos, eso es todo con respecto al ejercicio de su profesión. El doctor y su primera mujer Alyn se trasladaron desde la otra punta del país, y después de instalarse vivieron durante cinco años allí. Nadie puede decir que no discutieran con frecuencia, pero muchas parejas en esta área lo hacen, es triste decirlo, como una forma normal de comunicarse. Transcurridos esos primeros cinco años un día el doctor llamó a la policía para denunciar que al llegar a casa una noche, había encontrado a su mujer muerta, que la había reconocido y que no había encontrado una causa formal, natural o accidente, que pudiera explicar aquel suceso. El atractivo de la mujer era notable, y se encontraba semidesnuda, por lo que la tapó con una sábana antes de que llegara la policía, no fue una escena agradable para nadie, tenía la lengua azul pero ni rastro en su garganta de haber sido


asfixiada o estrangulada, la boca abierta y una mueca de horror, como si de repente hubiese sentido que le faltaba el aire, pero tampoco ningún elemento extraño interfería su tráquea. Entre esos mismos parroquianos que tanto lo habían lisonjeado, hubo un buen número de ellos que fueron llamados a juicio sin tener nada útil que aportar a la causa, en cambio todos aseguraron que nunca les había parecido “trigo limpio”, que habían notado algo raro en él, que era un hombre frío y aparentemente sin sentimientos, y otras cosas parecidas. Y de tal forma que cuando la corriente de opinión coincide en la crítica, todo el mundo parece querer aportar alguna cosa y recuerda detalles absurdos a los que pretende darle una dimensión trascendente. Resultaba una pérdida de tiempo para el abogado del doctor repetir durante el juicio, una y otra vez, que hacer pasar una fila de vecinos acusando de pequeñas mezquindades, dando suelta a viejas pequeñas rencillas y envidias. No contribuiría a saber la verdad de lo sucedido, y lo que era más importante, si el doctor había había sido el actor de aquellas muertes. Ya lo he dicho con anterioridad, no se trata de poner en duda la sentencia del juez y la ejecución de la misma en los términos en que se llevó a cabo, sino de decir que pudo suceder sin que se supiera, y las reacciones y hechos que rodearon aquel suceso. Debemos reconocer que algunas de las interpretaciones que allí se produjeron eran dignas de los mejores actores del mejor teatro de la época. No tardé en concluir que erigirme en defensor de una causa que llevaba asociada hechos tan terribles iba a ser una equivocación que esta el más simple razonamiento podría reprochar. La resignación delante de cualquier interpretación ajena que se pueda desear para un hecho escandaloso, como este lo era, yo así lo entendía, no tenía porque decir menos de lo que se pretendiera en un principio. Ninguna abstención es cobarde cuando las suposiciones que se cruzan con los hechos pueden llevar a la conclusión de que nadie, menos el asesino, conoce el número real de asesinatos. Podía, no obstante, seguir dudando hasta el infinito, pero la idea de que algunos de los muertos del pueblo, que aparentemente lo habían hecho por enfermedad, pero fueron tratados por él, podrían haber sido también sus víctimas, se había instalado en la imaginación de las buenas gentes, algunos de ellos, aún superando algún proceso febril difícil de diagnosticar. No quisiera sufrir algunas pesadillas, pero sin duda, una de las peores, sería despertar a media noche y encontrar al doctor sentado en un sillón en la esquina más oscura de la habitación, mirándome fijamente, sin parpadear, sin abrir la boca, impasible.

2 Una Convulsión Innecesaria En una nota que dejó su última esposa aseguraba tener pruebas de estar siendo envenenada, pude verla personalmente porque durante el juicio cubrí el caso para un periódico de provincias. Así comencé a sentirme interesado por cualquier cosa que tuviera que ver con el doctor, incluido en todo ello una visita a su casa de infancia -sus padres ya no vivían y la ocupaban sus hermanos a los que expliqué mis motivos y me invitaron a entrar sin que eso les causara molestia alguna; la visita duro apenas unos minutos-, y la consulta


que anteriormente había tenido en su ciudad de origen: no sé lo que esperaba encontrar allí, o si simplemente tomé la excusa de unas vacaciones para ir a echar un vistazo. Se me hace bastante complicado pensar que la humanidad que desprendía todo lo que había pasado por su vida, perteneciera a un hombre desquiciado inclinado a los peores instintos, por otra parte, la nota que se encontró de puño y letra de su mujer, no era suficientemente explícita acerca de su afirmación, y tampoco acusaba explícitamente a nadie en ella. Pero la nota existía y era una cosa más a tener en cuenta por un juez al que se le amontonaban esos pequeños detalles, que cuando crecieron en número parecieron algo más que indicios. Aunque, para algunos, cada vez que una nueva circunstancia sin peso alguno aparecía, alguien en alguna parte podía estar celebrando que lo exculpara. El análisis primordial en casos parecidos traería a cuenta los motivos que el principal sospechoso -el único sospechoso aquí era el doctor- tuviera para cometer actos semejantes. Si existía un móvil doloroso e indiscutible, una gran parte de la soga empezaba a colgar de su cuello; porque si sucediera lo contrario, es decir, que el doctor nunca le hubiese deseado la muerte a su mujer delante de nadie, sino que además todo el mundo considerara que esa muerte le causara un perjuicio que tardaría en superar, o que lo había hundido en una grave depresión, entonces, sin duda, todo sería muy diferente. Pero, siendo las cosas como habían sido, nadie podía creer la pesadumbre del doctor, es más, algunos lo habían oído maldecir a su segunda mujer con la que podía discutir en la calle sin importarle demasiado el espectáculo que podía dar, y por lo tanto parecía que había tenido una suerte inesperada cuando aquellas muertes se produjeron sin que nadie pudiera establecer una relación con algún tipo de accidente o enfermedad. En lo que se refiere a la relación de pareja y por qué un hombre mata a su mujer, no creo que se pueda apelar tan sólo a la incompatibilidad, o decir con absoluta sencillez, “bueno, es posible que no soportara la convivencia”. Resulta evidente que hay límites para todo lo que no nos sale como desearíamos, y ciertamente si todas las parejas que descubren que la convivencia se les hace insoportable se desearan la muerte y actuaran en consecuencia tendríamos que dejar de considerarnos civilización y nuestros cimientos se tambalearían. En el respeto por la vida como valor nunca lo suficientemente apreciado, hemos montado nuestro sistema social, nuestra sanidad o nuestras comunicaciones, todo lo que nos rodea no tendría ningún valor si no sintiéramos el respeto, y hasta el amor necesario, por nuestros semejantes En ese respeto vulnerado en el ámbito más íntimo cual es la familia, es por lo que se hacen leyes que facilitan la separación y finalmente el divorcio, no es creíble argumentar que el doctor no hubiese podido poner “tierra por medio” en lugar de cometer actos tan aterradores. Cuanto más se piensa, y más se acepta la idea que el hombre puede sucumbir a su odio, o también, a su deseo de matar, más nos desarma el alma que se pueda llegar a tal extremo y más derrotados nos sentimos como seres humanos. Aceptemos que la separación de sus mujeres estaba a su alcance, y además en ese caso particular, en el que no había grandes posesiones que repartir, ni hijos de los que separarse, ni ninguna otra circunstancia que los obligara, podrían haber resuelto que sería mucho mejor tal decisión, que permitir que la vida se convirtiera en un infierno. Al atravesar la puerta de su casa, aquella noche fatídica, Rodomiro ya había decidido matar a su mujer. El callejón que lo llevó hasta allí estaba vacío, ya era muy tarde y tan sólo el ruidos de sus propios pasos sobre los adoquines y las sombras de las viejas farolas lo acompañaban. En uno de los sillones del salón, con la chimenea encendida se encontraba Suara, apaciblemente dormida. Todo estaba en calma, había echado las cortinas y el médico se dijo que aquella calma nunca la conseguiría dentro de sí. En las esquinas, donde la luz de la chimenea apenas iluminaba unas estantería, el dibujo de las llamas inventaba bailarinas


de luz que crecía y se encogía, se giraba se enroscaba y volvía a pegarse al tronco de pino que le daba la vida. Empezó a llover, y la lluvia golpeaba contra los cristales. Se sentó un momento observándola en silencio, tenía el pelo ligeramente caído sobre los ojos y estaba totalmente ajena al monstruo. Él parecía resignado, como si no le quedara más remedio que hacer lo que estaba dispuesto a hacer. Fue a la cocina y en un vaso de agua preparó un brebaje con unos polvos que ella solía tomar, a lo que añadió algunos otros que portaba en un sobre en uno de sus bolsillos. Rabiosamente arrojó el papel a la chimenea una vez que que todos los ingredientes estaban en el vaso y se sentó en el salón de nuevo al lado de Suara. Revolvía con una cucharilla todo lo que había vertido y hacía ese ruido característico que suena como un tintineo a ritmo constante, cuando ella abrió los ojos y se sobresaltó. El hizo sitio sobre la mesa de madera vieja que estaba delante de ella, justo a la altura de sus ojos, y allí depositó el vaso con suavidad. -Tómate tu medicina- le dijo, y se recostó en su sillón como si se mereciera ese descanso después del día más largo y agotador de su vida. Ya había alcanzado lo más difícil, la determinación llegaba a su máximo grado de excitación cuando dejó el vaso sobre la mesa, y la conclusión de su plan en el momento que ella lo llevaba a los labios y se bebía aquel combinado de un sólo trago. Lo siguiente debía ser llamar a alguien que pudiera ayudarlo para llevarla a un hospital, pero no lo hizo inmediatamente, estuvo contemplando el cadáver sin moverse, como si él también hubiese muerto. Sabía que todos se apiadarían de su situación, de su desgracia y de su mala suerte, no le costaría mucho encontrar un vecino que lo ayudase con el cadáver antes de que apareciera u juez, o la policía. Como médico sabía que no debía hacerlo, que debía esperar a que llegaran, pero debía mantener la tesis de que cuando decidió mover el cuerpo, ella aún estaba con vida y que no habían llegado a tiempo a un servicio de urgencias. No le cabía duda alguna de que su forma de proceder a todos le parecería la correcta, y tanto fue así que no fue motivo de investigación, de discusión, ni cuestión importante para esclarecer los términos de su culpabilidad delante del juez. Rodomiro Vallés comprendió que la imagen de pobre inocente, maltratado por la vida, víctima de la mala suerte, se venía abajo cuando sus mismos vecinos empezaron a murmurar en su contra. Entonces intentó estrategias nuevas, su imaginación se puso a trabajar a un ritmo insoportable para el común de los mortales -pero no para él-, y empezó a establecer conexiones, motivos que otros tuvieran para hacer lo que el había hecho, así entró en contradicciones, confusiones y dejó al descubierto su desaforado interés por encontrar una salida falsa, lo que, en cierto modo, también lo acusaba. Todas sus combinaciones, sus estrategias y arranques de ira, empezaron a desmontar la idea inicial que el argumentara de la muerte natural, y aunque la ciencia no pudo probar otra cosa, tal cambio hizo a todos comprender que sabía mucho más de lo que decía, y además, la pretensión de la muerte natural no era más que una pantalla para encubrirse. Nos encontramos delante de un hombre torpe, del que nadie pudiera decir que tenía encanto físico o planteamientos subyugantes, incapaz de convencer o mentir sin dejar rastro de desconfianza, en fin, un hombre llamado a pagar por lo que hiciese de malo en su vida. Viendo aquel espectáculo sin rastro de coherencia, el hundimiento se imponía y al principio le costó aceptarlo, con ausencia notable de pesadumbre o mala conciencia, Rodomiro seguía a lo suyo. Yo volvía una y otra vez a escuchar lo que unos y otros tuvieran que decir, leía todo lo que cayera en mis manos que tuviera que ver con el caso, informes, artículos y borradores de los abogados (no me pregunten como los conseguí), esa era mi respuesta al


interés inusitado que sentía, aunque no parecía que vendiera muchos periódicos. El interés de la gente se mantenía, pero no parecía que desearan escuchar mucho más al respecto, creo que la opinión pública deseaba una sentencia y que fuera culpable de asesinato, asistir a la ejecución en plaza pública y pasar a otra cosa. Así es el mundo, nunca se detiene, sean cuales sean los motivos. He preferido dar rienda suelta a mi imaginación acerca de la ejecución de la segunda mujer del doctor porque que creo que la muerte de la primera mujer no está suficientemente probada, ni documentada, si bien es cierto que fue condenado por las dos. Existe un hecho sustancial que dejó pocas dudas al juez acerca del segundo asesinato, y eso fue que un policía hurgó en los bolsillos del abrigo del acusado la noche de autos, por pura curiosidad de policía, porque entonces ni siquiera era sospechoso. En medio de la confusión cogió el abrigo para llevárselo al doctor y en uno de los bolsillos, como digo, encontró los sobres vacíos de los productos químicos que se presume que causaron la muerte de Suara, y así lo declaró: él encontró los sobres vacíos, aquella misma noche, no cualquier otra noche. Esa fue la fuente principal de desconfianza para el juez, y a la que fue añadiendo declaraciones y pruebas. Si otros juicios semejantes habían seguido adelante con mucho menos, si otros jueces no se habían resignado a dejar sin efecto pruebas que pudieran parecer fútiles, este juez, ya a punto de la jubilación y sin demasiada gana de complicarse la vida, decidió que no iba ser menos. Y teniendo en cuenta que, además, los familiares de las dos mujeres muertas, allí sentados todo el tiempo, mirándolo, exigiendo justicia, no le dejaban mucho margen. La infatigable sensación del que se encuentra en el final del camino, o a punto de culminar una cima, posiblemente no le llegó aquella noche, no fue sorpresa, deseo espontáneo o inesperada reacción, si hubo una forma de concluir como concluyó su matrimonio, sin duda, la reflexión se convirtió en obsesión después de meses de darle vueltas con la fijación enfermiza e insoportable de un plan prudentemente establecido. Según los informes que algunos investigadores aún siguen realizando al respecto, sólo un hombre en un alto grado de excitación interior, reprimida hasta el extremo de poner a prueba las juntas de su anatomía, y como si de una muñeca de trapo se tratara o como la máquina de vapor incapaz de evacuar toda su presión, sería capaz de reaccionar de forma tan antinatural. Ha ocurrido algo inesperado, algo que no debe interpretarse como una reacción esperada a una situación insoportable. El día de su ejecución estuve presente, se había congregado mucha gente en la plaza para ver como se cumplía la sentencia. De las calles aledañas, cuando parecía que ya no cabía un alfiler, no dejaba de llegar más y más gente. Recuerdo que era un día soleado y que me sudaban las manos, y delante de mí había un hombre muy grueso con la camisa empapada en la espalda. Algunas señoritas de buena familia, más precavidas que el resto, se habían llevado unas sombrillas de colores. Justo enfrente, más allá del cadalso habían montado una tarima en escalera para que la gente pudiera estar sentada, pero era, se viera por donde se viera, muy insuficiente, y los que habían tomado posiciones desde primera hora de la mañana había sido lo primero que habían ocupado. Por prudencia no quise acercarme demasiado, de tal forma que me quedé hasta el momento en que la trampilla sonó con sequedad abriéndose bajo sus pies, fui el primero en dar la vuelta y abandonar la plaza. Parece que después alguien dio un discurso aleccionador y que sirvió de aviso y experiencia para muchos que pudieran estar pensando en cometer algún delito similar. No me sentía más protegido, ni creía que la justicia hubiese funcionado por implacable, al contrario, un sentimiento de fracaso me invadía. La primera vana intención del investigador, o mejor, del periodista destinado a cubrir, los


actos detestables de un asesino sin escrúpulos, al menos a mi me sucedió, fue intentar comprender como funciona la mente ruinosa y sin moral de un sujeto semejante. Y es en tal punto en que se tuerce cualquier premisa, pues los prejuicios se van disipando desde el momento de contacto con los ojos del acusado, lo que sucede casi inmediatamente. Proponer una teoría resulta a cada paso, en cada sentido que se avance, más complicado. Por considerar más datos, pruebas y suposiciones que otros, eso no sólo no nos ayuda a tener la seguridad de no equivocarnos, al contrario, nos hace sentir inseguros y cada posible sentencia improbable. Trabajamos sin trascendencia, aceptando que nuestro trabajo será efímero y que no ser´de utilidad, ni siquiera de enseñanza, para futuros posibles -ni siquiera creo que los discursos amenazadores y represores del juez creo que cambien la naturaleza asesina del que está dispuesto a realizar crímenes de esta índole-. Para quien no haya vivido el proceso presencialmente, quien no haya conocido las caras de los parientes apesadumbrados, el gesto impasible del juez, la enérgica actuación de los abogados y las intuitivas reacciones del doctor cada vez que vislumbraba una posibilidad de salvación, no resultará una enseñanza; tal vez un entretenimiento que lo ayude a posicionarse contra el crimen -algo innecesario cuando no debe existir dudas al respecto-, pero no una teoría infalible que resuelva las dudas de carácter de quienes no tengan una opinión formada contra cualquier crimen, si es que esos seres existen. Presumamos por un momento que pueden existir seres que simpaticen con los condenados a muerte, yo también soy partidario de la abolición de la pena, pero eso jamás me llevará a simpatizar con un asesino. Si es así, si existe gente que se pone en esa indecisión, quizás responda a la duda que siempre queda de si se habrá o no ajusticiado a un inocente, mientras que el verdadero asesino sigue entre nosotros, caminando por las mismas calles, asistiendo a los mismos eventos, cruzándose con nosotros en el ferrocarril, y asistiendo, si les es posible, a la plaza donde un hombre inocente será colgado y pagará por los pecados de otro.

1 Contrariados Y Desarmados

Para poner fin a su relación, Werk necesitaba alguna ayuda. El riesgo que contenía seguir atormentándose no valía la pena y la unión a su mujer que tan desahogadamente lo retenía, ponía condiciones extremas para la ruptura. Con la firme idea de ayudarlo en la crisis que estaba pasando y que ya duraba unos años, decidí ponerme en contacto con él y sacarlo de su casa. -Me preguntaba –dije a través del teléfono- si te apetecería venir a una exposición de pintura de un amigo. He sido invitado y no quiero ir solo, me temo que no conozco allí a mucha gente, a Michia y alguno más, y por otra parte es una amistad a la que no quiero defraudar y dejar de asistir a su presentación en sociedad. Michia dice que en poco tiempo todo el mundo oirá hablar de él. -¡Oh!, por supuesto que iré –respondió sin darme apenas tiempo a seguir- ¿Es ya alguien muy


famoso? -Eso no debería preocuparte, aunque seguro que habrá mucha gente, y algunos muy conocidos del mundillo periodístico. Dicen que es una promesa porque es aún muy joven, pero las pinturas no están nada mal. Cuando las mires me darás tu opinión. Esta noche el amor llega a la ciudad. Ante ella se extendía la noche, la soledad después del último ronquido de un autobús que la abandona, la arroja a la calle con su maleta de nylon, la invencible urbe multicolor restregando luminosos, cuyos primeros crujidos siempre son más dulces. Tendría que haber tenido tiempo de acostumbrarse a una visión tan impresionante, pero ya nunca volvería a ser como esa primera vez, todo lo que se hace por primera vez es un milagro sobre nuestro entender inocente. La sublimación de los sentidos tiene que ver con intentar no repetirse. Los cuadrados de las baldosas del suelo, se extendían hasta donde llegaba la vista en una planicie interminable que invitaba a ser pisada, sin relieves, sin recortes, sin errores, completamente liso y llano, se dejaba rodar amablemente por las pequeñas ruedas de la maleta sin apenas hacer más ruido que un murmullo. Estaba fatigada pero tenía sus motivos, y creía que valía la pena la paliza de autobús que se acabada de dar. A su espalda el final de la ciudad, de frente la arquitectura del color y la confusión a la que no estaba acostumbrada, cada bocacalle le parecía un trabajo extraordinario, pero sabía que debía seguir de frente, no podía distraerse ni apartarse de la ruta de su plano, buscaba un lugar concreto a una hora establecida y no iba sobrada de tiempo. Tan cerca de mí que casi podía tocarla, una joven universitaria, una amiga de Thro, de las que le habían ayudado en el montaje de la exposición –ya saben, traer y llevar cuadros, colocarlos en el lugar idóneo, y encontrar la iluminación exacta-, movía una bandeja llena de copas y canapés. Oscilaba el aluminio con la naturalidad de una bailarina así que, para intentar tomar uno de aquellos dulces, cerré los ojos y elevé una mano sobre un par de cabezas que seguían a lo suyo como si cualquier cosa, y ella entregada a su labor con la dedicación de una estudiante de resultados académicos brillantes, la mantuvo firme, esperando sin vacilar, fuerte como una incansable columna de hierro. A la izquierda, dos chicas hablaban sin dejar de sonreír, se arrimaban a la pared sin terminar de apoyarse en ella, no se miraban, hablaban sin interés, mirando a la gente; no parecían conocer a nadie. Un chico solitario pasó a su lado, se escurría entre los huecos que los cuerpos iban dejando libres, y no dejaba de moverse, pensé que no tardaría mucho en irse si todo seguía igual para él, porque resultaba evidente que no estaba interesado en los cuadros. Sin llegar al fondo de mi relación de amistad con Thro, debo decir que lo aprecio con moderada superficialidad, porque intentar descubrir el fondo de las relaciones humanas es un ejercicio insano, un entretenimiento de mediocridad para justificar nuestras propias “estrecheces.” Podría observarle durante horas sin corregir un milímetro la opinión que tengo de él, analizar cada una de sus decisiones a lo largo de los últimos diez meses, todo lo ocurrido, y no encontrar un gesto inteligente con el que redimirlo de sus errores. De todo ello deduzco que tengo un interés especial en consentir que siga a la misma altura social desde hace tanto, lo que me coloca a mí en el punto de salvación, paso de ser un tipo corriente y me reconozco un aprecio mayor. Con todo, él es un genio de la pintura, y yo... Esa es una buena pregunta, ¿Qué soy yo? El primer signo de la posible separación matrimonial de Werk, fue su aspecto, la necesidad de una ducha los días más inesperados, o de un buen afeitado cualquier día, o en un lunes que renegaba del fin de semana más largo de su vida. Se trataba de una tortura creciente, lo comprendí desde el principio, tenía todos los signos de los que han pasado de forma voluntaria a dormir en el sofá, o a no dormir, porque prefieren hacer como que están viendo la tele antes que reconocer la evidencia de un nuevo fracaso, esa creciente sensación de que siguen en su casa pero ya han pasado a otro estadio. ¿Y qué puedo decir de Arellana?, a ella la conocí porque él me la presentó, pero a él lo conocía desde niño, desde que jugábamos al fútbol en la plaza, así que supuse que cuando su separación se produjera ella rompería por efecto colateral con todo lo que tuviera que ver con su


“ex” y su mundo. Lo que me aportaron como pareja, en mi opinión, ha sido casi insignificante, estaban cuando los llamaba, pero apenas existían como amigos, cualquier conversación pasaba por el tamiz de su propia relación, como si nada más existiera en el mundo, y era precisamente esas mutua dependencia lo que no los dejaba desarrollarse, se habían anclado el uno en el otro, y no había forma de hacer que se movieran. La “Exposición Natural” se había estancado, su carácter internacional la complicaba, Michia me lo había dicho, se trataba de una oportunidad perdida para algunos de sus chicos, pero no podía seguir contactando artistas sin conocerlos personalmente, y sobre todo, sin haber visto su obra tan de cerca que pudiera quemarla de un vistazo de desaprobación: Las primeras intenciones a veces son demasiado ambiciosas, y en ese corregir se van quedando cosas que no sabemos si hubiesen llegado a gustarnos. Michia teme que haya sido así en más de una ocasión, se resiste a perder su olfato, pero no puede luchar contra los resultados; demasiadas fichas, nombres, seudónimos y fotos, que no le dicen nada. Me ocurre a veces que mantengo una idea durante años como si eso fuera un rasgo genuino de mi forma de ser, y llegar a los eventos como este con tiempo suficiente para tomar un café en el bar de la esquina es uno de ellos, advierto entonces que no se trata de definirme por una costumbre que me resulta cómoda, y nunca mi opinión prevalece sobre otras al respecto, porque siempre mis amigos me han mirado con más naturalidad. Hay un hombre en la puerta al que le conozco la cara sobradamente, supongo que a él le pasará lo mismo con la mía, se mantiene indiferente a los transeúntes, en eso me he convertido por la pereza que me da presentarme como amigo de tal o de cual. No conozco su nombre, nunca hemos hablado, entre otras cosas porque no suelo conversar con los porteros, y más de una vez he pensado que es una postura poco inteligente, pues lo saben casi todo, de casi todos y la curiosidad no me es ajena. Entre en la sala cuando todo estuvo listo, y ese hombre se echó a un lado para dejarme pasar, casi invitarme a que lo hiciera con una sonrisa, porque en aquel momento apenas estábamos cuatro en el interior de sala, y hemos visto como se ha ido llenando poco a poco, con un goteo de modelos modernos y cardados insostenibles. De que Romina se hubiese convertido en una mujer sin destino, a los ojos de su familia y vecinos por el hecho de haber abandonado el pueblo, a que fuera vagando sin oficio ni beneficio aparente había un trecho. Si yo pudiera imaginarla así por una primera impresión equivocada, eso debería haber sido el resultado de un mala noche de confusión y cansancio, y yo no estaba cansado, tan sólo había salido a fumar un pitillo a la puerta de la sala de exposiciones en compañía de mi amigo el portero. “Hace buena noche”, dijo el armario de puerta y yo asentí dándole una profunda chupada a mi pitillo, eso fue todo lo que hablamos. Miraba las estrellas distraído cuando oí aquel ruido constante, el traqueteo pesado de las ruedas irrompibles de una maleta construida para otro tipo de suelo, no para aceras de cuadraditos de cemento, una maleta construida para la disposición de los últimos adelantos, acabada detenidamente, y dispuesta para una posición cómoda en el arrastre, pero no servía en absoluto para andar con ella por la calle porque el piso nunca iba a ser tan liso como el de una estación de tren, de un aeropuerto, o el de una estación de autobús. No pasaba ni un coche, así que el ruido que empezara antes de dar la vuelta a la esquina se fue acercando hasta que estuvo justo delante de la puerta de la sala, y allí se paró. Somos tan libres como nos permiten nuestras máscaras, y yo no pude disimular mi sorpresa al ver a Romina sonriéndome y calculando hasta donde llegaba mi desconcierto. Mi prima creía conocerme bien, y mantenía una relación más o menos frecuente con ella, a veces por teléfono, a veces por carta, pero no podía suponer que se decidiera a dar el paso que tantas veces le había propuesto, “eres buena con los pinceles, tienes que probar suerte en la gran ciudad.” A favor de mi ingenuidad debo decir, que nunca creí que ella terminara por tomar en serio mis comentarios acerca de su obra y, aunque encajaba con claridad en el perfil de los nuevos artistas que buscábamos para la “Exposición natural”, nunca le había hablado de ella a Michia. No puedo descifrar ninguna segunda intención en mis amabilidades con ella, ni eran gratuitas mis afirmaciones de aprecio por su capacidad artística, reconozco que de una forma puramente fortuita pude confundirla, pero esa no fue nunca mi intención, este argumento tendrá que ser mi única defensa delante de los reproches


familiares que sin duda llegarán. La cara que puse tuvo que ser de desconcierto, intentando saber lo que estaba sucediendo y amoldarme lo más rápido posible a esa nueva situación, totalmente desorientado, pero aún era peor alargar aquel momento indefinidamente y que ella se sintiera abandonada, decepcionada y deprimida, todo en le mismo segundo, pero no fue así, por fortuna, como si esa entrada estuviera destinada a convocarnos, en ese preciso instante apareció Werk, correctamente afeitado y perfumado. Desde el primer momento noté que congeniaban.

2 En mi descargo De todo lo que les pueda contar a continuación deben saber, que me convertí en mero observador, y que si acepté en un principio ayudar a mi amigo a salir del bucle en el que se había instalado –me refiero a una situación de pareja insostenible que los amargaba a los dos-, dejé de hacerlo en el momento en que comprendí que las cosas por donde iban se complicarían sin remedio. -¿Has pasado la noche en casa? -Buena forma de empezar un nuevo y luminoso día, con preguntas incómodas -¿Un luminoso nuevo día?, eso reflejaba un cambio ostensible en su estado de ánimo. -Verás, más tarde o más temprano tendré que dar cuentas a la familia acerca de ella, y ese momento va a ser incómodo. Os fuisteis sin decir ni adiós. ¿Dónde está? Porque habéis pasado la noche juntos –afirmé teatralmente indignado-, eso salta a la vista, parece que te haya pasado un camión por encima. -Veo que sigues siendo el mismo chico responsable de siempre – había un tono de burla en sus afirmación-, siempre preocupándose por los demás. -Hay cosas que tu no sabes de ella, deberías haberte tomado tu tiempo, y haber hablado conmigo. Las cosas no se hacen así. -Sí, el mismo chico responsable, pero ahora además descubro una nueva faceta, tienes miedo a las habladurías. Nos estamos haciendo viejos. -Tú sobre todo, a su lado pareces su padre. Hubo un cambio en su mirada, por primera vez me pareció cansado, bajó la cabeza y mantuvo sus


ojos sobre la taza de café. Entre nosotros siempre había existido una parecida expansión cultural y moral, lo que podríamos definir como la aceptación tácita al desvarío, en otros tiempos nos había servido, y ser capaces de resistir los devaneos de unos y de otros es lo que convierte a ciertas amistades en incombustibles, después de todo, ¿qué es una amistad si no aceptamos los peores errores de nuestros amigos? Podemos verlo como una justificación más, la enrevesada trama de una mente paranoica en busca de una solución al parecer inexistente. Hasta entonces creía conocer a mi familia, hasta donde llegaban sus horizontes, y sobre todo, creía conocer el lugar exacto en el que terminaba el límite de sus desconciertos y empezaba el limite de la moral, por relajada que esta fuera. Pero con todo lo que apreciaba a mis parientes, no tenía ni idea como iban a reaccionar delante de esto. -Hay familias a las que les cuesta mucho llevar una vida consecuente, dentro de su forma de ver las cosas del mundo, acorde con sus principios, ser fieles a su estilo, por así decirlo, años de sacrificios que esperan que todos respeten. No intento construir una fabulación ridícula acerca de lo que aún no sé si terminará. No quiero saberlo. Dejó su maleta y sus cosas en la sala de arte, ¡da igual! Ahora hablarás con ella, le dirás que fue un error, y nada habrá pasado. -¡Es tan seductora! Creo que no podré separarme de ella nunca más. No existe en el mundo una perdida de tiempo mayor, que estrellarnos contra un incipiente amor ajeno, y más aún si ese amor es entre un hombre de edad madura y una jovencita que pinta cuadros como otras se pintan los labios y además se cree con cierto talento. Esa tarde pasaría por casa de Thro, el debía tener las llaves de la sala de exposiciones, después de todo sus cuadros estaban dentro, y no quería recurrir a Michia para esto, sabía que terminaría por contarle lo que estaba pasando, pero aún no. Únicamente a los seres acostumbrados a crear realidades difíciles de creer de forma sistemática, se les cree cuando cuentan una historia increíble, y además hay que tener la imaginación de crearla en un instante, con agallas y reflejos, con detalles y hacerla creíble, y yo era capaz de eso, pero no quería mentirle a Misia por una cosa que no le afectaba. En sus razonamientos no había lugar para la especulación, en eso tampoco nos parecíamos: tan cierto como que nunca antes había pasado una etapa tan equilibrada, lo que tanto había necesitado los últimos años desde lo más profundo de mi alma, reclamaba el derecho a satisfacer mi necesidad de independencia, al menos en mi forma de pensar, y eso pasaba por algunos silencios oportunistas. Una nueva historia empieza con la convergencia inoportuna de dos seres, que necesitaban de apoyo en momentos difíciles de sus vidas, y a los que fortuitamente puse en contacto, nunca lo planeé, ni siquiera podría haberlo imaginado. Prefiero pensar que se trató de una inesperada coincidencia, la desconcertante fuerza de una casualidad que me dejó en menos de un segundo al margen, sin poder de decisión ni reacción. Si yo lo hubiera sabido podría haberlo evitado, hubiese bastado con no invitarlos a los dos a la misma hora, en el mismo sitio, la sala de exposiciones. No invitarlos a ninguno, eso hubiese sido suficiente, pero ahora, una vez que se habían conocido, nada que yo pudiera objetar a lo que parecía un nuevo romance, tenía la más mínima importancia. Sé que estoy siendo un poco estrecho en mis juicios, ni siquiera lo he sido para mí en ningún momento de mi vida, y ninguno de mis amigos lo aprobaría, pero en aquel momento lo veía así y era la familia la que me preocupaba, mis padres y los padres de Romina, a los que por nada del mundo quería defraudar una vez más. Ni siquiera mi falta de humildad puede redimirme de un pecado no cometido No debía olvidar su maleta, su “walkman”, posiblemente su documentación, su ropa interior, su acondicionador para el cabello, sus tops y sus shorts, falditas y blusas, pero ningún material para pintar. ¿En qué piensan los jóvenes actuando así? Se creen ligeros y se alistan a un bombardeo creyendo que podrán con todo, no sopesan el fracaso, y creen que se merecen que todo el mundo los ayude. No sé como he llegado a esta situación, a llegar a hablar y pensar de este modo, yo, que he


sido el más incontrolable adolescente que pueda ahora recordar, podría borrar todos mis recuerdos de golpe, confiar en que otros también lo hicieran, y sencillamente no haber existido, podría tener el antojo de dejar en blanco unas cuantas páginas de mi pasado, no por vergüenza, al cabo tampoco hubo hasta el punto de vencer mi carácter, aunque tal vez por decoro. Años después descubro de golpe que ya he dejado de ser un adolescente, porque en este caso, una prima, esta vez joven de verdad, con apenas los dieciocho cumplidos, me mueve a decir “los jóvenes esto y los jóvenes aquello”, apelando a la responsabilidad y poniéndome en un plano superior que me delata. Pero aún peor que la traición que perpetro contra mí mismo, es comprobar que Werk se siente tan recuperado y rejuvenecido, con ánimos de seguir la farsa, con fuerza para enfrentarse al mundo una vez más cuestionando cualquier papel que le quieren asignar, aún cuando él no está de acuerdo, y decidiendo sin condiciones, con toda libertad el momento de sentar la cabeza y dejar de ser una incomodidad para los que teniendo su misma edad lo ven con tanta admiración y respeto: ¿O será la envidia del que desearía irremediablemente tener diez o quince años menos? Parece una broma, un chiste malo, pero así debe ser. Michia me sonríe con cierto desconcierto al verme llegar a su apartamento cargado con una maleta. Una maleta debe ser, después de la habitación de uno, lo que más nos identifica y define, el objeto que más habla de nosotros y el que más penetra en nuestra intimidad. Tuve que explicar inmediatamente todo lo acontecido en las últimas horas, el efecto causado y el revuelo que esperaba en cualquier momento. Me asustaba la idea de que alguien pudiera olvidar una maleta en un lugar desconocido y darla por perdida con tanta naturalidad, pero ellos en aquel momento ya sabían que yo había pasado a recogerla y se la devolvería a su dueña en el momento que me la pidiera. -Nunca me habías hablado de tu prima. -De la mejor parte de la familia nadie nunca habla, por pudor o por respeto, supongo. Había llegado el momento, no podría postergarlo más, estaba tan prendido por otras evasivas que ya resultaba imposible una más, y su atención resumida en una mirada profunda imposible de esquivar resultaba brutal. No podía fracasar, tenía que resultar convincente y la única forma de serlo era contar toda la verdad, incluyendo que no sabía donde había pasado la noche, y que cuando la perdí de vista se había tomado unas copas y que iba un poco mareada, pero que estaba bien porque me habían dado un recado suyo. La parte del enamoramiento fanático de Werk, eso era mejor que me lo callara, como si aún no lo supiera, y si la cosa iba adelante, podría mostrar sorpresa, después de todo un silencio no es una mentira, aunque igual de eficiente. -...Y lo mejor de todo, que es lo peor, es que la niñata tiene dieciocho años recién cumplidos. Me está creando un problema gordo. Tendré que dar todo tipo de explicaciones también a su familia, porque al fin, ella vino aquí y no se fue a la Patagonia, y claro tendré que confesar que yo la animé a probar suerte en el mundo artístico de Corredera, la gran ciudad, la oportunidad, pero cuando estuviera más crecida. ¡Esa muchacha es una irresponsable! El significado de la juventud es relacionarse con el mundo y nunca parar de moverse, da igual a donde. Podemos intentar establecer con ellos algún tipo de comunicación, una primera y sincera aproximación por ver si retienen, si deciden escuchar, porque lo tienen tan claro que como no vayas “derecho”, de pronto te pondrán la peor de las etiquetas, la de antiguo, y ya nunca te volverán a escuchar, es más saldrán huyendo cada vez que te vean. No podía caer con Romina en esa trampa, las siguientes horas serían decisivas y tenía que resultar más comprensivo que nunca, debía abstraerme de su ligereza y los problemas que creaba, e intentar por todos los medios establecer un puente de comunicación, volver a ser el primo moderno que la llamaba de vez en cuando para recordar las últimas vacaciones en la costa –también porque mis padres me invitaban a que lo hiciera y fuera cordial con ella-, y por intentar ser amable todo se había complicado, ¡Y de qué


manera! -¡Abramos la maleta! –dijo de pronto Michia con un ímpetu inesperado-. Veamos lo que hay dentro, por curiosear –añadió como si cualquier cosa, como si se tratara de una travesura, de un acto sin importancia. -Lo notaría, y no quiero seguir fallándole a la gente. Tiene un concepto de mí que no quiero que cambie, la aprecio. -Pues ella te falló a ti. En cierto modo fue así. -No lo creo. Los fragmentos de realidad con los que nos vamos cubriendo dan una dimensión de nosotros mismos que ofrecemos al mundo de forma inconsciente. La mirada de otro, si no es familia o amigo de infancia, siempre es perversa, y nos busca en nuestros peores detalles para hacerse una idea de nuestras debilidades. Después de haber visto lo que contenía su maleta a escondidas, yo me habría convertido en otra persona, al menos en lo que en mi trato con mi prima respectaba, y no quería que eso pasara. Michia me pasó la mano por la espalda, y me senté a su lado en el gran sillón de cuero negro; tuvo que costarle una fortuna, no es un sillón cualquiera, y cabemos en él los dos, dejándonos llevar en nuestras caricias, que terminamos cuando empieza el noticiario si antes no me quedo dormido de placer. No puedo decir que cuando la toco siento que la manoseo, no se trata de eso, mis manos son a la vez delicadas y reducidas, no me estoy aprovechando de ella, aunque alguna gente, lo sé, así lo cree. Intentamos envejecer juntos, nada más, sin hijos y sin discusiones, sin estrecheces y sin extravagancia. Estamos bien comunicados, nos escuchamos, y le pondría una nota alta a eso, si de poner notas se tratara amarse; nos incitamos mutuamente a seguir acumulando recuerdos, que al fin da solidez al conjunto; parece como si estuviera hablando de un gran edificio diseñado por un arquitecto de probado valor artístico, y no es eso. Durante unos minutos, ella siguió con su juego, tentándome para que abriera la maleta –no se atrevía a hacerlo sin mi aprobación, no es que temiera que me enfadara, sabía que no lo haría, lo que le sucedía es que temía perder la alta estima en la que tenía su buen juicio entonces y aún ahora, de ella y su imagen-, pero no lo consiguió; después de anunciar que saldría temprano por la mañana, que debía hacer un viaje y que estaríamos unos días sin vernos, me pareció bien. Nuestra relación nunca fue frágil, somos influyentes en nuestras mutuas opiniones y eso es mucho más de lo que pueden decir la mayoría de las parejas, pero en este caso creí que la maleta debía seguir cerrada.

3 Ella Creció Con Frío y Temblor La sucesión de acontecimientos ha de mirarse como si fueran propuestos por las páginas de un libro antiguo, aceptando que pudieron suceder de otro modo, aunque con un nexo, con una desviación que, sin embargo, termina por entroncar con la realidad de alguna forma extraña, nada nos induce a creer absolutamente que se nos estén revelando verdades prohibidas, por lo personal, o por lo que tendría de traición contar historias tan de cerca vividas de amigos e incluso de familiares. Pero a veces el escritor debe decidir, si traicionar al lector confundiéndolo con una historia que dice


real, y que lo es sólo a medias, o traicionarse a sí mismo no siendo honesto con el origen tan personal y familiarmente comprometido del texto. Con todo lo anteriormente expuesto, es fácil llegar a la conclusión de que se busca un resultado parecido a la realidad en todos sus detalles, pero sin revelar los acontecimientos más sórdidos con que la realidad golpea, sin denunciar lo indebido, lo que evita la conciencia. Como ya se trataba, por lo que parecía, a pesar de sus dieciocho años, de una mujer madura, inteligente y preparada para la vida, no me preocupé demasiado porque no quisiera verme, en un caso así debía esperar que eso sucediera, tal vez por decoro, o por pudor. Se imponía en tal situación la reserva, proponía con su proceder lo contrario al descaro que debe ser algo así como el miedo a ser malinterpretado, y yo prefería esperar a escuchar su versión antes de terminar por acelerar mi enfado hasta límites estratosféricos. En cualquier caso sabía que se encontraba bien, pues Werk si parecía dispuesto a dar la cara y contármelo todo, casi disfrutando. La idea más brillante de los últimos días surgió esa mañana, cuando desperté solo, y sin ánimo para seguir preocupándome por problemas, que aún no siendo del todo ajenos tampoco eran míos. Para mediar entre el conflicto y yo, necesitaba tomar distancia, eso era. Recordé que hacía días que no visitaba la alcaldía y la oficina que allí me habían dispuesto como asesor cultural de no sé qué cosa. Ser asesor cultural pertenece a un genero por definir, me consideran un almacén de datos útiles, y en ocasiones hasta me fuerzan para que tome algunas decisiones, formo parte del asunto competitivo de la creatividad al servicio de una idea política, o algo parecido fue lo que me propusieron cuando hubo cambio de gobierno, una oferta que debería ser un honor aceptar para cualquiera, supongo. Volver a las reuniones de trabajo establecería en pocas horas el orden que estaba necesitando, al menos por unos días. Reuniones, propuestas, recomendaciones, traducciones, programas, presupuestos, informes, correo, peticiones, ruegos, invitaciones, trabajo atrasado, preguntas incómodas, respuestas vacías y paseos por los pasillos para que todo el mundo pudiera ver que de vez en cuando, cuando mis otras obligaciones me lo permitían, me comportaba como un funcionario más, aunque yo nunca estuve en nómina, por así decirlo. Acabar de escribir mi libro no se presentaba como la mejor de las opciones, pues se me imponía una falla emocional que no me permitiría concentrarme en pormenores, los detalles nunca fueron mi fuerte, y la codicia que sentía por el aluvión de palabras que creía rescatar cada vez que las incluía entre sus páginas no iba a ser el más conveniente. En ocasiones pienso, “este no es el mejor momento ara escribir, mi estado de ánimo se verá reflejado,” y sin embargo escribo y el resultado es bueno, pero en esta ocasión me siento vencido. Lo mejor sería que mi prima se volviera al pueblo lo antes posible, si pudiera ser en le primer autobús de la tarde, mejor que en el de mañana, pero algo me hace barruntar que no va a ser así. Ni rastro de Werk –tal vez confiaba en encontrarlo en el trabajo, su segunda ocupación después de ser artista-, realicé paseos distraídos por los pasillos llenos de funcionarios interinos con la esperanza de encontrarlo, y comportarme de una forma distraída, artificialmente sorprendido, pues no quería que el adivinara que me inquietaba no saber lo que estaba pasando, pero no lo vi. A partir del las nuevas normas acerca del uso de los baños en horarios laborables, el movimiento entre pasillos se había multiplicado, parecía más corriente que nunca ver a algunos de los mejores y más ocupados funcionarios, llevando papeles de un sitio a otro, porque necesitaban ese desahogo y ya nadie fumaba a escondidas. La excusa de la resolución de un exceso de trabajo era un instrumento en si mismo para poder salir y aligerar una mente atascada, los pequeños paseos de una planta a otra, pasillos y ascensor, parecía ser una buena solución a la fatiga. Además estaba eso de un horario para mantener las ventanas cerradas, lo que te hacía respirar el mismo aire tantas veces que al final te sentías mareado, la gente buscaba soluciones al terrible ardor por legislar de una jefatura burócrata a la que apenas nadie conocía. La utilidad del paseo para llevar documentos a una administración paralela, había convertido el ayuntamiento en un revuelo de voces y taconeo, y eso hubiese hecho mucho más difícil el encuentro con Werk, pero posiblemente el también se había cogido unos días de vacaciones. Werk, en su calidad de artista, no como yo que simplemente hago interpretaciones del arte y escribo sobre ello en publicaciones semanales, pues tiene también una posición de privilegio entre estas cuatro paredes, los dos hemos sido bendecidos por el apoyo


institucional, a mi porque creyeron necesitarme, y a él porque les salía más caro subvencionarlo, o premiarlo en concursos para que pudiera seguir con su trabajo. A quien si pude ver fue a Arellana, y me detuve una rato a hablar con ella, aunque no me atreví a preguntarle por el que pronto sería su ex-marido –e eso señalaban todos los indicadores-, y ella a mí tampoco me preguntó, lo que me resultó extraño, pues si mis suposiciones no andaban muy extraviadas, Werk hacía un par de días que no pasaba por casa ni para dormir, ni para asearse. Pero nadie puede intentar entrar en el laberinto de despropósitos de una relación en trámite de separación, y yo ya no tenía fuerzas para tanto. A mediodía comí con Thro, la joven promesa, la otra versión de una moda que estaba llevando a la pintura a territorios incomprensibles. Debemos suponer que detrás del trabajo exhausto de un artista existen horas de concienzudo análisis, algo que en ocasiones se arrastra durante años y se va ampliando, es lo que podemos llamar el discurso del artista, pretender tomar una obra en solitario y con sólo lo que tenemos delante darle un valor definitivo, es realmente arriesgado. Se lo hice saber en más de una ocasión al concejal de cultura, pero el seguía empeñado en situar en el limbo inalcanzable de los genios, a algunas promesas que muy jóvenes despuntaban por su sagacidad y comenzaban a torturarse con una vida llena de privaciones a cambio de seguir desarrollando algunas ideas artísticas. A veces, parece imposible convencer a un profesional de la política de que la gente no es tan ingenua como creen, y que sus rotundas afirmaciones pueden pasar en muchas ocasiones por las de una inteligencia que retuerce la realidad hasta falsearla, nada nuevo. El trabajo puede ser necesario cuando se necesita seguir activo, compartir y respirar en el mismo mundo de los vivos. No sé si debía dar consejos más allá del arte, la política no me gusta, a pesar de que es por la política que hacía lo que hacía. Sólo en una ocasión me permití advertir al concejal de cultura de que no ensalzara a jóvenes promesas poniéndolas a la altura de artistas ya consagrados, y se negó a recibirme por meses, me lo tengo bien merecido. Thro es un entusiasta de lo ancestral y de lo primitivo, por eso le gustan las tribus amazónicas de las que tiene información que va guardando como si se tratara de un coleccionista. Mis interpretaciones son tan personales que no puedo exigir de nadie que las acepte del mismo modo incondicional que yo lo hago, guarden sus reservas al respecto, pero déjenme que continúe. Si él al menos no se hubiese anclado en esos sencillos diseños de barrigudos ojos grandes, que a muchos le parecen le parecen extraterrestres y que el a titulado escenas de caza, pues yo me hubiese sentido un poco más confundido y menos resuelto a contar mis impresiones acerca de lo que hace: trata a sus cuadros como lo haría un ser primitivo, o al menos lo intenta. De ahí también le llega esa obsesión por los contornos en negro, escarbados sin compasión, repasados una y otra vez con obsesiva dedicación. Ya resultaba veraz entonces, convincente diría yo, y por eso Michia se había decidido a montarle la exposición y sacar una cuantas notas de prensa firmadas por algunos críticos amigos, entre los que yo no me encontraba; Michia y yo creemos que es mejor mantenernos separados también en eso. Hasta que esas tribus que son recientemente descubiertas, y que todos los antropólogos aconsejan no contaminar con la tecnología moderna, llegaron a su vida, el parecía no haber comprendido la verdadera dimensión de lo que quería pintar, y esa condición que aconsejan los expertos de no intervenir en sus vidas, era lo que más le atraía de ellos hasta el punto de desear viajar y unirse a una de sus tribus en las misas condiciones que ellos vivían. A mí todo esto me parecía una más de sus locas excentricidades. Este fue uno de los temas alrededor del que giró nuestra conversación durante la comida, y aunque parece apasionante a sus ojos, no lo era tanto a los míos que recibía su discurso con paciencia santificada. Los artistas absolutos no saben de distracciones, siguen cada día buscando la relación entre su “visión” y lo que ellos mismos representan, siguen en su búsqueda que es de ellos y de nadie más. Él no es como otros chicos que parecían dispuestos a empezar esta búsqueda, no procede de una familia acomodada con una visión del arte sesgada, y una mala interpretación del esfuerzo necesario, ajusta su expresión al momento que le toca vivir pero no olvida en cada momento cual es el mandato que le ha sido encomendado, así lo ve, como si estuviera cumpliendo obedientemente con un encargo de la divina naturaleza. Intentaba explicármelo mientras me miraba detrás de sus gruesas gafas con montura de pasta. No es la incredulidad de enfrentarse a conversaciones que otros


hombres no entienden lo que expresaba su rostro, pero sé que eso estaba presente entre sus pensamientos mientras intentaba seguir dándole forma a su discurso. Era como si hablar lo tranquilizara. Aunque no lo había invitado a comer por su conversación, de pronto descubrí que todo lo que decía resultaba medianamente interesante, no sólo por haberse situado en el centro de todas las miradas, ni porque Michia me dijera que lo invitara e intentara sacarle toda la información que pudiera para ese artículo que debía escribir, las palabras fluían de su boca con rapidez y precisión y abría cuestiones que me resultaban atrayentes. En ocasiones el arte de conversar se convertía en una tortura para mí, no conocía buenos conversadores, y con los que me paraba a hablar “largo y tendido” terminaban por comportarse como francotiradores, nunca sabía a donde querían llegar, ni si en realidad se dedicaban a soltar ideas a borbotones pretendiendo impresionar sin sentido alguno, eso no me pasaba con el joven pintor de formas antropológicas. El entusiasmo que mostraba, la pasión que desarrollaba en cada uno de sus temas, terminaba por ubicarme en su mundo sin esfuerzo, discriminado lo importante de lo superfluo terminaba por entregarme cuestiones que yo debería resolver más tarde, cuando volviera a enfrentarme a ellas desde la soledad de mi apartamento, o mientras las comentara con Michia, si es que algún día se decidía a volver de su viaje. Mientras hablaba con Thro, no podía dejar de pensar en mi prima –no era un pensamiento tranquilizador, desde luego-, en los últimos años que había venido a pasar las vacaciones a casa de mis padres, de eso hacía ya bastante, cuando ella no tenía más de quince, probablemente catorce si hemos de calcular con precisión milimétrica. En aquellos años, y en años sucesivos habíamos seguido en contacto, porque ella pasó por algunos “inconvenientes” en lo que respectaba a su salud y yo sabía que me tenía un cierto aprecio y que seguía mis consejos (si es que los necesitaba), esto unido a la presión de mi madre para que cogiera el teléfono hacía el resto. Toda intromisión en una vida ajena, aunque se trate de familia, debe ser considerada perniciosa, a veces con consecuencias que somos incapaces de calcular, y sin embargo así funciona. Difundimos errores, nuestra influencia en ocasiones es desmedida, y nos comportamos como niños rompiendo su juguete nuevo, con un desconocimiento remoto del resultado. Aun en los casos más justificados, la invasión de una mente ajena, incluso de una idea ajena, debería ser puesta en una mesa de autopsia para su disección y análisis por parte de un nutrido grupo de expertos, ya ellos más tarde darían su aprobación o rechazo a la intromisión sugerida. Desde el principio –tal vez intentaba impresionar- le conté a la prima todo tipo de exageraciones acerca de las bondades del mundo del arte, de sus retos y sus gozos, de la vida bohemia, de las cosas maravillosas que había visto y de la gente extraordinaria que lo habita, fue una equivocación de la que no sé si algún terminaré de arrepentirme. De forma ligera, aún sin poder volver de mis pensamientos, se definía el entramado del arte por parte de mi interlocutor, y me hacía feliz saber que tenía sentido y no carecía de importancia, no se debía a eso el abstraerme y poner cara de conformidad, era mi inconsciente que se reintegraba sin que yo pudiera evitarlo a sus preocupaciones. De suerte que, al mantener mi propia imagen con la inmovilidad de otra de escayola y mantener mi sonrisa sin dudas –ya lo había ensayado con anterioridad-, el motivo de mi evasión quedaba opacamente oculto, y mi preocupación totalmente disimulada. Mi intención no había sido desinteresada, yo me propuse siempre como familia accesible, pero aún sin renunciar a este rasgo de compromiso, o por su causa, me había encontrada en estos nuevos compases de una vida que ya de por sí, con un “pequeño problema añadido.” Podría amontonar datos, cifras, fechas, nombres y viejas historias, que parecieran resolver algunas dudas sobre la infancia de mi prima, pero lo cierto es que había intentado no inmiscuirme demasiado en su vida, y por eso mis llamadas telefónicas no tenían dobles intenciones, mi madre me había pedido que la animara, y eso hacía sin más. El escenario en el que se mueven los consejos de mi madre no podría obviarlo, o bien acepto entrar en el juego familiar en estos pequeños arreglos de temporada, o termino de echar el telón y evito todo contacto con ellos, y no estoy preparado para eso; no soy tan fuerte.


-No sólo es la pintura lo que me preocupa, pero en mi vida transcurre como un hecho probado, y muy pocas otras cosas pueden decir lo mismo. Soy escéptico y desconfiado por naturaleza –afirmó Thro con el convencimiento de un juez-, no sólo es posible que me muera si me falta la pintura, es también la probabilidad más alta, con mucha diferencia. Y la luz del café en el que nos encontrábamos atravesó el cristal como si el sol acabará de despertar en ese instante, y su fuerza sobre nosotros fue un incidente que me hizo cambiar de posición, tan importante como si acabara de estallar una guerra y los periódicos hubieses olvidado mencionarlo en su primera edición. Volví con preguntas y respuestas, acercándome lo más que podía a sus argumentos. -Cualquiera puede pintar durante un tiempo buscando mejorar, esforzándose, ya lo he visto en otros aspirantes a maestros, pero si no llega a convertirse en una parte más de ti terminarás por abandonarlo. Explicarme con la claridad que deseaba me estaba costando; aún medio adormecido. -¿Abandonar? No se abandona lo que se ama aunque te esté matando a disgustos.

4 El Ángel Inspirador

Me preguntaba si el día que estaba viviendo era real, por una parte admiraba la audacia de Thro, y no me resultaba del todo incoherente que pretendiera justificar su trabajo, por otra estaba eso que había dicho Michia acerca de él, “es un Ángel inspirador,” y evadió la mirada girando ligeramente para darme la espalda. Eso había sucedido la noche anterior, justo antes de descubrir la maleta de Romina, y poco después de haber cenado. -Tengo motivos para creer que Michia se encuentra con uno de sus protegidos a escondidas. No es agradable hablar de esto. Otras veces la confusión me había mantenido apartado durante un tiempo de Michia, era como si disfrutara repitiendo sus errores y mostrando una pequeña parte de ellos para que yo pudiera saber lo que sucedía, como si fuera menos innoble el daño causado al no ocultarlo del todo. Hacía apenas un año, otro de los muchachos parecía tener una cualidades parecidas a las que mostraba Thro, se las daba de descubridora y yo lo aceptaba, calculó entonces que aquel chico sería aceptado por la crítica internacional en pocas semanas. No duró demasiado el affaire, era de esperar, pero me causa


un estado de incertidumbre que actúe así difícil de describir. -Como ves –me responde Carola, mi madre-, la vida no es cuestión de lo que sabes, sino de lo que intuyes, pero tu intuyes pesadillas. Ya estás de nuevo con tus fantasías, con esas fantasías absurdas. Además, no muestras tanto interés por tu relación, al menos a ella no se lo demuestras. Quizás sea por eso que tienes ese tipo de sospechas. -No me da igual, puedes estar segura de eso. Después de todo iba a resultar que había alguien que sentía dentro de mí, alguien dispuesto a mostrar sus padecimientos sin miedo a ser dañado. Como pueden ver, mi vida transcurría entonces en un continuo encajar, asumir lo que no podía controlar y apenas tener fuerzas y armas para enfrentarme a todo. Casi todas mis ideas se veían venir de lejos, y eso daba tiempo a todos a ponerse a la defensiva, hasta a mi propia madre a la que siempre respeté tanto. ¿Tiene alguien idea de lo que suponía para mí enfrentarme solo a todas mis contradicciones? -¡Diez llamadas pérdidas de Ardentía! Te conoce y confía en ti, pero quiere saber dónde está su hija –mi tía confiaba en mí, era alentador saber que alguien confiaba en mí-. Somos hermanas, y mi preocupación es similar a la de ella. Es una niña, acaba de cumplir los dieciocho, y está enferma. Las ambiciones que han llegado a mí a través de oportunidades que se presentan, pero que no las traía conmigo, de esa forma que hacen algunos, que las guardan y siguen, y siguen en ello, hasta que lo consiguen, tampoco han supuesto un problema, se han ido apagando en cuanto han aparecido las primeras reservas. Es la fuerza que me lleva a vivir como lo hago lo que me mantiene en pie, con mis aficiones, mi lucha diaria a favor de unos ingresos nunca del todo reconocidos, los amigos como Werk, que no son muchos, pero que están ahí cada vez que los necesito. Todos tenemos pequeños problemas, pero escogemos vivir como lo hacemos y eso nos salva. Mi madre me miraba fijamente, calculando cada uno de mis movimientos. Yo tragaba saliva y atropellaba algunas palabras que salían de mi boca deseando remontar; suele suceder cuando me pongo nervioso y eso me hace parecer aún más indefenso. Aquel momento de unas pasadas vacaciones que había tenido que ver con Romina no se había ido completamente de mi mente, el genio incómodo con el que se reveló contra la imposición, el malestar, y lo que yo entonces creí disciplina, ¿resultaba entonces ser enfermedad? Ella no quería que lo llamaran así. Se trataba de un recuerdo remoto, pero empezaban a encajar algunas cosas que me habían tenido ocultas hasta entonces, a principios de las vacaciones siempre me hacían el mismo aviso, “sé paciente y agradable con Romina, lo está pasando mal.” Aunque nunca le di importancia a estas exigencias y ahora era consciente de que había que llevar cuidado. Sólo con una nueva situación, con nuevas condiciones, algunas comprometedoras, puede uno cambiar una opinión que ha mantenido durante tanto tiempo acerca de alguien. Así como hasta entonces se portara conmigo, así la veía y la recordaba, tumbada en la playa a mi lado, reforzando mi seguridad con su cuerpo diminuto expuesto al sol, tan sólo cubierto por su bañador diminuto, demostrando en cada suspiro que su juventud no iba a ser traicionada por un ataque de nervios violento que yo no llegara a entender. La visión debía transformarse, todo a mi alrededor me lo pedía, me lo exigía, el rito social de cumplir con la normalidad, aceptar el riesgo aún sin haber asistido nunca a una de sus crisis. Debo conmemorar aquella imagen grabada en mi memoria, la formula del mar rumoreando a nuestros pies la integración de nuestro abandono, la celebración de la confianza, y la somnolencia que me producía la arena caliente debajo de mi toalla. Desde luego, esa prima que yo conocía no tenía nada que ver con lo que me contaban de ella, aunque ya otras veces lo había tenido en cuenta. Para mí aquel verano había sido una fórmula preescrita, casi todas las visitas habían sido


planeadas, y las probabilidades de que algo se saliera del guión era mínimas, según esto ni siquiera tener cerca unos ojos curiosos que despiertan a la vida con cada sorpresa, podría haber cambiado nada. Lo disfrutaba, era la señal de las nuevas diferencias, asomarme a las inquietudes de la nueva juventud y salir por unas horas cada día de la rutina que se perpetuaba también en vacaciones. Estaba a salvo de la rebelión adolescente que todos prometían, nunca vi es ira, nunca salió Mr Hyde, con su marea descontrolada, nada temí. Para mi Romina seguía siendo la niña inocente que en vacaciones me acompañaba a la playa y se tumbaba a mi lado sin decir palabra, nunca asistí a ninguna de sus crisis y por lo tanto no podía acabar de creer las historias que mi madre ahora me contaba, y que entonces había callado. Romina tenía el aire tardío de un gorrión, pero esa fragilidad que yo veía era aparente. Podría haberse tratado de una aprendiz de cualquier cosa, de un deseo extinguido, del abandono de todo lo que se empieza, de la idea irreal de sus perdición, pero la imagen de su cuerpo diminuto adormecido en la playa es lo único que me ha quedado de ella. Levanté la cabeza para responderle, le dije que estaba viviendo con una amiga, pero que se encontraba todo lo bien que se podía encontrar, teniendo en cuenta lo que contaban de ella. Continué tratando de convencerla acerca de que exageraban y debían darle un poco de margen, que yo hablaría con ella para que volviera a casa de sus padres, pero ni siquiera esto parecía demasiado probable, estaba claro que los tortolitos se habían dedicado a evitarme los últimos días. Todos estábamos obligados a construir un pasado, pero yo no terminaba de aceptar las condiciones y comodidades que promovía mi nueva condición, me cargaba de nuevos retos, de preguntas, de dudas y aceptaba el cumplimiento de un deber ligero, pero eso no era construir un pasado. Tener algo que recordar con el paso de los años y que eso te sirva para darle sentido a todo lo que hayas vivido y lo que te queda por vivir, eso no creo que lo haya cumplido, e sido inconsciente de mis necesidades hasta tal extremo. Vivir como yo lo hacía no representaba un peligro en ningún caso, yo aceptaba mis derrotas con naturalidad, hasta el punto de permitirme darle consejos a otros, un signo claro de hasta donde puede llegar la estupidez humana. Me preocupaban las separaciones de mis amigos, sus divorcios, sus broncas familiares, porque parecía que a ellos los podía destruir, pero nunca creí que alguno de los problemas sentimentales a los que yo pudiera estar expuesto pudiera conmigo. Yo no he sido más que un mero transmisor, los acontecimientos suceden en otra parte, y voy interfiriendo en ellos quitándole importancia a mis propios dramas, ¿de qué otra forma podría llamar a los caprichos de Misia? -Por lo que parece estimas tu relación, te preocupas por Misia. Es posible que ella esté pasando también por un mal momento. Y no es mi papel defenderla. Eres tan estricto en tus cosas que me llevas a un punto que no es el mío. No veo otro motivo para que yo esté intentando convencerte de que le prestes más atención a tú mujer-No es mi mujer. Puede hacer lo que quiera -¿cómo explicarle a mi madre los soportes de las nuevas relaciones, y aún siendo más directo, de nuestra peculiar relación? Ella no es en realidad tan a la antigua, insinúa acontecimientos con la normalidad y el desinterés de uno de los miembros de un grupo punk de moda, puedo poner bajo su prisma la consistencia de las nuevas formas de vida sin esperar aspavientos ni ofuscaciones dogmáticas, todo lo puede relacionar. He tenido suerte en esta especie de diálogo sin aristas, aunque para eso ella haya tenido que pasar por tres matrimonios con sus respectivos divorcios, y la única confianza que alguien le merece y que en alguien mantiene en conserva sea la de su hermana, y la de su hijo; todo un carácter. Detuvimos el paseo delante de un edificio que hace las veces de monumento señorial, y palacio de congresos. Los patos del pequeño lago, justo delante del edificio mueven sus patas a toda velocidad debajo del agua, nos advierten así de que aunque saben que nos necesitan, nos tienen un miedo atroz, y no parece que les resulte divertido ese rechazo. En ese juego andan todo el día,


desafiando el pavor que le producimos para acercarse a la orilla que frecuentamos y tal vez encontrar algún trozo de pan olvidado por un niño reticente a terminar su merienda, y salir disparados, como ahora hacen, en dirección opuesta si una sombra se presenta. -Y esa nueva forma de ver las cosas, ¿estás pensando en cambiar de vida? –la había hecho dudar y empezaba a aceptar que quizás sus consejos no estuvieran haciendo el efecto deseado. -Por supuesto que no, madre –respondí-, tú me conoces, son las mujeres las que terminan por “hartarse” de mí, no al contrario. Me quieren durante un tiempo, pero no se predisponen para amarme indefinidamente –no la miraba, me perdía distraídamente en particularidades del paisaje que, en realidad, no me importaba demasiado en ese momento. Oí a unos jóvenes reír, sentados en la hierba, se contaban cosas que les hacían mucha gracia, me sentí molesto y propuse que nos fuéramos. Dejaos atrás los muros del parque y la puerta principal sin demasiada prisa, y nos separamos un poco más adelante cuando el primer taxi paró y ella se subió a él después de darme un beso de afecto incondicional y decirme mirándole a los ojos, “paciencia con tus cosas, y cuida de tu prima.” Ahora mismo, después de releer algunas de mis notas, recibo con nitidez los significados de aquella generación –no sólo mi madre, aunque ella siempre me hace pensar-, los que vivieron la posguerra, la superviviencia, los que saben lo que es pasar hambre, sin finuras ni demagogias, los que tiraron hacia delante y rompieron la última etapa, la que aún los ataba a la catástrofe. Todo lo difícil lo hicieron fácil, y lo que no tenían lo construyeron. Antes de morir mi padre recuerdo algunos viajes en tren - no parece nada nuevo-, aquella forma en la que se viajaba antes, viajes lentos e incómodos preparados como pique-nique, y lo fácil que resultaba para ellos ir sacando los bocadillos, la bebida, ahora limpio, ahora tú coge esto, una bolsa para echar lo que se tira,” tápalo bien que después no gotee”, aquella bolsa no dejaba ni un detalle, y con toda limpieza, en el mismo vagón, sin rubor alguno, en unos minutos todos cenados y todo recogido, ¿quién sabe hacerlo ahora con la naturalidad que se hacía entonces? Después cayó mi padre enfermo, y lo recordé con absoluta claridad, había que darle un sobre, ella le dijo que no se moviera, y buscó la forma de abrir aquel cierre diabólico que se resistía a cualquier fuerza, lo prendió con los dientes y le creó la abertura necesaria para ponerlo en vaso de agua y diluirlo antes de dárselo. La generación de la posguerra, a eso me refiero, siempre salen adelante cualquiera que sea la prueba, ¿cómo no habría de hacer caso de sus consejos?

5 La lucha del poema fragmentado


Puedo intervenir en la obra de Thro, sólo con escribir una reseña para un periódico de tirada nacional, comprometerme y arriesgar una visión positiva con muchas posibilidades abiertas, o blindarme y no permitir que nada de lo que se pueda ver a simple vista exprese con rigor las bondades de su trabajo. Optar por la primera solución no es difícil, me gustan su cuadros y eso es lo que debo contar, se me notaria si digo lo contrario de lo que pienso, o si intento ocultarlo. Entablar una relación de amistad con cada línea de sus cuadros, eso debo hacer, el suceso intenso y preciso que cuente toda la verdad de lo que me sugiere, yo no soy uno de esos tipos capaces de engañar por rencor, además, ni siquiera estoy tan seguro de si lo que hay entre él y Michia no va más allá de un simple flirteo, y eso supongo que todos lo hacemos alguna vez. Sí, es posible que sólo estén flirteando, y debo concentrarme en escribir lo mejor que pienso de su incipiente obra. Aunque yo quisiera ser en todo un extranjero, y mirar el mundo así, con esos ojos, la pasividad que propongo no es real, nunca lo es para nadie, ni siquiera para el tipo más insignificante. ¡Cuántas veces la historia de mundo cambio porque una persona que no debía estar donde estaba dijo algo que no debería de haber dicho! Me hago cómplice del pintor en este juego, no me queda otra. Escribir interesadamente para un suplemento cultural no parece una buena idea. Sí, interesadamente, buscando ayudar sin mediar la distancia necesaria entre el artista y el articulista, siempre ha sucedido. Se trata de una forma de más de explorar el arte, atreverse a que todos reconozcan ese interés y que perdamos la autoridad, la supuesta maestría que yo, que me dedico a esto, se supone que debería tener en el momento de reconocer o no una buena obra. No me voy a poner dramático y decir que se trata de un suicidio comportarse así, ya lo han oído, de forma interesada. Si no considerara que él no es bueno no le haría esta reseña –porque tampoco me voy a extender-, no lo escribiría aunque una amante compartida me lo hubiera pedido. No había dormido la noche anterior obsesionado con la idea de que si le daba las vueltas necesarias podría llegar a entender los motivos de Michia para actuar como lo hacía, me desveló esa posibilidad, y llegué a la conclusión de que se trata de algo meramente sexual. Ella no deseaba cambiar de vida, tampoco aspiraba a encontrar el hombre que pudiera hacerla cambiar en su psique hasta convertirla en otra persona, ni se trataba de una perversión, ¿qué podía ser? La muestra de un moderado descontento era obvia, amores ocultos que expresaban, “no estoy satisfecha del todo pero no quiero echar abajo las paredes de mi vida, soltar el bulldozer y empezar de cero, eso no.” Me creía preparado para encontrar respuestas, y en realidad ni siquiera era capaz de adivinar lo diferentes que son los mundos en los que la gente vive y práctica poner en juego sus pensamientos. Jamás entenderemos como funciona el cerebro, y lo diferentes que son los pensamientos que alberga, como cambia de una persona a otra, y como sus huellas son mucho más laberínticas que las marcas de nuestra piel. Es por todo esto que ahora sé, que creo que me ofuscaba con la imagen simple de una mujer adorando cuerpos jóvenes, recostada sobre si misma observando en silencio la musculatura y la fibra nerviosa de unos músculos formados y jóvenes, tal y como serían los de un hijo de un dios pagano pretencioso. Como un cerebro más sin freno, me descifro a mi mismo, imaginando en aquel entonces a una mujer que estaba con chicos jóvenes por la admiración que sentía por ellos y no por otra causa, ¿quién sabe?, es posible que eso la hiciera sentirse joven a su vez y yo no estuviera tan desencaminado. En mi exacerbada imaginación hay sitio par esto y para mucho más, no se trata de un rubor letal: uno intenta ser condescendiente consigo mismo, así que el alarde de la mujer disfrutando al mirar un cuerpo masculino y joven a través del humo de un cigarrillo, enredando las sábanas entre las piernas y dejándose llevar por la languidez de una hastiada mujer de provincias perdida en la gran ciudad, no es un ejercicio tan alocado. Pareciera que la labor del crítico es negar, contrariar a todos, rechazar las novedades y algunas tradiciones, poner en cuestión cualquier obra que no tenga detrás el peso de años de sólido trabajo, y aún así resultar tan ácidos que todos nos teman: eso me ha dejado tan a favor de las condiciones y las cuestiones, que lo que escribo aún hablando de mi propia vida me resulta exigente, y ser exigente con la vida de uno es la más grande


equivocación. No tuve hijos, y por eso me ha costado llegar a concluir que la misma indulgencia que tenemos con los errores de nuestros hijos debemos tenerla con nuestros propios errores. El asedio al que me someto busca algo más que matar las horas, me propongo analizar aquel momento de mi vida en medio de todas aquellas personas que ahora son personajes, pero que merecían una atención que no tuvieron por lo complejo de sus razonamientos, de lo que resultaban las acciones incomprensibles. Y me justifico en el análisis dejándome fuera de sus locuras, eso me ha parecido, cuando en realidad yo estaba en el centro justo del desequilibrio, procedía de él y en él me había instalado, siempre rechacé una vida convencional y el arte me daba la posibilidad de vivir al margen de cualquier plan futuro, y mi vida no me parecía tan mal en aquel momento. Quizá debería haber pensado en protegerme, en los momentos en que los acontecimientos se amontonan y deciden empezar a moverse, no somos conscientes de todos sus pormenores y terminan por afectarnos, sentimos otras emociones que esos movimientos mueven, e impiden la parálisis que proponen nuestros temores. “Éste es un tiempo para arriesgarse,” me decía mientras releía el artículo escrito. Casi todo lo activo que intentaba poner en él, se compensaba con la historia de Thro. Algo que no terminaba de resultar era el interés que yo ponía sobre los aspectos más atrevidos de sus cuadros, los riesgos, los temas elegidos y la abundancia de colores y formas. Podía haberlo intentado una vez más, porque cada vez que pasaba a recordar su origen humilde, su esforzado trabajo, y el reproche de su familia por no haber acabado sus estudios toda esa ingeniería sobre la idea del artista alocado se me venía abajo, y me quedaba con una inspiración que lastima, que no resultaba nada cercano a las crítica que solía escribir. ¿Qué había visto Michia en él? ¿Sería verdad que se trataba exclusivamente de atracción física? Casi siempre intento hacer algo bello con mis artículos en prensa, todos mis intentos por conseguirlo suelen terminar por funcionar. Si es preciso someterme a una mutación, o cambiar todos los argumentos con los que contaba, lo hago. Y entonces. porque no podía permitirme perder también en esto, y precisamente en aquel momento en que perdía mucho más de lo que me podía permitir. El ruido de la hora del almuerzo se trataba de un taconeo constante camino de la cafetería, de voces en conversación apurada. Como salen en tromba al pasillo es imposible mantener la calma y el último en llegar espera al final de la cola. Intentaba duplicarme para no abandonar ninguno de los proyectos que deseaba comenzar, tenía nuevos encargos del ayuntamiento, y había decidido, ya casi sin necesidad de pensarlo, que debía quedarme el tiempo del almuerzo en la oficina para darle forma al artículo sobre mi amigo pintor, y poder a continuación dedicarme a otras tareas. El hambre no era una de mis prioridades, no sentía nada en el estómago, suele pasarme cuando estoy preocupado por alguna cosa, de pronto pierdo el apetito. Ya casi no existía el recuerdo, ya casi no esperaba novedades, pero las novedades siempre se producen, en ocasiones muy a pesar nuestro y ese vértigo no siempre es agradable: algunas personas se encierran para no saber nada del mundo, se aíslan para no ser nunca sorprendidas, este no era el caso, pero me estaba empezando a temer lo inevitable de algunos momentos de nuestras vidas, ya nada dependía de mí. Los pude oír entre los intrincados pasillos del concejo, oí sus voces pero no las conocí y en el breve espacio de tiempo que se sucedió desde que oí que alguien golpeaba con sus nudillos sobre la débil puerta acartonada de la oficina, hasta que me levanté y pude verlos, no supe que se podía tratar de ellos. Werk empezaba a inspirarme la compasión de los vencidos, lo dije desde el principio, él era quien llevaba las de perder. En aquel breve periodo había obtenido mucho de lo que había deseado y echado de menos, al menos durante los últimos tres años, atención, ternura, dulzura, comprensión, apoyo, cooperación, dedicación... vivían el placer de un absurdo por el tiempo que durara. Nunca habría planteado así las cosas, ni antes ni después de que lo llamara para que me acompañara a la exposición de Thro, ni siquiera sabía que mi prima acudiría a aquel lugar aquella noche, y de ninguna manera lo habría aprobado si me hubiera preguntado, pero ya era demasiado tarde para eso;


lo único que quedaba por hacer era no empeorar las cosas e intentar reconducirlas procurando hacer el menor ruido posible. -Me alegro de veros, y que estéis bien, y que sonriáis –percibía la imagen de la pareja cogida de la mano en la distraída reafirmación de que su felicidad era inalcanzable para los mortales, ellos en aquel momento de sus vidas eran héroes. Ella se abalanzó sobre mí para besarme mientras decía, “primo” con una dulzura exaltada. -Me pidió que viniéramos, quería verte. Espero que no te molestemos, sé que estás trabajando. -De ninguna manera, no puedes imaginar lo tranquilo que me quedo, empezaba a pensar que podía resultar una molestia también para vosotros. Nunca tuve una imagen de un ser querido sobre la mesa de mi oficina, el deseo de comprometerme no llegó a esos extremos, aun cuando hablo con mi madre evito quedar para otro día, o tener un programa que nos comprometa a vernos con frecuencia. -Nuestras madres han hablado –dije dirigiéndome a mi prima. -Era de esperar. -Es normal que se preocupen por ti. No voy a tomar el papel de censor, sobre todo porque yo de joven, o de más joven, hice algunas cosas que prefiero no recordar, pero me gustaría que llamaras a tu madre y que la tranquilizaras, nada más que eso. -Claro, lo haré. La infelicidad nos vuelve grotescos, eso es lo que pasa con la gente que se empeña en vivir una vida de represión y disciplina espartana, gente que no se da una alegría y que le teme a todo. El deseo es complejo, nunca terminamos de satisfacerlo, eso sería la muerte, pero mientras en juego dura, ese estímulo nos hace bellos: la felicidad nos hace bellos, nos rejuvenece y nos vuelve optimistas. Si aprovechamos ese impulso como ahora hacía Werk, después de su matrimonio fallido y de sus cuadros a medio terminar (yo ya entonces creía que Werk era el auténtico artista y no Thro, al que le quedaba tanto que demostrar), veremos que no es tan difícil reencontrar algún trocito de un sueño desechado entre nuestro caos, que aún podemos retomar. Han pasado tantos años de aquello, y todo ha dado tantas vueltas, que apenas puedo decir que nada haya salido como esperaba. Está bien eso de intentar sentirse joven de nuevo, mucha gente lo intenta, y es como acelerar un proceso que tiene un fin cada vez más próximo. Es algo parecido a lo que nos sucede con una borrachera, o con una dosis de un calmante fuerte, la resaca siempre llega y el bajón nos devuelve al espeja con unas cuantas arrugas más. La inmediatez del deseo reaviva la forma viral de la ansiedad comunicando a todos nuestro estado, contagiando a todos nuestro miedo a seguir envejeciendo. -Tengo tu maleta, sería bueno que pasaras a recogerla, o que me dijeras a dónde te la llevo –ya empezaba a estar un poco cansado de preocuparme por cosas que no eran mías, y quería deshacerme de aquella maleta lo antes posible. -Estimo lo que haces por mí primo, pero aún no sé si esto va a durar, Werk no es nada celoso y eso no me gusta, no me siento atada, ceñida a él, ni comprometida, me da demasiado espacio y pide lo mismo para él, ¿qué te parece? –no esperó respuesta- ¿Puedes guardármela unos días más? –habló en un susurro como si se tratara de una confidencia, y aprovechando un momento en que Werk se acercó a la ventana y la abrió para asomarse a fumar un pitillo. Desde allí no pudo oírla, y yo acepté


la pequeña traición haciendo como que no había entendido nada. Del mismo modo que ellos afrontaban sus retos debía yo afrontar los míos, tomar un amor incipiente, lleno de dificultades, una lucha destinada a perder y enfrentarse al mundo pese a todo, como ejemplo, era mucho más de lo que podía esperar de cualquier estrategia que se me ocurriera. Por fin terminé mi artículo cultural sobre las nuevas promesas, en el que Thro tenían un trato relevante. Pensé que sería mucho mejor así, entre otros artistas jóvenes no sería tan fácil adivinar que se trataba de un encargo, y que no respondía a la curiosidad real que hubiera despertado en mí. En situaciones así es mejor no arriesgarse, supongo que era lo mismo que había pensado mi prima con respecto a Werk, hace falta estar muy convencido de algo para embarcarse en una aventura ciega, si así podemos llamarle al éxito. Pero había determinación en mis argumentos, tampoco era cosa de un amago para justificar la molestia. Las imágenes que evocaba movían a la concertación, intentaba justificar el deseo de salir de casa, de abandonar por un rato la comodidad en la que mis lectores parecían vivir, darse un paseo hasta la sala de exposiciones y ver las pinturas antes de que fueran retiradas. Aún intenté ser un poco más respetuoso con los motivos que me llevaban a escribir, descubrí razones nuevas para ello, y decidí darle una vuelta más, una oportunidad diferente, y para eso necesitaba visitar el estudio de Thro, conocer de cerca el lugar donde trabajaba y experimentar nuevas sensaciones, adquirir otro punto de vista, comprender, en suma, que siempre hay una nueva razón para todo. En diez días cumpliré los cincuenta años, números redondos, sin apelaciones. Todo lo intenté comprender menos mi propensión a convertirme en un viejo prematuro, y en ocasiones temo que todos lo noten y se aparten de mí. Desde que empezó esta autocompasión todo ha ido a peor, pero es difícil seguir creyendo en el mundo bohemio en el que se debe encuadrar cualquier arte, si uno siente que le abandonas las fuerzas, ¿estaré enfermo? No, no lo creo. No debo tener estos pensamientos negativos, no debo venirme abajo, no hay necesidad de dejarme llevar por pensamientos tan negativos, posiblemente se trata de pérdida de energía, aceptémoslo, después de los cuarenta ya nada vuelve a tener la misma energía –mientras tenía estos pensamientos no podía evitar pensar en Michia, y la pesadumbre se acentuaba. Apenas encontraba las soluciones que en otro tiempo llegaban proponiéndome como un jinete, salir al trote sin darle la oportunidad a ninguna preocupación de acomodarse entre los parámetros de una aún joven. Todo estaba cambiando.

6 Al Fin, La Distancia Me gustaría creer que hagamos lo que hagamos no siempre recibiremos algún tipo de desaprobación por parte de la gente, es como si sintiéramos que hemos sido cuestionados mucho antes de cometer un error, por pequeño que sea, y que todo ese tiempo han estado esperando para poder montar un reproche digno de ellos. Por mediocres que sean nuestros pecados, recibirán el mayor de los castigos si es que alguien ha estado esperando por su definición, si ha estado esperando por la concreción de nuestros vicios, de nuestro proceder más irresponsable, saber cual


era nuestra debilidad, no importa la excusa, ni lo poco que los comprometa por el irrelevante alcance de nuestra trayectoria humana, al final pagaremos como el peor de sus enemigos. Aunque mis miedos no terminaran de remitir, precisamente por que la impresión que tenía era que iban sumándose a otros nuevos, era la determinación por conocer el estado real de los acontecimientos, todo lo que podía influir en mi vida y sospechaba que aún no había salido a la superficie, lo que me decidió a hacer una visita no concertada al taller del pintor. No deberíamos sentirnos afectados por nuestras sospechas hasta que tenemos pruebas incontestables de que se refieren a algo que tiene el poder de interferir en nuestras vidas, y si no nos importan demasiado los cambios que en ella puedan originar, pues ni eso. Pero a mí si me importaban los cambios que pudiera ocasionar un romance entre ellos, no es que me aterrara la idea de volver a empezar de nuevo a los cincuenta, o de que afrontar la idea de que una soledad permanente era lo mejor para mí, se trataba de perder a Michia de la que me sentía tan dependiente. El taxi me dejó en mitad de un camino rural, era un lugar sombrío, adormecido por las nieblas de una mañana que no acompañaba. Yo ya no estaba acostumbrado a la tranquilidad del campo y a sus particularidades. El terreno era irregular y la hierba alta humedecía mis zapatos de rocío. Estaba rodeado de árboles secos con ramas nerviosas a punto de desmoronarse, un poco más lejos, a mi derecha, la vegetación se volvía frondosa y de allí venía la protesta aguda de pajarillos que no parecían piar, sino soltar grititos de advertencia, dolientes y profundos. Al frente estaba la casa, vieja, desmoronándose, sin tejado en un galpón adyacente, y con una ventana de un piso superior estallada y cubierta por dentro con un papel de periódico (si esa ventana hubiese estado en una de las habitaciones de la planta baja hubiese sentido la necesidad de leer las noticias que contenía, tal era la inocencia que me llevaba acerca de lo que allí iba a encontrar). Pasé al lado de un pozo y en una charca una rana saltó cuando pasé a su lado, y se sumergió en el verdín de la superficie del agua. Estaba tranquilo, al menos no había perros, y eso cuando se merodea como yo lo hacía es una gran ventaja. Vi luz en una de las ventanas lo que a esas horas de la mañana empezaba a ser algo casi innecesario; supuse que se había pasado trabajando toda la noche, yo lo hacía a veces si encontraba alguna historia que me atrapaba hasta el extremo de necesitar contarla. ¡La escritura y la pintura son artes tan diferentes! Y los escritores y los pintores tienen temperamentos distantes como mundos habitados dentro de mil galaxias desconocidas. En el entorno de la ventana había cajas de cerveza vacías, eran cajas de plástico que adiviné extremadamente resbaladizas. No habían sido diseñadas para que alguien las utilizara como escalón, y supongo que la dureza del plástico facilitaba a los repartidores deslizarlas sobre suelos de baldosa, pero enseguida comprendí que debía poner cuidado si me subía a una de ellas. La presunción habilidad para las más extrañas cosas es propia de mi naturaleza, así me he pasado la vida arriesgando más de lo necesario. Las otras ventanas eran más bajas y más grandes, y no hubiese necesitado auparme para ver lo que sucedía al otro lado, pero precisamente aquella, la que conservaba una luz encendida era un ventanuco estrecho y de difícil acceso. Por fin lo logré, me asomé y vi el estudio, vi sus cuadros, y vi al pintor trabajando, y justo enfrente de mí vi a una mujer posando desnuda, en el límite de su cansancio. Cuando miré su rostro, y por fin, sus ojos, algo se quebró en mí, temblaba e intentaba contener las lágrimas que subían al rostro, una emoción culpable que no podía contener, y no se trataba de la confirmación de mis sospechas únicamente, se trataba de una nueva sensación de desamparo que nunca había sentido antes, ni siquiera con aquel primer amor de adolescencia por el que aún guardaba reverencial memoria. No creía poder volver a sentir una emoción parecida por otra mujer en la vida, ni siquiera estaba seguro de desear empezar alguna otra cosa con alguna otra mujer en el futuro. ¿Era un mero presentimiento o se trataba de algo más? Sabía que dejaría de estar afectado alguna vez, superaría cualquier contrariado acontecimiento por definitivo que fuera, y por muy hondo que me hundiera en un lodo caliente y repugnante. El límite de mis fuerzas no llegaba después de asomarme a la ventana del estudio, resbalar y rodar sobre el barro, había llegado un día antes, en el momento en que decidí ir al estudio de Thro, el joven aspirante a conductor de la nueva manada. La lucha entre machos dominantes continuará irremediablemente, y todos seguiremos deseando a la mujer de nuestro prójimo aún a sabiendas de que no debemos, cedemos al desconsuelo e iniciamos


una nueva marcha. La hembra por su parte, cuando mira nuestras imágenes, aún después de haber pasado su edad fecunda, desea al macho joven y no podemos hacer nada por evitarlo; no podemos nada contra el poder de la naturaleza. Las ideas más absurdas suelen poseernos en momentos en los que lo único que nos queda es gemir y arrastrarnos, ¿no es eso lo que hacemos al comprobar que ya nada tiene remedio? Sufrir, contrariarnos y avanzar para no morir de pena, un paso más y seremos ancianos. Una explosión repetida mil veces, era la imagen que se reproducía en mi estómago, como si se tratara de un proyector cinematográfico, emitiendo señales de un destrozo irreparable. Un paso más, y llegaría a la carretera, un paso más y seguiría adelante, costara lo costara, hasta salir de mi pena. El rigor de lo obsceno se ha ido desmontando durante los años, por definición termino convirtiéndome en un anciano impasible, y lo que me ofrezco al escribir estos recuerdos, al menos lo intento, pierden la fuerza de sorprender. No lo concebí así, no busco la emoción facsímil de os superhéroes volando entre rascacielos, levantando coches y arrojándolos contra los muros, sujetando un autobús para evitar que caiga al vacío desde un puentes resquebrajado, mientras la histeria de los pasajeros nos agita el corazón y nos hace temblar las rodillas. Sería injusto no reconocer que sentí miedo y salí huyendo de Thro, que oyó el ruido de cajas y salió corriendo, posiblemente creyendo que se trataba de algún vagabundo buscando robarle alguna gallina. Me miró huir, y me hubiesen podido golpear, maldecir, despreciar, y eso es lo que siento al cabo, al escribir esta historia, un gran desprecio por ellos. -No seas cruel madre, ¿cómo puedes defenderla? Sé que en el fondo deseabas nuestra separación aunque nunca lo reconocerás. -¡Qué locura! ¡Qué cosas se te ocurren! -Al final siempre te sales con la tuya, no te acuso. No era lo suficientemente buena para mí, eso pensabas, Ninguna lo será nunca. En serio, el mundo no es perfecto, eso no podrás evitarlo, ni divorciándote un millón de veces. -¿Eso crees que pienso? -No puedo renunciar a ser tu hijo, pero esta es nuestra pelea, nunca aceptarás competencia –sabía que una parte de Michia se manifestaba con naturalidad cuando se encaprichaba de chicos jóvenes, y que en eso nada tenía que ver mi madre, pero así eran las cosas, yo estaba enfurecido, y buscaba el enfrentamiento, la discusión-. Yo tengo una vida, no todo gira a tu alrededor deberías terminar por entender eso. Se hizo un largo silencio entre los dos, ella miró al suelo y reflexionó. -No debes decir esas cosas. ¿Qué te pasa? De acuerdo que estés mal, pero me parece que no merezco pagar tu mal humor. -¿Mal humor? ¿Eso es para ti? ¿Mal humor? Una enorme pesadumbre me embargaba y esto no ayudaba, tenía razón. Todas las injusticias del mundo no mejoraban en nada mis fracasos, además, historias parecidas suceden cada día a cada minuto en el mundo. Las parejas tienen un tiempo, una pocas deciden seguir, la mayoría termina por probar con otras personas, son pequeñas traiciones, la decisión de dejarlo se toma mucho antes. Volverá a pasar, pensé. Estaba exagerando, y tenía razón, ella estaba pagando mi mal humor, nada más que eso.


-Tu tía ha vuelto a llamar, ha hablado con Romina, pero no está más tranquila. Parece culparte por lo que sucede. Me ha dicho algo de una medicación. -¡Lo que faltaba! En torno a las tragedias del mundo se convocan nuevas desgracias como si alguien así lo hubiese planeado. Todo podría haberse detenido si el deseo de demostrarme no se qué cosa, no me hubiese impedido echar la persiana y dormir toda la tarde, hasta que anocheciera, y aún algunas horas después. No era la primera vez que me pasaba, me levantaba a las tres de la mañana y me dedicaba a deambular por casa como un fantasma, sin saber que hacer, volviéndome inestable, y entonces terminaba en el sillón con la tele apagada, viendo una pantalla en gris, sin más. El síntoma geográfico de los hombres que saben que su relación no tiene futuro, encerrarse en casa y sentarse delante de la tele sin prestarle atención, latitud y longitud precisa, sin errores, “el sistema ha fallado.” Reforcé mis teorías acordándome de Werk, así empezó esta historia, limitando mi parecer en aquel momento a la compasión que sentía por verlo, mes tras mes, torturándose. ¡Qué fáciles y previsibles somos los hombres maduros! Y va y conoce a mi prima de dieciocho y descubre lo inútil de sus remordimientos, así somos, porque además, era Arellana la que no quería alargarlo más, era ella la que debería sentir algún remordimiento si es que eso condujera a algo. El hombre es un ser lamentable, dependiente hasta el punto de morirse si se queda solo, inútil en el hogar, incapaz de amar si no es servido, o al menos eso es lo que parece cuando las mujeres los abandonan. Esa es la experiencia que tengo, y algunos capaces de volver a casa de sus padres después de los treinta. Ya sé que dicen que existe una nueva generación que desmonta esta teoría, pero yo aún no la he conocido. Todos nos distanciamos hasta convertirnos en desconocidos, la amistad debe ser alimentada con la voz próxima y transparente de una realidad compartida, la continuidad de nuestro reflejo en pupilas no tan ajenas. Estar perdido en alguna parte mientras mi teléfono sonaba todo el día, no me iba a ayudar a desentrañar ningún secreto de la existencia, en esas andaba. Las inagotables dudas del por qué de las cosas siempre surgen en el peor de los momentos, y el vecino me gritó al verme llegar, estaba molesto porque el teléfono sonaba y no había podido dormir su siesta –es verdad que el tabique es fino como un papel de fumar-, me reprochó no estar cuando alguien podía necesitarme, y debo reconocer que tenía razón, nadie se pasa el día marcando el mismo número incansablemente a menos que sea algo grave. Podría haberme pasado el día especulando acerca de esas llamadas, por fortuna el teléfono sonó de nuevo y la voz ronca y alarmada de Werk terminó de ponerme alerta. -Romina ha desaparecido, Llevo 12 horas sin saber nada de ella –dijo con un tono que para mi sorpresa me sonó a reproche. -¿Esto también? -sin esperar-¡Te dije que iba a salir mal! -¿Por qué no me dijiste que su familia la estaba llevando a un psiquiatra? Desde luego le hace falta. -Supongo que esas cosas se llevan en secreto. Yo tampoco lo sabía. ¿Qué ha pasado? ¿Discutisteis? -No me dio tiempo. Le dije que debía volver al trabajo; era cuestión de ausentarme de su lado unas horas al día, y creo que no lo resistió. Cuando llegué lo encontré todo tirado por el suelo, pero eso es lo de menos. Lo recogí como pude y esperé que volviera, pero pasan las horas y no sé nada de ella.


Lo dejé hablar, creí que debía desahogarse. Desde luego no aceptaba sus reproches, claro que le había avisado, lo puse en guardia desde el principio. De todos modos tampoco podía acusarlo. Me froté la frente mientras intentaba analizar lo sucedido. -Está bien, dame la dirección y no te muevas de ahí, estaré en unos minutos. Los teléfonos son objetos útiles, pero si pudiéramos nos desharíamos de ellos, han sido pensados a la medida de nuestras preocupaciones y son una extensión de nuestros problemas, nos tienen atrapados. En las ocasiones en que uno quisiera estar desligado del mundo los teléfonos nos buscan, y casi siempre nos encuentran, por lejos que vayamos. Cualquier posibilidad de anonimato se va convirtiendo en estos tiempos en una fantasía, es imposible no dejar rastro de nuestros movimientos, y cualquiera con un poco de habilidad puede encontrarnos si lo desea realmente. Por supuesto que no pensaba subirme al primer avión y salir volando, ¿pero a quién no se le ha ocurrido alguna vez alguna idea más loca que esa? En ese aspecto, no temía por la desaparición de Romina, cualquier detective medianamente espabilado daría con ella en unas horas, y si me apuran diría que un detective de los más avezados y profesionales, podría realizar esa gestión por teléfono, sin salir de su despacho, y utilizando su teléfono para hacer una rellamada y decirme que estaba alojada en un hostal de mala muerte no tan lejos del lugar en el que había desaparecido. En el límite de mi paciencia entré en el apartamento de Michia, estaba de pie, frente a la puerta, como si me hubiera visto llegar desde la ventana y espera que la puerta se abriese. A veces, en la antigua estrategia del avestruz reside una sabiduría que nos devuelve el equilibrio. El conocimiento obtenido gracias al aporte de nuestra pareja sentimental, debería ser recompensado de alguna manera, y Michia en eso era también muy buena. Según ella, la consistencia de una relación no puede ser puesta a prueba con frecuencia, porque el mero hecho de hacerlo desmiente su la fuerza de su estabilidad. No era la primera vez que vivíamos en un simulacro y yo así lo acepté una vez más, sin preguntas, sin indagaciones, sin registros, la convivencia debía continuar sin hablar de nuestras limitaciones como pareja, sin sacar a la luz lo peor. El cinismo forma parte exquisita del conocimiento cuando soporta un derrumbe, y mis respuestas no resultaban del todo inocentes, pero los dos ya habíamos decidido que una decepción más, aún no colmaba nuestro proyecto. Han pasado muchos años de aquello y Michia me observa mientras escribo, releerá a escondidas estas nuevas cuartillas, no quiere que la vea mientras lo hace, y después me dará su aprobación. ¿Perdimos nuestro momento?¿Realmente podríamos decir que lo hemos hecho? Cuando leas esto piensa en ello, y tal vez concluyas, como yo lo he hecho, que haber permanecido unidos ha sido la mejor elección, no buscando los instantes más intensos, pero sí asumiendo que consumirse forma también parte de nuestro juego en pareja, lentamente, imperceptiblemente, como la llama de una vela. La razón de analizarnos siguiendo el aspecto de una historia más o menos bien planificada, reside en la necesidad de descubrir aspecto de nuestras reacciones, que en su momento no supimos ver porque estábamos demasiado ocupados en reaccionar a la vida, en definitiva vivimos dos veces con distintas perspectivas un mismo acontecimiento. Vivir dos veces estaría magnífico si pudiéramos reaccionar de forma heroica en nuestra segunda oportunidad, pero los miedos forman parte de nosotros y envejecemos con ellos, no puedo tener mejor juicio de mí y cuando leas esto espero que seas indulgente. El mundo es nuestro en un instante preciso, el momento en que creemos que podemos controlarlo todo, desafiar a los gigantes y despreciar a los perdedores. Nunca estuvimos más equivocados que cuando nos sentimos llenos de energía, jóvenes e invencibles. En lo fundamental, ella no se encontraba tan mal, su experiencia en la gran ciudad había sido transformadora, apenas había necesitado su medicación: había querido demostrarse que podía vivir sin eso, y casi lo consigue, hasta que explotó y se dedicó a romper la habitación que compartía con Wert. Lo inteligente hubiera sido tomarse su tiempo, pero tenía prisa por vivir, por conocerlo todo, e ir dejando tras de sí


una estela de derroche desordenado. Traté de ser útil, pero sigo defendiendo mi inocencia, o cualquier tipo de responsabilidad en todo lo que le sucedió entonces, o le pudo suceder después. En aquel momento, mi único afán, era comprobar que se encontraba bien, y más pronto que tarde empaquetársela de vuelta a sus padres, que no se habían dignado si quiera a hacernos una visita. Nunca fue mi pretensión restarle valor a nuestro parentesco, pero reconozcan conmigo que ella tenía que volver a su pueblo, terminar de madurar y compartir su psiquis inestable con sus familiares más cercanos. Tampoco me inquietó concederle a Michia un quinto sentido en todo, y por fin abrimos la maleta en busca de la medicación que debía llevarle de urgencia a mi primita. Claro que si lo hubiésemos hecho antes, en el justo momento que llegó a nuestras vidas y entró por la puerta del piso de mi compañera –a pesar de todo-, entonces nos habríamos ahorrado muchos quebraderos de cabeza. Ésta es la realidad, deseaba quitarme de encima tanta responsabilidad y encajar con cierta esperanza mis propios problemas, pero nunca rechacé prestar ayuda, cumplir con mis obligaciones al fin. Quizás hayamos abusado de nuestra modernidad, y ahora ya no creemos que no podamos ser sorprendidos, nos hemos vueltos prudentes, y si ser moderno entonces, se trataba de correr todos los riesgos, eso ya no podemos seguir manteniéndolo en pie, hemos cambiado. “Teníamos que haber abierto la maleta antes”, me repetía obsesivamente, “tenía que haberle hecho caso cuando quiso abrir la maleta, y como siempre, yo y mis limitaciones morales.” Al fin llegamos, Michia me apoyaba en esto y decidió acompañarme, todo estaba tirado por el suelo, el espejo del cuarto de baño roto. y la cortina de la ventana descolgada de un lado. En el centro del caos, sentado en un sillón rojo de paño barato estaba Wert, mirando al infinito. No quiso acompañarnos cuando le dije que sabía donde se encontraba Romina y que teníamos la medicación. Todo estaba bajo control. Ni siquiera quiso despedirse de ella cuando unos días más tarde la dejamos en el autobús de vuelta al pueblo.

Duerme el nervio de la voz

¡Ojalá hubiera muerto aquel día! –decía la canción en un portugués desgarrado, y así medio muerto, suspiró, allí, tropezando sentimientos mesa por medio. -¡Anda, acércate a la mesa marinero! Ya no deseaba más de nada, sólo volver a escuchar aquella canción tan sentimental, aquel serpentear dentro de sí, maleducado, irreverente, rascando en lo cóncavo hasta hacer la piel papel transparente. La voz cruda volvía en el recuerdo sin que pudiese evitarlo. El hombre de la barra había visto mucho desde su atalaya, pero la inmovilidad llegó a alarmarlo y dio la vuelta y lo levantó para comprobar si seguía respirando. Lo dejó para que durmiera, pero los ojos entornados parecían nudos blancos que se retorcían en un sueño amargo, ¿o sólo estaría descubriendo escenas?, sentado, observando en uno de esos cines del salón de casa películas en súper ocho, en blanco y negro, sin voz. No existe nada que se parezca más a un recuerdo que unas vacaciones en súper ocho compartiendo el lugar en el alma, donde el nervio sacude la médula.


-No hay nada cierto. No te atormentes tanto marinero. Retiró la botella y puso una copa de aguardiente sobre el mostrador, por si se le ocurría levantarse, tal vez en sueños. La respiración gruñía como una corneta atascada, se aglomeraba, se retenía el oxígeno en los tubos metálicos que se esforzaban por sonar. Se ahogaba, y eso lo asustaba de muerte. De repente, un profundo acto reflejo buscaba todo el aire de un golpe e intentaba terminar con aquella falta, pero al rato estaba otra vez igual. Ya no roncaba, tan sólo perdía la capacidad de respirar hasta que abría la boca en un acto inconsciente y una bocanada inesperada lo devolvía al sí por un segundo, un segundo consciente que no recordaría nunca haber vivido. ¿Puede una mujer llevar a un hombre a semejante estado? ¿Y la culpa, es de la mujer o del hombre? Culpable, culpable por amar, por haber sentido demasiado sin que nadie se lo pidiera, por haber sido en algo, sin tener en cuenta el desconocimiento del todo externo, sobre aquel interior propio que lo disolvía, y sobre todo, culpable de no haber sabido leer el interior ajeno, por no haber sabido ver a tiempo, por vivir inconsciente, por la ingravidez de cualquier precaución que no tomó, por creer el mundo tan simple. Ahora, la canción lo perseguía, los recuerdos lo atormentaban, donde quiera que fuese su voz sonaba sin que pudiese evitarlo. La hermosa portuguesa tenía el pelo teñido de hermosa lata amarillenta, fuerte como su carácter, el pelo corto, muy corto definía su cráneo, precioso, deseable; sus labios abruptos de contorno definido y sus ojos, llenos de pestañas largas como las extensiones de un látigo que le dejara marcas tan profundas. El cuello tan largo ofreciéndose como fruta almibarada. El tono oscuro de su piel, lo conducían probablemente a su lejana ascendencia africana. Su cuerpo de piernas perdidas en un infinito imposible de imaginar, y su voz, fatídica, la que sonaba una y otra vez en un fado interminable, doliente, rota la voz que lo estaba matando. ¿Cómo podía haber imaginado algunos años antes, cuando había caído rendido a los pies de Carmiña, una incipiente cantante de fados, que una canción lo perseguiría allí donde fuera? ¿Cómo puede existir una mujer así en el mundo? -¿Por qué no se lo llevan de aquí? –uno de los hombres de la mesa de al lado se levantó y se sentó en un taburete, apoyando los codos sobre el mostrador. -No hace nada malo. -¿Es su amigo?¿Por qué no se lo llevan a dormir? Parece sufrir. -Sí, es una historia difícil, sobre todo para él. -¡Ah! ¿Tiene una historia? -Las historias pueden ser tristes y difíciles o felices, pueden ser épicas o familiares, de amor o de guerra, o ambas cosas. Ésta es una historia lamentable me temo. –no parecía poner mucha atención pero escuchaba en silencio. -Todo empezó en Postdam, muy cerca de Berlín hace cerca de cinco años, el tiempo suficiente para un amor fracasado. Habíamos ido hasta allí para traernos un trailer cargado de esos coches alemanes. En aquel lugar la vio por primera vez cantando en un cabaret. ¡Los cabarets alemanes son muy buenos! En algún momento de la historia, los alemanes dejaron a un lado la presión religiosa, y ya se sabe que las religiones se comportan como si todos los problemas que tiene el mundo se redujeran al comportamiento sexual. Pues ellos, eso parecen tenerlo un poco más superado. No digo que eso sea lo mejor, ni lo contrario, pero amigo, allí hay un cabaret en cada esquina, ¿lo puede creer? Las mujeres alemanas son muy grandes y muy bellas, pero el quedó prendado de la belleza de una cantante portuguesa de fados, ¿qué le parece?, ya conoce sus motivos una mujer. -Continúe.


Cornelius quería visitar el Zoologischen Garten y dejaron el camión en Postdam, que al ser una pequeña villa, es la mejor idea si uno no quiere poner un trailer de cinco ejes en el centro de una gran ciudad como Berlín. El aburrimiento suele llegar después de un viaje largo y no pretendían demorarse demasiado porque, aunque estaban sin carga, dormían en la cabina, y el camión necesitaba una cierta custodia. Primero rodearon la verja y desde el parque que lo bordea en su lado izquierdo, vieron unas cuantas aves extrañas y se decidieron a entrar. Ni Cornelius ni Jaime estaban de mucho de mucho humor y se dedicaron a pasear sin decir nada, se conformaban con ver los animales y a otros transeúntes que si parecían sorprendidos de algunas especies nunca antes vistas por aquellas latitudes. Jaime intentaba encontrar una emoción en la cara de aquel camarero con aspecto de haberlo vivido todo y que mostraba una falta total de curiosidad por la increíble historia que le estaba contando. Solo de vez en cuando, lo miraba descreído y preguntaba, “¿eso hicieron usted y el marinero?”, y Jamie recibía su desinteresada pregunta como el pie necesario para continuar su historia.. La primera vez que Cornelius vio a aquella mujer, fue en un cartel de su espectáculo. Habían terminado su ronda turística por el zoológico y cruzaron la calle en dirección a la U-bahn, porque querían volver pronto a Postdan , y allí, pegado en uno de aquellos carteles estaba su rostro. Se paró en seco, se clavó al suelo como un idiota, intentando disimular la vibración interior que le producía aquel hormigueo incontenible. -Espera –dijo, concentrado en la imagen-, ya no volvemos, nos vamos de cabaret. No hay tanta prisa. Jamie estuvo tentado de arrancar el cartel y ofrecérselo para que se lo llevara, pues la idea le había parecido excelente, pero no quiso ofrecer una mala impresión a los dos guardias de verde que custodiaban la puerta de la estación. Carmiña le produjo desde el primer momento una gran impresión. Hicieron algo de tiempo antes de la hora en la que comenzaba el espectáculo y fueron a comer algo. Cuando se hizo de noche se dirigieron al lugar, en la calle que indicaba el cartel. Entraron y casi a oscuras, ocuparon una mesa y pidieron unos combinados. ¿Han visto alguna vez cómo se baila un tango? No se trata de una técnica más o menos depurada, ni de ver quién realiza el paso más acrobático, no es una cuestión de gimnasia ni de forma física, es una cuestión de cruda pasión. En aquel primer espectáculo, los dos cuerpos se movían de forma acompasada, y el hombre miraba a los ojos de su pareja, como si no existiese nada más en el mundo, ni tiempo, ni espacio, ni la luz de los focos, ni siquiera el público por el que realizaban todo tipo de sacrificios. Cada vuelta precisa, decisiva, llevaba sus cuerpos a balancearse, sintiéndose, adivinándose, dejándose seducir por su roce. Como en una canción portuaria de amores perdidos, no, ya no se trataba de una técnica firme y depurada. ¡¡La voz rota salía impura, pero llenaba el aire de tanta tristeza!! Nadie hablaba. Todos miraban con atención a la pareja que encajaba perfectamente, ella, se amoldaba cuando él la traía sobre sí, y la inclinaba hasta que su pelo tocaba casi el suelo. Los alemanes pueden ser muy correctos cuando saben que se les está ofreciendo un buen espectáculo, e intentaban “sacarle todo el jugo” a la emoción que percibían de aquellas imágenes sombrías. La mujer rechazaba al amante por un instante, ellas saben, y eso parecía inducirlo a él hacia su creciente pasión y se dirigía de nuevo, decidido hacia ella y, aprovechando un momento de debilidad en el sentimiento definitivo de su pareja, terminaba por conquistar su voluntad. A Jamie le pareció un hermoso cortejo, Cornelius seguía cada movimiento con la máxima atención, aunque esperaba con ansiedad el momento de ver a Carmiña. Sonaron aplausos efusivos, y la pareja se inclinó correctamente y los recibió, y luego, con un gesto ofreció parte de aquel honor a la orquesta. Cesó la música y volvieron los comentarios, la gente disfrutaba y


hablaba Dios sabe de qué. Entonces salió ella, Carmiña. Con un traje negro de noche, silenciosa, pausada la diosa. Se detuvo delante del micro y una oquedad se abrió entre el humo que subía a borbotones hacia el techo, y la transpiración de los cuerpos que se dividía entre las conversaciones más vehementes, que se iban apagando para permitir escuchar la magia de aquella voz prodigiosa que aún estaba por descubrir. Jamie intentó decir algo, pero Cornelius ya no escuchaba, estaba en un limbo de algodones, sonó la voz y la aceptó como si la conociera. Como si pudiera reconocer los destellos que desprendía de algún otro lugar, posiblemente de un sueño. Se dejaba ungir por ella con absoluta humildad. La chica no sólo cantaba, si no que, llevaba la ejecución de cada palabra a una profunda expresión que convencía sin esfuerzo. Jamie sacó un cigarro y lo encendió y observaba el delirio de su amigo con paciencia. Cornelius es estremecía captado por aquella voz oblicua y por los brazos de aquella mujer, que movía alargados como olas ondulantes. El camarero escuchaba como siempre lo hacía, con desinterés, pero después de muchos había terminado por comprender que ese era uno de sus cometidos. Decían los anglosajones, que como en sus sociedades los confesores católicos no tenían demasiado éxito, para que la gente pudiera descargar sus conciencias, habían dotado sus ciudades con despachos de sicoanalistas. No era mala idea, pero en cada puerto existe también un bar de comidas caseras, vino de la zona y un camarero dispuesto a escuchar. Era este hombre alto y robusto, remangado y ceñudo, y no terminaba de caer bien. Tenía una hija de unos quince años que trabajaba en el bar y con la que los hombres se entretenían haciéndole bromas, a las que ella, acostumbrada, no hacía mucho caso. Aquella actitud, no le gustaba al padre, que la trataba como a una desconocida, como una mera empleada que no tuviera ningún tipo de contrato y a la que pudiera despedir en cualquier momento. -Saca la basura y recoge las mesas. –dijo con una autoridad que sonó a desprecio. La niña terminó su trabajo y distraídamente se apoyó en una esquina del mostrador, de tal manera, que seguía también la historia, sin que, en principio, repararan en ella. La música cesó. -Esa fue la primera vez que lo vio. Como dos mecanismos espiritualmente activados, no cejaban en su intención de mirarse sin acabar de descubrirse, y era cierto que entonces la voz sonaba con una luz nunca antes conocida, vida propia, sin el aderezo casual de ninguna orquesta, sin necesidad de ello, aquella voz era capaz de ponerle los bellos de punta a cualquiera. Yo mismo, que no tengo la más mínima sensibilidad para temas que vayan más allá de la comida, el beber y el buen dormir, debo reconocer que en alguna ocasión sentí algo más que una voz que bailaba en mi oído. -¡Pues no sé que otra cosa pretende usted de la música! Un marinero, que esta vez si lo era, entró y pidió vino, y se sentó a su lado, en un taburete, con lo que, sin quererlo, también prestaba atención a la historia, que a esa altura, ya se había abierto a todo aquel que tuviera la disposición de prestarle atención; porque aquella historia parecía prender la atención de los presentes sin que pudieran evitar hundirse en un pozo de ladino y traidor dolor. Después de aquello volvieron a España. Pasó un año sin que Cornelius pudiera olvidar a aquella mujer, y un día, en uno de sus viajes en el que tenían que transportar vino portugués desde Lisboa, la volvió a ver. No había sido capaz de superar el ardor que corría por su sangre, aquella esencia de vida, no sé si


decir maldita, que corría dentro de sí, aquel temblor que cubría su recuerdo y su calma. Se había vuelto silencioso, aburrido, y ya no resultaba aquel compañero que alegraba los viajes largos con su animada conversación. Caía en el abismo del amor, caía en la inanición sin remedio, en un estado obsesivo que lo hacía recobrar en todas las conversaciones aquella experiencia, y a todos cuantos conocía le contaba de aquella diosa terrena y su voz, que lo había cautivado de tal forma. Nadie había oído de ella, nadie la conocía aún como la artista que él decía que era. Estaba condenado a olvidarla porque el mérito de la fama no había querido traerla a aquella ciudad con sus carteles, si no fuera porque aquella noche en Lisboa, en el Chiado, cenando en un viejo bar, de nuevo, aquel fado le rompió el corazón. -En Abril los días se vuelven más largos, y Portugal se llena de claveles, rojos, henchidos de humedad. Ser adicto a una mujer es la pero de las adiciones. La primavera no ayudaba y Cornelius desapreció, sencillamente. Teníamos que pagar el préstamo que nos habían concedido para comprar el camión o alguien se encargaría de quitárnoslo. Debíamos partir con nuestra carga, y él no había resistido que la mujer le pusiera la mano sobre el hombro, y asomara sus axilas desnudas justo encima de sus ojos. Yo, más atento, al bacalao a la brasa y al “viño verde” no podía prestar atención a aquella sensación que se perdía en una ilusión insolente, en una imagen si materia aún que la secundara. Todo el mundo sabe que lo difícil de los consejos es seguirlos, darlos no tiene ningún arte, es más, todo el mundo se anima a dar consejos sin ningún pudor. Mi aprensión me llevó a retirarme temprano, y como digo desapareció, y por una semana no supe nada de él. Tuve que alejar de mi imaginación algunas ideas tumefactas que me animaban a conducir el camión de vuelta yo solo, sin él; tan enfadado estaba, talvez un poco de envidia se traslucía en mí sobre aquella idiota ilusión adolescente. Tantas palabras empalagosas ahítas de mí y yo de ellas, harto de el aire primaveral lleno de polen y que me devolvía consciente de mi, y ya no de lo suyo. Se producía una mitosis absurda sin aviso previo, y nosotros que necesitábamos de nuestra unión y cabeza fría, para terminar de pagar nuestras deudas, nos dividíamos entre mi incertidumbre y su inconsciencia. Resoplé una mañana que apareció cogido del brazo de Carmiña. Le llevaba casi una cuarta en su altura, y sonreía con una dentadura perfecta y cautivadora. Se habían casado. El sabía que nos habíamos pasado la fecha en los pagos de nuestro préstamo, y de alguien, en alguna parte tenía que estar buscándonos, pero no le importó. Pasé muchas horas en un cafetín a reventar de poetas portugueses que escuchaban a Ceca Afonso y que celebraban el aniversario de la revolución de los claveles y bebían vino de Oporto cada Abril. No fue un tiempo perdido pero no podía evitar mi preocupación. ¿Qué les perece? -Ese tipo no estaba en su cabales. Si supiera lo dura que resulta la vida en el mar, no se metería a destruir su vida con tales frivolidades –dijo el marinero. -Pues no es así, porque yo sé de algunos marineros, unos cuantos, muertos también de amores locos. –afirmó el dueño del mesón. Cornelius y Jaime pasaron casi todo el mes en Lisboa cada uno por su lado. Cedieron su carga a otro transportista, lo que no resultaba nada serio, y daba pena ver el camión allí parado, como muerto. Mientras fructificaban tantos sentimientos dentro de la pareja, el camionero ajeno al mundo, y la cantante de fados a punto de ser descubierta para ese mundo del que él renegaba, aquella perfecta expresión estaba a punto de cautivar a Portugal y su voz los corazones de tantos hombres, del mismo modo que en otro tiempo las sirenas habían hecho con los marineros perdidos en un mar de pasiones. En los días posteriores a aquel mes perdido en el olvido, se volvieron a encontrar. Jamie estaba molesto por lo que antes les conté acerca de sus deudas, había también un poco de envidia de verlos tan enamorados, y la inactividad que lo llevaba a deambular sin rumbo fijo y sobre todo por


no estar convencido de que un amor tan loco respondiera a valores más firmes. En esos días, sin embargo, tuvo la oportunidad de descubrir, que Carmiña era algo más que la imagen que de ella se había creado, y que en realidad los bordes afilados de sus carteles, no sólo representaban a la mujer cautivadora que era, sino que cuando la conoció, cuando pudo hablar con ella, la impetuosa primera impresión terminó por ceder, y su penetrante voz también lo hizo ceder y acercarse sin acritud, descubrir que los hombres, una vez terminan con sus diferencias y conflictos, también sabían escuchar. Jaime contaba su historia a los congregados en el bar haciendo gestos suaves, intentando no poner un énfasis innecesario allí donde no había existido, y dejando por lo demás, que su memoria trajera hasta si los detalles exhaustos que habían convertido a Cornelius en aquel hombre que yacía dormido boca abajo sobre la mesa. Otro de aquellos que por allí andaba, se acercó para seguir con detalle la historia porque realmente parecía tener un cierto interés. Todos opinaban al respecto, y unos decían que el amor no es para los obreros, y otros que un hombre nunca elige en esos temas. El camarero se había dedicado a lustrar todas su vajilla, y apenas le quedaban ya vasos que frotar. En un momento, Cornelius pareció despertarse de sus pesadillas, todos lo miraron. Se levantó preguntando por su botella. Le movieron el vaso con la copa de aguardiente que había sobre el mostrador, se lo bebió de un trago, y en un segundo estaba de nuevo en la misma lamentable situación, inconsciente del mundo y de todas sus vueltas, convertido en un divertido fantoche. El dueño del bar arrojó una moneda sobre la barra en dirección a su hija y dijo, “pon esa canción otra vez”, y la muchacha obedeció introduciéndola en la máquina que ofrecía los últimos éxitos en singles. La voz sonó de nuevo y llegó con la fuerza de un avalancha. Se le oyó levemente sollozar, dormido como estaba, y el espesor de la tarde entró de nuevo a raudales en el local y lo inundó con el olor del puerto y dela marea baja. -Tuve pues la osadía de asistir como testigo de este amor fulgurante, cegador, que quemaba a quien se atrevía a acercarse más de lo conveniente. La pareja más loca y voluptuosa del Lisboa de aquellos años. Ella cantaba por las noches en los restaurantes de fados, y él asistía fiel, obediente, aferrado a su pasión. Me dan vahídos con sólo recordarlo. Su voz, lo suficientemente bien difundida, empezó a sonar con toda su fuerza en emisoras de radio, y las orquestas cantaban sus canciones en cada verbena veraniega. Su representante le pidió que le firmara un contrato en exclusiva, y ella lo hizo, y empezó a cumplir compromisos cada vez de más éxito y altura. A Cornelius aún le gustaba asistir a sus actuaciones y seguirla en el ímpetu en que la fama la llevaba. La avidez del amor que los dos evitaban disimular, dio paso a algunas discusiones y enfados que se solucionaban con románticas reconciliaciones cenando en terrazas estrellas a la orilla derecha del Tajo. Jamie los veía de cuando en vez, e intentaba convencer a Cornelius de que había tiempo suficiente a todo, y que ella no le reprocharía que pusiera en marcha la “máquina” para hacer algunos viajes. ¡Bah! Por la insignificante pretensión de pagar algunas deudas y quitar para vivir durante una temporada. El aspecto de Carmiña se volvía cada vez más adorable. Hay mujeres a las que se les nota la entrada de la primavera, toman un aspecto saludable, los colores aparecen abigarrados en sus mejillas, y la sonrisa se les vuelve de una sinceridad que provoca. Así pues, en aquel irredento pecado de felicidad que se atrevían a vivir, llegaron todos aquellos problemas de celos, de otros hombres a los que les gustaba su compañía y reírse al lado de la diva. Pero sobre otros problemas el éxito de aquella canción le descubría que ya no podía vivir para él. Una y otra vez se preguntaba que parte de la vida de una estrella podía llegar algún día a tener para sí, y la respuesta era siempre demasiado pequeña. Las cosas ya no iban bien.


El amor, cuando surge así de forma tan inesperada, suele venir acompañado de algunas dudas que tienden a crecer, y una pátina de desconcierto, una polvareda de siniestra inseguridad suele terminar por cubrirlo. Lisboa puede ser la ciudad más romántica, pero como el fado, es de un romántica tristeza. La más hermosa ciudad que vive amores ajenos. Los recibe, los acoge y los rocía con su luz. Existe en ello un peligro desprevenido, un andar desprovisto de toda precaución en estos pensamientos. Las cosas llegan a veces a ese punto de pensar que lo triste es lo más bello, como esa lluvia lenta, tenue, que se obstina en atormentarnos durante días cuando aparece. -¡Ahí lo tenéis! Lamentable,¿no es cierto? Parece que se vaya a morir, ¿y por qué? Por atreverse a creer que había encontrado un amor como nadie nunca antes lo había hecho. Un amor definitivo durante siglos buscado por los hombres. Había encontrado la mujer capaz de colmar todas sus expectativas al respecto, un almacén de virtudes. Creyó en su demencia, que nadie había soportado un amor así y que él sería capaz de hacerlo. Creyó que valía la pena intentarlo y estuvo dispuesto a quemarse en aquel fuego que expelía. Salomé pidió la cabeza del bautista, cualquier cosa que Carmiña le pidiera el la conseguiría para ella, también de matar o de matarse; no lo habría dudado. Ni aquella Carmen dispuesta a todo a cambio de conseguir sus caprichos cumplidos, hubiese tenido el ascendente que la cantante de fados había conseguido sobre él. Pero nada era tan fácil, y yo hablé con ella, y no la podía culpar del todo. No era tan estupidamente malvada, ella también lo quería, y eso me partía aún más el corazón, y lo hacía todo más difícil. Los motivos delas mujeres, si, ¿quién puede decir que los conoce? Los dos se estrangulaban lentamente en aquella relación, hasta que él decidió con un asomo de dignidad, que no quería arrastrarse a su lado por todos los escenarios de Portugal, y se volvió a Lisboa. Alguna discusión de las más fuertes debió de ocurrir de la que yo no fui testigo. Para entonces, yo ya había vendido el camión, y al menos, había pagado todas nuestras deudas, y sobrevivía ayudando en un taller, por el que él apareció un día. Un fantasma, una sombra de lo que había sido en otro tiempo. Al principio no hubo benevolencia por mi parte, no lo quería ni ver, porque yo había soñado con conseguir nuestro propio negocio y el había echado mis sueños a perder con los de él. Carmiña pensó que se trataba de otra enfado de enamorados y no lo buscó entonces, y él no se hubiera dejado encontrar. En esa situación de desamparo se metió en la cama de otra mujer que lo alimentaba, le comparaba bebida, y posiblemente tenía también que lavarlo y darle la comida por su mano, porque ahí donde lo veis, podemos decir que ha superado lo peor de sus males., y que sólo cumple el designio de su destino, la descabalgada ilusión que le hizo dar con los dientes en el suelo. Ni el más triste fado que Carmiña pudiese cantar podría explicar el profundo sentimiento que se había revelado en su interior. -¿Dónde está? -Por ahí anda, en los suburbios. Desganado. Perdido, ¿cómo se encuentra, quieres decir? Todo pasa al final, déjalo, es mejor. Carmiña tenía la mirada desteñida Se sentía culpable. Su éxito era una realidad. No había lugar en Lisboa a donde uno pudiera ir sin escuchar sus canciones. Pero se la veía cansada. Su vuelta no había sido deliberada, aunque tampoco nunca había dejado, del todo, de pensar en él. Era una relación estúpida y atormentada desde hacía mucho, demasiado. En su apoteosis de tormento y olvido, Cornelius nunca preguntaba. No estaba escrito que se volvieran sus caminos a cruzar, y Carmiña le pidió a Jamie que cuidara de él, a ella ya no se lo permitiría, y que le escribiera de vez en cuando.


-Es por eso que ahora esa canción lo persigue. Hay días que toma más de la cuenta. Empieza y ya no sabe parar. Ahí lo tienen, tirado como si no supiera cuidar de si mismo. Y yo no sé que hago aquí, si es por una bondad estupidamente entendida que sigo mirando que no se caiga de esa mesa, que siempre parece la misma en todos los bares en que empieza de nuevo a beber. Hace tiempo que en sus ojos no se encuentra la ternura, ¿dónde buscarla? El desampara y el vértigo obstinado de un recuerdo la han borrado, eso es todo lo que encuentro en ellos. Y...es también por eso por lo que digo que ha sido una historia lamentable. Porque los dos se querían y estaban condenados a no entenderse. Tener un solo amigo, a veces es suficiente, y es de justicia reconocer que Cornelius había tenido suerte de encontrar a Jamie en su camino. Durante años se habían sometido a un examen inconsciente, al contraste de sus pareceres, habían tamizado sus conversaciones hasta conocerse como hermanos y saber evitar aquello que pudiera molestar al otro. Así se hace en familia, se intenta evitar lo que hace daño al otro. La niña dijo: -¡Qué bonita historia!¡Es tan romántico! –y suspiró. -Si, ya ves que romántico –señaló al durmiente-. Los hombres no deben nunca enamorarse. Eso me enseñaron –indicó el marinero. La chica se levanto, se puso una chaqueta, cogió un pequeño bolso que colgaba de un perchero y se dirigió ala puerta -Me voy que me espera mi novio. Es mi hora. -Como vuelvas preñada te vas a parir al convento, con las monjas –dijo el padre muy enfadado. -Perde coidado papaiño, e dame un bico que andas sempre enfurraxado. El bar tomó el aspecto sombrío del momento antes del anochecer. -Ya le dije, mejor se lo lleva a dormir, el pobre hombre estaría mejor durmiendo en su cama. Le da a tomar algo caliente y hasta mañana... -Hace mucho que el ingrediente principal de su dieta es el licor. No tiene apetito. ¡Bah, pero no se va a morir de esto! Son las cosas de la existencia. ¿Se dan cuenta? No tenemos ningún derecho a decirle a los otros como deben vivir. Nos empeñamos en creer que nos regimos por planteamientos iguales, por las mismas ideas y los mismos deseos, y sobre todo, por las mismas necesidades. ¿Qué derecho tenemos a decirle a la gente cómo tiene que vivir? Es su gusto dormirse en las mesas de los bares. Así es su vida ahora, porque así ha llegado hasta aquí. Todos rieron escandalosamente. Se reían probablemente de él, de su desgracia y de su vida vulnerable. Había mucho de certero en las palabras de su amigo. Él no había necesitado nada parecido. Era feliz a su manera y no entendía a otros que nunca estaban conformes, gente que pide y pide a la vida, hasta la extenuación, y si las cosas no les van bien necesitan a alguien a quien culpar. Esos que siempre culpan a los más débiles y a los que tienen más cerca. Cornelius no era de esos y por eso Jamie seguía allí, cuidando de que no se cayera de la mesa. Cornelius asumía su fracaso, pero se caía y sabía levantarse, y en cualquier momento eso iba a volver a suceder. Se iba a poner de pie, iba a tragar saliva y sus huesos iban a retumbar anunciando al mundo, “¡aquí estoy de nuevo! ¿Ya no ríen a hora?


Ningún grito agitado al alba

La mañana tiene algo en su engranaje que siempre me produjo un placer muy especial. Esa sensación de que la vida, el día, podía ser benévolo con los hombres. Que esa vida es cuestión de un ordenamiento, de un plan, como quien organiza el tráfico en una ciudad, y que por eso, existe una posibilidad de sentirse en armonía con el universo y con la gran ciudad y todo ese adelanto tecnológico. Recuerdo con interés, y me dejo llevar por la añoranza nada simplista, del despertar con el movimiento irregular del tren. Las ruedas observaban la división de las vías, tropezaban contra las juntas de dilatación, con el desigual trazado que producía aquella música característica, aquel sonar de batería, en el run run involuntario de los cuerpos de los pasajeros, que se acercaban a la ventana a fumar. Los campos se cubrían de escarcha, o a veces, la tierra húmeda se extendía oscura surcada por los plantíos. Ese amanecer de gran extensión definido por una hilera de chopos que franqueaban el discurrir de un pequeño río en la distancia. Los pájaros más madrugadores se entretienen en remover los gusanos y las semillas sepultados en esa tierra gruesa, y parten volando al sentir el temblor de nuestra marcha, se elevan y se posan en los postes de la corriente eléctrica. Alguien tira de la ventana hacia abajo, que después de la resistencia inicial cede y se abre. El ruido golpea la ventana abierta que rompe el aire. Amanece torcido. El sol está tan bajo que crea sombras dulces. Los brillos sobres las paredes de formica invitan a mirar a través del cristal y conocer de donde llega la luz, a gozar en esa promesa que nada tiene que ver con el dolor insufrible de un mediodía al que no se podrá mirar de frente. Esa luz de la mañana sólo se ofrece a sí misma, ni siquiera el progreso de su maduración, a la fuerza bruta de su culminación juvenil, ni a la exhausta culminación del ocaso. No es más que un radiante despertar, el amanecer mágico que se abre e invita a poner los dedos y sentir el aire aterciopelado. El tren se mueve indiscutible buscando la estación. Como un ratón en busca del queso husmea el suelo pegando el morro sin distracciones. Gira, bordea, cree perder el rastro y rectifica sin desánimo. Los pasajeros que permanecen de pie en el pasillo, saben sin embargo, que el tren se mueve también hacia los lados. Abren las piernas buscando el equilibrio, y se sostienen, se amparan de esas pequeñas sacudidas con gesto indiferente, como si no quisieran enterarse de que la realidad se trata de algo incómodo que les da empujoncitos. No hay caso, lo sabían antes de empezar el viaje, hay que asumir las contrariedades, las incomodidades y disfrutar de todo el resto, la atmósfera. Miran perdidamente al infinito, o a la pared de enfrente si rehuyen unos ojos que parecen obligar con una pretendida superioridad que quiere hablar, liberarse, demostrarse en sus formas, imbuir de unos valores materiales, demostrar que se tiene y se puede, en una verborrea pretenciosa imposible de seguir, cuando alguien, con los suyos sólo mira y disfruta con ello. Ese movimiento transversal es condición pasajera, no más que un roce en los dedos de los pies. Desde la ventana el paisaje se mueve como una película de cine. O uno de aquellos decorados rodantes que aparentaban movimiento mientras el sujeto permanecía estático. Entonces, el mundo gira en la dirección contraria al tren que uno ocupa. Desde la ventana del compartimiento, sin embargo, se ve un paisaje diferente. Yo creía en aquel tiempo, que podía seguir girando y verlo de nuevo desde allí, pero es otro paisaje. Los silos son muy grandes comparados con cualquier otra construcción que se les arrime, nunca había visto nada así. Me decían que allí se guardaba el grano. Seguía mirando por la ventana, mientras me señalaban un punto en la lejanía. Se trata de una roca con forma de cabeza humana, los caprichos de la naturaleza. Debía de existir allí una organización comunal para evitar las épocas de escasez. Supongo que también guardaban el grano para venderlo en conjunto y luego repartir los beneficios, y también para su propio uso en los largos inviernos. Igual que algunos previsores animales hacen, será por eso. Muchos almacenes, con carros viejos y maquinaria oxidada, salpican a cada poco cerca de las vías. Los modernos tractores a gasoil lucen


recién pintados como el motivo del abandono de todo lo viejo, inútil ya, lento, abandonado. Pueblos y pueblos de no más de cincuenta vecinos en una planta de adobe, lo más alto un campanario. Un caballo pasta aburrido. Nadie construye nada demasiado especial tan cerca de las vías. Para qué gastar el dinero en algo asediado por el ruido constante de las horas precisas. La ciudad despierta, aún no huye. Los primeros transeúntes se acercan a las paradas de bus sin prisa, es demasiado temprano, es una hora anormal. Los estudiantes no saldrán con sus carreras hasta una o dos horas después. Esperan, las puertas se abren asustadas en un reflejo. No baja nadie. El tráfico es ligero, la gente con horarios normales aún duerme. La estación vista desde allí es un conglomerado metálico con caperuza de tortuga gigante. De nuevo miraba atrás. Nunca me habría parado a verla con tanta curiosidad si no me encontrara en una ciudad extraña, si esa hubiese sido mi ciudad. Se intuye el día. En este viaje repetido uno se impregna de imágenes no tan inusuales y se aleja del cotidiano azote de todo horario programado. Se sale la primera vez de cada sitio importante e impresionado en nuestra retina, también en nuestra vida, posiblemente aun en la niñez. Esas imágenes infantiles quedan grabadas con una importancia que los adultos, recuperados de toda sorpresa, parecen haber perdido. La edad en que la mano de un adulto resulta un soporte de confianza. No es una añoranza mayoritariamente sentida, pero aquellas manos paternales que nos ofrecían su abrigo, nos decían también que nos encontrábamos en un sitio lejano, extraño, y debíamos permanecer juntos. Existe en ello un miedo natural, una advertencia sicológica, casi instintiva, y se necesita ese apoyo. Recuerdo que algo parecido sucede cuando uno sale para un largo viaje por primera vez solo y sin haber dejado aún la adolescencia. Es un vértigo, una sensación de vaivén en el estómago, porque sabemos que perdemos por un tiempo la seguridad del medio, del clan, de la cultura que tenemos que no ha sido más que nuestro entorno más inmediato. La cultura del cachorro que sale de la guarida, del ave, que por primera vez intenta el salto al vacío. La forma en que se estrechan las manos, con el tiempo se va haciendo menos personal y necesitada, pero en el caso de los miembros pertenecientes al clan, tal vez a la clase en la que unos se necesitan a otros y se encierran en ella, tal vez, sí, eso sea una característica de la clase obrera. Y otros con miedo a perder su distinción ofrecen esas manos pobres de afecto, esa manos a medio retirar y a medio dar, esas manos muertas que no saben tocar, ni sentir el roce de la confianza, por que son manos desconfiadas. Manos adultas que nunca creyeron en nadie. Al salir de la estación deseaba entonces tomar una mano, no hacían falta palabras, porque la mano decía vamos juntos, y emanaba de nosotros una cierta seguridad y confianza. El día empieza y se presenta como un amante impaciente. Como un diamante que se enciende, nervioso, porque esas cosas llevan su tiempo, se trata del nacimiento, la lenta eclosión de una flor que se abre a sus rayos, o la dulce apariencia de un cachorro de un tigre o cualquiera otra fiera carnicera. En su momento más álgido, también esa luz, al mediodía se convertirá en un poder asesino, quemará la carne con el poder irracional de la naturaleza, y todos los hombres se protegerán de semejante castigo. Ese cachorro inocente, está destinado a convertirse en oso, o en león sanguinario, pero en sus primeros pasos, el amanecer, toma todas las cortesías del amante reciente. El día se convertirá en un sol violento al mediodía que castigará a los viajeros sin protección hasta la muerte desértica, con el placer que la naturaleza le indica el camino a la fiera para que descubra el sabor de la sangre y siga su rastro. En el acto sexual la ceguera violenta en la que nada importa. Por fin, el ocaso, el suave volver de todos los errores, de los fracasos y de las victorias, la búsqueda de la reposición imposible de unas fuerzas que ya no existen. La necesidad del otro, empezamos a comprender una realidad que siempre nos ha acompañado. La vida nos conduce a necesitar, más tarde o más temprano, necesitamos a alguien, y sobre todo necesitamos los afectos. Es el momento posterior al coito, porque la vida ha sido como un coito descontrolado, y la cabeza de nuestra pareja se apoya en nuestro pecho y miramos atrás con la conciencia del deber cumplido, aunque hallamos salido sólo del paso. El ocaso es el momento de la reflexión después de la explosión del día, el momento que nos queda para ello antes de la nada. Los coches circulan moderadamente, sus conductores no han reaccionado aún a la conmoción que


supone el sueño nocturno y el silencio de la ciudad. Para un individuo crecido en una gran ciudad, esa relación de ternura que puede establecer con ella, de recién amanecido, tiene también que ser, algo indebido, como mínimo extraño. Ese lugar es hostil y antinatural, y no apetece empezar ninguna discusión de tráfico cuando uno aún respira con el ritmo de sueño. Y, sin embargo, algunos locos o inconscientes, ahí andan, chocándose y gritándose por algo que ya nadie va a poder evitar. Ese lugar donde los hombres se evaden después de la carretera, después de sus propias casas, porque el calor los arroja, y también posiblemente por un ordenamiento familiar que les negaría un placer similar; y eso les lleva a descalzarse en la estación, y ocupan un banco rodeado de setos y colillas, como si aquel trozo de dura madera fuera el rincón más cómodo del mundo. Y allí, olvidados de los paseantes que pasan a su lado como si no existieran, leen el periódico como si hubiesen tenido la mejor idea, la más intrépida y desvergonzada, también. Hay un extremo cansancio después de un viaje nocturno. Se alargan los hombros para portar las valijas. Pesa el sueño ligero que no pudo ser del todo. El movimiento en arruga del tren impidió un descanso profundo, pero ya estamos y respiramos el aire fresco del amanecer. Tomamos un taxi en Atocha. Las casetas de la feria bajan desde el retiro. Madrid a esa hora aún no se ha convertido en el hervidero insufrible de los medio días y se disfruta detrás de la columna gris contaminación que aplaca el naranja y esconde el lucero del alba sobre los tejados. Sombra tostada. Aquel niño de los primeros viajes se fascinaba también por la ilusión de sus mayores. La visita era una mera cortesía y duraba poco, pero a la vez, eran unas pequeñas vacaciones en las que él se permitía tomar parte. La abuela estaba siempre bien. -A la abuela le gustan mucho los deportes. Todos los deportes, y esa cosa de carrera de caballos que se van cayendo y casi no queda ninguno al final, también el fútbol y los toros. Se sabe el nombre de todos los toreros y si torean bien o no. Está hecha uno de esos críticos, o expertos. El taxi nos dejaba delante de su casa y ese día pasaba entre saludos y las últimas novedades, las historias de la familia de las vecinas. Después llegaban los primos que venían de trabajar o de estudiar, eran algo mayores, de hecho adolescentes ya en una onda diferente. Los primos tenían una buena colección de tebeos, pero también habían aprendido a peinarse el pelo hacia atrás, y levantaban la máquina de escribir portátil como si se tratara de una pesa para ejercitar sus bíceps. Años más tarde convertirían el gimnasio en uno de sus mejores objetivos. A pesar de aquel despliegue de las últimas modas en los barrios de la capital, yo entonces ya pensaba en el día siguiente. La familia solía salir temprano para dar un paseo, y terminar tomando algo en los bares de los alrededores. Los mayores tomaban cerveza en cortos y patatas bravas, y si había suerte podíamos ir al “SEPU” para comprar algunas de aquellas cosas que aún no había en provincias. Madrid invitaba con sus aceras viejas y estrechas a aquellos paseos tempraneros, y a veces sentía la mano de mi padre que me conducía entre el laberinto de calles y cruces. El taxi salía de atocha. Habíamos puesto las maletas posiblemente en el cofre de un SEAT, 1430. ¿Todos los taxis eran un 1430? Los jardineros regaban los setos, y otros empleados del ayuntamiento limpiaban las aceras y recogían las papeleras. Creo que me sentía madrileño en un momento así. Esta vez volvía de granada y la mano que tomaba era la de una chica con la que había ido a ver la Alhambra. La Alambra es el sitio idóneo para llevarse los enamorados y no les había defraudado. Uno se enamora sin remedio a los dieciocho sin la experiencia necesaria para caer en la cuenta de quienes somos, y quienes son, en realidad , los otros. Como señales desde un ser superior, tal vez Dios, la vida nos manda imágenes que nos cautivan y que encierran una realidad superior, pero más tarde aflora todo lo otro, los celos, os diferentes ritmos, los conflictos en la visón del mundo, y todo se complica y el amor no dura. Eso es lo que tiene la juventud, ¡pero qué bello es ese momento! Uno sabe que se puede quemar, y aún así, pone la mano. Chanmartín era un revuelo. Una de esas horas espinadas de mediodía que os atraviesa. La gente hace viajes largos y llega cansada. Otros pasan horas en la estación esperando el cambio de tren, algunos deben cambiar de estación para seguir viaje al norte. Chanmartín era una estación moderna


para la época, si a alguien le pueden parecer modernas unas escaleras mecánicas subiendo un montón de pasajeros. Unos minutos antes, una mujer que pasaba de una edad y sin los reflejos necesarios descubrió que alguien se había llevado sus maletas. Se acercó a pedir un café y las dejó en el suelo, cuando volvió a mirar ya no estaban. No había dejado de mirarlas ni un minuto, pero las grandes capitales son lugares rápidos, infalibles en ocasiones, sin piedad con los distraídos. Un perrito perdido se coló en la estación. Era pequeño, de ojos canela y orejas asustadizas. ¡El muy cabrón! Tenía todo lo necesario para despertar la incomodidad del deseo de pasarle la mano por el lomo y acariciarlo. Se acercó a una nena que leía una revista distraídamente recostada en uno de los bancos. Reparó en él y lo llamó alargando su brazo y haciendo un sonido con sus labios como si intentara silbar tan suave, y no supiera por no dominar esa disciplina. El perrito mostró precaución, casi miedo, parecía una táctica, una estratagema para hacerse aún más deseado. Por fin se acercó y ella apenas le rozó la cabeza con la punta de los dedos. No lo tocó más, fue suficiente para que el animal siguiera a su lado, haciéndose el distraído, husmeando el suelo en un lugar donde no había más que limpieza y poca compasión con los abandonados. La chica abrió su bolso. ¿Qué buscan las mujeres dentro de esos grandes bolsos? Allí parecía llevar todo lo necesario, la casa a cuestas. Metió su brazo entero como si un animal de cuero teñido se lo hubiese engullido y rebuscó. Intentó mirar en su profundidad, revolviendo sus tripas y casi pierde también la cabeza. Al fin salió con vida de tan aventurada iniciativa, después de revolver dentro sin compasión, de allí extrajo un azucarillo. Lo abrió y puso los dos cubitos en el suelo, y se lo ofreció al cachorrito con todo cuidado sobre su propio papel extendido. Un taxi se detuvo. Como otras veces, tan pegado a la acera, tan en el mismo lugar, que el reencuentro parecía renacer allí mismo, justo antes de poner el pie en tierra. Teníamos unas horas por delante, el tiempo justo, porque el enlace salía cuando comenzaba a oscurecer. Llamé al timbre y un primo nos abrió. Todo estaba tranquilo. El adormecimiento del amanecer, los últimos ensueños, la inmovilidad de la noche recién pasada aún persistía. No sólo en la casa, sino en el parque, y en la calle que la abrazaba en cuadriculada carretera. La ausencia de cualquier inquietud se rompía con la visita inesperada, porque la espontánea decisión de acercarse para ver como seguían todos, tenía que ver con el poco tiempo del que se disponía. Y como suele suceder, el improvisado e inconsciente ímpetu de la juventud resulta suficiente para hacerle perder la paz interior a cualquiera. Admito haber sido joven e inconsciente. Las visitas pues, de paso por aquel Madrid casi de la infancia y la juventud, me iba permitiendo ver como cambiaba la casa. Cuantas modernidades los acompañaban, o si el tío había cambiado de auto. Como con los años de la abuela, sus facciones se volvían relajadas, flacas, ancianas. La chica llamó por teléfono antes de salir para comunicar la hora a la que salía el tren. El perro vagabundo se comió los azucarillos mientras ella se alejaba. Seguimos pasando un crecer con trenes algún tiempo después. Llegó la edad de incorporarse a filas, inexcusablemente. Nos recogieron en un tren que me pareció negro y perverso. En mitad de la noche paramos en una estación en medio de la nada. Se trataba de cambiar el sentido, o de enganchar algún vagón adicional, algo así. Íbamos los pobres reclutas intentando, dormir. Entró aquel tipo vendiendo jabón, “para recaudar fondos para la familia de un amigo muletilla que había sido cogido por una vaquilla y había muerto. Era mentira. Encendió la luz y abrió de un golpe, todos estábamos atemorizados. Contribuíamos con nuestra juventud a la preparación y eficacia de nuestras fuerzas armadas. Eso no se escogía. Eran tiempos difíciles, casi nadie entendía que se rompieran trabajos incipientes, que perdiéramos el interés por los estudios, que no quisiéramos abandonar todo lo que conocíamos y amábamos, de la forma y manera en que lo hacíamos para cambiar y volver pensando con la superación de un adulto que había pasado por todo aquello, posiblemente. Dijeron que mis piernas estaban mal formadas y que sufrían mis tobillos. Los camiones corrían cargados con los pobres despreciados, inútiles para el servicio, entre los que me encontraba. Salían por la puerta del cuartel y le gritaban, mofándose de aquellos que se quedaban, “¡anda que os queda más mili que al capitán trueno cuando era cabo!” A lo que los otros, ocurrentes y con buenos reflejos contestaban, ¡pues sí, que si os vais algo tendréis! Así era, la libertad, a costa de reconocernos “no aptos”


El camión nos dejaba en la puerta de la estación, nos ponían un billete en la mano y no se volvían a acordar de nosotros. Subí al tren, la noche se fue extendiendo. Intenté dormir pero me sobresalté. Casi me caigo al suelo del brinco, no sabía donde me encontraba. Me recliné viendo las luces pasar acompañadas con el traqueteo constante del animal de hierro que avanzaba en la noche. Ya de vuelta a casa, tuvieron que pasar algunos meses antes de dejar de sufrir los sobresaltos despertando a mitad de la noche, alterado, desorientado, des-ordenado. Por uno u otro motivo, la vida volvía a las estaciones de tren, y repetidamente, el azar me devolvía al despertar recién amanecido de la capital. No se trató tanto de las reiteradas visitas a la abuela, de ver el efecto de los años en el cambio de su fisonomía (sin duda la mía cambiaba de forma más ostensible, en pleno plan de desarrollo), desde los viajes infantiles acompañado de mis padres, tampoco desde la adolescencia y el sentido de los primeros amores y humanas pasiones, ni los viajes para cumplir el servicio militar obligatorio, se trató del viaje en si mismo. Posiblemente la vida nos devuelve a las estaciones para que descubramos todo lo que de ellas se desprende para siempre, la megafonía de caja de lata, las piladas de maletas renqueantes, los mozos desganados de una vida relegada, los andenes en la espera del que aún no llega, y los trenes girando alrededor de una montaña, para subirla a los pocos y nunca en el atrevimiento de una cuesta, a esos lugares comunes por los que uno transita perdido en la multitud, donde la gente se mueve sin reparar en las fisonomías, se dejan llevar encandilados por la urgencia y la fotografía en perspectiva de la creación que supone cada amanecer. La vida me retornó cada vez por diferentes motivos a esos rayos quebrados de la primera hora de vida de luz. Esa falta de intensidad tan benévola en la luz, es lo más parecido a la intención de despertar a alguien con el temor de romper un bonito sueño. Te sientas en la cama, a su lado, y esperas. Observas. Le pasas los dedos por la frente, despacio, dulcemente, justo en el comienzo, en la raíz del cabello. Sin pretender más que el relieve en ese lugar, una caricia. Abre los ojos, pero su nuevo estado no se completa, no acaba de llagar. A esas horas, en un momento así, aún se mira sin condiciones ni defensas. -Buenos días gatita. Tenemos que levantarnos, el tren sale en una hora.

1 Nota Del Encargo

A diferencia de otros días, amaneció un cielo encapotado, La Garriga en verano no suele tener un tiempo de muchas lluvias, la mayoría de los extranjeros que nos visitan lo hacen por su clima templado y poco lluvioso, es una asociación que se nos hace, sin que medie por nuestra parte objeción alguna. La magnitud de las bondades de nuestro clima sólo es equiparable a la de otro lugar en el mundo, eso nos han dicho unos científicos alemanes que hasta aquí se han desplazado para estudiarlo, y tal vez sea cierto que ostentamos ese título entre la gente que se dedica a estudiar estas cosas, pero para dirigir nuestras vidas y decidir como comportarnos en tales condiciones ya nos estudiamos solos, nosotros que ancestralmente hemos ido dejando herencias que modifican nuestras costumbres al respecto. Digo esto, porque estos alemanes curiosos sugirieron que


deberíamos cambiar nuestra dieta, la producción de nuestras cosechas y hasta el tipo de animales que criamos y comemos. Pero tenemos en cuenta sus sugerencias y sus estudios, nos prestamos a sus entrevistas e intentamos que estén cómodos cuando viajan hasta aquí y nos convertimos, con la aceptación de resignados ratoncillos, en sus cobayas, siempre que no se ocupen de cosas demasiado personales y que nuestra posición de aldeanos orgullosos quede en buen lugar. Por supuesto no cambiaremos nuestras comidas y nuestro vino, por muy sensatas que nos parezcan sus consideraciones al respecto. Con esta nueva forma de comunicarnos con el extranjero, en realidad, lo sabemos muy bien, terminará por pasar lo contrario de lo que ellos esperan, se servirán de nuestras costumbres y aceptarán que les resultan muy convenientes, se las llevarán a su país y las compartirán con todos. En ocasiones han rechazado alguno de los platos que la señora del albergue les propone, y entonces les he preguntado si en su tierra no se come cerdo, o bivalvos, o pulpo, o..., y han puesto una cara extraña, como si estuvieran hablando de canibalismo o algo parecido. Lo que no puedo hacer es evitar verlos cuando realmente descubren algo que les gusta, o cuando se beben el vino hasta que empiezan a escandalizar, por mi parte no habría problema, pero enseguida llega Rita y les pide en nombre de otros hospedados que no canten, y se comporten como caballeros. Helmut era el más gracioso de los tres, se reía escandalosamente, tenía una felicidad interior que necesitaba –sin que eso estuviera bajo su control- compartir con los demás, difícilmente iba ya a sus años a aprender a reírse para adentro como hacemos los tímidos. Dejemos por ahora de hacernos los retraídos, pero constatemos que aquellos tres alemanes eran prácticos y excesivos si se lo proponían, como una realidad irrefutable, y que eso podía hacer que ellos se sintiesen dueños de cualquier situación por absurda que pareciera, y nosotros, pobres aldeanos irremediablemente perdidos. Arrogantes verdades irrealizables, así le llamaba Helmut a la caza de tesoros, una afición que le estaba dando algunos quebraderos de cabeza. No se trataba más que de una afición dentro de otras muchas actividades que realizaba para la universidad y sus departamentos de investigación, estaba siempre dispuesto a viajar y eso era muy apreciado entre sus colegas que llevaban vidas más enraizadas, por decirlo de alguna manera. En su caso, tener aficiones como la caza de tesoros no era tan raro, podía pasarse años curioseando en la biblioteca sobre tal o cual tema, e ir siguiéndole la pista en sus horas libres, se trataba de un signo más de los que van exhibiendo los hombres de mérito sin que ellos le den la importancia que realmente tiene. La niebla se espesa, un día amable que nos retira durante unas horas del sacrificio estival, y me permite sentarme delante de la ventana abierta para contemplar la arboleda y escribir sobre hechos extraordinarios, vivencias que ayudan a interpretar la forma en que nos encontramos en el mundo, recuerdos en los que quizás encuentra las claves de lo que he tenido que ver con mi vida y con las de los demás. Una mañana como está, igual de temprano, la misma niebla, vi llegar a Helmut para desayunar después de su paseo, el que solía hacer después al levantarse cada mañana. porque decía que tonificaba, y que a mi me parecía totalmente insano: verán, bajo mi punto de vista hay que seguir los ritmos del cuerpo, y después de dormir el tiempo necesario para un descanso merecido, la vuelta al mundo real, debe hacerse lentamente y sin sobresaltos, eso es lo que tengo que decir sobre los paseos de antes de desayunar. Se había acercado hasta la oficina de correos y traía una carta en la mano. Como en los momentos más delicados de nuestras vidas, las cartas que uno no espera suelen traer novedades, tan sorprendentes que la estructura que poco a poco vamos montando para vivir una vida conforme a nuestras condiciones más intimas, se ve de pronto cuestionada. Hay cartas que se ofrecen y se invitan, sin darnos el derecho a réplica, y este era uno de esos casos, esta era una de esas cartas concebida para alterar los parámetros más naturales de una vida ordenada, la carta de la prima Viveka. Los alemanes resultaban convincentes en su trabajo, todo muy profesional y calculado, la gente de La Garriga intentábamos mantenernos al margen de sus idas y venidas, de sus medidas de luz, de sus pesos y control de la calidad del aire, del dibujo de la forma de las cosechas, de su microscopio siempre en uso, mirando la composición del agua que bebíamos, de nuestra tierra y de nuestros alimentos, nada se escapaba a su ojo escrutador y a su mente inquieta. Con ese sistema de trabajos inaplazables, andaban todo el día de un lado para otro, sin que por otra parte consiguieran que los


aldeanos le prestara más atención de la necesaria, los mirábamos con desinterés y los dejaban hacer, y mientras no los consideráramos un riesgo, estábamos dispuestos a soportar algunas incomodidades; después de todos sabíamos que se irían pronto. Quince días cada seis meses, ese era cálculo que hacíamos, y pasado ese tiempo, ellos volvían a llamar para reservar sus habitaciones. Había mucho que aún desconocían de nosotros, pero ya estaban empezando a disfrutar de nuestra gastronomía, eso lo notaba cuando les servía la comida y descorchaban una botella de vino. Era optimista al pensar que terminarían por pasar de los efectos del clima, la tierra y la comida, de la salud, a las costumbres, y que renunciarían en su pretensión de intervenir en todo ese proceso alguna vez, para que sucediera todo lo contrario, es decir, que se dejaran “colonizar” por nuestros placeres más dulces, la forma de vida. Yo los miraba entretenido, escuchaba aquel idioma pegajoso intentando descubrir alguna palabra parecida a las nuestras, pero era una tarea imposible. Se sentaban cerca de la ventana, que yo abría manteniendo las cortinas para que no les molestaran las moscas, y las cortinas resistían y las moscas no entraban, sin embargo, en una de aquellas ocasiones en las que parecían disfrutar de aquella esquina privilegiada de nuestro mesón, carentes por completo de complejos, se comían un potaje espeso que Atmanda preparara con toda atención y a fuego lento durante el transcurso impasible de la mañana. Que se rieran de forma ruidosa no representaba una afrenta, o una falta de respeto, no esperaban ningún juicio por nuestra parte y no miraban alrededor. Esperé que terminaran de comer sentado en un taburete, cuando descubrí una cucaracha subiendo por una de las paredes, cansadamente, sin demasiado ánimo, analizando el territorio de pintura de aceite que intentaba escalar. No sabía que hacer, toda mi amabilidad parecería poca para ofrecerla a cambio de intentar solucionar de algún modo aquella impotencia que sentíamos en la lucha contra algunos insectos más repugnantes. El bicho no se rendía, seguía su marcha ascendente hasta colocarse a la altura de los ojos de Helmut, que giró la cabeza y los otros tres hicieron lo mismo, justo un segundo antes que la mano del fornido alemán, con sus cinco dedos bien estirados fuera a caer con toda la palma esmagando a la cucaracha sin contemplaciones, y de nuevo una de sus sonoras carcajadas inundó todo el valle desde la ventana abierta que les servía de amplificador. Deberíamos reconciliarnos con los extranjeros, con los turistas, con los extraños, todos esos a los que miramos con desconfianza y a los que evitamos hablando en susurros cuando descubrimos su presencia. No podemos decir que seamos un pueblo alienado al resto de pueblos, ni siquiera que intentemos alienar a los que diferentes, y en este contexto no se puede decir que yo sea otra cosa que una excepción, un observador neutral, concernido por todo lo que siente que puede influir en su vida cotidiana, e intentando pasar desapercibido. ¿Qué pensaran los alemanes de mi? Les pongo la mesa, todo perfectamente ordenado y limpio, les sirvo las viandas con rapidez y eficacia, y luego me quedo sentado en un taburete a unos metros de ellos, observando, nada más que observando, no pueden ser ajenos a ello. En los planes de Helmut para los meses siguientes a esa última visita, no estaba marcharse con sus colegas, el deseo de aventuras renació en él al recibir la carta de su prima, y como si ella formara parte de un equipo diferente al que venía de hacer su estudio, le mandó una carta de vuelta pidiéndole que reuniera con él en este mismo lugar, en el albergue y que le trajera algunos mapas que el guardaba en su piso de Berlin. No podía reprimir de ninguna manera, la sensación de vértigo que le producía el hecho de haber descubierto que nuestro pueblo se encontraba muy cerca de uno de los tesoros que tenía localizados. En verdad, así lo reconocí entonces, y debería mantenerlo ahora, se trataba de una idea loca, compartió conmigo su secreto proponiéndome formar parte de su cuerpo expedicionario, a cambio de conducirlo a través de estos montes de Dios que yo tan bien conozco, y acepté. Buscar un tesoro era por una parte excitante, pero por otra me hacía sentir como el que busca ingresar en el pelotón de los que, a edad temprana, pierden el juicio. ¿Cómo habría de rechazar su oferta?, yo que había estado sirviéndolo y siguiendo todas sus evoluciones, durante semanas, que había construido una imagen fortalecida de aquellos hombres dejando para ellos de ser fiel conmigo mismo, y que a esa altura de mi vida todas las ilusiones empezaban a estar gastadas, carente en ese momento de más futuro que apoyar en el negocio familiar de tapas y comidas, exponiéndome cada día a ser juzgado por mi falta de decisión y estrategia para con la


vida, así que aceptando únicamente, mi salud y fuerza como mejor inversión, dije que sí. Atmanda no era una mujer bonita, pero a mí me gustaba porque tenía la decisión de los que salen adelante, y eso era lo que hacía trabajando en el albergue de sus padres, ellos ya eran muy mayores, y toda la responsabilidad caía sobre su cabeza. Entre los momentos de amor que conocimos, que los hubo al principio, nadie lo puede negar, empecé a comprender que exigía de mi un compromiso total, una dedicación absoluta y que eso era tanto como encerrarse a su lado y dejar de imaginar mundos imposibles, a lo que yo, desde joven había sido bastante aficionado. Y aquella mujer decidida, aquel temperamento sin control, me iba a dar tantos quebraderos de cabeza, y me iba a sentir tan intimidado en tantas ocasiones, que por no esperar un nuevo ataque de ira el día que partimos en busca del tesoro, lo hice a escondidas y mientras ella aún dormía, furtivamente, cerrando las puertas con cuidado a mi espalda, y caminando de puntillas sobre mis calcetines, y sólo cuando me encontré pisando la hierba fresca del rocío de la mañana, me decidí a calzarme los zapatos. La Garriga amaneció cubierta de niebla nuevamente, era como si sucediera eso cada vez que alguna cosa decidiera salir de la rutina. Ciertamente, cada novedad era interpretada con un silencio ocultista que no quería enfrentarse a los tiempos prósperos que nos esperaban, y eso también era demasiado para mí, los aldeanos viven inmersos en un saber ancestral que no desean echar al olvido, se trata de haber recibido todo tipo de enseñanzas de una forma de vida muy concreta, que de pronto ya no sirve. Para un viajero todo resulta más fácil, siempre abierto a nuevas sensaciones, y con la curiosidad propia de quien sabe que cualquier ayuda, por pequeña que sea, le permitirá llegar hasta su próximo destino. La prima Viveka, y Hans un estudiante de unos veinte años al que daba clases español –Viveka tenía todo lo necesario para ser una excelente profesora, sobre todo paciencia-, fueron los otros dos miembros de la expedición que se nos unieron en Camber, una aldea abandonada a cincuenta kilómetros de La Garriga, en la que pasamos nuestra primera noche al raso. A la manera de los pastores, compartiendo, dejándonos fascinar por la atracción de la montaña, nunca del todo desorientados, escuchando mis consejos primitivos, no simplemente como guía, o como un modesto lugareño, sino como ciencia nunca probada, pero ciencia al fin. La superstición de los que vienen a parajes retirados de la civilización a morir, es esencialmente ignorancia, las probabilidades de sobrevivir en lugares semejantes son incalculables; todo lo necesario nos lo ofrece la naturaleza en su premonitorio y permanente sentido de lo que perece para que otras cosas nazcan, podemos rechazar sus dones o aceptar su oferta y ponernos a su altura, comer con las manos sin miedo a mancharnos de sangre y grasa, liberar nuestros pies cuando lleguen los primeros dolores y hundirlos en el barro, abrir el pecho apenas sintamos el aire tentándonos hasta caer sin sentido. Tengo la certeza, en momentos así, que la creación no depende en absoluto de nosotros, los hombres, podríamos desaparecer felizmente y para siempre y las noches estrelladas sobre Camber, el pueblo abandonado, seguirían siendo igual de hermosas. Una temporada alejado de Atmanda era lo que estaba necesitando, la autoridad que gustaba de mostrar se había tornado peligrosa en los últimos tiempos, y por loco que les parezca lo que les voy a decir, había aprendido a lanzar objetos con cierta precisión, y señal de eso era una cicatriz en la frente que yo llevaba con inmutable resignación, y que me había creado al golpe de un plato de la vajilla más estimada que tenía. Había otras razones para querer acompañar a los alemanes en este viaje, mi curiosidad siempre fue más allá que mi prudencia, y Helmut se mostraba tan convencido de la existencia de su tesoro, que, porque no decirlo, la idea de ser un rico hacendado de la noche a la mañana también me influyó y me hinchó de una oculta codicia. Una temporada en el campo es lo que le llama la gente de la ciudad a venir de vacaciones a La Garriga, yo se lo llamo a estar en medio de un paraje desconocido, a sentirme perdido en medio de las montañas y a pesar de eso creer que estoy en casa. Lo disfrutaba, aún sabiendo que nuestro propósito era otro, y las preguntas comenzaron. Estaba terminado mi café cuando Helmut sacó su bloc de notas y empezó a hacerme preguntas sobre mi vida, cosas sin importancia, sobre lo cotidiano y aquello que pudiera parecerme más tedioso, su método parecía consistir en no disimular su interés por el folklore y así hacerse con aquella información que parecía tener para él una importancia sin medida. Me sometí al


interrogatorio, que días después ya pareció ordalía, pero que asumí como un mal menor, no me avergonzaba de algunas relaciones bárbaras que tenía, ni de costumbres sangrientas en relación a matanzas animales o sacrificios inefables, pues todo eso formaba parte de una cultura de supervivencia, y por muy en extinción que estuviera una especie si amenazaba nuestro ganado era una peste, y si en nuestras fiestas patronales exhibíamos gallinas descabezadas a fuerza de tirar de ellas sin más ayuda que nuestras manos, eso lo considerábamos normal, o si criábamos los cerdos dejando que nuestros hijos se encariñaran con ellos, para después obligarlos a asistir a su descuartizamiento, pues eso debidamente salado, nos daría de comer todo el invierno. Ya han pasado los tiempos de las excusas, y que nadie venga de fuera a decirnos como debemos vivir, como enfrentarnos a un clima cruel, o a la rudeza de carecer de comodidades ciudadanas, nada puede determinar nuestra experiencia en el manejo de la crueldad a la que nos sometemos por vivir tan alejados del mundo “real.” Me escabullí por un momento dejando que mi espalda tocara el suelo, y poniendo la manta sobre mis brazos, tan cerca del fuego que me quemaba; la dirección del viento alargaba las llamas como lenguas de esparto dispuestas a azotarme. Helmut fumaba su pipa y dejó de preguntar, se entretenía haciendo dibujos, ¡sólo Dios sabe que dibujaba en aquella oscuridad! Miré las estrellas, esa era una costumbre que no perdería aunque pasaran mil años, intentar descubrir algunas de ellas que me eran familiares era un juego, no sabía nada de astronomía, no sabía más que reconocer a la estrella polar, a venus, y a capricornio, y con un poco de suerte descubrir por allí cerca de plutón, pero no podía dejar de mirarlas e intentar comprender que formaban parte también de nuestra vida en la tierra. Hans y Viveka se habían retirado un poco, y se habían sentado en una gran roca, hablaban en alemán y apenas entendía lo que decían, un rumor de palabras gruesas llegaba y decidí dormir. Por fortuna el fuego y el viento fueron calmando su disputa, y las llamas se hicieron mucho más pequeñas, en una hora la hoguera se había consumido casi por completo, y ya dormí más tranquilo sin temer que mi manta pudiera prenderse y darme un buen susto. El orgullo de un niño, eso que no podía olvidar de mí mismo y de los peores tiempos, de la necesidad y la privación, el orgullo de quien lo ha pasado mal y no consiente bromas al respecto eso me llevaba a dormir cuando me sentía cansado o contrariado. Es decepcionante sentir que te están utilizando cuando creías formar parte de la aventura en igualdad de condiciones y eso parecía. Es importante ser el último en dormirse, o ni siquiera dormir, cuando parece que lo haces, pero mantienes un ojo entreabierto, insistir en la contribución al orden, para que nada se escape a tu control de experto montañés, y aceptar que nada debe escapar tu control. No disimulaba, me dormí a pierna suelta, así de temerario me volví, me daba igual Atmanda y sus proyectiles, Heltmut haciendo preguntas incontestables y la profesora y su alumno intimando entre las sombras de un idioma desconocido, me daba igual si mi manta prendía fuego o si esa noche Helmut me aplastaba como a una cucaracha y me utilizaban como alimento durante unos días, nada podía ser tan repulsivo como mantener la idea de que debía ejercer de cuidador, cuando sabía que se valían por sí mismos sin ayuda de ningún tipo. Siempre he pensado en los artistas como imitadores, limitados, en busca de una magia que muy pocas creaciones tienen. La verdadera magia de la creación esta en estos campos que se extienden hasta donde duele la vista, en la vida, en la cruel relación de la vida con la imperfección y su desolada desconfianza, la decepcionante vuelta que nos da ser incapaces de comprender tanto horror. Cuando una manada de lobos ataca una manada de ovejas, mata por matar las deja desangrándose por la garganta y la matanza resulta excesiva, apenas un poco de alimento se aprovecha, pero es lo que los lobos hacen para sobrevivir y eso forma parte de su naturaleza. No debemos temer que esta noche nos ataque una manada de lobos, una aventura es una aventura, y sin cierto peligro, ¿qué gracia tiene?, pero los lobos le temen al hombre y no se atreverán a acercarse, para ellos hay presas mucho más sencillas. Viveka tiene un pelo precioso, creo que soñaré con ella esta noche, un pelo rubio, consistente y abundante, creo que una gran parte de la importancia que desprende, de la seguridad que comunica y la voz firme que nunca la traiciona, reside en esa cabellera insolente y salvaje capaz de desafiar al hombre más templado. La contribución de Viveka y de Hans a la expedición es casi nula de momento, se podían haber ahorrado la molestia, si no


fuera porque necesitábamos esos mapas, y ella se lo ha tomado como una vacaciones. Parece que el único que se toma esto en serio soy yo, ni siquiera a Helmut parece que le importe, creo que si encontráramos el tesoro y se tratara de una cueva llena de oro, sólo se alegraría por haber demostrado que tenía razón en sus cálculos, nada más. Por la suficiencia con la que trata la situación creo que ella ya ha vivido otras veces expediciones parecidas, dándole clase de castellano a un jovencito diez años más joven, y aparentando no importarle. No se trata de una crítica, de ningún modo, al contrario, es la atracción hipnótica que produce en mí, es su pelo que me tiene seducido, que me gustaría tocar, tener entre mis dedos. Para un hombre como yo, que no está acostumbrado a las novedades, un pelo tan cuidado es motivo de devoción y no he dejado de mirarla. Mapas en alemán, eso es lo que me puso delante los ojos al salir el primer rayo de sol, se acercó con su rostro fresco como si la vida en el campo fuera todo lo que estaba necesitando, mucho más que una razón para vivir, más que haber pasado con éxito una revisión médica, o más que haber dormido ocho horas seguidas en una gran cama de colchón construido con los últimos adelantos; sonriente y sin prisas. Abordé la situación aún con la confusión del sueño en mis párpados, acepté la taza de café que me ofreció e intenté interpretar las líneas y las marcas de montañas, planicies y ríos, imposible relacionar aquellos nombres con los de cualquier lugar conocido ni aún cuando Viveka se ofreció a traducirlos. El sexto sentido de las mujeres, creo firmemente que lo tienen, algunos lo llaman instinto, es posible que haya llevado a Viveka a descubrir ese parecer mío acerca de que ella se ha venido de vacaciones, y ha decidido poner a prueba mis capacidades, es como una exigencia que establece jerarquías y que no estoy dispuesto a aceptar, si quiere que le lean los mapas que se busque a otro. -Estos son los mapas que me he traído de Alemania.¿Quieres verlos? –me los ofreció y los recibí sin más-, me costó encontrarlos, el primo Helmut lo tiene todo muy desordenado en su apartamento y tuve que poner un poco de orden allí. Puedes extenderlos y mirarlos, verás que están muy claros. -Sí, parece que reconozco algunos de estos lugares, pero a mi no me parecen tan claros, no son el tipo de mapas que conozco –los volví a enrollar y puse mi atención en la taza de café, dejando claro que no me gustaba que se quedara allí para ver si le daba alguna referencia, si le señalaba sobre ellos el lugar donde nos encontrábamos o si demostraba de alguna otra manera interés por ellos. Intenté dejar claro desde el principio que iba a hacer lo que pudiera, pero que en tales circunstancias no resultaba fácil, y que lo único que parecía claro era la banderita que marca el lugar exacto al que nos dirigíamos, como llegar hasta allí, eso era cosa aparte. Viveka me echó una mirada que me pareció un reproche, la desconfianza, dudó por un instante de que yo fuera capaz de interpretar los mapas, y le respondí mirándola fijamente, con el desafío de quien considera que es pronto para que lo juzguen. Mi análisis empezó siendo simple y poco esclarecedor, animaba poco a seguir, pero como teníamos una idea al menos de la zona a la que debíamos dirigir nuestros pasos – eso lo sabíamos incluso antes de salir de La Garriga-, nos pusimos de nuevo en marcha demostrándome confianza al cederme el tubo de mapas para que lo portara y los fuera estudiando en los momentos de descanso que teníamos, y eso fue un avance para mí pues no me gustaba ser observado y podría estudiarlos en los momentos muertos del día, ¿qué otra cosa se puede esperar de un campesino? Ya lo he dicho antes, las costumbres refinadas de mis nuevos amigos me hacían sentir más rústico que de costumbre. A ese nivel de influencia se oponía mi fuerza orgullosa, mi convencimiento de vivir la mejor vida que se podía siendo como yo era, y el ser consciente de que en el medio en el que intentábamos desenvolvernos, eran ellos los intrusos, no se trataba de un intercambio de buenas maneras, de formalidades o de hipócritas amabilidades, cada uno era quien era y eso a ellos no les ayudaba. De mi segundo pensamiento al respecto, y en contraposición con el anterior, debo también reconocer, porque así era y es justo decirlo, que a pesar de su aspecto bien aseado, era duros y nada remilgados. Helmut me estudiaba, pero mi ojo era también certero, y aún sin necesitar llevar un


libro de notas, yo, a mi manera, también interpretaba todas y cada una de sus reacciones, y que los alemanes nos consideraran unos bárbaros, no dejaba de parecerme algo bastamente irónico. Estamos en marcha, me he adelantado para subirme a algunos cerros y otear el horizonte, pero no los pierdo de vista, no sería bueno que se perdieran. La concreción de mis propuestas, son aceptadas sin rechistar y los tres siguen el sendero que les voy marcando, es lo acordado. Avanzan esforzadamente en silencio, la terna se compenetra y se echan miradas repetidamente, nadie gana, no hay competencia, se esperan, se ayudan. Supongo que están empezando a preguntarse si esto va a ser así, y no sé lo que esperaban, pero si buscamos un tesoro no podemos esperar que esté en un lugar accesible, sólo espero que los peligros no sean inevitables. Del mismo modo que estos amigos se someten al mandato de las leyes de la naturaleza, y se reservan sus juicios acerca de las incomodidades que le suponen, yo debería pensar en ser un poco más tolerante con sus torpezas, el examen que nos viene azotando detrás de tantas cuestiones sin hacer, es el del que se intriga, pero prefiere no saber. Acepto la dificultad de convivir con mis cuestiones no satisfechas acerca de su mundo real, en el que desarrollan sus rutinas, pero a cambio conservo mi interés por el campo en el que siempre he vivido. Si algo positivo tuviera que destacar de estos personajes excéntricos, eso sería como asumen las condiciones adversas a las que se ven sometidos, creo que del mismo modo asumirían una condena a trabajos forzados aunque se tratara de una injusticia, sin un solo reproche, es lo que se suele decir, gente disciplinada y no tengo nada que objetar a eso –me pregunto, que estará Helmut escribiendo sobre mí-. Podemos representar una forma diferente de pensar, un lugar en el vacío que nadie desea y que nosotros, y en esto tengo que ponerme al lado de mis compañeros de viaje, hemos aceptado al margen de la vida social que supuestamente se le tiene destinada a los humanos. Nunca fui demasiado formal, ni conocido por aceptar a ciegas todo tipo de convenciones, al contrario, allí a donde todos acuden ordenadamente como borreguitos a que les suelten el sermón, no suelo ir yo. Ni políticos, ni curas, ni arengas militares, ni siquiera propaganda comercial de tal o cual producto que promete ser el mejor en lo suyo, no me gusta que me laven el cerebro, vivir ligeramente, o no tanto, al margen de la sociedad es una cuestión de equilibrio mental. Del mismo modo en que otros creen encontrar el sentido de sus vidas en adelantos tecnológicos, políticos, sociales, o simplemente en su prosperidad personal, yo lo busco hoy vagando entre montañas, la materia natural que interfiera en mi vida sin darme tregua. Tal vez algo haya cambiado en mi, y donde veía una tierra viva, un animal palpitante del que su corteza arenosa no es más que la piel, ahora veo una parte de mí mismo que tiende a acogerme, e intento comprender, relacionar mi existencia con todo el resto, me siento diferente y no sé si eso ha de influir en este viaje. Pongo mi la palma de mi mano abierta sobre la frente, de forma que la sombra sobre los ojos me facilite la visión de una cañada rocosa, la estructura del viaje que nos espera y la poco apreciable dimensión de sus senderos. La diferencia entre unas rutas y otras estriba exclusivamente en la dificultad que podrían representar al llegar allí (al principio de cada nueva ruta escogida), esa es la principal cualidad que observo en ellas, a un lado queda cualquier otro interés añadido como la belleza del paisaje, los minerales que se desprenden de las paredes, o la visita a tal o cual bosque de interés, no está en nuestros planes, tampoco interesarnos por la botánica; más que estudio y sorpresa, es cuestión de efectividad y rapidez, llegar lo antes posible, así están las cosas. Pero a pesar de la prisa de mis amigos, debe tener en cuenta otros factores que influirán en la buena marcha del viaje, necesito saber que soportarán el sacrificio sin convertirse en un saco de quejas, una carga de descontento para todos, y eso parece que lo tienen controlado, ni siquiera el frío de la noche, o un mal dormir, los vuelven irascibles, de otro lado facilitar las condiciones que nos permitan desarrollar al máximo nuestras aptitudes, y es por eso, que sin contar con su opinión, me he desviado ligeramente y hemos acampado la tercera noche al lado de un río. En el comportamiento de Helmut no se contiene el deseo de llegar al destino, pero no puede manifestarse en contra de nuestra urgencia, eso es lo que creo, no parece interesarse especialmente por la conversación cuando la palabra tesoro surge en ella, y esa es otra novedad, el segundo día de viaje hemos empezado a conversar de forma fluida entre nosotros. La consecuencia del desinterés de Helmut por alcanzar demasiado pronto su objetivo, es que disfruta de los momentos de descanso con apreciable


profundidad, escribiendo sobre ¡sabe Dios qué!, pero también escuchándolo todo, no sólo nuestras conversaciones, sino también la naturaleza y su propia respiración, y, en ocasiones se recuesta sobre la espalda y mira las nubes como si en ellas, moviéndose sin descanso en el espacio azul que nos cubre, encontrara respuestas a preguntas que nosotros desconocemos: tal vez me haya equivocado y no sea tan insensible como parece. Entre las condiciones de mi vida, desde que nací hasta este momento en el que me encuentro, intentando recordar con más o menos esfuerzo, las situaciones de miedo no han sido especialmente relevantes, de lo que estos ojos han visto con premeditada precaución no encuentro la frecuencia de la represión llegada desde fuera, ni ligada a algún odio especialmente reconocido, y eso ha modificado suficientemente mi carácter para que las necesidades que alguna vez pasé no terminaran por agriarme como una mala leche olvidada por días. Pero hay otros miedos, que de pronto surgen en la novedad de la cuarentena, y de esos ni siquiera yo puedo ocultarme, porque vienen de dentro y tienen que ver con lo que aún no ha llegado, no puedo hacerle frente. Me temo a mi mismo y mis incapacidades. Lo más sorprendente de su comportamiento es, como se imponen reglas a sí mismos, como asumen sus creencias y su educación, con que extraordinaria firmeza se aferran a su disciplina, a la necesidad de creer que pueden con todo, ¡y eso es tan poco inteligente! Trato de empujarlos a disfrutar de estos lugares, supongo que por la creencia y la necesidad de que reconozcan de que no hay nada mejor en el mundo. Son perfectamente capaces de distinguir la pureza del aire que respiran aquí y el de su ciudad de origen, y debido a esta forma de pensar tan orgullosa, al caer la tarde, he elegido un lugar para acampar esta noche que parece un edén. Lo vi primero en la distancia, robles y campo libre hasta el río, y sobre nuestras cabezas un ocaso resplandeciente lo pintó todo de naranja. No exagero, la correspondencia del relato con la realidad del momento que vivimos allí es fiel, y mis recuerdos coinciden con lo que escribí entonces. Después de un día de calor, podíamos distinguir la tregua de un sol que se retiraba, aceptando el beneficio de una tierra aún caliente y la expectativa de una noche templada, y un descanso merecido. Como un canturreo vecinal se levantaron los grillos a desafinar, sin rigor, apoyando el flujo de la tarde, sosteniendo la actitud de las sombras a medio caerse, y para mí que caí exhausto entre dos árboles, aplicarme en distinguir los sonidos fue como un milagro. Tan poco preciso me volví porque estaba entretenido hasta mi último suspiro en recuperarme, me entretuve en respirar a fondo, a costa de mis compañeros a los que sin duda robaba el aire, tal era mi estado y mi ausencia. Aguantaban bien, debía reconocerlo, entre el segundo y el tercer día ya no cabía disimular, si se mostraban enteros era porque habían superado el sofoco de la partida, la sorpresa muscular, y la amplitud de los pulmones se acomodaba al nuevo rango que se les exigía, lo han conseguido, no sólo seguir el ritmo que les pretendía imprimir, sino demostrar que están preparados para largas caminatas y que no van a desfallecer por eso. Debo asumir que empecé el viaje como una confrontación de culturas, después de todo me habían estado observando, cada detalle de nuestras costumbres llevado al microscopio, y cada consejo como una crítica, nadie se había sentido a gusto con semejante proceder, y por eso tenía mis reservas, pero al despertarme a la mañana del siguiente día, oí un el sonido seco de un chapuzón, sin reservas, Helmut se arrojó al agua y daba golpes con los brazos como si intentara nadar. No es que yo desaprobara aquellas manifestaciones ruidosas de placer, aquella forma de tonificarse y disfrutar de su baño, que lo llevaban a dar gritos mientras metía la cabeza en el agua y que cesaban con la inmersión, ni siquiera me parecía que molestara a nadie con su proceder -tan lejos como estábamos de cualquier lugar habitado-, pero si me resultaba sorprendente. No vi tanta diferencia en su forma de arrojarse a un río helado a primera hora de la mañana, a la que pudiera mostrar cualquier labrador de pueblo en sus momentos más célebres, había también entre los jóvenes del pueblo excelentes nadadores, y al fin, sumergirse dejándose abrazar por el agua, perteneciéndole, eso tenía que ser la misma cosa para un ser sano, independientemente de cualquiera que fuera su condición, su lengua, o su religión. En los casos como este, el los que la gente se aleja de toda civilización y se deja influir por la sugerente


informalidad de la naturaleza, la estructura interior, que permanece oculta delante de los formalismos de la vida social, se emancipa, y no podía menos que esperar que cada uno se mostrara como realmente es; suele suceder en las situaciones de necesidad extrema también. Despertaba aún cuando comprendí que había dormido demasiado, y que los alemanes llevaban ya un rato levantados, el café al fuego, y el campamento recogido. Desde cierta distancia, observar como se movían, sin implicarme en sus decisiones pero incorporándome para dejar claro que había captado la señal y que con un poco de tiempo, terminaría por incorporarme al “pelotón de marcha.” Con ese espíritu colaboracionista acepté una taza de café que ofreció Viveka, y después me quedé mirándola mientras se despojaba de su ropa y se quedaba completamente desnuda antes de, al contrario de Helmut, introducirse lentamente en el agua. Entre las actividades de Helmut durante el resto del año, lo que representaba la mayor parte y en la que ya no buscaba tesoros, estaba la de dar conferencia acerca de sus estudios, Los temas eran variados e iban desde las costumbres en el proceder cotidiano de las culturas primitivas y lo que eso tenía que ver con la longevidad, hasta la teoría del fin de la guerra como solución a los problemas del mundo. En realidad de lo que hablaba y de lo que escribía como si estuviera obsesionado por no perder el tiempo, era del hombre y la aspiración de una vida mejor. Corresponde pues otorgarle el reconocimiento a las buenas intenciones que lo movían, si bien el hombre no es un mero sujeto de normas para la felicidad, las pasiones, las decepciones, las frustraciones, el dolor, la enfermedad, la soledad, el tedio, las humillaciones, la esclavitud, entre otras muchas influencias negativas juegan un papel preponderante en nuestra psique y por lo tanto en el factor más importante de salud para la vida, y eso es seguir interesados por las cosas de este mundo. Estas ideas son muy personales, y no son fruto de ningún estudio profundo como en el caso de las ideas que él desarrolla dándole vueltas una y otra vez, por eso nunca las compartí, pero creo que le haría falta desdeñar el marco general de sus estudios porque resulta poco creíble tal y como es el hombre y el mundo, y ese marco al que me refiero, es la creencia en la felicidad humana. Del temor a echar de menos lo que nunca del todo he olvidado es mejor no hablar, es la estética del momento vivido lo que lo pospone, y creo conocer que ha de volver con insistencia, por mis errores cometidos, los más importantes los que tienen que ver con Atmanda, en cuanto la aventura se termine, del mismo modo que se terminaría si en lugar de hallarme dando vueltas por los campos insondables, por sus rutas imposibles, estuviera retozando con una mujer desconocida en un acto de traición imperdonable. Nada se hace tan patente en la marcha como el dominio que uno tiene de sí, sucede puestos al límite, no sabemos lo débiles que somos hasta que la presión nos supera y entonces actuamos de una forma en la que no nos reconocemos y de la que deseamos renegar, pero somos nosotros. Unos días después, sin demasiadas distracciones llegamos al lugar que yo creía interpretar en el mapa con cierto. La característica de nuestro viaje, fue que se realizó con la superioridad de gente acostumbrada a los retos, nada parecido a lo que había imaginado, desde luego no me acompañaba de turistas, ni de niñatos de ciudad dispuestos a encapricharse y lamentar todo el camino por haber tenido la idea de iniciarlo. Todo fue bien hasta que llegamos al punto indicado, y ahí empezaron las complicaciones. Todos habíamos supuesto que no sería capaz de descifrar los mapas, pero la letra es la parte más pequeña en ellos, y si tuve alguna duda, Viveka me traducía algunos nombres, aunque no coincidieran con los nombres locales de los lugares que yo conocía. Ella parecía la más interesada en las señales que alguien había hecho sobre los papeles a los que los transcribieran, en otras circunstancias no se hubiese mostrado así, estoy seguro porque su carácter al fin no era tan recio como podía parecer, pero era como si se sintiera responsable de esa parte de la expedición, así que su papel empezaba a consistir en velar por la buena salud de la carpeta que había traído de Berlín por encargo de su primo. No son precisos los riesgos, ni intentar algo diferente a lo acostumbrado cuando se realiza una de estas expediciones, seguir las pautas anteriormente marcadas por nuestros antepasados es respetar a la naturaleza, algo semejante a saber que no debemos vivir en el vicio, conocer lo que es mejor para nosotros, y respetar esos supuestos que nos han inculcado sin conocer los resultados previamente. El dominio de nuestra transformación en las diferentes etapas de la vida, nos sugiere ese respeto por


el equilibrio que sugirieron ya nuestros ancestros, experimentar entre estos campos donde lo salvaje forma parte de aquello que logra sobrevivir, no es buena idea. Esa es la decisión que tome al conducir a estas personas a través de estos desconocidos lugares, determinado a concluir el viaje sin sorpresas y tratando de evitar cualquier peligro. Esa era mi intención, pero los accidentes ocurren de la forma más tonta, y en los lugares donde no existe peligro alguno, o aparentemente eso creíamos. No se trató de nada grave, Helmut se torció un tobillo, posiblemente por llevar esas botas de piso tan alto, que le aconsejaron en una de las tiendas de deporte de montaña, de las más caras de Berlín, suele suceder. Lo que necesitamos para superar nuestro miedo al fracaso es ponernos en marcha cuanto antes, tener la convicción de que estamos haciendo algo que sirve para solucionar los problemas que se nos presentan, con ese espíritu caminaba cada día, buscando alguna relación entre el paisaje, el mapa y la brújula, y con esa sensación interior de seguir en carrera llegamos a La Pedragosa. La evidencia de su magnetismo nos detuvo a todos, fuimos conscientes de que sin él no podríamos haber seguido adelante, pero ya no hacía falta seguir caminando, estábamos exactamente sobre el punto que había señalado sobre el mapa, aceptábamos que la suerte corría de nuestra parte y que con un poco de reposo todas las torceduras mejoran, aunque no pudiéramos asegurarlo. Podíamos seguir las directrices de Helmut, sin necesidad de moverlo, él sólo tenía que descansar, y la idea primaria de renunciar a la búsqueda y volvernos de inmediato para que pudiera ser cuidado y examinado convenientemente en un servicio de urgencia, fue perdiendo fuerza. Además descubrí que el alumno de Viveka, al que llamaban Fremont, también era estudiante de medicina, y poseía los conocimientos necesarios para efectuar un vendaje correcto, y afirmar que no se trataba de nada grave. Comprendí que nuestros descubrimientos en lo que se refiere a la gente que nos rodea, se van produciendo de manera regular, y que nunca terminamos de encontrar sorpresas en el trasfondo humano. En todo caso algo empezaba a quedarme claro, y eso era que en el mundo no era yo el único que porfiaba en sus propias decisiones hasta convertirlas en hechos, que por su procedencia estudiadas y escrupulosamente trabajados, tenían un resultado seguro. -¿Es grave? –pregunté -Nada de importancia –respondió Fremont -No hago más que preguntarme por qué nos entretenemos en este tipo de cosas. Tú eres joven, pero nosotros, gente ya tan mayor... -Otra gente no lo hace porque construyen familias y se deben a ellas, ustedes dedican su energía a otras cosas. Gente libre de responsabilidades. -Lo gracioso de todo este, es que terminamos por encontrarnos. -¿Cómo es eso que ustedes dicen aquí? “Dios los da y ellos se juntan” Me hizo tanta gracia lo que Fremont acababa de decir que estuve un rato riendo. El buen humor era algo que no habíamos perdido a pesar del esfuerzo hecho, y eso compensaba. -Pero no lo hacemos por el tesoro. Tal vez piensen que me importa eso hasta el punto de dejar atrás mi vida –intenté aclarar sin demasiada fe en ser comprendido-. Ya no me pareció casual que Fremont fuera también invitado a buscar un tesoro, con todo lo que eso implicaba, y que además tuviera las nociones necesarias de medicina que tan útiles nos podían resultar: ya no me hubiese sorprendido descubrir que en su mochila portaba un hospital de campaña, aunque nunca lo supe porque no hubo más accidentes y sus servicios no fueron precisos más allá de


la torcedura del tobillo de Helmut. Tratamos de ser precisos en nuestros cálculos, pues sabíamos que de no hacerlo así nos hartaríamos de cavar sin ningún resultado. Viveka que parecía más sagaz y observadora que el resto, fue la que dejando a un lado los mapas, se puso en el lugar de aquel que intentara enterrar algo en unos veinte metros cuadros, giró, se cogió la barbilla, y empezó a mirar las rocas por allí diseminadas como corazas de tortuga, y aquella que le pareció más caprichosa, y que pudiera servirnos de señal desde el pasado, aquella la señaló como la que buscábamos. Esto sucedió después de haber hecho ya algunos agujeros sin ningún provecho. Intenté comprender como ella su método para escoger el lugar debajo de la piedra, e intentar levantarla como un esfuerzo añadido no fue fácil, pero aún así nos pusimos manos a la obra. La seguridad que mostraba le llegaba de un dibujo que alguien había impreso con trabajo sobre la superficie, posiblemente golpeando con un martillo. No podía haber error esta vez, estábamos cerca lo podía sentir en nuestras respiraciones y en la forma en que ella miraba fijamente a la tierra cada vez que el pico la levantaba. Y sonó algo como una caja hueca, semivacía, y empezamos a ver la madera cubierta de tierra. Entretanto Helmut se había puesto de pie, y cojeando se acercó también al lugar donde nos encontrábamos, todos queríamos ser testigos de aquel momento, pues ya no había nada que perder, nuestro esfuerzo había, de una forma u otra, dado su fruto. La atividad fue frenética hasta que conseguimos extraer aquel objeto del lugar en el que había sido enterrado, no era muy grande, y fue fácil extraerlo tirando con fuerza con las dos manos, labor a la que me apliqué mientras ellos me miraban. Lo sostuve un momento para que todos lo vieran, y después se lo ofrecí a Helmut, para que fuera él quien abriese la caja, había llegado el momento de la verdad. Sonrió y aceptó el honor, lo depositó en el suelo, y acomodando su pierna de la forma que le fuera más fácil golpear la cerradura con el pico sin dolor, consiguió abrirla. Durante los minutos siguientes se produjeron algunos descubrimientos que no esperaba. La vida nos va conduciendo como una partida de damas, vamos avanzando y colocando las fichas, y en un momento, todo de golpe se dispara, y se precipita la acción que lo cambia todo sin que podamos hacer nada por evitarlo. Y, a pesar de las novedades reveladoras, continué creyendo que aquel viaje había tenido más de positivo que de decepción. En medio de aquel paraje, de aquel cansancio y de aquella expectación, de la caja salieron unas viejas cartas, algunos efectos personales y como único tesoro, una identificación militar y una pistola vieja e inútil, nada de valor material, y sin embargo, de un gran valor sentimental, y así lo trató Helmut, con respeto y cierta devoción. Más tarde lo guardaría todo cuidadosamente y se lo llevaría de vuelta para su país, pues se trataba de los restos de un soldado alemán que allí habían quedado durante la guerra. Del mismo agujero, salieron unos huesos que debían haber pertenecido a al propietario de la caja, pero los huesos los dejó allí, volviendo a poner tierra sobre ellos, y finalmente la enorme piedra que los había estado cubriendo todos esos años. Más tarde supe, que aquel viaje había resultado de un encargo que los familiares del soldado muerto le habían hecho a Helmut, que esos eran los tesoros que buscaba y que ya en otras ocasiones había buscado y encontrado efectos personales de soldados alemanes diseminados por toda Europa.


Palabra De Conejo


1 Palabra De Conejo Cuentos De Amor Y Podredumbre El cabello dorado de Angéllica contrastaba con sus ojos negros, sus cejas oscuras y su vestido gris, y la aparente y reposada mirada con la inquietud de las manos, que jugaban a hacer pelotas de papel con los restos de sobres de los azucarillos. Quedaba una tarde de nubes grises, una de esas tardes en las que nada se manifiesta, en la que se esconden los pájaros y tal vez, algún perro distraído aparece rondando una esquina. Apenas miraba a los ojos de Rocco, de hecho, él creía que lo evitaba, con esa blandura en la voz y en los ojos que se le pone a las mujeres de colegio de monjas y misa obligatoria los domingos, cuando no quieren decir lo que piensan. La sonrisa tampoco resultaba muy creíble. Las sonrisas no suelen parecer sinceras cuando se sonríe todo el tiempo, pero nos agrada que nos sonrían con dientes primerizos, a poder ser, y Rocco no era una excepción tampoco en eso. Dejó de hablar con ella para mirar por la ventana y pensar, porque esa mañana había recibido una invitación para asistir a una reunión política y eso le preocupaba, incapaz de ponderar el resultado de la misma, o de si le iban a pedir su opinión intentaba decidir si saltarse el compromiso y si a alguien le importaba. ¿Qué pensaba Angélica de él? ¿Qué piensan los otros de todos nosotros? En una mente brillante como la suya, albergar la idea de que los pensamientos generales están muy por debajo de ofrecerse generosos, terminaba por carcomer la poco confianza que le quedaba en los hombres. No saber lo que piensan otros, que se trate de un secreto de ojos y bocas inexpresivas, lo llevaba a creer en un pensamiento corriente mal constituido y mal orientado. En una nota intentó concluir aquella tarde los motivos necesarios para una excusa suficiente, en ella se refirió a la intrascendencia de la reunión de la que no conocía que temas se habían de tratar en ella porque nadie se lo había comunicado, además de dejar caer algunos motivos personales, algunos compromisos ineludibles, y aportar la idea de algunos fallos de salud que lo habían llevado a una visita al doctor, que a su vez, le había indicado que no se enfriara y permaneciera encerrado en casa durante unos días. Comenzó garabateando algunas excusas inconsistentes, para terminar por animarse y llegar a considerar que aquel juego podía ser, al final, algo divertido. Como he dicho, Rocco era un tipo inteligente, demasiado inteligente para no percatarse de que la invitación era formal y debía perseguir algo más que una reunión sin sustancia, para contentar a aquellos que se quejaban, de no avanzar en un proyecto político realista. En un cierto momento se levantaron y salieron a la calle, Angéllica parecía distraída, mientras que Rocco seguía sumido en sus pensamientos. Caminaron hasta la parte vieja de la ciudad, que se erguía en una interminable cuesta de viejas casas de piedra agrietada y madera podrida. Ascendieron alegremente, es lo propio de los que desean desprenderse de una energía que no reconocen como propia, y se arrimaron a las paredes, debajo de las cornisas cuando empezó a caer una lluvia fina, casi dolorosa, que mojaba como un mar. No era la primera vez que les pasaba algo parecido aunque


no se conocieran mucho, y formaba parte de la magia de correr y esconderse, de pararse y cobijarse, de apretarse contra una puerta y echarse el aliento. Los últimos edificios, antes de llegar a la sede del partido, tenían las puertas abiertas, algunas pintadas de varios colores, eran edificios de pocas alturas, viejos, abandonados, y algunos ocupados para “centros culturales”, era sorprendente que siguieran en pie, por su antigüedad y por el abandono. Iban de portal en portal porque la luvia arreciaba y encontraron una de las puertas abiertas, pudieron correr, estaban a una carrera de su destino, pero no lo hicieron. Arriba había una fiesta, se oían risas y música. Una pareja bajó las escaleras corriendo, y pasaron a su lado sin reparar en que había alguien más en la oscuridad del portal. Salieron sin detenerse ante la lluvia, posiblemente siguiendo el mismo sistema que ellos siguieron hasta allí, cogidos de la mano pegados a los muros y las ventanas. La pared estaba húmeda, debo decirlo, Angéllica se abalanzó sobre Rocco buscando su boca, como si estuviera hambrienta. Adviertan todos ustedes que Rocco no es un hombre fácil de entender, cabría fundamentar que no suele ponérselo fácil a las chicas, y mucho menos si lo abordan como Angéllica acaba de hacer. Él no es así, aunque sería un poco difícil de entender como es realmente. Confieso que yo, al principio también me sentí un poco extrañado, y creí que podía ser que no le gustaran las mujeres, pero no es eso, tiene que ser otra cosa mucho más difícil de explicar e interpretar. Pero debemos aceptarlo con sus virtudes y defectos, con sus rarezas y supersticiones, con su orden y sus miedos. Algunos que bien lo conocen, no desean hacerse preguntas acerca de sus respuestas controvertidas, de sus negativas a aceptar lo que todos aceptan, y sobre todo, a entender lo que posiblemente, ni él entiende. Aparte de esto, en este caso, sus motivos eran claros, aunque Angéllica no los conocía, de hecho, de él, apenas sabía su nombre, que era el amigo de una amiga y que la había recogido un par de veces en un café para pasear a media tarde. Desde luego, no había oído hablar de Mirella, ni había entrado nunca en el Centro Cultural y Social, ni le interesaban otras aficiones que él tuviera. Sin embargo, en aquel momento en el portal, él despedía un olor a humedad al que no se pudo resistir, sus manos estaban calientes, y se sentía amparada en la oscuridad total que se producía al entornarse la puerta, y más aún cuando lo empujó debajo de la escalera. Las voces y la música seguían sonando en el primer piso y la lluvia arreciaba. No deberíamos insistir en un momento así, no me parece buena idea, las sorpresas llegan para no quedarse, desparecen, se difuminan sin dar tiempo a mucho más. El tacto es a veces una excepción, una realidad que no buscamos. A Rocco lo tenían por precavido sin que él compartiera esta idea. Se ofrecía en ocasiones para hacer lo que nadie quería hacer. Pero lejos de mantener una postura exigente acerca de su generosidad -que sería tal-, olvidaba con facilidad y se planteaba nuevos retos como nuevas satisfacciones y ocasiones de servir a sus compañeros. Estos pequeños detalles de su forma de ser lo engrandecían a los ojos de aquellos a los que le trascendía que no era lo que hacía, sino que lo hacía casi sin necesitar un motivo, porque había que hacerlo y aceptando que era un bien en el descargo de algún otro. Esa noción oculta que se desprende, no ya de los actos, sino de la forma en que se realizan, era lo que expresaba un espíritu desinteresado, aparentemente invisible, pero capaz de comunicarse con otros espíritus en una transición parecida. Por ejemplo, si era detenido por salir en cabeza de pancarta, en una protesta que había sido prohibida, lo olvidaba inmediatamente y esa actitud tenía una expresión de alcance, si bien tampoco se le exigía el martirio. “Cualquiera hubiese actuado con la misma diligencia”, se decía cuando alguien se empeñaba en alabar su presencia en tal o cual acto por arriesgado que fuera. Por eso era valorado y por eso desconocía de lo que se trataba la ambición, alcanzar metas realizables o proponerse cambiar tal o cual cosa por muy mal que le pareciera. “La gente piensa bien de mi”, se decía en ocasiones, y se detenía en intentar descifrar cuantos habrían pensado con justicia o libertad al respecto, o si lo hacían por sinergia. Mientras se besaban hubo un ruido seco, un golpe siniestro con la fuerza suficiente para convertir en añicos un trozo de hormigón de uno de los bolardos, pero se trataba de otra cosa. Alguna gente salía corriendo en dirección a la “catástrofe” a pesar de la lluvia, y se fue formando un grupo de curiosos. Angéllica, haciendo gala de una gran inocencia señaló que algo había sucedido y le indicó que debería ir a mirar, porque ella debía volver a su casa antes de que se preocuparan por ella. Y Rocco salió en dirección a la gente como si cumpliera una orden. Un auto se había quedado sin


frenos y había embestido a otro que estaba aparcado y que por fortuna estaba vacío. Algunos de los chicos habían salido también por pura curiosidad, y le hicieron una seña para que entrara porque lo estaban esperando. Todos los asistentes a la reunión se habían sentado alrededor de una mesa. En las paredes carteles con fechas de celebración de aniversario de las grandes revoluciones, convocatorias de movimiento obrero para grandes movilizaciones, o propaganda del movimiento agrario o sindicatos industriales. Los carteles eran muy grandes, con colores muy vivos y caras duras de obreros instalados en la firmeza de sus herramientas. La atmósfera estaba cargada, todas las ventanas cerradas y cubiertas vaho, casi todos fumaban y el humo subía incesante hacia las lámparas, nadie se decidía a sacarse el abrigo y algunos de ellos sudaban pero no deseaban desabrigarse de ninguna de las maneras. Si alguno se sentía sofocado podía ausentarse un momento al váter y allí salpicarse un poco de agua en la cara, para volver inmediatamente y no perderse alguna de las votaciones. Se elevaba un murmullo desde la calle porque había dejado de llover, había llegado una ambulancia y la gente seguía concentrada. Sin embargo, la reunión seguía celebrándose con la habitual normalidad, porque se trataba de un orden establecido previamente que contribuía al entendimiento, incluso si las condiciones no eran las más favorables. Por atención a sus compañeros, Rocco se quedó de pie al lado de la puerta, pero alguien detuvo la reunión y le pidió que se sentara, a lo que no pudo negarse, porque no iban a continuar hasta que lo hiciera. Por prudencia no abrió la boca, no lo haría hasta que supiera exactamente lo que pensaba cada uno de sus compañeros sobre los temas que se trataban, de hecho, no tenía demasiada intención de intervenir. No se explicaba de ninguna manera que pudieran pensar cosas ta diferentes. Para los discursos políticos no vale todo, ni siquiera el nivel de lo que se esgrime en ocasiones alcanza para convencer a nadie, ni a los más afines, o a los que van a votar en favor de uno y sus ideas de cualquier forma, y aún así esos discursos existen. Según parecía, todo lo que se expresaba servía para hacerse una idea de la diferencia de pensamiento de cada uno de los intervinientes. Se hacían grandes esfuerzos por coincidir, simpatizar y creer en las mismas cosas, pero lo que quedaba al descubierto es que todos eran muy diferentes, y lo que pensaban los unos de los otros, era un abismo de diferencias y buenas y malas intenciones. No era posible para él, llegar a comprender estas diferencias por muchas vueltas que le diera. Pero de algo debían estar seguros, y eso era lo importante, que podían contar los unos con los otros, y que reprimían pensar mal de sus amigos, era lo que se esperaba de su asociación; sino para qué. A cualquier hora, en cualquier momento por difícil que fuera debían saber que siempre encontrarían a alguien con quien poder contar. De la abstención de Rocco en algunos temas capitales no solía desprenderse nada trascendente, pero Mirella solía votar con él, en una misma linea que, a veces, contagiaba a otros. Al contrario de lo que pensaban algunos, esa posición no significaba un desinterés manifiesto por algunos temas, aunque tal vez sí algo de cansancio. Es curioso que lo que más hacen los políticos es hablar, y todos los que están por debajo de ellos, hasta las estructuras más primarias de los partidos, se reúnen una y otra vez, para darle vueltas y vueltas a temas, que en la mayoría de los casos, todos saben de antemano por donde van a discurrir. “Nada se alteraba con su abstención”, creía Rocco, pero no era así, todos estaban pendientes del día que dejara de hacerlo y eso ya suponía un cambio y un condicionante para el resto. Saber quienes somos pude ser una traición, puede reprimir todos nuestros deseos y cerrar el paso a cualquier iniciativa si no resulta acorde a todo el resto. “¿Qué pensarán de mi?”, volvía a preguntarse. Somos máscaras e intentamos no cambiar mucho de opinión, porque si lo hacemos perdemos una parte de firmeza, de personalidad, y también dejamos de ser fiables. Sin embargo, si no cambiamos de opinión acerca de la gente, si mantenemos una primera opinión y no permitimos que nuestra fe en ellos mejore, entonces, estamos perdidos. Se acababa de dar cuenta de que Mirella le había puesto una mano en le hombro y que se había situado justo a su espalda y que eso le agradaba. Él seguía sentado, observando, escuchando, prestando atención, pero al final, cuando los discursos se alargaban, ni podía dejar de pensar en la opinión que otros tuvieran de él y cosas parecidas. Tal vez, que le importara tanto, no era lo mejor, y además, ¿quién podía saber lo que


tenía cada uno en su cabeza? Posiblemente alguno de los chicos con mejor gusto, algunos casi decoradores, se habían dedicado a habilitar aquel lugar para las reuniones, pero no dejaba de ser un bajo lóbrego y húmedo. Una vez limpio de cascotes y material de obra, habían puesto una mesa con sillas en el centro, y eso ayudaba bastante. Por supuesto nadie pagaba nada por él, y eso era lo mejor; eso y que las estructuras parecían sólidas y no parecían una amenaza inminente, aunque, si se piensa detenidamente, cabía la posibilidad de que las reuniones se siguieran efectuando allí a pesar de un posible peligro constante. Lo peor de estas reuniones era que demasiada gente se sentía obligada a dar su opinión, y unos se iban atropellando a los otros, y el tono iba subiendo hasta que surgían las primeras discusiones. En consecuencia se hacían grupos de competencia, afinidades y simpatías, que nadie podía comprender en toda su amplitud, porque no eran firmes y con el tiempo llevaban a tensiones y pequeñas traiciones, si queremos considerarlas así. Todos aquellos que habían permanecido en silencio en muchas reuniones -en más de las que su grave descontento hubiese podido soportar-, terminaban por aparecer en algún momento realmente delicado para demostrar que su voto y su punto de vista, a pesar de su silencio, tenía una importancia crucial. Ese no era el caso de Rocco, digamos que la suya era una abstención convencida, y no oportunista. En sus ojos había un rasgo de cansancio, tal vez desilusión, y sabía que su comparecencia había sido muy precipitada y muy vacía de contenido. Lo habían convocado como siempre, pero había deseado que esa convocatoria no se hubiese producido. Hay en el proceder humano condiciones, que pasan desapercibidas hasta para aquellos que están sometidas a ellas, auténticas presiones físicas, de ánimo, enfermedades, intimidaciones, lo que vemos o lo que oímos, que creemos que ha pasado y seguimos viviendo creyendo que no nos ha afectado, cuando en realidad no es así. De todos los presentes, apenas dos o tres debían saber de que iba aquello, tenían la información muy atada, no querían sorpresas y la daban dosificándola. Lamentablemente esperaron hasta el final para soltar aquello que había sido el verdadero motivo de reunir a tantos. Una celebridad, un héroe del partido, un emblema del absoluto discurrir de los últimos años, iba a visitar la ciudad y se había comprometido a visitar el Centro Cultural y Social, y pedían que ese día pudieran estar todos. También añadieron que se lo tomaran como una celebración, y que debían sentirse muy complacidos porque no solía hacer ese tipo de visitas. Algunos se habrían atrevido a cuestionar lo conveniente de solicitar una visita así, porque se encontraban en momentos de cambios en la dirección, y porque eso los había llevado a interminables debates que se verían reducidos a cenizas, con una propuesta de continuidad por parte del Candidato. Hay texturas de la razón que ni la prudencia puede entender. Paredes que resisten el paso del tiempo, discusiones capaces de romper gargantas, aires irrespirables de humo y de sudor, cabellos que te caen sobre los ojos y no te dejan fuerzas para retirarlos o poder ver a través de ellos. Cada reunión era el significado de un debate encendido sólo sosegado por el humo del tabaco y el sudor de los cuerpos. 2 La rompiente Intentaba que no le pesaran las horas. Miraba al techo y se terminaba un cigarro intentando dejar la mente en blanco, no pensar en nada, absolutamente. Ese era su objetivo inmediato, que nada sucediera ni dentro ni fuera de él. Ningún amigo lo llamaría a esas horas, Mirella se había quedado dormida a su lado, y sólo quedaba fumar lentamente aquel final del pitillo, que no prometía mucho más de lo que ya le había dado. En una ocasión había intentado no pensar en nada, de una forma similar a como ahora lo hacía, pero no lo había conseguido, se había quedado dormido divagando, incapaz de controlar aquel discurrir de ideas que se iban cómodamente de uno a otro extremos del


país de los sueños, sin transiciones, sin etapas y sin cordura. No es lo que escribes, es como te sientes. Pareció comprender que nunca podría hacer poesía, si escribir no le daba el sosiego necesario, y mucho menos, si como hacían otros, lo hacía para entretener o por entretenerse. Se escribe para dar sosiego, y para sosegarse, se repitió mecánicamente. Se levantó y se puso un slip y una sudadera. Se miró al espejo, las piernas velludas, las ojeras, el pelo desordenado. Se había acostado con los calcetines puestos, así que sólo le restó ponerse los jeans y unas zapatillas deportivas que parecían tener mil años, sucias y deshilachadas. Levantó los brazos e hizo algunos ejercicios, eso no lo iba a hacer más fuerte, ni más sano, se trataba de algo en lo que se afirmaba, confesional, como los signos que los católicos hacen sobre la cara y el cuerpo reafirmándose en sus creencias. Para él, hacer aquellos estiramientos ante el espejo, sin pretender ser deportista, era algo parecido al aficionado al fútbol, que ama ese deporte y se pasa la tarde de los sábados hinchándose a beber cerveza y comer todo tipo de embutidos, aceitunas, bocadillos, frutos secos, y todo lo demás que pueda imaginar. Le gustaba su propia imagen haciendo aquellos gestos contra el espejo, sin otro rival que él mismo. Pero estaba tan delgado que no era convincente, no había fiereza en sus gestos, y tampoco pretendía exhibir una musculatura incipiente, conocía sus límites. Deambuló por las calles antes de amanecer, se acercó al mercado que justo antes de ver las primeras luces, donde los trabajadores reflejaban una actividad incesante, llegaban camiones de fruta y pescado, y las gaviotas revoloteaban sin posarse. Tenían la capacidad de estar horas esperando una oportunidad de vuelo raso, y pillar algún desperdicio de pollo, de carne o de pescado que se hubiese ido al suelo. Era un espectáculo, podría haberse detenido, y pasar un buen rato viendo las evoluciones de los mozos, y las gaviotas acosando el contenedor de la basura. Desde que los turistas llegan a la ciudad, por el mes de junio, uno de sus entretenimientos es sacarle fotos a las gaviotas. La búsqueda de estas imágenes les hace esperar los momentos en que estas aves se muestran más curiosas y confiadas, y para quien no las conoce puede haber algo de belleza en ellas, en su estampa y en sus formas. La belleza es en muchas ocasiones, una cuestión de falta de conocimiento y superficialidad. Apresar una idea más explícita nos tiene que llevar a considerar a las gaviotas como carroñeras, más parecida a un buitre o un cuervo, que a un ave inofensiva, compañía de marineros solitarios y que se alimentan de pesado fresco. Si acaso alguna vez las gaviotas fueron así, esa idealización de su significado ya no funciona. Rocco las miraba pelearse por la carne corrompida, alguna podrida de días anteriores, y cuando era así más las atraía porque, cuanto más podrida estaba la carne más parecía excitarlas aquel olor insoportable. Nada de las primeras horas, las más sorprendentes de la mañana, puede ser recordado con menos intensidad y desagrado; Rocco terminaría por odiar esas gaviotas y todas las gaviotas del mundo. Emil Colomer salió un momento empujando un carro de desperdicios de huesos y carne para arrojarlos a la basura. Llevaba puesto un mandilón de color índigo plastificado que chorreaba sangre, y unos guantes que de acumular restos húmedos de carne, habían tomado la textura del amianto y no parecían proteger las manos, pero él tenía la impresión de que le permitían coger con más fuerza. Se acercó al contenedor, levantó la tapa y empezó a arrojar dentro los restos de la carnicería uno a uno. El patrón lo miraba a través del cristal ahumado de una pequeña ventana; sin duda reía que eso hacía grandes su días, poder tener controlados todos los movimientos de sus trabajadores a través de aquel ventanuco infame. Ni trataba a sus trabajadores con respeto, ni mucho menos con amabilidad, porque creía que pagarles un salario le daba derecho a tratarlos sin piedad, día a día, hora a hora, el gesto siempre era el más desagradable que había aprendido a poner, no sabía expresarse de otro modo, su naturaleza era la del que no vive ni deja vivir. Rocco empezaba a preguntarse si se trataría de un hombre torturado por miedos que nadie podía comprender. Estuvieron hablando a escondidas, justo a la vuelta de la esquina, donde no podía ser visto. Rocco intentaba pasar desapercibido entre la gente, pasar por un cliente más y así volver las veces que hiciera falta sin llamar la atención, pero lo cierto es que no lo conseguía. Se había propuesto convencer a su amigo para ir a pescar, pero no parecía muy animado. Después de resistirse con evasivas, por fin, Emil levantó la cabeza y lo miró a los ojos, “No puedo, tengo que recuperar unas


horas, trabajaré hasta la tarde, y saldré tan cansado que lo último que me va a apetecer es ir a pescar”. Lo que dicho de otro modo quería decir que dormiría toda la tarde para levantarse de madrugada listo para otra jornada de duro trabajo. ¿Alguien puede entenderlo? Si al menos estuviera bien pagado..., se decía Rocco. “Asco de gaviotas. Están por todas partes”, añadió Emil. Rocco cambió su forma de andar, se volvió más personal, como si tuviera claro a donde se dirigía. Nadie lo observaba, pero se dio unas vueltas por el mercado, también se detuvo en la carnicería y estuvo observando al capataz. Después, como si ver a un hombre así careciera de todo interés siguió su visita. Los hombres más decididos no siempre llegan a conseguir todo lo que quieren, aunque parece que pretendan hacer notar que ellos están dotados de las mejores cualidades, o al menos de las más brillantes. Algunos se creen capaces de competir con cualquiera, así de firmes se muestran en sus convicciones, y se expresan con elocuencia, y pagados de sí mismos, creyendo que el mundo les debe algo. Este tipo de actitud les causa más problemas que beneficio, y lejos están de comprender que la constancia y la obstinación son valores que sólo los más duros tienen y que sólo con constancia se sigue adelante a pesar de todas las contrariedades. Emil no salió tan tarde como pensaba y acompañó a su amigo en su expedición de muelle en muelle buscando la ubicación idónea para pasar lo que quedaba de mañana y el mediodía pescando. Hubo más de un silencio entre ellos, porque la pesca no ayuda mucho con la conversación, estaban concentrados en ensartar los gusanos en los anzuelos, en desenmarañar trozos de sedal, y de comprobar que los carretes aún funcionaban como antaño. De toda esta atención, al menos cada uno sacó algún provecho después de un par de horas, aunque no contaron el número de peces pequeños que sacaron, y sólo Emil pescó un pez de apreciable tamaño y naturaleza, una dorada que sin duda pasaba por allí con cierto despiste. El diseño de la tarde se veía complicado, la realidad prefijada no siempre resulta, y la cesión de energía a planes en los que no entraba el cansancio, al fin terminaban por ir cediendo. Sin embargo, el impulso de Rocco parecía infinito y obligaba, sin poner el consciente en ello, a adaptarse a un horario que no siempre era el mismo de aquellos que lo rodeaban. Debemos tener en cuenta que no era la primera vez que sucedía, que Emil estuviera deseando ir a descansar, y que su amigo tirara de él, con nuevos planes para acabar la tarde, cada minuto. Podríamos no creer en su poder de persuasión, en su influencia carismática y en sus razones, y posiblemente nos equivocaríamos, si algo le sobraba a Rocco, era liderazgo, pero además con Emil era una cuestión de amistad, lo que lo complicaba todo aún más para los que tenían que decirle que no. Antes de despedirse pararon a tomar unas cervezas en una taberna, y hablaron un poco porque hacía tiempo que no se veían. -¿Sabes Emil...?, creo que no tengo derecho a tener esperanza. Debería ser más consciente y observador de mis propias limitaciones; las que yo mismo me impongo por mi forma de ser y actuar. Deberías advertir a todo el mundo sobre mí -Emil escuchaba con paciencia, conocía lo suficiente a Rocco para saber que se criticaba a sí mismo como autocomplaciéndose, como si disfrutara presentándose como un mártir de las contradicciones humanas-. Esto que me sucede con Agéllica no es normal, intento comportarme como un amigo, y no la conozco lo suficiente, pero me parece que ella no lo ve así. Es posible que me esté aprovechando, si es que ella no se está aprovechando de mi, ¡es todo tan complicado! ¿Qué pensará su madre de mí? -Ni idea. No creo que sepa que existes. Tómalo con calma. -Estas cosas me pasan por ser como soy, por dar pie a que todo pueda pasar. No debería jugar así con mi salud, y estas cosas me afectan, me obsesionan. Deseo cosas que se salen de mi mundo, y eso me hace culpable de que salgan mal. Así de culpable debería esa señora saber que soy. Si ella supiera que existo, si me hubiese visto una sola vez acompañando a su hija, o si alguien se lo hubiese contado, lo que sucederá más tarde o más temprano, pensará que no la merezco. Las madres pasan tantos esfuerzos, sacrificios e insomnios por convertir a sus hijas en princesas, que cuando las ven acompañadas por chicos humildes, creen que somos mendigos, sin educación, sin emociones,


sin sentido del decoro, y sobre todas las cosas inconscientes de situarnos en nuestro mundo, de saber cual es nuestro lugar en este universo de burgueses. -Piensas demasiado Rocco. Si te gusta ve a por ella. Así se explicaba su indecisión, condicionado por todo lo que otros pudieran pensar de él. Con toda una mímica de gestos y abrazos de profunda amistad se fueron despidiendo. Alternaron los buenos deseos con la convicción de que no pasaría mucho sin que volvieran a verse, en los últimos pasos volvieron a expresar su inclinación a que su próximo encuentro no se demorara tanto. Pero no siempre dependía de ellos, y en ocasiones tampoco había causas de fuerza mayor, era tan sólo que se habían distanciado, y cuando esto ocurre nadie es culpable de la incomunicación a la que todos alguna vez nos sometemos. A veces sucede, que no queremos ver a nadie, y nuestros mejores amigos nos comprenden, así que se fueron distanciando, caminando pesadamente en direcciones contrarias hasta que se perdieron de vista al doblar una calle, o al perderse en la multitud. Aquel mismo día, a ultima hora de la tarde estaba en el café y aparecieron unos compañeros de la Casa Social y Cultural para pedirle un favor. Eran dos hombres de mediana edad que a veces asistían a las reuniones, pero por lo que parecían su función era conseguir cosas y ponerse a disposición de la directiva. Los conocía de haberlos visto por allí, pero no eran del tipo de los que solían intervenir en las reuniones, de hecho no podría decir que los había visto decir ninguna cosa, o exhibir algún tipo de discurso o idea a favor o en contra de algo, eran un enigma acerca de lo lo que podían pensar y de los pormenores que siempre existían acerca acuerdos o posturas adoptadas en las reuniones. Se situaron al borde de la mesa en la cafetería que él visitaba a aquellas horas, y llegaron como quien sabe donde buscarlo. Se miraban bajo la luz de unos focos que se encendían antes de hacerse de noche, y parecían tensos. Inclinados hacia adelante esperaron a que los invitara a sentarse. Se trataba de un conflicto de derechos para los marineros y la visita del líder de la que le habían hablado el día anterior, podía ser un empujón en la negociación. Rocco, recostado en su silla se frotaba la cara, las cejas y los ojos, sin apenas mirarlos, le dio un trago a la cerveza que brillaba amarilla y producía destellos bajo la espuma, y entonces les dijo que se sentaran. Parecían ansiosos y les expusieron que necesitaban un barco, y que querían darle una vuelta al candidato hasta alguno de los pueblos más cercanos, “llevarlo a navegar”, añadieron. Pedir semejantes favores, a sabiendas de que Rocco podía pedirle a algún patrón que llevara al candidato para un paseo era una osadía, sobre todo porque los patrones de embarcación, que además solían ser los dueños, estaban fuera del conflicto. Si fuera un asunto de cuotas de pesca, entonces se prestarían gustosos, pero se trataba de derechos, de seguros, y de sueldos de los marineros. Se mostró notablemente sorprendido por la petición e intentó explicarles que no era fácil pedirle a un patrón que formara parte de la reivindicación de los marineros, porque guardaban cierta distancia con ellos. Apenas había un átomo de cordura en todo aquello, algún motivo realmente trascendente que justificara que alguien hubiese enviado a aquellos hombres. Más que una petición parecía un acto público, gente escuchado, gente mirando, y algunos posiblemente juzgando a Rocco por su negativa a ayudar al líder. Se trataba de una cantina de obreros, de hombres del sindicato y de conocidos, todo eso hacía complicada la respuesta. En un momento, miró alrededor, levantó las manos y dijo en voz alta, “lo siento, ¿vale? ¡Ojalá dependiera de mí!” Es lo que pasa cuando uno suele frecuentar los mismos sitios, que además son sitios en los que está bien considerado, cualquiera puede ponerte en un aprieto apelando a tu falta de solidaridad. Se levantó, y se fue murmurando, habían conseguido ponerlo de mal humor, y eso no era fácil de conseguir. Todos creerían que se habían equivocado con él porque lo tenían en muy alta estima, y eso era terrible. A todo esto su huida fue tan precipitada que se fue sin pagar, y por eso alguien le señaló a los dos hombres que compartían mesa con él, que se lo recordaran. En este acontecer inevitable de cualquier cosa que suceda, que se cruza en nuestro camino, causándonos algún perjuicio sin apenas haberlo percibido, la vida ocupa su lugar, o mejor, es parte de la vida. Comenzaba a darse cuenta de que hiciera lo que hiciera, viviera como viviera, y de que


aunque viviera evitando cualquier conflicto con aquellos a los que creía de su parte, al fin siempre había notas discordantes que lo convertían todo en fingido. Pero no había sido siempre asé, había habido un tiempo en que fuera ajeno a todo, no sospechaba de la mala fe de los desconocidos, y mucho menos de los conocidos, cuando, en realidad, estos últimos siempre tienen motivos. No podía concebir que el dominio fuera la única forma de defenderse en contra de todos los malos sentimientos, que como malos vientos, se levantaran contra él. Y ya puestos en ese sentido delirante del mundo, podía llegar a creer que aquellos dos compañeros, hubiesen sido enviados a propósito, con el fin de evidenciar ante todos que no estaba dispuesto a colaborar con la causa. Alguien debía saber de antemano que lo que se le pedía era imposible. El domino de las voluntades ajenas, la subyugación, el sometimiento, no podía ser que esas fueran las únicas formas que el miedo propusiera para evitar toda crítica, y Rocco lo sabía, y odiaba a los seres que creían que la única forma de respeto era el miedo. Sólo podía despreciar tanta autoridad. La intuición de la que se servía para intentar no meterse en líos, le empezaba a decir que tendría tardar en volver por allí, que no debería entrar en lugares tan limpios al volver de pescar, porque en las cafeterías tiene que oler a café y no a pescado. Como censurarse le hacía ser consciente de su soledad, intentó olvidar aquella escena y todo lo que había representado, así que se sentó en un banco en el parque y se distrajo leyendo una página de un periódico antiguo con el que había envuelto la lata de lombrices que utilizara como carnada. Leyó con fruición sobre una mujer a la que habían lapidado en áfrica porque lo habían descubierto cometiendo adulterio, y se reconoció en ella, aunque, él vivía en una sociedad moderna y no estaba casado. En cada infracción hay una enseñanza que sirve para todos, porque el juicio popular está por encima de las leyes políticas. En la elaboración de sus remordimientos existían aquellos que lo culpabilizaban de algo que aún no había sucedido, se trataba del juicio de Dios, el que todos llevamos dentro sobre las peores intenciones. Nuestra inclinación al error no siempre le lleva la contraria a nuestros semejantes, en ocasiones sucede lo contrario, que actuando como todos desean que actuemos terminemos rodar por el suelo infinitamente. Lo malo de los impertinentes es que buscan el enfrentamiento con otros más fuertes y decididos, y eso les llevará de una forma u otra a reconsiderar sus posiciones. En este caso concreto que ahora se le presentaba -dejando a un lado la discusión posible acerca de la importancia que le suponía, y que quizás no fuera tal- no cabían indecisiones. Las consecuencias no iban a ser obvias, pero si le fallaba a la directiva en algo que a él le parecía una ocurrencia, pero que ellos habían elaborado como crucial, quizá subyacería una desconfianza que no les permitiera volver a contar con él. Había sido abordado por dos hombres a los que apenas conocía y lo que era peor, había sido abordado por una idea, por una estrategia, por una forma de ver las cosas sobre la que no le habían permitido opinar, y sin embargo, no podía negarse. ¿Cómo podía ser eso así? Al principio pensó en ir a hablar con alguien que realmente supiera de que iba todo aquello iba a ser lo mejor, pero después de ver la imagen de aquella mujer lapidada por no seguir la senda que marcaba la mayoría, se dijo que iba a tener que hablar con alguien que le consiguiera un barco para pasear al candidato, y olvidarse de todo aquello sin darle más importancia. Cada uno de sus pensamientos. Llevaba y traía nuevas proposiciones, se sentía comprometido en una idea ajena que no le habían permitido sopesar: excluirse, así, sin más, no parecía la mejor opción. Volvió a su propia casa aquella noche, hacía días que no pasaba por allí y pasó bajo el arco del patio con precaución, porque haber estado ausente ese tiempo de daba la sensación de haber perdido el control sobre los accidentes que se podrían producir en los próximos días, si es que todo se desmoronaba como parecían denunciar aquellas paredes encorvadas. Sólo muy confusamente podía decir que por pasar todos los días debajo de aquel arco, podía tener la convicción de que en algún momento el edificio entero no se le fuera a ir encima. Sin embargo, esa seguridad que le daba habitarla, existía, y lo hacía con la misma pronunciada insistencia con que ahora agachaba la cabeza, y la metía instintivamente entre los hombros, al mirar arriba y comprobar el penoso estado en que se encontraba todo. La profundidad del ocaso había dejado una noche cerrada, y sólo una bombilla de incandescencia, amarillenta como la tisis, alumbraba el camino hasta la puerta de su piso. Estaba solo, su padre había salido, posiblemente había quedado para pasar a recoger a alguna de


sus putas. Había algo de pan del mediodía, y una botella de vino. Se dispuso a limpiar y freír los pescados más pequeños, el resto lo metió en una bolsa de plástico y sobre un plato lo dejó en la nevera. Puso a calentar aceite y mientras vació a los bichos de sus tripas y les cortó la cabeza, arrojando los desperdicios a una bolsa de plástico perfectamente abierta y doblada sobre los bordes de un cubo de basura. Tenía que acordarse sacar aquello de allí a la calle lo antes posible o empezaría a oler, si no lo hacía ya. Al poner el pescado en la sartén, uno de los peces se le deslizó a cierta altura y lo salpicó de aceite hirviendo; no fue mucho pero lo suficiente para quemarle el brazo y provocarle una ampolla. Todo había sido muy rápido y apenas e diera tiempo a retirarse. Dio un salto atrás pero el brazo que sostenía el pescado apenas lo pudo mover. El gesto fue de dolor, y la quemadura profunda, si es que podemos hablar de la profundidad de las quemaduras. Y aunque le echó agua fría casi instantáneamente, no pudo evitar pasar toda la noche mirando y soplando a aquella cosa roja que se la había puesto sobre la piel. En el instante exacto de dejar caer aquel escurridizo pescado, descabezado y destripado sobre el aceite, la sartén se movió de tal forma que posibilitó que el pez se deslizara afuera, y aunque no se fue al suelo quedó sobre la cocina. Los gatos iban a tener un festín esa noche. Algunos escalones detrás de la casa albergaban bajo sus peldaños dos grandes contenedores, en unos minutos, justo después de cenar se llenaron de gatos. Rocco estuvo observándolos durante un rato en la oscuridad, pensando en lo que había sucedido durante el día. Procuró no moverse para no sobresaltarlos, pero sabía que todos aquellos felinos entretenidos en sus espinas, no le sacaban ojo. Estaba irremediablemente molesto por la escena del bar, y el descaro con que le habían pedido un barco...¡nada menos! Hubiese intentado una excusa, y por lo que todos sabían, resultaría muy fácil relacionar lo complicado del viaje en barco con la afición que el líder tenía por la bebida, hubiese sido suficiente argumentar que la botella y el mar causaban un número muy elevado de ahogados, pero habría sonado tan artificial y tan rebuscado, que nadie le habría vuelto a creer, ni a confiar en él nunca más. No podía quedar como aquellos que inventan excusas baratas para eludir sus responsabilidades, así que él había preferido, al menos en aquella ocasión, decir no, si sencillamente quería decir no. Puso todo de su parte para convencerse de que nadie podía reprocharle su decisión, no estaba dispuesto a ir a hablar con la directiva para excusarse por algo tan irrelevante. Mucho otros que no habían dedicado tanto esfuerzo y tiempo a la Casa, pasaban por ser más entregados y eso empezaba crear un incómodo resentimiento en su inquebrantable fidelidad. Pero sin que pudiera esperarlo su pensamiento hizo giro, y recordó sus esfuerzos del día anterior, cuando había intentado elaborar una excusa por escrito, para no asistir a la reunión. Tendría que aclararse, se sentía confundido, cuando intentaba decidir acerca de su futuro. No se trataba de dar un giro inesperado, pero de tomar distancia con la mesa en las reuniones. Todos sus pasos, todos sus movimientos iban a ser analizados, medidos, vistos con lupa y revisados hasta la saciedad. De nuevo la desconfianza se apoderaba de su vida y de cuantos le rodeaban, y eso lo animaba alejarse, a tomarse un descanso y decidir sin presiones.

3 La Textura De Las Estrellas Al dejar avanzar la noche se descubrió sin ánimo, la luna se reflejaba en los charcos del patio, la miró fijamente asomando con algunas estrellas entre rastros de nubes que anunciaban lluvia para el día siguiente. Alguien había reparado la valla de madera, y el camino que la separaba de la puerta de la cocina estaba más limpio de lo habitual, si bien los chubascos de los últimos días habían creado


en el suelo una masa pastosa que se pegaba a los zapatos. Así que cuando vio llegar a su padre con aquella chica a la que doblaba la edad, lo primero que pensó fue que venían de la disco, lo segundo que no se merecía un padre así, y lo tercero que ella iba a hundir los zapatos de tacón de aguja en el barro, y todo en un tiempo record. Su presencia, tan sólo su sombra parecían suficiente para enojarlo, pero compartían sus vidas, eran padre e hijo, y a pesar de todo no parecían dispuestos a romper ese lazo definitivamente. El patio de atrás era un lugar tenebroso incluso con luna, y eso se lo atribuía a la humedad que conservaba durante días en los arbustos más esbeltos de toda la vecindad. Podía recordar aquel mismo lugar en su infancia, perfectamente podados y recortados, la naturaleza mantenida a raya y con espacio suficiente para sus juguetes, incluso para dar vueltas en su bicicleta; eso ahora sería imposible. Por su carácter, el viejo pasó a su lado sin apenas mirarlo, haciendo un gruñido y abriendo la puerta para que su nueva “novia” pudiera entrar sin tropezar con nada. Consideraba Rocco que cada cosa en la vida sucedía por algo, que no existían las casualidades, ni las predestinaciones, y que debía aceptar todo tal y como la vida se lo proponía. Habiéndose deshecho de las falsas pretensiones de los estudiantes brillantes, se conformaba con ir tirando y por eso había abandonado la escuela. Desde su último encuentro con Angéllica no se había sentido del todo tranquilo, existía una inquietud interior a la que no estaba acostumbrado y que nunca antes ninguna muchacha le había provocado; eso era más de lo que podía entender sobre un chico de una familia arruinada y una muchacha de familia acomodada, lo que producía un efecto insólito sobre su espíritu que lo mismo lo elevaba a niveles desconocidos para él, que lo dejaba caer al vacío, sin modulación ni control de intensidad posibles. Mientras se vestía volvió a pensar en Emil y su trabajo, en su patrón y en los esfuerzos que le había supuesto pasar desapercibido en el mercado, los que siempre le suponía cuando deseaba comunicarse con él. Aquellos que tengan trabajos sucios, penosos, mal remunerados y en los que sus jefes se dediquen a perseguirlos para que no se distraigan ni un minuto, no entenderán el punto de vista de Rocco, al respecto, y al revés, hay otros que, como él, preferirían pasar todo tipo de necesidades antes de realizar trabajos tan poco elevados para el espíritu. De haber sido así, si Rocco se hubiese visto en el mandilón de trabajo de su amigo, posiblemente se hubiese rebelado vehementemente contra la primera bronca que lo culpabilizara por haber hecho algo mal. La palingenesia era un timo, y como de ninguna manera pensaba que fuera a tener una vejez muy prolongada, la idea de ganar más dinero del que se podía gastar le parecía una falsedad, y no sólo eso, además estaba su idea de la austeridad llevada a los extremos de la desconexión social. Esta idea tan personal del mundo, de la vida y de sus limitaciones, le hacían creer que Emil se estaba esclavizando sin motivo ni necesidad, Creo que pensando así, intentaba definir a su amigo, pero se estaba definiendo a sí mismo; no había punto de discusión al respecto y tampoco lo compartiría con él. Como personalidad diferenciadora se entendía a sí mismo, no como un seguidor, o un imitador, sino como un convencido consistente de la independencia y la libertad del hombre hasta las últimas consecuencias. Así lo había creído y mantenido, hasta el punto de cuestionar todo liderazgo dentro de la Casa Social y Cultural. Pero algo estaba a punto de cambiar, no podía permanecer por mucho más tiempo ajeno a sus sentimientos. Angéllica parecía saber ésto, parecía segura, convencida y a la espera como un cazador, ¿cómo era posible? Y él parecía sentirse débil intentando parecer un buen chico, ponerse a la altura, cambiarse, ser otro. No tenía mucho donde elegir, pero ese día quiso parecer importante, situado, solvente. ¿A quién quería engañar? Podía ser muchas cosas, menos solvente. Desde luego si una chica le gustaba hasta el punto de arreglarse como un dandy, cualquier independencia estaba perdida de antemano. A las 12 de mediodía estaba en la plaza principal sentado en una mesa de la terraza de un bar, el reloj de la torre parecía no avanzar, y el tejado de la catedral, justo enfrente, estaba cubierto de palomas. Por las grandes puertas, justo unos minutos antes, un río de creyentes había entrado para la misa principal del día. Pero Rocco no los había visto porque había llegado tarde. Desde allí afuera no se oían los murmullos de los católicos rezando, pero aunque hubiese sido así, posiblemente no los hubiese entendido porque él no rezaba y desconocía las fórmulas de aquellas letanías. Sin


embargo, si podía oír el matraquear de un carro que aquel domingo parecía haber decidido dar vueltas y vueltas a la plaza, buscando un emplazamiento adecuado para vender todo tipo de dulces y prensa cuando los católicos y creyentes, salieran media hora más tarde, con el alma limpia y la sonrisa festiva en sus caras. Rocco pidió un vermouth rojo que acompañaba con unas olivas. Hacía que leía una revista vieja que encontró por casa, pero en realidad, estaba atento a todo lo que pasaba. Intentaba no arrugar el pantalón que había planchado justo antes de salir, pero cruzaba la pierna derecha sobre la izquierda, en la postura más cómoda que se podía permitir sobre una silla diminuta, lo que le daba un aire distinguido. Todo juicio debe buscar el problema, la cuestión y la negación. En la falta de entrega reside la libertad de la crítica, ahí nada es casual, en ocasiones inducido, interesado y hasta una defensa. Vio pasar gente vestida de domingo y a cada uno le encontraba algún problema, sumisos, contentos, interesados, serviles..., para él todo era susceptible de ser rebajado ese día, porque necesitaba fuerza, necesitaba seguridad. De la mano de los más negativos pensamientos iba descubriendo cualquier concepto que sirviera para definir al género humano. Ya no se abstraía a la espera de la gran representación final, aquella en la que la masa santificada correría delante de él, se acercarían a terminar la mañana en el bar, o seguirían calle abajo como buenas y unidas familias, y así, todos juntos, casi en procesión, no podría distinguir con su juicio preparado para dividir tanta fuerza espiritual. Entendía su postura, su unidad, su fanatismo integrado, porque todos lo miraban, eran ellos en su paseo placentero de mañana festiva los que lo veían, los que se hacían una idea de aquel tipo sentado en la terraza, con la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, tomando vermouth, con ropa vieja pero relavada y replanchada, aquel joven con aspecto de comunista aburguesado, sin duda perdido en la plaza más ausente y desinteresada de todo lo que a un muchacho así le pudiera importar. Nadie puede estar tan equivocado como para plantear que su crítica se ceñía a algún sentido de superioridad o malentendida perfección, si Rocco escuchara eso, sin duda se echaría a reír. La inseguridad y los miedos, suelen estar detrás de los peores juicios, de las críticas y de las envidias. Desde hacía días que no alcanzaba a comprender lo que sentía, pero conservó la tranquilidad hasta que entre la multitud descubrió a Angéllica, blanca, pura, tímida, retraída, reservándose, como una virgen, tomando el brazo de su madre entre sus manos y feliz. Sus pensamientos no siempre era los que necesitaba, durante un minuto se volvieron tristes, derrotados. Se dejaba golpear por aquella imagen familiar, y las impresiones, una tras otra lo iban arrinconando. Angéllica levanto la cabeza un momento, como si pudiera sentir cuando alguien la miraba fijamente, y sus ojos se cruzaron. Así permaneció, inmóvil, sin prisa, sin huir. Conservó cada fragmento de aquello que lo había encendido esa mañana, lo había llevado a vestirse como un muñeco y la había conducido hasta allí. De nuevo volvería a fracasar en al amor, en ese sueño capaz de tocar el alma de otra persona. La madre no miró, no sabía de su existencia, pero se sintió acusado y apenas se movió por no llamar su atención. Las dos llevaban una faldas por encima de la rodilla que se movían graciosamente a cada paso, blusa y chaquetas, un paraguas plegado, y la madre de Angéllica portaba también un bolso de mano diminuto. Se había arriesgado mucho para que se le notara un interés, se había plegado a un deseo desconocido, a una orden no dada y a una pasión ficticia. Cualquier cosa que pasara a partir de entonces, sólo podía llevarlo al fracaso y le estaría bien merecido. Nadie tiene derecho a ir más lejos de lo que resisten sus piernas, su ambición o su ceguera; hay límites y deben respetarse.


Retenciones


1 Retenciones Desde el punto de vista de algunos amigos, retener el deseo, comprimir el fluir natural de sus posibilidades, no iba a ayudarle a salir de la pobreza espiritual en la que se recluía. Su estado, más allá del desinterés, confluía con fuerzas, o mejor, con ausencia de fuerzas, que lo habían estancado al cabo de los años entre la taberna, el muelle y la oficina a la que acudía una vez por mes para cobrar su pensión. No esperaba nada, aunque lo parecía, ¿de qué otra forma interpretar una vida tan ausente de todo? Cuanto más lo animaban a cambiar, más se afianzaba en sus rutinas. Los pies aman las rutinas, reconocen los movimientos de su dueño, y les hace bien la cuidadosa actividad, en el caso concreto de Perdosa, la minuciosa particularidad con que andaba las rutas estudiadas, establecidas y a las que se había acostumbrado. La condescendencia con que trataba a las gentes que se iba encontrando en sus paseos, algunas a diario, dejaba claro que no tenía intención de demorarse en grandes paradas, ni de grandes charlas, pero le gustaba pararse a saludar e interesarse por las últimas novedades de los vecinos. Si pensaba que el destino lo iba a conducir invisible entre tantos conocidos, estaba claro que eso no iba a ser posible, el paso del tiempo obliga al roce. De su pequeñez como individuo, debo resaltar lo impecable de sus trajes, la mayoría de ellos negros o marrones, o tal vez con dos tonos de negro a rayas, a ésto sumen camisas blancas, zapatos negros relucientes y algún ocasional pañuelo asomando en el bolsillo de la chaqueta, todo lo gastado que los años permitían, y tendrán la imagen de la dignidad, siempre tan estirado, largo y afeitado. A la última hora de un día de primavera tuvo un encuentro con la portera del Liceo, Asumpta, ancha y fuerte como era, parecía compungida. Había oído que su sobrina estaba enferma, había recaído de algo de pulmón por lo que sabía, así que se sintió obligado a preguntar. Siempre existía la posibilidad de que a Asumpta no le apeteciera hablar, que lo despachara con una respuesta lacónica, pero ella conocía que su interés por Arita esstaba siempre presente -nunca lo reconocería, pero había algo de pasional en todo-. En todas partes hay hombres mayores enamorados en secreto de jovencitas de su barrio, a veces de su misma escalera. Nos encontramos con que esta idea es muy corriente, y tal vez por eso no carece de interés. Quizá Perdosa podría pasarse horas viéndola pasar calle arriba y calle abajo, y nadie adivinaría que permanecía tanto tiempo en la mesa de la terraza del café con un motivo tan simple. Seguramente Arita no era el tipo de chica que despertaba tanto interés, ninguna otra era tan flaca, o de pechos más caídos y cálidos, así que ni su tía se preocupaba en serio de que alguien pudiese llegar con ideas antiguas de noviazgo y cosas de esas. Sabía, por supuesto, que Perdosa tenía aquella curiosidad, pero no creía que nunca se atreviera a dar el paso de confesar su interés. Quizá deberíamos hablar del miedo, de la terrible sensación de no poder hacer nada por evitar que las cosas sucedan. Posiblemente las revoluciones son una reacción al miedo, a la imposibilidad de tener una trabajo, una vida y un futuro, y puede que en tales momentos el pueblo llega a creer que la mejor forma de desafiarlo es estar al pie de las barricadas. Así ha ido sucediendo a lo largo de la historia, y nos hemos enfrentado a todas las catástrofes poniéndonos en marcha. Puede que Perdosa estuviera a punto de descubrirlo porque sus posibilidades habían ido disminuyendo hasta niveles poco conocidos. No bastó recibir una comunicación del seguro social, que le aseguraba que su pensión había sido sometida a una corrección a la baja, y eso no era motivo de mucho optimismo. Algunos extranjeros, habiendo llegado de muy lejos sin apenas medios ni ayuda, habían sido


capaces de construirse una vida más estable que la suya, y no podía entender que pasaba con él a ese respecto. Tal vez se había acomodado, o lo que había luchado no había sido lo suficiente. Esta nuevo orden lo había llevado a intimar con sus caseros que era una pareja de ancianos Rumanos que se hacían apreciar, y que le habían dejado una habitación a buen precio; además, en ocasiones lo invitaban a comer y le daban palique. Según creen algunos pueblos de centroeuropa, por esto lares somos abiertos, amables, serviciales, dispuestos, atentos y comprensivos, y ellos intentan responder a tantas atenciones con lo mejor que tienen, la educación. Su mejor cualidad es que intentan responder en la misma medida a la cortesía que se les dedica. Con mirada infalible superan todas las objeciones que los oriundos van poniendo en su camino. En los peores momentos se hacen una piña, se apoyan y recuerdan a los que se han ido con la unidad del mismo origen y tradiciones. Pero aquella pareja de encantadores ancianos, no sólo habían conseguido hacerse con una pequeña pensión, sino que la mantenían abierta a pesar de su avanzada edad como si fuera una extensión necesaria en sus vidas. La maldad suele adoptar formas inocentes. Preocupa pensar que detrás de gente con cierta relevancia social, de los que nunca se sospecharía, puedan ser autores de crímenes terribles. Cuidadores de ancianos a los que todos tienen en alta estima por su dedicación y por la entrega humana que supone el trabajo que realizan, de pronto un día se descubren como los autores de una larga cadena de fallecimientos que no habían sido tan naturales como parecieran. ¿Y qué decir de esos niños inocentes a los que se descubre como autores de la muerte de sus propios padres? Todo esto es una pequeña muestra de las atrocidades que sin duda suceden en el mundo, y que no siempre son descubiertas. En el diálogo que el bien y el mal mantienen con el paso de los siglos, por muchas victorias que el bien haya tenido, que las hubo en abundancia, en estas alturas empezamos a dudar de que el número de criminales que han escapado al peso de la justicia no sea igualmente numeroso. Con semejante perspectiva, no sería difícil que Perdosa, en la situación de necesidad en la que acababa de quedar, y otros en situaciones similares, terminen por cometer actos que los llevan sin duda a la ruina. Cuando cosas similares, a personajes parecidos les sucede, no podemos sentir lástima por el desgraciado que se deja llevar por un momento de desesperación. Contrastando la relación entre el terrible resultado y los motivos que tuviera para llevarlos a cabo, ningún juez podría sentir la más mínima piedad. Cezar y Bogdana lo invitaron a tomar café cuando entraba en la pensión de vuelta de su paseo. Al pie de la escalera había una puerta con algo parecido a una recepción, que era también salón con la radio encendida, y el hornillo para calentar agua y templar el ambiente de los fríos inviernos. En esa ocasión la puerta estaba abierta, y los ancianos amodorrados como si hubiesen estado durmiendo. Allí todo era calma, el tiempo no se movería de haber tenido esa facultad, el aire se hacía denso y nada escapaba a la mirada lenta de aquellos ojos estrechos. Algunos creen que en esos momentos dejan de pensar, quedan a la espera, o en “standby” -como decían los taxistas ingleses por sus radiofrecuencias y que él conocía tan bien-, se ausentan de cualquier problema o exigencia que a los más jóvenes les impiden dormir, les hacen caer el pelo o los ponen en estado de ansiedad. Habían llegado a esa edad en la que se decide que nada tiene tanta importancia para quitarle el sosiego que tanta falta les hace. Y allí estaban como esperando verlo aparecer, sin dejar de ver hacia la puerta y levantándose en cuanto el saludo. Al principio el intentó rechazar el ofrecimiento, pero la insistencia fue tanta y tan firme que tuvo que terminar por ceder. Cuando tomaron el café, el señor Cezar miró el reloj que había sobre el aparador y señaló que tenían algo de prisa porque iban a salir a hacer unos recados, y tenían que cambiarse. El ánimo con que lo trataron, colapsó aquellas prisas finales y evitó que Perdosa pudiera quitarle importancia a la invitación. Le seguían pareciendo los mismos entrañables ancianos, con los que iba estrechando su amistad día a día. Podría haberse quedado allí un tiempo y terminar de merendar, así lo manifestaron y le acercaron unos bollos, pero el prefirió subir a su habitación. Aproximadamente veinte minutos más tarde los vio bajar por las escaleras pesadamente. Iban muy correctos y repeinados, adecuados para cualquier situación, por importante que fueran sus recados, tal vez un banco, una inmobiliaria, un abogado, o un hospital, encajarían en cualquier organismo oficial e incluso en una iglesia. Dejó de hacer conjeturas y se echó sobre la cama. Durmió aproximadamente una hora y cuando despertó aún era de día.


Cada veinte años aproximadamente nace una nueva generación, y se van instalando como capas de modernidad entre las generaciones precedentes. El espíritu renovador de la generación de Perdosa había aceptado nuevas formas de pensamientos, la apertura a costumbres extranjeras e incluso que los más jóvenes aprendieran desde la primaria a hablar idiomas bárbaros (los oriundos le llamaban bárbaro a cualquier cosa extranjera, porque consideraban que su país era la cuna de todas las culturas), por eso no podía pasar desapercibido en este nuevo empuje de cambio. Podría decirse que en el aspecto y en la forma de vestir comienzan todos los prejuicios, incluso más allá que los que se puedan derivar del color de la piel. Bajo este punto de vista, el aspecto antiguo, el estilo rígido y la templanza defensiva y descomprometida de Perdosa, no le ayudaba en absoluto a pasar desapercibido, aunque, ese hubiese sido su deseo.

2 La Posesión De Otro De una de esas horas de la tarde en que parece que el cielo por fin se había decidido y se iba a romper en mil pedazos, sacó fuerzas del aburrimiento que lo asolaba y se dispuso a dar un paseo hasta el puerto. Era la única cosa que le quedaba por hacer en días semejantes, tomarse unos vinos, volver para cenar algo ligero y acostarse temprano. Un sentimiento de decencia siempre presente en él, le hizo sacarse la camisa y darse jabón en los sobacos, el cuello, antes de secarse lavarse también la cara y las manos. Esa sensación de merecer un trato condescendiente por ir siempre en buenas condiciones, no estaba en absoluto desligada de la primera educación que recibiera en la casa del pueblo, y de los recuerdos de infancia. No había tenido hijos, pero sin duda, de haber sido así, todos aquellos gestos de limpieza y estilo terminarían por crear clones, seres exactos a él, en su peinado, y en su forma de vestir. En realidad, para la mayoría de los hombres es un orgullo que sus hijos se parezcan a ellos, que copien sus costumbres, sus tics nerviosos, sus gestos y las formas de desenvolverse, en público, en la mesa, y sobre todo, en grupos sociales. Sin duda esos niños que se imponen a los otros y no les dejan hablar, y así buscan imponer su punto de vista, son tan competitivos como sus padres. Dentro de la inquietud que esta idea puede sugerir, debo decirlo, tampoco resulta agradable para mi. La figura conocida, a veces cansada, a veces llena de energía, se mezclaba con el diverso paisaje de cuerpos marineros, de patronos, turistas y comerciantes. De estos tipos humanos apenas podemos decir que se haya hecho estudio alguno, de su comportamiento y sus intereses, y lo tenían intrigado, y él, era un intelectual capaz de enfrentarse a tan descomunal trabajo, no se trataba de la capacidad, sino del momento de su vida que le tocaba vivir, que no animaba para emprender una nueva aventura. No era su intención dejarse vencer por los problemas y las contrariedades, pero necesitaría un tiempo para poner algunas cosas en orden, y estar seguro de que su supervivencia seguía siendo factible, en condiciones parecidas a lo que había sido hasta entonces. Que sus medios siguieran mermando sin apenas apreciarlo era una condición inexcusable para esa parada, tener claro que no le iban a subir los gastos en los próximos meses era una prioridad, por eso durante el café de la tarde con los caseros Rumanos, les presentó el problema como acuciante, y le dijeron que no tenían pensado ninguna subida, ¡eso fue un alivio! Ya no quedaba nadie en el puerto, se hacía de noche y se estaba levantando una niebla muy incómoda. Paseó al lado de los barcos, distraído, sin sorprenderse demasiado por la belleza de algunos de ellos, ni pararse para admirarlos. El pantalán acogía a los más pequeños, y estaba construido formando una larga L, para mejorar su protección. Era como un mecano, se podían


añadir o quitar piezas, para adecuar el tamaño al número de embarcaciones, sin embargo, no era previsible que fueran a retirar nada, porque el puerto sólo había hecho crecer en los últimos cien años. Tenía además una baranda de hierro clavada en un muro de piedra que le daba por las rodilla, pero que se elevaba sobre los barcos de forma que podía mirar la cubierta con todas sus particularidades. En otras ocasiones se había entretenido en eso, pero iba con un poco de prisa, si la niebla se dejaba caer por completo podía coger un catarro, así que apuró el paso y se refugió en la taberna de marineros del final del paseo marítimo. Bebía vino mientras alguien cerraba la puerta y las ventanas. Imprecisamente adivinaba a dos personas en la calle que discutían, se giró hacia la ventana con el vaso aún en alto. La distancia no le permitía descifrar de qué iba la discusión, parecía que uno de ellos se alejaba en silencio y el otro, en ese momento le rogaba que no se fuera, como una llamada perdida. La última voz se fue haciendo distante, así que se propuso dejar de prestar atención y se terminó el vino. Se apoyó contra la barra y sacó de un bolsillo del pantalón el papel arrugado que le comunicaba que a partir del mes próximo cobraría una cantidad mucho menor. A tal hora, con el cansancio acumulado de muchas horas, le sería preciso una reserva de energía para leer aquel papel y ser capaz de entender algo que no hubiese entendido antes. Se necesitan, sobre todo, en situaciones semejantes desprenderse de todo lo que ha ido llenando la cabeza a lo largo de la jornada, y se dijo que por la mañana, descansado y vaciado de todo lo superfluo sería el momento idóneo para leerlo. Sin embargo, como si su terquedad fuera más fuerte que él, lo estiró intentando deshacer las arrugas que le daban la textura de la piel de un anciano, y volvió a intentar descifrar su contenido que por técnico no dejaba de ser menos inquietante. Se puso muy serio e intentó no estorbar en la zona de camareros, haciendo un gesto de complicidad que tenía mucho de su vieja cortesía obsolescente. Aún en cuestiones marginales, existen hombres que eluden el conflicto, cuando precisamente está parece una cualidad muy valorada entre el género. Responder así a un concepto poco conforme con la realidad no le resultaba cómodo al profesor, incapaz de ser intrépido o de ver una aventura en una situación corriente, señalaba el trazado de su vida en un equilibrio elaborado con evasivas. El tópico de hombre rudo y desafiante, con él quedaba bastante relegado, por no decir casi completamente difuminado. La historia de su ternura deberíamos estimarla en términos diferentes a los cánones que pudiéramos tener con respecto al varón, si es que apelar a los prejuicios resultara útil de algún modo para anunciar que nuestro personaje, no se parecía en nada a lo que se pueda esperar de él. A la vuelta de su último paseo tropezó con dos mujeres que parecían llevar consigo una fiesta que las mareaba. Antes de que pudiera disculparse le estaban preguntando si tenía fuego, les respondió que no fumaba. La risa escandalosa de las dos mujeres se hacía contagiosa, y sonrió. Ellas se apoyaban la una en la otra para guardar el equilibrio, y en el momento en que estuvieron suficientemente cerca, también se apoyaron en él, y así las probabilidades de una caída, al menos aparentemente se veían reducidas. Por lo menos debían tener cada una treinta años, no eran tan jóvenes como le habían parecido en un principio, pero la energía y la gana de juerga mantenía toda la intrépida inquietud de las mujeres más tempranas. Todas las apreciaciones que se le pudieran hacer chocarían en error, pero lo arrollaron de tal forma que apenas le dejaban respirar. Brevemente resumido podremos decir que le preguntaron si quería ir a un hotel con las dos, y la duda lo asoló hasta hacerle mirar al suelo; mientras, ellas seguían manoseándolo hasta que la chaqueta empezaba a descolgarse de los hombros. Finalmente dijo que no, que tenía algo que hacer y que no podía detenerse. No fue fácil convencerlas de que su decisión era firme, la juerga seguía y entonces le pidieron que la invitara a una copa. Sacó un billete pequeño, suficiente para un par de copas, y se lo sacaron de la mano con tanta ansiedad que apenas pudo sonreír mientras se lo entregaba. Siguieron en su dirección y el se quedó a tan arrugado y descompuesto que tuvo que que recomponer la figura hasta subirse los pantalones y apretar en cinturón. La emoción y la piedad eran dos sentimientos intimamente ligados según le parecía, y los dos, en su caso, bastante fuera de control. El ambiente que destilan las pequeñas ciudades de provincias es de continua reconstrucción, como si hubiesen pasado por un terremoto no hacía tanto y esperaran que volviera a suceder en cualquier momento. Para un profesor mayor, retirado y aburrido de todo, y aún así, luchando por no perder


sus costumbres, podría tratarse de unas vacaciones interminables. Lugares parecidos suelen enredarlo todo hasta la sensualidad más sofocante, aunque si ese era su caso, sabía mantenerse firme aunque la posibilidad de creerlo involucrado en el deseo también estaba presente. Y además de eso, la rutina, las calles amadas, cada esquina, cada olor, cada voz. La conversación de Perdosa con la ciudad era intensa, partía de una cotidiana presencia, complicada e insistente, de una clase social que se viene a menos pero se consiente en los barrios. Y llegando a la pensión se sentó en un banco de la plaza, iba pensando en las cosas que habían pasado y se sentía apesadumbrado. Se encogía sobre si mismo, hundido, encogido sobre si mismo, con los pies cruzados y recogidos debajo del banco, la cabeza encajada entre os hombros, escondiéndola. Se trataba de un sentimiento que lo culpabilizaba, entre la torpeza y el que ha dejado pasar sus oportunidades por desentenderse. Había fluido sin apenas peso, por comodidad, como si vivir se tratara de licuarse o amoldarse, de pegarse a las paredes de la existencia y dejarse llevar. Y esa oposición a dejarse llevar por una tendencia generalizada, ese huir de los cretinos que trabajaban como animales sin traer a cuenta algo de cordura le provocaba tan erróneos pensamientos. Puesto que estaba cansado después de un día largo, e influido por los malos resultados de su gestión, se declaraba a sí mismo el peor ejemplo. Hubiese sostenido en ese momento, si se encontrara en una tarima de una de las mejores universidades del mundo, que la vida dedicada a la actividad intelectual contemplativa era contraria a Dios, a la naturaleza y también al progreso. Hay un momento en la vida -tal vez pase más de una vez-, en que uno debe hacer un sumario de lo vivido y enfrentarse a que ya no hay tiempo para grandes empresas. Sería muy bueno en momentos así intentar ser positivo, rechazar esta propensión al fracaso que encontramos en nada poder contra el tiempo. Perdosa intentó rehacerse de sus peores pensamientos y recordó que la hija de la portera, aquella niña fea y débil estaba enferma. Le pareció que no podía dejar pasar la ocasión de demostrarle que le tenía algún afecto, que no se limitaba a dar su paseo cada día saludando de una forma mecánica, y por eso debía visitarla. Algo se había abierto en el como una grieta, o como un vidrio estallado que deja pasar el agua cuando la lluvia golpea con toda su fuerza. Arita estaba enferma de pulmón, le había dicho su tía, y eso era motivo suficiente para animarse a dar el paso de dejarse caer por su casa. Apenas intentamos expresarnos con nuestros gestos, con las acciones más solidarias, nos sumergimos en la singularidad más intima de nuestro yo y su forma de ver el mundo, volvemos a reconocernos como seres capaces de ubicarse afuera, de verse en medio de las situaciones en las que se creía un mero espectador. Hemos descubierto la frontera que ponemos al juzgar cada movimiento exterior, porque al fin admitimos que formamos parte de él, y uno no juzga aquello de lo que forma parte, o nos resignamos o nos proponemos para hacerlo mejor. “Sé exactamente lo que me hace feliz. No debo tener dudas sobre eso”, se dijo levantándose para andar el tramo final hasta su portal. Pero había algo que persistía en toda esa soledad, y eso era que en su pasado no había un sólo recuerdo que mereciera una escrupulosa fidelidad. Y sabía que la fidelidad a los momentos de la propia vida dan el sosiego necesario para no estar emprendiendo cada vez, porque eso destruiría ese recuerdo “sagrado” que se pretende preservar. La angosta realidad de los vivos no siempre tiene la dignidad, el desafío y la fuerza de la juventud, y tal vez por eso, algunos creen que es esta etapa mínima de la vida del hombre, la mejor expresión de existencia. Las exhalaciones de la vejez, de los impedidos, de los borrachos y de los enfermos, producen una desconfianza de necesidad. Los objetos, la forma de vestir, de relacionarse, de conducirse y la dignidad de la casa que se habita, en el caso de Perdosa dependía de su pensión, y como un drogadicto al que no le llega el dinero para su dosis, estaba dispuesto a perder la dignidad, arrastrase, ofrecerse y, finalmente, aceptar que no es nadie, menos que nadie. En los estrechos pasillos de las instituciones, apenas queda espacio para acudir con la queja, y las súplicas no son bienvenidas. Si al menos consiguiera, que todo siguiera igual que hasta el momento, podría plantearse unos años más incrustado en sus rutinas, aceptar su condición, asumir la tarea de escribir sobre su barrio y sus necesidades, o finalmente decidirse a cortejar seriamente, como los antiguos caballeros los hacían, con la cortesía de una educación refinada, a la sobrina de las señora asumpta, y así aceptar que hay algo peor que una enfermedad de pulmón, y eso era su vejez.



1 La Necesidad De Dejarnos Percibir A menudo nos creemos un modelo, o que respondemos a los cánones de un modelo, es lo primero en lo que debemos reparar si miramos hacia adentro. Pero el deseo desbordante de sentirlo y experimentarlo todo, de pasar por la vida sin perdernos nada, nos lleva a preferir abrirnos al mundo, mirarlo todo, incansablemente. A veces hablamos del poder de seducción de la mirada, que al final es lo que nos saca, lo que nos vierte hacia el mundo desconocido de otras miradas. Desearíamos poder vaciarnos sobre otras almas y asi conocer que compartimos en realidad de lo que ya sabemos de nosotros. Las miradas de Benjas, según en que momentos de su vida habían resultado parte de un ansia por saber, por definirse y por desahogarse, todo a la vez: y todo lo que cabía en una de sus miradas, las hacía extraordinariamente comprometedoras. Pero a pesar de su insistencia, no siempre era rechazado, porque había otros cuerpos que se expresaban de una manera parecida. Al cargarse de libertad hasta tal extremo, no dejaba de pensar en sí mismo, ahondaba en las mismas antiguas ideas que lo ayudaran a descubrirse, e incidía en cualquier forma de de volcarse hacia fuera que pudiera abrir el consuelo. Lo que le sucede al hombre que le da tantas vueltas a todo, es que termina por no encontrar la diferencia entre lo que realmente le importa a la gente corriente, y los absurdos que a él se le daba por transitar. La vida le parecía tan impresionante, de energía tan descomunal, y casi siempre transitada con tanta inútil indiferencia... Sabía que pensando así, la visibilidad de todos los que se apartan del pensamiento común, se pronuncia y predispone a muchos en su contra, pero debo decir que tampoco él era excesivamente sociable. No se atuvo a ningún tipo de prudencia al comentarle a Ciztina, su mejor amiga, que estaba pasando por un momento especialmente complicado y difícil de asumir. Se abrió a ella con la sensación de no arriesgar nada


especialmente personal. “Creo que existe en mi una nueva medida del amor. No me preguntes desde cuándo, o cómo ha sucedido, pero así es. No se atiene a ningún patrón conocido, tu ya me conoces, en ese sentido era de esperar. Sus características son tan indefinidas que, como ya he dicho, resulta difícil de interpretar. Y lo que me hace sentir es de un dolor ligero, soportable, pero permanente. Conservo la calma a pesar de todo, con la confianza de ver como esta forma nueva de ver el mundo se va desintegrando, y en algún momento, pueda volver a las ilusiones, como antes las sentía, con la simpleza de un neófito”. El deseo de controlar nuestras emociones nos incita a imaginar rutas, a ceñirnos a formas de vida estáticas y apenas arriesgadas. Las historias del amor conocido por Benjas se negaban a toda conversión, la milagrosa rutina detrás de la que se había ocultado durante años empezaba a dar señales de estar agotándose. Quizás, tal y como lo había aceptado, todo en el transcurso de los últimos años, se había caracterizado por la obediencia, por no arriesgarse a más, por no entrar en conflicto ni comprometer a nadie. Le era habitual en el tiempo en que conoció a Ciztina, aceptar sin entrar en demasiadas contradicciones las opiniones ajenas. Los acababan de presentar, se trataba de una amiga de un compañero del trabajo, y se esperaba de él que la tratara con cierta corrección, por lo tanto la invitó a tomar una copa en un bar de moda, y se conformaron con rodar en coche con las ventanillas abiertas, y sin apenas hablar. Los límites de un primer encuentro los mide el hartazgo de uno, mientras el otro cree que todo marcha a las mil maravillas. Con el paso de los años fueron muy buenos amigos, pero aquella primera aproximación se caracterizó por la impaciencia de Ciztina, cuando en momento dijo con malos modos, “a ver si quitas ya esa música. !Molesta bastante! La tendencia natural de Benjas a replegarse, en aquella ocasión le hizo pensar, que precisamente por eso, aquella chica se estaba haciendo una idea de él bastante poco clara, y le respondió enojado, “oye chica, si no te gusta te aguantas, o mejor, me lo dices, paro el coche y te bajas”. No volvió a abrir la boca aquella noche, y él se la pasó dudando de si no se habría sido demasiado estricto. Juss era amigo de los dos, pero los conocía por separado, por así decirlo. Se trataba de un tipo animado, capaz de venderle una aspiradora a un esquimal, y además de eso, fiel con sus amigos. Aunque si lo analizamos bajo la perspectiva de sus enemigos, era un rival sucio, sin piedad, y ahondando en las lamentables escenas del pasado, que protagonizara por diferencias con algunos de sus antiguos compañeros, nadie lo provocaba


gratuitamente. Todo el mundo deseaba estar de su lado, aunque fuera en un inocente partido de fútbol de solteros contra casados, uno de esos partidos de empresa en los que si a uno de los bandos le falta gente se permite a algún persistente cambiar de bando. Si se daba el caso, más de uno deseaba jugar en su bando, sólo por congraciarse con él, o diluir antiguas pendencias. La tarea de escuchar a buen amigo, intentando comprenderlo, si interrumpirlo, ni elaborando una respuesta que de forma inconsciente busca llevarlo a tu terreno, la calificaría de “sólo al alcance de seres sensibles”. Por una escucha exigente, capaz de encontrar el sentido exacto que se le pretende, puede no ser una cualidad no demasiado extendida, de hecho a mi me lo parece. Ciztina intentaba definirse, comprometerse con lo que escuchaba, porque era una de esas conversaciones en las que entendía que se exigía eso de ella, y en serio que lo intentó, pero nunca había escuchado a Benjas en semejante posición. Ciztina señaló, “todo el mundo cambia”, y no quiso añadir nada más porque para terminar de entenderlo debía escucharlo un poco más, y esperaba que él dispusiera del ánimo de hacerlo. Sonó el timbre, Ciztina se levantó del sillón, iba casi desnuda, no llevaba ropa interior, y sólo se cubría con una bata de raso con dibujos floreados en los que predominaban los tonos pastel, rojo, verde y amarillo. Abrió la puerta al tiempo que se anudaba la bata, estrechándola, bien pegada al cuerpo. Se trataba de Erdosín que entró y se sentaron juntos en el sillón, en la mesa, haciendo como que leía lo que había escrito hacía poco, estaba Benjas. Se inclinaba hacia adelante en el pico de la silla, y el cuerpo sobre la máquina de escribir. Los dos amigos podían conllevar el dudoso honor de haber sido los primeros en conocer a Ciztina, tanto Juss como Erdosín le habían advertido de su inestabilidad, pero a un tiempo, él así lo creía, deseaban que se fueran a vivir juntos. El peso de tanta atención llegó a agobiarlo, pero el aprecio que le fue cogiendo no tenía nada que ver con otras opiniones, y después de todo, siempre la consideró libre y dispuesta a escucharlo. No existe inspiración posible en las relaciones personales, ni alguna incomprensible definición de las manías ajenas, aunque intentarán por todos los medios colarlas entre otras suposiciones como si fueran nuestras. La amistad había triunfado a pesar de todo, y habían pasado un buen montón de años, y allí seguían, viviendo juntos, confesándose sus más íntimos secretos y queriéndose sin contacto carnal. Todo hombre aprende con los años a respetar las opiniones ajenas, o eso o se condena a


la soledad; no debía pues extrañar que Erdosín se sintiera tan cómodo con ellos, lo que en otro tiempo no sucedía. Podía prestarse por separado a una misma conversación, con puntos de vista encontrados por parte de sus amigos, y producirle a ambos una misma sincera impresión, y lo que aún podía ser más admirable, coincidir con los dos puntos de vista. Los pies nunca los movía innecesariamente, no era, lo que se dice, un tipo deportista, por eso iba con frecuencia a visitarlos, se sentaba en el sillón y procuraba no opinar a menos que le preguntaran. Muchas de las acciones del pasado quedan grabadas en la memoria, las propias, pero también las de los amigos, y Erdosín no era ajeno a que haber sido religioso, hasta el punto de comprometerse con una comunidad sectaria en su juventud, era uno de esos recuerdos que no terminan de pasar hoja. Aunque la mitificación de aquella juventud, cada uno a su manera, no era de su agrado, en ocasiones volvía con sus historias de religión y supersticiones, y también, respondía con confianza a las preguntas que le hacían aún sospechando que todo eso podía tener algo de diversión que él no entendía. En su última reunión habían estado viendo esa película alemana “Der Himmel über Berlin” de Wim Wenders; hablaron de los ángeles y pidieron, al respecto, una opinión experta, así que Erdosín se había extendido a gusto. El medio que utilizó para expresarse fue el de la falsa prudencia, que unido a una evidente desgana hacía crecer la atención. “Parece que vais a estar el resto de mi vida recordándome que hubo un tiempo en que la religión era lo más importante. No sé mucho de ángeles pero hay algo que leí una vez de un libro curioso, que por otro lado, no parecía muy serio. Pero no por ser considerado un libro ligero, es menos interesante lo que cuenta, al menos a mi me lo pareció. Estaba Dios en su proceso de creación, y le encomendaba a los ángeles todo tipo de trabajo, ya sabéis, lleva esto allí, coloca esta montaña en el otro lado, quiero un río y árboles en ese valle, capricho a capricho. Cuando Dios estaba creando a la mujer de una costilla de Adán, hubo una protesta que no pudo calcular, se trataba de los esforzados seres asexuados que protestaban por el trato recibido. Y expresaron su pesar por conocer que los hombres podrían amar a un ser angelical, que por serlo, debería ser pareja de un ángel, y no de un hombre. Un sentimiento de tristeza llevó a Dios a pasar unos días de suspenso -eso de que el mundo se creó en siete días ha sido pura simbología-, apesadumbrado se apiadó de aquellos seres que tan bien lo habían servido, y llamando al que había hablado en nombre de todos, le cortó una de sus alas y de ella creo a una mujer. Aquella mujer no parecía tener diferencias notables con la mujer de Adán, y sin embargo, desde entonces, los


hombres deberían saber que no todas las mujeres han sido creadas del mismo modo, pero son libres de amar ángeles o hombres”. Benjas, entonces lo había mirado con desconfianza y había añadido, “Pues no es fácil de creer, pero si es así, las que aman ángeles deben ser las que tocan la guitarra eléctrica como Joan Jett, sin duda”. Erdosín se sorprendió de verlos juntos conociéndolos por separado, no imaginaba que otra persona pudiera haberlos presentado. Cuando tuvo un momento le dijo quien era ella y a lo que se había dedicado los últimos años: que no era tan alta como parecía, porque gustaba de llevar siempre tacones y que su color de piel, se debía a una alergia que le impedía tomar el sol. Por lo que parecía también podía hablar indefinidamente de su forma de vestir, de que se pusiera gafas de sol para ocultar los ojos cansados, o como se apoyaba en los hombres cuando caminaba porque en trayectos largos le costaba mantener el equilibrio. Era mayor que todos ellos, según dijo, pero eso tampoco fue un motivo para desanimar a Benjas. Ni que decir tiene, que cuando alguien se esfuerza por dar las primeras noticias acerca de un invitado, o un nuevo amigo, no siempre debemos confiar en la fidelidad de su memoria, y mucho menos en que sus apreciaciones sean fiables. Además, aquello había sucedido muchos años antes, cuando Erdosín tenía la cabeza llena de absurdas reglar religiosas, de sumisiones, corduras y otras formas de comportamiento. Desde luego el interés que ponía en darle vueltas a decir lo que sabía de Ciztina, no parecía tanto, que buscara que Benjas perdiera su interés por ella, como que demostraba que él mismo estaba bastante obsesionado. No se lo tenían en cuenta, lo querían igual, la amistad no se veía dañada por esas sórdidas estrategias de juventud. Hubo una relación carnal pero fue muy al principio: En algún tiempo la amistad entre Ciztina y Benjas, no había pasado por su mejor momento. Entonces vivían en una casa en el campo, y no se conocían tanto, lo que era una problema a la hora de valorar hasta donde se debían soportar las excentricidades de amigo. Originalmente les había parecido buena idea instalarse allí por la tranquilidad, pero después de un tiempo ella no dejaba de invitar amigos y dar fiestas. Estaban hambrientos el uno del otro, pero, sobre todo ella, necesitaba sentirse libre y no restringirse a un sólo hombre. Ese fue el motivo por el que prefirieron seguir siendo buenos amigos y vivir juntos, sin mezclar su amistad con otros sentimientos. No fue fácil para Benjas verla acompañada de otros hombres, y otras mujeres, pero terminó por aceptar que nunca lograría hacerla cambiar en tal punto, y terminó por acostumbrarse. No, ya no


había contacto carnal, pero la intensidad de sus conversaciones, la profundidad con la que se apreciaban, era casi familiar. Por ello cuando alguien llegaba de visita intentaba no interferir demasiado entre ellos, aunque en el momento que abrió la puerta no calculó que la obsesión que Erdosín en otro tiempo había tenido acerca de ella, así que el rato que pasaron sentados en el sillón el no dejó de mirar en dirección al bello púbico que se adivinaba entre la bata semiabierta y las manos que se movían al hablar y una y otra vez se posaban en aquella parte aterciopelada del cuerpo femenino. El medio para alcanzar la atención de sus amigos no era muy adecuado a lo que esperaban de él, pero ya eran demasiados años aceptándolo en su dimensión más amplia, y ni cuando hacía de menos las mejores cualidades de otros amigos y conocidos, se miraban con resignación. Cada uno pisotea la confianza que puedan depositar en él del mejor modo, y Erdosín no parecía una excepción. Después de pasar un rato charlando, Ciztina dijo que tenía que vestirse que la iban a venir a buscar y se fue a su habitación. Erdosín le propuso a Benjas ir un club nocturno y Benjas declinó la invitación, así que se fue. El papel que juegan los más bajos deseos en nuestra vida nos alejan de todo, y no llevan a vencer toda posición por darle gusto al deseo. Es algo así como el que ve la oportunidad de apropiarse de algo que no pertenece a nadie, o que no sabe a quien pertenece y nadie lo ve, y no lo duda; considera en tal momento que la oportunidad tiene un valor. La conexión entre los más simples e intensos placeres y la vigencia de nuestra fuerza, es la misma que une al que desea poseer y la conciencia de que debe prestarse a defender sus posesiones. Legitimar una amistad basándose en las más grandes diferencias no era tarea fácil, y Ciztina incidió en una conversación que ya tuviera con anterioridad con Benjas: la historia del ala del ángel era de puro machismo, aún más, iba contra las mujeres y su lucha contra la misoginia que suponen las religiones más antiguas y casposas. La legitimación de las religiones a través de concederse a sí mismas el papel de ser la únicas intercesoras con el más allá, en el momento de la muerte, sólo vale si piensan con frecuencia en la muerte, y esa no era una de las preocupaciones de Ciztina. Y aún menos si tenemos en cuenta que, acababa de conocer a una chica que la vendría a buscar, y llamaría al timbre de forma inminente. Ya disponían de nuevo de la intimidad necesaria para continuar su conversación. La irrupción inesperada de Erdosín no había durado demasiado. Les era imposible pensar mal de los amigos, considerar que


molestaban, o pedirles que se ausentaran porque deseaban terminar una conversación personal, actuar así no es lo más sensible ni demuestra mucha educación. ¿Qué me querías decir?, se sentó dispuesta a escuchar. “Te decía que me estoy instalando en una fórmula nueva de forma involuntaria, una forma de ver el mundo y las cosas que en el se mueven. Esta forma de sentirme me hace creer que el poder sexual que mueve muchas acciones de la gente, ¿tú no crees que no todos sentimos lo mismo? Quiero decir, que así como algunos parecen ser llevados al delirio y apenas poder controlar sus impulsos, otros parecemos dormidos, sin ánimo, ni la excitación necesaria que nos incite a hacer cosas nuevas cada día”. Entonces, ¿tú te sitúas en el lugar de los que sienten poco, o que creen que no sienten lo suficiente? “No sé -se encogió de hombros-, si existe una hormona que segrega el deseo, es posible que a unos les funcione mejor que a otros. Pasa con todo... Con todas las glándulas, cada cuerpo es diferente”. Antes de continuar debemos aclarar un hecho que me parece importante, aunque si le preguntáramos a Benjas diría, que la relación con el resto le parecía ridícula. Pero surge en el momento originario de la historia, incluso un poco antes, cuando Ciztina y él se conocen. Exactamente pretendo resaltar la importancia de que no hacía tanto que lo habían rechazado, lo que vulgarmente diríamos que “le habían dado calabazas”. Y eso después de meses de dedicación y de intentarlo una y otra vez. Tenía todo lo necesario para encajar en el perfil del perdedor, una excesiva confianza en sí mismo -porque, yo así lo creo, se mostró demasiado superior para que aquella chica pudiera llegar a aceptar su pretenciosa actitud-. Y del mismo modo, aquel golpe de humildad le dio una presencia más receptiva, que no iba a conquistar sentimentalmente a su amiga Ciztina, pero sobre ella alcanzaría una amistad y confianza que duraba con el paso de los años. Aún en aquel momento no era capaz de calcular lo estúpido que parecía cuando aparentaba que nada podía dolerle, alcanzarlo o dañarlo. Era joven, y tal vez nunca se sintió del todo invencible, pero intentar parecerlo lo volvía frío, calculador e incapaz de empatizar con el dolor de otros. Era como un robot si los robots pudieran parecer tan estúpidos. Quería ser como como sus héroes de las películas, por fortuna de eso habían pasado más de dos décadas. Nadie puede ser del todo lo que quería ser a los veinte años, y debemos reconocer que albergar todo tipo de ilusiones acerca de la que podría ser la pareja para una vida es como chocarnos con el coche, nos hace más humanos. En los dos casos podemos queda tan perjudicados que


estemos a punto de morir, y de las dos formas terminamos por aceptar que somos seres vulnerables y que necesitamos del mundo tanto como el mundo necesita de nosotros. La piedad pues, es la forma más inteligente de vida, no podía ser de otra forma. En medio de tantas conversaciones personales, pretender que un espacio tenga más que ver con sus historias que las propias voces de los personajes es una empresa fracasada de antemano. Todo se mueve alrededor de la habitación que lo contiene, más allá de la personalidad que posiblemente definen. Sin disimulada curiosidad, la joven que se sentó en un sillón miraba a su alrededor, mientras Benjas le preparaba una un combinado. Más propio de una primera cita hubiese sido encontrarse en un bar, sobre todo si tenemos en cuenta que se habían conocido de una forma fortuita, quiero decir que nadie las había presentado y no podían saber cuanto tenían en común, y si eso era suficiente. Ciztina tuvo que volver a la habitación, porque se le había olvidado “algo”, y cuando decía que se la había olvidado “algo”, sin entrar en más pormenores, podía tratarse de cualquier cosa, o no tratarse de nada. En ocasiones, lo hacía para tomar aire, o sencillamente para ir al baño. Todavía no era temprano, pero se iba apagando el día y la luz que entraba por la ventana era insuficiente. La inspiración que algunos días nos producen, si este era uno de ellos, empezaba a ceder. Benjas le hizo una señal, y dijo, “ya casi está”, lo revolvió y le echó dos piedras de hielo, después se acercó al sillón y alargó el brazo ofreciéndoselo, ella lo cogió y sonrió. Del otro lado del sillón, haciendo que se distraía ojeando unos libros, se dijo que había envejecido muy mal, al menos mucho peor que Ciztina. Las cosas no iban demasiado bien para él, se estaba perdiendo “los últimos trenes”, por así decirlo, o las mejores oportunidades, si se prefiere, de enderezar algunos aspectos de su vida presente, que sin duda iban a influir en todo lo que viniera a continuación. Pero se trataba de un pensamiento precipitado, debía pensar más en ello, nada era como parecía y nada iba a salir como esperaba. Además, nada es símbolo de juventud, y Ciztina tenía su misma edad, no cambiaba nada que él no hubiese sido capaz de adaptarse a los nuevos tiempos, o que se sintiera como descabalgado porque le apetecía menos desafiar a su propio reposo. “No me esperes levantado, vamos a cenar y después hemos quedado con una amigas en una disco”, Ciztina le sonó familiar, como una hermana, incluso como una madre, y aún, como una esposa. Eso era ridículo, no era nada de eso, aunque existía un vínculo de amistad y de afecto, sólo eso


podía explicar tantos años viviendo juntos sin mediar ningún otro tipo de romántica situación. No hacía falta dar tantas explicaciones, se dijo, hubiese sido suficiente con que salieran por la puerta diciendo simplemente, adiós. Benjas se quedó pensativo, con una vaso de whisky que se había servido al tiempo que había preparado el combinado para la amiga de Ciztina. Tal vez a Juss también le había gustado Ciztina, no sería tan extraño, aunque si lo era que hubiese contemplado esta posibilidad tantos años después. Al poco tiempo de quedarse solo se había convertido en otra persona, ajeno a todo y a todos, dispuesto a ser juez implacable de todos, incluida Ciztina, ¿por qué no? Repasó sin piedad momentos de su vida en que sus amigos codiciaran a sus novias, sus amigas sintieran celos de otras amistades, o en los que alguno de ellos lo había dejado sin palabras por considerar que debía echarle tal o cual cosa en cara; era como si la vida se tratara de inevitables enfrentamientos en los que cada uno busca permanecer en la superficie, mientras se apoyan en el hombre del ahogado. Estaba siendo injusto, lo sabía, pero ese era el efecto que la vejez y la soledad le causaba, transformándolo, conviertiéndolo en alguien que habitualmente no era. Sin embargo no iba a permanecer mucho tiempo regocijándose con todas las veces en que había sido motivo de escarnio, venganza o cruel indiferencia. Desde la ventana vio todos aquellos puntitos que se movían, y se dijo que la gente no se limita a sus paseos, ni en los parque, aparentemente disfrutando de sus mejores momentos, dejan de ser ellos, y sopesó que la gente no es gente, sin sus problemas, sus angustias, sus dolores, sus enfermedades y sus preocupaciones cotidianas. Entre el momento en que había conocido a Ciztina y el momento en que empezaron a vivir juntos, había creído con profunda convicción, que hubiera algo entre ella y Juss. Le parecían dos gotas de agua, de gustos similares, de desconfianzas hermanadas y de actuaciones, en ambos casos movidas por reacciones primarias. Juss era manipulador, embaucador, curioso y fisgón, además. En todo se parecía a ella, pero debo añadirle estos terribles defectos que ella no tenía. Y pensándolo detenidamente, cabía la posibilidad que aquella idea -ahora lo sabía- equivocada, de una relación de los dos, muy posiblemente había sido inducida por él. En ese sentido Juss sabía “pintárselas”. Si todo lo que creyéramos fuera cierto sobreviviríamos agonizando, si es que lo conseguíamos. Ahora se unía a esa legión de inseguros que creen no haber sentido lo suficiente, de haber pasado por una vida insulsa, y no porque no se la hubiera provocado lo suficiente (la vida si te pones a ellos, se sabe dejar


provocar), sino porque creía firmemente en las diferentes capacidades para administrar los placeres, las emociones y los dolores. Definitivamente no había sentido lo suficiente, y había llegado a la vejez antes que su compañera de apartamento. ¿Cuánto tiempo llevaban viviendo juntos? Daba igual, demasiados años para llevar la cuenta. En aquel momento, aquella noche empezó a obsesionarle la idea de su felicidad, y que para conseguirla, para sentirse plenamente él, debía vivir solo; completamente solo. Era lo mejor tal y como parecía que iba a rodar todo en el futuro. En el transcurso de todas las historias resplandecen ausencias que no nos dejan respirar, de ahí podemos deducir que preferimos el desamor a convertirnos en meros actuantes de un mundo sin sentido. El amor es tan fuerte que es lo único que nos puede hacer olvidar que somos mortales. No hay palabras, por mucho que nos empeñemos en lo contrario, que puedan crear la clave de una frase que se atreva a tentar la suerte en ese aspecto, es decir, a intentar sustituir con otra idea, la fuerza del amor. Podemos encontrar en la literatura una evasión, pasarnos la noche en blanco, tal y como Benjas hacía en ausencia de Ciztina, bebiendo, poniendo música o sopesando que es lo que influye de manera determinante en nuestra vida conduciéndola por caminos que no deseamos, podemos leer libros de autoayuda, sin amor nada nos será dado, y la obsesión humana por la brevedad de la existencia volverá a aparecer con toda su horrible fuerza. Pasaba demasiado tiempo en casa, eso también era una realidad, y tenía el convencimiento de que la gente que se encierra en sus casas se llena de miedos, también por eso necesitaba un cambio, y era un argumento más que justificaría aquella conversación pendiente con su amiga. Vivir solo durante un tiempo, o definitivamente si ese era su destino, parecía su próximo movimiento.




1 Trayecto Sin Precio Los años estaban pasando demasiado rápido, a veces se lamentaba por su existencia, por el despego por el amor que lo caracterizaba, y lo atribuía a la placidez que había logrado, sin que su queja pudiera llegar muy lejos. Basta la distancia cuando es insalvable, para hacernos recapacitar, aunque él supiera, que ya nada iba a ser mejor ni peor que antes si se dieran las condiciones para un retorno. Ese regreso era improbable, nadie podría reparar un cascarón así, sin las herramientas adecuadas o sin la madera necesaria y convenientemente trabajada, y sin ayuda, el esfuerzo sería insuficiente. La verdadera razón de que el tiempo hubiese pasado tan rápido, había tenido que ver con que las condiciones a las que estaba sometido en su aislamiento, y que esas condiciones fueran de un determinado “confort”, si es que la soledad de una isla en medio de la nada tiene algo de deleite inalcanzable. Todo el mundo, alguna vez en la vida, ha tenido una experiencia bizarra, inesperada y que los a superado, y si aún no han tenido una experiencia así, pierdan cuidado, tarde o temprano termina por llegar para hacerles sentir que están vencidos. Hagan lo que hagan, la vida siempre puede más, no lo duden. Y hasta esa antagonista paciente y asesina nos ha de enseñar a ser fuertes, a seguir construyendo y manteniendo una vida, a pesar de su oposición. Sobre todo, para presentarse en esta vida hay que ser valiente, y hay que serlo en un sentido similar a la valentía que demuestran los amantes de mujeres libres y por lo tanto peligrosas. Se fue habituando a su letanía, que quería ser queja y terminaba por parecer oración, o petición de piedad, o perdón, o expresión ahogada de un suplicio que se iba tornando placentero. Si al menos conociera a su enemigo, aquel que había ordenado su naufragio, en un alarde rebelde, hubiese podido hacer acopio de sus últimas fuerzas, para golpear los bordes de un imperio de espiritualidad que vivía escondido en los fenómenos de la naturaleza, o entre la nubes, espiándonos algodonoso. Un mes antes de su partida, durante unas vacaciones en la playa, se había decidido por fin y le había pedido a Michelle que se casara con él; ella había aceptado. Pasaron la tarde tumbados al sol, sin apenas cruzar palabra, dormitando. Era inútil darle más vueltas, la juventud llegaba a su fin, todos los amigos de la infancia se casaron primero, y sabía que Michelle no iba a esperar para siempre que él estuviera dispuesto a dar ese paso, que sintiera preparado o con la suficiente confianza. Esa noche quiso darle una vuelta más a su última decisión, y puso una última condición, sin conocer que esa condición iba a desbaratar todos sus planes. Tenía el convencimiento de que ella aceptaría esperarlo, esperar su vuelta de ese último viaje en barco, no tardaría más de un par de meses, y entonces se casarían con todo lo que eso conllevaba, una familia, hijos, sentar la cabeza, aceptar que se envejece lentamente. Se detuvo frente a ella, la miró a los ojos con una expresión de sinceridad y compromiso difícil de explicar, y notó que se equivocaba, que la contrariaba y que la estaba perdiendo. Apenas terminó de hablar, empezó a toser, parecía haberse atragantado con sus propias palabras y ella dio media vuelta y esa noche no volvió al hotel. No era del tipo de


individuos que le gustara impresionar a sus novias con falsos programas, ni rutilantes planes, aventuras peligrosas o realizando escenas peligrosas o saltos mortales, no se trataba de epatar, en el peor de los sentidos, como hacen los inseguros, empeorándolo todo aún más. Nunca se planteó sus viajes como una forma de deslumbrar o provocar la admiración de nadie, como no lo haría si practicara deportes de riesgo, si saltara de puentes con una soga atada a los pies, o si subiera al Himalaya desafiando una tormenta. Cuando dijo que “sería el último viaje”, le estaba dando un sentido especial para él, simbólico por lo que representaba el cierra de su juventud. Pero no pudo seguir hablando, ella dio media vuelta y un arranque de tos hizo que los ojos estuvieran a punto de salirse de sus cuencas. En aquel momento se mareó y se encogió hasta casi caer al suelo, estaba desconcertado, sin poder suponer ni por lo más remoto que habría de tardar años en volver de su aventura. Hacía de su accidente un asunto divino, un castigo por su ligereza ante la vida, y de su estancia un motivo para la enmienda y la meditación espiritual. Fue la tercera vez que cruzó la isla que descubrió que desde un alto acantilado, justo al otro extremo, se veía sobre el horizonte, sólida sobre el mar y dispuesta a esperarlo, una isla gemela a aquella que habitaba. De tamaño similar, y posiblemente sin grandes diferencias en cuanto a vegetación y fauna, estuvo sentado sobre una roca mirándola, reconociéndola, cediendo al primer asombro, conjugándola como un nuevo límite y acostumbrándose a ella; lo que habría de suceder infaliblemente mientras los años siguieran pasando sin tomar la determinación de intentar abordarla. Después de la tormenta, amaneció el pequeño barco, o lo que quedaba de él, en la playa. No había muerto -y eso si era notable-, aunque se sentía como si lo hubiesen pateado durante todo el tiempo que estuvo inconsciente. Ningún aparato eléctrico sobrevivió a los golpes, él, estuvo expuesto a todos los golpes hasta que cayó en uno de los cajones que servían de cama cuando se les ponía una tabla y un colchón en su parte superior, y posiblemente haber quedado encajonado y sin sentido, sin moverse y sin poder tomar decisiones, le salvó la vida. Y, en efecto, el barco se comportó como una cáscara de nuez y sólo se le rompió el casco cuando golpeó contra el arrecife que se escondía a flor de agua, y de allí, la tormenta lo siguió arrastrando como una tabla hasta la playa. Estos pequeños barcos de vela, en los que algunos hombres de mar, creen que pueden dar la vuelta al mundo, y se adentran a la aventura más allá de lo imaginable, son barcos muy preparados y con todos los adelantos de la técnica, pero, como cualquier otro barco, juguetes en la tormenta. Un viaje muerto, truncado por la patente victoria de la naturaleza, sin ambigüedades, llegando a sus enemigos con a impresión y el miedo que produce ser incapaces de eludirla cuando se libera. Como pudo comprobar por el trato que Michelle le había dispensado, no estaba dispuesta a aceptar que la eludiera, los juegos de artificios de juventud habían estado bien para ella, de hecho se había permitido rechazar a unos cuantos chicos, pero el tiempo pasaba y ya no era la flor lozana de años atrás -por decirlo de alguna manera-, eso estaba claro. No obstante, Claude la tenía en un pedestal, le parecía la mujer más bella del mundo, y no quería saber nada de su vida pasada, si escapaba de una historia que no podía contar, o si había trabajado durante un tiempo de acompañante de lujo para ricachones en fiestas de alta sociedad. Nada hubiese alterado su determinación a contraer matrimonio con aquella diosa, con aquel cuerpo con tacto de venus que había yacido a su lado toda la tarde en la playa. Esa fue la última noche que la vio. Lo peor de esa situación era que había partido en su viaje sin volver a hablar con ella, y no podía saber si lo esperaría o si seguiría adelante con su vida. Todo aquel tiempo naufragado, mirando el horizonte en espera de algún barco, no sabía si deseaba volver a la civilización; conocer la verdad es lo que quiere todo el mundo, pero tal vez no él. Y además, en el supuesto de que ella hubiese esperado su regreso, ¿durante cuanto tiempo había sido? Lo peor de contentarse con la suerte de uno, es que casi todo el mundo parece inclinado a reconocer su falta de capacidad para superar algunos obstáculos, formar parte de un ejército de descontentos que no hacen nada por salir de su ruina. Las nuevas sinergias, las masas organizadas, daban una lección de lucha que él había experimentado cuando había cerrado su empresa, y era admirable como le habían torcido el brazo al poder, que hasta entonces se creía invencible. Eso había sucedido mucho antes de conocer a Michelle, y entonces con su indemnización se había


comprado el barco que ahora yacía roto en la playa, que había ido arrastrando por partes a un lugar donde la marea no se lo llevara, y del que había ido cogiendo madera para alimentar algunos de os fuegos que encendía de forma intermitente. De nuevo se descubría intentando razonar acerca de lo erróneo de algunas de sus decisiones, como había sido no terminar de construir una balsa para poder llegar a la segunda isla, la isla hermana. No había competencia, no se trataba de un concurso, no tenía una fecha en el calendario para cumplir con el final de su obra, y sin embargo, a pesar de llevar aquel trabajo muy avanzado, había olvidado ese proyecto. Pensaba, “por supuesto, soy capaz de hacerlo, pero no lo he hecho”, y volvía a sentarse en la arena mirando la línea del horizonte. Por lo que a él respectaba, era un riesgo innecesario y un esfuerzo inútil. Por todo lo que parece, tener un territorio por descubrir, un mundo con el que poder ampliar su corta vida, no era una tentación lo bastante grande. No obstante, y sin que eso lo inquietara, la isla hermana estaba allí, cada día, cada vez que cruzaba el rio la veía, y no iba a desaparecer, era sólida como un cuerpo humano enterrado en la arena hasta las rodillas, como un meteoro que hiciera un agujero en la atmósfera para caer a la tierra destruyendo cualquier cosa que encontrara a su paso. Era una presencia exigente, muda, inmóvil, pero exigente, como lo es una mujer que espera una cita. He ahí porque volvía a mirar aquel pequeño trozo de tierra desconocida con anhelo, a pesar de su renuncia al descubrimiento de sus playas, y la invasión de sus senderos, sus valles y sus lagos. Pero toda esta confusión no pasaba por no haber recapacitado, por no haber dormido poco algunas noches que pensaba en aquel posible viaje en balsa hasta alcanzar la nueva costa posible, y muchos, de forma muy simple lo reducirían al miedo, que también estaba presente, sí. Durante años se dejó llevar de la idea de que debía tomárselo como unas vacaciones, y que los sinsabores se difuminarían en poco tiempo, cuando fuera rescatado, pero pasaban los años y el rescate no se producía. Intentaba seguir pensando que era una experiencia positiva, pero pasaba del sentimiento primario de estar viviendo unas vacaciones a creer que la isla era una cárcel. Una noche de nubes sórdidas, la oscuridad sopló como un viento en la memoria, sin piedad. Sepultaba cualquier luz, como una masa gris, rocosa, aplastando la atmósfera hasta hacerse irrespirable, pudriéndose en su viaje hacia el norte. Era un noche temida, una de las noches que se evitan, sin salir de casa, acurrucados detrás de las ventanas, escuchando los árboles desmembrarse y golpear la tierra con sus ramas. Sólo podía imaginar una cosa, que en sus circunstancias pudiese causarle un terror mayor, y eso era la fuerza telúrica desencadenada en un terremoto, un temblor volcánico que abriera una grieta bajo sus pies y lo engullera sin remedio. Estuvo buscando un lugar en el que refugiarse, alcanzó los lugares más insólitos. Allí donde nunca había estado inspeccionó cuevas y caminos, pero ningún lugar conocido le parecía seguro. Anduvo toda la noche, cuando la lluvia arreció, y en ocasiones luchando para no ser arrojado con violencia contra el suelo, vio caer árboles y los restos de las velas de su embarcación salir volando tierra adentro. Durante lo que llamamos horas en esta parte civilizada del mundo, como la mejor forma de definir el paso de la noche al día, en la inminencia de un nuevo día concentró todos sus esfuerzos en sobrevivir, y se prometió que si lo hacía buscaría un lugar seguro por si una tormenta semejante se presentaba de nuevo. Le habría gustado que los años que pasó en aquel lugar hubiesen sido, tal y como en un principio había creído, un tiempo de descanso y reflexión en espera de un temprano rescate. Pero nada fue así, y los sinsabores se sucedieron y los años pasaron, y desde luego nada hacía indicar que aquella isla se encontrara en el mismo plano de la realidad que había dejado en su naufragio: es decir, en su desasosiego nada le hacía indicar que más allá del mar aún existiera la civilización, o cualquier otra cosa. El final de aquella aventura fue de lo más inesperado, porque habiendo sobrevivido a la peor amenaza de la noche, cuando creía que una lluvia fina anunciaba que podía descansar, llevado por un cansancio evidente, justo cuando se había decidido a sentarse en una de las cuevas, resbaló y torció un pie, quedando durante día postrado al pie de un lago, y gracias a esa fortuna de tener agua potable pudo sobrevivir. En días sucesivos no le hizo falta resguardarse de unas condiciones climáticas adversas, y desde donde se encontraba podía ver las cuevas erosionadas por el agua, como se iban derrumbando y arrojando rocas de roja tierra caliza ladera abajo. Así permaneció en la estupefacción de ver como se venía abajo una de sus ideas de conseguir un refugio para el futuro, pero determinado a sobrevivir a todas sus penalidades. Se


presentaba a sí mismo como un hombre fuerte, y con el ánimo intacto, dispuesto a seguir, a no dejarse vencer por la naturaleza y sus contrariedades, y en cuanto se pusiera mejor a encontrar formulas mejores para su seguridad y subsistencia. Aquella fortaleza que lo animaba una y otra vez a imaginar nuevos retos le venía de sus abuelos, y debía remontarse a los tiempos en que llegaran a una tierra desconocida como emigrantes pobres, en busca de nuevas oportunidades. Se consideraba digno descendiente de los primeros colonos en su País, y por lo tanto obligado a superar los peores acontecimientos que se le presentaran. La historia que su madre siempre contaba de los abuelos, se refería a que el día que habían puesto el pie sobre el nuevo mundo una densa niebla lo cubría todo, los dos tenían aspecto de cansados y no se habían cambiado de ropa durante el tiempo que había durado la travesía, y eso en aquel tiempo no era un hecho a pasar por alto. Ni siquiera creían que alguien pudiera ayudarlos en semejante situación, porque debían oler a demonios, si bien ellos parecían haberse acostumbrado o haber perdido el olfato. Parecían especialmente tristes y desorientados, indecisos y dispuestos a dormir aquella noche en el mismo puerto. Ellos sabían que la policía portuaria era muy activa cuando llegaban barcos de inmigrantes, y no en cuanto dejaron sus maletas en el suelo uno de ellos les pidió su documentación que por fortuna ya estaba sellada. Habían pensado en esperar al día siguiente para salir del área del puerto y demorar el momento de descubrir una gran ciudad, porque ellos nunca habían conocido más que su pueblo, en el que sólo había un par de vacas y algunas gallinas, y la parte del barco que les era permitido visitar, así que sabían, por lo que les habían contado que iban a sufrir una fuerte impresión al ver todos aquellos enormes edificios y anchas avenidas. Aquel tipo no fue muy amable, y les dijo que no quería mendigos por allí, ni gente deambulando y durmiendo en la calle, así que tomaron sus maletas y anduvieron hasta que cruzaron la ciudad hasta que la dejaron atrás, y con ella la retumbante y desagradable voz del guardia. Al otro lado a las afueras, cogieron un autobús que los llevara al rural donde encontraron trabajo, y con el tiempo tuvieron su propia granja, allí pasaron toda su vida y allí fueron enterrados. Jamás vieron la gran ciudad ni los rascacielos, ni sintieron el más mínimo interés por darse una vuelta por sus modernos comercios, centros culturales, cafeterías y parques. Lo único que podían contar de su llegada, era que habían cruzado aquella mole de hormigón sin parar descansar y que sólo recordaban de ella la noche y la niebla. Aunque cualquier campesino sabe que tener una ciudad cerca resulta muy conveniente, lo cierto es que no querían ni oír hablar de volver sobre sus pasos, y estaban seguros de que si lo hubiesen hecho sin ayuda se habrían extraviado. A veces hay señales que se cruzan en nuestro camino con un determinado sentido, nadie sabe de donde vienen, pero cualquiera es capaz de notar que tienen un significado. La tormenta le dejó un recuerdo amargo, y la naturaleza seguía su curso, eso sí, algo dolorida de hojas y ramas caídas, pero lo peor de todo es que se consideraba un tipo de persona sin demasiada imaginación, y cuando las señales se cruzaban en su camino no sabía que hacer con ellas. En verdad debemos saber que Claude tenía todo tipo de virtudes pero entre ellas no se encontraba la imaginación, la característica más sobresaliente de los seres con imaginación es la curiosidad, la incorregible sensación de que debe saber lo que hay detrás de las puertas aunque éstas estén cerradas. Podríamos afirmar sin miedo a equivocarnos que esa total ausencia de imaginación y curiosidad habían sido desfavorables en su desarrollo personal, si lo contemplamos como un conjunto, y que lo habían vuelto un peculiar ser conformista como pocos se conocen. Esa personalidad tan pronunciada lo llevaba en ocasiones a preferir la soledad a la sociedad, y posiblemente había sido una de las causas que lo habían movido a comprar el barco. Su vida siempre se hallaba en el umbral de algún nuevo y sobresaliente suceso que no se sintetizaba. Tener todo tipo de expectativas lo había ayudado a mantenerse a la expectativa, en la perspectiva de que algunas promesas se cumplieran o no, pero sin poner de su parte algún aspecto añadido que pudiera ayudar a la consecución de sus objetivos, si es que los tuviera. Claude era un joven con aspecto deportista, alto y de buena complexión, siempre dispuesto a aceptar un reto, pero sin poner demasiada ilusión y fe en ganar. El tobillo se le hinchó hasta alcanzar las dimensiones de una pelota de tenis, y durante el tiempo que duró la recuperación pensó en dos cosas principales, una de ella era Michelle y su negativa a esperarlo; la posibilidad de que hubiese rehecho su vida tomaba cada vez más fuerza y sentido, la otra era el deseo de poder volver a la playa para ver lo que quedaba de su barco y los restos de su


balsa, para ponerse de nuevo a trabajar en ello. A consecuencia del dolor en el tobillo estuvo durante un tiempo sin alejarse del lago, porque le daba todo lo necesario para mantener las fuerzas y el ánimo, y aunque dormía al raso, el clima ayudó y no volvió a llover. Dado el asombroso alcance de su lesión se dispuso a armarse de paciencia -¿qué otra cosa había hecho desde que habitaba aquel lugar?-, se miraba el tobillo intentando calcular si había bajado de volumen pero al intentar mover el pie un dolor agudo lo inmovilizaba. Michelle no era del tipo de mujeres capaces de amar hasta las últimas consecuencias, quiero decir, que hay mujeres (posiblemente algunos hombres también), que son capaces de construir amores que lo superan todo, la enfermedad, la vejez, la separación..., incluso la muerte. Pero Michelle no tenía el amor como piedra angular de su vida y él siempre lo había sabido, pero le gustaba tenerla -y eso era como un sentimiento de posesión, como la irracional pasión que a veces nos entra por tener alguna cosa, y no paramos de buscarla hasta que la conseguimos-, y había disfrutado la parte en que ella le había puesto todo tipo de dificultades para la primera cita, sobre todo porque entonces estaba con un tipo que no parecía tenerla en mucha estima. Los recuerdos que tenía de aquel momento no hacían referencia a la facilidad de desprendimiento que ella había demostrado, precisamente el mismo que ahora estaba bajo sospecha, porque si entonces había sabido dar un giro a su vida con tal rapidez y habilidad, tras la desaparición de Claude y si barco, lo más probable era que hubiese seguido con su vida, “cualquier mujer hubiese hecho lo mismo”, se decía manteniendo sin embargo su recuerdo parra llenar las horas más amargas. Es difícil hacerse una idea de como los recuerdos nos sirven de alimento cuando es lo único que nos queda, cuando estamos en una situación en la que no nos podemos plantear grandes desafíos, cuando las fuerzas no acompañan, o cuando estamos al final de un ciclo, como en la vejez o en la enfermedad, sin encontrar grandes placeres con que sustituirlos, los recuerdos toman la relevancia de mantener viva la llama interior y el interés por la vida. Ciertamente no se trata de hacer una encuesta al respecto, pero si por alguna locura de las fuerzas políticas, algún miembro aburrido de algún ministerio, decidieran hacerla, encontrarían que así es, la memoria representa en algún momento de nuestras vidas una parte principal, y no es necesario entrar en porcentajes para calcular que así sucede. Todavía se encontraba intentando descifrar, qué extraña fiebre le dio para retrasar su matrimonio y salir embarcado en un viaje en solitario. Una y otra vez recurría al truco poco efectivo en la distancia, de relacionar los acontecimientos que demostraran que le temía al compromiso, y si eso había sido de forma general, o si se trataba del compromiso específico que suponía casarse con una mujer específica, Michelle. Siempre existen razones para dudar de los propios motivos, aún después de llevar años de vida solitaria dándole vueltas, en su caso, podía pasarse el resto de su vida pensando en ello sin llegar a una conclusión al respecto: sin definir si los motivos de aquella decisión lejana, habían estado dentro de él, o algo le advirtiera desde afuera. No se trataba de culparse por todo, había superado ese arrepentimiento cristiano y medieval con la creencia más moderna de comparar un naufragio, con un accidente de automóvil, nada que ver con maldiciones, con la mala suerte, u otro tipo de supersticiones. Los acontecimientos anteriores al día de su declaración habían sido de concordia, aunque no siempre la paz reinara en su relación con Michelle. Declararse diciendo “mira, lleguemos a un acuerdo, me muero por casarme contigo, pero primero me voy a hacer un viaje en solitario por el océano más insondable”, era como poner condiciones, como establecer, “esto es lo que hay, si quieres lo aceptas y si no quieres tienes la puerta abierta, te das media vuelta y nunca más nos volvemos a ver”. Ninguna mujer en su sano juicio hubiese aceptado un matrimonio así, a menos, claro está, que no se lo tomara en serio como se cree que debe ser. Algún tiempo después había empezado a recuperarse, se ponía de pie, y se desplazaba no sin dificultad. A pesar de esos avances, se resistía a alejarse de la laguna, si bien, estaba deseando comer alguna otra cosa que el pescado insípido del agua dulce y caliente que conocía. Al principio de su naufragio, mientras intentaba organizarse, había temido ser presa de algún animal realmente peligroso, una fiera hambrienta, un insecto venenoso o incluso una serpiente, pero nada de eso lo molestó en años, y ese era el motivo, además de las noches con una temperatura agradable lo que lo llevaba a dormir al raso con cierta confianza. Y tanto era así, que nunca había tenido motivos para


temer por su vida, que la primera vez que vio una culebra, fue allí intentando pescar, mirando el agua, que una cabeza triangular y de bordes angulosos, se agitaba sobre la superficie, mientras movía la cola a derecha e izquierda vertiginosamente y se desplazaba para desaparecer bajo las hierbas de una de las orillas. En un ciclo de trabajos incansable, en cuanto se encontró con fuerzas, fue recogiendo todo lo que le pudiera servir para terminar la balsa que había empezado hacía mucho tiempo, y que se veía incompleta, y dañada por incidentes climáticos y animales que se acercaban a ella para picotearla o inspeccionarla, algunas para dejar su marca con sus heces. Tuvo suerte de conservar intacta la primera estructura, eso iba a simplificar el trabajo. Al preparar la base sobre la que se pondría, y al hacerlo sobre la anterior, notó que la solidez se consolidaba, aunque eso, posiblemente le restaría flotabilidad. Intentó calcular la relación entre una estructura que resistiese los embates de las olas, y la sujeción de los contenedores y las maderas que lo hicieran flotar. Se felicitó por su avance, por haberlo imaginado y puesto en práctica, porque sin duda alguna el nuevo trabajo mejoraba mucho la primera balsa construida pero que nunca había sido puesta en el agua. Para cualquier especialista la construcción no sería más que un trabajo de aficionado, todo se puede mejorar, era consciente de que su orgullo estaba quedando por delante de la realidad, por esta razón se limitó a sonreír al verla terminada y se abstuvo de hacerse una fiesta, una botadura o cualquier otro juego de solitario en busca de la alegre existencia que se hacía burla.

2 Irrupción Primitiva Nunca dormía demasiado, por eso decir que “dormía al raso tal” vez sea demasiado. El sueño se sucedía a intervalos, escuchaba los ruidos que hacían los animales nocturnos, y la misma vegetación, que después de los días de calor, parecía protestar desparramándose, y volviendo a su ser. La misma tierra parecía suspirar con los cambios bruscos de temperatura bajo sus pies. Divagaba, dejaba volar su imaginación, se acomodaba sobre la hierba, o sobre la arena de la playa, y volvía a caer otra media hora o, en ocasiones, una o dos horas seguidas, lo que representaba todo un triunfo. Eso también sucedía por el día, que se amodorraba y se dejaba ir cerrando los ojos en busca de un descanso suficiente y necesario. Era posible un sueño apacible, pero eso tampoco duraba, y se sobresaltaba de nuevo, siempre alerta para sentarse inesperadamente, de un salto y escudriñar alrededor como un animal que se siente en peligro, aguzando el oído y presintiendo cualquier movimiento. Años más tarde hubiese deseado verse a sí mismo, observarse reaccionando de tal manera, estudiarse como se estudian los movimientos inesperados de un animal salvaje, y concluir que había sobrevivido gracias a ese instinto, sin duda, pero trayendo a cuenta también como una realidad incuestionable que tuvo una gran suerte yendo a parar a una parte del mundo donde los peligros resultaban generosamente asumibles. Los secretos humanos tienen que ver en ocasiones con estrategias, pero también con que esas estrategias se vean envueltas en procesos vergonzosos. ¿Cómo explicar sino todo lo conseguido en tecnología, en la construcción de las grandes ciudades, en la eliminación de fronteras, si no fuera por los que se han quedado en el camino para que todo eso sea posible? Los motivos que han llevado al hombre a construir el mundo tal y como lo ha hecho, se entrelazan con el miedo. No estaba dispuesto a dejarse morir abandonado, y si conseguía llevar a cabo su empresa y conseguir que aquel aparato flotara, tendría que bordear la isla antes de atreverse a cruzar la inmensidad de agua que lo separaba del otro trozo de tierra que emergía justo enfrente. Ya no estaba a gusto, y lo atormentaba pensar que su muerte llegaría abandonado y olvidado del todo. Presentarse de pronto


en aquella otra realidad emergente, terrestre y selvática, podía ser una temeridad y todas las dudas lo asolaban: desde los peligros que pudiera encontrar, que tipo de animales y otras hostilidades, lo esperaban, si podría controlarlo, y, sobre todo, en el caso de que necesitara huir, si la balsa resistiría un doble trayecto. “Pago por mis culpas”, pensaba mientras se esforzaba porque cada nudo, cada madera colocada con la fuerza, la presión y la precisión necesarias, le pareciera el trabajo de un carpintero de embarcaciones. Cuanto más irremediable era su dolor y su esfuerzo, más sosegada se volvía su respiración, permitiéndose caer de espalda al terminar y así calmar sus inquietudes. No había en su proceder intención alguna de demostrarse sus capacidades, de superarse a sí mismo, ni nada de eso, ni relación alguna con el que se creía capaz de vencer el viento que soplaba en las velas de su embarcación años antes. De aquel no quedaba casi nada, la esencia tal vez, pero ni retos, ni el desafío de: llegar a ser; llegar a formarse, llegar a... alguna parte, eso que suele dominar la juventud de los hombres. Detrás de sus retos de otro tiempo, la inocente realidad se volvía una y otra vez contra él, demostrando que aquel gran esfuerzo desplegado había sido una inútil temeridad. Como, a pesar de sus remordimientos, podía seguir esgrimiendo la esperanza, esos sí, a ratos y sin la euforia discordante de los vencedores -nada podía ser así en su situación-, su único destino le parecía llegar a la playa imaginada, pero nada que celebrar. Antes de saber que una posibilidad de salir de allí alguna vez había existido, las maquinaciones de su mente iban de lo imposible a lo improbable, de lo sórdido a la locura, algo que no lo dejaba dormir le indicaba que aunque así fuera, y aunque perdiera la vida cruzando aquel trozo de mar, al final iba a ser su única salida. Llegado al punto de no desear más vida de lo mismo, reconociendo que el riesgo era tan necesario como posible, no le quedaba más camino abierto, que decidirse a dar el paso que tan improbable había visto en otro tiempo. Una posible partida, dejar atrás la playa sin saber si sera posible volver: el viaje imaginado insistía contra la fatiga. Así iba maquillando la desventura. Raramente aceptaba un final desconsuelo, iba y venía el cambio de humor, pero no lo aceptaba como conclusión. Estaba intentando situarse en un plano superior a esa mente libre que se dejaba dominar por el sufrimiento y se desligaba de toda firmeza. En esa situación de superar lo vulnerable que había ido creciendo, la delgadez y la flojedad, la fortaleza de la mente se presentaba como un arma de supervivencia del que no podía prescindir. A veces, si se quedaba dormitando al sol sobre la arena de la playa, intentaba imaginar escenarios posibles que le esperaban en la isla gemela. En su mayor parte se trataba de imágenes absurdas que lo devolvían a la realidad desplazado, intranquilo y desafiante. Quizá se negaba a aceptar que rechazaba la tristeza de su desgracia, pero la tristeza existía. En uno de esos escenarios se veía entrando en un gran edificio abandonado, húmedo, ruinoso y decadente, al que las tormentas se habían llevado parte del tejado y las ventanas, y del que nadie parecía ocuparse. Sin embargo, se trataría de todo un acontecimiento si así fuera, algo que transformaría por completo su indefensión; no era tanto pedir. En su sueño -digo sueño, porque allí sobre la arena, con los ojos cerrados, aunque no cayera dormido, parecía transitar ese borde- aquel edificio que parecía haber sobrevivido a una guerra, tenía el aspecto de un hospital, y comprobar que algunas viejas monjitas aún sobrevivían en él le causaba una emoción que lo hacía llorar, mientras volvía en sí, se incorporaba y como tantas otras veces, se quedaba mirando el mar, brillante, luminoso, plateado. No había nada que entender, se trataba de imaginar lo imposible, lo que nunca sucedería, dar rienda suelta al deseo de encontrar gente, de poder hablar con alguien otra vez antes de su muerte, o antes de que se le olvidaran los gestos necesarios para poder articular las palabras. No había un sonido que sonara más amargo que en la isla que su propio suspiro. Detrás de su ferviente trabajo se inundaba de una artificiosa alegría, hasta concluir que su existencia se trataba de convencerse que aún podía alegrarse por algunas cosas por muy rudimentarias que fueran; una de ellas el trabajo realizado en una balsa que parecía cualquier cosa menos destinada a flotar. En una antigua canción de marineros, algunos de esos rudos hombres, después de haber bebido suficiente licor, se ponían tiernos, algunos visiblemente románticos y emocionados, mientras cantaban a coro algunas de sus estrofas más notables y melancólicas. La mala interpretación, y los


tonos desafinados no les quitaba un ápice de entusiasmo, para eso era suficiente que empezaran a soltar la lágrima en la parte más emotiva. Nadie los salvaba de ser gente sensible, a pesar de parecer grandes osos peludos. Claude había conocido a algunos de ellos en los bares del puerto y se había sumado en alguna ocasión a sus ronquidos entonados como trombones. Era por eso que se había aprendido aquel estribillo que silbaba con frecuencia. Y por el mismo motivo, mientras habían durado las botellas de vino que sobrevivieran al choque contra la isla, había cantado algunas noches de otro tipo de naufragio, aullando a la luna borracho hasta donde podía aguantar, haciendo escuchar a insectos y palmeras la misma canción y comportándose, como suele suceder en tales casos, sin rastro de mesura ni vergüenza; lo que en una isla desierta carecía de toda importancia. Aunque defraudase a la naturaleza y su armonía, no hacía sino lo que cualquiera hubiese hecho en tales circunstancias para no volverse loco, dejarse llevar. En poco tiempo aprendió la lección más valiosa de su vida, debía desprenderse de vergüenzas, convencionalismos, presiones, culturas y cualquier otro signo de civilización que le enfrentara con las bondades que le ofrecía su nueva vida. Tal vez escaseara la comida, pero podría pasarse el día haciendo todo tipo de locuras. Unos minutos después de su última gran borrachera había creído ver una enorme vela en el horizonte, hacía un giro bordeando el arrecife y dirigiéndose, si seguía ese rumbo, a la isla gemela, si bien era cierto, que cuando terminara de girar se perdería detrás de las rocas, y desde aquella posición tampoco podría ver si se dirigía a aquel lugar. En el intervalo de tiempo que le llevó levantarse, secarse las lágrimas e intentar guardar el equilibrio, adquirió la impasible dignidad de un militar recibiendo una medalla, y de pronto se inclinó, y cayó de bruces sin poner los brazos para evitar dar con la nariz en la arena. De inmediato se incorporó nuevamente, pero la vela ya no estaba. Se preguntó si habría sido una mala jugada del deseo desbordante que los últimos años lo había llevado, de forma obsesiva, a creer ver cosas en el horizonte que no existían. Como en los días siguientes se encontró incapaz de discernir sobre la verdad de lo que había visto, o lo que creía haber visto, si se había tratado de una nube empujada por el viejo, o una bandada de aves desconocidas desplegando sus alas a poca altura, o si simplemente la alucinación de unas botellas de vino bebidas una detrás de otra, una natural intranquilidad le reprochaba por no haber sido capaz de salir corriendo a la montaña desde donde podría haber seguido el curso de la vela, y también por no haber sido capaz de acordarse de prender un fuego, si es que también en ese caso hubiese tenido la pericia de encender uno de los fósforos que guardaba con la ternura que le dispensaría a uno de sus hijos, si los hubiese tenido. Todo volvía a comenzar en la creencia de que el optimismo le era muy necesario. Se trataba de un descubrimiento fácil de asumir, ¿qué otra cosa podía hacer en sus circunstancias? No había nadie a quien engañar, si se mostraba feliz, sólo podía ser porque deseara firmemente que así fuera, y si era una cuestión de interpretación, prefería pensar que aún en medio de la nada, pudriéndose en la soledad podía aspirar a una moderada felicidad. Cuando Michelle observaba que algo le gustaba solía hacerlo con pasión, sin miedo a parecer ridícula -mucha gente alimenta miedos cuando se expresa y eso los hace apenas inapreciables. Estarán alrededor, pero nunca sabrás lo que piensan-, se reía escandalosamente, se ponía nerviosa y apenas podía pensar con libertad, se sometía a su deseo. No corría, en tales momentos, el riesgo de parecer poco natural, con dobleces o malas intenciones, al contrario, cualquiera perdería frente a ese estado natural tan infantil. Quizás por esa forma de ser que nunca calculaba, y se entristecía si pensaba en las consecuencias de dejarse llevar, era por lo que la amaba y perduraba en su recuerdo. El humor cambiante de Claude constituía un misterio en el que estaba dispuesto a entrar, para poder descubrir que un mismo motivo, como era el recuerdo de Michelle, le producía una alegría reconfortante, y al momento, después de haber ido y venido en distintas formas, terminaba por amargarlo. El mecanismo oculto del mal humor tenía sobre todo, que ver con sus dolores, con los huesos, con los músculos y tendones, que lo esclavizaban y, a ratos, lo inmovilizaban, pero sobre todas las demás cosas que le producían infelicidad, tristeza o enojo, había una que llegaba sigilosa al inconsciente y lo desanimaba hasta tumbarlo por horas sin gana de moverse, y esa cosa era la falta de expectativas, lo que con anterioridad he llamado esperanza -el fracaso de toda esperanza es lo que da a la vida la conformidad de lo creado sin esperar de ellos que nos salve-. La situación


empeoraría si no consideraba que haber sobrevivido a tanta desgracia era un regalo, y que seguir trabajando en la balsa no constituía necesariamente, motivo para la exaltación de la salvación. Claude no había tenido hijos, de hecho, nunca había pensado tenerlos, pero ese debía ser uno de los extremos que siempre había pensado que tenía pendiente de una conversación con Michelle. Los únicos hombres que no se equivocaban -el al menos así lo veía-, eran aquellos que no consideraban a los hijos una perpetuación de su alma y de sí mismos, y por lo tanto aceptaban la muerte como un gran apagón, como cuando se iba la luz en una gran ciudad, y todo quedaba a oscuras, en silencio, inmóvil. “Nada de lo que hagamos en vida, va a evitar el apagón total”, murmuraba apesadumbrado. El resto de los hombres, los que se esfuerzan en un sentido determinado en la creencia de que, de una forma u otro, pueden influir para cambiar las cosas, al menos, mientras el delirio continúa buscan alguna ocupación que los mantiene felizmente entretenidos. Esa fe en la esperanza de conseguir algo a cambio de sus sacrificios, los hace felices, del mismo modo que Claude pensaba que si terminaba la balsa, habría una esperanza para él. “Nada”, volvía el reproche, “al menos estoy en activo”. Los aspectos más sórdidos de una vida sufrida también volvían a él como una pelota que se tira al aire y le va a caer sobre la cabeza cuando menos lo espere. La multiplicidad de especulaciones acerca de lo que podía haber sido tampoco ayudaban. A tal punto de análisis iba llegando después de tantos años de darle vueltas a las mismas cosas, que después de desechar otras muchas posibilidades, creyó que lo más violento que le había sido sucedido fue perder su trabajo porque, según dijeron, “las necesidades de producción lo exigía”. Casi la mitad de los trabajadores fueron “eliminados”, nadie dio la cara, y redujeron ostensiblemente las indemnizaciones. Casi todos sabían que les iba a resultar muy complicado encontrar otro trabajo, y se encontraban en la calle y en los bares, deambulando sin sentido. Ese fue uno de los motivos por los que se compró el barco, y era también uno de los motivos por los que eludía el compromiso, tener una familia o posponer, una y otra vez pedir a Michelle en matrimonio. La tenacidad, la constancia, la perseverancia, eso que algunos confunden con la terquedad, formaba parte indisoluble de su forma de ser, no era nada nuevo. No se trataba de que su situación lo estimulara en construir, modificar o destruir cuevas, viviendas, o cualquier tipo de mecánica o herramienta rudimentariamente con objeto de hacerse la vida más fácil, ya era así de antes de caer en aquella playa. Debió ser una de las noches en las que caía rendido después de un día de obsesivo trabajo, cuando volvió a soñar con la isla hermana, aquella en la que creía que había un hospital de guerra olvidado, atendido por monjitas. Después de cenar algo de pescado se metió en un refugio construido con palmeras para protegerse sol, y aunque ya se iba débil y apenas calentaba, se quedó traspuesto. Empezaba a ser obsesiva la imagen de la isla y añadió algo a sus sueños anteriores, está vez, el dueño de la isla era el dueño de la empresa en la que siempre había trabajado. Llegaba en un enorme yate para mirar como marchaba todo, para preocuparse de que la ruina siguiera funcionando y para darle ánimo a aquellas religiosas que apenas se mantenían comiendo de un huerto del que ellas mismas se ocupaban. Las felicitó, las alagó y aceptó que lo obsequiaran con lo que tenían, su comida y su mejor cama porque había decidido pasar allí unos días. Pronto la noche caería en su sueño y el se acercaba en su balsa hasta el yate, andaba por él, curioseaba en los departamentos que encerraban champagne y deliciosos chocolates alemanes. En realidad no había nada que mirar que fuera de su interés, nada que pudiera sorprenderle, ni la radio, ni los sillones de cuero, ni las banderas de todos los países visitados que engalanaban el barco de proa a popa. Desde cubierta podía ver al señor tomando los últimos rayos de sol del día en una de las terrazas del hospital y tampoco le agradó esa visión. Abrió la puerta que le permitía entrar en la sala de máquinas y allí mismo con un gran pico empezaba a golpear el casco del barco hasta abrir una vía de agua. No se trataba de más que un sueño, pero parecía indicar que, en su inconsciente, culpaba de la mala vida que había llevado a aquel que un día había dejado a tantos trabajadores sin su trabajo, eso sí, “por necesidades de producción”. Así pues, ya anochecido, se volvió a su barca y se alejó de vuelta a su isla, mientras miraba como el lujoso yate se iba al fondo sin solución. Ahí acababa el sueño, despertaba con hambre y se cogía el estómago con la mano porque no había nada que comer. Dar el paso de reconocer el hambre, también era algo pendiente. Pero ya no sufría por eso, como lo había


hecho los primeros años, porque su cuerpo estaba tan desnutrido y adelgazado que apenas pedía alimento. El estómago debía ser poco más amplio que una lata de melocotones y llenarlo era fácil, con un par de pescados o algún pájaro despistado que pudiera cazar, podía aguantar un par de días. En ese tiempo seguía existiendo y soñando, y estar vivo se asemeja en todas partes a pesar de las miserias y el hambre. La disposición a seguir viviendo no era asunto menor, con el ánimo suficiente, sí. Atenuados todos los sufrimientos y todos los golpes por el hambre de esperar tiempos mejores, con todo lo que ello conlleva. En el momento en que se gira en mitad de la noche, y vuelve a dormir confiado. Por su parte, si el resto no se lo ponía aún más difícil, ese ánimo de salir adelante poniendo en ello las fuerzas que le quedaban, no habría de ser escatimado. Inevitablemente los dramas llegan, las tragedias nos abordan, ¿de qué otra forma podría calificar su suerte? Como náufrago se movía con verdadera soltura, se protegía con certezas y sus ojos se llenaban de aprendizajes cada día. Pero, los náufragos no son necesariamente héroes, aunque se hubiese jactado de ello si hubiese tenido oportunidad. Ni siquiera se había esforzado hasta la extenuación para evitar ahogarse, simplemente había sido escupido a la playa, como el hueso de una fruta de primavera que la tormenta rechazaba. Siempre había creído que sus viajes en solitario tenían un bajo perfil en lo que a peligrosidad se refería. Y nunca había pensado que se encontraría en semejante peligro, procuraba conocer la meteorología con varios días de margen; obviamente algo había fallado, pero no, no había sido heroicidad, en todo caso, bastante suerte. Aquella tarde, justo antes de la noche de su declaración de amor y matrimonio, había estado pensando que nada podía pasar, que se trataba de un viaje más, como tantos otros. Con motivo de aquellas vacaciones había contratado el servicio completo de hotel incluía comidas y cenas en el restaurante. Aquella última noche salieron a la terraza y el aire de la noche pareció tranquilizarlo porque se había quemado la espalda y le escocía como nunca. El propósito de declararle su amor bajo la mitad de una luna rodeada de estrellas respondía a uno más de sus actos espontáneos e impulsivos, porque cuando la arrastró hasta la terraza sólo buscaba un poco de tranquilidad, y así poder hablarle de lo que sentía sin interferencias. Los veraneantes extranjeros aún no habían empezado a llegar, era el principio de la temporada estival y los otros huéspedes (no demasiados) se comportaban con absoluta corrección. Intentó hacer un balance del tiempo que llevaban juntos, y la tarde había resultado tan placentera y parecían haber congeniado de tal forma -al contrario de otras veces, ambos se habían dado la razón en todo- que hablar de amor se hacía más fácil de lo que había creído. Durante, al menos quince minutos, estuvo hablando sólo él, aportando razones por las cuales ella debería aceptarlo como marido y compañero para los restos, y todo iba de perilla hasta que le anunció que deseaba salir de viaje en solitario por última. Tal vez ella no entendía esa obsesión por viajar solo, pues ya otras veces se había negado a que lo acompañara, pero el efecto fue contundente. Hasta las estrellas parecieron apagarse, ella dejó de sonreír, soltó algún improperio que prefiero no repetir, se dio media vuelta y no la volvió a ver. No le había respondido, esa era la realidad, ¿qué quería decir eso? Se preguntaba mientras la balsa crecía y crecía como una plataforma a la que se le puedan ir añadiendo trozos infinitamente. El compromiso no se había formalizado, Michelle era libre. Ni siquiera, en un caso diferente, aunque, hubiese aceptado estar prometida, podría haber esperado de ella que se encerrara en vida esperando su vuelta. El vuelo sosegado de una aves nocturnas le indicó que sólo las luces del hotel podían amparar semejante aventura. Se encendió la luz de la habitación, lo pudo ver desde su emplazamiento, una silla de hierro forjado delante de una mesa también de hierro y tapa de cristal, justo en la esquina más alejada de la puerta de la terraza. Pareció haberse parado el tiempo en su devenir ondulante. Hasta las ventanas se venían abajo ante la inminente partida de Michelle. No dejaba de mirar arriba esperando que se asomara para decirle adiós con la mano, y que le echara un beso por el aire, cosas muy improbables, esas cosas que no van a suceder aunque las deseemos hasta el final. Se apagó la luz de la habitación, se había ido. Cuando subiera encontraría el armario y los cajones vacíos de su ropa. No la volvió a ver, aunque, esperó en el barco mirando a tierra hasta el último minuto.


3 Ahogado, Ceñido, Completo y Versátil La teoría de la “antesala de la nada” le venía bien. ¿Por que empeñarse en que seguía formando parte de los vivos? En la isla nunca sucedía nada especialmente reseñable. Desafiaba con escasa salud le creencia de estar pasando por un momento de inevitable, un periodo de adaptación para lo que iba a venir a continuación que sería desinflarse, ser abandonado por el aire de los pulmones, deshidratado y convertido en polvo. En realidad no debería creer que eso era algo tan malo, a otros les había pasado antes y lo habían llevado con relativa dignidad. A eso él le llamaba “aceptación”, tener la serenidad necesaria para afrontar lo que nadie desea. Ya no sabía que más añadirle a la balsa, parecía una obra de arte. Estaba recargada, sobreactuada sin remedio, lo que se dice recargar el barroco. Si se hubiese tratado de uno de esos hombres que viven en la calle de lo que encuentran en la basura, en lugar de una balsa, hubiese dedicado su tiempo a cubrirse de ropas extrañas, mil elementos y complementos de moda, desde bufandas, cinturones, sombreros, brazaletes, medallas, correas, chapas, alfileres, pañuelos, gafas, etc. cualquier cosa que lo hiciese parecer importante (aunque sospechaba que no sería posible). La superficial tendencia a realizar una gran obra, excesiva y recargaba, planteaba dudas sobre la flotabilidad del elemento construido. Pero estaba feliz, orgulloso, manteniendo a raya la locura. Entonces subía a lo que podíamos llamar, cubierta, y se pasaba las horas imaginando que navegaba, pero la distancia que separaba semejante aparato del mar era insalvable. Ni en sueños podría verse a sí mismo arrastrando una estructura tan pesada. Estaba dispuesto a admitir que su trabajo había sido bueno, que había construido la mejor balsa que nadie pudiera imaginar, si bien, empezaba a sospechar que nunca había pensado en ponerla en el agua; ni siquiera lo intentó. Al tiempo que el hombre se presenta como una realidad diferente a todo lo conocido anteriormente por él mismo, empieza a dudar de la realidad. Intenta descubrir una nueva interpretación , una apariencia de cosas que nada tienen que ver con la antigua realidad de ojos abiertos. Conspira contra la cordura porque la verdad de cada cosa vivida representa el dolor. Saberse vivo puede no ser suficiente y tratarse entonces de emocionar, con el único aspecto en el que considera que debería estar sumergido, la civilización. Más tarde podrá decidiría si lo merecía o no, pero en aquel momento sabía que era el único lugar posible para él. Vendiera su alma por un viaje en solitario y ya no esperaba nada, las esperanzas iban cayendo una tras otra, las ilusiones se apagaban, la voluntad de aplazar una vez más su viaje hasta la isla gemela también le producía un tedio de muerte: tal vez, una expresión de la necesidad de, llegado el momento, dejarse morir. En su caso no fue una idea premeditada lo que lo llevó a caer enfermo, ni la debilidad era una opción. Después de varios días de no ingerir alimento alguno, apenas podía levantarse y por lo tanto los nutrientes que necesitaba para superar su enfermedad no los encontraba en nada de lo que lo rodeaba. Ni siquiera un insecto que acudiera al olor de la muerte, podía ser cazado e ingerido, nada. Se desentendió de la supervivencia y empezaba a aceptar que lo mejor era dejarse ir. Perder las fueras permite que hagan de uno lo que quieran, es ofrecerse para que entierren como buenamente puedan y sepan. Si se hubiese tratado de un castigo podría haberlo aceptado, pero, en todo caso, tendría que enfrentarse a un castigo universal, un castigo total, el que a todos le llega,


perdidos en el océano o no. A decir verdad, perder las fuerzas nos enfrenta a desear que nada cambie, a ser capaces de mantener la independencia de otros cuerpos, pero por desgracia, no es posible. Nunca dejaría de anunciar su inminente fracaso, para lo que le quedaba en el convento... Se prometía sonreír ante la amabilidad del asesino que llegara para exigir su alma. ¿Qué otra cosa podía hacer? Por lo demás, no dejaba atrás nada, absolutamente, no había de que lamentarse. Quedaba por tener en cuenta que no era religioso, que nunca se había preocupado de esas cosas, de la dualidad del ser, y eso había sido así porque tenía serias dudas de que tuviera un alma. Ya había bastantes amenazas en su vida, y si tenía un alma pecadora eso añadiría una pesadumbre más que soportar. Desde luego, las penalidades a las que el destino lo sometía, eran más que suficiente. Con un padre había tenido suficiente, no necesitaba empezar a dar excusas de nuevo por un Dios oportunista. En realidad, hacía mucho que no tenía malos deseos, ni prójimos, ni semejantes sobre los que volcar todos los defectos humanos, las envidias, las venganzas, los rencores, los abusos, las competencias, las insidias, las traiciones, los egoísmos, los engaños, la mentira, todo bien agitado. La libertad de no odiar no tiene nada que ver con la soledad, el aislamiento no lo ayudaba a superar ninguno de los lamentables pecados porque no se ponía a prueba, y respiraba deseando menos aire y más civilización. Echaba de menos atarse a costumbres absurdas, desesperarse porque una rutina insoportable lo asolara, y por fin, echaba de menos que un amor absorbente controlara cada uno de sus movimientos y lo tuviera atado de pasión y de celos. La libertad ya no era una prioridad, de hecho tanta libertad lo estaba matando. ¿Podía algo así estar sucediendo? ¿Podía alguien posicionarse en favor de toda aquella ruina? Durante un tiempo creyó que podría ir haciendo frente a sus carencias, que todo se iría arreglando. Confiaba en la providencia, pero, como digo, no solía rezarle a ningún dios, pagano o no. Desafortunadamente nada sucedía como esperaba, o si lo había hecho había sido por tiempo determinado; imposible mantenerse con vida de forma indefinida. Ya no intentaba contestarse, cada nueva pregunta quedaba sin respuesta, la fiebre avanzaba y apenas se movía. Le volvía a doler el tobillo, pero ya no se hinchaba. Utilizaba la balsa como refugio, se arrastraba hasta su sombra a las horas del sol más fuerte, y por la noche, intentaba no quedarse helado ni recibir el rocío del amanecer arrimándose a uno de sus costados. Dormir un sueño lejano, lucir ropa nueva, zapatos, rascar las heridas de la soledad bajo la ducha, cortarse las uñas, lastimarse las rodillas rezando y los labios besando. Ceder a la insinuación de los ojos, al flirteo del hambre, al agua estancada de mujeres que desbordan de pelo sudado y de ropa interior muy usada. Y de nuevo las visitas de cortesía, reanudar las formalidades, recordar la educación, reconciliarse con los reproches burgueses. Lavarse la boca hasta espumar sangre por las comisuras. Se mueven los ojos bajo los párpados, el sueño es profundo; es posible que delire. Si murió esa noche, lucían candelabros y sonaban los acordes y los ritmos de una fiesta. Para bailar no necesitaba estar vivo, se dijo; y soñó que bailaba mientras todos lo miraban. Se construía de nuevo en frases hechas, las dejaba caer con la impostura de un nuevo amanecer. Oyó un motor, o creyó oírlo. No pudo levantar la cabeza, el sabor de la arena le llenaba la boca y las fosas nasales. El ruido penetrante de un motor: cuando nada más que el rumor del mar y la protesta de algunas aves había sido todo durante días, le pareció un concierto barroco. En el fondo de uno mismo, exigimos lo que nos sosiega, y ya no es suficiente escuchar voces opacas de las que no sabemos nada, de las que desconocemos a sus propietarios, además necesitamos que el tono de esa voz nos comunique con el más allá en sintonía de almas gemelas. ¡Queremos tantas cosas! Convertir una voz en amor no es fácil, cuanto más el ruido de un motor del que ni siquiera podía saber si era real. Ya no sudaba, la cara cubierta de arena (sólo respetaba los ojos), empezaba a secarse. No deja de ser chocante que un cuerpo incapaz de tensar los músculos del cuello para levantar la cabeza, y así poder mirar en la dirección de su curiosidad, pudiera tener en cuenta el mundo que le rodeaba. Se estaba yendo, cada hora lo desplazaba siglos hacia la nada, y ni siquiera la tristeza podía influir ya en esa deriva. Mientras se iba apagando, volvía a repetirse que podía aplazar un poco más su viaje a la isla hermana. Nunca había deseado poner el pie allí, y seguía argumentando para evitar hacerlo, cuando eso ya no tenía ninguna relevancia. Había una pequeña montaña a su espalda, al pie de la montaña un pequeño lago, y un río bajaba


acelerado entre las rocas en la temporada de lluvias. De la parte montañosa la atraía la sombra del follaje, pero los insectos era mucho más peligrosos que sobre la arena ardiente. Los insectos no lo descubrirían en mitad de aquel fuego que expelía la playa, sin más protección que las pocas fuerzas que le quedaban y así poder moverse debajo de la plataforma atada con lo bidones a la que llamaba balsa. Hasta aquí todo había sucedido como se esperaba que sucediera, como cualquiera podía haber esperado que sucediera, todos menos él, ¡pobre náufrago! Sometido a todo tipo de sufrimientos y carencias, aguantando por tiempo determinado, amenazado por un accidente que lo postrase hasta la muerte, o, al mismo tiempo, la falta de fuerzas. El final, de cualquier manera era previsible. Una vez que aceptó que la posibilidad de un rescate era igual a cero, se dejaba ir con la facilidad que ofrece la desesperanza. Perdió la cuenta de los años, no sabía que edad tendría, posiblemente ya no era joven, y su aspecto lo hacía envejecer diez años más. Cualquiera que lo viera, pensaría que era un anciano, enjuto, débil, herido, con dificultad para moverse. El verdugo se inclinaba sobre él, buscaba el mejor momento, se posicionaba sobre la enfermedad, y acentuaba la pobre debilidad de una respiración inapreciable. Un hombre espantó al verdugo de la guadaña por un momento, se arrodilló al lado del moribundo, acercó su cara a la nariz del otro para saber si respiraba, no notó nada. Al comprender que se trataba de un moribundo, intentó precipitar los acontecimientos. En ese momento llamó al otro marinero que había quedado en la lancha para que le ayudara a arrastrarlo. Retrocedió un momento acomodándole la cabeza con extremada delicadeza, el momento era crítico, posiblemente si se hubiesen demorado lo hubiesen encontrado muerto. Deberían haber desembarcado cuando vieron aquel aparato en la playa, pero volvieron a la fragata, lo comunicaron a sus superiores, esperaron órdenes, y lo hicieron así porque deseaban que mandaran a otros a la inspección. Pero no les sirvió de nada, volvieron a poner la lancha en el agua, y ahora se encontraban intentando poner al desconocido sobre uno de los bancos sin que se cayera. Todo hubiese sido mucho más fácil si no se hubiesen demorado, si hubiesen acudido a la llamada de lo desconocido desde el principio, pero no lo hicieron así, se tomaron todo el tiempo, y ya era demasiado tarde. En la tradición de los marineros estaría muy mal visto dejar sin auxilio a un hombre mal herido, y en el caso de Claude, el médico de abordo poco podía hacer. Los cuidados empezaron desde el primer momento, lo alimentaron a la vena, le dieron la medicación que consideraron oportuna y lo dejaron descansar, pero no parecía suficiente. Podrían haber esperado algún síntoma en las horas siguientes para tomar una decisión, porque acudir al puerto más cercano con la intención de ingresarlo en un hospital les iba a obligar a cancelar su viaje y volver al lugar de su partida. Haber procrastinado con la salud de un ser humano, aunque se tratara de un desconocido, tal vez un delincuente, no lo hubiese entendido nadie, si bien, si moría, nadie podría desdecir la versión oficial, según la cual sólo un milagro podía haberlo salvado. Ya no sentía nada, no podía oír, ni siquiera presentir otras presencias. Tenía que ser buen chico, se exigía, como si por eso todo prometiera ser más fácil. Se quedó muy quieto, casi sin respirar, sin hacer ningún ruido, sin moverse, pero nada de eso le constituía un esfuerzo porque no podría enfrentarse a la decisión de mover ni un músculo, ya no tenía la libertad de movimientos, que hasta no hacía tanto, era lo único que le quedaba. Todo sería más fácil si no “daba guerra”, lo dejarían ir ligero, levitando, flotando en aquel camarote que había visto por un momento en que la invasión de un soplo de vida le hizo abrir los ojos; pero tenía tanta arena en ellos que casi los cerró inmediatamente y no lo había vuelto a intentar. ¿Pero respira?, Preguntó el patrón, a lo que le respondieron afirmativamente, y se iba y volvía en una hora, para preguntar de nuevo, ¿sigue respirando?, y la respuesta volvía a ser afirmativa. Después salían todos, y dejaban el cuerpo solo, como si necesitara reposo... no había hecho otra cosa que reposar en las últimas semanas. Lo lavaron con un paño húmedo, le retiraron las arenas, despacito, con un poco de jabón; en la cara sólo con agua. De nuevo abrió los ojos, pero nadie podía decir con certeza que lo estuviese mirando. Volvió a aparecer el patrón, y agitó su mano muy cerca de los ojos del enfermo: ni se inmutó. Cando volvió al puente, tomó el teléfono que lo comunicaba con la sala de máquinas. “Sí, volvemos, pero no se den prisa, si se muere por la demora, lo echamos al mar, y ya luego damos


parte; pero podremos seguir camino�. Y así, volviendo, pero sin volver del todo, el mundo marcha en un tratado indiferente de muertos postergados. Seremos viejos, no moriremos un aùo, tal vez el siguiente, o el otro. Sin prisas.



A la chica de la Harley, con afecto.

Las altas pretensiones 1 Sin Más Que Argumentos Si la vieja entraba en trance los niños salían corriendo y se escondían en sus cabañas. A pesar del ruido atronador de los tambores, hasta el momento en que saltaba a la arena, su mirada había sido dulce, hasta el extremo que resultaba imposible saber cual era la Babú verdadera. Se golpeaba el pecho con ambas manos y soltaba ruidosos soplidos de dolor. Al fin, el esqueleto hacía un chasquido seco y caía al suelo tan larga y negra como era. Hasta ese momento su baile delirante había dado paso a un contoneo sensual impropio de una mujer anciana, pero de cualquier modo de una tensión inequívoca. Cesaba la fiesta y los hombres sudaban de superstición, gritando y gimiendo como animales. No duraba mucho esta parte, se giraba en la tierra hasta cubrirse el pelo y la boca, y a continuación levantaba la pelvis cogiéndose con amabas manos hasta caer inconsciente. Uno de los hombres se levantó dando un golpe seco con su bastón en el suelo, y gritando enardecido al cuerpo huesudo y desinflado, ya completamente desnudo de la anciana. A Garcés le vino a la boca la comida del mediodía, y habían pasado más de nueve horas de eso. Le solía suceder cuando asistía a espectáculos semejantes, y otras veces, en un accidente de automóvil con desprendimiento de miembros del que había sido testigo, y también en una ocasión que había sido testigo del parto de una perra gorda que tenían en casa. Quitó el pañuelo del bolsillo y lo mantuvo delante de la boca mientras duraron las arcadas, pero no llegó a arrojar nada fuera de ella. Nadie lo vio, estaba discretamente situado en un lugar retrasado y sombrío. “Escúchame Perí, hay que hacer algo con esto, no pido tanto. No suelo escribir cartas, mucho menos para pedir ayuda, pero es necesario que vengas y lo veas por ti mismo. Podemos hacer un documental y tal vez consigamos algo de ayuda”. Años atrás habría sido mucho más condescendiente con sus impresiones, y no habría sido porque entonces se sintiese más delicado, sensible o escrupuloso. Era curioso que pensara que debía ser más condescendiente con formas culturales que no


comprendía, y no se trataba de los pollos despedazados, había visto cosas peores en los mercados del primer mundo. Las leyendas populares son extremadamente desagradables y sangrientas en esta parte del mundo. Estas gentes se dedican afanosamente a construir sus vidas, pero en sus reuniones parecen olvidar cuanto les cuesta conseguir un poco de grano o el licor que emplean para realizarlas. Es más, pareciera que cuando se liberan de su vida cotidiana y asisten a uno de estos ritos, se encuentran con su verdadera vida, con su esencia, olvidan todo lo demás, la rutina que ocupa la mayor parte de su tiempo se ve sometida a la intensa realidad de estas noches. No saben nada de besos, ni de ternura, ni de piedad, se trata del delirio porque sí; como un movimiento ancestral de cuerpos sin mente. “A quien no haya visitado estas tierras es difícil hacerle comprender lo que quiero decir. No tendría sentido que rechazaras mi ofrecimiento, sin que primero viajaras a esta parte del mundo y veas por ti mismo lo que no llego ni a ser capaz de sugerir. De cualquier forma que te lo puedas imaginar, estarás siempre lejos de sus realidades. Incluso, si te dedicaras a estudiar lo que en la enciclopedias puedas encontrar con más o menos exactitud, debes comprender que lo que se pretende extraer de sus costumbres no lo encontrarás ahí”. No solía utilizar palabras que no pudiera controlar adecuadamente, por eso no sorprendía tanto como pretendía. Puesto que su lenguaje se ceñía a la neutralidad, y no quería exagerar, esperaba de Perí que entendiera que no sería tan insistente si no hubiera un motivo, y que en su caso, insistencia sustituía a asombro. Había leído y escuchado a otros narradores expresarse en el límite de sus fuerzas, rasgando con la increíble fantasía de las metáforas las descripciones más amargas. Ya no importaba dondequiera que se encontraran las palabras, las imágenes, en este momento concreto de su viaje le parecían más importantes. En el tren que tomara en el Puerto de La Cristinita, llevaba tres días durmiendo sentado. Junto a Perí alguien había dejado un enorme loro dentro de una jaula de barrotes sucios y abollados. Por lo que parecía era un regalo caro que, el señor sentado en el asiento de enfrente, debía entregar en destino. Los colores del pájaro era vistosos y brillantes, recogía las alas con una elegancia natural cuando las sacudía, lo que solía suceder con cierta frecuencia. También se atusaba las plumas y las patas, con el mismo interés que su dueño se sobaba los bigotes. En un momento entraron dos pasajeros más, y no hablaban mucho, tal vez por eso el viaje no se hizo muy cómodo, de cualquier modo no conocía el idioma, y aunque hubiesen sido más abiertos no los habría entendido. El señor de los bigotes, el dueño del loro, era muy delgado y permaneció firme durante muchas horas, hasta que al fin decidió recostarse ligeramente sobre su espalda contra el sillón. Apenas se cruzaron los ojos de los cuatro pasajeros, era como si todos se hubiesen puesto de acuerdo para evitar las miradas de los otros. Los otros dos pasajeros, los que entraron de una vez, y todo hacía indicar que viajaban juntos, hablaron algo entre ellos, pero sin extenderse, debía tratarse de preguntas con respuestas lacónicas. Uno de ellos quedó levemente traspuesto a media tarde, e inmediatamente -tal vez se trataba de una forma de educación- el otro le dio un ligero empujón, y ya nadie durmió hasta la noche, cuando alguien apagó la luz del vagón. El resto es fácil de imaginar, la incomodidad del propio movimiento de los trenes más viejos, los olores de los que llevan comida en sus bolsa, el ruido de los que beben a media noche despertando a todos con sus movimientos, y la entrada inesperada del revisor reclamando los billetes. Después de unos años sin ningún proyecto por el que dejarse seducir, ya no soportaba la inactividad intelectual a la que se veía postergado; (esto, por supuesto, no lo sabía Garcés), pensaba y actuaba como un burgués, unido en una comunión sarnosa que siempre había detestado, lo que era debido a la inactividad. Reunirse con su hermano mayor en tales circunstancias resultaba una bendición, sobre todo por el respeto que él demostraba por su trabajo. En realidad, tal y como se lo había planteado, no necesitaba mucho material, llenaba un par de maletas de cámaras, objetivos, trípodes y película. En el género documental nada se fuerza, hay un millón de combinaciones para contar una misma historia, con las palabras resulta fácil. Con las cámaras en el género documental, todo se reduce bastante, no hay mucha posibilidad ara la fantasía, y era por eso que tanto le gustaba. Carente, pues, de otros aspectos que lo motivaran, ni que hurgaran en su pobre alma aún tan joven, se afianzaba en el proyecto sin necesidad, como le había pedido Garcés, de una primera aproximación y convivencia con el clima local. Confiaba en la perspectiva que tenía en la distancia


de aquella cultura, además de la bendición indudable que su hermano, había otorgado a todo lo exótico que allí había visto con sus propios ojos. Si es que lo exótico fuera un valor a añadir, en el público de occidente al que iría dirigido, claro está. Hacía un calor sofocante. Cuando el tren se detuvo en la estación llevaban las ventanillas abiertas y una cortina volaba en todas las direcciones posibles, a punto de soltarse de sus anillas. Abriéndose paso entre las maletas y procurando no tropezar contra la enorme jaula del loro, se terminó de desabotonar la camisa, como si la compostura no sirviera de nada en tales latitudes. Llevaba en las manos y bajo los brazos fuertemente cogidas las maletas. Las manos delicadas percibían el peso cortante sobre las asas, pero estaba dispuesto a seguir recto sin detenerse hasta poner los dos pies sobre el andén. Se sintió mejor al respirar aquel aire, en medio de aquel bullicio, era como abrazarse a sus sueños de adolescencia, aquella idea esperanzadora del pasado sobre sus pretensiones cinematográficas. Aquel lugar respiraba por él, apenas le hacía falta tener intención de seguir con vida, todo allí lo empujaba a sentir la vida, y lo proyectaba como parte del material por él mismo registrado en tantas películas como situaciones había vivido. Perí no era, como enseguida comprenderemos, de ese tipo de individuos dados a conversaciones inútiles, fogosas o que no llevan a ninguna parte. Nunca se había permitido el lujo de disfrutar con la compañía de extensas charlas, y había rehusado los grupos universitarios orientados a todo tipo de fiestas y diversiones. Tales actitudes lo separaban de lo que consideraba su deber, la cinematografía. Aún así era una persona alegre, activa y con el ánimo necesario para coger su equipo y situarse en cualquier parte del mundo si eso fuera necesario. Siempre hay quien tenga alguna crítica que hacer a este tipo de proceder, sobre todo los que alguna vez se sintieran rechazados porque declinara sus invitaciones a fiestas de forma reiterada, pero lo cierto es, debemos admitirlo, que se trataba de un muchacho de mucha valía y centrado en su trabajo. No tengo intención de empeñarme en demostrar que se trataba de una personalidad ejemplar, no suele dar resultado, porque cuando alguien se ha empeñado en demostrar algo semejante, al fin termina por suceder algo que saca de los más hondo del modelo propuesto lo peor de él, echando por tierra cualquier animosa teoría de bondad. Conformémonos con saber que Perí, como hermano nunca había tenido graves defectos de convivencia, no había sido envidioso, ni acaparador, y que siempre había estado dispuesto a colaborar en las empresas de Garcés. La relación de hermanos funcionaba como una engrasada maquinaria, sin interrupciones, a veces dolorosa, pero todo lo superaban sin llegar al desagradable tormento de otras relaciones familiares. Generaban una prematura conformidad con las decisiones del otro, de forma que si la respuesta a la llamada hubiese sido negativa, sería aceptada de conformidad y sin exigencias, ni echando mano del viejo truco de los antiguos favores impagados. En estos términos se hacía crecer su hermandad, tanto en lo que tenía que ver con sus obligaciones familiares, como -este era el caso- en lo que tenía que ver con construir juntos o no su tiempo de ocio y trabajo. Garcés se inclinó para abrazarlo y sacarle de la mano una de las maletas, lo miró fijamente, como si quisiera cerciorarse de que aquel rostro cansado y sin afeitar era efectivamente el de su hermano, y uno poco más adelante lo volvió a mirar sonriendo, lo que sin duda era una muestra de felicidad por tenerlo allí. En aquella estación había un par de coches particulares que hacían la vez de taxis, pero nadie los cogía, pasaban la mayor parte del día sin moverse, y cuando lo hacían, era porque recibían alguna llamada del hotel, para recoger a algún viajero que al fin decidía abandonar la ciudad. Kakora estaba mirando la pantalla sin imagen de la televisión del hotel, después de tomar un combinado, se había quedado pensando y sus pensamientos se habían ido tan lejos, que apenas se había dado cuenta de que a su alrededor se había hecho el silencio. Se sentaba en el borde de sillón con reticencia, mientras sostenía un libro entre las manos y apoyaba los codos sobre el regazo. Cuando suena la campana de la puerta del hotel a esa es porque algún viajero ha llegado en el tren e mediodía, justo lo que estaba esperando. Eso forma parte de los ritos de modernidad instalados sobre pequeñas costumbres -las que aún van quedando- y viejas aficiones de supervivencia. Hace algún tiempo que se instaló con Garcés en el hotel, porque el se lo pidió, y porque estuvo de acuerdo en que todo resultaba así más fácil. No se permiten visitas esporádicas de mujeres que entran y salen del hotel, y menos aún si se trata de mestizas, pero si se instalan y pagan su parte, eso


las cubre de un halo de respeto que lo hace todo más ajustado a conveniencia. La señora Wore no murió de la excitación producida por las drogas, o por un estado mental sin control, o por el trance demoníaco de una celebración ritual, se murió de muerte natural, o al menos eso era lo que decía el parte médico que permitió que se la llevaran para enterrar. En el cumplimiento de su deber, los mozos municipales, se opusieron en un principio a permitir que sacaran las cámaras para rodas aquella escena, sin embargo, desataron su firme intolerancia y se ablandaron en cuanto Kakora negoció con ellos. Todo se reducía a saber negociar en el trato con los nativos, y por eso Kakora era parte firme e imprescindible en el equipo. La historia de la filmación se la contaron inmediatamente, no querían que se sintiera molesto, por eso después de que Garcés se la presentara, allí mismo, en el hall del hotel Kakora le contó que la mujer convulsa, la anciana poseída por los espíritus, el eje principal sobre el que querían hacer girar el argumento del documental, se había muerto, y a continuación, se dispuso a mostrarle el material grabado en su entierro. Tales circunstancias, a cualquier otro, lo hubiese movido el deseo de plantarlo todo y volverse a su país, pero Perí lejos de sentirse abrumado por las novedades, creyó que eso le dejaba las manos libres y podrían empezar de cero a planificar el trabajo que llevarían a cabo. Sin terminar de conocer todos los pormenores -lo sabía muy bien-, ni de ver aún las posibilidades -eso sería muy precipitado, o en todo caso una desconocida magia-, se sentía animado, y todo cuando veía a su alrededor le devolvía todas las posibilidades y sugerencias que siempre nos produce encontrarnos en una cultura diferente a miles de kilómetros de la nuestra. Entre saludos, afectos, e impetuosas imágenes, iba pidiendo sin demasiada respuesta que lo dejaran subir a la habitación, darse una ducha y descansar, porque nada puede correr tanta prisa que se deba poner en cuestión la higiene y la salud. Durante el tiempo que duró aquel “acoso”, creyó comprender la importancia que le daban, e interpretar que aquella precipitación era debida a que temían su marcha al darle la noticia de la mujer muerta. Y no, no se iba por no poder grabar a la mujer poseída, porque sabía que en esas culturas cuando un poseído se va, muere o queda en estado vegetativo, otro aparece, como si hubiera una necesidad popular de mantener vivo el rito, como si la brujería de los ancianos fuera capaz de ponerse en el lugar que ellos deseaban, en el momento que les hacía falta. Entre las visiones de los pueblos, los márgenes culturales que mueven sus vidas, y la propia transición a la que los exponen las supersticiones, se reconocen vibrantes páginas de lealtad, entrega y aceptación, que vuelve cada poro sangrante de su piel en una verdad incomprensible para las civilizaciones más acomodadas. Por temor a una muerte prematura, la sociedad moderna nos conduce en un camino de educación y conocimiento que precisa de muchos años de madurez y de finalmente de vejez, para que podamos devolver con nuestro trabajo, algo de lo que hemos aprendido. La segura persecución de las enfermedades modernas como el cáncer o el alzheimer, sin duda nos proporciona una parte de la misma visión de las culturas más ancestrales, que al fin luchan contra la presencia mortal a su alrededor, día a día, proponiéndose a sí mismos como el posible siguiente, el muerto próximo, el condenado sin saberlo del todo, pero que presiente.

2 La Cañería Silenciosa La oportunidad de la visita al poblado de chabolas acababa de presentarse, al fin Garcés consiguió un auto y lo dejó en manos de Kakora que lo condujo entre los caminos de tierra y piedra con la pericia de quien conoce los caminos que transita. Al principio, Perí creía haber llegado al lugar que le estaba esperando, pero los pueblerinos tenían un aspecto desinteresado, incluso, en ocasiones,


desafiante. Pero esperaban, se detenían mirando dispuestos a la conversación, a responder preguntas y a ser interrogados, no parecía que eso les molestara. Uno de ellos saludó cuando la marcha del coche disminuyó y se puso a paso de persona porque el mercado estaba cerca, y los cuerpos se espesaban entre motocicletas y carros tirados por ellos mismos. El trabajo que llevaba a cabo sobre costumbres ancestrales le había reportado ciertas simpatías entre el cuerpo académico y los críticos más exigentes. Algunos afirmaron en publicaciones especializadas que se trataba de una revelación, que debían esperar aún un tiempo para poder estimar su evolución, y finalmente verlo eclosionar en toda su grandeza. Todo eso a Perí lo abrumaba, pero no se dejaba intimidar, y seguía pensando en su trabajo con indudable independencia. Hacía tiempo que venía extendiendo su trabajo en una constante y suerte de preparación que también lo convertía en concienzudos ensayos literarios,y que le aseguraba una cierta tranquilidad cuando la acción cesaba y el se retiraba a escribir sobre todo lo vivido. Y escribir sobre la gente, las aldeas, la arquitectura de los lugares que visitaba, las necesidades, las costumbres, las supersticiones, la organización social y política, todo lo que pudiera definir a un pueblo antropólogicamente, era susceptible de ser descubierto, estudiado y enviado al mundo; el mejor de los trabajos, sin duda. Por su parte, Garcés, se dejaba impresionar de otra manera, y deseaba utilizar todo lo que su hermano sabía en audiovisual, para registrar esas impresiones. Contar historias más personales no parecía de momento a su alcance, tampoco se animaba a aplicar la ficción ni de una forma fugaz o disimulada, y de esa forma realzar aquello que quería decir. Todo estaba igual de bien que siempre, debía aceptar que lo que saliera del todo, era un producto colaborativo, y que hasta las ideas de Kakora terminaría por incidir en el carácter de la cinta que quería grabar. La breve interpretación de un hecho como el que deseaban grabar vendría más tarde, en aquel momento Karoka lo llevaba para que conociera a la nueva maestra de ceremonias, Doña Akunda, lo quería conocer antes de aceptar que aquellos aparatos cinematográficos, de los que decían que podían robar el alma de aquellos que se expusieran a sus lentes, pudieran ponerse a su servicio. Quería saber si se trataba de un ser puro de corazón, o de un demonio con cara de ángel y además tenía el poder e desentrañar la verdad. Cuando Kakora detuvo el auto, deslizó su mano sobre el hombro de Perí tranquilizándolo, estaba claro que se encontraba en su terreno y allí debía ella llevar la iniciativa. En el momento que llegaron todo el mundo parecía ocupado, era la hora de la mañana de mayor comercio, y no parecía que nadie quisiera perderse nada de lo que se ofrecía, aunque la mayoría sólo querían saber. El apremiante reconocimiento de sus posibilidades los llevaba a estar dispuestos a esperar lo necesario y como no les iban a permitir entrar en la chabola se armaron de paciencia cerca de un árbol frondoso que crecía afuera. La paradoja del mundo que lucha por sobrevivir y la imposibilidad realista de la producción, se manifestaba en la carencia de las herramientas necesarias, los vehículos rústicos que seguían en activo por soluciones que en el mundo occidental parecerían magia. En un momento de debilidad Perí se tapó la boca y la nariz con la mano, mientras con los ojos muy abiertos seguía mirándolo todo. El olor era muy fuerte debido a la ausencia de un sistema sanitario que canalizara las inmundicias que corrían por un riachuelo en mitad mismo de la aldea. No había otra manera u otro lugar para deshacerse de las heces, el jabón, manchas de aceite y en ocasiones la cabeza de un pollo, todo rodando río abajo. Decimos que la vida transcurre con normalidad si los días siguen pasando, si no se interrumpe esa rutina por muy tóxica que sea. Al lado de la chabola, la nieta de Akunda no debía tener más de doce años y la barriga le llegaba a los pies. Imposible discernir por su risa maliciosa, que ocultaba encogiendo la cabeza y arrimándose a la pared en busca de un cobijo inútil contra las miradas de los extraños, si aquella barriga había sido por una violación, o porque se había prostituido por cualquier baratija. Aceptamos pasivamente lo que entendemos por normalidad, y Perí empezaba a darse cuenta de lo lejos que estaba de sus convicciones y el choque brutal que le producía bajar a la arena. A pesar de que Kakora se lo había dicho expresamente, no pudo resistirse a sacar unas fotos, “hasta que hablemos con Akunda déjate de fotos, nos vas a crear un problema”. No era frecuente que un joven documentalista se decidiera a hablar de semejante realidad, mucho menos que se dejara ver entre los parias. Daba la impresión que había sufrido algún tipo de desengaño para hacer semejante cosa, la gente normal no se rebajaba si no eran obligados a ello,


podrían ser rechazados en sociedad, o ser provocados por los más revoltosos si llegaba a trascender su visita. Pero, al menos por una vez, ver una reacción semejante de valentía, o tal vez de inconsciencia, debía tener algún tipo de recompensa, y quizá por eso, Akunda estuvo de acuerdo con dejarlo rodar. Muy diversas circunstancias podrían haber influido en su decisión, la primera y más importante el estado de ánimo de la anciana, pero esa noche había dormido bien y lo esperaba dentro su caseta sentada en la cama. Así tuvieron unas palabras y él respondió a una pregunta, ¿por qué quería rodar a los parias? A lo que él respondió que era su trabajo. La tercera cuestión que posiblemente influyó de forma determinante fue ver como se conducía entre la gente; no había altivez, ni miedo, en sus reacciones, todo era conveniente. O eso a una cuestión de suerte, porque de otra forma no se podría calificar la conjunción de tantos elementos, como si cuatro cometas viajando por el universo se encontraran en un mismo punto, a un tiempo y eso determinara un nuevo tiempo universal. Permaneció sentada en la oscuridad, al mover la cortina la entrada se iluminaba, pero no había forma de verle la cara, el angulo más sombrío de la habitación había sido el elegido para poner la cama. La miró, o a su sombra; no se movía. Todo alrededor era insuficiente y oxidado, viejos cacharros de cocina, herramientas de agricultura y cajas de madera, posiblemente alguna vez llenas de fruta, y todo tenía que ver con lo que se podía esperar de un lugar semejante, nada alcanzaba y sólo algunas cosas seguían siendo útiles. Sin embargo, la magnifica visión de algunos objetos tradicionales, de los que no supo completamente, ni precisamente, adivinar su utilidad -posiblemente armas, o adornos que se ponían sobre el cuerpo en fiestas, y desfiles- le hicieron sacar su cámara. El aire estaba cargado, era dulzón y aceitoso, y esa densidad le hacía respirar lentamente. Después de hablar un rato con Akunda, y en un acto reflejo, Perí creyó comprender que era hermana de su antecesora en el centro del ritual. No la conocía pero la forma en que le hablaba de ella, y a pesar de que no dominaba el idioma de los extranjeros, algo sonó a “hermana”, aunque Perí no fue capaz de deducir de inmediato si se trataba de un tratamiento de afecto, religioso, de hermandad política, u otra cosa, pero tal vez no familiar. Intentóttransportar el idioma, insistiendo para que se volviera a pronunciar al respecto, pero sin que la señora Akunda descubriera su interés. Y ese interés por conocer el grado de parentesco de las dos, ¿cómo llamarles?, ¿sacerdotisas?, ¿maestras de ceremonia?, ¿poseídas?, no era baladí, parecía un punto importante en la historia que al respecto se pudiera contar. Entonces la anciana empezó a decir cuanto la quería y cuanto la había llorado, y quiso saber si aquello también formaría parte del film, o si sólo lo grababa por curiosidad, a lo que él respondió que todo lo grabado era susceptible de ser utilizado, pero que la mayor parte se desecharía. Los ojos, después de unos minutos se fueron acostumbrando a la oscuridad, y Perí se percató de que la postura de la señora era poco natural porque se sentaba en el borde de la cama, y que eso era debido porque a su espalda había un cuerpo echado cuan largo era sobre el colchón. Si no fuera por la dificultad de estar seguro de nada en aquellas condiciones, afirmaría que se trataba de otra mujer de una edad parecida. ¿Tres viejas? Se preguntó, como si le pareciera increíble. Ya que no podía pensar en él mismo y ya que no encontraba el sosiego necesario para someterse a algún tipo de crítica, por la poca relación que tenía con lo que acababa de ver, de vuelta al hotel se echó sobre la cama y cerró los ojos intentando dormir. Con el tiempo descubriría que formaba parte de un todo más allá de su propia cultura, y que si eso aún no se había producido debido a su juventud, se trataba sin duda, de una cuestión de tiempo. Los antropólogos que trabajan con medios audiovisuales, encuentran que sus puntos de vista pueden ir cambiando y dejando de considerarse en una posición superior, incluso en la distancia, porque cuando revisan el material grabado, ya de vuelta en sus cómodas ciudades de residencia, ¿encuentran que nada les es tan satisfactorio como el tiempo en que vivieron lejos de la civilización? Esta división del alma y del corazón, debe ser algo parecido a lo que le sucede a los hombres capaces de enamorarse de dos mujeres a un tiempo, y no ser capaces de tomar una decisión y preferir a una sobre la otra. Algunos de los asuntos amorosos de Garcés tal vez pudieran dar lugar a pensar en cosas parecidas, pero no los suyos. De cualquier forma, la influencia que aquella tierra ejercía sobre los extranjeros, él empezaba ya a sentirla. Y así, imaginando que era prisionero de una atracción innegable, se iba entregando a los brazos de sueño.


Esa tarde, mientras dormía, alguien preguntó por él en la recepción del hotel. Se trataba de un hombre de edad madura que parecía conocerlo, pero no dejó ningún recado ni quiso decir su nombre, según le comunicó el recepcionista. Pensó mucho en ello, pero estaba seguro de que no tenía ningún conocido en esa parte del mundo, o en su defecto, no sabía que ninguno de sus amigos anduviera de viaje por aquellas tierras. Era como si hubiesen llamado a su puerta mientras agonizaba, le quedaba una gran pesadumbre de que no lo hubieran despertado, en semejante situación debería ser un acto de ineludible fe para los empleados del hotel, asegurarse de que se agotan todas las posibilidades, aunque, según dijo estuvo llamando por teléfono a la habitación y no le contestó, ¿tan dormido estaba? Al final, el hombre salió a mucha prisa, porque dijo estar muy ocupado, pero prometió volver. Él mismo podría salir a la ciudad y dedicarse a preguntarle a todo el mundo, si conocían a quien había preguntado por él esa misma tarde en el hotel, para regocijo del recepcionista. Tenía que ser crítico con esas conductas, el estaba en la habitación, y debería haberlo comprobado. ¡Estaba a miles de kilómetros de casa, era importante saber quien preguntaba por él! Le puso una cara muy seria a aquel joven cuando le devolvió la llave, y le dijo que si volvían a preguntar por él, resultaría muy conveniente, como mínimo, saber de quien se trataba. Entonces cuando se salía, el conserje dijo, “quizás debería usted enterarse de si debe realizar algún registro, o consultar en la oficina de impuestos, si su trabajo está sometido a algún permiso”, y eso le hizo pensar que no le diría quien era aquel hombre aunque lo supiera. Perí no esperaba correo, una vez comprobado que todo estaba en orden, y haber ojeado el periódico local (algunos de sus artículos eran en inglés) en el hotel se dirigió al bar de enfrente, donde sabía que solía estar Garcés pasando el tiempo libre. Necesitarían un traductor para todo, si no fuera porque los lugareños hablaban el inglés como segunda lengua con bastante fluidez, y aunque ellos no eran ingleses también lo entendían. No quería que pareciese que iba a estar detrás de Garcés como una sombra, así que se dirigió a la barra y tomó una cerveza, antes de acercarse a la mesa en la que él se encontraba. Y no iba a entrar sin cierta prudencia, tal y como él era. Kakora lo vio acercarse pero no dijo nada, así fue como descubrió que Garcés estaba realmente interesado en las posibilidades del documental, había trabajado incesantemente e intentaba realizar un croquis del lugar con posibles emplazamientos para aquel que portara una de las cámaras. Saludó desde atrás y su hermano volvió la cabeza, se sentó en el brazo de un sillón y atendió a sus explicaciones. Todo parecía bastante preparado, sin embargo, Perí sabía que la noche de la Babú no era la conclusión ni la finalidad del trabajo, por muy descarnada y bizarra que fuera. Había grabado un poco a la vieja hablando de cosas sin demasiado sentido, pero en un tono clandestino y en aquella oscuridad asfixiante, y deseaba volver a grabarla la uno o dos días después del trance, para observar si se ha había producido algún cambio en ella. Probablemente no debería preguntar, porque sabía que la respuesta iba a ser muy atrevida, pero le preocupó la noticia de la prensa acerca del toque de queda, Garcés afirmó que para sobrevivir en aquel lugar era preciso saber que una parte importante de las actividades que se realizaban eran ilegales, y además, dijo, está la cuestión política. Garcés confirmó que había toque de queda a la noche, pero que las autoridades lo restringían a la parte más elegante dela ciudad, consentían los ritos, y no solían meterse con los oficiantes; lo consideraban un desahogo para el pueblo. Pero en esta ocasión debían tener un cuidado especial, porque cuando había extranjeros por medio y con cámaras, todo se complicaba. En un trabajo así, después de tomar decisiones que alteraban sus vidas por meses, a veces por años, llevándolos de un lado a otro como meros aventureros, no hacían demasiadas concesiones a las contrariedades, y es acertado pensar que no eran gente que cambiada los planes con facilidad.

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Parcial Visión Absoluta La primera prueba que tuvo Perí de que los espíritus viven entre nosotros, fue una voz susurrante que lo acechaba para repetirle, “devuelvan las almas”, eso era todo. Es verdad que en los años de carrera había conocido algunos tipos excéntricos, algunos pertenecientes a sectas o extremadamente fanáticos de una u otra religión, que parecían creer que fenómenos extraños, pero por su parte siempre había tenido una idea propia al respecto, no era supersticioso ni se dejaba influir sobre estos temas. Y aún más, si alguna vez, por costumbres familiares hubiese aceptado cumplir normas religiosas, eso lo hubiese reafirmado aún más en no creer en fantasmas. Por todo ello, esa voz, que creía real y no una invención de si psique, lo alarmaba en extremo. Asignaba un valor de lo real a cada cosa de forma natural, tal y como hacemos todos, una sombra en la noche, un ruido inesperado, el fallo repetido de un útil cotidiano, el movimiento inesperado e inexplicable de objetos, todo podía tener un valor más o menos aceptado, o en su caso hasta ese momento, nunca aceptado como sobrenatural. Sólo que la arritmia que le producía esa tendencia susurrante que descifraba como, “devuelvan las almas”, se veía acentuada por considerarse a sí mismo un descreído y por lo tanto desafiado por una evidencia demasiado fuerte para ignorarla. ¿Se estaría volviendo loco? No, desde luego. Nada de eso. Podía estar sugestionado, incluso haber ingerido algún tipo de alucinógeno, pero... ¿loco? De ninguna manera. Reflexionaba sobre sus voces, sobre la mujer babú y sobre la pobreza de aquellas gentes cuando fue abordado en la calle por el hombre huidizo del hotel. De tal manera pudo saber que se trataba de un policía local, y eso lo tranquilizó. Tampoco estaba haciendo nada ilegal, ni pensaba que se tratara de otra cosa de diferente gravedad, pero enseguida entendió que se trataba de una simple charla, que posiblemente tuviera con otros extranjeros. En realidad, en ocasiones en que tuviera conversaciones parecidas en otros lugares, con funcionarios de distinta relevancia, había tenido la impresión de que gustaban de darse cierta importancia y decirle a los extranjeros y turistas, como funcionaban allí las cosas, al fin y al cabo, era una forma de darse importancia. “En esta ciudad todo parece construido con madera reseca, apolillada y a punto de quebrarse, y el hotel no es una excepción”, se decía mientras oía los consejos del policía. Parecía que la charla consistía en una idea preconcebida, si los turistas hacían las cosas bien, no provocaban a los locales, no se arriesgaban en lugares peligrosos a horas intempestivas, y cuidaban convenientemente de sus cosas de valor, la policía tendría mucho menos trabajo, y eso sería bueno para todos. Nadie podía decir que en aquel momento la policía estuviera especialmente ocupada, o preocupada por una ola de robos, o asesinatos, o algo parecido, la temporada turística había terminado por ese año, y en el hotel aparte de Perí y Garcés, quedaba un matrimonio joven de recién casados, que según creía eran holandeses y apenas cruzaban dos palabras con nadie. Tampoco parecía que él y su hermano fueran considerados un problema, sino, más bien una rutina. Todo hubiese resultado igualmente conveniente si en lugar de la charla, el oficial hubiese repartido unos panfletos, pero no fue desagradable, al contrario, y a Perí le resultó divertido hasta el punto de pedirle que participara en su película, una pequeña entrevista con la policía local, pero le añadió que habría que prepararlo un poco y por supuesto no podría pagarle, todo amateur. El entusiasmo con que fue recibida la idea, terminó de convencer al joven, de que los uniformes hacen a quienes los llevan unos presumidos inestables. La sombra lechosa de aquel pozo temporal, aquel pedazo de madera con pretensiones victorianas, se oponía al desarrollo de la ilusión humana tal y como se traduce, sin premeditación, sin permitir que lo embriden, admitiendo la espontánea organización de sus posibilidades. El fundador de una ciudad, así, debió pensar desde el principio que sin un buen hotel nunca llegaría a nada, se volvería una ciudad frágil entre las jerarquías que empezaban a desarrollar toda su fuerza alrededor, y si tenía en cuanta que La Cristinita, además tenía puerto de mar, ¿por qué habría nadie de querer acercarse hasta allí? Eso era muy cierto, se reafirmaba en sus pensamientos cuanto más lo pensaba. La prevalencia aristocrática de otras ciudades había sido mantenida a raya mientras el hotel fue nuevo y atrajo turistas.


Si no fuera por los pequeños detalles, por la arquitectura más antigua, por los ancianos, por las rutinas, por las costumbres y por las apariencias que se mantienen en pie, a pesar de la pobreza, tardaríamos mucho más en comprender lo que otros hombres nos dicen con sus aceptaciones y de sus conspiraciones, no nos serían desvelados sus secretos más íntimos, los que tienen que ver con su forma de respirar, y sobre todo, con su forma de expirar. Pero, precisamente, salimos en busca de otras formas de sentir, de otras culturas y como se enfrentan al gran misterio de sentir la vida y aceptar la muerte. Seguimos sus señales, emitiendo las nuestras, y lo podríamos llamar antropología, o literatura, o tal vez podríamos llamarlo religión, o filosofía, o búsqueda. Y Perí, en su ansia por registrar las respiraciones ajenas, deseaba imbuirse de cada nueva cultura, dejarse afectar por su clima y morir un poco en los brazos embriagadores de sus atardeceres. Así es como funcionaba, presintiendo, desalojándose de sí, para asumir que podía encontrar algún tipo extraño de espiritualidad que lo calmase. Kakora, al contrario de otras mujeres de su raza tenía la nariz chiquita, prudentemente esculpida, delicada y suficientemente estructurada, posiblemente, entre los pómulos puntiagudos, la parte más apreciable de su rostro. De la mujer precisa y activa, le quedaba la mandíbula trabajadora, capaz de morder y arrancar sin piedad, pero a la vez y sin disimular ese rasgo de fuerza animal, sus ojos eran tristes y la mirada inofensiva. Le pidió su colaboración para rodar al policía, y ella siempre estaba dispuesta, sin preguntas, sin condiciones. Hay personas tristes, envenenadas de sí mismas, incapaces de sustituir un mal recuerdo por un poco de vida, o que mediante un acto de gracia sean incapaces de salir de esa obsesión, y romper el vínculo que los une con un recuerdo doloroso, y así vivía Garcés, a pesar de todo. De cualquier forma, después de cientos de intentos anteriores, a Perí le pareció que también eso iba un poco mejor, adivinaba que existía una relación entre su hermano y la joven de raza negra, y por eso, también a ella le atribuía el mérito de esa mejora. Esa gran cantidad de extraños sentimientos que nos hacen diferentes, formas de sentir que en cada cuerpo caen como lluvias separadas, pero nos calan de formas parecidas, debía de llegar en él, un poco más adentro del hueso. Se reafirmaba Perí en su idea de no haber comprendido nunca del todo lo que sentía su hermano, en ocasiones verlo destrozado lo destrozaba también; pero no lo entendía. De forma general quien exhibía su dolor sin el pudor necesario, de forma imprevista, le causaban la más pobre impresión, casi lo inundaban con su cobardía, pero este no era el caso. El se situaba en el centro de un dolor invisible, y renunciaba a superarlo, ese era su soporte. La única defensa que había exhibido en años, el único recurso para intentar algo nuevo, había sido kakora. Al parecer, llevaban ya un tiempo compartiendo la habitación del hotel, y eso dejaba todas las arañas y todos los escorpiones, de puertas para afuera, los símbolos del mal y las dimensiones sin testar. A pesar de todo lo pasado, en aquel cuerpo quedaba una llama habilitada de quemar fantasmas. El amor es tan fuerte, que es lo único capaz de hacernos olvidar nuestra inminente mortalidad. Durante el tiempo que duró la preparación de la entrevista, encontraron que no iban a poder rodar en el hall sin las inoportunas condiciones del gerente del hotel, el señor Vitolo, al que Perí había visto en varias ocasiones, pero con el que no había, hasta ese momento, cruzado palabra. No parecía impresionado por el despliegue que habían hecho para una simple entrevista, y eso debería hacernos reflexionar acerca de nuestros propios prejuicios, y los de los personajes. Estos chocan, primero, con la preparación y la vida anterior del señor, que procedía de una de las mejores universidades, situada en una de las urbes más populosas y modernas del país, y segundo, contra el carácter amable de los nativos, que aún siendo así, no tendrían porque consentir actitudes tan “superiores”, por parte de extranjeros, que se creen con derecho a pasar por encima de las normas, ordenanzas y prohibiciones, y no preguntar a nadie al respecto, porque sospechar que si preguntan les pondrán objeciones. Una vez presentados, el diálogo transcurrió sobre todo en los términos de la comunicación y las buenas maneras, como no podía ser de otra manera; y las preocupaciones apremiantes del gerente se tocaron con rapidez y solución satisfactoria, la primera fue retirarlo todo en el menor tiempo posible, la segunda ser conscientes de que aquel montaje podía molestar a otros clientes que se alojaban en el hotel buscando tranquilidad, la tercera no implicar al personal del hotel en ese trabajo. Y como estuvieron de acuerdo en todo la conversación apenas duró unos


minutos. Con un par de palmadas, entonces, el gerente indica a cada curioso miembro del personal que vuelvan a su trabajo, y hagan como que no va con ellos, y a otros huéspedes que también sienten curiosidad, les informa, no sin restarse cierta importancia, que se trata de un documental que posiblemente será vendido a una importante cadena de televisión. Todas las precauciones fueron tomadas, y cuando llegó el policía local que se prestaba a la entrevista, cuatro gruesos sillones se disputaron el honor de servirle de asiento, y como a Perí ninguno terminaba de convencerlo, se movieron los muebles varias veces hasta encontrar cual iba a ser el decorado final. El ingenio de los directores en estos detalles no suele ser determinante, si bien él no era de los que dejaban nada al azar. Posiblemente si rodara en la calle, o en un lugar donde el ambiente tendría que resultar espontáneo, como una estación de tren, un barco, o una oficina de correos, por poner ejemplos muy simples, todo lo que se añadiera pudiera resultar chocante, y en tales casos se limitaría a no influir demasiado en el resultado final. Preparado pues ante cualquier eventualidad, hizo algo que creyó conveniente, y no porque dudara de la capacidad intelectual de la policía, sino porque creyó que eso ayudaría a concentrar las ideas antes de comenzar; y tal cosa fue dejarle leer las preguntas que le iba a hacer. Aquel hombre no hacía más que arreglarse la camisa, que se había puesto especialmente para la ocasión, y que parecía recién planchada. Se la estiraba sobre el ombligo e intentaba atraparla bajo el cinturón del pantalón, y a continuación tiraba del cuello hacia arriba, con lo que volvía a la aflojarse, y así una y otra vez. Cualquier lisura que buscara en su maniobra debería darse por realizada, porque no pareciera que fuera otra cosa más que un tic nervioso. Todo aquello ayudaba a Perí, una vez más, a demostrar su paciencia y amabilidad, pero lo cierto es que no sabía si podría emplear aquella entrevista en la película, y estaba deseando terminarla. En ese doble trabajo que suponía empezar tan pronto a rodar, e intentar contentar a las fuerzas locales para que le permitieran moverse con cierta desenvoltura y confianza, debería sentirse feliz. Tal perspectiva para lo que habría de venir resultaba muy positiva, se trataba de un adelanto, de poner algunas piezas necesarias en su sitio, y, sin embargo, no parecía feliz, le costaba sentirse feliz, pero eso duraba ya un tiempo, desde luego desde antes de embarcarse en ese viaje. Es probable que la felicidad tal y como la conocemos, y como ya algunos han afirmado se trata de ausencia de angustias y preocupaciones. Es un hecho sorprendente que algunos hombres se pongan en situación de vivir en permanente estrés, y más sorprendente aún, que sean capaces de hacer esa inquietud vital compatible con vidas que aparentan total normalidad. Y es posible que en esos casos, haya desaparecido cualquier rastro de esperanza de felicidad. Otras interpretaciones acerca del estado interior del hombre moderno, de sus miedos y su desasosiego, sin duda han de buscar los orígenes del mal en cuestiones físicas, en enfermedades incurables, cuando en realidad la vida es una enfermedad incurable en sí misma, y no es con posterioridad a caer enfermos, que algunos hombres entran en este bucle de dolor existencial, sino que en la mayoría de ocasiones se produce antes. En algunos casos de hombre de acción, dispuestos a dejarlo todo para embarcarse en un trabajo documental lejos de su tierra, su familia y sus amigos, es posible que el profundo dolor que la existencia les causa, se vea reducido. Tal vez, en algún momento hayan presentido que encerrarse en sus casas a darle vueltas a una idea imposible de desentrañar, a obsesionarse con la imposibilidad que el hombre tiene de detener el tiempo, además de no solucionar nada, los llenas de otros miedos. La vejez actúa sobre nosotros, nos inunda gota a gota, avanza como un ejercito silencioso en mitad de la noche, nos toma por sorpresa, y de nada sirve esconderse. Encerrarse en casa produce miedos con los que resulta insoportable vivir, miedo a la gente, al aire, a los autos, a los virus y hasta a los animales, nos volvemos en exceso precavidos, y finalmente intratables. Bajo este punto de vista, el viaje de los dos hermanos estaba resultado necesario, aunque la felicidad no terminara de aparecer. Lo absoluto es parcial, comentaba a quien lo quisiera oír, mientras intentaba encuadrar detalles que dieran una idea del personaje sin explicitar el resto. El desahogo de la filmografía resuelve planos sin expontáneos si despiertan emociones, aunque no haya sido premeditado conjugarlas. Desde luego que no esperaba que el policía se echará a llorar al preguntarle por los ritos Babú, pero sí que pudo notar en él cierta preocupación y nerviosismo, y todo quedó grabado. Al igual que en otras ocasiones, el resultado final era mucho mejor que lo esperado, e iba más lejos de lo planteado. Que un policía pudiera sentir que una maldición podría caer sobre él por hablar de antiguas


supersticiones no dejaba de ser curioso, pero así lo hizo saber, y lo dijo claramente a cámara, “prefería no hablar de temas que un extranjero jamás entendería”. No es difícil crear un cierto tono de misterio en un documental, aunque se escape ligeramente del género, si los personajes entrevistados se muestran tan sensibles con el tema que se trata. Aunque no dijera nada, daba igual, el miedo se comunica, la mirada se expande, las manos que sudan no pasan desapercibidas para el público, todo es conveniente. La pregunta clave de la entrevista giraba alrededor de lo que sentían los lugareños acerca de los extraños, los turistas y los viajeros aventureros, que se instalaban durante un breve espacio de tiempo, para organizar excursiones a la selva profunda. El policía se animó, porque sentía que darle importancia al punto de vista local sobre cuestiones meramente políticas de gran importancia, como era el desarrollo turístico, encajaba en la verdadera realidad de su mundo, el que sufre esas decisiones. Pero, a pesar de ese ánimo inspirador, no quería parecer desagradecido con sus superiores, que posiblemente desaprobarían cualquier respuesta si llegaba a parecer necesariamente una crítica con las instituciones. “Mire usted señor, los que vivimos aquí todo el año, anclados en muchos años de atraso tecnológico con respecto a las grandes ciudades del mundo, que vierten en nuestros pueblos sus turistas, nos encontramos abrumados por todas las novedades que desconocemos y observamos en ellos, desde sus relojes con pantallas iluminadas, sus walkmans y hasta sus gafas graduadas con un doble cristal ahumado que se puede girar a voluntad. Todo nos sorprende y sabemos que nunca llegaremos a tener en nuestras manos, ni a conocer como funcionan esos aparatos, pero no nos parece una cuestión vital. Después están sus gustos, nos enfrentamos a la necesidad de descubrir lo que ustedes comen y beben, la ropa que prefieren, y que encuentran que resulta más cómodo para llevar una mejor vida. Nos gustaría saber por qué toman calmantes, y si nosotros los necesitamos, o si sus enfermedades son una excusa para cuidarse y vivir muchos más años. Nada de eso sabemos a ciencia cierta, y de casi nada entendemos. Para nosotros puede resultar imposible hacer funcionar algunos electrodomésticos, o algo tan sencillo como escanear los canales de una televisión. Y, a pesar de este desconocimiento, todo nos influye. Pero estamos aprendiendo, si va con sus cámaras de vídeo hasta las chabolas podrá encontrar esqueletos de motos, latas de coca cola rodando a patadas entre los transeúntes, y cajas de cerveza utilizadas como banquetas en los bares. Las culturas más fuertes son invasivas, pero ustedes vienen y quieren grabar los ritos ancestrales. Tienen la curiosidad por lo más antiguo, de un modo parecido al que nosotros tenemos por lo más moderno”.

4 Cuerpos De Invierno Durante los días siguientes todo se iba desdibujando, iba perdiendo interés y se volvía reconocible y sin misterio. A veces, cuando Garcés se encontraba con su hermano no sabía que decirle, y se inventaba cualquier cosa sin importancia, y, aunque habitaban el mismo rellano del hotel apenas se veían allí. Solía dejarle algún periódico local en la puerta para que estuviera al tanto de lo que sucedía, y Perí lo leía con interés porque, además de dedicarse a editar pequeñas cosas que grababa, no había mucho más que hacer. Después de mediodía bajaba con el periódico y lo leía sentándose en cualquier parte, también en los peldaños que daban a la calle, y eso a Garcés le producía una gran satisfacción. Es natural sospechar que quería mantenerlo ocupado para que no creyera que estaba perdiendo el tiempo. En ese devenir, llegó a pasearse por las calles de Mobombo con el periódico bajo el brazo. Garcés se sentaba en el bar y lo veía pasar saludando con un gesto lejano.


Entonces a la vuelta de su paseo, en alguna ocasión se acercó y se sentó al lado de su hermano en el porche de teja. Garcés lo recibía con una sonrisa, pero apenas se movía. Cuando eran niños iban juntos al colegio, Garcés solía salir antes, y cuando Perí llegaba se acoplaba a las pandillas que su hermano iba montando por donde pasaba, a los planes y a los juegos que no tenían fin. De forma general, Garcés estaba considerado como el revoltoso, pero Perí siempre lo apoyaba en todo; no creo que nadie pudiera decir que quien ponía más energía y esfuerzo en sus correrías no fuera el hermano pequeño. Perí nunca fue tratado despectivamente por eso, al contrario, Garcés organizaba los líos y a continuación se retiraba discretamente y lo dejaba pasar, le satisfacía cuando algo le salía bien a su hermano y recibía el aplauso de todos. No había un ápice de rivalidad entre lo dos. Ante los hechos consumados, Perí había asumido esta situación, aunque había tardado en darse cuenta. Muy de adulto, y ya terminando la carrera, en una ocasión le espetó. “no te creas muy listo porque siempre acuda a terminar tus trabajos”. Insensiblemente aceptó su rol, y confió en que al menos la vida no los torturara, esos golpes inesperados, tanto para él como para Garcés sí le dolían. Si de uno de los dos, se pudiera esperar algún tipo de desdén con respecto al otro, ese era Garcés, pero tampoco sucedía. El desdén no era una característica en su relación de hermanos, aunque sí formaba parte de la naturaleza del hermano mayor con los extraños. Las relaciones humanas, no sólo entre familia, sino también con amigos, compañeros de trabajo, aquellas que nos abocan a pasar muchas horas del día, durante años, en compañía, nos vuelve de una complicada efectividad. No nos sentimos del todo amenazamos pero actuamos otorgando, nos comportamos como seres vulnerables que en todo momento ocultan algo e intentan esconderse detrás de aspectos generosos que no siempre le son propios. No digo, que ser generosos con nuestros semejantes más cercanos, sea algo pernicioso o negativo, pero afirmo que los motivos no siempre son carentes de algún interés, por mínimo que ese interés sea. Cada vez que intentamos analizar los motivos sinceros que nos mueven a actuar de tal o cual forma, salimos huyendo por no enfrentarnos con nosotros mismos. Es totalmente firme la idea de que después de un tiempo, empezamos a plantearnos quien pone más en nuestras relaciones, si los otros no lo aprecian lo suficiente o si recibimos a cambio el respeto esperado. “Respeto”, esa palabra que quiere significar más de lo que realmente merece y que es tan necesaria con los tiempos que corren. La reseca tirantez del horizonte no ayudaba a la espera. Atravesar el desierto no le hubiese descubierto un valor más amarillo en las piedras, en el polvo que flotaba en el aire, incluso en el cielo resplandeciente ardiendo de un sol impío. Desagradado por verse sometido a nuevas condiciones de vida -nada que ver con el paisaje lluvioso, húmedo, verde y musgoso al que estaba habituado-, no creía que nada de todo aquello pudiese perdurar en su recuerdo; pero sin duda se equivocaba. Algunas obsesiones reaparecen lejos de casa, nada es inventado, no hace falta forzarse para entrar en la convicción de que sucede, pero eso es así aunque el paisaje no acompañe. Al menos cuando se lo comentó a Perí, tuvo la impresión de que no era un mal que lo aislaba. Lo hizo veladamente, sin abrirse demasiado, como si no tuviera importancia, pero el desahogo que sintió fue grande, las obsesiones por lo propio están en todo, aún en mitad de un viaje. Pero el dolor verdadero, el que realmente importa y se muestra por encima de otros dolores, es el que va con nosotros, el que nos acompaña desde donde venimos y a donde vayamos. Y por lo tanto, ese dolor que es el peso de todos los alientos, no se irá nunca. Se miran, y cree que Perí se pone triste por él, ¿a qué será debido? ¿No eran las mismas obsesiones? Toda obsesión, si es en extremo dolorosa puede llegar de muchos años antes y por sorpresa. Los hermanos estudiaban en la universidad, en cursos diferentes, apenas se veían, pero estaban en contacto. La compañera de Garcés de entonces, con la que más tarde tendría un hijo, se llamaba Adriana y compartían pupitre. Ella tenía todo lo necesario para convertirse en una estrella de cine, guapa, inteligente y de buena familia. Estaba a punto de convertirse en la reina del carnaval cuando lo conoció y lo dejó todo porque lo quería llenar de atenciones, ¡terrible!. Sacaba buenas notas y se dedicó a ayudarle, o eso creía, porque a Garcés no le hacía falta apoyo académico, pero el truco le sirvió para tenerla cerca. Así empezaron a encontrarse a escondidas en lo lugares más extraños e inhóspitos, pero todo lo daban por bueno, por amarse y poseerse sin pudor de ningún tipo. Era algo así como perderle el respeto a una princesa, por todos


mimada y conservada en pureza, sin que nadie pudiera contar con que él iba a aparecer, como suele suceder en estos casos, que el más ordinario de sus pretendiente la causara la impresión necesaria para hacerle bajar todas las defensas. Pasó la universidad, y las familias se empezaban a aceptar cuando vino el hijo. Fue muy deseado por todos; hasta el punto de que las respectivas familias se ponían de acuerdo porque todos querían pasar con él todo el tiempo que pudieran. La organización de la mano de Adriana fue de una perfección envidiable, y hubo niño y tiempo para todos. En ocasiones, los abuelos querían quedarse a dormir, y si era necesario se habilitaban habitaciones anexas para que lo pudieran hacer y todos estuvieran contentos; nadie podía decir que la mujer de Garcés no pusiera todo de su parte para que aquel conglomerado de emociones, encajara de algún modo. Más de una vez hubo que acudir para sofocar algún “incendio”, si así le podemos llamar a alguna rabieta de la madre de la nena, que justo hubiese sido por su parte reconocerlo, era un poco caprichosa. Aún con la problemática familiar que exigía cada vez más de ellos, encontraban tiempo para amarse, y eso sucedía más en secreto que cuando no eran más que dos jóvenes atrevidos y estudiantes desafiando las leyes de la lógica. Ella tenía la convicción de las colonias, y el la parsimonia de un santo impaciente. Así y todo, cuando un noviazgo parece llamado por la catástrofe, nada que se intente por salvarlo parece que podrá darle solución. Los astros se conjugan en una tirada de azar, son los dados del destino, alineados sobre nuestras aspiraciones para desafiar cualquier lógica. Muchos dicen, “he hecho las cosas bien, por lo tanto todo tiene que salir bien”, y eso tampoco es así. Después de los primeros años de matrimonio, llegaron las discusiones, los encontronazos y los pequeños disgusto, todo superable si no fuera por la carga extra que llegó hundiéndolo todo. Hubo una reacción solar, una conjunción matemática y sin duda la influencia de algún dios pagano, o algún demonio, para que algo así pudiera suceder. Pasaban los días y apenas se veían, pero se ponían de acuerdo para atender a sus trabajos y al niño, que ya empezaba a ir al colegio. Como cualquier otro matrimonio de su tiempo, necesitaban entregarse al sistema para poder equilibrar su vida, sus aspiraciones y sus necesidades; pensaban en el futuro y el tiempo pasaba a una velocidad inesperada. Un invierno muy frío, los dos hombres de la casa cayeron enfermos, con fiebres parecidas y dolores igual de insoportables. Una semana después, el niño había muerto, y el padre parecía que se iba recuperando. Sólo un mes después de enterrar a la criatura, ella ya no soportaba a Garcés. Era algo superior a sí misma, lo evitaba, le rechazaba, no quería hablar nada con él, le molestaba su mera presencia. El peso de todo el desprecio que cabe en este mundo cayó sobre él en cada mirada que ella le echaba, cada vez que le daba la espalda, o cuando desaparecía sin dar ningún tipo de explicación y reaparecía unas semanas después para coger algo de ropa, y volver a salir sin destino fijo. Se portaron bien sus padres, dadas las circunstancias, eso también fue sorprendente, él no hubiese apostado por tanta condescendencia. La madre de Adriana lo llamaba y se excusaba, y no tenía que hacerlo, porque nada de aquello tenía tanto que ver con ella. Le preguntaba si necesitaba algo, y se ofrecía para ayudarlo en lo que le hiciera falta, él le respondía que todo estaba bien, que no se preocupara. Hasta aquí, aún conservaba la esperanza de que todo se pudiera solucionar, siempre fue un optimista y eso pasa factura. Aunque sea difícil de entender, ella andaba totalmente perdida, y no deseaba que nadie la ayudara. Leía sus viejas cartas intentando de alguna forma retenerla, como si eso fuera suficiente, y demostrando una vez más su innegable condición de irremediable sentimental, rozaba su caligrafía siguiendo con el dedo cada letra. Así estuvieron sin hablarse ni saber nada el uno del otro durante meses, al fin, el comprendió que ya no dependía de lo que hiciera o no hiciera, y decidió salir de viaje. Llegó a Mobombo sin un propósito determinado, sin una idea preconcebida, y cuando escribió a Perí para rodar un documental sobre costumbres antropológicas de un pueblo que asumía las modas occidentales como propias, en medio de la sórdida pobreza, no esperaba que eso tampoco lo fueran a tomar tan en serio. Kakora le ayudo a Perí a recogerlo todo, el señor Vitolo no protestó. Se estaban poniendo nerviosos observando sin intervenir, pero lo dejaron todo tal y como estaba, cada sillón en su sitio, y las alfombras perfectamente extendidas. Vitolo miró al conserje y se retiró, dando por concluido el incidente. La fuerza de la mujer negra era evidente, a pesar de su delgadez. Podía llevar varios aparatos de una vez, subirlos por las escaleras y dejarlos en la habitación de Perí sin apenas


fatigarse. Por las costumbres serviciales que los locales adquirían en sus tratos con los turistas, se ponían manos a la obra, sin apenas preguntar y solucionaban problemas que nadie había adivinado que existieran. Las correas le causaron un poco más de dificultad, pero un par de instrucciones fueron suficientes para empezar a atarlo todo, y dejar cada maleta inmovilizada, sabía que era material delicado y lo trataba con cuidado, pero a la vez con energía. En la Cahanda, el barrio de chabolas, el contacto con la muerte era diario, y el profundo convencimiento de que una simple infección podía ser motivo suficiente, ponía en primer orden la resignación de sus habitantes. La pobreza hinchaba horriblemente los vientres vacíos de los niños, y los pocos ancianos que quedaban con vida, en realidad no lo eran tanto, pero tenía el aspecto de cargar sobre sus huesos diez años más de los que realmente tenían. Uno de los hombres se paseaba con autoridad entre el gentío y Kakora se acercó para saludarlo. El hombre tenía algún grado de parentesco, de hecho, casi todo allí creían tener algún grado de parentesco, en mayor o menos medida, los unos con los otros. El aire apenas se movía, y el olor no era agradable, acre y empalagoso, para quien llegaba por primera vez al slam, pero ellos no parecían notarlo. La extensión de su horizonte había llevado a la muchacha a aparecer poco por allí, pasaba más tiempo en el hotel que en ningún otro sitio, y eso le gustaba, aunque no conseguiría que el personal de servicio la tratara como un huésped, aunque Garcés pagaba su estancia y también la de Perí. Nadie parecía conocer la envergadura real de el cambio que se había producido en ella, pero la seguían tratando con la misma familiar conveniencia de siempre. Los daños emocionales que aquella aventura le podían acarrear estaban aún por determinar, en el momento que los extranjeros volvieran a su país ella debería volver a su chabola, y acostumbrarse de nuevo a dormir sobre una tabla. La crueldad de la falta de compromiso -ya habían conocido casos parecidos-. Hacía que las muchachas con mejor educación, aceptaran ser interpretes de hombres que viajaban solos, o si lo hacían en grupo sin sus mujeres, y siempre solían involucrarse sexualmente, lo que lo complicaba todo bastante. Esta dinámica, según los jefes de la aldea, se producía por permitirles acceder a la educación, y porque algunas sabían varios idiomas, pero lo cierto es que con educación o sin ella, la tentación de relacionarse con extranjeros era demasiado fuerte, y además estaba aquello de creer mientras duraban sus contactos que eso les daba cierta categoría entre todos los demás. El daño producido era evidente, pero ni el turismo, ni la educación propuesta por el gobierno y las misiones, ni la ambición de las chicas, la la ligereza con que se enfrentaban a la promiscuidad sexual, ni la reticencia a aceptar la moral de otros, era la causa de este problema, era la pobreza y la firme convicción de que sus vidas no serían mejores por no intentarlo. De esta realidad dependía superar algunos recelos para seguir indentificada e identificándose con sus parientes, y por eso Karora volvía siempre que podía, y en este caso por eso y porque quería hablar con Banté, el cacique más joven, el que asistía las ceremonias con su báculo, golpeando el suelo con él para marcar, las diferentes fases de la misma. Con la esperanza de ser atendida, y aclarando que había hablado primero con la mujer Babú, volvía a manifestar su intención de grabar con cámaras el rito, y que deseaba contar con la aprobación de la aldea. Banté estuvo de acuerdo, pero puso algunas condiciones, y de ellas se desprendía que no quería interferencias, que debían colocarse lejos, donde no molestaran, e intentar pasar desapercibidos. Por algún motivo, Banté tenía la experiencia, tal vez de otras ocasiones, de cámaras que pasan sin respetar nada, que se imponen por encima del hecho necesario y real, y que desde luego, aquel no era un trabajo de reporterismo mórbido. Las costumbres del idioma, los funerales, los modales adquiridos de los misioneros, los bailes y músicas folclóricas, la gastronomía, los relatos de héroes, aventureros, gestas y batallas históricas, las supersticiones y dioses paganos, la organización de los poblados, la tribu y su arqueología, los usos de sus instrumentos de trabajo y utensilios de cocina, y como se había ido desarrollando todo en su contacto con los turistas y el modo occidental de vida, era motivo más que sobrado para un esfuerzo superior, todo lo tenía en mente Perí, e iba saliendo y grabando pequeñas cintas a las que le daba un aspecto colateral, porque sin duda, y siguiendo la idea de su hermano, lo realmente importante y trascendente iba a ser grabar la ceremonia Babú. Tal vez pensaba Garcés que todo el mundo quiere ver estas cosas y que eso le facilitaría comercializar la cinta, pero a Perí eso no parecía traerle cuenta. Y así entre el hecho etnográfico, el arqueológico y el antropológico, confiaba


Perí en encontrar el choque de culturas. Con la brillantez de un joven acostumbrado a indagar, inmiscuirse y resolver vergüenzas, creyó que los padecimientos registrados si se hacía con cierto esmero y guardando la forma, el resultado tenía que ser estimable, por eso desde el principio encontró que no había sido exagerado que su hermano le pidiera su colaboración. Dos motivos deben guiar la sagacidad del antropólogo, uno es descubrir la verdad de nosotros a través de otras culturas, el otro e mucho más simple, encontrarse a sí mismo intentando que las culturas más ancestrales perduren. Hacer que las cosas perduren debería ser considera más que una ciencia, un arte. El peso de nuestro progreso se reduce al sacrificio, con la pretensión enmascarada de una comodidad de la que nada sabemos. No podemos inspirarnos en otras civilizaciones que no saben lo que es una plaza de garaje dispuesta al servicio de un cliente, o un sillón sobre el que descansar todas las frustraciones de un día en el que el jefe no ha cesado de reñir a todos. Garcés afirmaba una de sus noches de borrachera, posiblemente un sábado por la noche sudando hasta tener que cambiar la camiseta, con la ventana abierta y perfectamente acomodado con los pies sobre una butaca, que era capaz de hacer durar su deseo sexual el tiempo que hiciera falta. Posiblemente se tiraba u farol, y estaba un poco provocador esa noche. Los hombres deciden, continuaba, si esperan o se precipitan como un salto al vacío, y todo termina en unos segundos, y dejan fuera, en tales momentos, otras consideraciones solidarias. Cuando podía hacer su voluntad, sólo pensaba en su propio beneficio, hasta que un día encontró que lo hacía como los conejos, que había convertido su pericia en un espasmo, menos que eso, en un acto reflejo. Kakora no le hacía mucho caso, no le hacía gracia verlo así, no le gustaba cuando se emborrachaba y empezaba a hablar sin sentido. Veía la televisión y subía el volumen furtivamente para no escucharlo, pero también sudaba, y estaba deseando irse a dormir. Ese juego de creerse con el control por poder elegir en que momento uno lo suelta todo, como el que ha estado aguantado durante días un secreto que no soporta más en su interior y lo suelta a borbotones, eso, según decía era una parte más del placer. “Es un la habilidad de la contención”, resolvía todo satisfecho. ¿Alguna vez conociste uno de esos tipos con eyaculación precoz? Le soltó con un tono surrealista. Ella contestó que no. “Ves, esa gente es muy feliz por no poder alargar la vida del deseo. Es la prueba de que nos hace feliz tener el control”. Ella lo miró una vez más y apagó la televisión, “Lo que creo que estas loco. Se te está yendo la cabeza, y cuando bebes te pones aún peor. Me voy a la cama, y pienso alargar mi sueño hasta mediodía, no se te ocurra despertarme para ir a pescar”. Decía chesterton que el juego de ponerse límites es uno de los placeres secretos de la vida y está en la raíz de todo expresión artística. En ese sentido, y a pesar de su borrachera, cuando Garcés hablaba de contención, es posible que estuviera argumentando algo parecido. Chesterton era uno de sus escritores favoritos. Durmió tres o cuatro horas, cogió su caña y se fue a pescar al rio. Antes de salir besó a Kakora en el cuello, y ella sonrió. Al hombre le gusta intervenirlo todo, es su naturaleza, por eso se escribe, se hacen documentales, y se ocupan los lugares públicos. Se busca la presencia, y por eso algunos artistas creen que el arte debe hacerse presente en la calle, como su espacio natural. El desafío al que respondía Garcés tenía más que ver con superarse y superar sus frustraciones, que con ese concepto generoso del artista de hacerse presente, antes de que otros lo hagan con el único mérito de convertir en beneficio, talar los bosques, secar los ríos, o convertir una cultura ancestral en un basurero de bicicletas oxidadas, botellas de ron vacías o televisiones inservibles. La dignidad del artista consiste en ser capaz de vertirse contra cualquier sentido material del mundo. Con frecuencia Garcés sentía el deseo de integrarse en el poblado de chabolas, de dejar el hotel y vivir como ellos vivían, abandonar sus ideas preconcebidas acerca del mundo y sus posibilidades, pero eso no iba a suceder. La inversión de los procesos naturales da nuevas perspectivas, sin duda eso empezó siendo placentero, pero ya solo se trata de amontonar más y más dinero, y el proceso artístico está muy lejos de eso. El artista busca respuestas en el arte, como mucho es evasión, sosiego, aceptación, ese tipo de cosas, pero el que busca resultados materiales no es artista. Garcés no se consideraba capacitado para el arte, pero sí a su hermano. Lo que lo llevaba a él a desconectar del mundo y su economía no era una interpretación artística, más bien tenía que ver con una concepción política por así decirlo, cuando salía de pesca, nada más importaba. Podríamos decir que se trataba de un nihilista a tiempo parcial,


si se hundía la bolsa, o había un golpe de estado mientras disfrutaba de un pitillo con su caña en la mano, no deseaba saberlo. Durante la mañana y lo que duraba su aislamiento se declaraba descreído de todo, y no existían razones que pudieran hacerlo cambiar de idea. En aquella agitación política y cultural de los tiempos cuando se precipitan, Garcés volvía dando un paseo con unos pescados en la cesta, nada especialmente deslumbrante, pero suficiente. Unos meses antes aún no conocía las bondades del río, y tuvo que ser Kakora la que le descubría aquella parte tan deportiva y ociosa, de su tribu, si bien ya no deseaba acompañarlo. Era como si lo hubiera ocupado en algo, y ahora lo dejara para que se entretuviera, ¿acaso eso no le sonaba de occidente? La cantina estaba bastante llena hacia mediodía, pero el hijo del dueño, un negro alto y corpulento que lo tenía en mucha estima, salí corriendo para coger el pescado y llevarlo a la cocina. Ya sin ese peso, Garcés se sentaba en una mesa en el porche y esperaba a que la comida estuviera lista tomando unas cervezas. ¿Alguien puede imaginar una vida más placentera? Entonces preguntaba con tono socarrón, si el hombre había llegado ya a la luna, y hacía su primera concesión social, leyendo el periódico de La Cristinita, y en las noticias internacionales se interesaba por la marcha de los acontecimientos de su país. Para él, el hecho de que un automóvil pudiera aparecer en cualquier momento levantando polvo delante de él, no era imposible, sería algo que resaltaría la confianza que tenía en que aquel pueblo al fin saldría adelante, y, al contrario de lo que parecía, que la decadencia no lo fuera haciendo desaparecer, poco a poco.

5 La Perdurable Excitación De La Cultura La perfección de un mueble reside en el hecho de que lo haya construido un buen artesano. Desviado de su ruta habitual, el día que Perí descubrió el gramófono de trompeta Edison, encontró un nuevo motivo para disfrutar de las horas muertas en el hotel. Por lo tanto empezó a dejarse caer por aquella esquina y a sentarse en el sillón Chesterfield justo pegado a uno de sus lados y bajo la luz suave de una lámpara de incandescencia, pero que imitaba una de aquellas de aceite, pasaba las horas más estáticas del día. Ni aunque hubiese querido adivinar el año de fabricación le hubiese sido imposible. Aquellos aparatos databan de 1900, tal vez 1920, pero estaba impecable, ni un arañazo en el mueble, y eso le hacía desconfiar de que se tratara de una imitación. Pero pasados unos días, y visto su interés, el señor Vitolo se acercó complacido, porque respetaba aquel aparato y el interés de Perí le pareció sincero. Entonces le confesó que lo había mandado restaurar, que hacer eso no le quitaba valor ni antigüedad, y en un alarde de generosidad, sacó una llave y abrió una vitrina que guardada los discos de pizarra. Algunos tenían un perrito con la leyenda, “la voz de su amo”, pero también había canciones americanas de la Golden Gate Orchestra como, “I want to be bad”, “Margie”, “Roarin”, “Sweet Giorgia brown” o “Singing the blues”, folklore sudamericano, y coplas. No se trataba de una colección de género, se trataba de un gusto particular y diverso de un coleccionista muy excéntrico, que como Vitolo confesó, se trataba de él mismo. Una tarde se quedó mucho tiempo con él poniendo y quitando viejos discos de orquestas de swin y charleston, y le prometió que le dejaría la llave en la recepción para que pudiera hacerlo funcionar siempre quisiera. Después de eso no lo volvió a molestar. Ni siquiera la gente que no vieja nunca comprende el valor de lo antiguo, la gente ordinaria, de la que solemos rodearnos, a esos me refiero. Ellos confían plenamente en sus vidas y las condiciones que se han puesto para ir sobrellevando sus vidas más o menos azarosas y esforzadas, pero entre esas condiciones no se va a colar el amor por las antiguallas; lo antiguo suele funcionar mal, estar estropeado, o ser demasiado lento para competir en la sociedad moderna. La velocidad parece que


se ha convertido en un valor seguro. En una ocasión, Perí caminaba por la calle arrastrando su vieja bici, la había rescatado de casa de sus padres y le tenía cierto afecto por todos los recuerdos que le traía de su niñez. Las ruedas habían sido golpeadas, y se habían empezado a formar dos ochos que le daban un movimiento grotesco. No rodaba, por supuesto, y la arrastraba, o la cogía en peso, sin terminar de convencerse de la hazaña que suponía lo que estaba haciendo. Para él, con su personalidad poco inclinada a la acción en aquel tiempo, y más inclinado a terminar sus estudios, verlo andar diez cuadras sin apenas respirar ni detenerse, por sentir que era vergonzoso pasar tanto esfuerzo por un objeto inservible, que mejor estaría en la basura, era tan poco frecuente, como intentar comprender por qué lo hacía. Aún tenía aquella bici, y la había reparado, pero era una bici de niño y no tenía utilidad alguna en su trastero, pero le había puesto unas ruedas, y le gustaba saber que estaba allí. Tanto con las cosas, como con las personas, con el paso de los años (ya de bastantes cosas y personas nos priva la vida irremediablemente), nos resulta tranquilizador saber que están allí, en la habitación de al lado, en el garaje, o en el trastero. El aire parece tener otro color, menos frío y cortante, si sabemos que lo compartimos con todo aquello que aún merece cuidados, y atención. Apenas un año después de que Garcés se embarcó en su viaje sin destino fijo, el que lo llevaría hasta La Cristinita y después hasta Mobombo, una serie de acontecimientos desgraciados dejaron a Perí en un estado de conmoción del que le costó salir. Él había dado por sentado que sus padres vivirían para siempre, y la muerte repentina de la madre lo cambió todo. No supo en lo que estaba metido, hasta que la vida empezó a exigir de él, tomar decisiones cada vez más importantes y dolorosas. Hacía todo lo que se esperaba de él, contando con poder por sí mismo solucionar algunos problemas, pero no fue así. Le hubiese gustado abordar aquel tema con Garcés sin rodeos, pero ante la imposibilidad de hacerle entender lo que había sucedido y lo solo que se había visto, eludía hablar de ello. Además, Garcés había optado por la postura más cómodo, encontrarse, a efectos prácticos, ilocalizable. Sólo habían pasado unas semanas del entierro de su madre, cuando el padre entró en una depresión traumática que ya no lo abandonaría. Ni que decir tiene, que este tipo de depresiones suele llevar a la tumba a los ancianos de más de noventa, que se desprotegidos, o con una atención insuficiente, y ese fue el motivo principal, que llevó a su hijo a internarlo en una residencia. En resumen, Perí se vio desbordado, y casi tan desamparado como el anciano, no soportaba verlo llorar y consumirse día a día, y atenderlo, limpiarlo y darle de comer era una tarea descomunal que además no lo aliviaba. Claro está que hizo todo lo posible por conducir aquella situación hasta un lugar de costumbres al que le fuera posible hacerle frente, pero ante esta imposibilidad no le quedó más remedio que internarlo; no fue un capricho. Dudó de su decisión hasta el último momento, pero se consolaba pensado que él, en aquel lugar, estaría mucho más atendido, con sábanas limpias y cuidados sanitarios. No había pasado un año, desde la muerte de la madre, y el padre de Perí dejó de respirar, como si partiera en busca de la única persona que lo escuchaba y lo entendía en su balbuceante vejez. De la abundante narración que Mobombo ofrece al viajero, la tierra seca de sus carreteras no es lo más atrayente, pero sí lo que todo lo inunda hasta atraparte. Toda aquella tierra, más de una vez entraba por la nariz y acababa dando sabor a la boca, ensuciando la saliva, o instalada en las paredes de la nariz como lo más natural del mundo. Y si no te retiras a tiempo, si necesitas la calle y sus visiones, entonces formas parte de esa sequedad, entrara en los ojos, entre la ropa, en el calzado, en los poros de la piel. El hombre se convierte en la perdurable quietud de la arena, un elemento más del paisaje que se deja inundar. Allí no existe el valor preventivo del condicional, si estás, eres parte. Al alcance de los primeros días estaba comprender que sacudiéndose nada se consigue, golpeando la ropa con el sombrero, sacudiendo cada brazo con el brazo opuesto, sacándose la chaqueta para exhibirla en el aire, como quien exhibe una bandera, que al rato vuelve a estar cubierta de una pátina irreductible. Se repetía el retumbar de tambores que anunciaban que alguien debía morir, pero no siempre ocurría, de hecho, en ocasiones se trataba un homenaje de difuntos, de muertos pasados que no se olvidaban por algún motivo. Estúpidamente convencido, Perí contuvo la respiración y lo tuvo todo a tiempo, no tenía dudas sobre su eficiencia y la de sus amigos. Sabía que el rito existía en la piel de


sus ejecutantes, de los actores y los músicos podían sentirlo, y sentir los espíritus. Desde la Cahanda subían una hilera de peregrinos, con un lento movimiento de antorchas acudían a la llamada del redoble incesante. Sin mover un solo músculo de la cara llegó Akunda, y a su lado dejaron un féretro abierto en el que otra anciana descansaba con los ojos abiertos, respiraba. Los barracones los subieron tabla a tabla hasta la loma, hasta el aire de los espíritus donde esperaban por los hombres a cambio de no interferir en sus vidas. Construidos con el único fin de albergar el rito, cercados por túmulos de muertos importantes, referentes de espíritus recienten y rituales. Pero no se trataba del cementerio local, es importante aclarar que sólo algunos personajes en comunión con los espíritus, aquellos que habían sentido el trance y habían muerto allí mismo. Todo se había conjurado en el universo para llevar a los dos hermanos hasta allí -en un momento de sus vidas en que la derrota interior hacía aparición y se convertía en fuerza permanente., eran, por así decirlo la fuerza adecuad y necesaria, y también estaba Kakora porque sin todo hubiese sido inútil. Por lo demás, los movimientos rituales habían encontrado una nueva mujer Babú, con la amplitud necesaria entre sus costillas, para albergar muchos espíritus y arrojarlos por la boca y por los ojos una vez los tambores dejaban de sonar. Eran partes de una misma historia que se desarrollaba espasmódicamente y que les hacía contemplarlo todo con una curiosidad sin dimensiones. En términos generales, hablar desde la cordura de hechos extraordinarios e inexplicables, no es posible, no creo que estemos preparados para saber algunas cosas, mucho menos para intentar explicarlas, por eso nos asistimos de metáforas y frases sin aparente coordinación. Los tres se limitaron a registrar el momento procurando que nadie ni nada notara su presencia. Se daban perfecta cuenta de que era intrusos y que tendrían que rodar con películas de alta sensibilidad porque no habría más luz que las de las antorchas; imposible encender una linterna. Tampoco podrían exhibir grandes micrófonos, ni barras para alargarlos y acercarlos sobre las cabezas de los expectantes ciudadanos. Al parecer estaban de acuerdo en los términos en que les permitían estar, y Perí sujetaba una cámara de vídeo, mientras Garcés se movía lentamente para sacar fotos, y eso empezaba a ser un inconveniente, porque cada disparo quedaba grabado en los momentos posteriores al éxtasis, esos momentos que incluían el silencio de las estrellas, en los que todos contenían la respiración y abrían los ojos esperando que Banté golpeara el suelo con el báculo ancestral con que armaba su mano y los tambores arrojaran una nueva andanada, como una fila de cañones resoplando en alta mar. Luego empezaron aquellas luces, como el azufre del hueso de los muertos y adivinaron que ninguna noche, oculta como aquella. Todos tuvieron miedo esa vez, sin excepción, y no como otras, donde habían conducido sus vidas. Se enfrentaban por primera vez a tantos espíritus como sueños contrariados salían de sus mentes. Un tiempo atrás, alguna vez ya casi olvidada, les sucediera una noche parecida, pero nadie hablaba de ella, y seguían reuniéndose, eso sí, con respeto y reticencias. Por eso, mientras Perí contemplaba a aquellas gente, encogiéndose, algunos tirados en el suelo, comprendió la temerosa situación que provocaban entrando en La Cahanda con su desparpajo universitario. Desde el principio, entendió Perí que no podría estudiar a los hombres en esa sociedad bajo el crisol de sus tareas, sus herramientas o sus ambiciones, porque no funcionaban del mismo modo que la sociedad occidental. Sin embargo, había algo en lo que las dos culturas ofrecían un estudio peculiar que las llevaba hasta las más hondas perversiones, traumas, frustraciones, envidias y vicios del hombre, y eso debía ser la forma en que mataban y trataban a sus muertos. La muerte de las mujeres Babu no parecían un inconveniente para las autoridades, eran ancianas, y nadie vivía tanto tiempo, así que cuando sus cuerpos eran por fin enterrados, todos consideraban que habían tenido vida suficiente, en todo caso, mucha más vida que la mayoría de sus amigos y familiares de la Cahanda. Sería fácil atribuir a estas sociedades condiciones de organización y represión social, contrarias a la racionalidad de las sociedades modernas, por lo tanto censurables y contrarias a la divulgación, y para probarlo aportar las pruebas fácticas necesarias. Pero la conclusión de espíritus atormentados por una vejez prematura, tal y como eran los de los hermanos, Garcés y Perí Márquez, los llevó a no encontrar mejor ni peor las sociedad moderna, sobre sociedades primitivas. Ninguna grabación, ni


la más distraída escena, tenía pretensiones moralizadoras y compilaban información en circunstancias en las que ellos se entretenían intentando formar parte, o sencillamente ofreciéndose como aprendices o invitados. Consideraban además, que como fuente de valor científico, su trabajo tenía un valor relativo, y desde luego, no era esa su finalidad. Es más, en un resumen por temas estudiados y sorprendentes revelaciones alcanzadas, los contenidos escapaban de relacionarse con precisión explícita. Se integraban hasta donde les estaba permitido, se hacían una idea de la información que querían comunicar y describían, no sin probada ingenuidad, lo veían. No se trataba exactamente de un crimen, pero llevar a las ancianas al rito, causaba su muerte más pronto que tarde, no tanto por el efecto de los espíritus que las levantaban en el aire y las dejaban caer sobre la tierra como sacos incapaces de sentir dolor o de romper sus huesos, sino, posiblemente por aquel brebaje sometido a una preparación de licores de caña, y hierbas hervidas y convertidas en infusión de olor agradable. Del mismo modo, que en otros campos del desarrollo de su curiosa investigación, necesitaban abrirse a nuevas experiencias no podían esperar ser tomados en serio cuando pidieron probar ellos mismos aquel líquido del color de la miel. Se convertían así, al mismo tiempo, en cronistas y cobayas de su propia historia, y la fuente de verdad de cuanto grababan estaba sometida al testimonio más veraz, el propio. De todas las imágenes que, de un sólo golpe, pueden amontonarse en la retina, la de la mujer levitando y cayendo de golpe fue la más fantástica. De alguna parte, sin haberlo previsto, un grupo de mujeres empezaron a sollozar, y podían registrar los sonidos, pero imposible tener imágenes más que de a multitud amontonada alrededor del círculo central y de la hoguera. La abundancia de dolor, se convirtió en gritos horrendos, con una emoción fuera de control tan sólo comparable a los gritos que oiríamos si asistiéramos a una horrible tortura. En realidad, era una forma de torturarse, de dejarse doler por todos aquellos muertos que se hacían presentes y los incitaban, también a ellos, a dejar las cámaras y compartir los bailes y los sollozos con el resto de los hombre y mujeres de la tribu. Para Garcés, según confesó más tarde, todo lo que les estaba sucediendo se debía a que estaban predestinados a ser los primeros occidentales, que pudieran grabarlo en vídeo. Los recuerdos que tendría toda la vida de aquellos momentos vividos, al lado de su hermano y de Kakora no serían superados por ningún otro momento, y las grabaciones que hicieron desde entonces tampoco pudieron superar en intensidad y fantásticas visiones a las que hicieran en la colina Babu. Ocasiones así sólo se presentan una vez en la vida, mueven nuestros impulsos, y es esa fuerza inconsciente que quita lo más atrevido de nosotros. Es cierto que iba olvidando algunos pormenores de tan notable y trascendente suceso -trascendente por cuanto cambió su vida- y que los demás recuerdos, los que aún quedaban, los iba idealizando por la necesidad de creer que aún sentía lo mismo. Y lo que aún le perturbaba, y le había quedado grabado sin posibilidad de olvido, era que aquellas mujeres se prestaran al rito sabiendo que aquel les fuerzo les costaría la vida en algún momento, y creer con todos los demás que habían asistido a la posesión de los espíritus, que en cierto modo, también el espíritu de Akunda los había acompañado desde entonces y para siempre. No hay droga más fuerte que la sensación cruel de que vas a morir mañana y no puedes hacer nada por evitarlo, y Garcés vivió con eso cada día de su vida. La liturgia que había mediado en la construcción de aparatos tan delicados y perfectos como el gramófono Edisón, no podía compararse con la efímera representación de los cantos humanos, de las gargantas primitivas y los tambores resonando como si aquel movimiento incesante y repetitivo fuera capaz de llegar estallar con la presión de la que se alimentaban. Perí terminó la noche escuchando un disco de pizarra y bebiendo un whisky en el hotel, se recostó en el sillón, al lado del aparato musical, e intentó rehacer las imágenes vividas; a su lado dejó las cámaras y las bolsas que le sirvieran para transportarlas. El indiscutible esfuerzo realizado, sólo era equiparable al interés que el proyecto había despertado en él. Debería mencionar que Garcés y Kakora se había quedado viendo la luna en el porche del café, que a esas horas estaba cerrado pero resultaba igual de cómodo y tranquilo que un moderno teatro, y aunque, su único espectáculo, era aquella luna irredenta que los bañaba con su luz lechosa. Y a eso debería añadir que los dos bebían de aquella cosa del Babú, que también había probado Parí, que al fin resultaba ser bastante suave


comparada con las drogas que existían en las grandes ciudades del mundo. No parecería muy inteligente por su parte, ni por parte de nadie, atribuir la fuerza mística del rito a aquella bebida. En su lugar, Garcés argumentó como idea principal la fuerza del delirio colectivo, la emoción de una masa vibrante que se comporta como un solo ser. En una primera aproximación a la sugerencia de su hermano para darle forma al cuerpo del documental, no le pareció, en absoluto, carente de atractivo. Y no tenía una idea más fuerte para colocar en su lugar como eje constructor de las imágenes. La idea del choque de culturas, y la influencia perniciosa de occidente y su comercio, sobre culturas ancestrales, estaba ya muy manida. Al menos no resultarían repetitivos, ni construirían un relato alarmista sobre la extinción de las culturas que tienen tanto que ofrecer para entender, ya no la nuestra, sino a nosotros: como nos enfrentamos a la vida y a la muerte, sin dejarnos deslumbrar por la tecnología, ni obnubilar por los placeres burgueses de las marcas. Al igual que su hermano, Perí compartía que no iban a ser las drogas lo que los calmaran más allá del dolor físico, llegado el caso, y que resultaba innegable el valor social de los ritos mortuorios, para sentirse integrado en la masa que nos reconoce y nos ayuda a aceptarnos y sobrevivir. Corrían tiempos de inestabilidad política, pero eso solía suceder, los cambios de gobiernos se resolvían con una revolución o un golpe de Estado, lo que a los habitantes les permitía el enfoque más cómodo, el de estar siempre contra todo, ajenos a sus gobernantes y a cualquier política; eso o aparecer decapitado en medio de la calle por haber hablado más de la cuenta. Fue el policía local, el que se acercó hasta Perí para anunciarle que las cosas que se estaban poniendo muy tensas, y que si sabían lo que les convenía, era el momento de volver a su país. Por la franqueza con la que lo planteó, Perí se sintió obligado a invitarlo a un whisky de la mejor calidad que había conseguido en el mercado negro. El policía se sentó, bebió y confraternizó, pero no dejó de insistir acerca de los peligros que los acechaban, así como el impacto que había supuesto su presencia en el orden local. Intentaba demostrar que podían ser considerados los culpables de un creciente descontento de la población contra los poderes públicos; obviamente exageraba. En sus argumentos podían seguirse las huellas de sus superiores, alguien lo había mandado con instrucciones precisas, y tal vez hubiese algo de verdad en que se esperase algún tipo de revuelta, pero nadie podía creerse que tuviera nada que ver con ellos.

6 Y Todos Ellos Lo Sentían

Quienes tuvieron la fortuna de visionar el magnífico trabajo de los hermanos, Garcés y Perí, habrán descubierto un mundo que ya no existe, un pueblo extinguido por el desarrollo y difuminado en la sociedad ordenada y controlada en que se ha convertido. Además, todos los profesores aún sensibles a la humanidad de estos pueblos, tendrán el don de interpretar aspectos que a ellos mismos se les escaparon, porque la fuerza visual del testimonio es, sobre todo, inspiradora. Más claramente dicho, no puede haber nada didáctico en un documental en el que sus autores intentan formar parte de las celebraciones sin reparar en su moral y cultura occidentales; sería algo así como participar del infierno cuando se pretende hablar de él, y creer que alguien lo puede hacer enseñando algo mientras se consume. Habrían necesitado la aprobación de las academias de su tiempo pata una correcta divulgación, lo que tampoco sucedió. Pero, el formidable trabajo de análisis, orden, clasificación y custodia de algunos funcionarios, ha permitido que algunas copias del original perduren hasta nuestros tiempos, y que algunos avezados estudiantes se estén adentrando en la


película con una curiosidad inesperada. A estos estudiantes les ha sido concedida una visión diferente del mundo, y lo que hoy se aprecia fue ayer rechazado y eso debe ser tenido en cuenta. Eso ha sido como un cambio de posición necesario, un enfoque más preciso y planos de la realidad y las necesidades humanas, que también a nosotros, a todos, nos convierten en herederos de culturas y ritos como el Babú. Un grupo de estudiantes afectados por las imágenes, y concernidos por un trabajo que creían poder ampliar, acudieron a visitar a Perí ya anciano, en la residencia municipal en la que pasa sus últimos días. Sentados unos junto a otros los ancianos pasan la tarde dejándose seducir por el cambio de luz de las ventanas a medida que avanzan las horas, y esperanzados porque la hora de la meriende llegue de una vez. Pero esta urgencia no impide que tomen sus posiciones, y se muestren alerta unos con los otros, porque siempre hay alguno que se cuela en la cola del café, que se sienta en el sillón de otro, o que afana algún paquete de tabaco distraído sobre una mesa. El rostro de Perí, al cabo de los años de había convertido en una rocosa masa de lava solidificada, de arrugas, granos y verrugas, difíciles de diferenciar unas de otras, pero sus ojos seguían mirando con una curiosidad relevante. En teoría, se supone que un hombre que había vivido tantos años debería darse por satisfecho, pero lo cierto es que luchaba cada día por poder vivir otro tanto. Para distinguir a sus invitados se los presentaba a todos dándose no poca importancia. Tendría que pasar mucho tiempo aún para que olvidara el tiempo que pasara en Mobombo, ¡¿cómo olvidarlo?! Hacer durar un recuerdo era tanto como hacer durar una vida, un amor, la vigencia de una obra de arte, una amistad o aquel gramófono que con tanto mimo mantenía el gerente del hotel en perfectas condiciones, y aún más el hotel mismo, en toda su decadencia y madera en proceso de putrefacción, la misma que sufrían los ancianos como él en las residencias de tercera edad. Aparte de eso, posiblemente aquellos estudiantes querían saber otro tipo de cosas, querrían saber como transcurrió la grabación, por qué se había decidido a hacerla y que había sucedido después con Akunda, si la mujer Babu había muerto, o si al fin había estallado una revolución. Entre los jóvenes había una chica, una dulce hermosa e inteligente estudiante de etnología, y él le pidió que la dejaran acercarse. “¿Sabes? Tienes un increíble parecido con la primera mujer de mi hermano, Adriana. ¿Tú cómo te llamas?”, la joven lo miró como avergonzada, y respondió una voz muy tenue que se llamaba Palmira, y que venía de otra parte del país invitada por la universidad, pero que conocía el documental igualmente, y que se sentía impresionada por el trabajo. “La forma en que tratan a los viejos en las diferentes culturas nos da una idea de lo poco que respetamos la muerte cuando la desafiamos con medicinas, y prolongamos inutilmente la vida unos meses más con operaciones que van cortando a trocitos a nuestros abuelos. Sólo pido que me dejen morir en paz. Hay una leyenda esquimal, que habla de un tiempo en que dejaban a los ancianos en las rutas del oso para que los devorara, y así, cuando ellos cazaran al oso, y a su vez se lo comieran, el espíritu de los ancianos volviera al seno familiar. La mayoría de las leyendas tienen una pequeña parte de verdad que es enseñanza, y debemos tener en cuenta, los esquimales nos hablan de que debemos pensar en que ese momento nos llegará a todos. Además hay culturas con una media de vida de cincuenta años, en la mayoría no existen los cuidados y la amabilidad que a mi me ofrecen. Mi padre murió en un lugar parecido, y a mi toda la vida me pareció que le había fallado; hoy no me parece tan malo”. Acercándose entre los otros, uno de los chicos apoyó sus libros en la mesa disimuladamente. Entonces carraspeó y preguntó por Akunda, quería saber si había muerto aquella noche, porque la escena en la que ella baila al son de los tambores era tan violenta que costaba creer que tuviera alrededor de los setenta, y sin embargo eso parecía por su aspecto. Le daba pena ver a una mujer tan mayor sometida a la brutalidad de teles costumbres. “Akunda no murió aquella noche, pero es posible que la razón final del rito fuera que las mujeres Babu murieran, aparentemente de una muerte natural, si al esfuerzo al que se sometían le podemos llamar natural. Pero posiblemente lo hizo en la siguiente ceremonia, y de no ser así, no se trataba de una muerte por la que se debiera esperar demasiado. Todas las mujeres Babu, morían, sin que nadie pudiera decir que el motivo había sido ese, pero recordemos que en este centro, es suficiente que


alguien olvide cerrar la rendija de una ventana por la noche, para que un anciano enfermo, aparezca “frito” por la mañana. Son cosas que pasan”, sentenció. Los protagonistas de aquella historia llegaron a convertirse en una obsesión para los cineastas, que esperaban que en cualquier momento pudiese suceder algo inesperado, algo que demostrara que el género documental estaba vivo, en el sentido de que respetar un guión les era casi imposible. Pero, antes que someterse a las excentricidades de sus personajes, grabaron entrevistas con todos ellos, con Akunda, por supuesto, pero también con el jefe local de policía, con Vitolo, con Bante, con Kakora, con todos los habitantes del pueblo que pudieran dar su punto de vista, y según su posición decir lo que pensaban de las noches Babú. Desde el margen de cuerpos y rostros jóvenes que cercaban a Perí, Palmira se adelantó de nuevo e intentó una segunda aproximación al texto que ella misma escribiría acerca de la visita. Todos los estudiantes deberían escribir sobre la conversación, y estaban muy atentos a cuanto él tenía que decir. Palmira loo miró fijamente y no sin cierta timidez preguntó, ¿y qué fue después de todos? “Después de la advertencia de la policía no nos quedaba mucha salida, nos iban a dar problemas si no salíamos del pueblo, y decidimos volver, editar el material grabado y montar el documental. “ Lo malo de ser viejo es no recordar lo que se quiere y no poder olvidar lo que se detesta, porque eso sería tanto como haber vivido la vida que uno hubiese querido. El temor a reconocer sus errores le hacía ser cauto en sus declaraciones, pero eso no impedía del todo su locuacidad. No agravaban sus fantasmas con aquellas preguntas, si bien, haber abandonado a aquella gente a su suerte en el momento más difícil no había sido muy elegante, pero... ¿qué otra cosas hubiesen podido hacer? Al salir del país pensaban en la película, y en nada más, pero eso no lo dijo. La creciente dedicación de los hermanos a la edición y por fin, a terminar el trabajo realizado, les hizo olvidar por un tiempo a las gentes con las que habían convivido. Tampoco sus fuerzas eran las más adecuadas para afrontar la prueba que la vida propuesto, o que ellos se habían planteado, en el momento en que se embarcaron en tan difícil aventura tan lejos de la gente que conocían. Ya de vuelta en su país, una vez estuvieron de nuevo instalados en su vieja casa, la que había sido casa de sus padres, y ante, casa de la familia, se dedicaron a buscar contactos para la distribución y a contactar con algunos técnicos que mejorasen lo que ya tenían. Entonces sucedieron algunas de sus mejores actuaciones y llegaron algunos de sus mejores tiempos, la revisión escrupulosa de lo conseguido, y las conferencias en algunas de las mejores universidades para poder explicar lo que habían pretendido, y que les ayudaran a descifrar el resultado final. En cierto modo, si aquellos estudiantes que visitaban a Perí en el geriátrico, hubiesen asistido a aquellas incipientes charlas, no necesitarían esa segunda vuelta, pero por otra parte era una atención que le dispensaban. Además en aquel tiempo, algunos de ellos ni siquiera habían nacido. No se trataba de un trabajo incisivo ni violento, para sonsacar todo lo que pudieran de su discurso antes de que se muriera, se trataba de acompañarlo aquella tarde en una amable charla con la excusa de su historia de cine. “Mi hermano Garcés siempre estuvo muy preocupado por la muerte, y ahora que yo la veo tan cerca, lo comprendo. No se trataba de estudiar las civilizaciones por como tratan a su muertos, sino por como se enfrentan a la muerte. De todo aquello, una de las cosas más sorprendentes y que debe ser tomada en cuenta, es que Banté, uno de los personajes al que hicimos una prolija entrevista, preguntándole sobre su papel aquella noche, se nos presentara como un líder, casi un profeta. Y, con el tiempo supimos por una carta de Kakora que no era un fanfarrón, era más que un líder, era un jefe de tribu, y durante la revuelta fue apresado y ejecutado por el ejército. La vida de mi hermano a su regreso no fue fácil, se reencontró con Adriana, y eso volvió a causarle un saco de problemas, demandas legales de divorcio, petición de una pensión que de ningún sitio podía sacar, en fin, lo habitual cuando el amor se va.” ¿Usted no estuvo nunca casado profesor?, preguntó Palmira. “No nunca me casé, ni tuve hijos, mi vida estuvo centrada en el cine documental, soy lo que se dice un soltero de oro. Pero no volví a salir del país, y registrar la actividad de las abejas, las horas de afluencia en el metro, las enfermedades psicológicas como el desasosiego el estrés o la ansiedad en las profesiones modernas, o la frecuencia con que el hombre occidental de clase media piensa en la muerte en las diferentes etapas de su vida, no iba a tener el interés, la tensión, la excitación ni la


verdad, que parece que contenía el rito Babú y sus actuantes. Ninguno de mis posteriores trabajos levantó la controversia de aquel, desde luego” No importa cuantas veces se niegue una realidad, al final siempre, como el aceite sobre el agua, tiende a buscar su verdadera naturaleza. Ni la ficción puede a veces con la realidad, por muy loca que la ficción sea. Las noticias son manipulables, pueden intentar que veamos lo blanco muy negro, y postergar la verdad teniéndola en un cajón bajo llave durante décadas, que al fin, alguien descubrirá que falta una pieza en el puzzle. Todos los que experimentan algún tipo de bloqueo saben que hay otros caminos, siempre los hay. Gran parte de nuestra frustración nos viene de sentirnos incapaces de afrontar que hay cosas que funcionan a las que no hemos sido convocados, y el miedo se desata, ¡nunca seremos capaces de dominar una u otra disciplina, pero una de las que es necesario saber para entender! Cuando creemos que podremos enfrentarnos a los desafíos de desconocidos y salir sin mácula, surge un legión que nos desborda. Este triunfalismo genera todo tipo de adversarios dispuestos a jurar que nuestro trabajo es un fraude, y eso parecía haber sucedido, hasta que unos jóvenes, sin que nadie se lo pidiera, decidieran rescatarlo, ¿por qué no? La vida es una broma, y cuanto más en serio nos la tomamos,la dimensión de la broma crece hasta tomar dimensiones grotescas. Si alguien intenta interpretarla acelera su broma particular, si otros creen que deben probarse a sí mismos que son capaces de montar un imperio, y que eso lo justifica todo, también se vuelven ridículos y cómicos, y su final decepción acentúa cada risa. En esta broma nada es científico, apenas un poco de espacio para reírnos de las bromas de otros mientras esperamos nuestro peor ridículo. Hemos dejado de creer también en la debilidad poética del drama, y ahí si que ya no puedo establecerme beligerante, cada uno muere como quiere. El género humano, si algo tiene, es el ridículo. Ahora recuerdo la escena de la película “La gata sobre el tejado de zinc”. Paul Newman se desespera porque nunca ha sentido el cariño y la ternura de su padre. El padre no lo entiende, ha luchado toda su vida por dejarle un imperio comercial y lo ve tan desagradecido... Al final confiesa su cáncer terminal, pero sigue ilusionado con los proyectos de expansión de su empresa para el año siguiente. Delira hablando de grandes posibilidades de crecimiento y ganancias, sin aceptar que morirá antes. El olvido, en ocasiones, tiene que ver con el abandono. Fue llegando la noche, cuando los estudiantes ya se habían ido, cuando volvió a pensar en Kakora, y por qué Garcés se había hecho el olvidadizo. Había llegado lleno de energía, dispuesto a cambiar algunas cosas, a centrarse en su trabajo, y responder a las demandar de Alejandra. Quería hablar con ella antes de divorciarse, y por lo que parecía, no quería hacerlo desde tan lejos. Se hubiera contentado con unas palabras, nadie sabía del todo lo que perseguía, pero si se trataba de una reconciliación, eso no se iba a producir. Ya más centrado, se escribió durante un tiempo por su amor en el exilio, porque ella le contaba como seguía todo por allí, y porque le costaba desconectarse del todo. Con los pies sobre la tierra, pies de carne y hueso. No sería de extrañar, se dijo Perí, según lo que parece, que no exista un más allá, que la nada nos detenga y nos vuelva a esa oscuridad de plomo de la que algunos creemos que venimos. La precisa y consistente nada, sin paraísos prometidos, sin imágenes engañosas, sin espíritus revoloteando alrededor de los muertos en ritos paganos, o en vidas rutinarias. No es fácil acostumbrarse a esa idea sin prescindir del amor que se puede llegar a sentir por el género humano, por ese milagro entre dos nadas. Si Dios nada tiene que ver con el efecto consolador de las religiones, si no está en los sermones dominicales destinados a hacernos a aceptar la muerte como una consecuencia más, lógica si se quiere; pero aceptable al fin, entonces... ¿dónde está Dios?, se decía en los últimos rayos de luz adormecedora de su vida. Naturalmente es un grave error pensar que podemos convertir el mundo en cualquier cosa que deseemos, desde lo más horrible de las guerras, las torturas, los campos de exterminio y la muerte, hasta el más aceptado y próspero, de los hombres que sobreviven ayudándose, en la solidaridad debe estar, en todo lo que construye y cada vez que un hombre espera por otro y le ofrece su compañía, por viejo que sea y por torpe que sea su marcha. Aunque estemos convencidos de que su esfuerzo es inútil y no cruzará con nosotros los límites de la más alta montaña, esperarlo sin razones prácticas que argumentar, aunque nos atrase, sin concebir nuevos sueños que nos evadan de la realidad por dura que sea, ahí debe estar. Sin imágenes, sin las fotografías de pintores renacentistas representando a


Adán y a Eva, como una posibilidad de felicidad, o a los folletos de los testigos de Jehová, con preciosos campos verdes, de riachuelos cristalinos donde los niños juegan, sin nada de eso. Dios debe estar en el desinterés, en no saber por qué se hacen las mejores cosas pero hacerlas, y dejarlas atrás para volver a a nada. Perí ya no podía repasar los objetivos de su vida, ni si había concluido todo lo que se había propuesto. Todo No, desde luego. En la soledad de su cuarto, pensaba que tenía que hacer algunas llamadas de teléfono, de modo que, mientras aún pudiera, interesarse por sus familiares, posiblemente viejos y enfermos como él. Sí, debería hacer algo así.



1 Mi Sangre Y Yo A travĂŠs de la experiencia, a lo largo de una vida -lo dice alguien que no pasa por su mejor momento y que empieza a entrar en esa nebulosa en la que sus mayores necesitan atenciones-


surgen dudas que nunca creímos necesarias, dudas en formas y estimaciones de nuevas realidades que se presentan para ya nunca abandonarnos, y con forma cruel nos exilian de la inconsistencia que nos tenía ajenos a todo. Sin por ello sentirnos mejores en inteligencia, o poseedores de un conocimiento que hasta entonces nos estuvo velado -en todo caso más resistentes al dolor y a la pérdida, o mejores en la entrega que se nos demanda-, nuestra disposición a cambiar parece seguir sus propias normas, por primera vez sentimos que ya nada depende ni va a depender nunca de nosotros, nada que ver con el mérito de ningún tipo, ni por muy bondadosos, o sagaces que nos creamos vamos a merecer decidir acerca de realidades tan asentadas y definitivas. Nos hemos dado mucha prisa en buscarnos, nos enfrentamos a un tráfico de cuerpos al que no interrogamos, del que nada sabemos; mucho menos de sus intenciones. Nos aflojamos entre la nieve de un día de compras poco antes de navidad, en dejarnos a nuestro bullicio, a nuestra, nunca del todo satisfecha, curiosidad. Sobre un andamio han colocado unos anuncios de electrodomésticos, todo concretamente especificado, los datos están tan claros que creemos saber de lo que trata sin haberlos visto nunca delante, sin haberlos tenido o tocado. Parece que podemos oler el plástico de la caja al desembalar. La pesada ausencia que nos cubre se trata de no haber llegado aún a ese tope de sensaciones, de no terminar de ver caer la nieve sobre los hombros y los guantes, y la incomodidad del agua penetrando a través de los tejidos, la humedad luminosa de los regalos en los escaparates, y nuestra sensación de vacío en un costado, una parte que nunca se llena. Dentro una ola de calor nos abre el abrigo, nos llena la nariz de una sensación vomitiva que, sin embargo, superamos en un segundo, porque bajamos la cabeza y nos miramos los zapatos, debemos alcanzar la escalera mecánica, pero un muro de cuerpos emergentes anuncian que nada es fácil, que nunca será así, en verdad que resistirán hasta el último momento de sinrazones, lo negarán todo, no aceptarán evidencia alguna, nadie te lo va a poner fácil, si quieren alcanzar la escalera, deberás sumergirte con el resto y aceptar que se vive para empujarse o esquivar, eso es todo. Dice mi vieja que es inútil cualquier esfuerzo, todo lo que se haga es un trabajo baldío, que no importa las ganas que pongas en conservarlo con vida, que a final volverá una y otra vez a la cama del hospital hasta que lo consiga. Morir sale a cuenta cuando uno es lo único que desea. Dice que tanto si pasamos el resto de nuestras vidas consagrados a velarlo al pie de su cama, al final se va a salir con la suya, porque esa es la canción que ha aprendido por último, y la melodía le sabe a regalado. Bailemos pues con los muertos del arroyo, mientras intento descubrir un regalo para ella, algo adecuado a este tiempo endiablado, balbuceo delante de una dependienta que habla como una muñeca de plástico duro y ojos de culo de botella. Hay reacciones cuyo alcance se nos escapa, o somos capaces de interpretarlo, sino cuando ha pasado el tiempo necesario, posiblemente cuando al fin estamos preparados para exigirnos tanta labor e intuición. Así se iban apurando las últimas horas, con el resquemos y la desconfianza de no estar haciendo todo lo que se puede, todo lo apropiado y todo lo necesario para causar el menor dolor y daño. Nos sucede con el presente cuando sólo podemos vivirlo, nada más. En todo caso apurar las últimas caladas de un cigarrillo, o el trago de un líquido venenoso que nos perfora el intestino mientras los enfermeros pelean contra los puños del anciano que no desea dejarse tocar y al que amenazan con ponerle correas a la cama. Sin dignidad, desatando toda la violencia de la que era capaz, amenazando con quitarle los ojos, al fin consiguen calmarlo e inyectarle alguna cosa que lo duerme. Ahora bien, un recuerdo es algo muy personal y uno no siempre puede ser identificado, ni tenido en cuenta, ni vuelto a tener en aprecio años después, al mirar una cosa, un objeto, por precioso que nos parezca. Aunque ambas partes del regalo elegido, la parte teórica -la que nos explica la señorita inventora de bondades improbables-, y la parte sentimental, humanicen los sentidos del nuestro elegido destinatario. Decidimos que hay fragmentos sin suficiente sustancia en él, no tiene el rasgo deseado, y los almacenes tardarán en cerrar, así que seguir buscando es una opción que nos conviene. Rechazar lo primero que nos cautiva parece una condición previa a todo esfuerzo de elección, porque sin esa deriva que significa interés y dedicación, los regalos pueden perder la magia deseada. En lo concreto tengo la sensación de que los pueblos centro-europeos y nórdicos son más neutros ante la enfermedad y la muerte. Sus entierros son más silenciosos y cerebrales, mientras que la


víscera del sur de Europa: Italia, Portugal, España, etc -a lo que yo atribuyo al desarrollo de siglos de dominación católica y por lo tanto a la religión- somos más de “dramatizar”. La relación con el dolor y con nuestros muertos se manifiesta de otra forma. Existe en mi la extraña sensación de que cuando llegue el momento, me va a desbordar, por eso le he pedido a mis familiares que nos demos fuerza unos a otros, porque si yo los veo bien, estaré al mismo nivel. No se trata de un acto de estrategia, ni de audacia, pero si las mujeres más fuertes de tu familia se empiezan a derrumbar a tu alrededor te quedas completamente solo. Durante el tiempo que dura la juventud me he repetido en varias ocasiones, ¿quién puede meterse en la mente de un moribundo? Destinarse voluntariamente a imaginar semejante cosa, contar con haber adivinado, con creer conocer alguna de sus derivas, y asistirlo como si lo comprendiéramos. Y seguimos dedicando un tiempo precioso a intentar animarlo, cuando en realidad guarda silencio porque es difícil agradarlo en sus términos, en la desidia y el desinterés por otros anhelos diferentes al de la existencia. Al final, quienes nos consideremos capaces de adivinar que su silencio puede representar un enfrentamiento, o peor, una gran bronca interior, simularemos nuestras conversaciones, valoraremos los rumores, y los cuchicheos regresarán ajenos a sus oídos. ¿Quién se atreve a meterse en la piel de un moribundo? En esos años de decepción capitalista todas las piezas parecían finalmente colocadas. De nada sirve resistirse cuando uno alcanza esa edad en que los padres son demasiado viejos para distraernos de ellos (distraernos de sus carencias, de su falta de vitamina, o de una ventana que los recuece si no bajamos la persiana). Además, cuando ese momento llega es porque también respiramos un aire envejecido. Vivir una liberación es un experimento fallido, sólo son totalmente libres los cobardes; los que saben lo que tienen que hacer y asumen sus compromisos, no deben pensar en su libertad, o encontrarla en cumplir con aquellos a los que les debe tanto. El concepto de resignación ante la enfermedad no es fácil, ha sido ampliamente estudiado en todos los tiempos a través de miles de años y millones de historias. Se ha intentado calificar a la resignación más dedicada como una rendición, y son cosas muy diferentes, argumento pues a favor de dar los pasos necesarios por dolorosos o incómodos que nos parezcan en contra de cualquier abolición, de la resistencia y del sentido de la vida. Entre otros familiares que se acercan con dedicación a la enfermedad anciana de los hospitales, y sobre todo, a no dejarse vencer por la inmoralidad de la planta de medicina interna, nos referenciamos como un matiz social que permanece oculto mientras nos encontramos en los pasillos, nos consolamos y pacientemente esperamos que el enfermero nos permita volver a entrar para pasar una pocas horas mirando la cara del que lucha por su vida en cada golpe de tos. Eso fue lo que todo lo que supimos después del primer dolor, entre el estómago y el costado, que había una infección que lo apuraba entre el riñón y el páncreas, y que en un anciano era muy grave. No había pensado que me reduciría ante la primera vaharada de dientes rojos, lengua cuarteada y ojos cerrados. Yo no podía saber que las cosas sucedían con tanta exactitud, aunque algo siempre se sospecha. La misma sensación de compañía permanece, la misma entrañable sensación de estar en familia y haciendo, ya no lo correcto, sino lo normal, nos facilita esa reducción que nos permite acomodarnos horas y horas a un sillón desflecado y sin brío. Otras veces, en medio de batallas menores, habíamos charlado también en tiempo ilimitado, viendo pasar algunas de esas tardes que no parecen conducir a nada. Hay un pequeño café con mesas diminutas en la planta baja, no cabía un cuerpo más en la doble fila que se amontonaba entre abrigos y bufandas, intentando acceder a la barra. Como los grupos parecían celebrar algo, y el ambiente general era animado, no parecía que nada fuera a cambiar en los próximos minutos. Me daba perfecta cuenta de que la única persona en el centro comercial con cara de circunstancias debía ser yo. No tenía ningún motivo para estar contento, mucho menos para exhibir una falsa sonrisa. Conocía de vista a algunos dependientes y cajeras, a los guardias de seguridad y a los camareros, pero muy lejos me quedaban aquellas caras que se sumaban al jolgorio y al escándalo, a la bebida y a las canciones. Muchos de nosotros creemos que un exceso de alegría es propio de mentes muy simples, incapaces de sopesar el inconveniente de tanta felicidad sin contar que siempre nos acecha la desgracia. Tal vez soy un pesimista sin remedio, o tal vez el grado de realismo con el que me enfrento a la dificultad de sobrevivir me supera, pero sería incapaz de


sumarme a tanto desahogo. Sin embargo, reconozco en mi algo parecido, y es la forma en la que me ofrezco para acompañar a los enfermos. Quiero decir que me pongo cómodo, oigo música con uno de esos aparatos en los oídos que respeta el descanso a nuestro alrededor, intento dormir, y mi sacrificio no es determinante. Sí, creo que en algo soy como esos escandalosos, y es que pienso que si hemos de esperar la muerte, mejor nos ponemos lo más cómodos que podamos. No espero la muerte riendo hasta quedar afónico, pero me pongo cómodo, hay una intencionalidad en ambos casos, que nos determina a aceptar lo irremediable pero con condiciones. Algunos de los que levantaban unas grandes jarras de cerveza para brindar parecían extranjeros, así que me dije que debía haber algún barco de turistas nórdicos dispuestos a pasar la navidad lejos de sus casas. No recuerdo a mi padre difuminándose, al contrario, siempre nos tomó muy en serio, la familia era su centro. Cuando intento hacerlo volver de sus sueños, le preguntó por la etapa de su vida en que empezó a trabajar; algunos de aquellos primeros trabajos no los recuerda, pero el servicio militar para poder acceder a la red de ferrocarriles como maquinista, es algo que lo hace volver a la realidad. Tuvo algunos cambios de pareceres con jefes y compañeros hasta que se jubiló, y muchos sinsabores hasta que fijó su residencia con su familia, pero a pesar de esos sinsabores creo que siempre se consideró orgulloso y muy responsable de su tarea. Su influencia entre mis hermanos y o mismo, fue determinante, y aunque a veces no nos contesta, creo que nos está tomando el pelo, escuchando todo lo que hablamos y sus enfados posiblemente estén muy motivados por lo que escucha, y los planes que hacemos sin consultarlo. Para poder entender como funciona su cabeza en estos tiempos, además de tener en cuenta su alzheimer, que es octogenario, caprichoso, a veces violento, y capaz de entender por donde vamos sin necesitar identificar todas las palabras, uno debe ponerse a su altura, hablarle con claridad e interpretar su respuesta, lo que no siempre es posible. Cuanto se pueda decir de él, puede no ser necesario, si tenemos en cuenta la gravedad de su enfermedad, y eso -la enfermedad- si que puede ser necesario que lo contemos. Pero la enfermedad en sí misma no debe ser el tema central de lo que uno pueda sentir, aunque, en ocasiones, desearíamos tirarnos contra ella a galope tendido, gritando como un poseído y con desprecio de nuestra propia vida. De las inverosímiles historias que ya nadie me cuenta, podría extraer enseñanzas parecidas donde una vida comienza, sin esperar al terrible y siempre dramático desenlace. Mi padre pertenece a su clase, y hoy le estaba dando lecciones de política a una de las auxiliares que le cambian el pañal, y lo dejan limpio y relajado. La chica me lo dijo al salir de la habitación, “no se que me decía de política”, me comentó. A los pocos tiene recuerdos de viejas discusiones acerca de insensible gobierno, y lo desgraciado que le resulta el presidente. También me dijeron que esta noche, ha llamado por sus padres, llamaba, papá y mamá, como si fuera un niño. Desde siempre llevó consigo su infancia, su clase social, la posguerra, los cambios sociales, su inconformismo y su respeto por la ley; todo bien removido e interiorizado. Es como si si estuviera de acuerdo con todo lo que siente, como si la armonía consintiera en esos recuerdos infantiles, y en mitad de la noche pudiera sentirse con derecho a llamar a sus padres, sin que eso suponga una agonía. Cada vez que he pensado que la vida no iba conmigo, que todas las enfermedades, accidentes, muertes y castigos que veía en otros no me podían pasar a mi, todo cuanto he creído que iba a durar para siempre, me ha devuelto un golpe de reproche y cada esperanza se ha hecho vieja. En el comienzo de la vejez, en la primera pérdida de fuerzas, se deshace la pasión que siempre nos motivó, la licuada transparencia que convertía las más insignificantes aspiraciones en retos. Hemos empezado a envejecer, y lo sabemos porque debemos ocuparnos de nuestros mayores. De cada signo de su lucha tenemos algo que aprender, y lo que es más, que asumir. La vida ha pasado, eso es una realidad, pero se aferran a cada minuto de compañía y necesitan que les hablen. Les ocurre que no presienten la enfermedad mientras están acompañados y escuchando a alguien que les habla con razones (tan planas como innecesarias). La habitación del hospital, sin habernos dado cuenta ha ido tomando forma, pasó una semana; los cajones se han llenado de revistas, pañuelos de papel, útiles de aseo -porque los que se quedan a dormir pasan su tiempo en el baño de la habitación como algo muy necesario-, teléfonos, una radio diminuta con esos pequeños botones que se meten en las orejas, un abanico, una cartera y una juego de llaves que deben pertenecer a mi vieja. Ya hace días


que ha tomado forma la posesión de la plaza, nos hemos puesto cómodos, como si no quisiéramos reconocer las gravedad esta vez, como si pensáramos que va para largo. Pero, aunque no lo decimos, admitimos que puede pasar, en nuestro propio e inestable mundo, sabemos que hay cambios pendientes a los que nos negamos a enfrentarnos abiertamente. Seguir escondidos puede ser una opción. En momentos así, escribir es una terapia, supongo. El médico lo dijo con claridad, una pancreatitis es muy grave a su edad y sobre todo, mientras no se conocen las causas. Después supieron que eran bacterias, algo así como una infección de riñón que había obstruido el páncreas, y el antibiótico hizo en resto. Dormitaba todo el día, y por la noche amenazaba con quitarse las vías que le suministraban el suero, eso producía grandes tensiones y un enfermero amenazó con atarlo a la cama. No había nadie a quien quisiera, ni siquiera su mujer, mi vieja, en la única que confiaba, capaz de pararlo en momentos de ira, así que cuando quiso tirr las botellas de suero casi lo consigue. Las no eran fáciles. Pasaba las horas sobre el costado derecho, y en ocasiones se giraba durante menos de un minuto boca arriba, para volver a la misma posición, pero ese método para aislarse del tiempo no debía funcionar del todo, porque creía estar fuerte -posiblemente el efecto del antibiótico- y quería irse para casa. Le gustaba que siempre hubiera alguien cerca de él, en realidad era miedo: temía tanto quedarse solo que en cuanto sentía que alguien se movía buscaba con los ojos y si no se acercaban o le hablaban se cerraba en si mismo y ya no hacía caso de nada, hasta que se le pasara. Obviamente, estaba luchando por la vida y su naturaleza incansable lo ponía contra todo y contra todos. Una tarde lo sentaron en el sillón, y ajeno al gotero y a pesar de estar anclado a él quiso levantarse y echar a andar, casi se cae y tira con todo. Ignoraba las dificultades, y al sentirse mejor, su único anhelo era salir de allí. No hay una interpretación clara a la enfermedad, aunque los médicos las miden en deterioro de órganos, resultados de análisis, posibilidades, complicaciones, desenlaces, y fortaleza. Supongo que cada vez que lo ingresan el piensa que lo van a poner en una mesa de operaciones y lo van a abrir, por eso intenté tranquilizarlo y le dije que lo suyo se curaba con antibiótico, pero lo cierto es que el médico nos previno de estar preparados por si había complicaciones y porque la deriva podía ser mortal. No, no debe ser fácil ponerse en piel de un enfermo octogenario por muy fuerte que se considere. Decidí no demorarme, volvía a sentir ese peso decadente de antiguas culturas que nos produce la enfermedad de los seres más cercanos. Se trataba de un recado rápido a pesar de la pesadumbre, de comprar algo que le pudiera gustar con rapidez, porque llevaba ya un rato dando vueltas y eso se podía eternizar. Quise salir de ese mundo casi con la misma determinación que había pensado, que debía tomarme con calma lo de la elección del regalo. Ni siquiera sabía si lo iba a meter en un cajón sin abrirlo siquiera. Quizá no lo abriera hasta que pasara todo y él estuviera de vuelta en casa. El día anterior, me dirigí a él para intentar hacerle comprender que me iba a casa y volvería al día siguiente; se dio la vuelta y preguntó, ¿Y yo qué? Me hizo gracia, de nuevo, armado de paciencia le expliqué que hasta que el médico lo permitiera había que esperar, pero que estábamos deseando llevarlo a casa y ponerlo cómodo. Y así, a fuerza de luchar contra las palabras y el alzheimer, nuestras vidas se iban transformando, porque nada va a ser fácil, es bueno que todos lo sepan. Era como si la vejez se manifestara como el único mundo posible. Nuestras manos, nuestras energías, nuestra fuerza, nuestra voluntad, se lo debe. En cierto modo, lo que nos sucede somos nosotros. En aquel momento, el único temor es estar viéndonos a nosotros mismos vente o treinta años más adelante. Cogí un reloj de esfera grande, tal y como ella me había comentado una vez, que se leyera bien, sin necesidad de ponerse las gafas, y salí. La dependienta, me hizo un gesto con la cabeza y dijo, “gracias por su visita, y feliz navidad”.


2 Las Palabras Y Los Lapsus Eran tiempos de reconocimiento, de aceptación de la propia vida y asumir que huir es una solución cobarde. Después de comer y lavarme iba a ir al hospital a enfrentarme con mi doble del futuro, con quien posiblemente sería yo a la vuelta de los años. Y después de unos minutos haciendo cola frente a un conserje pude pasar hasta los ascensores- La hora de la apertura a visitas se pone así, amontonándose; aunque tenía un pase para subir a las habitaciones fuera de hora. A él lo acaban de limpiar y cambiar, y en medio de aquel surtido variado de tubos, vías, antibióticos y sueros, me abrí paso. Mi madre y yo nos encontrábamos ligeramente cansados, sobre todo ella, que se negaba a abandonarlo un momento, y no era para tanto, nada tan grave. El placer de pasarlo todo el día en cama moviéndose, pidiendo, preocupando a las enfermeras, quitándose las vías, rascándose hasta levantarse la piel, se lo dejábamos a él; y para castigarlo por su rebeldía nos íbamos despreocupando de lo que había sido su dolencia y que obviamente había remitido. Pero, pese a ese estado de salud envidiable que nos traía a todos de cabeza, aún no lo dejaban volver a casa, y de ahí llegaban todos sus engaños y sus enfados. No sabría decir que era peor si que hubiese salido de la gravedad, o aceptar sus amenazas a los celadores, sus arranques de ira, o su apacible bondad, cuando en unas horas, ya no recordaba nada de lo sucedido. Ernestto no estaba seguro de nada, ni de si se consumía o había dejado de hacerlo. Más allá del dolor quedaban las yagas de sus brazos y sus piernas, de sus pies corroídos de haberse acostumbrado a andar descalzo tirado en las aceras, y cuando ingresó para la cama de al lado lo primero que dijo fue que apenas dormía. En un primer momento imaginé que iba a necesitar mucha más atención por parte de los médicos de lo que parecía, mi padre, dormido, seguía ajeno a su nuevo compañero. La enfermera, por su trato, no parecía dispuesta a ponerse de parte de la paciencia, ni a ofrecer el mejor de sus tratos, sin embargo hizo algunas preguntas sobre la metadona y el nombre y apellido reales de Ernestto. Él, con tono de voz cansado y condescendiente respondió a todo sin rechistar, le dio un número de teléfono de contacto de un familiar (su hermana), y se tomó el resto de la medicación dócilmente. De entre las muchas habitaciones de la planta de medicina interna podía haber caído en cualquiera, si no hubiese estado todo tan lleno debido a los recortes en sanidad, pero encontró su lugar justo delante mi, que me encontraba sentado en un sillón en el momento exacto de su ingreso. Morir en la cama de un hospital puede parecer un lujo para quien está dispuesto a morir en la calle, pero a pesar de su adicción, de la diabetes y sabe dios que otras enfermedades de transmisión sexual que pudiera tener, por su espontáneo lirismo, por su buen humor, por su amabilidad y por la fuerza de su voz, en ningún momento creí que tuviera nada de una gravedad que se resolviera en un desenlace precipitado. De todos los lugares en que pudiera haber ido a dar con sus huesos aquella habitación posiblemente le pareció la menos hostil, existía una indiferencia no premeditada hacia los signos que lo denunciaban, y que pondrían alerta a otros. Repetía una y otra vez que era mulato, pero además, la suciedad, y las heridas eran evidentes. Allí no había objetos que pudieran cambiar facilmente de sitio, y el armario no tenía llave, pero tampoco guardaba nada especial, así que, como digo, la desconfianza no fue tan obvia. En aquel recóndito hueco de la civilización, la gran diferencia entre un joven mortalmente enfermo y acostumbrado a vivir en la calle, y un anciano al que le quedaban pocos años de vida pero de una posición cómoda económicamente, se estrechaba al compartir la habitación del seguro médico público. La enfermedad, cuando se trata de un hecho vergonzoso -y no tanto en ocasiones- se manifiesta con marcas diferenciadoras, con la señal de la desfiguración personal y el fracaso en cualquier lucha, la derrota de antemano. Vivimos en una sociedad estremecida por sucesos que la ponen en estado de shock, que avanza a pesar de acontecimientos sórdidos, como asesinatos por amor, suicidios por resentimiento y venganza, adictos por pereza, locuras por no considerarse capaces, seres débiles incapaces de luchar a los que


conocemos de toda la vida, y que tiran la toalla antes de cumplir los treinta. Muchos se creen a salvo, consideran que ese tipo de cosas jamás les sucederá a ellos, se abren a la vida, a la posibilidad de disfrutar de todos los placeres, de respirar todos los aires, de andar libremente por caminos de prados verdes y montañas saludables y rejuvenecedoras, se estimulan creyéndose aún muy jóvenes para tener pensamientos negativos o pesimistas acerca de lo que les queda de vida. Una palabra de ánimo dicha a tiempo y a conciencia, sacrifica a muchos fantasmas, y espanta a los pesimistas. Algunas cosas son así, la influencia de los sucesos más tristes nos puede, sin embargo, debemos saber cual es nuestro sitio y aceptar la vida por dura que sea con su deprimente realidad de enfermedades. Si permanecemos atentos a evolución de los acontecimientos con el paso de los años, los verdaderos acontecimientos, los que son capaces de modificar todos los planes por firmes que fueran nuestras intenciones, descubriremos la derrota en todos, también en los optimistas deportistas llenos de vida, en los médicos de dietas milagrosas, y hasta en los ancianos monjes de vida contemplativa, todos estamos llamados al deterioro de la carne y del cerebro. Algunos podrían ver en todo una sustanciación del enfrentamiento al dolor como la forma menos inteligente de vivir, la confirmación de nuestro origen dependiente y la reacción posesiva de la familia ante la inminencia del desenlace fatal. Por fortuna aún podemos deducir que no hemos sido creados para entregarnos a ninguna forma de martirio, y cuando el médico dijo que el antibiótico estaba remitiendo la infección, todos sentimos un gran alivio; aunque, sabíamos que los octogenarios nunca se curan del todo. Tuve que bajar a cambiarle el ticket al coche, lo que me permite aparcar en superficie sin recibir una sanción, le pedí a Ernestto que le echara un ojo en ese tiempo y que si intentaba arrancarse las vías de nuevo, que llamara a los enfermeros, él, a cambio, me pidió que le subiera un paquete de tabaco, lo que hice con gusto rechazando su dinero. En efecto, debido a nuestra amabilidad fuera de lo común, esta familia de “locos penitentes” entra en tratos con desconocidos dependientes, pero también, con la intuición que no suele fallarnos, de encontrarnos en el caso de Ernestto, delante de buena gente. Para terminar el acercamiento, me ausenté un momento a la sala de visitas, que tiene un pequeño balcón y donde algunos acuden a escondidas a fumar, y eso hizo él. Estuvimos charlando un rato, de política, de huelgas, del conflicto laboral en el hospital lo que incidía en un servicio que rayaba el desastre, y en el tiempo en que Ernestto había trabajado en una empresa de transporte en Madrid, hasta que el dueño hizo un ERE Expediente De Regulación De Empleo), nunca del todo justifica y despidió a treinta, entre lo que él se encontraba. Los ERES son una propuesta que el gobierno hace a los empresarios, aprobando una ley para que puedan despedir a bajo precio aludiendo razones no ya de pérdida, sino de bajada de beneficios, y parece que se están aprovechando de la situación. No puedo ser incrédulo al respecto, estoy seguro de que los trabajos a Ernestto no le duran demasiado, y me he vuelto a la habitación, pensando que los abrazos que algunos amigos de su hermana (la única de su familia que lo cuida) le dan, son del todo sinceros. No hay la más leve señal de arrogancia en su forma de expresarse, lo que parece un mal de juventud de aquellos que creyéndose con una inteligencia por encima de la media, deciden mantenerse al margen. Las palabras van y vienen en nuestra lengua con una fuerza definitoria y eso nos hace transparentes a los ojos de los más observadores. Es muy improbable que seamos capaces de mantener una alto nivel de engaño a través del lenguaje, y mucho menos mantenerlo durante horas; somos lo que somos y nos expresamos como lo hacemos; nos descubrimos. En un rincón de la habitación, madre había dejado un bolso con unos zapatos que cambiaba por las zapatillas cuando tenía que salir, también había dejado una radio pequeña sobre una mesa que utilizaban las auxiliares para dejarle el desayuno y la comida. De esa forma, durante el tiempo que duró la infección, nos íbamos haciendo a la habitación de hospital, y tomándola con elementos simples y concretos, para la vida cotidiana. ¿Son repulsivas las habitaciones de los hospitales? A algunos no se lo parecerá, pero desde luego yo creo, sobre todo en la planta cuatro de medicina interna, parecen diseñadas para acoger moribundos. Miraba al patio desde la ventana, y sólo alcanzaba a reconocer tuberías de agua y de aire, y conducciones eléctricas, ese era el panorama. Ernestto se portó muy bien con el viejo, si le caía yogurt de la boca, lo limpiaba con una servilleta


de papel, le ponía una almohada detrás de la cabeza cuando lo sentaban en el sillón y estaba pendiente por si hacía falta pulsar el timbre y llamar a una enfermera en caso de urgencia. En realidad, le había pedido que le “echara un ojo”, como un acto de compañerismo entre enfermos de la misma habitación, pero se lo tomó muy en serio. Los dientes del viejo ya no son lo que eran, se van rompiendo y no los reemplaza, y con las infección se le hacían yagas en la boca y en la lengua, y cuando se le hacen flemas las escupe en un pañuelo de papel que pongo en la papelera, pero siempre tengo la impresión de que le queda algo en la boca, y aunque le insisto no consigo se escupa el resto. Sí, tuvo la boca llena de pieles, y se metía los dedos para intentar quitárselas, después metía la mano entre la cabeza y la almohada y se quedaba dormido. Los dientes de mi viejo con como huesos rotos, frágiles y apenas útiles. Me resultaría imposible sacarle partido a unos dientes así, pero debo ser justo, y lo cierto es que en ausencia de otra piezas más gruesas, esos dientes delanteros hacen su función, y aunque intenta comer cosas blandas, le dedica una buena parte de su energía cuando de comer pan con mermelada se trata. Nadie se alarme, estar cuatro días con el gotero sin comer la ha bajado el azúcar a niveles desconocidos para él, así que estos primeros días le dan cosas dulces, como mermelada, natillas, arroz con leche e incluso azúcar para el café; yo tampoco podía creer que estuviera sucediendo, y él mucho menos. No, no todo ha sido sufrimiento, agujas arrancadas que dejaban heridas y que ponían las manos hinchadas de líquido, inyecciones de CLEXANE lo que unido al Sintron le producían un hematoma en el vientre de dimensiones desconocidas, pañales, la sonda para orinar... Cada vez que lo pienso me dan ganas de morir joven y de una forma rápida. Por muy familiar que a mi me resulte, hablo de él como si todos lo hubiesen conocido en el pasado, o lo que es peor, como si fuera suficiente saber sus reacciones con la simpleza del alzheimer en el presente. Es algo que entra dentro de la normalidad, esforzarnos porque nos entienda, pero sobre todo, esforzarnos por entenderlo. Presentar a un ser querido como poco lúcido y arrinconarlo, es injusto, y después hay que escuchar que una de las manifestaciones de la enfermedad es la depresión, ¿cómo no habría de ser así? Por fortuna no es nuestro caso, porque el no ha perdido la capacidad de enfadarse y rebelarse. Más bien lo contrario, se consigue hacerlo reír, y se asumen sus enfados sin reprimirlo, pero haciéndole comprender que nos tiene que facilitar las cosas. Considerando los momentos políticos que vivimos, se me ocurre que es algo parecido a soportar a un gobierno que se comporta de forma absolutista reprimiendo y censurando, intentando que no se les note, y desbordando al pueblo llano de necesidades con su arrogancia; en tal caso si perdemos la capacidad de rebelarnos, de denunciar la prepotencia, y nos deprimidos, perderemos la poca salud que aún nos quede por causa de la corrupción y la impunidad. La necesidad de salir adelante, de luchar contra la vejez, se manifiesta imperiosa, de la misma manera que no renunciaríamos a mover los brazos para evitar ahogarnos aunque estemos en medio del océano y a miles de kilómetros de cualquier lugar habitado. Esta actitud nos pertenece por derecho, nadie puede posicionarse en contra, y exigir que dejemos de luchar, que nos entreguemos y cedamos como esclavos ante las dificultades naturales, pero también las que los poderosos ponen en nuestro camino. Los hospitales se recuerdan sin afecto, como si no termináramos de sobreponernos al estremecimiento de la enfermedad -en ocasiones la proximidad de la muerte-, y acosados por el recuerdo que supone el tratamiento, las agujas, las pastillas, la cirugía y lo que aún es peor, invadidos por la necesidad de aceptarlo. Algunos de esos ancianos, también se arrancan los goteros, y lloran con ojos secos, ya que no desean que posterguen lo inevitable en favor de la tortura, y para eso evitan congraciarse con médicos y enfermeras, y empiezan, en algún momento, a verlos como sus enemigos. Prolongar la vida, con tal desesperación, desde luego, no parece la solución más positiva, inteligente, pero sí la más recurrente, luchar por la vida aunque suponga cortar el cuerpo a trozos, las manos, los brazos, un hígado, una oreja, un pulmón, un pie... Se nos dice que el mundo es imperfecto, pero no se añade que no debemos luchar incesantemente contra todas las imperfecciones, que la sustancia de la que estamos hechos se manifiesta contraria a esa lucha sin descanso, porque lo somos también. Como la naturaleza acepta que intentemos modificar sus parámetros, del mismo modo creemos que podremos alargar la vida indefinidamente y nadie lo resistiría. En ese proceso nos animamos a plantar una casa derribando árboles,


extinguiendo especies, quemando rastrojos, reduciendo la vida salvaje, los insectos y la hierba si es alta y frondosa hasta molestarnos por su vitalidad, y durante un tiempo el sueño dura, tal vez cien años, doscientos, o más. Pero toda la condición natural, a pesar de haber sido alterada, tenderá a volver a ocuparse en su avance imperfecto de la decadencia, de romper muros, de ocupar los viejos salones de baile con un tronco maravillado que renazca entre sus baldosas hasta romper el tejado y permitir que la lluvia lo inunde todo, invierno a invierno, la armonía imperfecta y caótica de los ciclos de la vida impondrá de nuevo, la belleza de lo decadente, y la hermosa sensación de que la muerte nos hace humanos.

3 Volver al Engranaje De Las Cosas Estos días me han servido de reflexión, he perseguido los pensamientos más abstractos que tuvieran que ver con lo que nos sucedía. No creo que deba desatar mis miedos, al contrario, me siento muy comprometido. Esta inesperada enfermedad no por ello nos puede coger por sorpresa, cuando nuestros mayores llegan a octogenarios. Ni deberíamos creer que podemos eludir una presencia activa, una compañía estatificada, una inadvertida pero influyente y decisiva colaboración en cada necesidad. La problemática personal, los deseos que la vida no ha cumplido, deben aplazarse una vez más cuando nos ponemos al servicio del hombre enfermo y nos sabemos insustituibles. Mi madre no aceptó otras ayudas, otras presencias que se ofrecieron, y me dijo que teníamos que organizarnos para dejar libres a otros miembros de la familia, que tienen sus propios enfermos a los que atender. A veces suceden estas cosas. Rechazó que otras personas estuvieran en el hospital, a pesar de todo, tuvo que tragarse su orgullo y mi hermana también estuvo. Así, nuestro tiempo de apoyar al convaleciente se fue pasando y, durante dos semanas, nos fuimos turnando para no dejarlo solo un minuto. Una tía mía por parte de madre, que estuvo de visita acompañándonos, nos aseguró que en los países más adelantados de Europa no permiten permanecer al lado de los enfermos por la noche, y que mandan a los familiares a dormir a sus casas. Y en eso me volvió la idea de los entierros en esos países donde la gente apenas llora, y aún más, se abstienen mucho de escenas dramáticas y sobreactuadas. En ese aspecto, ya lo he dicho, los países de influencia católica somos mucho más sentimentales y ruidosos. Lo portugueses, los italianos, incluso los griegos y los españoles, sabemos hacer los mejores entierros, los más cargados de emoción y sentimiento. El significado de la familia para los católicos no sólo tiene un sentido religioso, sino que alcanza lo sagrado. Quien no respeta a la familia por encima de todo, del trabajo, de la política, de los romances, de los negocios sucios, incluso de la ley, no está bien visto en nuestra cultura. Por eso cuando mi madre me dijo, que debíamos organizarnos los dos para relevarnos supe que iba a ser duro, ero que ella iba a llevar la peor parte. El hombre intuye el mal, pero no es consciente de su presencia en cada minuto. La desolación de la vejez consiste en saber que nadie te puede ayudar en eso y sentirse lleno de pavor. Mejor que nadie, ellos pueden hacerlo sentir en sus reacciones, hacer que notemos su amargura cuando contestan sin paciencia y sin perdón, porque no los entendemos. Y aunque el desamparo en las sociedades modernas es motivo de alarma, nunca quedan todos los ancianos totalmente a cubierto. Unicamente este interés que ponemos en vivir, y hacer vivir a nuestros mayores, estos últimos años en la placidez de la casa familiar -aunque siempre termine por romperse en los métodos


hospitalarios-, puede otorgar a los finales sórdidos una cierta cordura. Así va avanzando la imagen de este tiempo, como si pudiera sacarle una fotografía al momento presente. El espacio de la habitación insuficiente, de muebles amontonados donde han metido dos camas y dos sillones, que no permiten abrir la puerta del armario empotrado, y se revela poco a poco la fotografía del estado y los dolores, sin que, como casi siempre sucede, se pueda ver lo que queda fuera del encuadre de la cámara. Nos gustaría conocer los conflictos que no se cuentan, los pormenores del trato y la condescendencia entre familiares, pero no es necesario. La dinámica del lector no siempre es la curiosidad acerca de lo no dicho, conformémonos entonces en establecer un orden que, al menos, permita descubrir como terminó la navidad. Mi madre, como era de esperar ni miró el regalo que le compre, ni le prestó atención, pero me sirvió como excusa para darle un abrazo e insistir en la idea, de que en los peores momentos, nos damos fuerzas unos a otros. La idea de la fuerza, formulada con frialdad puede parecer poco piadosa, pero cuando mi hermana estuvo a punto de echarse a llorar, se lo dejé claro, si se venía abajo uno, el resto vendría detrás; “se llora en casa”, le dije. Pero no dejaba de ver aquella mano hinchada como un globo, desproporcionada, monstruosa, que recibía el suero y lo dejaba salir por los poros mojando las gasas. En aquel preciso instante yo también empecé a sentirme desanimado y creí que el cuerpo no le admitía los líquidos, esa fue la primera vez que creí la versión del doctor, que aseguraba que una curación sería un milagro; por fortuna no fue así. Los doctores siempre se ponen en lo peor, para que a nadie le coja por sorpresa, supongo. Quiero decir que si los enfermos mejoran, todos contentos, pero, cuando la vida está en juego prefieren preparar a la familia para el peor resultado y que nadie pueda creerse engañado. Toda una teoría. Tal vez se trate de eso, no lo puedo decir con certeza, pero nunca encontré a un médico en el territorio de la esperanza al que se aferran los familiares, por muy grave que sea la enfermedad a tratar. En verdad, cuando por fin dijo que la infección remitía, parecía que salía del ostracismo autocontrolado al que nos tenía acostumbrados, caía el muro de prudencia y hasta parecía simpático. A mi, que el doctor echara una sonrisa y dijera “son ustedes muy optimistas”, cuando le respondimos a su negatividad aclarando: que el viejo era un hombre muy fuerte, y que estuviera postrado, que no hablara y respirara con dificultad, lo hacía en casa con frecuencia, y que ese aspecto distaba mucho de ser una actitud terminal. ¿Cómo lo ven ustedes? Preguntó, y hubo que aclararle que se comportaba así porque no deseaba hablar con nadie, estaba de espaldas al mundo, pero no era un síntoma de la enfermedad. No es fácil hacerse una idea de como se puede deteriorar el aspecto de un anciano si se le tumba en una cama, no se le afeita, se le pone un pañal, se le llena de tubos de plástico a la vena, oxígeno en la nariz, y él, por su parte, se abandona, se pasa el día durmiendo ajeno a todo y aparentemente apagándose día a día. Pero mi madre y yo estuvimos de acuerdo desde el principio que un médico que se deja llevar por las apariencias no podía ser muy buen médico, porque conocíamos la fortaleza del viejo y esa actitud desinteresada del mundo ya la habíamos visto otras veces. Además, mi madre se sintió molesta porque cuando le afirmó que ella lo veía bien, el se rió y le respondió aquello “¡qué optimista es usted señora!” Ella dijo que se había reído de ella, y yo preferí no verlo así, pero una vez más, el médico se equivocó, y no era demasiado optimista pensar que nos llevaríamos aquella parte de la familia de nuevo a casa. Pusieron la hora de la ambulancia para el traslado para la tarde, pasaran trece o catorce días, la fiebre hacía mucho que había remitido y los análisis señalaban que la infección había sido vencida. La pesadilla concluía, o nos daba un respiro si lo prefieren, pero esa tarde nos íbamos a casa, con todos los botes de higiene, las revistas, las zapatillas, y otros aparatos con los que tomamos posesión de la habitación. Las veladas intermitentes, la luz de la mañana y el descanso interrumpido. De haber estado soñando mi madre no me hubiese llamado, no hubiese sonado el teléfono y no me hubiese sentido tan alegre de que por fin el médico accediera a mandarlo para casa. Pero todo era real, y la segunda llamada fue para aplazar una hora la salida, porque la ambulancias no funcionaban con regularidad, así que podría hacer algunas cosas de obligado cumplimiento, antes de dirigirme al hospital. Se lo había explicado a él, una y otra vez, esperando que lo entendiera: el viejo quería ponerse los pantalones arrancarse las vías y salir de allí, y mi madre y yo queríamos los mismo, pero había que esperar que el médico diera su consentimiento. Deseaba ponerse de pie y apenas se sostenía, pero si


no hubiese habido nadie en la habitación, hubiese salido de ella arrastrándose. Estuve acompañando a mi madre y a mi desde las cuatro hasta las seis, aunque sabía que sólo ella podría acompañarlo en la ambulancia, me instalé en la habitación y la pasamos charlando con Ernestto. A esa hora -dos horas después-, supuse que la llegada de la ambulancia era inminente, y aunque me hubiese gustado estar allí cuando llegara, decidí irme a casa y prepararlo todo. Abrí las ventanas, hice café, le abrí la cama, ventilé y comí algo. El tiempo pasaba y empecé a ponerme nervioso, se hacía de noche. Mi madre llamó de nuevo, las ocho y ni rastro del servicio de ambulancias. La bronca fue grande, llamé al hospital, en la planta una enfermera me dio todo tipo de explicaciones, le pedí que me pusiera con un superior, y lo hice. Hable con un supervisor, y literalmente, “lo mande a tomar por el culo”, pero primero le expliqué que mis padres eran octogenarios, y que ella se negaba a separarse de él, por lo que había pasado la noche en un sillón, y se había negado a ir a casa hasta que llegara la ambulancia. Añadí que si a mi madre le perjudicaba a la salud, o le pasaba algo, los hacía responsables. Les colgué el teléfono, y fui de nuevo al hospital para obligarla a ir a descansar y quedarme yo el tiempo que hiciera falta. Atribuí los problemas de servicio a los recortes en sanidad del gobierno liberal, que anima a la gente a hacer seguros privados. Casi me peleo en urgencias cuando vi allí una ambulancia parada, y la tomé con un enfermero que estaba fumando en la puerta ajeno a todo. Su actitud arrogante, desentendiéndose de todo hizo el resto. Dejé la muleta en el coche, y cojeando ostensiblemente me dediqué a dar vueltas por urgencias buscando a alguien que me atendiera y avisara a la planta cuatro que allí había una ambulancia parada. Al fin salieron con mi padre en una camilla y nos fuimos a casa, mientras yo no dejaba de maldecir e insultar porque no me atrevía a más. Posiblemente si me hubiese puesto violento, me hubiesen dado una buena buena paliza, inútil de la cadera como estaba. Creo que fue hace tres o cuatro años, cuando la enfermedad empezó a manifestarse con firmeza, es decir, en una deriva de incomprensión. Repetirle tantas veces las cosas como sea necesario es un para ponerse de los nervios, día a día va avanzando, pero hay medicación que retiene, hasta cierto punto al alzheimer. En aquel tiempo, yo vivía solo, y mis padres llevaban una vida más o menos cómoda, la vida no nos había ido mal hasta entonces. Con el paso del tiempo uno aprende a valorar la ausencia de enfermedades, y a comprender a los que en su familia las padecen de forma permanente, alargándose durante años y ensombreciendo cualquier alegría. Entonces fue cuando ellos cambiaron de casa y se vinieron a vivir más cerca, y al final, por diferentes causas estoy viviendo con ellos, con sus quejas, sus miedos y sus tareas interminables. Creo que en la vejez, cuando llegan los pañales, lo hacen definitivamente, pero eso es una extensión de coladas interminables, cambiar camas y quejidos adormecidos. La vejez y la demencia no siempre van de la mano, a veces, los viejos son inconscientes de cuanto les rodea, y no se obsesionan, pero ese no es el caso. Nos negamos entonces la realidad y seguimos viviendo como si nada, pero aquí estamos. El momento ha llegado, depende totalmente para vestirse, si desea hacerlo, y si no se queda en cama todo el día. Pero cuando empezamos a notar sus lagunas, no era fácil adivinar la dimensión de nuestras vidas unos años más tarde, del mismo modo que ahora no imaginamos como de alegre aún podrá ser nuestra vida en el futuro, o, aún más allá, si llegaremos a ser aquellos seres alegres y despreocupados que fuimos. Supe entonces que la enfermedad lleva asociada la depresión de quienes las padecen, el tiene buenos momentos, y sonríe y acepta bromas. Me he preguntado, como no se habrían de deprimir algunos enfermos con los que nadie se esfuerza por comunicarse y se los arrincona como a muebles. Las horas, en esos casos tienen que convertirse en tortura. Se echa de menos la lucidez de saber si algo le duele, o si se encuentra mal. De que pudiera expresarlo con cordura. Porque sus respuestas son ambiguas. Se contiene así mismo en su mundo, en la clemencia de la ausencia de un discurso, en la atrofia de la raíz. Tendría que volver a nacer para sentirse igual de sano, para que pudiera compensarnos con algunos años de vida, ofreciéndose con la ceremonia de todas sus facultades y así dejarse cuidar, dejarse querer, ser consciente y permitir que tanta dedicación ofreciera resultados. Me ha dicho mi madre que Ernestto se portó muy bien hasta el último momento, mientras yo estaba en urgencias buscando una ambulancia, el estaba en la habitación “bronqueando” a los camilleros (lo pobres no tenían culpa de nada, o los que menos culpa tenían de lo sucedido), por las


prisas de última hora y el trato dado. Como no tuve acceso al interior en estos últimos minutos, no pude despedir de él convenientemente, aunque le dí la mano anteriormente y le di las gracias. No puedo imaginar que hubiese echo si las cosas hubiesen ido a peor, parece que estaba nervioso y dispuesto a pegarse con cualquiera. A mí me pareció de lo mejor, dispuesto a indignarse por el mal trato recibido, y no esconderse por el trato dado a otros que es lo que suele hacer la gente. Casi imperceptiblemente esta historia se va extinguiendo, ya me queda poco que contar sobre el resto. Utilizando los recursos que conozco sobre plantear un texto puedo aún decir que mi padre está ya en casa, débil, creo que algo asustado por lo pasado y su avanzada edad, y que empieza a levantarse. Esta breve historia la escribí con los recuerdos que tenía de esos momentos, y posiblemente se me escapan muchos detalles acerca del lugar central de lo sucedido, y de sus habitantes naturales, auxiliares, enfermeros, limpiadoras, algunos pasados por alto, o deliberadamente ignorados. La satisfacción de tenerlo de nuevo con nosotros y la esperanza de que nos dé un par de años, al menos, de tranquilidad, antes de volver a un hospital nos hace ser optimistas. Sigue quejándose, y no sabemos si lo hace por llamar la atención, porque a la pregunta de qué le duele, no sabe decir, y llegamos a la conclusión de que no le duele nada. Nos encontramos viviendo una parte de nuestra vida muy desagradable, y mi madre finalmente se puso su reloj, y ha encontrado que las agujas son grandes y puede leerlo sin dificultad. Aquella contradicción del trato dado y la esperanza negada, no debe oscurecerse por otros factores posiblemente debidos a los recortes sanitarios, y además, no debemos culpar en ningún caso al personal con el que tenemos un trato más directo, aunque en algunos casos, daba la impresión de que los conflictos sindicales se vertían en el servicio dado. Desde luego, no olvidaré aquella habitación que parecía haber sido reconvertida, que daba a un patio sin apenas luz, y que amontonados miramos con cierta envidia las habitaciones exteriores, amplias y posiblemente, esas sí habían sido diseñadas desde el principio para el servicio que daban. Hoy ha venido una enfermera a casa él porque no tiene fuerzas ni para sentarse en una silla de ruedas, y es más fácil eso que mandar una ambulancia (¿más ambulancias?). Le tomó una prueba de sangre para el Sintron y quedaron de avisar para que vayamos a buscar los resultados y las dosis que habrá que suministrarle hasta la próxima vez. Después de todo, he retomado también las fuerzas y la inmovilidad necesaria para escribir un poco, mi madre a salido a comprar un poco de fruta, él está en la habitación de al lado. La vida sigue.



Perdonados Angustiados Ya empezamos a asumir que la vejez ciega las venas pero aún quedan sueños para ser feliz esta noche. Comprendo, estás buscando donde lloran las palabras. Comprendo, es como aventurarse a dar unos pasos por la cornisa, traspasar otra frontera. De rodillas, frente a ti, hoy se ahogan las palabras. Vértigo de luna. Aithana se estaba convirtiendo en papel y empezaba a traslucir, como si se hubiese propuesto desaparecer, o mejor, volverse la imagen de una de esas láminas plastificadas de las radiografías. Jordan intentó imaginar como era antes de que su enfermedad empezara, quería saber como era él y como había cambiado por su causa -en este caso se refería a su falta de paciencia, él nunca había sido tan nervioso-. No podría soportar por mucho tiempo aquella sintonía de autodestrucción y tampoco estaba seguro de que él mismo cediera en su optimismo, y empezara a sentir las fiebres. Llamó al médico, que había pasado aquel mismo día por su casa, pero tenía otros pacientes que atender y parecía usar el teléfono sólo para llamadas, así que llamó a la clínica y allí intentaron sonsacarle la verdadera gravedad y urgencia de su alarma. Debería haber pensado que eso iba a suceder así, porque ya había hecho llamadas parecidas en otras ocasiones y debían tener su número registrado; le molestó pensar que alguien hubiese escrito entre paréntesis, al lado de su número en una agenda vieja, “suele alarmar sin motivo”. Posiblemente, si insistía terminarían por contactar con el médico, y él decidiría si volvía a visitarlo ese mismo día, o si lo aplazaba hasta el día siguiente, en cuyo caso ni intentaría comunicar para una excusa. Dejó el teléfono descolgado y se dispuso a cubrir a Aithana con una manta, al menos sobre las piernas. Esperaba que no la rechazara y en unos minutos estuviera en el suelo. Oyó durante un rato las quejas de una enfermera, a la que la voz se le había vuelto estridente como dos latas golpeándose una contra la otra. Cuando notó que aquella interminable sarta de consejos cedía, y que nadie lo amenazaba al otro lado, se hizo de


nuevo el silencio, y entonces colgó. Se sentó a su lado y permaneció en silencio, como si estuvieran representando una obra de teatro, y justo enfrente, las butacas aterciopeladas en rojo se abrieran delante de ellos. No sabía nada de aquella enfermedad, nadie le había explicado lo suficiente, pero tampoco se había interesado por buscar en las enciclopedias al respecto, y la terrible realidad que tenía tan cerca era más que suficiente. Pasaron un par de horas y vio llegar el coche del médico desde la ventana. Hizo un gesto de alivio y volvió a comprobar que Aithana seguía con vida. A pesar de las últimas recaídas no creía que se estuviera muriendo, al menos de forma inminente. Tal y como él había visto morirse a otros familiares, algunos muy queridos, no le parecía que ese momento hubiese llegado, aunque no podía decir si eso iba a ocurrir en el transcurso de un tiempo, tal vez meses, no sabría decirlo con exactitud. Podía pasar, no rechazaba expresamente una posibilidad tan real en tales circunstancias. A no ser que encontraran un fármaco mágico, que no sólo la ayudara físicamente, sino que le devolviera las ganas de vivir y la ilusión por las cosas pequeñas, la posibilidad de un desenlace indeseado debía tenerse en cuenta. Tampoco le agradaba la idea de someterse en los últimos días a sus delirios terminales, a sus quejidos, al sufrimiento inevitable, y eso podía suceder sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Pero quería ser positivo, ese momento aún no había llegado, y podía tardar más o menos. La exactitud de la ciencia se ve vulnerada por la realidad de los hombres, los accidentes, los retrasos, los impedimentos inesperados, las pérdidas, todo lo que puede quebrar la regularidad de una afirmación científica puede terminar por llevarnos la “hoyo”. Así como en aquel momento tranquilizaba ver al doctor al fin tomándole la temperatura, extrayéndole sangre, dándole pastillas, del mismo modo, en cuanto desapareciera, lo consideraría todo insuficiente, y volvería a revisar la nota donde había apuntado las horas, la regularidad y la frecuencia con la que debía administrarle cada medicamento. Por falta interés no iba a suceder nada inevitable, porque cuidaba cada una de sus indicaciones. Le hastiaba aquel juego de atenciones, pero lo consideraba imprescindible y confiaba en una mejoría. Sólo debía hacer las cosas bien, tal y como le habían enseñado de niño, “si haces las cosas bien todo se arreglara”, le repetían como una oración. Se movían entre el anhelo de que esa afirmación conservadora tuviera una parte de verdad, y las muchas veces que le había fallado en el pasado. Bien sabía Dios que le hubiese gustado quedarse eternamente a su lado, cada hora, cada minuto del día, dedicándose unicamente a sus atenciones, pero eso no era posible. Le correspondía un tiempo establecido de acuerdo con los acuerdos laborales, y ese tiempo era muy insuficiente. Por otra parte, no podía prescindir del trabajo para seguir pagando las facturas, y aunque su jefe le había dado unos días más por su cuenta, debía decidir que hacer para que todo pudiera seguir funcionando en su ausencia. Como si una fuerza invisible le ayudara, se movió con rapidez e inteligencia y contrató a una enfermera que trabajaba por horas. Eso iba a ser un gran esfuerzo, pero hizo las cuentas necesarias y decidió que podía prescindir de algunas cosas sin necesita vender el auto. Apenas podía recordar como había empezado todo, porque no había sucedido en ningún instante preciso, los dolores de cabeza siempre habían sido algo corriente, una queja más entre tantas de Ainthana. Después, la delgadez, la inapetencia, y la enfermedad avanzando con la lentitud de un gusano, dejando un rastro viscoso, pero sin detenerse. Tal vez podía recordar un día en concreto, que ella estuvo demasiado fatigada para ir hasta la habitación por sí misma, y la tomó en brazos, y entonces notó que pesaba menos que un bebé. La llevó con todo cuidado y la depositó sobre la cama con la impresión de que la enfermedad había llegado a un límite ineludible. Se hallaba allí, viéndola tumbada de lado, sin ánimo para hablarle y consciente por primera vez de la gravedad de lo que le estaba aconteciendo. Ese recuerdo se había instalado permanentemente, con el dolor de un trauma, pero seguramente la enfermedad comenzó mucho antes, sin que él pudiera percatarse de que ella estaba sufriendo. Dentro de los límites de la moral, seguir trabajando en tales circunstancias, lejos de parecer abandono, resulta un esfuerzo más, un sacrificio añadido a los peores momentos que se puedan pasar. No temía especialmente la opinión general acerca de como supiera conducirse, al contrario, creía saber que todos se compadecían de él, y aunque no era el mejor de los escenarios, lo aceptaba


con condescendencia hacia los que así se mostraban. No iba a ser él quien discutiera la necesidades sociales que sometían a las costumbres al dictado de la moral. Estar en cuestión, en la fuerza represora de la moral, le indicaba que su presencia lo abarcaba todo sacándole el aire, y su valor nunca se terminaba de decidir. Después de todo, se decía Jordan, algunos saben arreglárselas para vivir al margen de toda moral sin quebrantar profundos sentimientos; también religiosos. Desde la parte moral se puede esgrimir el cinismo si se guardan las apariencias, mientras que del lado del... digamos, transgresor, la hipocresía para aguantar toda presión suscita simpatías que no hubiese imaginado. Algún tiempo después Jordan recibió la visita de Su hija Ada, que no había podido visitarlos antes, a pesar de las circunstancias de enfermedad, porque vivía en el otro extremo del país. Le gustaba ir a la casa de su padre, aunque nunca tuviera mucho trato con su segunda mujer. Allí todo funcionaba con relativa normalidad, la casa era hermosa, rodeada de árboles y parterres, y aparcaba su coche con mucho cuidado para no deteriorar ninguno de los bordillos que protegían las escaleras, o las flores que las franqueaban, aunque echaba de menos algunas luces exteriores cuando llegaba de noche. Solía darse un baño antes de bajar al salón para pasar alguna velada con ellos, pero en esta ocasión, cuando entró besó a su padre y quiso pasar a la habitación para ver a Aithana. Nunca podría excusarse lo suficiente por haber ido a vivir tan lejos, pero así estaban las cosas. A cualquiera le habría llamado la atención que los dos viejos intentaran salir de sus problemas los dos solos pero desde tan lejos, ¿cómo podría ayudarlos? En esa ocasión no sabía que decir, se quedó de pie, en silencio, mirando a su madrastra que dormía y respiraba con dificultad. Entonces empezó a preocuparse en serio; algo se le había ido de las manos, algo que no había calculado al tomar sus decisiones, y ya era un poco tarde para cambiar las cosas. No tomaría el camino de vuelta al menos hasta después del fin de semana, así que subió sus cosas a la habitación, y se sentó en una silla. En momentos así, se reflexiona sobre lo que se ha conseguido en la vida, si se ha conseguido lo que se perseguía o se ha actuado dejándose llevar por el azar, si la vida que se ha ido formando y adulterando cualquier plan, merecía la pena por todo lo que se puso en juego. Son momentos para pensamientos profundos y en ocasiones, dolorosos. No era que se sintiera extraña a pesar de reconocer el lugar como propio y disfrutar de su arboleda y su humedad, sino que no lo hacía del mismo modo que unos años atrás, ni siquiera como lo había echo no hacía más de mes, en otra visita en la que no se había quedado a dormir. Solía sucederle cuando andaba mal de tiempo, llegaba por la mañana, pasaba el día charlando con ellos o deambulando por el jardín y salía de vuelta al atardecer para hacer noche en algún oscuro hotel de carretera. En aquella ocasión, había parado en algunos de aquellos lugares sombríos sin apenas ventilación, y había demorado su vuelta transitando por carreteras secundarias, pero no se había quedado con ellos más que a pasar el día. No es que estuviera incómoda en su compañía, se trataba quizás de que se había distanciado y no quería molestar, ocupando una habitación, saliendo de madrugada sin tiempo y dejando todo a medio recoger. Esta vez era diferente, tenía que quedarse, aunque no supiera de que hablar con Jordan. Otras veces habían hablado de su juventud, y de juegos infantiles, pero con él era diferente, podía pasar horas sentada a su lado sin hablar de nada, sin pronunciar una palabra y sin sentir que fuera necesario. La enfermera con la que se cruzó al llegar apenas le hizo un saludo. Seguro que sabía lo que hacía, son personas muy profesionales y acostumbradas a tratar con este tipo de enfermos; no podía desconfiar de ella por su juventud. A su padre le había parecido bien, y no tenía nada que añadir al respecto. Se llamaba Zintia, y se despidió hasta el lunes, porque no trabajaba los fines de semana, a menos que hubiera una urgencia. Quería que todo marchara a las mil maravillas, que todo funcionara conforme a lo esperado, y se hubiese implicado más si se quedara por una temporada, pero no era posible. Quería hacer todo lo posible por ayudar, conocer los pormenores de la enfermedad y las dificultades que entrañaba, y sobre todo, saber si se habían tomado las medidas necesarias, pero la mirarían con recelo si preguntaba al respecto para salir volando en unas horas. Posiblemente, para Jordan, verla aparecer para el fin de semana no se trataba más que de una de sus escapadas para visitarlos y en cierto modo, desconectar de su trabajo; unas pequeñas vacaciones.


Aquellos días había hecho proyectos con sus amigos para salir de excursión a la montaña, llevar todo lo necesario para pasar allí dos o tres días cerca de un río e intentar pescar algo. Despedirse de la temporada estival con alguna fiesta nocturna, en la que podrían beber ginebra hasta marearse, y por la mañana dormir en sus sacos hasta mediodía. A su padre no le habría dicho nada al respecto, y nunca se enteraría, pero no le pareció adecuado seguir esos planes cuando sabía que la estaba necesitando, aunque no fuera más que su presencia, su apoyo y su interés; eso ya sería mucho. Estaban en el salón cuando oyeron la voz débil y enferma de Aithana que llamaba, él fue inmediatamente allí para ayudarla a ir al baño. Creyó que se trataba de hacer sus necesidades, pero estuvo un rato vomitando, y entonces la llevó de vuelta a la cama. Iba a ser necesario llenarse de paciencia, porque no había imaginado que se trataba de eso, y los dos días que faltaban para su, al lavarla y a cambiarla de ropa. Tal vez la imaginación le había fallado y creyó que se trataba de someterse al aburrimiento mortal que solía sucederle cuando se enclaustraba por horas en aquel salón, pero esta vez, iba a tener que moverse un poco más. Hizo unas coladas, tendió y planchó ropa, preparó algo de comer, y se ocupó de adecentar un poco el jardín. Toda ayuda era poca, porque sabía que nadie volvería a tocarle al jardín en mucho tiempo, cuando ella no estuviera, toda la energía de Jordan estaría volcada en su mujer enferma y no querría ni oír hablar del aspecto abandonado del jardín. Posiblemente pensaría que si se lo comía la humedad, nada cambiaría de lo fundamental. Es posible que ese fuera un paso previo al abandono del aspecto personal. A su madre la recordaba como un hada, dispuesta a salir volando por una ventana para derramar su magia por todas las ventanas abiertas de la ciudad. O se había quedado con la imagen de alguno de los cuentos que le contaba de niña, o empezó a idealizarla cuando se murió, lo que explicaría esa imagen, porque sólo una niña de seis años la mantendría tanto tiempo y con tanta firmeza en su mente. Vestía ropas muy antiguas, algunas de época que se ponía para las ocasiones, como si pensara que eso formaba parte de su identidad. No se trataba de una mujer al uso, nada en ella podría pasar por común, había sido una lamentable pérdida, y no era extraño que su hija la recordara como un hada, como si a los adultos le estuviera permitido tener recuerdos tan fantásticos. No había muchas mujeres parecidas, pero todas resultaban iguales después de haberla visto a ella, así que para su padre tuvo que ser muy difícil volver a encontrar a otra capaz de ocupar su lugar una vez que falleció. En la vida quizá dejemos algún rastro, pero mientras la vida se produce nos elevamos en un juego mimético difícil de descubrir. Tal vez por miedo a desafiar la moral, que en ocasiones se convierte en locura colectiva y conduce a las masas a los linchamientos, al racismo o las guerras. Los populismos que no se apoyan en una religión, o en una moral fanática es posible que desaparezca en medio de unos cuantos planteamientos más o menos atrevidos. Pero nos defendemos contra nosotros mismos, porque alguna vez nos hemos sentido parte de esa masa encolerizada, aunque eso sucediera en las gradas de un partido de fútbol, en una procesión religiosa, o en un juicio por asesinato contra un político corrupto que ha comprado a un juez, y esa defensa nos lleva a sustituir algunas de las cosas que pensamos, por personas, y en un grado más pobre por el materialismo. La mentira de la sustitución nos lleva a vivir vidas más o menos felices cumpliendo los ritos sociales y morales, y a mimetizarnos con nuestro entorno. Jordan por su lado, no hubiese sabido vivir solo cuando murió su primera mujer, y por eso no tarde mucho en volverse a casar. No se trataba de una competición, y ni siquiera su hija debería haber comparado a su nueva madre con la madre natural. Es imposible triunfar a los ojos de una hijastra. La imagen idealizada de la madre ausente lo eclipsa todo. Después del fallecimiento de su primera mujer, Jordan estuvo un tiempo sin salir de casa, renunció a cualquier contacto con la gente, y si alguna visita tocaba el timbre, no abría la puerta. Mandó a su hija a vivir con unos parientes por el tiempo necesario, y la soledad invadió su casa por completo. Era lo único que le ofrecía una cierta paz interior, no tener la necesidad de hablar con nadie, ni intentar explicar como se sentía. Se le diagnosticó una depresión, y le mandaban la compra a domicilio, de manera que apenas salía furtivamente por la noche para dejar la basura en el contenedor. Nadie lo vio durante mucho tiempo. A cualquiera podría haberle pasado lo mismo, y a su hija le pareció lo más natural del mundo, porque la mujer que se acababa de ir era una pérdida


irreparable; tanto la quería. Debemos a estas alturas presuponer que ya entonces perdió muchas de las simpatías de sus vecinos, y que aquella actitud fue desconsiderada y orgullosa, o que algunos de así lo consideraron. El día que su hija emprendió viaje de vuelta a su casa, Jordan no esperó que se hiciera de noche para volver a la habitación y sentar en un sillón a hacerle compañía a Aithana, porque a pesar de su falta fuerza había algo que lo atraía a permanecer a su lado. Apenas podía retrasar la hora de irse a dormir. Había situado una cama plegable en la misma habitación, no dormía con ella por no molestarle y el día que tomó esa decisión le pareció la mejor idea. La situó cerca de la ventana, y desde el sillón en el que se encontraba la miraba esperando el momento de recostarse un poco, aunque sabía que no dormiría de un tirón. Nada era tan fácil, despertaba varias veces en la noche para atenderla, darle agua o llevarla al servicio. A veces era él el que tenía necesidades y se pasaba la noche dando vueltas por la casa. Ese era uno de los motivos por los que no tenía prisa por acostarse. En una esquina de la habitación había una cómoda llena de medicinas, y sobre la mesilla de noche, un vaso y una jarra de cristal a la que le ponía agua fresca con frecuencia. Se situaba fuera de si mismo, como si tuviera la facultad de hacerlo, y entonces se veía mirando al techo, con la barbilla levantada moviendo los ojos hasta llegar a la lámpara, y volviendo a dejar caer la cabeza hasta apoyar la barbilla sobre el pecho, entonces respiraba profundamente, como un suspiro de resignación, y volvía a estar dentro de sí, incapaz de pensamientos audaces, dejándose llevar por el aire tan respirado. Le resultaba sorprendente de todo punto, como su mujer podía mantener aquella dignidad en una situación tan comprometida. La admiraba por eso por encima de todo, podría decir que hasta el ruido confuso de su respiración enferma tenía la mesura y las buenas formas de otro tiempo, como si quisiera morirse sin llamar la atención. Pensar acerca de la muerte le resultaba muy doloroso, la odiaba con todas sus fuerzas. La muerte era su peor enemigo, su único enemigo dadas las circunstancias; si alguna vez había odiado a alguien ya no tenía objeto, ya sólo odiaba a la muerte y todo lo que de ella se desprendía. La despreciaba incluso hasta intentar darle forma humana en sus sueños, ara poder hablarle y decirle todo lo que pensaba, insultarla y poder al fin desahogarse por todo el daño que le hacía. La obsesión de la enfermedad avanza en tales circunstancias, que en su caso sonaban a repetición, y no podía dejar de plantearse que el valor real de la vida, si se ha de resolver así, es muy pequeño, insignificante. Los reflejos de la luz del techo le resultaban molestos, así que la pagó y dejó encendida una pequeña lampara sobre la mesilla. Jordan está más decepcionado que vencido, se aleja del sillón y se acerca a su cara. La mira y le toma la fiebre. No es mucho mayor que ella, pero tiene el rostro lleno de marcas de vejez, y eso debería hacerle pensar en sí mismo. Una de sus manos está rígida en la parte exterior, y le inmobiliza dos de sus dedos, aunque no le resta capacidad para trabajar o desenvolverse en casa. La pone sobre la frente, y no nota nada extraño. Son los últimos gestos de la vida, los que tienen que ver con los achaques y la enfermedades, los que nos ayudan tener bajo control lo más inesperado. El efecto de estas atenciones es conmovedor, y duradero. Pero en los ojos del enfermo hay aún algo de desamparo que lo vuelve todo más emocional, y Jordan le sube la colcha hasta los hombros y le sonríe. Posiblemente ella no ha sido consciente de su sonrisa y cierra los ojos. Nadie conoce por qué suceden las cosas, la decisión del destino, sus tiempos y su tramitación incondicional de nuestras vidas. En el terrible momento de su inesperada voluntad puede cortar cualquier programa y hasta los planes más audaces, de reyes y emperadores pueden verse truncados por un simple virus que a edad avanzada los fulmine como un rayo. Incluso si nos encontramos en mitad de una vida y todas nuestras aspiraciones a punto de concluirse, el giro de lo que llamamos un accidente puede cambiarlo todo en cuestión de segundos; debemos tenerlo en cuenta. “Memento mori”, dicen los que saben hablar lenguas muertas, y lo que algunas religiones establecen con la fábula del que no debe construir su casa en medio de un puente. Los seguros de vida, los más indescriptibles inventos, brebajes, brujerías, oraciones, medicinas, refugios atómicos o colonias en el espacio, podrán evitar que lo que tenga que suceder, suceda. Recordemos que vamos a morir, o muramos cada minuto. Está un poco inquieto, hace rato que se ha hecho de noche, y preferiría haberse quedado dormido, al menos por unas horas, pero no lo consigue. No puede hacer nada contra los caprichos de un


insomnio irregular. Su mujer se defendió del mundo en su refugio y ahora cayó enferma; la formidable protectora se está yendo. Puesto que tanto le debe no puede dejar de hacer cuanto está en su mano para que se sienta atendida, acompañada y vigilada en su debilidad; no se reconocería en otro papel. Por un instante desea que todo pase, que vuele el tiempo sin sentido. Para terminar de hacer de aquella una noche poco soportable, volvió a pensar en los vecinos que le reprochaban la falta de atención que les daba a sus mujeres enfermas, y también era posible esta vez, que pensaran que su hija era como él, y se lo reprocharan con sus miradas y al negarle el saludo. Algunos de sus vecinos podían estar juzgándola en aquel mismo instante, hablando en sus casas, decidiendo sobre cual es la forma más ética y menos inmoral de atender a los ancianos enfermos. Seguramente pensaban, que ella debería haber aplazado todos su planes, haber pospuesto todas sus tareas y haber vuelto a vivir con sus mayores, hasta que todo pasara. “Eso era lo que una buena hija habría hecho”, se dirían llenos de un odio difícil de comprender para Jordan, ¿Por qué la metían a ella en esto? se decía cuando recordara que Ada le había comentado algo al respecto, algo sobre encontrarse con viejos amigos en el supermercado, y que la habían evitado indignados y crueles. Hay ciudades tan pequeñas donde puede oírse el rumor de las mujeres del extrarradio que se esperan en la carretera para ir juntas a misa de ocho. En esos lugares nadie entiende el lenguaje de los pobladores si no se introduce primero en lo que piensan y lo que quieren decir, porque el resto es ambiguo. Pensaba Jordan que debería haber cambiado de ciudad cuando aún estaban a tiempo, nada los ataba allí de forma tan definitiva. Le costó mucho llegar a entender las pretensiones de aquellos vecinos, pero entenderlos no significaba postularse para llegar a ser como ellos y sólo eso los calmaría. En ese momento las viejas murmuradoras tenían su misma edad, y había ido viendo con el paso de los años como se iba produciendo esa sustitución. Las recordaba de siempre, aunque sus caras cambiaran. Había hablado de ello en el pasado con su mujer, y realmente le parecía muy curioso que hubiese sucedido así. Era como si aquellas mujeres a las que había asistido a bailes, fiestas y reuniones de la comunidad, hubiesen asistido en calidad de representación de la liga moral de la iglesia. Él tardó mucho en entenderlo, pero al cabo de los años, viéndolas caminar inclinadas las unas sobre las otras, comprendió que hablaban de Aithana, su enfermedad, y la mala suerte que tenía por tener un marido tan pusilánime y una hijastra tan poco comprometida. Y en ese momento, creyó entender algo más, aquellas muchachas que conociera se habían pasado la vida formándose para ese momento. En nuestro tiempo todo es más complicado que en el de nuestros abuelos, vivir se muestra con la complejidad del arrepentimiento por equivocaciones que tuvieron más que ver con no saber (con pagar la novatada, por decirlo así), que con la mala fe. El celo que hemos puesto en saber de que iba la vida, y sobre el que hemos basado nuestro proyecto, se ve en ocasiones superado por los avances contemporáneos, y no voy a hablar de tecnología. No podemos dejarnos llevar por la relajación de la moral común, contra la que también se rebelan las mujeres de misa de ocho, porque las nuevas tendencia apuntan a que el hombre que no ha conseguido ganar unos cuantos cientos de miles antes de los cuarenta, que durante su vida no se haya divorciado al menos un par de veces, que no haya viajado lo suficiente o no sepa manejar un coche último modelo, ha perdido el tiempo. Al final de nuestra vida, al contrario de tiempos pasados, puede entrarnos la congoja del perdedor, de haber vivido una vida estéril y no haberle sacado el partido suficiente a nuestras capacidades. En otros tiempos era suficiente haber tenido una familia, haber sacado los hijos adelante con salud y trabajo y haber llegado al final rodeado del afecto de los tuyos: y había unos cuantos que lo conseguían. Haber vivido una vida suficiente, tal vez sea condición indispensable en el buen morir, lo sabré cuando llegue el momento. A veces me pregunto si no estaremos avanzando demasiado de prisa, y para mover esa locomotora, necesitamos ir quemando nuestros cimientos. Pero debemos dejar el espacio suficiente al desarrollo, ya después veremos. Los pretextos para frenar tanto consuelo, no deben prosperar si no estamos absolutamente seguros. El sufrimiento del pasado, las vidas que no eludían dejar de vivir a cambio de atender la enfermedad y la vejez, es posible que no estuvieran tan equivocadas. A la mañana siguiente, Jordan no fue al trabajo, se sentía culpable por no poder atender mejor a su mujer, así que llamó por teléfono y les dijo que no podría ir en un tiempo. Se figuraba que podría


tener problemas por eso, pero tal vez debería ir pensando en dejar de trabajar y coger la pensión mínima que le ofrecían, y no la que le correspondería si llegaba a la edad que le exigían. Zintia llegó muy temprano, preparó café y se sentó con ella en la cocina. Hablaron de Aithana y el se puso un poco melancólico y emocionado. Se figuraba que aquella prueba que la vida le mandaba lo hacía mejor persona, y en cierto modo lo preparaba para su propia muerte. Se disculpó por no ser capaz de mantenerse más entero, y le explicó, que como podía verse por su aspecto apenas había dormido, pero cuando se diera una ducha todo iría mejor. Zintia fue a la habitación de Aithana y le dio la medicación, la aseó y la sentó en el sillón mientras le mudaba la cama. Tenía la impresión que lo que había oído del señor Jordan, no debía ser cierto. Se decía que era un hombre de corazón duro, huraño y poco hablador. Pero que no le gustara saludar a sus vecinos tal vez no era motivo para que todos lo consideraran cruel, insensible, y posiblemente cosas peores. No debía ser así, se dijo de nuevo, porque por muy estirado que parezca, como se suele decir, “la procesión va por dentro”, y lo que aún es más importante, en los peores momentos todos estamos obligados a sufrir lo menos posible y conducir los momentos más dramáticos sin exagerar. Pero Zintia era joven y generosa, y o parecía estar muy de acuerdo con las viejas y atrasadas culturas que se bajan en juzgar a todo el mundo. El bien y el mal, no puede ser estar sometido, ni depender, del castigo, sino de la mejor educación. Esa mañana recibió la visita de una de sus vecinas, Rosita, una solterona de, más o menos, su edad, y del grupo de misa al que ya he hecho referencia. Llamó a la puerta con timidez y fue muy correcta. En las manos llevaba una cesta de fruta que le entregó después de saludarlo y decirle que sabía que estaba pasando por un momento difícil. No se trataba de una mujer que hubiese conservado su belleza con el paso de los años, pero tenía el aspecto de una dama, correctísima, extraordinariamente sensible y a la que se le podría perdonar casi todo. Se le notaba que se había arreglado para la visita y olía a jabón de tocador. Invitó a Jordan a pasar por su casa si necesitaba cualquier cosa, pero no coqueteaba con él, estaba casada con un hombre bueno al que amaba, y con el que había hablado al respecto. Su afabilidad y comedida desenvoltura terminó por convencer a Jordan de sus buenos propósitos, y aunque dijo estar seguro de no necesitar nadas, le quedó eternamente agradecido. Algo había cambiado que no podía comprender. Hasta cierto punto le agradaba que así fuera, pero no podía interpretarlo en su totalidad. La señora Rosita había hecho un movimiento que jamás hubiese imaginado, y eso cambiaba todas las posiciones. ¿Qué tenía aquello que ver en realidad con los malos tiempos que vivía? Hubiesen terminado por llamar a su puerta con algún obsequio, porque los años limaban todas las asperezas. Hubiese llegado entonces con su marido con alguna excusa, pero buscando conocerse mejor. Eso era lo que había exacerbado tanta desconfianza, que pasaban los años sin tener un trato directo, ni siquiera un saludo abierto y apenas se conocían. Inesperadamente el médico se presentó esa mañana, se anunció por el ruido inconfundible del motor de su coche, ronco y destartalado. Su cara no expresaba nada en absoluto, y Jordan se dijo que nunca lo había visto así. No sabía si se debía al efecto que madrugar causa en algunas personas, o que era portador de malas noticias. No le gustaba la cara del doctor, pero no sabía si era culpa de él, porque había llegado a detestar todo lo que tenía que ver con la enfermedad. Encontró a Aithana con un aspecto terrible, agotada, con la boca abierta, respirando como un enfermo terminal, moviendo los ojos debajo de los párpados y en ocasiones, gimiendo como si algo le doliera. Le tomó el pulso y la fiebre, y preguntó si se le estaba dando toda la medicación, y la respuesta era afirmativa. Parecía dispuesto a enfadarse con Jordan, no le hizo ni una concesión, pero si había ido con idea de explotar con él, se contuvo. Decidió en un momento que por el bien de la enferma había que ingresarla de toda urgencia, y que era preciso llamar a una ambulancia. Lo prepararon todo para cuando la ambulancia llegara siguiendo las indicaciones del doctor, y Zintia le puso a la enferma un camisón limpio, una bata de raso y unas zapatillas (sin calcetines). Más tarde, Jordan le dijo a Zintia que de momento iba a prescindir de sus cuidados, pero que la llamaría si las cosas se complicaban para que le echara una mano. Ella estuvo de acuerdo.


2 Por un instante ¿Por qué te abrazas como si yo fuera tu patria? En un instante de ciegos, respiramos. Has de hacerte a otra garganta, para que te suene sin ojos mientras tientas sus favores (otros referentes) y adivines aquellos encuentros malgastados... ¿Qué no habría de durar sin hijos que no supieras? Eso ya estaba escrito hace mil años. Un paso al frente, que nadie diga, si no nos siguen coagulados en los márgenes de nuestra letra. Nadie advertiría al mirarlo que acaba de recibir la llamada de teléfono más triste de su vida. Pero el tampoco encontraba interés suficiente en todos aquellos cuerpos deambulando por la cafetería sin objeto aparente. Tal vez si alguno de ellos lo hubiese reconocido, y conociera sus circunstancias, se pararía con él, y abriría su compasión como quien abre un paraguas brutal de tristeza, hasta hacerlo llorar. Esa mañana se había afeitado concienzudamente, y había esperado con paciencia que llegara la ambulancia. En ese momento sonó el teléfono y le dieron la terrible noticia, su hija Ada había muerto en el viaje de vuelta a su casa. Los accidentes de coche suceden como si fueran algo normal, no causan más muertes que el cáncer de pulmón, que el SIDA, que las enfermedades cerebrovasculares o la tuberculosis, pero aún así, esa realidad es terrible. La vida le había arrebatado lo que más quería, desde que muriera su primera mujer se había sentido apercibido, vivía con miedo a perder y empezó a pensar que la muerte de Aithana también era inevitable. No podría reconstruir su vida después de eso, sólo dejarse llevar. Su infancia había sido feliz, lo que contribuía aún más si cabía, a no ser capaz de encajar que la suerte le hubiese vuelto la espalda. Distinguir entre las vidas equilibradas de sus vecinos, amigos y parientes, y la que le había tocado a él, no era difícil, la diferencia era sustancial. Durante aquellos meses, había confiado en que aquella maldición cesara, que diera un giro más y si alguien le había deseado algo malo, le fueran de vuelta los malos deseos. Y después de haberlo intentado todo, estaba seguro de que ya nada se podía hacer por evitar que siguiera cayendo cuesta abajo, sin freno.


Era un mal ejemplo porque algo no había hecho bien, y a partir de ahí se le ocurrían un buen montón de ideas de formas de pensar y de actuar que debería haber cambiado a tiempo. No era tan extraño que se sintiera recriminado por la vertiente social del vecindario. Al final había dos ideas que pesaban sobre las otras, y una era todas las veces que se había dicho, “esto no puede pasarme a mi”. Por otra parte era algo que todo el mundo hacía. Asistir al drama de la vida al abrir cada periódico, y leer de accidentes de tren, de automóvil, de enfermedades terminales, de caras que nos son familiares de actores a los que casi consideramos de nuestra familia, y han envejecido prematuramente, han enfermado o se han suicidado, y decir “eso no puede pasarme a mi”. Tener noticias de nuestros amigos de infancia y saber que les va bastante mal, que se han arruinado, o que se han divorciado y no dejan de beber, o de algunos otros con los que jugábamos al fútbol en el colegio, y que ruedan por la calle sin rumbo fijo. Pero en todas esas noticias que nos van llegando de seres que conocemos por las revistas que hemos ojeado en la sala de un dentista, y las otras de viejos conocidos a los que habíamos perdido la pista, no hay ninguna que nos sea ajena. Ahora lo comprendía, todo nos puede pasar en cada momento, y lo que es peor, algo dramático nos está siempre reservado para el final; cuanto antes empecemos a acostumbrarnos a la idea, será mejor para todos. La otra era no haber sido capaz de vivir sin tomar posesión de todo cuando se cruzaba en su camino, de mirar las cosas y no tocarlas, de salir a la montaña y cambiar piedras de sitio, cortar ramas o patear arbustos a su paso, sin ningún tipo de cuidado, o de encontrar que llegaba un mueble nuevo a casa u usarlo inmediatamente, sobrecargarlo, sentarse en él o mancharlo dejando comida sobre él. Pensaba que todo eso le hizo sentirse mejor, pero lo convirtió en peor persona, y sobre todo cuando hablaba con gente a la que no conocía e intentaba moldear sus cabezas, comunicándoles ideas que nada les importaban; eso había sido lo peor. Quería que todos tuvieran en sus cabezas sus mismos pensamientos, y eso también había sido un intento por poseer. Por un momento tuvo la duda de que algunas personas podían tomar posesión del mundo con solo mirarlo, no necesitaban más, y los envidió. En las nuevas circunstancias pasaba más tiempo en el hospital que en su propia casa. Quizá la cara de extrañeza que algunos le ponían al verlo por allí mañana y tarde, tenía que ver con que pensaban que podía caer enfermo. Tenía una edad avanzada, eso ya lo he dicho, los dos eran viejos, por mucho que se empeñaran en creerlo, o, en los últimos años, en seguir trabando o viviendo como dos jovencitos. Se visten con ropas más apropiadas para una concentración musical de últimas tendencias, que para una pareja que ha dejado de hacer sus paseos de la mañana porque ya se fatigan más de la cuenta. No comprendía a qué venía tanto desconcierto, porque para él era lo más normal del mundo, pero lo cierto era que se preocupaban por él, le llevaban de comer y de beber, e insistían en que debería cuidarse o tendrían que ponerle una cama al lado de la de Aithana. Les hacía caso, era dócil, siempre que estaba en su mano, y sobre todo, si no le suponía una clara contrariedad psicológica -había momentos que no podía prestar atención a nadie-. Se trataba de la novedad del hospital, y al pensarlo dos veces, debería haber caído en la cuenta, que cosas más raras habrían vivido aquellos enfermeros. No podía tomárselo como una incomodidad más, así que cada vez que veía a una enfermera que entraba a sus cosas, o cuando se cruzaba con ellas en el pasillo, intentaba sonreír. En su tradicional medida, Rosita acudió algunos días después al hospital alarmada porque creía que su vecino había sido abandonado en su desgracia y se sentía culpable. La honesta preocupación que sintió al ver la casa cerrada uno y otro día, le llevó a investigar lo suficiente para llegar a la conclusión de que el dueño pasaba sus horas al lado de su mujer enferma en el hospital. Era su deber saber esas cosas, no por una imposición legal, claro está, pero si tenía sangre en la venas y un alma en el pecho, no podía hacer por él menos que eso. Claro que también formaba parte de su educación y su familia se lo reprocharía si no actuara con tanta bondad (que en su forma de ver el mundo, todos nos debemos los unos a los otros). No era la primera vez que iba a un hospital a acompañar a la familia del enfermo en los peores momentos y Jordan, a pesar del poco trato que había tenido con él, no iba a ser una excepción. Todo lo que pudiera hacer por él, lo hacía también por sí misma, porque eso la hacía sentirse mejor persona. Jordan pensó que aquella mujer se tomaba demasiadas molestias y que estaba siendo de una


generosidad que no podría devolver. Ella se percató de que se estaba quedando muy delgado y que la muerte de su hija lo había sumido en una depresión, que intentaba no exteriorizar pero se revelaba en su mirada. De una bolsa sacó un trozo de pastel de carne que había hecho aquel mismo día, y Jordan pensó que cada vez que veía a aquella mujer terminaba comiendo algo que no esperaba. Pasaron unos minutos hablando, y ella se interesó por algunos aspectos de su nueva vida, que resultaban un poco embarazosos y a los que él no quiso responder. Le dijo que le agradecía mucho su visita, pero indirectamente la fue invitando a marcharse. Dijo estar fatigado, y que posiblemente echaría una siesta en aquel mismo sillón, justo al lado de la cama de su mujer -Aithana seguía ajena a todo lo que pasaba a su alrededor, y no parecía que eso fuera a cambiar-. Teniendo en cuenta que Rosita no era del tipo de mujer que se deja convencer con facilidad, aún tardó un poco es abandonarlos. Mientras esperaba que volviera una enfermera que prometió cambiarle el gotero, Rosita albergó la esperanza de verlo sonreír. No quería irse sin que su visita hubiese servido para, al menos, levantarle un poco la moral, pero no lo consiguió. Al tiempo que la enfermera hacía las comprobaciones necesarias, Rosita notó que la enferma se volvía hacia ella y la miró con tristeza. Se acercó y le puso durante un segundo la mano en el hombro, después se encogió y desapareció. Una noche, Aithana se despertó consciente, y eso si que era algo realmente extraordinario, y más aún a aquella hora avanzada en la que todos dormían y en aquel lugar al que no sabía como había llegado. Los hospitales son fríos, dolorosos, impíos, y huelen a desinfectante, pero son bastante efectivos (cuando de ellos depende). Jordan sabía que lo estaba reconociendo, y se acercó hasta que ella puso sus brazos alrededor de su cuello y lo aproximó, hasta que tocó mejilla con mejilla. Sin esperanza, Jordan intentó elevarse cuando sintió la humedad de sus lágrimas, y entonces permaneció con una leve tensión en sus cuello tratando de evitar que lo aplastara contra sí misma. No duró mucho, ella lo soltó y cayó inconsciente con los brazos a ambos lados del cuerpo. Intentó recomponer su figura y se pasó la mano por el pelo que se había levantado cuando ella se aferró a él dejándolo sin respiración. Su cuerpo ligero como una pluma nada tenía que ver con aquella fuerza interior que demostraba capaz de concentrar en sus brazos por un breve espacio de tiempo. Se apartó de la cama y no llamó a nadie, dormía de nuevo. Se recostó en el sillón y quedó en una duermevela que duró hasta que la primera luz del día entró por la ventana. A Jordan nada se le podía reprochar, tenía toda la moralina del vecindario de su parte; esta vez al menos había sido así. Su disposición para actuar a favor de cuidar la naturaleza humana, había quedado establecida en el momento que dejó su casa y su trabajo para ponerse al servicio de la sanación de su mujer. Si había algo que demostrar para que nadie se atreviera a decir una sola palabra al respecto, él lo había hecho. A veces, en las cabezadas que le sobrevenían involuntariamente, veía una comitiva vestida de negro caminando por el arcén de la carretera nacional con un imagen de una virgen dolorosa, mientras los coches pasaban a su lado sin detenerse. 3 Superficies Hay un hueco de polvo para el tiempo luego de un llanto, todavía, un drama. Donde una estrella fue hacia ella, en los brazos de otra, con distintas superficies, con otras cavidades murales y espesas. Diferentes y amargas.


Aithana murió algunos días después sin que nadie pudiera terminar de interpretar la cara de enfado del doctor. Parecía contrariado, o enojado por algún tipo de tratamiento mal diagnosticado o mal administrado, pero sólo se podía decir que lo parecía, porque si era así, nunca lo dijo. Poco antes, Jordan había encontrado un momento entre delirio y delirio para asistir al entierro de su hija, no podía dejar de ir por mucha atención que necesitara su mujer, pero encontró el teléfono de Zintia y estuvo dispuesta a pasar un par de días a su lado; el tiempo que le llevaría el desplazamiento. Al volver del entierro puso en venta la casa. No se trataba de ningún secreto, al contrario, llenó el jardín de carteles de “se vende”, con el objeto de encontrar un comprador lo antes posible. Estaba en muy buen estado a pesar de sus años, no se podía decir que su dueño fuera un hombre descuidado. Cada detalle había sido cuidado hasta el punto de no necesitar ninguna reforma en muchos años, si ese era el gusto de los nuevos dueños. Y murió Aithana, y no quería volver a aquel lugar a dormir, ni a ver pasar las horas muertas, ni a ninguna otra cosa que pudiera hacer sin ella. Se instaló en un hotel y empezó el embalaje de la mudanza. Sin prisa acudía uno y otro día, e iba empaquetando libros, ropa, pequeños recuerdos, documentos, etc. todo por separado. No había costado mucho en un principio hacerse con ella, pero los arreglos le había supuesto una cantidad, sin embargo, había pasado tanto tiempo que se había revalorizado hasta doblar precio inicial. Empezó así una procesión de posibles compradores y curiosos, a los que atendió solícito, y a los que decía sin rubor el precio por el que la habían tasado. Al principio dudaba de como reaccionarían las visitas más interesadas, y si sería conveniente añadir en la nota de prensa que pusieron al efecto, que se podía discutir el precio; pero nada de eso fue necesario, primero porque se lo quitaron de la cabeza en la inmobiliaria, y segundo porque los posibles compradores reaccionaban con toda normalidad, incluso a favor de la cifra esgrimida. Empiezo a creer que que Jordan es una víctima del tiempo, de lo que tiene que ocurrir aunque no hallamos pensado en ello. Nos dejamos arrinconar paso a paso, año a año, a medida que van desapareciendo nuestros ancestros, nuestros hijos y nuestros mejores amigos. Grotescamente nos vamos quedando solos. Y nosotros desapareceremos para otros si tenemos suerte, porque en el caso de Jordan y algunos otros, puede ocurrir que en nuestra ausencia nadie nos eche de menos. Lo que quiero decir acerca de tener suerte, apenas depende de uno, pero Jordan se culpaba de no haber sido capaz de planificar su vejez con tiempo e inteligencia. Nada nos impide ponerlo todo de nuestra parte para morir rodeados de nuestros seres queridos, y eso si nos decidimos por una familia numerosa, lo que posiblemente nos llevara a la tumba tempranamente. Jordan era de ese tipo de personas capaz de encajarlo casi todo, pero esta vez había quedado al borde del precipicio. Tocado por el destino, herido por la mala suerte no parecía que fuera capaz de remontar, y sin embargo ya estaba dando los pasos para desprenderse de aquel manto lastimero que se cernía sobre él. No había lugar para lamentaciones en público, y si había de desahogarse llorando toda la noche, nadie lo sabría jamás. Lo que puedo decir de él sin miedo a ser injusto, es que se trataba de un hombre fuerte, y eso no niega el sufrimiento, al contrario acepta que lo pasó y que fue buscaba volverlo loco, pero lo resistía como nadie que haya conocido. A menudo la gente está triste porque “la vida los ha alcanzado”, digámoslo así. Mientras somos jóvenes y tenemos planes, sueños, conjeturas y fuerzas, la vida se abre para nosotros. Las posibilidades se nos ofrecen y es el momento de elegir. Cada elección supone un acto de vida. Pero llega un momento en el que ya es demasiado tarde para muchas cosas, un momento en el que la vida nos da alcance y empezamos a ver el resultado del drama al que estamos llamados. Nos apenamos insoportablemente porque nos sentimos viejos cada vez que por la mañana nos vemos en el espejo. Una y otra vez intentamos alisar las ojeras sin conseguirlo. Y, a la vez, veo gente tan irremediablemente feliz, que pienso que ríen tanto porque tienen mucho que ofrecernos, ¿quién sabe? Es posible que no podamos entender la parte loca e irracional de sentirse feliz a pesar de todos los peligros que entraña. Jordan quedó para una cena de la sociedad católica con Rosita. Aquella noche no le hizo falta consultar su agenda, porque la había hecho añicos y tirado por el retrete cuando lo despidieron.


Además, no iba a encontrar nada nuevo en ella, lo cierto era que hacía mucho que no quedaba con nadie para cenar, ni siquiera del trabajo. El motivo de la cena era una colecta para arreglar el tejado de la iglesia, pero posiblemente se trataba también para quien lo quisiera comprender de una despedida, porque Jordan, aunque no lo había manifestado publicamente, había empezado los trámites para un largo viaje, y le notaban que sus últimos pasos en el vecindario iban encaminados a abandonarlo en cuanto vendiera su casa. Allí estaba el cura, y los maridos de algunas de las señoras casadas, pero las mujeres eran mayoría pues de ellas dependía la buena marcha de la sociedad, y había unas cuantas viudas y otro tanto de solteronas. Todo fue de perlas y los antiguos recelos quedaron atrás. No podía comprender como había pasado tantos años de espalda a aquellas magníficas y amables personas; de hecho, toda una vida. Ni siquiera le importó que el cura, apoyado por el marido de Rosita lo estuvieran sondeando -en nombre del Señor-, por si podía dejarle la casa a mitad de precio a la parroquia, porque justo por aquella zona querían montar un centro social y cultural. Eso sin duda le iba a granjear muchas simpatías en el otro mundo, y teniendo en cuenta su edad podía ser un buen negocio, pero al final de la cena cuando ya se despedía los desengaño. No quería que se pasaran los próximos días esperando una llamada suya para decirles que aceptaba sus condiciones; les expuso claramente que le iba a hacer falta el dinero al lugar donde iba, y que ya tenía un comprador. Llegó el día de la partida y se levantó temprano. Estuvo un rato en pijama viendo la calle desde la ventana del hotel, apoyado en el alféizar y sentado en una silla que situó a tal efecto que le supusiera la postura más cómoda. Era un nuevo día de primavera que empezaba, el aire fresco se hacía agradable de respirar y los vencejos hacían cabriolas bajo un cielo de azul desvaído. Había visto tiempos mejores, de eso no había duda, el sabor de la amargura no se iba de su boca, e incluso en momentos así tenía recuerdos para su hija y para su mujer. Delante de él, la naturaleza con su peculiar forma de manifestarse, se enfrentaba a la vida. Aquellos pájarillos que volaban y piaban, las ardillas y los gatos que rondaban los contenedores de la basura, el movimiento de las ramas de los árboles, aquella atmósfera que despertaba inconsciente y les decía que debían ser reemplazados una y otra vez para que aquel milagro se produjera. Estuvo allí sentado casi una hora, sin apenas moverse, dejándose invadir por aquella sensación, y alrededor de las diez, cuando sus amigas empezaban a pasar para misa, encendió su coche y se puso en marcha. Cuando al fin salió de la ciudad y encaró la primera carretera nacionales, con rectas interminables y vías muy anchas, miró al frente buscando el sur, el cambio de clima, la oportunidad de rejuvenecer y pasar los últimos años que le quedaban en la comunidad más tranquila que pudiese encontrar a muchos kilómetros de la que había sido su casa toda la vida, pero que ahora no le ayudaba a vivir. Lo siguen intentando. Ya no vuelan las sirenas Se decidieron empapados de absolutos cicerones, separados por la playa y cubiertos de brisa. ¿Por qué a la compañía de ojos le faltó alargar la mano, y tenerse en la ardiente y contagiosa arena? Pensó verse tarde verde y consolada, tenderse por un tratado de tirones de pelos, por un picor de gaviotas. Habrá una mujer con licor de escamas saludando a las orillas. De una nube cae una cuerda Atrasa el reloj, paisaje, sobre el trapecio de mi memoria, que hoy regresan nubes para hacerse de equilibrios,


en el cristal de mi ventana. Pienso que especula con mi voluntad, cuando me ofrece su cuerda, nada la detiene, todo lo puede con su insolencia. Pero, si tuviera, al menos, la manos trenzadas, yo podrĂ­a ayudarla. Vengo de su rechazo aterido, como un puĂąo en el pecho, atado al fracaso: recuerda. La trituradora de lenguas Tenemos la fama de los desafortunados, de los que no fueron llamados a sentarse con los elegidos en la Ăşltima cena. Llegamos tarde a todas las citas, y nos convierten en figurantes (o eso o nada), cargados de pesadas armaduras, mientras otros recitan los mĂĄs ligeros textos. Por fortuna hemos aprendido a callar algunas lenguas, a insultar al venenoso, y agraviar a los que nos compadecen.



1 El Ofrecimiento Estaban a punto de desfallecer, perdidos en medio de un bosque interminable, en un territorio hostil, en medio de una montaña desconocida, muy lejos de su tierra y de sus gentes. Y no sólo era peligrosa esa tierra por desconocida, sino también por lo que sabían de ella, de sus enemigos y los animales devoradores de hombres que las habitaban. El cansancio de días de marcha iba en aumento, mortificándolos porque el descanso no se presentaba, nadie dormía más de tres horas seguidas, y los relevos de guardia eran continuos. A pesar de todo, conocían su deber, sabían que la insurrección no funciona sin sacrificio, sin privaciones, sin aceptar la montaña como refugio, y a la vez, como tortura. Por los lugares que pasaban saludaban a los agricultores y labriegos, no sin cierta desconfianza, y gesto de superioridad, porque los tenían por dóciles y manipulables. Encontraban en ellos algunos ejemplos de servilismo que les resultaba desagradable, su enfado se dejaba arrastrar en ocasiones hasta el insulto, pero finalmente se dejaban ayudar. Se podría decir que sabían que los necesitaban, aunque ellos se negaran a tomar partido por las enseñas revolucionarias. No era fácil de entender aquel proceder indeciso, y dispuesto al martirio. Pero si lo pensaban fríamente, siempre habría menos riesgo en salir corriendo a esconderse en la montaña ante la presencia de soldados, que en tomar un fusil; o algunos pensaban así. Podían conservar su independencia, darles comida a escondidas, pero que se negaran a esconder a fugados o heridos, eso era mucho más difícil de aceptar. Pero así estaban las cosas, y en ese hilo se movían. Debían guardar una distancia, se decían los labriegos, unas normas, tal vez una postura que les excusara ante las autoridades, eso era lo único que los libraba de que llegaran los camiones cargados de soldados y arrasaran el pueblo. Los soldados, por su parte, se presentaban como héroes libertadores, valientes y desinteresados, pero en sus filas también se alistaban fugados por delitos comunes y mercenarios que estaban por el botín, esa era la verdad. Quedaría mucho por decir de las relaciones de la gente de las montañas y los guerrilleros de lo que puede apreciarse en la distancia. Al escribir sobre ello, no hago más que establecer una base sobre la que ir componiendo, sobre la que ir estratificando ideas -algunas contradictorias-, y pensé que sería conveniente, desde el principio poner en claro los límites que cada cual necesita para la supervivencia, y lo insensibles que pueden parecer algunas reacciones, que sin embargo, con el tiempo, terminan por ceder. Pero intentar determinar esa relación sin los detalles que le den profundidad, puede resultar desalentador, y para ello es necesario ir paso a paso, construyendo la historia, con paciencia, sin anticiparnos a lo que ha de venir. En la experiencia del guerrillero el mal tiene una forma definida, y conoce todos sus tentáculos porque el horror que sale de él le es familiar, no es una suposición, una alternativa, una casualidad que tal vez nunca se cruce en su camino o un perjuicio que se pueda sortear con un poco de suerte, se trata de un objeto político y por tanto de poder, que suscita en él la aversión sin control, la rebelión incondicional como única respuesta. Sin embargo, de interiorizar hasta tal extremo sus convicciones, una pesadumbre de riesgo extremo le hace sumir la vida que elegido como un juego de azar. Mi punto de vista sólo puede ser a favor de la experiencia, del hombre de acción dispuesto a cambiar las cosas asumiendo sus riesgos, rechazando absurdas teorías o ideologías, o aceptándolas pero unicamente como soporte de la acción real. No obstante, si por un momento podemos imaginar al guerrillero después de muchos kilómetros de marcha, descansando bajo un árbol, con su fusil y su mochila a su costado y leyendo novelas del oeste, el lugar de un sesudo libro de filosofía descubriremos que la injusticia y la prepotencia déspota del tirano, no siempre se combate por convicciones idealistas. No existe una mejor relación entre revolución y compromiso, que la que sale de haber vivido en primera persona la violencia arrogante del represor.


Las diferencias entre Fecker y Muller no eran definitivas, y solían extinguirse después de unos cuantos gritos con acento italiano. A todo lo que pudiera tener de agradable andar kilómetros con ampollas en los pies, oliendo a demonios y enterrando a algunos compañeros con ocasión de chuscos enfrentamientos, había que añadirle aquellas estúpidas discusiones. Quedarse con el malestar dentro tampoco era solución, y sus voces podían oírse muy lejos, por lo que no sería extraño que en una de esas terminaran por atraer a alguna patrulla que diera su posición y predispusiera una ataque por aire. Pero nos equivocaríamos si detrás de su mutua disconformidad no viéramos el aprecio que se tenían y la dedicación que ponían en cuidar del resto. Se diría que los dos censuran el proceder del otro en las cosas más simples, pero no pueden estar el uno muy lejos del otro. La diferencia entre montar una gran bronca por derramar la sal, o no decir nada por no dar cobertura a un compañero en mitad de una “balasera”, se resolvía con la gravedad del segundo caso, y el olvido prematuro del primero. Creo que los dos disfrutaban viéndose en medio de aquellas montañas, repantigados sobre la hierba, apoltronados como si se tratara del salón de su casa. Remueven sus macutos en busca de cecina o comida deshidratada, y después se dejan caer de espalda esperando la noche para compartir un buen fuego. Allí, en las montañas más lejanas, en las que los hombres que aún se van encontrando apenas han pisado una ciudad, y que están a días de camino de la civilización más cercana, se sienten a salvo. Hay estrellas que brillan como linternas a las que acabaran de cambiar las baterías, y la luna se enciende como una farola. Desde los lugares más recónditos le llegan señales de crecientes victorias, y las discusiones entre Fecker y Muller, parecen ser menos. En la marcha que duraba ya más de un mes, y de la que no sabían cual era su objeto, atravesaron algunos asentamientos revolucionarios muy organizados y bien defendidos, en los que eran acogidos con júbilo y con la manifiesta sensación de victoria que les daba relatar las últimas batallas en las que la revolución había causado daños irreparables al gobierno. Todos aquellos poblados por los que habían pasado les dejaban claro que había mucho más mundo organizado en la revuelta de lo que habían pensado, y eso les levantaba la moral. Era un placer escuchar a aquellos hombres y mujeres, formados y cantando himnos de fidelidad a sus principios, y oraciones por los caídos. En medio de la montaña, los recuerdos de los campamentos y los amigos que habían hecho les ayudaban a pasar la noche, conversando acerca de ellos, y haciendo sonar las guitarras con canciones melancólicas. Mientras reconstruían el relato de sus recuerdos se reafirmaban en la idea de que el desaliento no haría presa en ellos, porque, aunque las penurias eran grandes, no eran definitivas. A su espalda quedaba lo pasado, eran gente ruda, y al frente lo que hubiera de venir. Por la época en que Fecker decidió dejarlo todo y adentrarse en la montaña en busca de los grupos de resistencia, su vida no pasaba por un buen momento. Había perdido su sentido para los negocios en el hampa, y lo que era peor, había perdido su intuición para el juego. Entregado a su última visión había ido al banco y sacado todo el dinero que el quedaba, y cuando tenía una de aquellas visiones se entregaba totalmente a ella. Confiaba en poder recuperar algo de su dinero y su prestigio perdido con aquella jugada que le quería hacer a destino, y poder así, con lo beneficios que sacara de ello, subsistir uno o dos años más. Su vida era fácil, y no necesitaba demasiado, para pagar su habitación e ir tirando, y eso podría mantenerlo si ganaba esa vez y, por supuesto, no volvía a jugar los beneficios. Junto a la ventana de la oficina de apuestas había un boletín colgado por uno de sus vértices con una cuerda, lo abrió y leyó las carreras y los nombres de los caballos. Reconoció uno de los nombres, sintió como si se encendiera una luz, y lo apostó todo a que llegaba el primero en la siguiente carrera. No tardaría mucho en empezar a correr y le daría tiempo a escucharlo por radio. Desde la terraza de una cafetería esperó centrando el dial y confiando en que no hubiera interferencias. A su lado pasaban los transeúntes, con prisa, como si llegaran tarde a alguna parte; todos le parecían iguales. Pidió una cerveza, y se acomodó inclinado sobre el aparato receptor. Desde aquel lugar podría recibir la impactante noticia de que su racha de mala suerte había terminado, y en el bolsillo apenas le quedaban unas monedas para pagar la cerveza y comprar algo de pan antes de volver a casa. Era como si todas las fuerzas del universo se hubiesen centrado en la voz del locutor que con desbordante emoción iba narrando la carrera. Hubiera querido levantarse,


correr el mismo al lado del caballo, empujarlo, tirar de él, hasta hacerlo llegar el primero, pero no fue así; Lugoshi entró el último y muy rezagado. A veces, oyendo el júbilo de los hombres que celebraban una nueva victoria, creía estar reviviendo su propia derrota, la llegada a la meta de un caballo rival, y los gritos de los hombres, que abrazaban a las mujeres, y se abalanzaban sobre la ventanilla para recuperar su dinero y cobrar su premio. Sólo uno de los hombres podía saber el significado de vidas diferentes a diferentes intensidades, avanzar en el “truco” de vivir en busca de emociones fuertes, o sentarse en una silla de escritor a ver como se sombrea una habitación con la luz cambiante del día, y ese debía ser Fecker. El fragor del combate hacía un ruido parecido al retumbar de los cascos de un caballo, el inquietante bramido de los morteros, el silbido envenenado de las balas, eran comparables a la caída de un jinete con posibilidades de ganar. Y entonces, de pronto, estremecerse por la sacudida de un proyectil próximo, que lo hacía temblar y le cubría la cara de tierra. Hacía buena noche, podrían dormir protegidos por el calor que desprendía la tierra, confiar en la guardia, y no preocuparse de nada más que de las sombras que animaba una luna brillante. Como resultaba normal en aquellas circunstancias, los gestos, las buenas maneras y las simpatías, ayudaban a un ambiente de concordia que sólo podía ser reemplazado por una estricta disciplina, y de eso se encargaba la única persona al mando, El jefe Maltus. Generalmente no hacía falta que expusiera su paecer, que tuviera que hacerse oír y proponer algún castigo, porque las posturas encontradas e irreconciliables, preferían ceder por sí mismas, aunque se guardaran el resto interiormente. A menudo algunos de los hombres ensayaban reconciliaciones que no eran tales, pero a él eso le daba igual, no le importaba que se odiaran por media ración, siempre que no se les notara y no los oyera discutir. El legado militar de antiguos revolucionarios, mostraba que ambos tenían razón, siempre que reservaran toda su agresividad para los enemigos de los humildes. Sin duda existían razonables y sólidos argumentos para mantener las pequeñas envidias, los desafíos y las contradicciones entre guerrilleros, pero consentirlo sería destruirse sin necesidad de ponerse a tiro de los soldados gubernamentales. Pese a los peores encuentros, los desprecios más amargos, los pequeños egoísmos y las maldiciones vertidas en momentos de incontrolable enfado, los enfados entre Muller y Fecker tenían otro aspecto menos personal; olvidan con rapidez y no le daban más importancia. No es necesario situarnos en unos espíritus místicos, ni en posturas ascéticas para comprenderlos, simplemente eran amigos con diferencias, pero sin rencores. Aunque ahora que lo pienso, tal vez, que Muller hubiese sido cura tuviera algo que ver en todas las veces que aceptaba ceder en sus discusiones: pero sólo tal vez.

2 Todos Tenemos Un Pasado Que Muller no tuviera la confianza de sus superiores, y que por eso nunca le ofrecieron una iglesia que fuera su casa, ni en el pueblo más recóndito, ni una colaboración con los monjes de un monasterio, ni una plaza de profesor en algún centro de una gran ciudad, fue decisivo para salir una mañana en busca de los emplazamientos que luchaban contra la dictadura desde la montaña, a pesar e haberse convertido en una figura reconocible e imitable para muchos otros religiosos que lo habían conocido. El obispo al que se había dirigido en varias ocasiones para tener un destino, le había dicho que tendría que salir de la región, posiblemente viajar a Europa, y eso no estaba dispuesto a a hacerlo. Así comenzaban una serie de desencuentros, a veces por carta, a veces en persona que no le permitían establecer una forma de conducta adecuada, organizarse conforme los


tiempos que vivían y mucho menos establecerse en una comunidad en la que aspiraba a integrarse socialmente -es posible que por ahí, sin ser consciente de ello, comenzaran sus problemas con la jerarquía-. Sin embargo, iba a ser un asunto de faldas lo que lo empujara a abandonar definitivamente sus pretensiones de llegar a ser un líder espiritual en alguna comunidad campesina. Personalmente se implicó en algunos programas culturales que exigirían de él viajar a donde nadie llegaba, casi a “invadir, conquistar y colonizar” a hombres y lugares, que habían perdido todo contacto con la civilización, y para eso no le hacía falta la aprobación de sus superiores. Desaparecer era una opción, y lo hizo por una temporada, pero la experiencia fue muy negativa y los campesinos lo echaron porque tenían sus propias creencias y no querían oír hablar de otros dioses que no fueran los suyos. Esta aventura si hubiese salido bien, le hubiese canjeado muchas simpatías, pero al volver con un fracaso más en su saco de decepciones, le creo algunos problemas adicionales. Por su parte el poder político había empezado a oír hablar de él, y cuanto más conocido se volvía más irrespirable era la atmósfera que le preparaban. Controles, visitas inesperadas, registros, advertencias, y en efecto un continuado malestar que lo hizo tomar la decisión más acertada, acudir al único sitio que sería bien recibido y donde despertaría algunas simpatías, aunque sólo fuera por escribir las cartas a algunos de sus compañeros de fatigas. Así pues, estaba ya casi decidido a partir a la montaña, cuando conoció a Marciela, una joven estudiante de bachiller que se metió en su pieza por semanas, mientras sus padres la andaban buscando en lo lugares más recónditos. Creyeron que la encontrarían durmiendo en la playa, en la boca del metro, o en un portal del centro de la ciudad, y salían cada noche en su busca. Molestaban a todos los que dormían en la calle para verles la cara y comprobar que no era ella, y les preguntaban por si la había visto. Todas las molestias no condujeron a nada. Cuando Marciela volvió al instituto, después de prometerse amor eterno, Muller supo que lo buscaban, partió a la sierra, y nunca se volvieron a ver. Al existir distinciones y favores entre los hombres -allí donde vayamos se generan simpatías, y lo que es peor desagradables antipatías y desencuentros-, Muller debía optar necesariamente por unos y por otros, intentar descubrir la verdad en sus rechazos, y llegar a la conclusión de que todos, absolutamente todos, en mitad de la batalla, son camaradas a pesar de las diferencias. Pertenecer a aquellos más moralistas, a los más pecadores, o directamente encontrar algún valor humano en los que no sabían por qué hacían las cosas, lo degradaba en su inteligencia, pero sacarle importancia a cosas que hasta entonces le habían parecido primordiales, en su situación era lo más adecuado. Precisamente, a causa de su forma medida y controladora de pensar, se creaban demasiadas diferencias, y si había un problema entre ellos por encima de envidias y antipatías, era la de los que creaban una clase más que se dedicaba a clasificarlos y estudiarlos, separándolos por su calidad y conducta. Muller se mostraba siempre con eso tono de falso inofensivo que tienen los curas, procurando habar en un susurro de comprensión del que nadie se fía. ¿existía pues, un motivo mayor de división y diferencia que la falta de aplomo? Ninguna tendencia a la camaradería se reprime en la circunstancia en la que uno se dispone a entregar la propia vida, e interceder por poner a salvo a los demás. Ningún enigma es comparable al que lo perdona todo desde un interior insondable convirtiendo en hermanos a auténticos desconocidos. Comparadas con otras vivencias, aquellas que conducen a los hombres a la batalla son una verdad innegable, y de una crueldad manifiesta. No podían sentirse turbados delante de reacciones inesperadas, y que uno se pusiera en el camino de una bala destinada a otro, era moneda corriente entre ellos. Poseían la credibilidad de los que comparten un riesgo extremo, y aún así, el jefe Maltus mantenía sus distancias como si la desconfianza formara parte de su trabajo. Es cuando creemos que todo está clara, que por fin hemos encontrado un profundo grado de conocimiento y desmembramiento de barreras que en vidas ordinarias levantamos, entonces, es cuando damos por bueno lo que ya nunca sabremos. Poseer el tipo de verdad que supone abrir el pecho para que los fusiles hurguen dentro en busca de traidores no resulta posible en la acomodada vida moderna, entre las sorpresa de la última temporada de modernas series de televisión, entre las comodidades de los colchones de última generación, entre las comidas exóticas que nos traen en restaurantes orientales para que podamos disfrutar de placeres que hasta entonces nos resultaban desconocidos, entre la evasión postmoderna y los cuidados más dulces de una navidad con calefacción central. Sería


imposible calcular cuanto sufrimiento soportamos o lo que estamos dispuestos a entregar a cambio de algo tan lejos de los comodidades como el sueño idealizado de un mundo menos injusto en la próxima curva. La lucha eterna entre el bien y el mal. Los malos crecen y la tierra responde; siempre ha sido así. Marcharon aquel día durante kilómetros y al salir de un bosque espeso, estaban tan cansados que redujeron el paso, se sentaron sobre una rocas cubiertas de musgo, donde brotaban una plantas espinosas que se clavaban en sus piernas, por lo que pusieron un cuidado especial. Algunos conocían aquellos rastrojos y dijeron que no había cuidado, que arañaban pero producían leves infeccionas; nada que no remitiera en un par de días. Contemplaban en infinito espectáculo de un valle alargado como el lomo de un caballo, cuando descubrieron y recogieron algunos pequeños frutos silvestres con lo que se entretenían mascando y escupiendo las pepitas. Paso un tiempo en el que nadie habló, y lentamente se iba imponiendo la idea de detener la marcha definitivamente por aquel día, aunque el sitio no fuera el más adecuado para descansar. Cuando se desplazaron un poco y se disponían a instalar el campamento, descubrieron algo que los dejó momentaneamente descolocados, se trataba de una tumba del tamaño de un hombre, con una cruz de madera vieja en uno de sus extremos y un nombre tallado que apenas se leía, posiblemente José, o Moisés, al menos, tres letras parecían claras. Debía llevar allí mucho tiempo, porque las piedras que lo cubrían estaban ennegrecidas y la cruz de madera tan podrida que si le ponían la mano encima posiblemente se desharía. Ya se habían dado la vuelta y volvían a sus tareas cuando alguien reparó que entre la hierba, subiendo la ladera, estaba tan lejos que resultaba imposible distinguir su cuerpo, mucho menos sus facciones, o saber si se trataba de un hombre o una mujer. Parecía que levantaba la cabeza, como mirando hacia aquella actividad incesante que se producía a media montaña. No dejaba de ser asombroso que sucediera aquello, en aquel lugar solitario, donde no esperaban encontrar a nadie. Cuando estuvo más cerca comprobaron que vestía como un campesino, con uno de aquellos sobreros de paja tan característicos, y cuando aún se acercó lo suficiente como para poder hablar con él, pudieron ver sus manos hinchadas y cuarteadas por el trabajo. Inmediatamente después de llegar el jefe quiso hablar con él, acababa de refrescarse mojándose la cabeza con agua fresca y le hizo una preguntas sin dejar de frotarse la cabeza. Manejaba hábilmente la situación pues quería saber si se trataba de algún infiltrado o espía, porque decían que existían esos campesinos a los que pagaban por información, aunque lo cierto era que nunca nadie había visto ninguno. El hombre estaba pálido de miedo, porque sabía que si daba motivos para no creerle le podían meter un tiro; y nadie preguntaría por él. Por la actitud del jefe, parecía que se iban aproximando posturas, y que se iba rebajando la tensión de los primeros momentos. Respondía con cierta coherencia, y sobre todo, sin tartamudear ni pensarlo demasiado. Además de eso miraba al jefe a los ojos, lo que le agradaba, y cuando le hacía preguntas políticas respondía con orgullo de campesino. Podía estar mintiendo, pero nadie lo hubiese dicho. “No ha sido fácil llegar hasta aquí”, añadió a una de la preguntas, “pero no tengo otro sitio a donde ir, mi familia murió cuando los soldados entraron en la aldea disparando sin preguntar”. El charloteo ya duraba demasiado, la tarde seguía cayendo y al fin decidió entregarle un fusil, era la prueba máxima de confianza. El cielo se volvía naranja, y del naranja pasaba al violeta, y a continuación los colores se oscurecían al ocultarse el sol, como si desprendiera el hollín de un día ardiente. Consiguieron una cierta calma a pesar de los nervios y el cansancio, pero cuando ya era casi noche cerrada comenzó una nueva discusión por algún tema menor. Dos de los muchachos se gritaban y se insultaban, se proferían amenazas que terminaron en pelea, y los golpes hicieron saltar algún diente, y alguna nariz sonó como si el hueso hubiese quedado aplastado para los restos. Finalmente los separaron y el jefe anunció un castigo ejemplar, en la marcha del día siguiente irían cargados como burras, y si eso no fuera suficiente, esa noche harían guardia. Les puso muy claro que si se quedaban dormidos les metería una bala en la nuca a cada uno, así que el uno era responsable de que el otro estuviera despierto. Mientras se llevaba a cabo el anuncio del castigo, los dos se miraban furtivamente deseándose lo peor, pero nada pasaría ya de ahí. La disciplina no acaba nunca, y no sería el último castigo por motivos similares antes de terminar la marcha, pero cuando llegaran al destino, todos serían nuevamente hermanos en sus riesgos.


Así funcionaba la ardiente atmósfera de privaciones que los rodeaba. Se trataba de un tensión que nunca desaparecía del todo, que regresaba con un halo de desconfianza de terribles consecuencias si se desataba. Los hombres son entidades tan diferentes, que así como algunos parecen encajar en un fenómeno de tolerancia, otros parecen incomodarse por meras presencias, miradas o gestos. Esta idea estaba muy presente en la dificultad del trabajo que el jefe Maltus debía llevar a cabo, y por eso su mirada acosaba cada movimiento como si intentara detener cualquier movimiento inapropiado. Afortunadamente, llevaban tanto tiempo andando juntos, que las miradas torvas se volvían pesadas, las incomodidades salían a la superficie, y los globos de furia se desinflaban o el jefe se encargaba de explotarlos controladamente uno tras otro. La desconfianza tuvo que aparecer por primera vez entre los hombres, de la mano del primer traidor: mucho antes de Judas. Ponía a prueba los mejores ejércitos que caían sin saber como porque el enemigo sabía cuales eran sus debilidades. Nada conserva su credibilidad si no es puesto a prueba, y esa tiene que ser una prueba superior, en la que se ponga en juego la vida. Además, los hombres siempre necesitaremos de los otros, lo dicta nuestro instinto de supervivencia; en este caso no se trata de una verdad mística que debamos obedecer a ciegas, como diría Muller. Pasar por alto una traición no debe ser nada fácil, porque te pone en una falsa situación, en un dilema, en un problema sin solución, es decir, sin el otro no podemos sobrevivir en un medio hostil, pero si aceptamos una reconciliación nos arriesgamos a ser traicionados de nuevo, y en tal caso dejarnos en mitad de un puente viendo sin hacer nada como caemos al vacío. El rudo aspecto del guerrillero pone por delante su compromiso hasta las ultimas consecuencias, y así debe ser, porque es mucho lo que se juegan. En éxodo, la entrada en cada nueva región, no se sabía si se trataba de salir al encuentro de la batalla, o seguir huyendo de las fuerzas gubernamentales. Pretendían resolver sus dudas observando los gestos de su jefe, pero su aspecto era el de una efigie de duro mármol, imperturbable. En estos tiempos tecnológicamente avanzados, pretender una revolución a la cubana, les iba a costar más de un disgusto, pero mientras la aventura duraba, las banderas de la libertad permanecían en alto. Es posible que el proyecto contemporáneo de familia, trabajo, cole, tele y coche, no contemple la rebelión como solución al sórdido plan de vida que los consume, pero algunos hombres -tal vez sólo unos pocos-, siguen creyendo que dejarse llevar es entregarse. Fecker se sentó al lado del nuevo porque quería hacerle preguntas, en realidad, cuando alguien nuevo llega al grupo todos se mueren por saber cosas pero intentan no acosarlo. No era difícil comprender los motivos que lo llevaban a desear luchar por la libertad. Pero cabía preguntarse los motivos personales, aquellos que los conducían sinceramente a dar aquel paso, y esos eran diferentes en todos los casos, pero tenían una cosa en común, nada que perder más que la vida. Aquel hombre, por su aspecto, daba la imagen del convencido campesino, no era difícil imaginarlo en medio de un campo con algunos otros, cavando zanjas, removiendo la tierra o arrojando semilla en una mañana fría y de cielo cubierto. Sería la pieza que encajaría perfectamente en esa imagen. Habían pasado tantas cosas que pareciera que todos eran expertos en adivinar lo que había detrás de un rostro campesino que pedía un lugar entre la tropa, se habían acostumbrado a caminar y dejarse acoger por las montañas y sus gentes, y hacer sitio para uno más sucedía a veces. Todos, de una forma o de otra, habían llegado de la misma sin pasado, o sin demasiada gana de contar de él. Le dijo que el fusil que le diera el jefe había pertenecido a un buen amigo, y que había caído no hacía mucho en una escaramuza, por eso esperaba que lo llevara con honor. “¡Pobre hombre!”,pensaba Muller, no muy lejos de la escena, “acaba de llegar y ya le están echando la responsabilidad del honor y los muertos a la espalda”. Había un problema de fechas, y lugares, en las historias que el nuevo contaba, pero Fecker no le dio mayor importancia; no se trataba tanto de interrogarlo, como de charlar un rato y saber del mundo exterior y las últimas noticias. El amable campesino carraspeó y señaló que todo iba como siempre, porque el no conocía la tele, pero escuchaba a veces un transistor, y por lo que otros que viajaban a la ciudad le contaban, nada estaba dispuesto para un cambio de gobierno, no debían confiar en ello. Hablaron largo rato, pero aquel hombre no se expresaba con facilidad, la elocuencia no era un don que Dios le hubiese dado. Se mostraba nervioso y preocupado desde que Fecker se sentó a su lado, así que finalmente lo dejó solo y vio como se acurrucaba para dormir. “Debe estar


cansado”, dijo Muller, como si le importara, “después de unos días de marcha o se acostumbra o se arrastra”. El otro debió oírlo pero ni se movió, se hizo el dormido hasta que se alejaron.

3 Pobres Muertos ¿Qué Reclaman? Unos días después llegaron a uno de los enclaves que la resistencia tenía entre montañas. Estaban realmente cansados y fueron recibidos con júbilo, como solía suceder. Los acomodaron en los barracones y no les encomendaron ninguna tarea, se trataba de dejarlos descansar, porque en algún lugar, alguien había hecho planes para ellos, y no iban a permanecer mucho tiempo allí. Enseguida se dieron cuenta, y se miraban con inquietud, porque temían lo que presentían. El comandante del puesto, concedió al jefe Maltus poderes especiales, lo que significaba una distinción militar, que además, no sería obviada en el futuro. Como si fuera un ascenso consolidado, el jefe se sentía feliz y orgulloso, y dispuesto a llevar a cabo cualquier misión que le encomendaran por imposible que le pareciera. Decepcionar a sus superiores poniendo de manifiesto el cansancio de sus hombres, y lo innecesario de llevar a cabo un acción que supusiera demasiadas bajas, no estaba entre sus opciones. Demasiado bien sabía él a donde lo conducía aquel callejón sin salida, pero cumplir con su deber era lo que nunca había dejado de hacer. Nunca había tomado una decisión por sí mismo, que fuera contra las órdenes dadas, y lo que ahora le pedían era que se tirara con sus hombres contra las fuerzas gubernamentales que los habían localizado y los acosaban. Todo resultaba muy caótico y sórdido, y para los hombres de Maltus imposible de entender. Hubo una segunda entrevista entre Maltus y el comandante del puesto, y esa vez, el jefe estaba un poco más centrado. O menos afectado, si se prefiere. Se miraban en silencio mientras bebían un licor de color miel que habían requisado en su última salida. No era el mejor momento, faltaba poco para comer y si se pasaban, perderían el apetito. No hubo lugar para objeciones, pero alguna leve crítica, intentó descubrir motivos no declarados; no sirvió de nada. Entonces Maltus encontró que su superior olía como si no se hubiese lavado en un año, lo que sería soportable y más que justificable si, como era su caso, hubiese pasado meses marchando, pero no era así. Entonces, el jefe observó que la silla en la que se iba a sentar su interlocutor, tenía una pata quebradas, pero no dijo nada. Estaba condenado a sentarse y caer al suelo sin remedio, eso, al menos, le daría el gusto de reírse un rato a su costa. Se apoyó tranquilamente sobre la mesa sin dejar de mirar al comandante del puesto de guardia, pacientemente saboreo el licor mirando por encima del vaso, respiró lentamente y de pronto, un estruendo, una silla rota y aquel hombre revolviéndose en el suelo como si se hubiese roto el trasero. Blasfemaba, maldecía y se quejaba de dolor, mientras Maltus no paraba de reír y lo ayudaba a levantarse. Aunque hubieran querido, no hubiesen podido eludir las órdenes interesadas que le daban. Tampoco pudieron evitar la charla que les dieron asa noche antes de ir a sus barracones, y volver a dormir en camas más o menos mullidas. No podían hacer otra cosa más que asentir y vitorear el sentido belicista que los llevaba a un callejón sin salida. Fecker se dirigió a Muller y les espetó, “moriremos esta vez”. Entonces Muller sacó una vena artística y sonrió como si no le importara. “Si morimos mañana ya no podré ser rico. Ni volver a jugar a caballo ganador como tu hiciste aquella vez y lo perdiste todo. No debería decir esto, pero soy un revolucionario con aspiraciones burguesas. Quiero criados que me sirvan, que muevan las cosas y hagan la limpieza por mi; para eso me hice cura. Envidio a esos cabrones a los que le hacemos la guerra, cambiando de chica cada día, rodeándose de cosas valiosas, y conduciendo coches caros. No se pierde mucho si yo muero,


porque si ganamos la revolución con gente como yo, nada va a cambiar. Pero, ¿sabes qué?... Por si eso sucede, rezaré por ti esta noche. Puedes estar tranquilo, estarás en situación de ver a nuestro señor si una bala perdida te alcanza. Parecéis olvidar que soy cura, y eso nos da una gran ventaja.” Deberíamos traer a cuenta en este punto, lo que la revolución inspiraba en los corazones más pobres, que eran los secos corazones campesinos; sin esperanza, espinados y, muchos de ellos, arrastrando grandes tragedias. En tales situaciones de pobreza, combatir los excesos burgueses significaba, al menos, hacer alguna cosa. Por eso debemos establecer que siempre resultaba mejor, que sentarse a esperar la muerte, sentarse a esperar morir de hambre, de enfermedades, o por el paso de los soldados. Por fin, al tomar partido, si morían, tenían algo que ver con merecerlo y no dejarse empujar, llevados a tumbos por unos y por otros. Tomar partido, en una situación desesperada era un bien que no prescribía, que no permitía olvidar, ni dejar al pensamiento errar libremente sin capacidad para conducirlo hacía la justicia tan necesaria. Pues, efectivamente, se podía saber por otros hombres que pasaran por la guerrilla antes que ellos, que sus posiciones se hacían más firmes, y finalmente, se le encontraba un sentido a la rebelión. Fecker se entregaba a difíciles recuerdos que lo torturaban, no quería volver a llevar una vida parecida. Aquella no noche no le resultaba fácil conciliar el sueño. Como muchas otras veces su imaginación lo traicionaba, y no podía dejar de ver imágenes horribles de cuerpos desfragmentados por un obús, o miembros volando, llevado en el aire por la fuerza expansiva de una granada. Sin duda, su clarividencia anunciaba lo peor, era posible que allí terminaran sus viajes. Si hubiese vuelto a nacer no hubiese vivido de forma de diferente, no había tanto donde escoger. Hubiese escapado de los mismos miedos, como todo el mundo hace. Hubiese pasado por las mismas estaciones, y subido a los mismos trenes y autobuses, y también, hubiese vuelto a la montaña y la hubiese pateado sin resuello arriba y abajo. Se aprovecharía de cada minuto previo a la batalla y sentiría el vértigo del combate, y reviviría los momentos que le habían dado sentido a la vida arrojándose contra el fuego enemigo. Pero no iba a volver a nacer, y debía mantener la serenidad y la fe en los momentos que le quedaban. La situación no era fácil, y antes de partir, aquella mañana, formados delante de la puerta y franqueados por los centinelas, una noticia corrió entre la tropa, “el nuevo había huido”. En otros tiempos, tal vez en otro momento más apropiado, ese hombre sería perseguido, encontrado, cazado, acorralado y posiblemente fusilado sin preguntas. No se preguntan sus motivos a los traidores, o se les ofrece la posibilidad de explicarse, ni se desea saber lo que dejan atrás. Por el contrario, se le niega cualquier derecho, y no se le da agua para tranquilizar sus bocas secas de miedo. Ni siquiera, al contrario de lo que algunos creen, se les ofrece la oportunidad de rezar en sus últimos minutos; en la montaña no se hace eso, se dispara y se deja su cuerpo tirado en medio de la nada para que todos lo puedan ver, y se lo coman las alimañas. Pero debían partir en busca de los soldados gubernamentales que tenían amenazado el puesto, y no había tiempo que perder. Para los resistentes ocasionales debería ser de obligado cumplimiento un estudio general sobre las causas, el compromiso y las posibilidades de la revolución. Cualquier desproporción da lugar a que jóvenes estudiantes descontentos con su vida estudiantil, campesinos que descubren en la milicia una oportunidad para saciar su hambre, distraídos y teóricos del marxismo, y otros sujetos, se acerquen a los grupos que deambulan por la montaña sin tener en cuenta que uno de pronto entrega su cuerpo y su alma a una causa, y que eso no se hace con ligereza. No se estudia en la universidad las consecuencias del fracaso o la traición, pero morir fusilados o torturados, es moneda corriente pero que no explican en los noticiarios. Lucharon con sus mejores armas, esgrimieron sus mejores razones, y desplegaron un fuego inesperado, pero nada fue suficiente. La lucha comenzó cuando caía la tarde, y la luz del bombardeo encendía el cielo como una arrebatada tormenta. Al intentar empujar las lineas por tierra, se metieron en un pozo y quedaron rodeados de un terrible muro de rostros ennegrecidos. Un puñado de hombres intentaron romper el cerco, y fueron abatidos. Buscaron zafarse de la trampa sin descanso, lo intentaron una y otra vez, pero no lo consiguieron. Cuando ya estaban vencidos y la artillería gubernamental disminuyó sus descargas, Fecker adivinó una parte de la verdad, “el nuevo”, había dado las coordenadas y sus intenciones; la traición se había consumado. La chica que


amara a Muller nunca conocería su final, nunca lo volvería a ver, su desaparición le parecería un hecho lamentable, pero ya no conocería a que se había debido. Alguna vez se acordaría que fue amada, intentaría dibujar sus rasgos girando un dedo en el aire, pero le sería imposible. Fecker esperó el final acurrucado entre sus compañeros muertos, y la sangre corría entre sus ropas sin que pudiera saber si estaba herido o se sumergía en la sangre de sus compañeros. Intentó moverse y se encontró con el cadáver de su amigo, buscó deslizarse entre las sombras, pero ya no podía más. Desalentado creyó que su ropa pesaba como un saco, se inclinó hacia adelante y cayó inconsciente. Los árboles renacieron con la alborada, y algunas aves de las más grandes hacían ruidos que en nada se parecía a un canto, pero despertaban la campiña. La sencillez natural de ver un amanecer de rocío y aire fresco, se veía entristecido por los hombres que habían quedado con vida y se agolpaban en el suelo con las manos atadas a la espalda. Habían sido maltratados, y les hacían preguntas que no comprendían. La luz era tan bella que cualquiera podía pensar que nada malo iba a suceder en un momento así, pero se equivocaría, y, en ese momento, uno de aquellos se soltó con un llanto ruidoso y se unió a los graznidos de los cuervos. Luego se oyó el canto de un ángel, o sólo los condenados a muerte lo oyeron, pero les dio un gran sosiego. Un oficial se les acercó, llevaba una pistola en la mano, esa era la señal. Después de una descarga de fusilería, anduvo entre los cadáveres dándoles un tiro de gracia, uno por uno. Detrás sus hombres, con gastados uniformes y cara de desprecio observaban la escena sin hablar, esperando que terminara para que les diera las últimas órdenes antes de partir, dejando atrás aquel amasijo de cuerpos aún calientes. Todavía el sol se resistía a calentar, era temprano, con un poco de suerte tomarían el camino de vuelta. Dejarían de acosar el puesto de la milicia, porque creían haber acabado con ellos, ¡qué injusto resultaba todo! La presencia del oficial lo hacía más ceremonioso, poseía la indudable influencia de hacer creer a quienes lo rodeaban, que hasta los actos más inhumanos, poseían, cuando el los ejecutaba, una incuestionable categoría. No necesitaba cubrirse con medallas, ni poseer un sable de oro, ni un caballo pura sangre, todos sabían que disponía de sus vidas y la obediencia era absoluta. De eso se trata la guerra, de que alguien en alguna parte decide quien muere, cuantos son, y cuando lo hacen, si vale la pena el sacrificio, y si la estrategia lo dispone, siempre se podrá convertir a los mártires en héroes. El oficial se fue hacia sus hombres decididamente, como si el cansancio de una noche interminable no hiciera mella en hombres como él. Aunque nadie lo acusaba por su frialdad, dijo, “no sientan lástima por ellos, de esto se trata”, y siguió andando y alejándose del lugar sin limpiándose la cara con un pañuelo.




Por Donde Doblan Las Olas 1 Minerva Go Go La noticia del accidente de su marido no pareció inquietar Minerva, ni siquiera pensó en telefonear a ninguno de sus hijos para preguntar acerca de ello. Quizá esto lleve a pensar que se trataba de una mujer insensible, pero no era así, al contrario, había llorado ya demasiado por aquel hombre. Se habían separado y vivían en ciudades alejadas por miles de kilómetros hacía años, no se hablaban ni apenas se recordaban, así que ya no le quedaban lágrimas para él. De ninguna manera, nadie podría afirmar que fuera una mujer dura de corazón, o desinteresada de los seres que quería, pero ese era el extremo; posiblemente él ya no era uno de los seres que quería, o que consideraba algo más para ella que un extraño. A punto de cumplir los sesenta, ella seguía refiriéndose a si misma como a aquella jovencita que una vez había sido, y si alguien le hacía un regalo más apropiado para personas adultas, solía rechazarlo muy enfadada. “No tengo edad para cortapelos”, decía, o “si yo necesitara un aparato auditivo os lo hubiera dicho, pero aún soy muy joven para eso. Mi oído funciona perfectamente, gracias”. Y era cierto, su afición por la música no había disminuido ni parecía que lo fuera a hacer nunca. Al contrario, iba afinando sus gustos y su entonación al cantar algunas de sus canciones preferidas, iba tomando matices muy apreciables. Por lo que sabemos nada haría pensar de ella que era una mujer sencilla, nunca lo había sido. Precisamente su aspecto no tenía nada de original, imitaba a las Pin Ups americanas que salían en los anuncios de refrescos de cola, o de grandes cadenas de hamburgueserías, que a su vez, imitaban el estilo sesentero de las novias de rockeros famosos. Cada detalle estaba cuidado hasta el extremo que al ver alguna de sus fotografías daban ganas de pedir una hamburguesa. Nada podía ensombrecer aquella afición, que a un tiempo era ensueño y coleccionismo, y que la hacía creer que vivía en la América de cuarenta años antes, y no en un frío pueblo de centroeuropa. Desde el instituto se había creído capaz de vivir soñando que era la novia de Bill Haley o Eddie Cochran, y se animaba sin hacerse de rogar, a salir a bailar en el escenario acompañando a los grupos en las fiestas de final de curso. Quizás una auténtica Go Go, esperaría su momento, se procuraría un representante y finalmente soñaría con ser portada de una revista de chicas, pero no iba por ahí. No se trataba de una ambición profesional sino de un estilo de vida al que ya nunca renunciaría. No sé por qué las personas que creen tener un don en una determinada disciplina se pueden pasar la vida avanzando en su dominio, sin que eso suponga que deseen llegar más allá con ello que entretener a sus vecinos. En su caso, Minerva, acudir a las fiestas de piscina con un aparato de música portable, pero de dimensiones difíciles de concretar -supongo que suficientes para que un hombre robusto lo llevara al hombro, pero no en su caso-. Bailaba como quien está haciendo gimnasia, con todos los pasos nuevos que había inventado, poniendo toda la carne en el asador, entregándose sin reservas y modelando un espectáculo que en ocasiones tenía más de improvisación, que de amateur. El cuerpo de Minerva era muy bonito, alargado eso sí, pero muy flaca, de piernas interminables, pecho pequeño y cintura diminuta. La cara era también huesuda, y con hendiduras. Solía acudir a la peluquería con frecuencia, donde la teñían de rubia y le hacían enormes tupés, y le alisaban las sienes, y el peluquero la peinaba hacia atrás encima de las orejas dejándolas al aire. El mentón era enorme, pero como había leído en una revista, en la sala de espera del dentista, que según un estudio, las mujeres con un pronunciado mentón eran mucho más activas sexualmente, no dejaba ocasión de echar la cara hacia adelante poniendo de relieve esa parte de su perfil. Era decidida,


sonreía mucho y hablaba poco, y por lo demás, a pesar de sus casi sesenta años, los maridos de sus amigas decían que muy deseable. A mi modo de ver, lo más bonito que tenía los ojos verdes y las enormes pestañas, que nadie creía naturales. Nada de lo que había sido el transcurso de su vida, ni nada de lo que hubiera en ella en aquel momento, parecía preocuparla, al contrario, todos dirían que su actitud era más propia de los veinte años, es decir, sin pensar en el futuro más que para hacer las cuentas de la casa. El derecho que las personas tienen a vivir mundos de fantasía no pone en peligro lo políticamente correcto, por eso lo consienten. Tienen la convicción de que todo lo que evada a la gente común de intervenir en los asuntos del Estado es una ventaja para el gran negocio, el negocio de la guerra y los paraísos fiscales. Herbert Hoddes el hijo de Minerva se presentaba a las elecciones y no quería tener problemas con las excentricidades de su madre. La opinión generalizada acerca de las rarezas de los parientes de los políticos no debería ser motivo suficiente para obligarles a cambiar su forma de vida, aunque él estaría dispuesto a pagarle un piso en el centro de una gran ciudad, justo delante de un gran parque, si tan sólo se dedicaba a ser una persona anónima, a darse paseos y frecuentar los cafés de la zona como cualquier otra viuda o divorciada solitaria en el tramo final de sus vidas. Las consideraciones que desde la ley se pudieran hacer, o medidas desde la legislación que se pudieran llevar a cabo, con la intención de modificar la conducta de los ciudadanos incómodos, no formaba parte del trabajo de los políticos, sin embargo, lo hacían con frecuencia. Ella no iba a cambiar sus costumbres porque su hijo le dijera que su casa podría entrar en el plan general de ordenación urbana y ser demolida, si no deja de lucirse en fiestas ajenas. Es un ejemplo de hasta donde pueden llegar los políticos en sus revanchas, el poder se ejerce con la brutalidad que siempre se ha esperado de él. Permítanme hablar generalizando, en este momento lo creo necesario. La felicidad de Minerva debería ser tomada en consideración por su hijo Herbert, pero había demasiado en juego. Aunque persuadido de la infelicidad de su madre, todo lo que se le ocurría iba en hacer más profunda su desgracia, interferir en su vida y hacerle comprender lo práctico de algunas decisiones. No dudaría en sacarla de sus sueños absurdos, si estuviera legitimado para ello. Su otro hijo, Adam Hoddes, era profesor en un colegio de primaria en un pueblo de no más de mil habitantes. Llevaba una vida modesta, tenía un hijo que apenas le hacía caso, y su mujer iba con frecuencia al psicólogo, que era amigo de Adam, y eso posiblemente había salvado su matrimonio de una ruptura inesperada, pero no de las discusiones. Adam había cambiado mucho con respecto a los recuerdos que tenía de su infancia, y no sabía por qué su nueva perspectiva le hacía avergonzarse de su pasado. Eso le sucede a muchas personas se decía, no hace falta torturarse al respecto. Tenía la impresión de que a su madre le daba exactamente igual, no le importaba que pasara un año sin llamarla más que por navidad, o que todo el esfuerzo empleado en su educación quedara tan lejos de su forma actual de pensar. No había razón para forzar la relación, si no se llamaban, y ella no lo echaba de menos, no debía preocuparse; pero lo hacía. Iba al colegio pensando que la educación que debía darle a aquellos niños, la influencia que sobre ellos podría ejercer, debía distanciarse con la que él había recibido. “Mi madre es patética”, se repetía. Durante un tiempo recibió las críticas de su mujer hacía Minerva con cierto estoicismo, pero tuvo que terminar aceptando que llevaba razón, y era esa rivalidad la que estaba criando a su hijo sin apenas conocer ni visitar a su abuela. Jenny se había casado con él muy enamorada, pero el desinterés que su hijo mostraba por el afecto de sus padres o sus abuelos, era un síntoma de que algo no funcionaba en aquella familia. Con su perdido sentido del humor, intentaba bromear acerca de la abuela, pero en casa nadie reía sus bromas. Intentaba hacer ver que procedía de una familia bromista, y que la abuela era un poco payasa, pero no era verdad, ella se tomaba muy en serio el personaje que se había ido creando durante toda su vida. El caso del abuelo era diferente, sencillamente nadie hablaba de él, como si nunca hubiese existido. En algún momento el marido de Minerva les había fallado a todos, y habían perdido la relación con él. Esa si era una familia desfragmentada, cada uno había desaparecido en una dirección diferente, como si el día que se fue, el padre hubiese marcado el camino a seguir a sus hijos. Pero había una diferencia sustancial en la separación, a los hijos no les importaba nada lo que pudiera o no hacer su padre, en cambio, les preocupaba cada nuevo paso del que tenían conocimiento, de las aficiones de su madre.


A la hora del desayuno, Dicarlo, solía llegar el último a la mesa. Jenny con frecuencia tenía que volver a calentar la leche que se había quedado fría. Resignadamente volvía a verter el contenido de su taza en la cacerola, encendía el fuego por segunda vez y esperaba que humeara, esta vez sin dejarla hervir. Adam se sentaba al lado de Dicarlo y le preparaba una tostada con mantequilla, que el niño iba comiendo mientras le ponían el tazón de leche delante de los ojos. Entonces Adam se levantaba y terminaba de ordenar sus papeles del trabajo en la bolsa, comprobaba que todo estuviera en orden. Principalmente ponía atención en no olvidar cosas importantes como la cartera o las llaves, y cuando volvía la cabeza hacia su hijo, éste ya se había ensuciado lo suficiente para necesitar volver al baño a lavarse. Lo acompañaba con la intención de asegurarse de que lo dejaba todo en orden, y que no revolvía más de o necesario; de esta manera evitaba tener que ir antes de salir por la puerta de casa, para recoger la toalla del suelo, cerrar un grifo que babeaba o recoger la bolsa con los libros del colegio que el niño se había dejado atrás. Resultaba un alivio salir para el trabajo sin que alguna mañana no sucediera algún imprevisto que lo hiciera llegar tarde, y como Jenny solía salir antes que él, más de una vez había tenido que cambiar al niño porque se había tirado la leche por encima, o porque se había puesto a jugar en el campo con el rocío de la noche mientras esperaba. Tenerlo todo controlado era una labor descomunal, a la que no acaba de cogerle los trucos. Casi siempre, a esa hora, justo después de tomarse un café tenía la impresión de que todo empezaba a ir sobre ruedas, que se presentaba un día prometedor, y que nada podía estropearlo porque al fin lo tenía todo bajo control, y casi siempre se equivocaba. Eran tantos los errores cometidos que llegó a pensar que a la rutina nunca se terminaba de verle los bordes. Esa mañana antes de salir, cuando ya preparaba al niño dentro del coche para inmovilizarlo con su cinturón de seguridad -al menos eso le ofrecía una ayuda-, un coche se aproximó lentamente por la estrecha pista rural. Se trataba de un coche negro, grande y caro, y reconoció a su hermano porque saludó al bajar la ventanilla, de lo contrario ni lo hubiese ubicado conduciendo semejante máquina. La mayor parte de las casas con las que se iba cruzando en la carretera se parecían. Sólo había estado una vez allí por eso le costó encontrar la de su hermano. Cuanto más se adentraba en aquel rural frondoso más creía estar perdiendo pie; no se trataba tanto de un mareo como de perder el equilibrio debido a la sensación de perder el contacto con el mundo real, el de los negocios, la exigencia insensible, la gran ciudad, los atascos y las grandes discusiones por cosas pequeñas. Delante de la casa de su hermano había un campo de hierba sin cortar, y un poco más allá un bosque frondoso. Tener un campo de hierba como aquella, que al llover posiblemente se convertiría en una laguna refugio de patos y ranas, debía ser de una humedad añadida para la casa. Desde luego, una casa húmeda no era lo mejor para una persona que se preocupara de tener los pulmones en buen estado, pero Adam era fuerte, y la salud nunca le había dado problemas. No podía imaginar qué lo había llevado a vivir a un lugar así, no se parecía en nada a los recuerdos que pudiera tener de su soleada infancia, pero como experimento podía estar bien. Quizás no había llegado en el mejor momento, y a otra hora del día, o en otra estación del año, tuvieran allí una magia difícil de explicar con palabras, o de apreciar justo en aquel momento, nadie lo podía saber con lo que había visto hasta el momento. Un campesino, unos kilómetros antes le había indicado el camino. Al decirle el nombre de la granja, fue como si una luz se le encendiera encima de su cabeza, y dio las señas correctas con absoluta precisión. Una anciana de pelo blanco y ojos azules se acercó por detrás y corroboró las indicaciones del viejo que debía ser su marido, así que se despidió muy agradecido por su amabilidad y empezó a hacerse una idea del carácter acogedor de aquellas tierras, que sin embargo, no disminuyeron lo más mínimo su idea acerca de lo deprimido que se sentiría si tuviera que vivir en un lugar tan lluvioso todo el año. Impresiones semejantes no era la primera vez que lo invadían, acerca de cualquier cosa, que tuviera que ver con su hermano. No se permitía apreciar mejor o intentar se más generoso con él, porque su naturaleza era de un criterio violento, impío y demoledor. No había extremo que no pudiese analizar desde la crítica, y se felicitaba por ser así de independiente y despegado hasta de los seres que más quería, porque creía firmemente que eso era lo único que lo mantendría con vida en el mundo de la política. Tal y como podía prever, ni su hermano podría entregarse -figuradamente hablando- al poder que irradiaba su falso pero importante encanto. Nada ni nadie podría resistirse a sus deseos, y esa atracción crecía con su poder.


Si alguna vez fracasaba y dejaba de estar en la carrera por los puestos más sobresalientes del partido, si tenía que dejarlo todo debido a algún escándalo que le montara la maldita prensa libre, y si en ese momento tuviera que volver a ser un hombre corriente, sometido a los deseos mediocres de otros hombres igual de infelices, si ese momento llegara, debería empezar a pensar si valdría la pena tomar una decisión drástica, ya me entienden. Pero esta posibilidad era tan remota como que el mar se saliera de sus márgenes e inundara el mundo, por lo tanto no debía preocuparse. Bajó del auto confiadamente, llegó a creer que su hermano se echaría en sus brazos como si lo hubiese echado de menos cada día de su vida, pero lo que recibió en cambio fue una cara de incredulidad que lo desconcertó. La perspectiva de sacar adelante con facilidad el asunto que lo había llevado hasta allí, empezaba a desdibujarse. 2 Por Donde Doblan Las Olas La casa estaba alejada un par de kilómetros de la carretera principal. Era fácil pasar de la largo sin tomar la desviación y seguir sin encontrarla. No era el mejor sitio para construir una casa si se desea ser encontrado y seguir teniendo trato con la gente. Por su aspecto parecía construida sin gana, sin ningún tratamiento arquitectónico o capricho especial, sin ningún cambio con respecto al estilo de aquel lugar. De hecho parecía que nadie se había ocupado de ella en mucho tiempo, y que aquellas formas anodinas necesitaban una mano de pintura. Tampoco nadie se había ocupado de establecer algún lugar cubierto de asfalto o piedra para dejar los coches delante de la puerta principal, así que Herbert lo dejó en medio de la hierba más alta, y al poner el pie en el suelo creyó que se hundía en el barro. Había en un lado un horrible cobertizo para guardar herramientas que no parecía que nadie usara, y la teja era de pizarra lo que le daba un aspecto pobre al conjunto, aunque decían que la teja de pizarra aislaba del frío, por eso la usaban en los lugares donde solía nevar en invierno. En aquellas partes que habían utilizado madera para construir, el abandono parecía aún mayor, porque nadie se había ocupado de su mantenimiento, y no parecía de buena calidad. Él no se compraría una casa así, pensó. Y podría seguir indefinidamente sacándole defectos, pero su hermano seguía mirándolo desde su coche, con aquella perpetua cara de incredulidad, así que decidió dirigirse a su encuentro, aunque, cada paso que daba lo hundía en el barro. Las diferencias no eran recientes, formaba parte de la desigualdad vulgar de sus envidias y rivalidades de infancia. Minerva no se había ocupado lo suficiente de ellos, y el ejemplo de su marido había sido pernicioso. Los dos habían fallado en la educación de sus hijos, ella porque vivía en un mundo en el que tenían cabida, pero rechazaron desde muy jóvenes, y él, porque era tan materialista que su influencia sólo podía inspirar al egoísmo y la competencia entre los dos. El interés de los padres de tener unos hijos de los que poder presumir, los lleva a hacer de ellos lo mejor, aquello que no han podido conseguir y a los que han aspirado toda su vida, quieren que esté a su alcance. Este podía ser el punto que pudiera hacer nos entender algunas cosas de la historia que nos ocupa, pero nada es tan fácil; los dos hermanos sufrieron desde muy jóvenes el desinterés de sus padres por sus cosas, sus aspiraciones o sus logros. En esa familia cada uno tenía su vida, sus aspiraciones y su forma de vida definidas, y no permitían que nadie interfiriera en ello. Escribían y bailaban sus propias vidas, y rechazaban cualquier influencia, sin ser conscientes de que las vidas que vivían venían de rencillas de infancia. Nadie es completamente libre, ni vive sin influencias. “Tenemos que hablar”, dijo Herbert, y Adam le indicó que iba a trabajar y que no lo podía atender hasta la tarde. Pero le propuso que lo esperara, y le ofreció la llave de su casa. “Ponte cómodo”. A continuación partió a toda velocidad con su auto, y después de dejar al niño en el colegio, telefoneó a Jenny para que supiera que tenían un invitado y que no sabía cuanto tiempo se iba a quedar; eso la enojó.


Jenny bajó aquella noche a buscar algo de comer en la nevera, ya había acostado a su hijo y había dormido una hora con un sueño ligero. La puerta de la cocina que daba al salón estaba abierta y desde allí podía ver a su marido y al hermano de este hablando acaloradamente de algún asunto familiar. Se sintió invadida por una gran indignación y vergüenza por el marido que tenía e inmediatamente subió a la habitación sin poder medir la velocidad de su respiración. Con aquel hombre se había casado, debía sumirlo, tenía que aceptarlo, no podía pasarse la vida lamentándose. Cuanto más lo pensaba peor se sentía, y no se trataba de desinterés, porque ponía buena voluntad, pero no era suficiente. Fue sólo un minuto, descalza en la baldosa de la cocina, hipnotizada por la imagen de los dos hermanos en su competencia, que sintió una punzada de sublevación que de vuelta a la habitación aún la atenazaba. Tenía ganas de llorar, pero no lo hizo. Se dio cuenta de que no era el momento, y ya de vuelta al dormitorio él pareció más comunicativo que de costumbre. “Mi hermano me ha dicho que mi padre ha sufrido un accidente grave y que está en el hospital. No lo visitaré, no tengo el cuerpo para eso y nunca lo quise tanto. Tenía motivos para venir, no creí que se molestara si no fuera así, mi hermano considera perder el tiempo desplazarse para hacer una gestión que puede solucionar por teléfono, por eso imaginé que era algo que se salía de lo corriente. Pero su interés no es por la muerte de mi padre, dice que quiere hacer carrera política y que mi madre lo avergüenza. ¡Será hijo de puta! Ahora que no necesita de ella, viene diciendo que hay que “meterla en cintura”, esas han sido sus palabras”. Esto sucedía al tiempo que Minerva aceptaba la proposición de bailar en una playa turística y aceptó a pesar de que no quedaba cerca de su residencia y tendría que desplazarse. Dede aquella tarde empezó a entrenar duramente con su Hula Hoop, que había empezado a incluir en su espectáculo. Se encerraba en su habitación y con la cama aún sin hacer, echaba la persiana, ponía música de Elvis y se grababa en vídeo mientras movía la cintura evitando que el aro cayera al suelo. Así podía pasar horas, haciendo girar aquella nueva extensión de su cuerpo y de su espectáculo, y girando ella misma con el efecto indudable de que era capaz de bailar al mismo tiempo. No parecía fácil. Era el tipo de novedad del que se podía sentir satisfecha, porque lo había practicado mucho a los veinte años, y porque guardaba la habilidad y era capaz de demostrar lo ágil que aún se encontraba. Había despertado una faceta de ella misma que tenía olvidada y sabía que ya no lo haría más, la incorporación de aro a su vida era permanente, podría enfrentarse a cualquier tipo de show con su aro, y estaba dispuesta a discutirlo con cualquiera que se opusiera, pero no a ceder. Semejante oportunidad no se presentaba todos los días, podría moverse en la playa sobre una tarima, con grandes altavoces y miles de personas mirándola. No llevaría más que unos shorts y un top bien ceñido, eso sí, necesitaba que nada se moviera por su cuenta, y tenerlo todo controlado. Hasta entonces no había caído en la cuenta, pero empezaba a ser conocida y reclamada de lugares que no podía sospechar, y por eso debía pensar en la posibilidad de hacerse un bonito cartel de representación. Mil o dos mil carteles, para ir pegando en las ciudades que visitara, y una foto de estudio, que podía hacerle Mark, un amigo con el que había hecho un curso de expresión artística y que tenía una tienda donde vendía cámaras, carretes, objetivos, trípodes, y cualquier cosa que tuviese que ver con ese mundo. Se imaginaba con unos pantalones muy ceñidos hasta la rodilla y un top de angora, en plena acción, moviendo la cadera, con una sonrisa amplia (tenía una dentadura que era la envidia de cualquier jovencita) y su tupé dorado clavado a la frente por un buen chorro de laca. La vida era bella, sólo era cuestión de “encontrarle el punto”. Este era el tipo de historia que le hubiese gustado escribir a Adam, una madre díscola y dos hijos en competencia. Se sentía feliz sólo de pensar que un sencillo profesor como él pudiera abordar temas tan sugerentes y terminar dándole una forma artística, si es que el arte estaba a su alcance. Eso haría que su mujer y su hijo se sintieran por fin orgullosos de él, que creyeran en sus posibilidades y que dejaran de pensar que ya nunca cambiaría sus vidas. Por otra parte, ¿qué tenía de malo ser profesor de primaria? Más aún cuando siempre había representado un reto vocacional para él. Eran los problemas ajenos los que lo estaban llevando a pensar así. No podía decir que no le gustara escribir historias, pero no estaba dispuesto a hacerlo, renunciando a emplearse a tiempo completo a su verdadero objeto en la vida, moldear aquella mentes y sacarles el mayor partido


posible, en sus años de vida más receptivos. Al día siguiente por la mañana, el coche de su hermano había desaparecido y no creía que hubiese ido de compras al pueblo porque a esas horas habría muy pocas tiendas abiertas. También cabía la posibilidad de que hubiese ido de juerga toda la noche y aún no hubiese vuelto, pero la probabilidad más creíble era que se hubiese vuelto a su ciudad porque tuviera compromisos inaplazables y se hubiera convencido de que no iba a persuadir a su hermano para que lo apoyara, en lo de “meter en cintura” a su madre. Uno de esos días, Adam salió temprano del colegio porque se anularon las reuniones de profesores y se fue directamente al pueblo de compras. Sin hacer paradas se dirigió directamente al centro comercial. Todo seguía en su lugar sin apenas cambios, si alguien le había dado una mano de pintura a su casa, debió utilizar el mismo tono porque todo le pareció exactamente igual que siempre. Caía la tarde y una nube casi inapreciable de polvo y calor lo cubría todo adormeciendo a los abuelos que lo miraban pasar desde sus porches. Estaba cansado, y se sentía sucio y sudado después de un día de trabajo, y del trayecto en auto hasta allí. Pasó las dos últimas calles mucha velocidad, y entró en el aparcamiento exterior frenando con una sacudida abrupta. Anduvo entre los coches y en la puerta se detuvo delante un gran cartel que anunciaba algunas ofertas. Algunos de los servicios de la galería comercial le resultaban muy útiles porque evitaban que tuviese que conducir al pueblo de al lado que era mucho más grande y mejor dotado. En aquellas oficinas alrededor del comercio, eran alquiladas por bancos, peluquerías, cafeterías, joyerías y, curiosamente, el alcalde había decidido que allí debía haber también una oficina de correos. Es posible que se tratara de un intercambio de favores entre los dueños que necesitaban liberar los permisos con rapidez, y lo que estaban dispuestos a ceder a cambio, y en este caso, un local por tiempo indefinido a su benefactor. Y no era tan extraño porque no había movimiento para tanto hueco, y la mayoría de lugares destinados a negocios externos permanecían cerrados. Estuvo durante un rato escribiéndole una carta muy sentimental a su madre, lo que sin duda, establecía una clara diferencia con los propósitos y la forma de pensar de Herbert. Cuando se acercó a la oficina de correos para entregarla, como solía suceder a esas horas casi a diario, no había nadie más esperando para ser atendido. Era la única persona en el pueblo que ponía cartas, a esas horas, y eso estaba muy bien porque la funcionaria de correos que lo atendió, lo miró con una enorme sonrisa en los labios. Se detuvo justo delante del mostrador y dijo que quería poner la carta en el correo, entonces se la quiso entregar pero no dejaban de mirarse a los ojos, y cuando ella quiso cogerla las dos manos chocaron y la carta planeó hasta el suelo cayendo del lado de dentro del mostrador. Ella la recogió y se disculpó por su torpeza. Entonces le dijo que lo conocía, que le daba clase a su hijo en el colegio y que también conocía a su mujer, con la que había hablado alguna vez en las reuniones de padres en el gimnasio donde los dos niños iban a aprender a nadar. Aquella mujer le pareció muy agradable, y muy hermosa, y no deseaba que aquella conversación acabara sin más. Él no dejaba de fijarse en ella, y lo notó, así que quedaron para tomar algo en la misma cafetería del centro comercial porque según le confesó, estaba a punto de cerrar. Se puso un abrigo encima del uniforme y estuvieron charlando un rato de cosas triviales, y cuando se despidieron, los dos se habían convencido de que deseaban al otro, pero no se lo confesaron. Aquella noche cuando se acostaron, como de costumbre, Jenny se dio media vuelta y Adam se quedó mirando al techo recordando todos los detalles en los que se había fijado de su amiga la funcionaria de correos. Tardó en dormirse, y mientras lo hacía, recordó su uniforme y los botones sobre los bolsillos de la camisa, las botas grandes con cordones, no llevaba pendientes ni se había pintado, tampoco olía a perfume, ni había rastro de los aromas que suele tener la gente que se lava las manos con frecuencia, el pantalón gris con rayas rojas a los lados le quedaba grande y se lo apretaba con un enorme cinturón de desproporcionada hebilla. Tenía la nariz y las orejas grandes, y el el pelo corto, peinado como el de un chico. El interés que demostrara en él, la conversación inocente en la que habían hablado de sus hijos, y la aceptación a tomar un aperitivo de antes de la cena, le pareció de lo más natural. No quería reconocer que podía existir una atracción entre los dos, y la indulgencia consigo mismo, intentando convencerse de que no había hecho nada malo, no sería la misma, si la situación hubiese sido vivida por su mujer, y al llegar a casa lo hubiese ocultado. El interés que Minerva demostraba por las cosas parecía puramente artístico, y no estoy diciendo


que fuera capaz de diferenciar mejor que cualquier ordinario proletario vecino casa con casa, de lo que era arte y lo que no. Me refiero a su sentido artístico de la vida, a su fantasía, a creerse una estrella del gran show americano. Y fue por ese sentido espectacular de la vida, que a su vuelta de la playa compró una gran piscina de plástico y una tumbona plegable y lo instaló en el patio de atrás. Minerva tal vez no fuera una estrella del celuloide, pero respondía exactamente a la idea que en el circuito de salas de segunda esperaban de ella. Podía pasarse el día en bikini tomando el sol, darse un baño en su bañera plástica y estar lista para pasar un par de horas moviendo el Hula Hoop. Tenía todo lo necesario para seguir en carrera, y cumplía los requisitos necesarios para llegar algún día a pasar por una auténtica Diva, su sueño. En ocasiones se sentía tan sudada que utilizaba la manguera del patio para darse un agua, sin sospechar que los vecinos la espiaban detrás de las cortinas, y que eso les estaba creando algunos problemas con sus cónyuges. A pesar de su falta de sentido del hogar, no debemos pensar que se trataba de una mujer desordenada en el más amplio sentido de la palabra. En general la casa estaba recogida, no había montañas de ropa en los sillones, ni el fregadero estaba normalmente lleno de platos con comida reseca del día anterior, salvo el maquillaje expandido en el baño como si se tratara de una ocupación de botes semillenos, vacíos algunos, otros pringando cremas y trozos de papel higiénico manchados con maquillaje, o también aros en el salón, y un amplificador con micrófono en el lugar de la televisión, y esta averiada en el suelo, por lo demás todo estaba ordenado y listo para recibir cualquier visita inesperada. Cuando puso el amplificador en la sala, hacía sonar viejas canciones de jazz e intentaba cantar por encima, a partir de ese momento, la casa aceptó que su idea del orden consistía en tener a mano aquellas cosas que le resultaban útiles en su sueño sesentero, y ya nada que fuera a usar el día siguiente pasaba la noche en el cuarto de debajo de las escaleras. Una tarde de un verano caluroso tomaba el sol en su hamaca mientras escuchaba canciones de Sinatra en la radio, cuando el perro del vecino empezó a ladrar como si le fuera la vida en ello. Sonó el timbre de una bicicleta y a continuación, a través de la valla de madera vio el uniforme gris de los empleados de correos deslizándose a toda velocidad por la acera, y deteniéndose de golpe justo delante de su puerta. El cartero asomó la cabeza sobre la vaya y se la quedó mirando con placentera curiosidad. Le preguntó si se trataba de la misma persona que decía el sobre, y se lo entregó mientras hacía una observación acerca de lo morena que se estaba poniendo; Minerva no en le hizo ni caso y cogió el sobre con desgana. El hombre, a pesar de no haber tenido una respuesta positiva se sintió rejuvenecido por haber intentado, al menos, un flirteo divertido, y se preguntó por qué no recibiría aquella señora cartas más a menudo. Situaciones semejantes, en las que despertaba el deseo de los hombres, le devolvía a Minerva la seguridad en si misma y la convicción de que algo de su juventud perduraba en ella. Desde muy temprano, cuando aún no le habían salido los pechos empezó a notar las miradas masculinas, y desde entonces no había dejado de desagradarle tanta insistencia. El cartero llevaba se agarraba al volante de la bicicleta con absoluta pericia y dio una salto desde la acera a la carretera que lo hizo tambalearse, un coche pasó a su lado haciendo sonar el claxon, pero él se enderezó y siguió adelante como si nada. “¡Menudo personaje!”, dijo en voz alta Minerva sin darle mayor importancia. Miró el remitente y cuando leyó el nombre de su hijo Adam, se alegró y se dispuso a leer la carta inmediatamente. Otras tardes había visto como se evaporaba el agua de la piscina de juguete, hasta que todo el plástico quedaba al sol, y las transparencias del fondo anunciaban un suelo de lunares colorido. Y en ese suelo tan liso como resbaladizo se acostaba hasta que de puro aburrimiento decidía que ya había tenido bastante. Ponía los pies en la hierba y avanzaba cuidando de no dañar los dedos desnudos, pero como se trataba del momento más lúdico del día, eso debía suponer que aunque pisara un palo puntiagudo y se hiciera daño, debía recibirlo como un extremo más de tanta diversión. Encima de la sombrilla había extendido unos bikinis a secar, aunque eso no ayudaba a crear la humedad necesaria en el aire. Algunas veces dejaba la manguera abierta durante el tiempo necesario para encharcar el suelo, y tampoco con eso lograba crear el ambiente necesario. Algunas veces los vecinos cerraban todas las ventanas para poner en marcha el aire acondicionado, y debía ser la hora de echarse la siesta porque cerraban todas las cortinas y echaban las persianas. Las voces de esa gente sonaba fuerte, exigente, enfadados en ocasiones, se gritaban... pero parecían felices. ¿Dependería la


felicidad de instalar uno de aquellos aparatos de aire acondicionado clavado en una de sus ventanas? A partir de ese punto las relaciones entre madre e hijo comenzaron una nueva etapa, y ella le devolvía cartas igual de largas y sinceras. Se proponían contarse los más pequeños detalles de sus vidas diarias y de pronto asistían a una conversación sólo equiparable a la que mantiene un escritor con aquellos que leen sus libros. Es decir que para que esa reprocidad existiese el lector debe desear seguir leyendo, aceptar los argumentos del otro y convenientes sus precisiones, toda una prueba de gravedad acerca de lo que se caerá por si mismo si esa comunicación intemporal no lo impide. Minerva se esforzaba por decir cosas interesantes, porque de pronto aquel carteo le resultaba muy satisfactorio, mucho más que eso, era un lazo familiar que necesitaba para mover los más hondos sentimientos. Desgraciadamente todo lo bueno tiene contrapartidas, y la suya era tener que soportarlas miradas e insinuaciones de aquel viejo bebedor sin vergüenza, que terminó por dejar la bicicleta ante la imposibilidad de mantenerse sentado en ella. El cartero empezó a frecuentarla y a colarse los sábados por la noche para beber unas cervezas en su compañía y llegó el momento que ella no sabía como decirle que podía seguir llevándole las cartas, que podían seguir siendo amigos, pero que el resto tenía que acabar. Si le resultaba necesario algo de compañía el sábado por la noche,la presencia de cartero espantaba cualquier posibilidad. También empezó a recoger la manguera cada tarde, y cambiar el agua de la piscina con frecuencia para que no cogiera olor, pequeños detalles que contribuían a convertir su casa en un lugar mucho más habitable. Se sentía muy superior a todo recibiendo aquellas cartas, como si le dieran la importancia de una reina. Nadie en el barrio recibía tanta correspondencia y eso no sólo demostraba que alguien en alguna parte se preocupaba por ella, sino que era una mujer con mucha suerte. Además de eso, había en su posición una malicia manifiesta, y esa era que no estaba dispuesta a deshacer el malentendido que a algunos de sus vecinos les llevaba a creer que todas aquellas cartas eran el resultado de un amor secreto con algún astro de la canción melódica, que casado y con una posición consolidada en el mundo del espectáculo y en la vida,no quería arriesgar todo lo que había conseguido. 3 Cerca Del Orgullo Las relaciones matrimoniales, para los maniáticos, son frágiles. Hay gente de ciudad que puede con todo, y soporta las pequeñas incomodidades cotidianas como meras anécdotas, pero ese no era el caso de Jenny. Su matrimonio pasaba por un momento muy delicado y era absolutamente consciente de ello. Podría haber llevado aquel asunto de una forma más escandalosa, pero adoptó la postura de la mujer herida y orgullosa, y le pidió a Adam que durmieran en camas separadas hasta que todo aquello se aclarara. Los dos se esforzaron por no terminar de dejar caer el puente, y la cama mueble de Adam sonaba todas las noches con el ruido mecánico de quien desmonta la capota de un auto cabrio a toda prisa, porque empieza a llover. La gravedad de sus pensamientos, y sobre todo, lo que expresaba el instinto agudo de Jenny, pesaba como prueba. A veces se demoraba la entrega de una nueva misiva, Jenny entonces podía empezar a concebir una reconciliación, y se pasaba las tardes imaginando que había sido demasiado exigente, entonces al volver a casa, encontraba que Adam no había llegado, lo que sólo podía significar una cosa, había ido a la oficina de correos a buscar algún envío y de paso a tomarse un café a la hora del cierre con Anita. La tentación lo superaba, y el miedo a consumarla también. Estaba en aquel punto que sabía que si se lo pidiera aquella mujer hastiada por el pueblo, el trabajo y un marido que no le daba aprecio, si él se lo pidiera, lo dejaría todo para instalarse en cualquier parte del país. La inteligencia de Dicarlo nunca había sido cuestionada, hasta aquel momento sus notas había sido brillantes. Janny empezaba a roer el fracaso cuando le llegó el tercer aviso del colegio, “algo le


pasa a Dicarlo, no se concentra y sus trabajos son muy deficientes”. Jenny, como no podía ser de otro modo, culpaba de todas las últimas penalidades que le llegaban a su marido. Y en este caso en concreto, de que otra forma podría ser, si sus mismos compañeros, en lugar de comentar la marcha del hijo de un colega con él, lo ignoraban y se dedicaban a mandar mensajes de desaprobación a su mujer. Adam contestó a eso que hacía algún tiempo que no se dirigía la palabra con la profesora de Dicarlo, que era debido a la química, o a la ausencia de ella, pero que la tenía atragantada. Y siendo eso así, no era extraño que, por extensión, la tuviera “tomada” con el niño. Jenny quedó sorprendida por semejante argumento, y eso hizo que se enfadara aún más. Así que pasaron de la cama mueble a intentar no verse ni cruzarse por casa, y un día, ella dijo que debían separarse una temporada y que se iba de forma indefinida a casa de su madre. Le pidió a Adam que dejara pasar un tiempo y que ya hablarían. Que lo llamaría más adelante cuando no estuviera tan dolida, y él se mostró muy triste el día que se despidió de su hijo justo antes de que se montara con su madre en el coche y partieran a todo gas sin mirar atrás. El último silencio de Dicarlo fue como un reproche. Sin duda lo culpaba porque no había una equilibrio en su vida, una hogar en el que pudiera confiar, del que supiera que todo era sólido, sobre el que poder empezar su vida, sus estudios, sus relaciones con sus amigos, donde poder celebrar sus cumpleaños con globos y tarta y a donde poder volver después de cada fracaso; en eso le había fallado a su hijo. Tener que dejarlo todo atrás, y no saber cuando iba a volver era la prueba más difícil que la vida le había puesto en el camino. Minerva se sintió muy afectada por las noticias que recibió en la siguiente carta de su hijo. Se veía a sí misma años atrás, saliendo adelante con dos hijos y abandonada, olvidada e ignorada por un marido que había rehecho su vida. Debería haber agradecido a las fuerzas del universo que se conjugaron para sacarle de delante a aquel hombre, pero lo cierto es que lloró por él, o por la humillación, no sabía bien. Ni un sólo día los dejó solos, o al cargo de alguien en que no pudiera depositar absoluta confianza, los llevó de gira, en los autobuses, cargada con maletas y en ocasiones derrotada. Los quería tanto que se gastó todos sus ahorros en mandarlos a la universidad, y cuando pudieron colocarse, y empezaron a salir del cascarón se distanciaron como si se avergonzaran de ella. No le era posible hacer las cosas de otra forma, algo en su educación, en su forma de ser y de sentir se lo impedía, así que estaba segura de que si el tiempo volviese atrás, al día en que aquel hijo de puta hizo la maleta y se mudó a casa de su otra mujer, todo volvería a pasar de la misma manera, sin cambiar el más mínimo detalle. Y ahora, ¿qué pensar? No podía ponerse de parte de Jenny por salir corriendo y dejar a su hijo plantado, aunque algo le decía que él podía haber hecho algo de lo que tendría que avergonzarse toda su vida. Pero el amor de madre es incondicional, y la madre está al lado de su hijo en las peores circunstancias, siempre. La verdad debía ser revelada, y a partir de aquel momento vivió esperando una confesión, quería saber la verdad, quería que su hijo le contara la historia tal y como había sucedido y no con los adornos que solía poner en la literatura de sus cartas. Tenía algunos compromisos profesionales en el mes próximo, por eso estaría de viaje con su Hula Hoop, y cualquier visita se le haría imposible, pero ya no podía sacar de su mente el momento de encontrarse con su hijo Adam y poder hablar con él, cara a cara, sobre todo lo que estaba aconteciendo. Los chicos de la banda tocaban sus propias canciones, pero estuvieron de acuerdo en preparar un numero para Minerva. Tenían canciones para bailar rock and roll, y también baladas, todo muy apropiado. El material que habían ido adquiriendo con los años era de primera, unos amplificadores Marshall que sonaban como trompetas celestiales, y guitarras de marcas muy caras, la batería era una de esas pequeñas de jazz, pero suficiente para acompañar sin pretensiones; al menos llevaba el tiempo con precisión de metrónomo. Uno de los chicos, el que tocaba guitarra rítmica y ponía la voz, había sido un amigo de la infancia de sus hijos. Pero los cuatro chicos compartían el afecto de Minerva, y a los cuatro los trataba con idéntico reconocimiento por lo mucho que la ayudaban. Laurel había cantado aquella noche con especial sentimiento, poniendo caras llenas de dolor en las canciones de desamor, y había soltado gritos muy divertidos en las canciones más movidas. Eso había ayudado a Minerva a sentirse más dueña de sí, e intentó también darlo todo, moviéndose locamente, estirando los brazos flacos y haciendo giros realmente muy atrevidos. En favor del espectáculo hablaba el traje nuevo ceñido y rosa brillante de Minerva. Hubiese continuado bailando


toda la noche, porque estaba en plena forma y todo aquel esfuerzo era recompensado por su enorme sonrisa de dama inalterable y fuerte, como lo eran las mujeres de su pueblo. Estaba especialmente atractiva y seductora esa noche, porque algunos de los muchachos más jóvenes de la primera fila, le gritaban cosas realmente difíciles de repetir por su alto contenido sensual; en resumen le hacía proposiciones para aquella noche, y le prometían hacerlo algunas cosas difíciles de creer, todo ello a gritos. No parecía que la pudieran desconcentrar con eso, pero tampoco que la disgustara. Larry entonces cruzó por detrás de la Go Go, como si hubiera sentido alguna punzada celosa o algo parecido. Estaba al lado de Minerva cuando se dejó caer de rodillas e hizo un solo de guitarra memorable, acrobático y arrebatador. Supongo que sigo sin entender por qué una persona en su sano juicio, con la vida economicamente resuelta, y con la posibilidad de disfrutar de toda su libertad, tal como era el caso de Minerva, se empeñaba en seguir desarrollando unas habilidades de las que dependía físicamente. No puedo darle más espacio del que por su edad se merece, y por por lo tanto en tres años más se pondría en los sesenta y tres. Eso iba a ser definitiva, y marcaría por ley natural el declive de su arte, ya lo he visto antes a edad mucho más temprana en algunos deportistas, así que en su caso tenía que estar al caer. Ya era mucho lo conseguido hasta entonces. Tal y como yo lo veo, tenía motivos para estar orgullosa y para afrontar el futuro con la cabeza bien alta por todo lo conseguido. En todo aquel tiempo se había ganado el respeto y la admiración de muchos y sobre todo de los chicos que la acompañaban con su banda. La verdad es que irradiaba un tipo de energía que se comunicaba y que ponía de buen humor a los que asistían a sus espectáculos. Y llegado eso momento tendría que decidir lo que iba a ser mejor para ella, si empezar a hacer una vida más recogida y mirarse todas aquellas pequeñas dolencias que había ido aplazando, o seguir engañándose y haciendo ver a todos, pero sobre todo a ella misma, que era la infinita mujer de goma. Y en este término esperar a que le diera un golpe de sangre en el escenario, o que aquellos huesos habiendo perdido la flexibilidad de años atrás terminaran por partirse en alguna de sus acrobacias. En la última canción de aquella noche le pareció ver la cara de su hijo Herbert entre el público. Pero, en apariencia, debía alegrarse por encontrarlo después de tanto tiempo y ninguno de sus gestos hubiese hecho sospechar que le resultaba incómodo aquel muchachito con cara de no haber roto un plato en su vida. Pero jamás confesaría que no se fiaba de uno de sus hijos si así fuera. Por algún motivo de sangre, algunas personas volvían a su vida cada cierto tiempo, y no se quejaba de eso, pero podía haber avisado al menos. El que parecía que no iba a volver era el padre de los dos cachorros, porque su accidente se complicaba y no parecía que fuera a tener salud para tanto. Por eso y porque nunca había estado en sus planes. No sonaría muy convincente pidiendo un encuentro aunque fuese con un motivo familiar inaplazable. A Herbert, el mayor de los dos hijos, tampoco lo esperaba, pero este no parecía dispuesto a reconocer la libertad de su madre, e iba a entrar y salir de su vida con la voluntad del que cree tener derecho, todas las veces que se le antojara. La sociedad que había creado con Larry y los muchachos iba mucho lejos de lo que había pensado en un principio. La incomparable ausencia de todo sentido social de Larry la tuvo seducida por un tiempo. Se trataba de uno de aquellos jóvenes con la mirada madura a los que podía acompañar a cualquier fiesta sin que nadie hiciera comentarios jocosos acerca de la diferencia de edad, como si todo el resto debiera sobrentenderse. Sus novias eran tantas que Minerva le daba una importancia relativa cuando se dejaba acompañar por él, o cuando le robaba un beso delante de la puerta de su apartamento; otra cosa era que lo dejara pasar o no. Aquella noche, después de haber demostrado que además de cantar y llevar el acompañamiento, podía hacer un buen solo de guitarra si el momento lo pedía, Larry estaba crecido. Había bebido bastante, y quizás tomado otras cosas, así que la imagen de una noche de triunfo como aquella iba a ser difícil de se fuera de su mente. Había pasado cientos de escenarios desde los sitios más cutres, a los festivales más grandiosos (aquellos en los que compartiera escenario con grandes figuras), pero en ninguno había sentido una comunicación tan directa con el público. La imagen de Minerva se interponía entre Larry y muchas chicas. Había algo en ella que no le ofrecía ninguna otra. Su forma de entregarse en todo lo que hacía, la forma en que miraba al suelo


agradeciendo los aplausos, sus labios pintados de rojo intenso cuando cantaba, la forma en que había aprendido a moverse moviendo aquel aro, cosas que se habían cerrado en su memoria y no permitían pasar hoja. No todos los chicos pensaban lo mismo, ni siquiera unos pocos veían en ella tanta grandeza, y muy pocos eran correspondidos con una mirada de vuelta si la miraban fijamente. Es posible que el entusiasmo del guitarrista le hiciera exagerar, pero si aquella excepcional subjetividad seguía creciendo terminaría por perder su tan reconocido autocontrol. Se bebió unos combinados y volvió al camerino donde Minerva terminaba de desmaquillarse. Tardó algún tiempo en acercarse a ella porque había más gente allí, y la puerta estaba abierta. Algunos entraban y salían como si se tratara de una fiesta, y ella seguía dándose aquella crema en la cara como si no le importara. Uno de los chicos de la banda estaba hablando sobre el sonido, y las oportunidades de mejorarlo cuando aquel tipo entró y fue directamente hacia Minerva. Pasaban la última hora de show intentando recomponer su imagen antes de salir a conocer una nueva ciudad y su vida nocturna. Herbert se sintió muy incómodo porque nadie parecía reconocerlo, como se merecía, en aquel lugar. Cruzaba entre los jóvenes que se empujaban y también lo empujaban a él, como si desearan provocarlo. Había pocas mesas, y casi todo el camino que debía recorrer pasaba por una pista abarrotado de chicos ruidosos y excitados. Confiaba en no tener que partirse la cara con uno de ellos antes de poder hablar con su madre, pero para una persona de su posición era intolerable el trato que estaba recibiendo, pero se tranquilizaba y recurría a la paciencia al culparse porque nadie lo había obligado a entrar en su sitio así, ¿qué otra cosa podía esperar? Alguien en algún momento de la historia de aquel local había decidido que mucho más importante que dotarlo de ventilación, era pintar las paredes de rojo, que contrastara con el sucio negro del techo, y la falta de luz adecuada. La pintura roja se caía, o al apoyarse en la pared con sus botas, los muchachos la iban convirtiendo en gris ceniza. Todo se le iba haciendo más y más difícil, y al entrar en el camerino y encontrarse frente a frente con su madre, ninguna emoción exteriorizó más que una voz fría con la que explicitó que quería hablar con ella. Uno de los chicos de la pista lo había seguido y se abalanzó por segunda vez sobre él, y le quedó claro que si reaccionaba él y sus amigos lo iba a echar a la calle; no lo querían allí. La pregunta no tuvo una respuesta inmediata, porque todo se estaba complicando y si no fuera por Larry que intercedió en favor de la concordia todo se hubiese torcido hasta la violencia. Lo que en un momento así a una madre se le pasa por la cabeza es darle un abrazo a su hijo, en cambio buscó un lugar un poco más apartado y poder hablar lo suficiente, porque quería acabar con aquello lo antes posible. Minerva tenía una idea, por impresiones que le había ido quitando a su otro hijo, acerca de lo que podía querer Herbert. Al menos una cosa la consolaba, no había conducido desde tan lejos para pedirle dinero, era mucho peor que eso. Cuando estuvo dispuesta para escucharlo, hizo un ademán con sus grandes y delgadas manos y dijo, “Adelante”: “Veras madre, después de todo lo que había oído acerca de la vida que llevabas, todo lo que he visto hoy lo supera. Deberías verte en el espajo para variar, ya no eres ninguna teenager. También he oído acerca de tus conquistas, y bueno, una mujer tiene sus necesidades igual que un hombre, lo llevo en mi programa, pero ¿Larry? Por Dios Santo, ¿en qué estabas pensando? Fue compañero mío en el instituto, literalmente tiene edad para ser tu hijo...” Y así siguió Herbert riñendo a su madre que lo miraba en silencio, preguntándose cómo había podido tener un hijo tan cretino. Hacia el final del discurso, empezó a ponerse amenazador, y dijo aquello de que si seguí por ahí la meterían en un residencia. En ese momento creo que nadie hubiese obrado con más inteligencia que Minerva, se mordió la lengua y esperó a que Herbert terminara su alocución, aunque a punto estuvo de explotar. Tomo aire, intentó hablar pausadamente, y le dijo que le prometía que intentaría portarse mejor. Eso fue suficiente, para calmarlo y acompañarlo hasta la puerta. No podía esperar un compromiso mayor, y se lo tragó. Herbert hubiese vuelto aquella noche a su casa si al fin, aquellos que lo habían estado siguiendo toda la noche, no consiguieran al fin que se rebotara, cuando uno de ellos, le puso la pierna y lo hizo rodar por el suelo, lo que no estuvo nada bien. Se montó una buena pelea, nadie sabía por qué, pero todos golpeaban a todos. Y eso no fue todo, aquella misma noche, después de que cerrara el local, de madrugada, alguien le plantó fuego, aunque no se pudo probar que Herbert había pagado a unos sicarios para hacerlo, hubo muchas suspicacias al respecto. En todo caso no le


benefició, todo aquel escándalo. Al día siguiente la noticia, o las noticias saltaron a todas las revistas, fotos de Minerva bailando con su Hula Hoop, besándose con Larry, fotos de la pelea, y del congresista por los suelos, y finalmente, fotos del coche de bomberos apagando el fuego del local. Nada de todo eso fue suficiente para hacer renunciar a Herbert a su carrera política, estaba hecho de la madera, de los que tienen la cara de madera. Minerva volvió a su patio de atrás, con tumbona plegable y piscina de plástico, y algún tiempo después recibió una carta de Adam, su mujer, Jenny, había vuelto con él y las cosas se iban arreglando. Ya sólo una cosa me queda por decir, cada vez que el cartero le llevaba a Jenny el correo, tenía que soportar el espectáculo de ver a Larry dándole crema en la espalda, o bebiéndose una cerveza mientras escuchaba música en su aparato de radio y hacía que cantaba por encima de la voz solista.



1 Vista Desesperada El natural desconocimiento de un extranjero en país ajeno, sin dominar la lengua y sin haber estado nunca allí, tiene de positivo el hambre del espíritu, el efecto que nos causa todo lo que se mira por primera vez si tiene la fuerza de impresionarnos. Suele suceder además que el forastero se considere, en cierto modo, un aventurero, o al menos, enfrentarse a lo desconocido con ese espíritu. Muy diferente es el caso de los viajantes, que vuelven una y otra vez a los lugares, pulsando el dispositivo del exceso de confianza que los lleva a cometer pequeños errores, que, a su vez, no evitan que todo les resulte tan tedioso y repetitivo como las pobres expectativas que depositan en sus viajes. Pero las ciudades pueden ser como las personas que no se soportan a sí mismos, y que son incapaces de descubrir todo aquello que los hace realmente diferentes. Tal vez las personas, en ese caso sean aún peor, porque pueden buscar una tensión que los excite, y sean capaces de montar un gran escándalo. Las ciudades, por el contrario, son imperturbables, incluso ante la insensible mirada de los turistas que no les encuentran esa cosa que existe en todas ellas, pero no resulta obvia ni se ofrece. No era que Lauseme rechazara el placer de un paseo a última hora de la tarde, se sentía trastornado después de una siesta larga, desubicado por el efecto de la somnolencia y la mala digestión. Por lo general aquella sensación pasaba en cuanto se lavaba, y había metido la cabeza debajo de la ducha, pero seguía atontado. Hizo inmediatamente algunas observaciones acerca de su mala cabeza, del tinte de su pelo y de la delgadez de su cara, pero nadie podía oírlo y era una estupidez hablar con uno mismo frente al espejo a esa hora de la tarde. Si al menos lo hiciera al levantarse por la mañana antes de salir para el trabajo, eso querría decir que se preocupaba de lo que otros pudieran pensar de él, y que intentaba integrarse y parecer lo más a agradable a la vista posible. No solía poner impedimentos a sensaciones nuevas -no quiero decir que se drogara ni nada de eso-, la vida le hacía evocar constantemente algunas sensaciones sensacionales, casi todas de su adolescencia. Cosas como retozar en una tienda de campaña con su mejor amiga, pasar la tarde tumbado al sol en una playa desierta, beber cerveza hasta caer de culo y quedarse de espalda viendo las estrellas un buen rato, viajar en un tren recibiendo el aire apoyado en la ventanilla del pasillo, una puesta de sol en buena compañía, o como comer una magdalena leyendo un libro de Proust mojado de café recién hecho. Después de una edad, seguir abierto a sentir cosas nos hace los seres más débiles y desamparados del mundo. Por cierto que la mejor amiga con la que había retozado en una tienda de campaña vive ahora en esa ciudad tan alejada de todo. Pero la fisonomía de la gente cambia tanto, que si la viera por la calle, si se cruzara con ella, hombro con hombro, tal vez no la conocería. No quería dormir más, no hasta la madrugada, pero no tenía planes para volver tarde al hotel y después aguantar viendo por la ventana como deambulaban los gatos sin casa. Para aquella tarde ya había sido demasiado, le dolía la cabeza de tanto dormir. En ese momento lo único que quería era bajar al bar y tomar algo que lo tonificara, algo que impidiera seguir divagando. Necesitaba sentir indiferencia por algunos de aquellos recuerdos, porque la indiferencia nos ayuda a vivir, pero no el desprecio, por supuesto. Pero la idea de que Betty viviera en aquella ciudad empezaba a ser irresistible, se diría que la curiosidad lo superaba y empezaba a preguntarse como sería ella entonces, si se habría casado, si llevaría a sus niños al cole, si saldría del trabajo corriendo porque no le da tiempo de tan ocupada que tiene cada hora del día, ¿eso era lo que hacía la gente corriente después de todo, no? Volvió a la amargura de ver pasar los años sin haber dado un paso


por hacer lo que hacía todo el mundo, por no entrar en el consenso de los que desde niños saben que están predestinados a casarse y tener hijos, crear un hogar que acoja a una familia como la mejor forma de desafiar a la vida. Eso no era tener un destino, sino estar destinados, pensó. Lo más destacado de su forma de encarar sus desafíos era que casi todos pudieran creer que habían triunfado donde otros fracasaban. La gente se divorcia y se vuelven a casar, y algunos ya no desean comprometerse en un matrimonio, que desde luego tiene algunas ventajas frente al estado y los acuerdos sociales. Pero para un viajante soltero, todo aquello sonaba muy lejano. ¿Por qué tener hijos hacía tan feliz a la gente? Por un momento se vio tan triste, desgarrado, desilusionado, gris, que echó de menos la excitación de los hijos, la ilusión por las cosas más pequeñas, todo ese ruido que por extensión hace feliz a sus padres. Accedió ir andando hasta el paseo del rio, la alameda y la fuente con bandejas de diferentes tamaños vertiendo una sobre otras. Había estado allí otras veces, porque alguien se lo pidió, lo llamaron por teléfono y se puso en marcha. Para acceder al embarcadero había una puerta que abrió y vio a Rosana esperándolo. Se hizo visible y ella hizo un gesto con la mano, dio un paso al frente y se dirigió hacia ella comprobando que el suelo de madera vieja resistía. Le dio un beso en la mejilla, ella reaccionó como si estuviera besando un témpano de hielo. No deseaba charlar demasiado, le hubiese gustado tomarla de la mano y acompañarla hasta el hotel, pero tenía algo que decirle y su cara era seria. Él recibió la noticia sin exteriorizar ninguna emoción ni oponer ninguna idea a la decisión tomada. Tampoco viajaba tan a menudo hasta allí, y era comprensible que Rosana deseara simplificar su vida y pasar a cualquier otra cosa menos complicada. No se trataba de una mujer que destacara por algún motivo en concreto, y estaba dolido, pero ella no lo supo. Apenas hablaron, se movió lentamente y desapareció mientras Lauseme encendía un cigarro y apoyaba los codos en la barandilla viendo el agua. Cuando volvió al bar del Hotel era de noche, y hasta aquel momento había pasando un par de días esperando la llamada de Rosana, eso había cambiado, ahora podía seguir bebiendo en bar pero sin esperar nada ni a nadie. Ponerse a meditar acerca de lo conveniente de tomar otra, y después la siguiente no le pareció la mejor idea. La última vez que estuviera hasta tarde en aquel mismo bar había sucedido algo parecido, y había encontrado sin problema el camino de vuelta a su habitación, por lo tanto no era previsible que se perdiera en los pocos pasos que lo separaban del ascensor por muy mareado que estuviera. Si tal habilidad fuera tenido en cuenta en su trabajo hacía mucho que habría sido promocionado, pero nada sucedía así, y nada de eso iba a suceder en el futuro, debía tenerlo presente. Sus mejores oportunidades habían pasado sin que les hubiese sacado partido, y ya no era ningún becario dispuesto a crecer y prosperar a costa de lo que fuera. Su nueva forma de estar en el mundo, lo acercaba un poco más a las personas, a sus limitaciones, a sus debilidades, y a sus necesidades, pero también la la botella. Cualquiera podría adivinar por su forma de comportarse que ya no pertenecía a la parte más ordenada de su empresa. Intentaba esclarecer las dudas de sus superiores acerca de su fidelidad, e iba haciendo sus ventas, lo que tampoco estaba mal, pero seguía cambiando día a día sin que pudieran hacer nada al respecto. Mucha gente cambia al sentirse despreciable, pero ese no era su caso, sencillamente se cansó de esperar por un estúpido reconocimiento. Eso era lo peor, que se hubiese contentado con poco, tal vez con una palabras bonitas, con una palmada en la espalda, ese tipo de cosas que le dan a uno distinción, pero de las que no se come. Apenas tenía un par de amigos entre sus compañeros en el trabajo, el resto parecían en franca competición. De sus amigos, uno pasaba a veces por casa, y se llevaba bien con Eisther y los niños, ese era André, siempre atento. El otro era Eduraad, un marroquí con el se tomaba una cervezas los sábados por la noche si no tenía nada mejo que hacer; solía encontrarlo en un pub del centro frecuentado por chicas generosas. Encontró el número de Betty a mediodía del día siguiente harto a dar vueltas por los alrededores del hotel. Pasó un rato entretenido con la guía telefónica, como un juego. Había cuatro Betty Garrets, y todos vivían lejos de allí. Al segundo intentó salió ella, y peguntó si se trataba de Betty Garrets y si había estudiado y vivido en Arlés, pero no hacía falta que respondiera, por sorprendente que parezca y después de tantos años le reconoció la voz. Seguía teniendo la misma expresiones de sorpresa, y el ímpetu agudo al preguntar. Lauseme no se dio a conocer, de tal modo que ella aún debe estar pensando que se trató de una broma bastante poco divertida para nadie. Lausame se miró


en el espejo de la cafetería y pensó que si su voz había sonado igual que su indumentaria Betty debía haberse llevado una impresión muy desordenada de él. Supuso que del mismo modo que él había reconocido su voz, ella podía haber hecho lo mismo, pero no lo creía, en ningún momento dudó, balbuceó o preguntó por nada que la hiciera sentirse confundida. Podía haber salido al teléfono un hijo, o un marido malhumorado, y entonces habría dejado de pensar en ella, solo pensar era lo que hacía. Betty podría acusarlo de andar molestando en domicilios respetuosos con la ley y cumplidores con las normas, y podría quedarse sin respuestas en ese caso, además, habían sido apenas un par de minutos y el juego resultara totalmente inofensivo. A cualquiera le desconcertaría que un hombre ya forma y adulto le confesara que se dedicaba a hacer cosas así, era muy sórdido dedicarse a molestar gente por teléfono. Pero estaba en una ciudad, no extraña porque había estado allí montones de veces -pero por el tiempo necesario y sin hacer más amigos que Rosana, y ya ella tampoco-, pero sí ajena, porque no era la suya y no tenía ese sentimiento de pertenencia. Ni la ciudad le pertenecía, ni él la pertenecía a la ciudad, lo que hubiese sido mucho más importante. Echó una última mirada a los horarios de trenes del periódico. Conocía más o menos los términos del viaje de vuelta que deseaba emprender, pero tenía que asegurarse; siempre lo hacía así. Sólo en una ocasión le había sucedido de llegar a la estación cargado con sus bolsas de viaje, sin comprobar los horarios, y tener que pasar allí un par de horas esperando por esa imprudencia. Cuando tuvo todo preparado decidió subir la cuesta que lo separaba de la estación andando, no serían más de diez minutos. Hizo una parada en un joyería pequeña, apenas cabían cinco o seis personas dentro, y esperó que terminaran de atender a una señora que miraba una pulsera de plata con pequeños colgantes de flores y animales, también de plata. El dueño de la joyería era la única persona que atendía detrás del mostrador, y fue muy amable. Le dijo que quería comprar un regalo para su mujer, pero que no quería pasarse. Compró unos pendientes que le mostró entre otras cosas, no lo dudó demasiado. Llegó a casa de madrugada, todos dormían. Dejó las bolsas en el suelo del salón, estaba demasiado cansado para ponerse a desempacar. Se detuvo para beber agua, estaba seco del viaje y no le apetecía nada más. Se sentó en el sillón con el vaso de agua en la mano, y miró el jardín a través de la ventana. Se trataba de una rotonda de césped con un estanque de nenúfares en el centro, alrededor de la cual giró el taxi que lo dejó en la puerta. En la ciudad había unos parques estupendos a los que era aficionado, pero siempre solo; no le gustaba pasear acompañado de su mujer o sus hijos. Nadie le hacía preguntas acerca de la familia, porque no era un secreto que el matrimonio resistía en pos de un bien superior que nadie sabía bien en qué consistía, pero los hijos y la mujer hacían una isla aparte en la que apenas le dejaban entrar. Si comían todos juntos, había conversaciones en las que no le dejaban entrar, y si se le ocurría regañar a uno de sus hijos, su mujer salía en su defensa. Si quería evitar problemas, o broncas que duraran todo un día, mejor se abstenía de reñir a sus hijos, daban igual los motivos que tuviera para ello. Su casa le pareció entonces una ruina, un tapiz nada artístico de pequeños abandonos, propósitos derrotados y planes a medias. A nadie parecía importarle, a él tampoco demasiado. Pero aquel sillón en salón con vista a la entrada, a esas horas de la noche lo aislaba de todo, tenía la amplitud grandilocuente de las grandes mansiones. Quería ser pero no alcanzaba, la historia de su vida. Debería darse una ducha, o al menos, refrescarse por ver si sus ideas dejaban de ser aquella niebla que aún no dormía pero que no sabía si estaba despierto. Parecía que nadie pudiera estar despierto a esa hora, y desde luego no podía imaginar a su mujer con un sueño ligero alimentando la posibilidad de oírlo llegar, o de pasar la noche esperando su vuelta. Evidentemente, aquella noche de retorno era una más y nada iba a cambiar el sueño pesado de su mujer en miles de noches precedentes y parecidas. La exuberancia de su mujer se traducía en la pesadez de sus ronquidos, su pecho excesivo, sus labios carnosos, sus mofletes rubicundos y sus enormes piernas como columnas, no podían exigir menos de la vida que dormir a pierna suelta. De alguna forma existía un aspecto familiar de antes de su matrimonio que perduraba en su relación familiar, y eso tenía que ver con que hubiesen sido vecinos desde niños y que su familias hubiesen tenido una relación cordial durante tantos años. Tal vez habían sido inducidos a un matrimonio de conveniencia sin que, al menos él, se hubiese dado cuenta. Se preguntó si Eisther habría participado en una trama familiar


entre padres y madres, en la que lo habían planificado todo, y en la que él único, de los más interesados al que habían dejado excluido había sido él. ¿La felicidad es una adúltera incomprendida por su marido y por el mundo? Pero ellos se amaban; a su manera lo hacían, y eran felices en esa independencia tan poco sentimental. ¿Qué tenía de malo? Se quedó dormido en el sillón, no era la primera vez que lo hacía porque dormían en camas separadas y no había mucha diferencia, pero también influyó el cansancio y la agradable sensación de sentir el jardín con su voluptuosidad creciendo y moviéndose con el viento. Eisther pasaba las tardes de compras, haciendo visitas o acudiendo a cursos que nunca terminaba. Ninguna de esas cosas la llenaban, pero si salía el tema en la cena, contaba con entusiasmo, cualquiera que hubiese sido su actividad que había supuesto un reto para ella llegar al final de su actividad y volver a casa sin novedad. Cualesquiera que fueran las condiciones en las que se desarrollaran sus ocupaciones, se expresaba con exagerada pasión acerca de ellas: era como si se sintiera en la obligación de disfrutar aprovechando al máximo el tiempo. Temía que sus tardes, hiciera lo que hiciera, llegaran a resultarle insoportables y que en algún momento no deseara salir de casa, porque en su inconsciente lo único que podía justificar sus pequeñas huidas era presentarlas como excitantes triunfos para el espíritu. Era posible que con el tiempo terminara por colapsar esa organizada actividad, pero con toda seguridad ella sabría inventar nuevas aficiones, compromisos o aprendizajes. Nunca había fallado en tenerlos ocupados a todos; en realidad Lauseme procuraba ocuparse solo, y no hacerse muy visto para evitar que ella le diera ideas, que a la postre terminaban por convertirse trabajos caseros. Vivía temiendo el día que decidiera ponerse a cambiar el estilo, el color de las paredes, limpiar el ladrillo, sustituir los viejos desagües por otros nuevos, y lo peor, que deseara modificar el jardín. A lo mejor resulta que nadie puede ser completamente feliz si no hay una expectativa romántica y sensual en sus vidas. Acabo de ver una foto de Hemingway en lo que parece la terraza de un hotel, vestido como para jugar al tenis tomando el sol, con un vaso de algún alcohol, por los adornos de la botella parece brandy o cognac. Está feliz, radiante, disfrutando de una madurez canosa pero desposeída de problemas. Entonces he visto otra fotografía que por casualidad seguía a esa en un suplemento literario. Eran hombres vestidos de traje, derrotados en sus sillas de playa, desilusionados, vencidos. Siempre creí que la felicidad no podía ser ajena a un esplendoroso día de primavera, a una mañana temprano, o al aire libre. Y sobre todo, a la ausencia, en ese contexto, de dolor u preocupaciones. Lausame apenas durmió unas horas, se levantó temprano y desayunó con su familia. Si alguien le preguntara si se consideraba una persona feliz, es posible que contestara que sí, y añadiría, que en ocasiones se sentía un poco solo, pero el orden en el que se desarrollaba su vida lo hacía pensar que era razonablemente feliz. En algunas ocasiones seguía preguntándose si la vida aún le deparaba momentos especiales, sensaciones que evocar al respirar un mismo aire años después. En un principio de su madurez había creído que sentir añoranza por personas, cosas o lugares, no estaba mal, que formaba parte del viaje de la vida y su conversación con lo vivido. Más tarde creyó adivinar que detrás de esas insumisas melancolías había algo que lo empujaba a tener la piel más dura que antaño, y que si deseaba definitivamente ser un adulto, tendría que aprender a no sentir. Además. ¿Por qué iba a querer hacer las cosas de forma diferente a la que los hombres las habían venido haciendo desde siempre? Era algo parecido a las costumbres, algunas de ellas con un sentido tan ancestral, que cambiarlas sólo podía tratarse de una equivocación. Lausame era, entre otras cosas, un hombre afortunado de cara a sus amigos y al resto del mundo. Vivía sin problemas económicos, era propietario de una casa no muy grande pero en un lugar privilegiado, tenía la imagen del hombre con suerte con una familia unida, con un nivel de vida aceptable para un visitador comercial, lo que muchos llaman un viajante. Disponía además de aquella independencia cuyo único inconveniente era tener que dormir en el sofá en ocasiones, y ya no recordar si su familia había sido amable con él en el pasado, pero eso formaba parte de su intimidad y de los problemas de familia nadie sabía nada, y ni siquiera imaginaban. Cada familia funciona a su manera (si funciona, el gran número de divorcios hace dudar de ello), y ellos habían encontrado la que les pareciera la más cómoda. Había un dormitorio para las visitas pero Lausame no lo ocupaba nunca, porque prefería las camas gemelas de la habitación por separadas que


estuvieran, y en su lugar, cuando volvía muy tarde, el sofá con vistas al jardín. Todavía estaba decidiendo que hacer aquella mañana cuando recordó que le había comprado un regalo a su mujer, fue a su bolsa y al volver a la cocina le mostró os pendientes. Ella le dio las gracias y él le dejó la caja de terciopelo sobre la mesa. Hablaron de algunos asuntos del banco, del colegio de los hijos y, ella, de la visita que le había hecho André en su ausencia. Sabía que no sentiría celos de su amigo, y eso no era debido a que confiara ciegamente en él, pero a pesar de todo, le gustaba coquetear con la idea de que alguien se interesaba por ella en su ausencia. Era consciente que no causaría un desarreglo familiar, ni siquiera una discusión que se lo expusiera con una extraña sonrisa de revancha, pero le habría gustado verlo gritando enfadado por esos detalles. Había otros hombres para eso, pero no el suyo. “No me gusta que te gastes tanto dinero en regalos. Sabes que termino por arrinconarlos en un cajón. Dispongo de más abalorios de los que me puedo poner, y tampoco hay tantas ocasiones para hacerlo”, a lo que él respondió que era su gusto hacerlo, y todo quedó así. 2 Pero Aún Quedan Ternuras Hay matrimonios que se matan cada día, que se están derrotando continuamente, y viven asustados esperando el siguiente paso que dará el amante esposo o esposa. Viven bajo el convencimiento de que es su obligación demostrarle al otro que son capaces de estar por encima de cualquier situación y vencer de cualquier manera. Esa no era su situación, cabía la posibilidad de hacerse pequeños engaños, o non tan pequeños, pero todo iba funcionando. Se conocían lo suficiente y se dejaban vivir, y eso por lo que podían saber de otros matrimonios, era algo tan extraordinario y sorprendente que merecía cada nueva oportunidad. El momento más tranquilo de la tarde era cuando empezaba a oscurecer, cuando su mujer y sus hijos estaban a punto de volver de sus ocupaciones y después de su día libre -solía tener un día libre después de cada viaje y creía que le resultaba demasiado largo-. Solía salir al bar, y de forma previsible solía encontrarse algunas caras conocidas allí. Se hacía de noche de golpe, sin previo aviso, y era debido a la inminencia del invierno, no obstante se resistía a dejar los polos y las camisas de manga corta. André y Eduraad estaban en una mesa hablando de algo sin demasiado entusiasmo, intentando no moverse demasiado porque habían estado pidiendo cervezas toda la tarde y una abundancia de botellas cubría la mesa. Roly el barman le hizo un gesto al verlo entrar, y él le respondió pidiendo algo de beber y sentándose con sus amigos. Mientras se acercaba a la mesa contemplaba como se ponía en marcha abriendo la nevera debajo de la barra y la ponía sobre una bandeja con una copa grande para acercársela. Saludó a los dos y a Eduaard le puso la mano sobre el hombro mientras separaba una silla con la otra para sentarse. Tenía la impresión de que desde a última vez no habían pasado más que unos minutos, de que había salido hasta la esquina y había vuelto y todo seguía igual. Si tuviera el don de relentizar el tiempo, eso habría sucedido sin apenas haberse percatado de ello o haberlo deseado. Y no era sólo el efecto de estar de nuevo de vuelta en el bar en la misma exacta situación de tantas veces, era algo que tenía que ver con su vida entera. Su vida había sido intervenida por una fantasma de la inacción y la rutina más sólida e incesante, o lo que era lo mismo, había ido metiéndose año a año en un bucle inconsciente en el que transcurría todo. Se cerró de nubes y aire caliente y cayeron unas gotas de tormenta. Alguien se acercó a la máquina de discos, metió una moneda y empezó a sonar Citta´ vuota interpretada por Mina. Alguien estaba empeñado en estropearle lo que quedaba del día. Se quedó durante unos segundos fuera de situación, recordando que aquella canción había sido un símbolo de su juventud y de un tiempo que no habría de volver. No es fácil en este momento saber a donde nos lleva la historia, que en el caso de Lausame puede


tratarse de su destino. Nos hemos referido al momento de su vida en el que empiezan a trascender algunas emociones que hasta entonces se habían mantenido taponadas. Se mantenía con fuerza rabiosa en esa situación, pero como suele suceder en estos casos, tan fuerte es la unión familiar como fuertes sus componentes, mientras no se pongan las cartas boca arriba, y como su mundo pendería de un hilo si de pronto tuviera esa necesidad que a veces le entra a la gente con urgencia, de ser sinceros con ellos mismos. Algunos se desesperan anunciando que su vida ha sido siempre una mentira, cuando lo que buscan es escapar a sus cárceles de buena conducta social, y buscan nuevas sensaciones en otras pieles más libres y sensibles a su dulzura. La libertad pues, está cargada de barcos naufragados en busca de un poco de ternura y de verdad. Los bares de maduritos divorciados son una amalgama de sentimientos pendientes de resolución. Ese nunca había sido su plan, le daba un sarpullido sólo de pensarse en semejante situación. Al recordar que sería bueno cenar con su familia aquella noche ya era demasiado tarde. Todos se habían ido del bar, también André y Eduaard, si bien este último prometió volver después de cenar. No lo esperó, se dedicó a dar vueltas por los pequeños bares del puerto hasta después de medianoche. Al pisar las escaleras que lo llevaban directamente a la puerta de su casa, descubrió que alguien había estado cortando el césped, y le llegó ese aroma profundo de la hierba recién cortada. También habían empapado las flores de los parterres de debajo de las ventanas y por primera vez desde su vuelta se percató de que aquellas flores habían crecido y estaban saludables para ser el principio de septiembre, eso le animó. Una ve dentro se percató de que tenía los zapatos cubiertos de un barro húmedo que había pisado allí mismo, así que se descalzó y subió hasta la habitación en calcetines. El siguiente desafío era entrar en la habitación sin hacer ruido y sin despertar a Eisther. Abrió la puerta como si fuera un ladrón, asomó la cabeza y a continuación, oyéndola respirar, la abrió de todo y se dirigió a su cama. Se desnudó y se metió debajo de la colcha, en pocos minutos dormía profundamente. Sus problemas eran simples en cuanto a que sus soluciones estaban a su alcance y sólo dependían de su voluntad, pero a veces creía que cualquier imprevisto podía plantearse desde algún desconocido. Ya completamente desnudo y cubierto por la colcha hasta el pecho empezó a sentir sudor frío y dolor en el estómago. Algo así le había pasado otras veces y si duraba más de un par de días, tendía a creer que era el final. Se levantó violentamente, esta vez sin temer hacer hacer ruido porque le estaban dando arcadas y temió devolver sobre la cama. Le dio el tiempo justo de abrir la puerta del pequeño baño de la habitación. Apenas encendió la luz y levantó la tapa del retrete comenzó una efusiva descarga, a la que siguió otra y otras más. No quería levantarse aún, así que tiró de la cisterna para poder seguir allí de rodillas abrazando aquel animal de fría loza blanquecina que era su único consuelo. Era imposible que Eisther no lo hubiese escuchado y no se hubiera despertado pero todo seguía igual de tranquilo. Después de un rato se limpió el borde de los labios con papel higiénico y volvió a tirar de la cisterna. Se volvió a la cama, e intentó dormir. Un poco más tarde tuvo frío y se puso un pijama. Hubiese estado bien que Eisther dejara de hacerse la dormida y la preparara una manzanilla, pero eso no iba a ocurrir. Si se hubiese dado la vuelta cuando estaba en el baño, hubiese visto el bulto de su cama iluminado por la luz que acababa de encender, y ese bulto dándose la vuelta sobre si mismo molesto por el ruido que estaba haciendo. El estremecimiento debido a la fiebre le impidió tener un sueño muy profundo. Un par de horas después se manifestó una nueva incomodidad que lo hizo respirar aceleradamente, se trataba de una pesadilla. Se declaraba una nuevo reto, en sueños seguía luchando, buscaba una salida, hablaba en voz alta, movía los ojos y la cabeza y finalmente se incorporó de un golpe dando un grito. Esta vez, Eisther se sintió en la obligación moral de ver que sucedía y ayudarlo si podía; lo estaba pasando muy mal. Lo consoló y se abrazó a él. Parecía dispuesta a darle cualquier cosa que necesitara porque también ella se había asustado por un minuto. “No es nada, una pesadilla. Pero, era tan real”, dijo él, y añadió, “Acabo de sufrir la experiencia más terrorífica de mi vida: mataba a André de un golpe en la cabeza. Tenía la cara desfigurada y no cesaba de sangrar. No dejaba de mirarlo, y mi primera intención era huir, pero su cuerpo estaba delante de la casa y no podía dejarlo allí. Esa sensación angustiosa duró todo el tiempo. Volvía una y otra vez para arrastrar el cuerpo, e iba dejando un rastro que no podía borrar. Al fin intenté enterrarlo entre las flores, con una pala hacía un agujero hasta que encontraba piedras y la pala


rebotaba una y otra vez contra ellas. Sacaba piedras y seguía cavando y seguía sacando piedras”. Este no era el tipo de sueños que uno desea hacer realidad y seguro que podría seguir construyendo su vida, mejor o peor, si escapada de impulsos asesinos o cualquier cosa que se les pareciera. Todo podría suceder después de aquello. Era como para asustarse, y sin embargo, estaba seguro de poder controlarlo. Se le fueron presentando sueños diferentes, algunas pesadillas, otros difíciles de entender, pero no volvió a soñar lo mismo. Era extraño soñar tanto, y en ocasiones deseaba irse para la cama como si estuviera esperando un capítulo nuevo de su imaginación. Al apartarse de su mujer aquella noche, notó que no se sentía agradada por lo que acababa de escuchar. No la enorgullecía ser capaz de inspirar tales sentimientos, si es que eran los celos por las visitas que André le dispensaba, lo que los producía. No fue capaz de resolver su fiebre a pesar de tomar unos tranquilizantes después de ducharse y vestirse para ir al trabajo, pero al llegar al coche tuvo un desvanecimiento y se volvió para la cama. Eisther llamó al trabajo y habló con su jefe, le dijo que tenía una fiebre muy elevada, lo que no era del todo exagerado. Quiso saber de que se trataba, pero le respondió que era pronto para saberlo, que había llamado al médico y que si se trataba de un simple enfriamiento en un par de días estaría de vuelta. Durante las horas que esperó la visita del médico se encontró mejor, pero no quería comer nada y le escocían los ojos. Al taparse hasta el cuello le volvía la fiebre y sudaba hasta mojar las sábanas. Se cambió el pijama e intentó dormir, no fue inútil del todo, dejaba volar la imaginación y respiraba con dificultad pero iban pasando los minutos. Estaba obsesionado con esa idea, era cuestión de tiempo, y debía hacerlo pasar con rapidez. Si pudiera hacer girar el tiempo como las agujas de un reloj, no dejaría de intentarlo. Tenía en la lavadora alguna ropa sudada, así que pensó que debería mantenerse fresco, al menos hasta que tuviera un pijama de repuesto, pero no hizo falta porque a mediodía, Eisther volvió de hacer la compra para la comida, y le había comprado un par de pijamas. Eduraad y André entraron en la habitación aquella tarde sin previo aviso. Las cortinas estaban echadas y Lausame estaba dormido, se desorientó al verlos y Eisther llegó para dejar entrar la luz del ocaso, y abrir la ventana. No parecían estar muy cómodos y la mujer los dejó solos para que pudieran hablar con libertad. No advirtieron que empezaba a sudar, pero de cualquier modo no iban a quedarse más que unos minutos o al menos eso pensó Eduraad, eso creo desde el primer momento la sensación de que debían aprovechar cada minuto, saludar, y salir por donde habían entrado. André le suplicó a su amigo marroquí que entretuviera al enfermo un momento que tenía que ir al servicio. Salió y buscó a Eisther, los chicos no estaban en casa, había un expandido silencio y la oyó acercarse taconeando. André le habló con decidida resignación. Cualquiera que hubiese asistido a los primeros compases de su conversación hubiese calculado sin dificultad que se trataban con una confianza poco natural. Había algo de desesperación en el tono de aquel hombre, y aunque no la tocó parecía como si deseara abrazarla. Le dijo que estaba dispuesto a dejarlo todo por ella, que huyeran juntos, que se fueran todo lo lejos que pudieran y empezaran una vida nueva lejos de allí. Eisther no daba crédito a lo que oía, estaba nerviosa y no sabía si reír o echarse a gritar. Su reacción fue preguntarle a André a qué venía aquello, que era una fantasía muy inconveniente y que le estaba estropeando la tarde. De pronto la puerta de la habitación se abrió y Eduraad asomó la cabeza, “Lausame pregunta por ti, será mejor que vengas”. Como era de esperar las pastillas que le dio el médico empezaron a hacer su efecto en pocas horas y se encontró mejor. Eisther le pidió que siguiera en cama y que no se enfriara, pero empezaba a necesitar moverse, lo que era un signo de que se encontraba mejor. Unicamente pudo conseguir de él que se pusiera una bata y una zapatillas, pero salía de la habitación y bajaba al salón. Estaba raro, apenas hablaba y no retornaba a la habitación hasta que le empezaba a subir la fiebre de nuevo. Eisther acarició a su amante mientras caminaban hacia su nido de amor. Él sentía su mano jugando en la nuca mientras metía las manos en los bolsillos buscando un paquete de tabaco. La placa al lado de la puerta era el nombre de la calle labrado en mármol blanco; se veía viejo pero le daba señorío a la gran puerta roja de madera astillada. Sobre la puerta había cuatro pequeños balcones uno encima del otro. De las paredes nacían hierbajos y verdín en sus partes más húmedas. Alguien podría pensar que al lado del canalón podría saltar una rana, y resbalar de vida hasta un


charco. El papel que los amantes juegan en las historias suele ser bastante ingrato, de hecho son personajes bastante opacos de los que nadie desea saber demasiado; sólo están para aprovecharse un rato, pasarlo bien y desaparecer sin decir ni adiós. Si los dejamos, se apropian de una historia que no les pertenece, y la conexión de Indexio con Eisther no como para preocuparse. Al menos eso había creído ella desde el principio, se trataba de una mujer madura, consciente de sus responsabilidades y que no arriesgaba demasiado. Pero el amor siempre es un poder desconocido, la pasión surge inesperada cuando nadie la espera, y hasta de los juegos más inofensivos se termina por dar forma a locuras sin vuelta atrás. Nadie otorga a las aventuras extra-matrimoniales la importancia que sería necesaria para enfrentarse en calidad, profundidad y compromiso que dan los años de lucha conjunta. Y sin embargo, es esa misma lucha que agota cualquier esperanza, la termina por abrir las puertas a la voluptuosidad de lo prohibido, al riesgo de las caricias y el atrevimiento ordinario que rompe cualquier compostura. Los amantes parecen decirse hagámoslo delante de todos, invitarse a besos prohibidos en los cafés y desafiar la suerte sin importarles las consecuencias. La legitimación del amor debe pasar pruebas dolorosas, pruebas de desesperanza, de enfermedades y de muerte, y sólo así, estar dispuestos a triunfar y caer finalmente en el mismo lecho de tierra y cruces. En aquellos días de septiembre aún había algunos pisos vacíos encima del suyo, debido tal vez a que algunos vecinos se resistían a volver de las vacaciones. Se cruzaron en la escalera con algunos desconocidos, y otros no tanto pero que no saludaban. Siguieron indiferentes hasta llegar a la puerta del rellano. Solo otra puerta frente a la suya podía escudriñar a través del punto de cristal destinado a eso, a la vigilancia anónima. Eisther miró a la puerta y sonrió, porque era capaz de apreciar el cambio de tono del cristalito de la mirilla cuando una cabeza tapaba la entrada de luz desde le otro lado. Había algo de descaro en su sonrisa, pero estuvo tentada de besar a Indexio, para quien quiera que fuera, disfrutara del espectáculo. Supuso que otras muchas parejas habían ocupado aquella pieza antes ellos mismos, y que cualquiera debería haberse acostumbrado a esa situación de visitas inesperadas a deshora. Se abrió la puerta de enfrente, cuando ya iban a entrar. Era una anciana con ojos llorosos. “Hola, oí ruido y por eso...”, la miraron y cruzaron unas palabras con ella, como si tuvieran intención de empezar a relacionarse con los vecinos permanentes, pero no era verdad en ningún caso. Las mujeres como Eisther, que asumen situaciones arriesgadas suelen ser atrevidas, pero débiles; quiero decir, que sucumben a sus pasiones con facilidad, pero para ello les hace falta desprenderse de sus vergüenzas y dar un paso adelante. No era fácil para ella porque Indexio era su primer amante, y no sabía muy bien como actuar en algunas ocasiones, pero si detrás de un amante llegaba otro, y después otro, ya no sería capaz de parar, y se vaciaría por dentro hasta ser incapaz de sentir piedad por nadie, ni siquiera por ella misma. También eso le daba miedo, no lo podía negar. Afirmar que una relación adúltera es siempre nociva, no es siempre la finalidad de las historias que se construyen como tema central o aquellas a las que toca colateralmente, ni siquiera los que intentan un aprendizaje moral consiguen tomar la apariencia de la verdad. Incluso aquellos que son capaces de contarlo desde el arrepentimiento se equivocan, la verdad suele complicarse cuando nos proponemos como ejemplo para otros. Por ello debemos intervenir en favor de la ficción, y también por eso Eisther tiene una imagen tan desprendida y fría con su familia, y a pesar de eso, quedar como una víctima de sí misma. No se trata de Emma Bovary, pero otras muchas mujeres se han visto en esos supuestos. En la mente de Lausame había ideas sueltas, confusión incapaz de hilar las cosas que se le ocurrían justo aquella tarde en que la enfermedad tuvo un repunte inesperado. En estos casos como en los principios de los enfermedades, la fiebre se dispara sin que nadie hubiese contada que fuera a suceder. Por delicadeza con el mundo, y por su propia personalidad que se lo impedía, aguantó la gana de quejarse, de empezar a golpes con los muebles o de tirarse al suelo gritando de desesperación. Intentaba presentarse valiente ante la adversa complicación de la cosas, y sin hacer ruido, con la educación que se le suponía se arrastró de vuelta a la habitación, apretándose el vientre con ambos brazos y subiendo las escaleras apoyado en la barandilla para no caer. Nadie se percató de ese cambio hasta la noche, porque se metió en cama y estuvo sudando hasta mojarlo todo sin decir nada. No parecía que nada hubiese cambiado en la casa, sus hijos estaban en sus habitaciones


y la chica que había venido para limpiar los cristales y hacer la colada, cuando terminó, dijo que se iba y eso fue todo. Un poco después llegó Eisther pero tampoco notó nada hasta la noche. De todas maneras no había nada que nadie pudiera hacer, estaba tomando la medicación, el médico lo había reconocido y la enfermedad seguía su proceso. No quería moverse hasta que le bajara la fiebre lo que sucedió un par de horas después, cuando se cambió el pijama. “¿Te puedes creer que el amigo de mi marido se me declaró? Te he hablado de él otras veces, ese que me visita y me hacer regalos cuando Lausame sale de viaje. Es un hombre insignificante, apenas me llega a los hombros si me pongo tacones, y cuando hablo con él tengo la impresión de que me está mirando al pecho. Y no es que yo tenga un pecho feo, tu lo sabes que te gusta morderlo. Siempre me lo dices, ¿no? No es un tema muy recurrente, pero quería contártelo; una mujer puede tener un amante, pero esconderle al marido y también al amante, un admirador que la tienta en secreto, eso no está bien. Hay que terminar por contarle estas cosas a alguien o no podrás confiar en nadie, ni en ti misma. Se trata de saber vivir en sociedad correctamente, ¿no crees? Por un lado está la necesidad de darle satisfacción a algunas necesidades que la vida que, tal y como la construimos, no contempla, pero eso no quiere decir que valga todo. De otro lado está tener en cuenta la solidez de nuestra palabra. No hay porque confundirlo todo. Vida pública y vida privada, al contrario de lo que alguna gente cree, deben estar bien separadas.” Aquella tarde había querido parecer más comprometida que de costumbre con Indexio. A veces quedaban para dar un paseo por el centro de la ciudad; y ella caminaba a su lado sin acercarse demasiado, pero haciéndole carantoñas. Normalmente no dejaban pasar demasiado tiempo en la calle, preferían pasar las horas acostados después de amarse, fumando o comiendo bombones. Se hacía la interesante porque se consideraba una víctima de la debilidad de su marido. Eso la elevaba hasta adoptar una postura misteriosa y seductora. Llega un momento en que los hijos se hacen mayores, y ella lo había notado por su frialdad, porque rechazaban sus mimos, y porque querían ser independientes y no necesitarla si no se trataba de alguna urgencia. De eso a que se fueran de casa había un paso. De poder escoger, prefería que Indexio la amara sin caricias, sin palabras, sin mentiras. Se sentía utilizada si él se pasaba en su papel de amante, y la cohibía, pero cuando la tomaba por sorpresa, sin más pretensiones que satisfacer su deseo de una forma brutal, ella quedaba eternamente agradecido. La trayectoria de su vida había estado adecuada a sus necesidades, pero hasta aquel momento había respetado lo importante, y no arriesgaba lo que tanto tiempo le había costado construir por un amante. Pero estaba relajando sus costumbres, y los gestos en público eran la muestra de que le importaban menos las habladurías. Se consideró afortunada por poder sentir el amor, a pesar de las condiciones que le imponía la discreción. Se entregaba más y pedía menos, y empezaba a imaginar imposibles. En una ocasión le preguntó a su amante si se casaría con ella, si se divorciara de Lausame, o si quedara viuda, lo que no resultaba tan absurdo teniendo en cuenta que había contraído una enfermedad que lo tenía tirado en la cama.

3 Cuando Revienten Los Espejos Era una falta de tacto no esperar a que Lausame se recuperara para hablar del asunto, y aún menos, si traemos a cuenta que sobre otras cosas, le tenía aprecio. Las infidelidades tal vez no se manifiestan en el momento que suceden, tal vez pasen años antes de descubrir de qué forma les afecta. Las relaciones de pareja se basan en ir superando dificultades, y llegar a plantearse si valen


la pena, porque el valor de la relación que está devaluado por las infidelidades acaba con muchos sueños. En varias ocasiones había intentado vestirse aquella mañana, en que por fin Lausame se encontró mejor, y todas las veces volvió a la cama con una pereza fuera de lo común. Normalmente, cuando le sucedía eso, desayunaba en pijama y así se espabilaba. Quería creerse completamente restablecido, pero tenía sus dudas. Estaba emocionalmente herido, afectado por la gravedad y desilusionado por la falta de atenciones, por una sensación de soledad, y y la quiebra que anunciaba el aire que se respiraba en su propio hogar. Se puso una ropa cómoda, como para ir a hacer deporte, en zapatillas y camiseta, pero suficiente para anunciar en la oficina que al día siguiente se reincorporaría. Se afeitó a conciencia, pasando la cuchilla repetidas veces por los sitios más difíciles. Seguía haciendo calor en septiembre, y eso ayudaba con su actitud. Abrió una ventana y vio a su mujer cavando en el jardín. No sintió frío, ni fiebre, ni cansancio; eso debía indicar que la enfermedad estaba superada. Si sus fuerzas seguían acompañándolo pronto estaría completamente restablecido. Enseguida relacionó la imagen de su mujer con su pesadilla, y se quedó atónito cuando ella le comunicó que iba a enterrar allí al gato del vecino al que había atropellado con el coche, pero que nadie se había dado cuenta. Se trataba de un secreto, y confió en él, no podía ser de otra forma: eran marido y mujer. La vida está en continuo cambio y movimiento, las cosas pasan, los trabajos se acaban, las casas se deterioran, los accidentes suceden, y surgen cada día nuevas formas de vida tecnológica para las que no estamos preparados. De Arlés a Stokhenheim había cuatro horas de viaje en tren, y aquella tarde intentaba saber por qué siempre le tocaba a él atender clientes en esa ciudad. Hacía más de un mes de su enfermedad y era como si sus superiores le hubiesen estado reservando ese destino, para bien o para mal. En su retorno al trabajo se preguntó porqué su vida había transcurrido de una forma tan monótona y organizada, si había formado parte de su educación y sus miedos, o si había sido su mujer, que en buena parte había sabido organizarlos a todos para vivir reduciendo al mínimo los problemas que se pudieran presentar. Al salir de la estación descubrió la misma ciudad pausada y lenta de siempre. El tráfico no tenía prisa, los coches parecían pasear más que acudir a una cita, volver a casa, o ir a buscar a los niños al colegio; desde luego aquella monotonía no podía estar conducida desde una actividad que se realizara en un obligatorio cumplimiento. Si hubiese tenido un descapotable esta ciudad y su tráfico desesperante hubiese sido perfecta para lucirse. Y más si en él hubiese bajado hasta el hotel, por la “Avenida de los hombres ilustres”. Con un nombre así cualquiera podía sentirse importante. Una vez delante del conserje estuvo a punto de coger su maleta e ir en busca de otro lugar donde poder hospedarse, porque había habido un malentendido con su reserva y no lo esperaban hasta la semana siguiente. Al fin le buscaron otra habitación y pudo sentarse posponiendo el momento de vaciar las maletas. Se adormiló hasta la hora la cena y bajó al bar de la esquina para tomar unos huevos revueltos y un café, eso lo hizo sentirse mucho mejor. Los días siguientes los dedicó a hacer su trabajo, cerró algunas compras, lo que iba a satisfacer a sus jefes, así que cuando creyó que podría ser suficiente para aplacar sus exigencias, se dedicó a pasear. Al tercer día, se aburría sin saber que hacer o a donde ir, como ya le había pasado otras veces. Al entrar en el hotel, preguntó si había algún mensaje para él, y si habían recibido alguna llamada en su ausencia. El conserje puso cara de circunstancias y negó con la cabeza. No era que hubiera perdido el deseo de ver a su familia, o echarlos de menos cada día, más que eso se trataba del fugaz deseo de sentir sensaciones arriesgadas que no pondrían nada en juego, porque entre él y Eisther algunas cosas estaban claras, o al menos eso creía. Llamó a Betty Garrets, esta vez no le hizo falta buscar su nombre en la guía, lo había guardado la primera vez que reconoció su voz, aquella vez que la había llamado y fuera incapaz de pronunciar una palabra. Estaba solo en la habitación y llamó desde el teléfono del hotel, así cualquiera podría haber escuchado la conversación desde la centralita. ¿Cómo explicar con un mínimo de convencimiento lo que lo había movido a hacer aquella llamada? Volvió a pensar que podría ponerse al teléfono uno de sus hijos, o su marido, y eso no iba a ser nada conveniente. Pero no fue así, la voz grave e inconfundible de Batty sonó al otro lado. Esta vez no necesitó armarse de valor, pero sonaba nervioso, y se presentó esperando ser bien recibido. No fue fácil entenderse, a ella le costó acordarse de él porque había pasado mucho tiempo, y muchos ríos habían bajado esos puentes, o como se suela decir. Se le resistía su nombre y hacerse con su


imagen, pero después de unas cuantas explicaciones, y hacerle recordar que habían dormido juntos en una tienda de campaña, y que habían visto juntos el ocaso de agosto desde aquella montaña donde se instalaron por unos días, ella pareció reaccionar. El día seguía siendo caluroso y no apetecía meterse en casa temprano, era la hora en que se producían más suicidios. Aunque posiblemente ninguno de los dos se iba a tirar por la ventana, pero sudarían hasta empapar sus ropas y se ducharían varias veces antes de dormirse. Con tal perspectiva, establecer un encuentro para un paseo mientras se hacía de noche, era la mejor idea. Así que la cita se hizo más que posible sin que el llegara a hacer preguntas capciosas acerca de su situación sentimental, dejando la puerta abierta a la sorpresa. El encuentro se produjo sin ningún tono sentimental y a Lausame le sobró tiempo para apreciar que el cambio operado en Betty había sido extremo. Trabajaba en una oficina, pero detrás de un atuendo en apariencia correcto e inofensivo, se ocultaba una vida dura, llena de fracasos, sinsabores y decepciones. Esa noche, Lausame no encontró en ella la dulce y delicada muchacha que había conocido. Estuvieron hablando hasta muy tarde y la acompañó a algunos bares que no había visto nunca y que le parecieron muy exóticos. Se había casado y divorciado, y había tenido un hijo que estaba estudiando en el extranjero, y que era el motivo que la mantenía en pie. La ilusión de vero crecer año a año, la hacía desplazarse en avión tan lejos como hiciera falta, por pasar unos días con él. Hay una parte del sufrimiento humano oculta en nuestro aspecto, y ella se había convertido en una mujer con cuerpo de hombre, comía impulsivamente, y sus brazos parecían remos invencibles. Alguna gente come por calmar su ansiedad, y ese parecía el extremo de Betty, que lo llevó a cenar a un lugar lleno de marineros, porque según dijo, no solía cocinar en casa. “Dentro de poco todo el mundo descubrirá este sitio y ya no se podrá venir aquí”, dijo con un profundo lamento. Lausame iba siendo consciente a medida que avanzaba la tarde y después la noche, que su hallazgo le era tan desconocido como cualquiera que pasara a su lado y no hubiese visto nunca. Estimó que la distancia que los separaba era infinita y que si se dejaba atrapar por aquellas piernas enormes, le iba a costar mucho poder renunciar ella en algún momento, y aún habiendo realizado esta reflexión, aquella noche cayó bajo el encanto de un tanga negro en el que cabrían dos como él. Su problemas empezaron a parecerle insignificantes, su soledad elegida, el desinterés de su familia una anécdota y su trabajo, quizá no tan malo como había creído. Se sirvió de su nueva aventura para recalificar su vida, y quedarse con lo bueno. La tensión de los últimos días la atribuyó a la distancia con Eisther, a la que ahora lo reconocía, había tratado con despego, pero porque la notaba más rara que nunca. Batty había tenido muchos amantes, esas cosas no se pueden ocultar, van con los ojos de la persona. Tenía un piso pequeño con un ambiente oriental, con cortinajes de dragones, e inciensos que encendió tan pronto como entró en su habitación. Le ofreció una copa que se tomaron mientras escuchaban música de sitar en el salón, al que era aficionaba. La principal ventaja de las aventuras es que aún sabiendo que al día siguiente es posible que no vuelvas a ver al amante, o que lo llames inútilmente después de un año de relación, porque haya decidido reordenar su vida, siempre puedes, la primera noche, mostrarle tus aficiones, tus colecciones, tus habilidades y sentirte orgulloso de las peores fotografías del mundo, mientras el otro pone cara de estar profundamente interesado, aunque en esté preguntándose con insistencia, cuándo empezará el juego sexual. En el caso de Lausame, no se encontraba tan excitado como para realizar una aproximación de cuerpos cuando ella sacó un sitar que estaba aprendiendo a tocar, e hizo algunos sonidos que no estaban nada mal. La principal característica del sitar, es que se toca sentado en el suelo, así que ella se puso una bata y colocó el aparato de forma que la arrastró ligeramente, y él pudo ver su tanga por primera vez, ciñendo la parte más abultada de su anatomía. Ella le explicó que al contrario que la guitarra en la que se pueden arrastrar las cuerdas hacia arriba y hacia abajo, el sitar no tiene fondo, y se puede apretar la cuerda sin ninguna madera que lo obstaculice. Lausame estaba dispuesto y preparado para la experiencia sexual más mística de su vida, y así se lo hizo saber. Ella se sintió complacida y afirmó que también lo estaba deseando. Los buenos resultados en su trabajo parecían poner en entredicho cualquier estrategia anterior. Todo el mundo parecía satisfecho, y si en algún momento había evitado aquel destino, en ese momento esperaba con ansia el momento de volver. Desde las primeras insinuaciones de Eisther


acerca de la posibilidad de un divorcio, sus viajes se multiplicaron, y una y otra vez sus resultados eran inmejorables. El estudio de su situación podía dejarlo para otro momento, no le interesaba nada saber si su infidelidad le podía complicar el futuro, o si se trataba de una infidelidad de su mujer lo que estaba dinamitando la tan establecida y pausada convivencia familiar. Estaba disfrutando como no lo había hecho en mucho tiempo. Otras mujeres que había amado le habían dejado un mal sabor de boca, un disgusto de ingratitudes y relaciones sexuales insatisfactorias. Había llegado a pensar que algún problema psicológico le impedía disfrutar del cuerpo, pero en ese momento había llegado a su vida Betty, y todo el sentimiento de culpa que lo embargaba desapareció. Una nueva esperanza lo llevaba a aprovechar sensaciones que lo devolvían a la juventud, a sentir con sentidos abiertos, a perder la noción del tiempo y cualquier prudencia. Se sentía dispuesto a abrir todos sus poros a los juegos eróticos de Betty y sobre todo, a permanecer a su lado mientras las fuerzas de la naturaleza golpeaban su piel. Empezaba a ser consciente de que sus vecinos lo miraban diferente, como con pena, y que eso se debía a que estaba adelgazando a pesar de su optimismo y saludarles con espontánea alegría. Quizá pensaban que estaba enfermo y que había prescindido de las convenciones sociales que lo igualaban. Si ponía en peligro la familia ya nadie le perdonaría sus experiencias amorosas con otras mujeres que no fuera la suya. Aquellas tormentas que estaban pero no se manifestaban, no terminaban de descargar y que tenían el poder de levantarle un dolor de cabeza durante una tarde entera, a la que seguiría una noche de no descansar. Todos los inconvenientes los daba por buenos a cambio de seguir conociendo, haciendo más interesante conocer a Betty, más profundo sondearla y dejarse llevar hasta los límites del dolor. A medida que se iban conociendo ella iba sacando más y más juguetes de un siniestro armario que cerraba con llave, y lo que empezaron siendo unas simples esposas con las que lo ató a la cama terminó por cuero negro y sofisticados aparatos, que este narrador aún se está preguntando como podrían funcionar. En ese momento empezó a ser consciente de que su mujer ya nunca podría hacerlo feliz, ni entendería lo que necesitaba y sentía. El día que aceptó al fin sentarse a hablar con Eisther sobre su futuro tuvo el tacto de aparecer como un marido contrariado por la oferta de una mujer infiel. Por entonces ya se sabía que Eisther tenía otros planes lejos de su casa, pero también era de conocimiento general que él nunca había sido bueno para ella. De forma que la presión social fue subiendo hasta llegar a sentir que sus mejores amigos les quitaban la confianza, y vivir en su casa de siempre les resultaba imposible. Nadie se sorprendió con el tiempo de saber que se habían divorciado y que se iban a vivir a lugares mis alejados el uno del otro. Tampoco hizo falta que todo se supiera, o que aquellos vecinos más curiosos supieran los pormenores de hundimiento. Al final, después de algunas discusiones, tensiones y portazos llegaron a un cuerdo, pero, sobre todo, Lausame se salió con la suya, llegar al divorcio sin que su mujer conociera que le estaba haciendo un gran favor. Los hijos se quedaron con ella, pero podía visitarlos y estar con ellos siempre que quisiera, si bien lo chavales tenían su propia idea de lo sucedido y de la diversión y si les proponía una tarde de cine y palomitas ellos ponían una excusa y se iban con sus amigos. Creían que tenían un padre “plasta” y poco a poco fueron perdiendo la relación con él. Durante el día, Betty, parecía un ser inofensivo, a algunos le podría parecer desvalida por su timidez. Resultaba absolutamente dulce e incapaz de inspirar ningún sentimiento de rivalidad. En todo caso, podía llegar a exasperar por su indecisión, o por entorpecer la marcha de algunos apurados viandantes que la empujaban y maldecían, por encontrarla en su camino. Ella, en estos casos, llena de paciencia se refugiaba el las paredes de los edificios,debajo de las cornisas sonde pudiera pasar desapercibida. Sin embargo, en el momento de conducir hasta la cama a Lausame, se desinhibía, era precisa, y sabía exactamente lo que su amante quería y necesitaba. No había error, ni duda en sus propuestas. Toda la imaginación que exhibía en sus propuestas podría haber hecho retroceder a Lausame en un principio. La inquietud del amante primerizo podría haber cambiado los papeles, y haber sido él, en sus legítimos miedos, el que decidiera rechazarla, pero no había sido así. Si alguna actitud podría haber resultado confusa, ya no lo era tanto después de relacionar a la nueva Betty con la joven intrépida que había conocido en otro tiempo. Betty se esforzaba, no sólo por complacerlo en sus deseos más íntimos, sino que procedía con naturalidad, amables reacciones y paciencia cuando salían a cenar. Creo que podríamos decir que era una excelente acompañante


cuando por algún motivo Lausame debía desenvolverse en sociedad y necesitaba no ir solo. Después de tantos años visitando Stockhenheim con la frecuencia que le exigían sus obligaciones, empezó a sopesar la idea de mudarse y empezar una nueva etapa después de su divorcio. Por primera vez admiraba las fachadas barrocas de los edificios, la piedra gastada y las florituras de artistas, con toda seguridad, ya muertos. Había creído durante años, que aquel estilo anticuado sólo sería útil para una película de época, y a esas calles adoquinadas no habría más que añadirles unos coches de punto rodando detrás de caballos cansados que arrojan vapor por la nariz. En una ocasión en que se resistían a volver a la casa de Betty, a pesar de que la noche había avanzado y en un par de horas saldría el sol, se sentaron en un banco de piedra, bajo una farola de hierro, los dos se besaban y mientras buscaban sus bocas miraban ese mismo vapor que unía el calor de sus cuerpos frente a la humedad del campo que los rodeaba. Betty Garrets no deseaba ser tomada en serio, y su encuentros con Lausame empezaban a se demasiado frecuentes, demasiado intensos y demasiado comprometedores. Él empezaba a hacerle preguntas personales, a interesarse por sus gustos, por su salud, por sus aficiones y por sus capacidades, ¿para qué necesitaba saber tanto? Quería mucho más de lo que ella podía darle, y todo sin conocer los extremos más oscuros de su vida. Si Betty se hubiese prostituido por puro placer, él jamas lo hubiese sabido. El mundo a su lado se dilataba en algunos extremos, pero desaparecía en otros que hasta entonces habían sido importantes. “Esta mujer me tiene loco”, había confesado en una ocasión a André y a Eduraad. Esta confidencia ponía de manifiesto que su desequilibrio era real. Había límites que todo hombre debía guardar, y nunca perder la dignidad. Querían entenderlo pero él sabía que sus amigos no podían hacerse una idea de lo que les hablaba, aunque se esforzaba en hacerse entender. Después de su divorcio, André no volvió a llevarle regalos a Eisther, entre otras cosas porque su amante se instaló en la casa, y al poco tiempo el camión de una mueblería descargó una gran cama de matrimonio que sustituyó a las dos camas separadas de la habitación. Y a pesar de todas las novedades, los cambios llenos de ilusión y los planes para el futuro, ninguno de los dos estaba satisfecho, y mucho meno feliz. Económicamente había sido un desastre, los dos habían gastado más de lo que debían, y ante la negativa de Betty de acogerlo como algo más que una pareja circunstancial, Lausame tuvo que montar un piso de soltero y hacer frente a gastos imprevistos que se llevaron por delante los ahorros de los que disponía después del reparto del divorcio. Hablar de dinero no suele resultar cómodo en ningún caso, y gracias a que Eisther se quedó con la casa, él tuvo un dinero en metálico con el que no contaba, porque de no haber sido así todo le habría resultado mucho más difícil. Eisther se percató, más pronto que tarde, que en realidad había cambiado un hombre por otro, pero que su vida seguía sin ofrecerle la amabilidad que necesitaba. Las costumbres, la forma de estar y de escapar de casa, no cambiaban. Salía por las tardes porque se le hacía muy duro pasar todo el día al lado de su nuevo amor, y paseaba taciturna, rehuía las sonrisas de simpáticos desconocidos y se contentaba con pasar la horas en las cafeterías del centro, antes de volver a casa. Las demás mujeres de los ambientes que frecuentaba, solían reunirse en grupo, y si las encontraba en alguna de sus tardes perdidas procuraba evitarlas. El divorcio no había sido la solución a la amargura que los embargaba, los dos, ahora por separado no eran capaces de analizar fríamente por qué hacían algunas de las cosas que hacían. Pero el tiempo iba pasando, y algunos conflictos se iban resolviendo, las heridas se iban cerrando y las nuevas acostumbres aceptándose. Nada es más insondable que la relación que existe entre la costumbres, la defensa contra los que proponen algún cambio, y era por eso que ambos sabían desde el principio que cuando se acostumbraran a sus nuevas vidas ya no habría vuelta atrás. Preguntando a sus amigos por su antigua mujer, cuando después de una sonora discusión no volvió a ver Betty, la respuesta de los dos fue la misma, “no te interesa, no vale la pena volver atrás. El mundo está lleno de mujeres”. Esa afirmación no parecía muy selectiva, y sí, en el mundo había muchas mujeres, y muchos hombres también, desde luego, pero encontrar una mujer que lo comprendiera, que lo quisiera y que no exigiera de él más de lo que podía dar, eso no iba a ser nada fácil. De seguir todo igual sólo le quedaría una opción aceptable, huir. Eso iba a ser algo inherente a su perspectiva, a su forma de ser y a su naturaleza. No podía hacer otra cosa en tales circunstancias que


concentrarse en ser el mismo. Se sentía amenazado por el porvenir, por lo desconocido por la incertidumbre de un mañana incapaz de plantear por si solo. La tragedia no hace diferencias, cuando se encapricha de uno ya no hay quien la pare. La excitación de ver a sus amigos cada vez que volvía a Arlés, era unicamente comparable a la que se siente cuanto se necesita compañía y sólo se está a gusto con aquellos que, aún no siendo familia se sienten como tal. Existía en el la remota idea de que si algunas cosas no le fallaban, podría enderezar el resto, y aquel bar, y las charlas en confianza con André y Eduraad, se habían convertido en un pilar importante de su vida. Se había precipitado renunciando a su trabajo y cambiando su residencia, pero no quería volverlo a hacer, así que se estaba dando un tiempo. En su nueva situación, con tanto tiempo libre y sin apetecerle la aproximación a las mujeres, se dedicó a solucionar papeleo atrasado, actualizar documentos caducados, cambiar la dirección del concejo, pagar multas atrasadas, y sopesar como iba a vivir después de vender algunas posesiones y una pequeña pensión. Suele suceder que después de una desgracia hay que recomponer algunas cosas; también de nuestra identidad. Sumergirnos durante un tiempo en la burocracia para recuperar nuestra identidad, y así lo estaba haciendo, lo que en su caso se trataba de una nueva. Algunos meses después, cuando creyó que había su penitencia, porque así se lo anunciaba el desasosiego y el aburrimiento empezó a sopesar la idea de viajar. Organizar algún viaje lo suficientemente largo que lo tuviera ausente hasta el verano.

4 Error De Cálculo Lausame se desprendió de toda su ropa y se tiró de cabeza en un lago solitario de un país extranjero. Acababa de amanecer y había dormido en el coche. Había una idea que le rondaba la cabeza hasta adormecerla, “el futuro no siempre es posible”. Se enfrentaba a esta realidad con una inexplicable sensación de aprendiz. Estuvo tumbado en la hierba mirando al cielo azul y escuchando los pajarillos despertar a un nuevo día. Así pasaron los minutos sin que nadie se asomara por allí. Creyó entonces que los años no pasan sin más, y que la experiencia de lo vivido vale nos hace pequeños sabios, aprendices de todo y resabiados en ocasiones. Pero los estudios académicos son muy parciales, pensaba, aprender la vida es a tiempo completo y recomponer los errores no siempre es posible. Todos esos jóvenes universitarios que se creen poseedores de una gran verdad, al fin ¿qué saben ellos de enfrentarse a nuevas sensaciones? La soledad de su viaje duraba meses, y lo llevaba a pasar la mayor parte del día pensando. Sentirse acogido y arrullado por toda aquella naturaleza era una enseñanza a la que no podía renunciar y que ponía por delante de todo lo que había estudiado e incluso aprendido en su carrera laboral. Y llegado a ese punto empezó a pensar en todos aquellos años acudiendo docilmente a su trabajo, esforzándose sin alcanzar nunca la meta que cada vez le ponían un poco más lejos, eso no había sido muy estimulante. El trabajo no mata, pero tal vez embrutece, y creía haberse salido con la suya al no permitir que lo condujeran a sentirse un fracasado. De ninguna manera, el era un hombre, conocía sus limitaciones, pero en su ser había algo más que vicio y deseo. Había hecho bien renunciando, porque durante un tiempo había entendido, como entendían todos que la vida era cuestión de pasar por encima de todo, de cualquier cosa, de sentimientos, o de personas (daba igual su debilidad), había que avanzar a cualquier precio. Imaginaba mejores futuros, pero el que e habían planteado era cruel, despiadado, interesado y violento, A eso se refería cuando pensaba que el trabajo embrutecía, y volvía a mirar los árboles que movían su sombra jugando con el desplazamiento del sol. Estaba empapado, así que


fue al coche y sacó una toalla de su maleta para secarse, se sentó en una roca y contemplo el lago sin poder dejar de recibir en cada poro la quietud de aquel lugar. Le hubiera gustado que el mundo se moviera de otra forma más civilizada, pero la lucha era a muerte. A Lausame no le resultaba complicado hacerse entender a pesar del idioma, cualquiera lo hubiese hecho en similares circunstancias. Las cosas más simples, comer, dormir, beber, conocer la dirección del servicio, suelen ser fáciles de comunicar con gestos. No era su intención ponerse pesado en un hospital extranjero, pero se encontraba realmente mal y quería que lo examinaran. Le hacían preguntas que no podía comprender, pero disponía de su tarjeta sanitaria y era obvio que algo malo le sucedía. En ese momento si que hubiese necesitado un intérprete para decirles qué síntomas hacían más agudos sus mareos y sus nauseas. No necesitó ser obediente porque lo llevaban de un sitio a otro en una camilla y sin pedirle permiso. Se quedó en aquel lugar por el tiempo necesario y después de unas pruebas y un diagnóstico, al fin alguien pudo comunicarse con él y organizar la repatriación. Tenía una enfermedad grave que tardaría años en curar, si no se moría en ese proceso. De hecho, nadie le planteaba una curación total, pero un médico le aseguró que otros pacientes en circunstancias similares habían llevado una vida normal, hasta una edad avanzada. Esta vez iba en serio, nadie lo pondría en duda. Oscurecía en la habitación de otro hospital, las enfermeras hablaban su idioma, estaba de vuelta en su país y eso lo reconfortaba. Debía ser verano y empezó a llover, las primeras gotas levantaron el polvo que durante la tarde se depositó en el alféizar de la ventana. Después el ruido de los carritos con la cena por el pasillo y las camareras abriendo las puertas con energía. Bromeó con una de ellas acerca de la comida, y le sorprendió encontrarse tan animado, pero si se trataba del efecto de la medicación ¿eso significaba que ya no podría dejarla nunca? Cualquiera que hubiese querido saber de él hubiese podido encontrarlo, porque en sus viajes siempre volvía y no los hacía con la intención de desaparecer. Quizás estaba esperando una oportunidad para instalarse para siempre en su ciudad natal, pero por sus planes, podría haber sido considerado una víctima de sí mismo, un insensato sin futuro. Para muchas familias que habían sido sus amigos y sus vecinos, el desenlace de su matrimonio y su vida posterior formaban parte de esas cosas incomprensibles de la vida, formas en que la gente actúa que unos se lo toman a mofa y otros a drama. No lo había deseado de aquella forma, pero la vida también pone condiciones, y a cada movimiento suyo había tenido un resultado inesperado. No hacía mucho más de un año había cambiado su relación con el Estado y había pasado de ser un parado de larga duración, a aceptar una jubilación anticipada. Quiso creer, a su manera, que lo mejor de la vida era lo que le restaba y se dispuso a cambiar algunas cosas, pero por lo que sabemos, le dio tiempo. Estaba tan atento a sus cambios emocionales, a como desarrollaba sus afectos acerca de amigos y familia que había dejado atrás, que no podía por menos que sentirse muy perjudicado porque su salud se quebrara en ese justo momento. No era muy propio de él recurrir a la superstición para justificar su mala suerte, pero se repetía que estaba bajo el influjo de una maldición. Y llegaba mucho más allá. Intentaba dilucidar si se había tratado de una gitana a la que había despreciado por no darle limosna, o el espíritu de algún muerto reciente que defendiera a algún familiar muy querido, que a su vez, tuviera alguna pendencia con él. La imaginación se vuelve loca cuando no existen hechos tangibles, o con aspecto de veraces a los que poder culpar de un giro del destino. ¿No se trata acaso de evocar a nuestros propios muertos cuando nuestros santos no nos escuchan, y necesitamos ayuda? Permitan que lleve la narración a este extremo pero que nadie olvide que la tradición religiosa en este país es muy profunda, y de la religión al fanatismo y la superstición no hay más que un paso. Algo había hecho mal y estaba pagando las consecuencias, pero... ¿qué era eso? Nada sabe en manos de la enfermedad, y sin embargo nos apretamos contra la idea de aceptar un sin fin de pequeños placeres terminales. Las visitas se suceden con flores, bombones, y si alguna vez hemos estado enfermos, debemos reconocer que, aún sin ser el caso de Lausame, algunos reciben tabaco para que puedan fumar a escondidas. Supongo que hacer la “vista gorda”, ante un enfermo al que le queda poca vida que respirar es lo menos que se puede hacer. Cuando Eduaard y André entraron en la habitación, Lausame había entrado en el servicio y el señor de al lado les dijo que había tenido una urgencia pero que aquella era su cama, señalando al otro lado. Los dos guardaron silencio mirando a todas partes intentando parecer distraídos. En


situaciones similares André siente la tentación de decir que al techo le hace falta una mano de pintura, pero sabe que es una simpleza. Oyeron el secamanos echar aire con la fuerza de pequeño huracán y un momento después se abría la puerta y salía su amigo frotándose la cara. Sus acaras eraan de sorpresa, pero también Lausame parecía incrédulo, y eso se debía a los estragos que el tiempo había hecho en ellos. La ceremonia de la vejez se produce en un periodo relativamente corto de tiempo, se precipita, se presenta sin previo aviso, y el anuncio de la jubilación había llegado entre sus canas, su ojos desenfocados, sus caras hinchadas y desencajadas y la flaccidez de sus músculos. Se abrazaron sin fuerza y volvió a la cama. Si no se hubiesen puesto sobreaviso, alguna lagrimita hubiese asomado en la comisura de su ojos, y en el caso de Lausame, estaba demasiado afectado para ello. No estuvieron mucho tiempo, pero suficiente para decirle que su mujer no se había vuelto a casar y que había echado a aquel tipo a patadas de su casa. Le pedían permiso para decirle que estaba enfermo y abrir la posibilidad de que sus hijos lo visitaran, pero dijo que no. No quería ver a nadie, y debían respetar su deseo. Protestaron un poco, le llevaron la contraria, intentaron convencerlo, y al final se dieron por vencidos. Poco tiempo después volvieron a visitarlo, pero tampoco esa vez quiso hablar de sus hijos, saber a que se dedicaban, como les iba, si tenía nietos, si se habían casado, ninguna de esas cosas que todo padre necesita conocer. Sus amigos estaban desconcertados e indecisos, porque cabía la posibilidad de desafiar sus deseos e ir a hablar con su antigua mujer y decirle que estaba muy mal y que visitarlo no la comprometería a nada. No pudieron proponer nuevas ideas para mejorar su situación, para intentar que estuviera más atendido y para que alguien más se preocupara por él, pero nada ayudaba, y Lausame estuvo a punto de pedirles que se fueran y no volvieran. No hacía falta que se pusiera tan tenso, ellos no hubiesen dado el paso de inmiscuirse en algo que consideraban parte de su intimidad. ¿Cómo comprender lo que sentía o lo que había sentido en el pasado, para actuar como lo hacía? Tal vez nadie lo notó, pero esa noche tuvo un sueño placentero. Estaba en su antigua casa y varias personas permanecían de pie a su alrededor. Estaba delante de una ventana por la que entraba mucha luz, era la ventana del salón, y habían puesto allí la cama del hospital, para que pudiera ver las flores y los árboles del jardín. Lo consideraban un ser dulce e inofensivo en el que todos podían confiar y se sentía muy orgulloso. Sus dos amigos estaban también allí, al lado de su exmujer y de sus hijos. Todos parecían muy felices y sonrientes, y se deshacían en elogios hacia él que los miraba sin poder contestarle. No había una gran diferencia entre sus sueños y sus deseos, sin embargo, jamás lo confesaría. Llevaba puesto un pijama muy elegante, uno que recordaba del pasado que nunca le había gustado y que había sido un regalo de Eisther. Todos bebían y alguien ponía copas, parecía una fiesta, pero no había música. Cuando despertó se sintió traicionado a sí mismo y rechazó aquel sueño como si le causara dolor. Debería haber intentado encontrarle un significado pero no lo hizo, porque sueños semejantes solían llevarlo a callejones sin salida. “Me han dicho que no tiene usted un domicilio en el que pueda estar atendido por algún familiar”, le dijo una doctora que acudió a hablar con él unicamente de eso. Le respondió que así era, y entonces le ofrecieron una cama en una residencia en la que estaría atendido, pero que dependería de su poder adquisitivo los extras que pudiera desear. Su enfermedad no le permitía hacer una vida normal, y esa situación se podía alargar algún tiempo. ¿antes de qué? A todo el mundo le toca pensar alguna vez en su vida que ha hecho un pacto con el diablo, aunque sabe que no es verdad, y eso se debe a que, como si así fuera, llega un momento de rendir cuentas. Para el caso es lo mismo, en ese momento el diablo llegara para decirnos que nuestro plazo se acaba, que se nos ha dado una vida y la posibilidad de vivirla. Nadie vive una vida llena de días, de horas y de minutos, sin sucumbir a lo prohibido, nadie. Su peor pecado había sido ser incapaz de mantener las apariencias, de anteponer la confianza que le debía a Eisther a sus ganas de salir volando cuando los hijos fueran mayores. No se veía con ella, los dos solos, dejando pasar las horas en la penumbra de una casa en silencio. Ni con ella ni con ninguna otra, claro está. No se comportó con la discreción y la corrección que se le exige a los adúlteros de cualquier clase social, en cualquier barrio de la ciudad, desde los más humildes hasta los más elegantes. El entierro tuvo lugar un sábado por la tarde, cuando todos pudiesen ir a verlo por última vez, a despedirse y tener un último pensamiento condolido por lo exigente que es la vida con todos, ¡cómo si eso no fuera suficiente! Pero no, encima está eso, del juego de los


remordimientos y del agotamiento del ORFIDAL para poder dormir. Pudo estar inquieto una vez, pero nunca desesperado, no había para tanto, lo que tenga que ocurrir ocurrirá, se decía. ¡Y tanto que sí! Eisther estuvo en el entierro, lo miraba sin comprender. ¿Si los dos sabían que una gran parte del juego social era la compostura, en qué había fallado? Tal vez se había tratado de un exceso de confianza, de creer que valía todo y de abusar de las evasivas. Una cosa, por lo que parecía, era que un marido se tirara una “canita al aire” de vez en cuando y se hiciera como si nada, y otra muy diferente, tener como distracción primera andar amando a desconocidos. Esta historia ha llegado a su fin, forma parte de un grupo de historias que hablan de los problemas de un burguesía bebedora, viajera y adúltera. Suelen ocurrir en logares que desconozco y en los que nunca he estado, pero se que existen y puedo adivinarlos. Son esas historias de gente que se pasa la vida trabajando duro por tener una posición social acomodada, y cometen errores que terminan por dejarlos fuera de juego. En nuestro país, tan católico y poco dado a ser condescendiente con los escándalos, no resulta fácil hablar de estas cosas, y posiblemente todo se reduce a pensar que el fin está mucho más cerca de lo que pensamos. Prepararnos para bien morir forma parte de nuestra cultura y ni siquiera la burguesía, con su ansía por exprimir la vida (ya que se encuentra en situación de hacerlo), puede dejar de obsesionarse con la idea de que se ha construido cada pueblo con una iglesia en el mismo centro, y que si no cumple con sus compromisos, o Dios o el demonio, alguno de ellos, ha de llegar para pedirle cuentas. Pero sí, hay otros lugares donde la gente desafía su deseo sin pensar en las circunstancias. Hay un silencio revelador en la habitación de al lado, ahora que se estaba empezando a acostumbrar a sus gritos. Fue el primer día que lo ingresaron que lo oyó, era la voz de un hombre doliéndose sabe Dios por qué. No parecía existir un remedio para él, y en una ocasión alguien estuvo riñéndole, como si los estuviera ocupando sin necesidad cuando había otros enfermos que sí los necesitaban. Hasta que se acostumbró se sintió un poco disgustado, pero en algún momento comprendió que se trataba de una escandalera sin motivo. Ahora que paró prefiere no saber la causa, le disgustaría saber que se había muerto y que sus gritos tenían algún tipo de justificación. El que crea que no hay miedo cuando la gravedad parece controlada, pero no hay unas expectativas a largo plazo, se equivoca. Se presiente ese agujero tan oscuro que absorbe todos los mejores sentimientos. Fueron sus últimos días en el hospital. Podríamos pensar mejores finales para todos nosotros. Trataría de una felicidad que no pudiéramos medir, de una sonrisa en los labios y de un aura mística que nos fuera cubriendo y haciendo desaparecer nuestra figura hasta convertirnos en energía. Cruzaríamos el universo como simples átomos, con la limpieza de una lluvia de estrellas. A otros les negarían esa suerte y se debatirían en su lecho de muerte, oliendo a pescado podrido y peleando con sus gusanos por no ser comidos en los ojos antes de poder ver el estropicio que hicieron sobre sus costillas y sus labios. Tardar en morirse es sucio. En el universo no hay campos santos con grandes extensiones de césped empujando margaritas blancas, pero el polvo de las tormentas solares no sabe de no reír por no hacer sufrir con su risa. Las matemáticas necesarias no golpean a ancianos indefensos por quedarse con su reloj.




1 A Disposición Del Viajero El inconveniente de encontrar un lugar que nos emociona hasta turbarnos, en mitad de un viaje programado, lo veamos por donde lo veamos, se trata de no poder desprendernos de nuestros compromisos, obviar la programación de la agencia y no poder pasar el resto de las vacaciones en ese lugar. La oposición de sus compañeros de viaje hubiese sido firme si a Bernabé sólo se le hubiese ocurrido sugerir tal idea. Afortunadamente había dejado unos días libres fuera de las fechas del viaje, y eso haría posible volver sobre sus pasos para visitar aquel lugar con más calma en apenas unos meses. La ineludible necesidad de volver al sitio que nos cautivó por la impresión que haya causado en nosotros, puede estar conectada con el impulso del turista ocasional, de registrar esa emoción para siempre. No es tan extraño si lo pensamos, en tales casos, que el arma definitiva de esta legión de viajeros, sea las cámaras de fotos. Para Bernabé, haber hecho algunos planes acerca de su vuelta, no podía ser una excusa para dejar de prestar toda la atención a las sorpresas que le deparaba cada rincón. Conociendo además su carácter curioso, no debe extrañarnos que fuera el único de entre todo el resto, que reparara en el escudo labrado en piedra de una de las casas del pueblo. Con eficaz desenvoltura sacó la cámara que llevaba en un bolsillo y disparó repetidas veces, sin demorarse, y sin dejar de ver al grupo que daba la vuelta a la esquina y se dirigía de vuelta al autobús. Tuvo la feliz sensación de haber conseguido algo único, un recuerdo memorable y la justificación para su regreso. Después, salió corriendo para alcanzar al resto, y apenas llegó a donde se encontraban, aún sin resuello, intentó escuchar al guía que establecía los planes para las siguientes horas. La visita a Villa Arundina no duró mucho, nadie consideraba en la agencia que allí hubiera mucho que ver, y eso era debido a que se partía en busca de lo superficial, de las fotos de catálogo y del falso folclore, que en algunos pueblos estilan los lugareños, para incitar a los turistas a comprar productos y baratijas. Allí mismo, delante de la puerta cerrada del autobús fueron informados de una contingencia; sin saber como había podido suceder, se les habían pinchado dos ruedas y cambiarlas llevaría bastante tiempo, primero porque sólo tenían una de repuesto, y segundo porque era domingo y abría que movilizar algún taller de algún amigo que estuviera dispuesto a cederles otra rueda y llevársela hasta allí. Aquel día iban a perder una parte del trayecto y tendrían que volver al hotel antes de lo previsto, pero para resarcirlos por las molestias, el guía que había hablado con sus superiores les comunicó que comerían en un estupendo restaurante en el pueblo, y que estaban todos invitados. Una hora después aún no habían empezado a comer, pero ya estaban todos sentados a la mesa y había un ambiente distendido y un agradable murmullo de conversaciones a medio acabar de días pasados. Solía suceder que las conversaciones iniciadas en el autobús quedaran a medias al llegar a uno u otro destino, eso dejaba abierta de continuarlas en cualquier momento y en cualquier lugar. Tal situación agitaba aún más la imaginación, y en los lapsus seguían pensando en viejos temas a los que añadía partes, y los mantenían frescos en la mente para poder presumir de su ingenio analizando y buscándoles las vueltas. Con frecuencia se decían, “¿recuerdas aquello de...? Pues he estado pensando que no era como creímos”. La salud de una buena conversación alejaba los fantasmas cotidianos, y ese era uno de los motivos de estos viajes, en los que se aceptaba la terrible paliza de mirar los alrededores de una gran ciudad en autobús, a cambio de convivir durante horas con desconocidos que terminaban por no serlo tanto. Hacía calor en aquel comedor, pero no resultaba desagradable, faltaba una semana para terminar el verano y el sol entraba a borbotones por las ventanas. Las afinidades del viaje suele llevar a los pasajeros a sentarse con los mismos compañeros en diferentes lugares, son grupos de afinidad en los


que van encajando por que se sienten más cómodos. Franchy solía darle conversación en estos casos, y estaba sentado a su lado, pero no parecía muy animado esta vez. Eso permitía a Bernabé jugar con los cubiertos languidamente, como si su mente se hubiese ido muy lejos, cuando en realidad seguía dándole vueltas a la foto que había sacado esa misma mañana. Hacer vías con el tenedor sobre el mantel es algo más común de lo que pensamos, y forma parte de uno de los recursos que inconscientemente ponemos en marcha cuando el servicio tarda en llegar más de lo previsto. También lo había visto en un película antigua, una de esas películas en blanco y negro en la que se le daba un significado psicológico al dibujo del tenedor sobre el blanco mantel, en la película, las rayas eran las marcas en la nieve de un esquiador y el último recuerdo de un amnésico que había presenciado un asesinato. Como idea para un film, tenía que reconocer que era extravagante pero efectiva, sin embargo, no tenía nada que ver con su viaje. En su caso, se trataba unicamente de un juego de cubiertos que le permitía hacerse el distraído mientras volaba su imaginación, y volvía a representar la imagen del escudo de piedra que representaba a un anciano chupando los pechos de un orangután, lo que carecía de la lógica medieval y de la simbología de este tipo blasones familiares. Solían otorgar esos emblemas a aquellas familias nobles que habían realizado algún acto notable en favor de su señor, lo que solía ser, acompañarlo a alguna batalla contra un enemigo común. De forma general no le gustaba la historia, ni los blasones, ni las narraciones de grandes batallas, de aquellos que las proponían como orígenes de nuestra civilización. Todo lo que oliera a escudos, cotas de malla, lanzas y espadas, le parecía que respondía a la brutalidad, y no podía dejar de imaginar a hombres dispuestos de cortar cabezas o eviscerar, a otros hombres por mantener sus fronteras bien cerradas a extranjeros. En tal caso, de hallarse con su autobús cruzando aquellas tierras en la edad media, alguien encontraría alguna razón para considerarlos sus enemigos y desmembrarlos en la plaza, y servir de distracción a los niños. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Qué era lo que tan seducido lo tenía entonces? Había recordado tan sólo unos minutos antes, que la cadena de hoteles para la que trabajaba había cerrado algunos de ellos en los alrededores, las cosas no iban especialmente bien en cuanto a ganancias, pero al fin el no era más que un conserje acogiéndose a los descuentos que le proporcionaba la compañía para la que trabajaba, que a su vez estaba asociada con la compañía de transportes y con la agencia de viajes. Este tipo de acuerdos ofrecía ciertas ventajas en forma de descuentos para pasar unas memorables vacaciones. Bernabé conocía más o menos los límites de sus ventajas por ser empleado de una cadena de hoteles tan generosa, y normalmente sabía que no podía excederse en el gasto como otros turistas con los que compartía el viaje, pero tampoco quería parecer el pobretón sin remedio del que todo sintieran lástima, así que si tenía que hacer algunos gastos extra estaba dispuesto a ello. En torno a su mesa, algunos decían, “qué tristes aquellos que no se dan un un gusto”, y como quiera que el los oyó, y las mesas eran de cuatro, pidió una botella de buen vino a pagar aparte para la suya. A su lado, a la derecha, Franchy se mostró muy complacido, enfrente se sentaba Alina su novia, a la izquierda una chica de la que no sabía nada y que se acababa de unir al grupo. Viridiana era guía de la misma agencia, aunque tenían el suyo propio se iba a incorporar al grupo e iba a viajar con ellos aquella tarde. Vivía en el pueblo en verano, pero trabajaba lejos de allí, por eso sus desplazamientos eran tan irregulares. A veces usaba coche de línea, otros el autobús de turistas si quedaba sitio (tal era el caso), en otras ocasiones acompañaba a algún vecino del pueblo, y como último recurso usaba su propio coche. Nadie sabía exactamente como se organizaba más allá de lo anteriormente explicado, pero siempre llegaba a los sitios con tiempo suficiente. Durante el tiempo que duró la comida supieron algunas cosas más sobre ella, y demostró saber mucho sobre los viajes por la zona y sus características, no esperaban menos. En un momento se levantó un gran revuelo, nadie sabía bien lo que pasaba, pero aquellos que estaban cerca de las ventanas se amontonaban delante de ellas para intentar mirar. Se oía un ruido trepidante, como si alguien intentara pasar trotando por el estrecho camino delante del restaurante. Eran ovejas, lo supieron por ese balar quejumbroso que lo inunda todo cuando aparecen en rebaño. Algunos hombres con aspecto sucio y cansado intentaban conducirlas con sus varas y dándole órdenes a los perros. Parecía fruto de la improvisación pero no era así, habrían pasado cientos de veces por aquel lugar, y los pastores sabían hacer su trabajo. Conducían ovejas como podrían haber


llevado un ejército, con la misma esmerada disciplina y sin esperar más respuesta inteligente de su tropa que la de ir hacia donde le indicaban tan solícitos como desearan evitar la vara o un mordisco. Se veía que a pesar de su aspecto, los pastores podían tener también una parte en propiedad, lo que les concedía una categoría en el pueblo a la que no renunciaban, y se harían respetar si alguien les llevaba la contraria. Eran gente ruda, acostumbrada al trabajo duro, a dormir a la intemperie y poco proclives a la fiesta, aunque muchos pudieran pensar lo contrario. No hay verbenas en monte de pastos, y de vuelta a las cuadras ni apetece. Parecía una gran reunión de varias cuadras, e intentaban salir del apuro y del centro del pueblo lo antes posible, prestos a cerrar portales y tapar cruces para que ningún animal se extraviara. Viridiana dijo que pasaban unas pocas veces al año, pero no demasiadas y nadie sabía si eso debía tranquilizarlos. Hacía el final iba el pastor mayor, que era el que indicaba a los otros, como si se tratara de sus hijos, lo que debían hacer, cuando debían ir más despacio, y donde harían una parada. Corrió el rumor de que aquel hombre que tiraba de un pequeño carrito de dos ruedas de goma, llevaba en él los mejores quesos de oveja de la comarca, y cuando paró para hacer su acostumbrado comercio con el restaurante, muchos turistas quisieron llevarse su parte de la gastronomía del lugar, y se dirigieron hacia él exhibiendo sus carteras. Creo que hizo el negocio de todo el año. Nadie discutía los precios, sólo pretendían ser atendidos primero y volver a sus mesas con su trofeo antes de que sirvieran los postres. Pasaron las últimas ovejas y la calle quedó libre de nuevo. No había sido una encerrona, o un oportunismo programado para tomar por sorpresa a los viajeros, nada que ver con eso; el viaje del ganado hasta los pastos bajos para cuando llegara el invierno sucedía cada año, poco más o menos en la misma semana, por no ser más específicos y poder decir que posiblemente sucedía en los mismos días del mes. Alina era una chica callada y ausente, y cuando subieron al autobús llevó a Franchy a un asiento de la parte trasera, alejados del resto. Viridiana se sentó al lado de Bernabé, en el asiento del pasillo y el estuvo complacido de simpatizar con ella. Parecía que todo iba recobrando la normalidad y que podrían partir y estar en el viaje nuevamente en pocos minutos. Por el momento, un mecánico había revisado cada tuerca, cada neumático, cada eje, para mayor seguridad, y había sentenciado que todo estaba en orden, si bien quedaba por esclarecer el misterio de que dos pinchazos de ruedas se produjeran simultáneamente. Desde luego era algo extraño, pero no imposible. Por lo demás, la conversación empezaba a fluir entre los compañeros de viaje, y ya en el trayecto Bernabé se decidió a mostrarle a la joven algunas de su fotografías. No parecía que ella tuviera interés en eso, pero su paciencia tuvo recompensa cuando vio la foto del escudo y entonces su interés fue en aumento. “Yo vivo aquí”, dijo, y a continuación relató lo que sabía del escudo. El primer señor de Villa Arundina había sido, como casi todos los señores de la época, un guerrero que defendía los derechos de su rango, sus tierras y las de su rey, acosando a las fuerzas que intentaban conquistar aquellas tierras. Pero el escudo se refería a la característica que lo había hecho popular en la corte, y ello era que gustaba beber la leche directamente del pezón de los animales. Tal vez se había tratado de una broma, o de una forma de bajarle los humos, pero ese había el blasón concedido y así figuraba sobre la puerta de entrada de todas sus propiedades. Posiblemente había exigido por sus servicios otras recompensas, como tierras, oro y plata, pero de todo, su título y su escudo habían traspasado todos los tiempos y sus cambios históricos. La casa a la que se refería Viridiana, había sido convertida en pensión, mucho más acorde con los tiempos que corrían, y muy adecuada para una muchacha que deseaba vivir cerca de varios pueblos a los que debía viajar con frecuencia por su trabajo, pero sin dejar de estar cerca de la gran ciudad. Mientras tanto, en la parte trasera, los enamorados, parecían muy entretenidos en hacerse carantoñas y decirse cosas tan dulces que podrían empalagar al espíritu más inocente y confiado. Aquel pueblo guardaba secretos de guerras, de asesinatos, de ejecuciones, de venganzas, de legítimos justicieros y rebeliones aplastadas. Sus tierras habían sido alimentadas con la sangre de los cuerpos que ya nunca conocerían lo que es descansar en sagrado. En el coche de línea, los viajeros no todos se miraban con confianza, el recelo formaba parte también de la convivencia. Era como si algunos creyeran que debían de ser atendidos primero, tener los mejores sitios, y disfrutar de todas las comodidades. Daba igual si si el precio que habían pagado había sido ajustado a sus necesidades, por algún motivo difícil de comprender, aquellas miradas torvas, descubrían a aquellos que se consideraban viajeros de primera. La sinuosa y estrecha carretera se


levaba a tramos entre montañas, y no debía ser un espectáculo agradable para quien padeciera de vértigo. Una de aquellas señoras altivas exigió que le cambiaran el sitio, alzó la voz y se puso en una actitud que no invitaba a que alguno de sus amigos fuera amable con ella y le cediera un asiento interior. Al fin, un antiguo empleado de la compañía, que también disfrutaba de descuentos en su jubilación, accedió tan sólo por no seguir oyéndola protestar. Ser capaz de interpretar las señales femeninas no parecía el fuerte de Bernabé, y muy a su pesar, porque hubiera sido muy necesario para sacarlo de sus estudios y haber hecho lo que todos sus amigos, casarse, tener hijos y llevar una vida de la que esperaría otro tipo de satisfacciones. Había sido por ello, que había desarrollado otras disciplinas que aún no siendo de la utilidad que los padres buscan en cada nueva actividad, le resultaban igualmente satisfactorias. Frente a tanta entrega estaba un pequeño remordimiento, que tampoco servía, sin embrago, para calcular que aquel era uno de esos momento en que debía intentar se un poco más sagaz. Quizás, enseñarle fotos a Viridiana no era lo que se esperaba de él, y hubiese sido mucho más natural aprovechar la ocasión para intentar sacarle su número de teléfono, o al menos, concertar una cita. En cualquier caso, seguía siendo el mismo tipo amable que prefería perder una cita antes que parecer un pesado sin remedio, y eso a algunas chicas les parece muy seductor. Cabía pues la posibilidad que el mismo desinterés que mostraba no fuese tan negativo, como no haber encontrado el tipo de mujer que más le convenía. La señora que ha protestado porque quería cambiar su asiento, es la señora Biertel, todo un carácter. Miraba a Viridiana como si codiciara su sitio, o como si no formara parte del grupo. Estaba muy excitada y por un momento dio la impresión de que tenía algún problema concreto con algún pasajero y que no se trataba unicamente de su vértigo. De ninguna manera podría considerar a Viridiana una intrusa porque formaba parte de la empresa, aunque, era muy posible que ella no lo supiera. De cualquier modo debería ser un poco más prudente y no centrar la atención en ella misma. Por alguna extraña casualidad, a su lado se sentaba la señora Bancroft, que se le parecía como si la copiara, y era posible que así fuera porque habían llegado juntos para el viaje y se conocían de sus vidas cotidianas. Estaba intimidada por la reacción de su amiga y no se atrevió a abrir la boca, porque había estado discutiendo con ella y tenía el mismo miedo al barranco que se abría en el exterior como ella. Pero como ya había quedado clara su postura y sus vecinos tampoco habían aceptado cambiarse, hasta que no se puso en pie solicitando otro sitio en el centro, nada consiguió. “¿Es necesario ir por esta carretera?”, preguntó al aire como si el mismo director de la agencia e viajes la estuviera escuchando. Sentado detrás de Viridiana se encontraba Caudety, un joven heredero que solía aparecer mareado. Era un muchacho menudo que se creía más gracioso de lo que en realidad era, pero algunos viajeros no le seguían las bromas, dejándolo con la palabra en la boca. Llevaba a mucha honra ser quien era, aunque se lo veía bastante solo, y la importancia que se daba no le valía de mucho. Según él, su gloriosa familia le había dejado una fortuna que era incapaz de dilapidar, y se consideraba un soltero de oro, cuando la realidad era que sería una carga insoportable para cualquier mujer. Se asomó entre los asientos y soltando su aliento aguardentoso en la cara de chica, se presentó y le preguntó si tardarían mucho en llegar a la próxima parada porque, y empleo estas palabras “se estaba meando”. Ella se encogió de hombros, y Bernabé se dejó caer ligeramente sobre ese lado con el objeto de tapar el hueco entre asientos, diciendo, “no te inclines mucho para adelante que te puedes caer, mejor recuéstate e intenta dormir”. Y Caudety le hizo caso, se puso cómodo y cerró los ojos. Cuando estaban llegando al final del día y el autobús entraba en una gran autovía de circunvalación, Bernabé le dijo a Viridiana que había sido un viaje muy agradable y que le gustaría volver a verla. Desde luego no supo interpretar los mensajes que ella le mandó, porque de haber sido así hubiese quedado para salir a tomar unos combinados con ella aquella misma noche. Añadió que tenía pensado volver en unos meses a Villa Arundina, y que contaba con su apoyo para que, llegado ese momento, le siguiera contando la historia medieval de aquel lugar. 2


La Impunidad De La Desmemoria Su mesa para cenar de aquella noche era más grande de lo habitual, y Viridiana ya no estaba, pero sus amigos Franchy y Aline, se sentaron con él. La Celebrada señora Biertel y su amiga la señora Bancroft también estaban en esa mesa, Caudety estuvo hasta los postres, y para completar el círculo, el conductor, al que llamaban, Yuste, también estaba allí. Si alguien parecía dispuesta a llevar el peso de la conversación esa era Biertel, en cualquier circunstancia era capaz de encontrar los pormenores de sus vidas y des sus viajes, para contarlos sin pudor. Era una de las llamadas para organizar el mundo, y poner a cada uno en su sitio, o eso creía ella. Había sido dotada con la impresión de la corpulencia y de una voz arrogante y firme. Ganaba seguridad con sus manos cayudas esgrimiendo la comida como una defensa, y con la imponente mirada inquisidora que exhibía con crueldad sobre cualquiera que rebatiera sus argumento. No se trataba precisamente de una compañera de mesa que ayudara a sentirse cómodo a Bernabé. A pesar de estas dotes insolentes y capciosas, aquella noche parecía especialmente condescendiente con él, y hasta cuando se sentó a su lado le pareció que intentaba ser amable. Apenas empezaron a cenar, Biertel se desató a hablar y ya no paró. Otros miembros de la excursión parecían felices ajenos a su mesa, y Bernabé, por primera vez sintió envidia, y se alarmó al preguntarse si los dos días que restaban para terminar el viaje, iban a ser así. Tenían los comensales un color azulado sólo atribuible a la luz de neón que rebotaba con fuerza en las paredes del mismo color. Ninguna cosa parecía ayudar para hacer menos desagradable aquel momento, por eso mismo, Bernabé guardaba silencio preguntándose si aquella mujer podía tener alguna cualidad que resultara interesantes, alguna afición que aún no habían descubierto, y sobre lo que pudieran hablar sin, al mismo tiempo, dejar de hablar de ella. Poco después del primer plato, se hizo evidente que entre ella y el chófer existía una incipiente complicidad. Pudieron constatarlo cuando ella aseguró que Viridiana era la mujer de un noble, y que trabajaba por capricho, y el hombre lo refutó. Desde luego el chófer conocía bien a Viridiana, y no debería, por fidelidad de compañeros, contar de ella cosas tan personales, pero sin duda se trataba de la principal fuente de información de la señora. Les parecía mal que se descubrieran detalles tan íntimos como que la chica era un poco “ligera”, y que había tenido algunos asuntos amorosos con viajeros. Estas sesiones de desayuno y autobús, comida y autobús, cena y hotel, terminaban por provocar lo más resentido, y en personas de poco aguante extraía lo peor. La conversación prometía ser muy mediocre, y Bernabé estuvo a punto de retirarse sin cenar, pero prefirió quitarle importancia y dejar que la señora se desahogara; sin llevarle la contraria, pero, desde luego, con la peor opinión de ella. Apenas estuvo de vuelta en su casa reconoció con el placer de la seguridad que le producía a sus vecinos, a sus amigos e incluso a sus compañeros de trabajo. Le pidió a su jefe volver al trabajo y aplazar el resto de sus vacaciones para otro momento, porque la experiencia lo había dejado tan fatigado que empezar a trabajar le iba a parecer menos malo de lo que recordaba. Pero pocos días después de estar recibiendo clientes, atendiendo sus demandas y preocupándose de que todo estuviera en orden, ya no estaba tan seguro. Debido a sus inquietudes más intelectuales participaba de forma anónima en una revista de turismo que acogía sus artículos sobre lugares de interés, como experiencias propias que animaban a viajar a su provincia. Le parecía a veces, que su abnegada dedicación tenía que ver con su soledad, y no sabía si buscaba el aislamiento al que se sometía porque le gustaba lo que hacía, o si se dedicaba a sus aficiones porque no era tan sociable como desearía. Pero no podía ser de otra forma, después de lo hastiado que había quedado de sus últimas relaciones. Debería volver a intentarlo a pesar de aquella mala experiencia, pues su columna sobre los viajes en una revista de tirada nacional tenía bastante aceptación. También estaba su instinto para elegir nuevas experiencias en nuevas visitas, y no se trataba de que una mala experiencia lo hiciera retirarse de decisiones que en el pasado habían parecido acertadas. Con un cierto respeto por la dedicación que se le presuponía, deberíamos aceptar que si se negaba a volver a los viajes de


grupo, tal vez lo hiciera solo, pero no podría renunciar a esa pasión. La dedicación a un trabajo, a la familia, a un arte, a los viajes o a cualquier otra cosa, tiene que ver con la pasión que seamos capaces de poner en lo que hacemos. Le gustaba ser conserje mientras no entraba en la rutina, especialmente porque le proporcionaba satisfacer su deseo de viajar, por ello debemos interpretar que su dedicación no se debía tanto a su mediocre vida laboral -así la consideraba pero la sumía con deportividad, por así decirlo-, como por los artículos en la revista y los planes que tenía para acabar su primer libro de viajes. Muchos hombres hartamente conocidos de la historia del mundo, hicieron algunos avances notables por volcarse en sus trabajos porque no encontraron los códigos del amor y no pudieron entregarse a él con la dedicación necesaria para calmar la pasión que su naturaleza exhalaba. Pasión y dedicación, estos dos parámetros lo llevaron a llamar a Viridiana, y comunicarle que tenía unos días de vacaciones y volvería a Villa Arundina. Ella le respondió que en la pensión en la que ella vivía le podría reservar una habitación porque en esa época del año la actividad bajaba. Estuvieron de acuerdo en encontrarse y ella parecía dispuesta a hablarle del pueblo, sus costumbres y sus historias. Pero por encima de los viajes, de su trabajo, del amor o de cualquier otra pasión que lo tentara, Bernabé vertía toda se dedicación en atender a su padre, que se acercaba delicadamente a los ochenta años de edad y, aunque tenía la capacidad, al menos hasta ese momento, de seguir una vida independiente. Comían juntos todos los días, él iba a su casa y le cocinaba, y cuando estaba de viaje, una asistenta se encargaba de eso y de ordenar y limpiar, lo que resultaba de una ayuda inapreciable. En su último encuentro antes de partir lo encontró más fatigo de lo que solía. Le dijo que no se preocupara y que volviera con los ojos llenos de vida, de luz y de paisajes, así era de místico el anciano. Lleno de ilusión como su padre estaba, le gustaría a Bernabé llegar a viejo. Pasaba muchas horas sentado al lado de una ventana, o pintando cuadros al óleo, que era uno de sus mejores distracciones. También salía cada mañana a dar largos paseos, en los que en ocasiones se encontraba con un amigo con el que charlaba. Existía la idea entre algunos familiares, que los ancianos no se sobreviven muchos años uno a otro en el matrimonio, había hablado de ello con unos primos interesados por el estado del viejo, y muy sorprendidos por su longevidad. No sabía muy bien como tomarse aquello, se habían acercado para preguntar por él con cierto afecto, pero aquel extremo había sido muy desagradable, en primer lugar porque de ninguna manera los ancianos son una carga, pero también porque este tipo de conversaciones giran alrededor de la idea de que morirse pronto es un signo de buena educación. No volvió a ver a sus primos en mucho tiempo, y siguió lamentando ausentarse para su viaje, pero todo parecía más o menos en orden, y perfectamente controlado para que esa ausencia se produjera sin males mayores, ni grandes contratiempos para su padre. Se fue a despedir, y se sintió afligido a pesar de saber que no serían más de diez días. La última parte de su vida, desde que la madre de Bernabé muriera, había sido la más difícil para su padre. Todo había sucedido tan repentinamente y se había desarrollado tan rápidamente, que no habían tenido apenas tiempo de reaccionar, ni de pensar en lo que suponía. Ocurriera una noche en la que apenas podía respirar, la llevó una ambulancia al hospital, y ya no salió de allí con vida. Por supuesto, ambos habían tenido tiempo en los años siguientes de asimilar el vacío encontrado, y padre e hijo eran un apoyo mutuo. Pasaban muchas tardes juntos hablando de cosas triviales y Bernabé había sido evitado por algunas chicas porque lo consideraban una carga, y un viejo prematuro. Es posible que pasar muchas horas con viejos nos hagan pensar y parecernos a ellos, pero eso no quiere decir que renunciara a su vida. No le gustaba dejarlo solo, pero había quedado con Viridiana y realmente le apetecía aquel plan, además del pueblo que deseaba conocer y explorar. Le gustaba contemplar la naturaleza y sentirse imbuido por su espíritu, así que decidió andar el último kilómetro por la carretera. Se sentía agradado con el inconfundible ruido de árboles al viento y pajarillos inundándolo todo con sus cantos. Se trataba de una fuerte deriva que elevaba el espíritu. La naturaleza es un talento capaz de extraer los sentimientos más fuertes de quien es capaz de apreciarla y sentirla. La tierra tira de nosotros con los vahos que exhala, como si deseara indicarnos


que nos espera para que volvamos a ser parte de ella. Esta sensación es triste, pero placentera a la vez, y en su caso, como suele suceder a los solitarios, es una señal inefable de integración. Imposible para él concebir la vida sin esos pequeños momentos, sin disfrutar plenamente de la naturaleza de los pequeños pueblos, que también lo seducían con antiguas arquitecturas, y que en el orden absoluto de la vida podían no durar más que unas horas al año, pero que lo tenían el resto del tiempo añorando volver a sentirlas de una forma parecida. Se volvía dócil al bajar aquella carretera franqueada por árboles y la intranquilidad de unos días antes quedaba enterrada por la visión de grandes montañas rocosas que se levaban a la lejos, y cuya forma sugería una ruta para en la que sólo se atreverían lugareños que las conocieran concienzudamente. Esas largas caminatas por la montaña -ya lo había hecho otras veces-, son de difícil desenlace, y nada que se pueda asumir sin esfuerzo. Si tenía que aconsejar Villa Arundina como destino turístico no podría hacerlo para viajeros de pura contemplación, o de aquellos que buscan la comodidad de una hamaca en la que tomar bebidas sofisticadas mientras se dejan arrullar por la vida y el clima. Los que en el interés de encontrar un viaje adecuado a su deseo, han creído que la idea tropical del descanso podía ser trasladada a una tierra de frío invernal y lluvias, sin duda se equivocan. A Bernabé tampoco le parecía una buena idea, y pensaba que en los días de invierno, tal vez podrían armar un buen ambiente en los refugios de montaña, con todo lo necesario para gandulear con una manta y con la calefacción necesaria para leer y contar historias en grupo, pero siempre en espera de un día de buen tiempo para salir a caminar a la montaña. A mitad de camino de donde se había bajado de un autobús de línea y su destino, pasó por encima de un puente romano, y se detuvo para ver el río e intentar descubrir a las truchas que desovaban en contra de la corriente. Descansó apoyado en una roca, sin dejarse confundir por el deseo de llegar, y la mejor idea de tomarse su tiempo y seguir observando cada desafío para su espíritu. Respiraba un aire húmedo y se resistía a abandonar aquel lugar por lo que lo hacía disfrutar, pero siguió adelante y se internó en un bosque. Los bosques tienen la melancolía de lo que atrapa, de la niebla que e interna en nuestro cuerpo sin que podamos saber como lo hace. Oscurecía y empezaba a dejarse envolver por el bosque y nuevas sensaciones. Iba cerrándose a la influencia de aquel hermoso paisaje, y a medida que se hundía de nuevo en la carretera empezó a ver a lo lejos, las casas y un campanario, y ya sólo le importaba llegar. Posiblemente si hubiese estado algo más lejos habría llegado arrastrándose, porque acababa de descubrir que ya no era aquel joven que recordaba y que aún se sentía (mientras no se ponía a prueba como estaba en ese momento). Viridiana lo estaba esperando en una terraza, disfrutando la última hora de la tarde, bien abrigada con un pull over bien grueso. Debería haber contado con el retraso y ya estaba un poco cansada de estar sentada en aquella silla, aunque se acompañaba de una buena cerveza y eso la relajaba. Había hablado con Barnabé por teléfono y le extrañó que no bajara del autobús con el resto de pasajeros. Todo el entusiasmo por recibirlo con todo organizado estaba a punto de desaparecer, cuando vio una figura masculina que avanzaba lentamente con una mochila al hombro por la calle principal. Le produjo una ligera emoción de cualquier forma. Se levantó y le hizo un gesto con la mano, cuando estuvo más cerca e dio un abrazo de los que se les dan a los buenos amigos, y eso que no lo conocía más que de aquel día que pasaron juntos en al comida y en el autobús, y eso, a él, le pareció sorprendente. Todo el mundo pensaba que era demasiado cariñosa, pero todos la trataban con cierta normalidad por respeto a su marido, que al fin era de la familia más antigua y respetada, al fin, historia viva de la comarca. Si algo resultaba claro de las amistad que surgía entre los dos, eso era que no se había trazado un plan sino que respondía a la más natural simpatía, y que ninguno espera un especial desenlace o tenía algún interés oculto. Por otra parte, el trabajo de registro de lugares turísticos a visitar que Bernabé realizaba podría llevarlo a cabo por sí mismo, pero valoraba en su justa medida la amabilidad que su amiga le demostraba. Para que no quedaran dudas acerca de sus intenciones le expuso los términos de su afición, y añadió confidencias, como la revista en la que escribía o el libro que deseaba escribir, que sólo e haría a una persona en la que verdaderamente confiara. Había pensado a menudo en aquel reencuentro, y en esos pensamientos, ni una sola vez había aceptado que sintiera algo por Viridiana. Sería entonces que o no quería descubrirse a sí mismo sus más ocultos deseos, o que, sin apenas apreciarlo, había ido paralizando cualquier


sentimiento por miedo a arriesgarse. Además, le hubiese resultado imposible albergar ese tipo de sensaciones después de conocer a Emil, su marido. Era el dueño de la casa rural, hostal, pensión, o como se prefiera llamarle, porque no encontraba una diferencia sustancial en el servicio rústico que daba, y ni eso ni otras cosas que había oído de él resultaron falsas o exageradas. Muchos otros invitados a aquella casa, turistas o no, preferían dar crédito a otras historias más simplistas y algunas que pertenecían al mundo de la superstición. Nada de eso le afectaba y no habría perdido un segundo en interpretar a aquellos que los difundían, ni siquiera los infundios de la señora Biertel habían llenado un momento de inquietud en su vida. La primera consideración que hizo al verse instalado en la gran casa de Emil, fue que había tenido mucha suerte de encontrar aquel lugar, porque no era cara y el servicio era muy bueno, pero además los dueños eran de una cercanía que los convertía en amigos sin haberlo previsto. Apenas le bastaron unas horas a Viridiana para entregar cierta confianza y recibirla recíprocamente, pero lo mismo pasaba con su marido. Si lo que la gente dice acerca de otros, los cuchicheos, las críticas y los infundios fueran tan devastadores que consiguieran siempre su cometido, este mundo sería inhabitable. Por fortuna, no es así, y no siempre la gente se deja llevar por las habladurías, y hasta, en ocasiones, la conciencia común se vuelve contra los envidiosos que viven creando y dimensionando los errores que otros puedan cometer, escandalizando para que nadie los perdone. Buscar el error más imperdonable es su tarea, y suele coincidir con las cosas del honor, la falta de honestidad y el abandono del propio deber. Intentar demostrar a los vecinos de Villa Arundina que no podían confiar en aquel matrimonio encantador, porque les gustaba divertirse, buscar los placeres de la vida, hacer fiestas, divertirse o viajar por separado, era algo en lo que alguien, o algunos estaban empeñados, y por lo que Bernabé sabía, lo estaban consiguiendo. Aquellos rumores, habían saltado al chófer que los visitaba con cierta periodicidad, de allí a la señora Biertel, y esta lo había soltado sin rubor alguno, en una cena a la que asistían unas cuantas personas. Bernabé no quería darle más importancia, envenenarlo con comentarios capciosos no les iba a resultar fácil a los que gustaban de estos juegos. Por su parte tenía la predisposición de sobrepasar los límites de tanta prudencia y desconfianza que le exigían los malos comentarios y la mala intención que en ellos adivinaba. En la extensión de su nueva amistad, apreció que Viridiana lo estuviera esperando, que lo recibiera de forma tan jovial, que le presentara a su marido y que lo condujera hasta su habitación sin dejarlo un momento solo hasta que estuvo instalado. Si esas eran las reglas de la acogida y de forma general los anfitriones trataban con tanto tacto y amabilidad a los visitantes, sólo podía decir que estaba en buenas manos. Teniendo en cuenta todas estas consideraciones, se dejó llevar por el efecto vacacional, se relajó y aceptó, como solía hacerlo en estos casos, dejarse sorprender. Emil le mostró el pueblo, sus edificios más emblemáticos (algunos llegaban hasta él desde cuatro o cinco siglos antes), hicieron senderismo y bebieron cerveza en el Pub del pueblo; todo resultaba conveniente y el tiempo acompañaba con días de nubes y claros muy soportables sin especiales protecciones. Pasados los primeros días una noche soñó que la pareja se dejaba abierta la puerta de su habitación, y que al pasar por el pasillo se paraba delante de ellos, mirando como se amaban, como se tocaban, como él la movía hasta ponerla en la posición deseada para poder cubrirla con mayor facilidad. Aquella mañana se levantó sudado, húmedo hasta tener que cambiar su ropa interior, y sobresaltado al creer que en su inconsciente pudiera estar jugando sordidamente con una idea que giraba en torno a un juego sexual: el voyeur que no era, pero que seguía rumores que lo excitaban hacia lo que le apetecía, pero reprimía. Se sintió lleno de atenciones el tiempo que pasó con ellos, tuvo la oportunidad de conocerlos de cerca, de imaginar las más locas fantasías y de enfrentarse a los delirios que le provocaban las malas lenguas, y no terminaba de encontrar a que era debido aquel reproche que también en el pueblo se les hacía, y llevaba a algunos a apartarse y guardad silencio cuando entraban en una tienda o en un bar. Era partícipe de su intimidad y por tanto de sus secretos, pero no más que otros huéspedes. Le preguntó a Emil sobre las historias que le habían contado del pueblo convertido en campo de batalla, pero no se hubiera atrevido a preguntarle sobre su propia historia. La entrega de Emil cuando supo que sus preguntas perseguían un artículo para una revista fue total, no tanto por la publicidad que pudiera suponer para su negocio, sino por revitalizar la notoriedad que su apellido


había perdido. Lo llevó hasta el campo mismo en el que combatieran cuerpo a cuerpo miles de hombres, y le aseguró que fueran capaces de meter una máquina para mover el terreno en aquel valle entre montañas, de allí saldrían todo tipo de esqueletos, de hombres que ya nunca descansarían en camposanto o cerca de sus familias, de caballos y de todo tipo de animales, también encontrarían armas de diferentes guerras, incluso de diferentes siglos, automáticas aún sin terminar de oxidarse, cubiertas por el mismo lodo que enterraba hachas y espadas medievales. El discurso era convincente, y no tenía motivos para creer que se trataba de una leyenda sin más fundamento que los cuentos que los abuelos cuentan a sus nietos en las noches de tormenta. Desde luego, aquel pueblo, tenía que pasar los inviernos más fríos, más largos y más monótonos del mundo. Proponía entonces, historias de decapitaciones, traiciones y heroicos personajes a los que los más viejos alcaldes habían erigido estatuas; personajes que formaban parte de la idolatría local, y que en su momento le mostraría. Sacó una foto de aquel campo de pasto verde con unas ovejas moviéndose apaciblemente sobre él, y pensó que aquella foto sería la que ilustraría la cabecera de su artículo sobre Villa Arundina. Como su mujer se desplazaba a la ciudad con cierta frecuencia por motivos de trabajo, Emil decidió ocuparse de su nuevo amigo, sustituyéndola en la labor de dar a conocer todos los rincones de interés de la villa, en descubrirle la peculiaridades de la principal industria de la región, tal cual era la ganadería, para que de esa forma pudiera llevarse una idea más o menos acabada del potencial turístico y el interés histórico del pueblo.

3 Los Antecedentes Referentes Antes de su último encuentro con su amiga recibió una terrible noticia, su padre había sufrido un ataque al corazón y había muerto. En el relato de nuestras vidas, cualquier antecedente de felicidad debe quedar en suspenso cuando la muerte se presenta como una ofensa. Se introduce en todos nuestros planes y desbarata nuestras vidas, todo debe rehacerse y contarse de nuevo, con esa triste perspectiva que lo corrompe todo. También reconocemos que ya lo sabíamos, no debería ser una sorpresa y dejamos de querer las mismas cosas y de vivir de la misma manera. Tal vez ese cambio inesperado en sus vacaciones, hasta el punto de ponerse en marcha lo antes posible, podía también influir en el aprecio que le estaba tomando a aquel sitio, y cambiar todo lo que tenía pensado escribir al respecto. En el momento de partir llegó Viridiana, y le explicó la situación, ella se mostró muy compungida y le dio un gran abrazo. Todo lo que sucedía parecía conveniente, y eso aliviaba la tristeza del momento. Nunca había sentido tan sinceras unas condolencias, así que no era de extrañar que se llevara con él no sólo un buen recuerdo, sino también la esperanza de volver y ver de nuevo a sus amigos y su peculiar forma de enfrentarse al desafío de vivir. Con todo lo visto en algo más de una semana, empezaba a imaginar lo que debía ser vivir todo el año en un pueblo, a su ritmo y sin poder olvidar que cada nueva estación es algo más que los habitantes de la ciudad llegar a percibir. Aún así, a pesar de todo lo que apreciaba la naturaleza, sabía que sus compromisos en tal mal momento, sólo le permitirían aprender a vivir en soledad, sin la compañía que le suponía preocuparse por el viejo, pero respetando los parámetros que había construido durante toda su vida. La siguiente escena se produce en una habitación con la persiana casi completamente cerrada, apenas un palmo la separa del alféizar. Bernabé lleva allí, tumbado en su cama, unas cuantas horas, desde que volvió del entierro. Ni siquiera se sacó los zapatos, ni se aflojó la corbata negra, sólo se dejó caer boca arriba, mirando al techo y con una expresión de profunda indiferencia por el mundo. Es domingo y no se oye ni un ruido, ni un coche en la calle, ni un vecino molesto de los que ponen


música o arreglan las paredes a martillazos. Las horas no existen, todos los relojes se han parado, o le han dado la vuelta o han rodado por el suelo. Durante ese tiempo remoto, imposible de medir en tablas o esferas numeradas, la inmovilidad fue total. Apenas respiraba pero sentía que se abrazaba y se daba consuelo como si algún extraño lo hiciera. De pronto como si decidiera que ya estaba bien de compadecerse de si mismo se incorporó lentamente, como si le hubiesen dado una paliza. Apenas podía adivinar donde estaba cada mueble, porque se había hecho de noche y la cuarta que separaba la persiana de estar totalmente cerrada ya no dejaba entrar ninguna luz. Encendió la lamparita de noche e hizo como que el tiempo empezaba a ponerse en marcha de nuevo con un deseo vago de saber que hora era. El tiempo decide si seguimos con vida, y esas horas de pasión religiosa se hubiese detenido a pesar de su agnosticismo. No rezó, pero el tiempo tal vez se detuvo. Al volver a mirar el reloj y tener el deseo de saber qué hora era para el mundo, entraba de nuevo en la sensación de los que saben que sus minutos son tan contados como el aire que debe expirarse. Buscó una toalla limpia en el armario y empezó a desnudarse, la yema de los dedos apenas sentía los botones irse entre los ojales. Se dirigió a la cocina y puso la ropa que se acababa de quitar en la lavadora. Se sentía sucio, extraño, sudado y deseando que todo pasara. Tampoco en esa ocasión serviría mover las agujas del reloj hacia adelante. La cartera, y las llaves las dejó encima de la mesa del comedor, cogió una manzana del frutero y le dio un mordisco, después la olvidó allí mismo. Había creído que no sería capaz de moverse, pero allí estaba, preparándose para poder dormir, para enfrentarse a la noche y sus fantasmas. La respiración era tranquila, no tenía prisa por acabar su ducha. Se acordó que el bote de gel estaba vacío, fue a un armario y cogió uno nuevo, era una buena ocasión para estrenar un nuevo bote de gel de té blanco. Lo destapó y lo olió, era la primera vez que usaba ese gel y le pareció muy fuerte, pero aún así lo puso sobre sus hombros, en la cabeza, en el pecho, y en todo el resto del cuerpo como si estuviera deseando vaciarlo. Se vistió con un pijama de manga y se sentó un un sillón a releer un libro que había empezado justo entes de sus vacaciones; no creía que pudiera terminarlo. Le habría gustado terminar todos los libros que empezaba, pero lo cierto era que si le parecían demasiado ligeros los plantaba. Cenó algo ligero, hizo café y puso la radio. Al día siguiente se levantó temprano, intentó seguir sus rutinas y se fue al trabajo. Todos se extrañaron de verlo por allí. Estaba muy afectado, tenía la piel muy blanca y acartonada y su gesto era de dolor. Llamó al director que tenía una habitación en el hotel y dormía allí mismo, y quedó con él para el desayuno en pocos minutos. Lo acompañó tomando un zumo de frutas porque ya había tomado café y se dispuso a exponer sus razones para no interrumpir su trabajo en los días de luto. Esa exposición se refería al temor de obsesionarse con la muerte y caer enfermo, a tener demasiado tiempo libre para recrearse en su dolor y a la idea de contemplar el trabajo como una evasión necesaria y, por lo tanto, una válvula de escape para el dolor. Nadie lo entendió, porque la necesidad del tiempo necesario para encauzar la debilidad que produce perder una parte de la familia (que es como perder algo de nuestra vida), es una necesidad a la que sólo se puede renunciar si el dolor no es muy profundo. Él hablaba con una voz fuerte, y con gestos precisos, y eso fue suficiente para que el director le concediera su deseo de permanecer al frente de la recepción. Mantuvo sus argumentos ante sus compañeros intentando no parecer insensible, porque de hecho, sólo él sabía el profundo dolor que se desataba cuando se quedaba solo. Después de todo, una persona que lucha contra sus pérdidas permaneciendo entero, debería parecernos admirable, pero la cultura cristiana del sur de Europa, necesita dolor, escuchar a las plañideras lamentarse con grandes gestos teatrales, y en algunos casos no son necesarias las lágrimas, pero sí los profundos lamentos y los gemidos. Posiblemente hubo críticas a sus espaldas, y eso era una maldición añadida a la otra que suponía que se cernía sobre él, desde el momento en que nada le salía bien. Podían hablar todo lo que quisieran, el estado de ánimo era bajo y parecía inalterable. También era posible que hubiese tomado algún tipo de tranquilizante, aunque eso no lo iba a confesar. Ya conocía como funcionaba lo de los compañeros que hablaban de otros compañeros a sus espaldas, pero no envió ninguna mirada de censura por eso, no tenía fuerzas. Trabajó toda la mañana en recuperar trabajo atrasado, enviar cartas que se habían quedado en el cajón y hacer llamadas telefónicas. Nadie se extrañó de escuchar su voz en la distancia, porque a través de la línea no notaban su gesto difuso y


consternado, y la mayoría desconocía que se había muerto su padre. A mediodía empezaron los turnos para salir a comer, él siguió trabajando hasta que decidió tomarse un respiro y salió a la puerta. El mundo giraba a golpe de lunes, arrancando, avanzando en sus claves. Metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros mientras una hilera de coches pasaba delante de él. En dos filas se acercaban a un semáforo a unos veinte metros que corta el flujo con demasiada frecuencia, “alguien debería reprogramarlo”, pensó. Giró la cabeza a la izquierda y vio una hilera de esos coches que venían de un colegio cercano, y reparó en que era la hora de coger a los niños en el cole y volver a casa para la hora de la comida. El hotel estaba situado en el centro de la calle principal, por lo tanto podía tomarle el pulso a la ciudad con solo ver a derecha o a la izquierda. Si empezaba a llover, aquella lenta sensación aceitosa se volvería aún más infrecuente, y el semáforo no permitiría pasar más que tres o cuatro coches antes de volver a cambiar a ámbar. No era asunto de él, pero cuando llovía los viandantes parecían suicidad metiéndose a cruzar sin ver, entre los coches, o patinando sobre el piso mojado. Dio un paso al frente y se situó al lado de la pared, las puertas de cristal a su espalda. Se mantenía tenso y erguido, como un portero. Resultaría de mal gusto apoyarse, pero se estaba mareando. En un cartel publicitario justo al otro lado de la calle alguien le había pintado unos bigotes a un político local que hacía propaganda de su plan de urbanismo, una de las esquinas del cartel empezaba a despegarse y si el mal tiempo llegaba al fin, era muy posible que cayera desmembrándose. A no ser por el buen tiempo ya estaría rodando por la acera como había sucedido otras veces. Con un movimiento inquieto sacó el pañuelo del bolsillo y se secó un sudor frío de la frente, e inspiró con fuerza. Todavía tenía que repasar el correo del día, porque los sobre que había estado viendo y abriendo eran del día anterior. Un viento caliente se levantó y el trozo de cartel despegado se agitaba con violencia. Movió los brazos como haciendo un ligero ejercicio, algo extraño, después los puso en jarras y volvió a respirar como si le faltara el aire. Encendió una lamparita que tenía sobre el mostrador porque el día se había ido oscureciendo. Intentó sentarse apuradamente, pero sin precisión, cayó al suelo desmayado y se golpeó la cabeza, un hilillo de sangre corrió sobre la baldosa. Su estado psíquico, la tensión acumulada y la disimulada depresión pudo influir en el terrible golpe que se dio en la cabeza después de su desmayo. Cualquier caso similar era atendido en pocos minutos por el médico del hotel, que no era especialista en nada, pero que pasaba por saber lo que se traía entre manos. En un tiempo razonable volvió en sí, y se toco el vendaje de la cabeza, tal y como el doctor lo había dejado, sin ser, por supuesto, un labor hecha a conciencia, pero suficiente hasta que una enfermera le hiciera la cura. Bernabé no estaba en posición de exigir nada, pero le habría gustado que lo dejaran descansar un rato y que todos salieran de la habitación a la que lo habían llevado. En esos momentos tuvo lugar una pequeña reprimenda por parte del director contra la que no pudo objetar nada. Aquel hombre se sentía engañado, y en cierto modo como si se hubiese metido en un lío, y le pedía encarecidamente que se fuera a su casa y que no volviera hasta que estuviera completamente restablecido, lo que no esperaba que fuera antes de una semana, o un mes, o lo que hiciera falta. Supuso que ante eso no había mucho más que decir, y dejó que el director del hotel se retirara aceptando todas sus condiciones. La principal consideración que deberíamos traer a cuenta acerca de lo que sabemos de Bernabé y la enfermedad que lo aqueja, es su miedo a la soledad. Si su vida hubiese sido planeada, tal vez a esas alturas no se sentiría tan desamparado. Perder a su padre, al que concebía como una ocupación bendecida, al que sólo podía cuidar y a pesar de la preocupación que le producían sus enfermedades, le había causado un vacío. En lo que se refiere a lo que podemos adivinar, no había muchas sorpresas ni secretos sobre su vida, y eso nos lleva a creer que sencillamente la llenaba con su trabajo, sus viajes, sus fotos, sus colaboraciones en revistas y algunas otras pequeñas aficiones. Por lo tanto no parece que dejarse ver en sociedad, con todo lo que eso conlleva, lo sedujera. No renunciaba a rehacer su vida, tampoco se resignaba a dejarse llevar absolutamente por sus rutinas, si bien las consideraba un apoyo. Lo que podríamos considerar una vida normal, cosas como vestirse y preocuparse por su aspecto, buscar las relaciones humanas e intentar impresionar a hombres y mujeres, en su caso no parecía una prioridad. Sería inútil intentar convencerlo de lo contrario, y cuando viajaba no mejoraba su imagen, tan gris por lo demás. Y si hacía alguna amistad, tal y como


acababa de suceder con Viridiana y Emil, no parecía perdurar o esforzarse por conservarla en el tiempo más allá de sus vacaciones. Tal vez fue por eso por lo que le sorprendió ver a Alina y Franchy cogidos de la mano y con una compostura innegable, en el entierro de su padre. Dadas las circunstancias, los saludó sin poder dedicarles demasiado tiempo. Teniendo en cuenta estos rasgos de su personalidad, y considerando las extensiones de aquel último viaje, no es difícil imaginar que nunca antes, a pesar de convivir en espacios tan reducidos como un autobús, había desprendido tal cercanía, ni había sido agasajado con tanta confianza por parte de otros pasajeros y turistas. Había en él una excitación inusual por el tiempo que habían durado sus vacaciones, pero todo se había venido abajo y nada le apetecía ya. Teniendo en cuenta que visitó el centro de salud aquella misma tarde, y después de las oportunas revisiones, al volver a casa su aspecto había mejorado, el apósito sobre su frente hasta le pareció un signo de coquetería en su madurez, y se sentó estirando las piernas para relajarse de las caminatas que se había dado. Su pensamiento se fijó en un momento reciente de su vida, que en algún aspecto le parecía intrascendente pero tenía que ver con sus más íntimas reacciones, así como con la soltería tan alargada como disfrutada. Ese pensamiento se refería a los momentos que había pasado sentado al lado de Viridiana en el autobús. Volvió a recordar su actitud desprendida, sus comentarios y sus gestos, e intentó canalizar aquellos recuerdos para definir lo que pudiera haber de verdad en la mujer que se insinuaba, cuando ya creía que esa posibilidad había sido finalmente rechazada. Cuando los hombres analizan sus limitaciones con las mujeres, suelen culparse por su falta de tacto, sin embargo, si podemos hacernos una idea de Bernabé, nada más lejos de la realidad. De ninguna manera podía culparse, o interpretarse en esos términos, en todo caso lo contrario parecería más acertado en su caso. ¿Cómo podría alguien hacerse una idea de él tan grotesca? Tenía la evidencia en el paso de los años, en lo que había sido su vida, del hombre tranquilo, por así llamarle. Nadie podría recordar un episodio violento, un piropo soez o una humillación vertida sobre una mujer, de hecho, nadie podría recordar una relación de pareja que le hubiese durado más de un año. Ahora bien si lo había intentado seducir no todo había pasado sin más, en el autobús no le había pasado desapercibido el perfume de Viridiana, su risa fácil ante sus chistes simples, y la forma en que se abalanzaba sobre él para coger una revista, o cambiar su bolso de sitio. Las dudas lo asaltaban de nuevo, ¿Sería, en verdad, incapaz de recibir las señales de una mujer que desea algo que no puede confesar? No era el tipo de hombre capaz de sacar partido de esas situaciones, y darle la vuelta aunque, corrido el riesgo, se hubiera equivocado. Podría haberse insinuado, nada tenía que perder. Ahora bien, no le gustaba que nadie se hiciera una falsa imagen de él, y por lo tanto se comportaba conforme a lo que se esperaba; ¡estaba perdido! Empezaba a hacerse a la idea de convertirse en un viejecito apacible y solitario. No era difícil de ver hombres viudos leyendo periódicos en los parques, jugando la partida en los cafés, acudiendo a los bailes para ancianos que organizan algunas salas de fiestas, y recogiéndose temprano para hacerse una cena fácil, y ver las noticias en zapatillas antes de irse a dormir. De todo lo dicho hasta el momento, una cosa estaba clara por encima de otras, se había sentido muy atraído por Viridiana, y había sabido reprimir ese sentimiento hasta el punto de aceptar la amistad de su marido. Podría haberlo deducido mucho antes, pero se negó esa reflexión hasta que llegado aquel momento, y superados los últimos dramáticos acontecimientos, tuvo fuerzas para pensar en ello. Tenía demasiado reciente todo el derrumbe de una parte de su vida y eso lo inquietaba, así como el riesgo de que se acelerara su retiro. Se encontraba muy por debajo de su nivel habitual de reacción ante lo inesperado. En verdad, en momentos parecidos, todos nos dejamos arrinconar por fuertes vientos desconocidos, arrojar a bandazos contra las esquinas sin disponer de fuerzas para rehacernos y aguantar estoicamente los malos momentos. En realidad cualquiera lo podría empujar en la calle y dejarlo por muerto en el suelo, la voz se le iba convirtiendo en un hilillo, dicho de otro modo, se sentía vencido. A todo esto habría que añadir el temor certero a que el pilar de su vida que aguantaba en pie, el cotidiano levantarse para acudir a su trabajo, pudiera también en pocos años, verse afectado por las necesidades de modernidad que su director le esgrimía. Como todo lo que subyace en la memoria, hay impresiones que se nos representan limitándonos. Parecen controlar nuestro destino cada vez que por miedo dosificamos nuestras libertad, los nuevos


desafíos. Nos iniciamos en las inevitables reminiscencias de lo vivido a una edad avanzada, cuando dejamos de correr o de buscar. En la última etapa de nuestras vidas, lo que hayamos vivido o lo que hayamos renunciado a vivir, cobra una importancia capital, en especial para los solitarios y desocupados. Las horas se llenan de esas impresiones que ya nunca se irán. Seguramente la infelicidad, el desasosiego por lo inalcanzable, es en parte responsable de ese sabor amargo que nos viene a la boca calculado de antiguos errores, de ilusiones fallidas, de desaliento y decepciones. Así pues, también estos cálculos sobre el pasado tomaban su parte en aquel momento, y es curioso, pero encontraba matices sobre su forma de actuar que no había encontrado en su momento. Veía indicios de por qué otros habían tomado sus decisiones, que en su momento le habían pasado desapercibidas, y que en su dolor actual creía que debería haber tomado en cuenta. Y así, con unas cosas y otras, proseguía en la tortura de la culparse. El momento del análisis había llegado, porque se conjugaban las cuestiones, las certezas ya no lo eran en su todo, y se dejaba invadir por la tristeza. Tres meses después aún no había superado la depresión y buscaba una cierta normalidad. Su vida se había vuelto un espanto, tal vez porque él la veía así, y no tanto porque le resultara tan insoportable su carga. Se preguntaba si se merecía aquella angustia que había hecho presa en él, sin intención de encontrar una respuesta coherente. Siempre se había considerado un tipo simpático, amable, condescendiente y guiado por la buena voluntad, sin embargo aquel camino de bondad estaba fallando, o a punto de fallar, y ya no le iba a llevar mucho más lejos. Había días especialmente largos e insoportables, y uno de esos días recibió una visita inesperada. La urgencia constante a la que sometía sus razonamientos lo llevaban demasiado lejos, y por ahí le llegaban los problemas, los agobios y las interpretaciones sórdidas de hechos pasados, que al fin, ya no debería traer a cuenta, y mucho menos, obsesionarse con ellos. Ese estado de estrés mental, chocaba, sin embargo, con su inactividad, con el cansancio y con la necesidad de pasar horas tumbado. Oyó un estruendo en la escalera y supo que alguien había vuelto a tropezar con la planta de la vecina, un enorme ficus que había puesto allí un año antes, al que cuidaba como si fuera uno de sus hijos. En algún momento, y observando el tiempo que pasaba aquella señora en la escalera limpiando las hojas, removiendo la tierra y procurando el lugar idóneo para evitar corrientes, llegó a pensar que, en realidad se dedicaba a escuchar en las puertas de otros vecinos. Pero, ¿qué iba a escuchar en su puerta si él no solía tener invitados, ni hablaba con nadie, ni tenía largas conversaciones telefónicas?

4 La Persecución Persuasiva Lo mejor de parecerse a sus héroes, es que siempre eran gente corriente, que había decidido ser como eran, pero que, en cualquier momento, podrían ser otra cosa, o Bernabé, al menos, así lo creía. Y ese tipo de gente no es fácil de encontrar, porque casi todos se empeñan en ser algo en concreto, algo determinado y en muchas ocasiones, concienzudamente planeado; y los que son así así se cierran todas las expectativas de cambio y ya no pueden ser otra cosa. Había estado en el hotel el día anterior, y había hablado con el director. Lo habían hecho llamar y se esperaba lo peor. Entró en su despacho y se sentó en un asiento de cuero cerca de una ventana, las luces estaban apagadas, y los visillos apenas ayudaban con las sombras. Primero había creído que debía ponerse cómodo, y respiró porque estaba cansado, estiró las piernas y apoyó la espalda. Había notado que el director se hacía el distraído repasando algunos documentos, y apenas hizo un saludo gestual. Se reincorporó y


adoptó una postura más atenta, dispuesto para escuchar lo que tuviera que decir. Entonces pensó que no tenía el cuerpo para situaciones semejantes, y tuvo la tentación de desabrocharse los zapatos y quedar descalzo con la excusa de un dolor de pies, aunque sabía que nadie lo creería. Consciente de la trascendencia de la reunión intentó conservar la seriedad habitual en él. Querían saber como se encontraba, si creía que podría reincorporarse a su puesto, o si debían tomar otro tipo de decisiones, y el ejecutivo añadió que debía comprenderlo, que el hotel no podía seguir indefinidamente en esa situación provisional. Prometió hacer lo que pudiera, hablar con el médico, y que le respondería en unos días. Se puso ligeramente nervioso pero aguantó las ganas de salir corriendo, y le dio la mano. Al salir del despacho intentó analizar lo que acababa de pasar, y creyó que debía empezar a plantearse pedir una excedencia para internarse en uno de esos hospitales al pie de un lago, donde todo es quietud y tranquilidad, y así intentar tratar los “desajustes” que indudablemente se habían manifestado en su salud. Con el tiempo tal vez podría volver a la normalidad, pero nada era seguro. Bajó las escaleras a toda prisa hacia el Hall, deseaba no cruzarse con nadie, pero no le quedó más remedio que saludar a los compañeros que se encontró y decirle a unos y a otros, que se encontraba bien, y que sentía que estaba mejorando. En la calle hizo un gesto y cogió un taxi consciente de que salir de casa acentuaba sus agobios, eso lo alarmó. Oyó que la vecina salía al rellano y hablaba con la persona que había tropezado con la planta ficus, después sonó el timbre. Estuvo tentado de asomarse a la mirilla pero no le dio tiempo porque sonó el timbre. Todo estaba tranquilo, era esa hora de la tarde en la que una visita ayuda a que nada sea tan lento como promete. Intentó abrir con con rapidez pero recordó que había echado la llave y tuvo que ir a buscarla sobre la mesa de la cocina. Hizo el ruido pesado de las cerraduras cuando ya nadie contaba con tocarlas hasta el día siguiente. Al acercarse un poco más y abrir la sorpresa fue supina casi chocante, se trataba de la señora Biertel, a la que hubiese abrazado después de las presentaciones, pero recordó que había estado comiendo fruta e intentaba secar las manos en su chaqueta, mientras sonreía y la invitaba a pasar. Recogió su paraguas y lo llevó a un paragüero mientras le pedía la gabardina y le indicaba que se pusiera cómoda en el salón. Puso la gabardina sobre un sillón mientras seguía intentando encajar la arrolladora personalidad que en aquel momento estaba sentada en su salón. Se sentó justo en el medio, en un amplio sillón; el más grande, el que tenía remaches y flecos. Debería haberle advertido que era la parte más oscura del salón. Sin embargo, cuando ella decidía no le gustaba que la contrariaran, no concebía que su comodidad fuera puesta en cuestión. Era algo cultural, resultaba inimaginable una señora Biertel, más comedida, prudente o mejor educada. A Bernabé le parecía grandiosa en su amplitud, comodamente instalada en un gran sillón, y al mismo tiempo, no podía olvidar lo maliciosa que era, sus preguntas capciosas y las oscuras intenciones que tenían sus declaraciones aparentemente más inocentes. -Aline y Franchy me contaron que estuvieron en el entierro de tu padre. Seguimos en contacto, sobre todo con Aline mantengo conversaciones de teléfono. Estamos organizando un viaje en grupo para el año que viene, y sería un honor que nos acompañaras. -No sé que haré el año próximo. Todo está muy confuso -le ofreció una taza de café. -Yuste y yo estamos saliendo, pero iremos a ese viaje. Nos parece una buena idea. Por supuesto que no pretendía ser amable o servir de apoyo en los malos momentos, Se expresaba con pedantería, y quería una respuesta afirmativa porque deseaba tener éxito donde todos le habían dicho que fracasaría. Si se considerara aisladamente su deseo de organizar un viaje entre amigos, que no lo eran tanto, y el detalle que suponía poner en valor el aprecio que todos le tenía a su interlocutor, posiblemente pesaba mucho más demostrar y demostrarse a ella misma, que conseguía lo que se proponía. Ni siquiera de lejos, podría Bernabé llegar a pensar que había puesto el corazón en su ofrecimiento. La combinación de la mujer decidida que se pone en marcha en una empresa tan absurda, y el efecto que le causaba la sinceridad inocente con que descubría sus intenciones, le provocaba a Bernabé una sensación de desasosiego difícil de encajar. Pero fue paciente, y sacó sus mejores galletas para acompañar el café. Le propuso que se sentaran en la mesa, cerca de la ventana


y ella, muy correcta no insistió mientras no terminó su café. Cuando ella hablaba la miraba intentando parecer neutro, sin exteriorizar el cansancio que le producía; eso debía ser una señal de su exquisita educación. Luego, repensó su actitud y se dijo que no estaría mal, comentar algunos aspectos de su proposición, aunque no le interesara en absoluto. Para ser claros, el orden disciplinado que representaba, a Bernabé le resultaba desagradable, pero no se lo diría. Más bien estaría dispuesto a soportar un castigo semejante de forma indefinida, antes de confesar o entender su reacción. La mayoría de los hombres resuelven estas cuestiones más pronto que tarde y sin importarles desagradar a sus interlocutores, pero él no era así. Su actitud no tenía nada de vital, ni le permitía vivir con la libertad a la que todos aspiramos, pero no podía hacer nada por evitarlo. Tal vez no supiera interpretar algunos de los signos más evidentes de su padre, cuando se metía en cama a las tres de la tarde y no se levantaba hasta el día siguiente. Estaba aún demasiado reciente, para que no se introdujera en cada pensamiento. No se había dado cuenta entonces, pero ser anciano tenía que haber sido para él como vivir en el “pasillo de la muerte”, ese corredor de celdas donde tienen a los condenados a muerte esperando su turno, sin saber si sucederá al día siguiente, al mes siguiente, o al año siguiente. La incertidumbre se vuelve tortura y se aprende a vivir con ella, pero tiene que ser horrible que vaya y venga en los pensamientos esa sensación de ya haber muerto en vida. Ser viejo es una putada por muchos motivos, las enfermedades, la falta de fuerzas, los remordimientos, el miedo: sobre todo el miedo, esa sensación de que cada noche puede ser la última. ¿Cuánto tiempo le quedaría a él para entrar en esa fase?, ¿diez años?, ¿veinte? Biertel seguía hablando con voz monótona, pero Bernabé no estaba para viajes, mucho menos para fiestas. Sin duda ella no podía calcular lo que tenía en mente, las dudas que lo asolaban. Volvió a la cocina y dejó la loza en el fregadero. Biertel se levantó para mirar las fotos sobre el aparador, en ellas, aparecía un Bernabé joven, deportista y con unos amigos riendo y tomando cerveza en la barra de un pub. “Eso fue en mi último año de estudiante, era muy feliz entonces”, dijo él al volver al salón. Ella respondió que estaba muy guapo, lo que solía suceder con las fotografías de juventud. Se volvieron a sentar, cuando ella empezó de nuevo a hablar -He leído tu último artículo en la revista, pero creo que has exagerado. Villa Arundina está fuera de todos los circuitos. No es un destino turístico estimable. Pero se ve que encontraste en él algo que todos los demás no supimos apreciar -Asintió, y la dejó seguir con su argumento-. Si nos acompañaras el año próximo, podríamos hacer una parada allí, ¿qué dices? -Se encogió de hombros y resopló. -No se trata de eso. Estoy asistiendo a terapia con un psiquiatra, y no sé si llegado el momento lo habré superado, o seguiré con mis alucinaciones -No era del todo cierto. Mientras se daba aquella conversación en la calle el mundo seguía en movimiento, anochecía, llovía y la circulación no paraba. Los coches y sus movimientos no sólo son una señal de la hora del día, sino también del clima, y por algún motivo práctico todo el mundo saca el coche para ir a la vuelta de la esquina. Las farolas se encendieron a pesar de que era temprano, pero las nubes se habían vuelto espesas y la oscuridad era total. Posiblemente algún gato distraído intentara no majarse sin éxito debajo de una cornisa, y todas las gaviotas y las palomas habrían desaparecido adivinando la humedad en el aire antes de que empezara a llover. -Creo que has sido demasiado generoso con ese pueblo, al fin y al cabo, además de ovejas y queso, no tiene nada que ofrecer. Lo de lugar de batalla de varias guerras desde la edad media, no resulta muy creíble. ¿Sabías que Viridiana se divorció del noble dueño de la casa señorial? Tú hablas de él en ese artículo. -Sí, Emil. Todo un personaje. Lo respeto mucho, me trato muy bien. Fue atento, y se molestó mucho porque mi estancia fuera agradable. Sólo puedo decir cosas buenas de él.


¿Qué sentido tenía que la señor Biertel hubiese organizado un viaje al que quería que especialmente asistiera Bernabé? Todo parecía indicar que tenía un interés especial en provocarlo con aquello de que era la novia de Yuste, y con lo de que Viridiana no era buena, y que nunca había querido a su marido, “las mujeres así existen, se casan sin un motivo”, le había dicho. ¿Sería todo tan retorcido como parecía? Parecía buscar la forma de contrariarlo, o de causar un daño en sus convicciones. ¿De qué iba todo aquello? Todo tenía la forma de una broma, pero llegados a ese punto, Biertel ya no bromeaba; había cambiado el tono de risa fácil y comentario superficial. Hablaba de Virginia como de una desgraciada, débil de carácter y de cuerpo, triste e infeliz, dejándose abrasar por un rencor incomprensible. Debería haber calculado que no conocía lo suficiente a su interlocutor para entrar en apreciaciones tan delicadas. Biertel era soltera, y eso lo hacía pensar, sobre todo porque confundía su dolor de espíritu con el efecto de rechazo que le producían las vidas que otras personas habían vivido a su lado, por tiempo determinado. Miraba a Bernabé esperando explicaciones que nunca llegarían, como si él debiera haber entendido algo que no había estado suficientemente explicado. Tenía en sí misma todos los defectos que reprochaba en los demás. Era interesada, y su visita posiblemente había buscado algo más, algo que Bernabé no sabía interpretar. Quizás se estuvo ofreciendo para un paseo bajo la lluvia porque había estado pensando en él en secreto, pero desde luego no parecía que la pudiera entender, ni en eso ni en nada. Aquella misma noche estuvo escuchando música por primera vez desde que su padre lo dejara. Buscó el disco “Monk´s Dream”, era exactamente lo que le apetecía escuchar, porque lo había dejado a medias hacía unos meses y deseaba terminarlo, y volverlo a poner. Se sentó con una pequeña lamparita que hacía sombras, encendida pero con la pantalla opaca. Llovía como un torrente imparable, como ponerse debajo de una cascada que dejara caer el agua desde cien metros de altura. Lo sintió por Biertel, porque su paraguas no iba a ser suficiente para librarla de legar a casa completamente empapada. Abrió la revista de ofertas turísticas y la acercó tanta que hubiese podido sumergirse en ella con dejarse ir un poco más, miró las fotos que él mismo había sacado de Villa Arundina y sintió una fuerte nostalgia, lo que estaba asociado al cuadro general de su depresión. Era como sentir demasiado todas las cosas, como no ser capaz de poner freno a sus emociones, y estar avocado a echarse a llorar y llorar en plena calle, al ver a un anciano solitario caminando con aspecto desvalido y que ese anciano se pareciera a su padre. Apenas pudo esperar a que fueran las diez de la noche, la hora en que solía comer algo, para apagar todos los aparatos y en completo silencio ponerse a cocinar. En la nevera encontró carne suficiente para dar de comer a toda una legión de excursionistas después de un día agotador viajando en autobús. Calentó aceite hasta que empezó a hacer burbujas y frió la carne. Después de eso, cortó un trozo de pan que guardaba en una panera de madera, y se puso un vaso de vino. No era muy bueno en ese tipo de cosas, así que cuando volvió sobre la sartén y movió el aceite no pudo evitar que le saltara un poco sobre la mano que tenía más cerca de ella. Se separó de un salto y casi o derrama todo, la dejó y puso la mano quemada debajo del chorro de agua fría del grifo del fregadero. Después se secó con papel de cocina y se miró la parte enrojecida calculando que le saldrían unas ampollas. Se había propuesto hacer aquello bien y le cortó un poco de ajo que dejó caer encima de la carne, en unos minutos estuvo listo y apagó el fuego. Para terminar lo puso en un plato que a su vez puso en una bandeja con todo el resto, el vaso de vino, el pan, y un cuchillo y un tenedor, entonces lo tomó todo en peso y se lo llevó para la sala. Puso la televisión y mientras cenaba escuchó las noticias del día: inundaciones, un secuestro de un menor por un ajuste de cuentas con su padre, seguía la guerra en oriente próximo y Bruce presentaba un nuevo disco. Disfrutó de aquel momento, quería hacerlo antes de meterse en cama, y se propuso comer despacio, tomarse su tiempo y si después podría hacer café; eso estaría perfecto.



Tanta Nueva AlegrĂ­a


1 Tanta Nueva Alegría Ricks se tiró al agua e intentó nadar pero lo resultó imposible, no había suficiente profundidad y debía doblar los brazos porque tocaban el fondo cada vez que intentaba una nueva brazada. Se puso en pie y el agua le daba por las rodillas. Le dolían los hombros y se cogía el izquierdo con la mano derecha, con un gesto de algo artificial, que indicaba que también le dolía el orgullo. Al mirar hacia las escaleras del museo, descubrió que, en realidad nadie lo miraba. Patty, Nelly y otras chicas rodeaban e intentaban hablar con el nuevo alumno, al que no conocían demasiado. La puerta de la biblioteca seguía abierta, y el baño lo había despejado, estaba empapado, y si pasaba corriendo delante del conserje podría encerrarse en uno de los baños para sacarse la ropa y escurrirla. Al menos podría intentar volver a casa con lo mínimo, y por el camino se le secaría algo más; era un día caluroso. Había sido una estupidez lo de intentar nadar en el estanque y cuando lo hizo salpicó a los que sólo se mojaban los pies sentados en el borde, se oyeron quejas y algún insulto: debería tenerlo en cuenta, antes de que alguien se hartara de sus reacciones inesperadas y tuviera un problema. Le llegó un fuerte olor a césped recién cortado a través de la ventana del servicio, la abrió del todo y el bullicio, los gritos de las pequeñas peleas de las chicas, las carreras y las conversaciones le parecieron lo mejor del mundo, no podía existir una forma mejor de vivir ni de estar en el planeta, cualquier forma de vida que lo apartara de aquellas voces llenas de vida, tenía que tratarse de un error. Ricks tuvo tiempo suficiente de quedarse desnudo y poner una camiseta y el pantalón bajo el aire caliente del “secamanos”. En ese momento entró un conserje con un guardia de seguridad y apenas le dio tiempo a vestirse con el mismo pantalón húmedo y la camiseta lo mismo. La camisa, la ropa interior, los zapatos y la cartera lo llevaba en las manos. Aquella noche iba a cenar con Annastasia, por fortuna ella no había estado presente en el parque para ver la absurda, ridícula, truncada hazaña que acababa de intentar. A principios de año se habían ido a vivir a una casa de estudiantes y entonces apenas se conocían. Aquellas casa estaba a pocos metros del gran edificio del campus, y no necesitaban mucho más para facilitarles la vida, al menos hasta el verano. Desde la ventana de su piso se veía el parque delante de Ingeniería, y en ocasiones le gustaba verlo de noche, cuando se encendían las lámparas alrededor del estanque y de los otros edificios, y Patty, Curt y Annastasia veían un capítulo de una serie de zombies o un concierto de rock de los que ponían los sábados por la noche. La madre de Curt les había alquilado el piso, no era una mujer simpática, pero mientras los chicos hicieran sus cuentas y entre los cuatro juntaran el dinero del alquiler, no tenía mayores motivos por los que enfadarse con ellos. Se trataba de un mujer rubia y esbelta que rondaba la cincuentena pero conservaba todo su atractivo, sobre todo porque se ponía ropa ajustada y daba la impresión de tener los músculos siempre en tensión; eso le gustaba Ricks. Se preguntaba si habría hecho deporte en serio, si se entrenaría para cubrir algunos eventos populares como maratones. Ricks tenía ganas de correr algún maratón, y hubiese sido perfecto acompañar a las señora Harrys en eso, aunque sólo se trataba de dejar volar la imaginación, a lo que era aficionado. La señora Harrys vivía con su marido, un abogado muy ocupado que le dejaba mucho tiempo libre, y como su casa no estaba lejos de allí solía ir una vez al mes a cobrarles


en mano, “nada de bancos”, les decía, “terminan por quedarse con una parte sin que sepas como lo hacen”. Deberíamos traer a cuenta la incontrolable impresión que le causaban tantas cosas, la belleza, la violencia, los actos arriesgados, los curriculums bien estructurados, los espacios abiertos, las heridas abiertas, los comentarios descarnados y grotescos, todo se lo ahorraría de buena gana. Convencido de que su sensibilidad era más un inconveniente que una oportunidad de explorar aquellos aspectos de la vida, sobre lo que el resto pasaban de forma superficial, intentaba no enfrentarse a ello. Estas consideraciones una y otra vez repetidas en busca de la tan ansiada tranquilidad, era lo que lo convertía en un excéntrico con reacciones inesperadas. Una simple conversación, si se volvía escabrosa al tocar la intimidad de sus amigos, las confesiones sobre experiencias sexuales, o simplemente sus preferencias en cuanto a nombres bien conocidos por todos, de amigos y amigas o simples compañeros de clase. Se dejaba sugestionar en lo que otros consideraban una inquietante aventura, y podía terminar intentando hornear un trozo de pan a las tres de la mañana y llenando de humo la cocina y el salón. Rompía la penetración que suponía dejarse impresionar, todos lo hacían de una forma u otra, se decía. A una edad muy temprana, Annastasia había sufrido un trauma, una escena de horror de la que no solía hablar, porque a pesar de haber sucedido siendo muy niña, lo sentía muy reciente, y posiblemente no olvidaría mientras viviera. Debería bastarnos saber, de momento, que su familia fue asaltada en el aparcamiento de un restaurante, y que los asaltantes armados, habían disparado contra sus padres matándolos a los dos, después, ante los ojos aterrados de sus hijos los registraron y se llevaron todo el dinero que encontraron. No es necesario aclarar que fue un golpe de suerte que no dispararan sobre los niños, y que cuando fueron identificados y detenidos, un juez los declaró culpables, y de haber sido éste un país con pena muerte, hubiesen pagado con su vida, pero la pena fue la máxima establecida para estos casos y seguían en la cárcel. Era por eso que cada vez que quedaba con ella para cenar, Ricks evitaba los sitios retirados, solían ir andando hasta un gran centro comercial, y allí escogían restaurantes de comida rápida que estuvieran muy concurridos. La única conversación posible aquella noche iba a girar alrededor de la inminencia del fin de curso. Ricks no quería que aquella cena se repitiera al año siguiente, y estuviera delante de ella lamentándose por no haberla visto durante todo el verano, por haber pasado un calor del muerte en el pueblo sin nada más interesante que hacer que echarla de menos. Pero los primeros intentos de hablar del asunto quedaron sin respuesta, no fue hasta la última hora de la noche, después de haber tomado unos combinados en que su insistencia obtuvo alguna respuesta. La llevó a un bar solitario, un bar de trasnochadores sin ánimo de relacionarse, uno de esos bares de gente que busca tomarse una copa sin ser molestados. Un par de aquellos tipos se acodaban en la barra inclinados sobre sus bebidas, no se les veían los ojos. Ricks hizo un gesto al barman pero no obtuvo respuesta, así que se acercó hasta él para pedirle un par de cervezas. Apenas había luz y olía a humedad, así que ya se estaban arrepintiendo de su elección cuando llegaron las bebidas. “Mi madre me llamó la noche pasada, quería saber si este verano podía contar conmigo en el pueblo, y le respondí que no sabía bien aún”, Ricks hablaba intentando obtener un compromiso para pasar el verano en compañía de Annastasia, pero con sus rodeos no conseguía demasiado. La chica estaba sensible y algo deprimida, y no parecía que tuviera una idea clara de sus planes, ni de los que debía responder cuando él le pidió que lo pasaran juntos. Unos amigos del pueblo de sus tíos con los que vivía, le habían escrito porque también querían saber cuando llegaría para ir a recibirla. En cualquier momento les respondería y les contaría acerca de su curso escolar y todo lo que había aprendido y conocido ese año, y entonces tendría que decidir si en su respuesta incluía una decisión firme. De manera que no iba a responder inmediatamente, y decidió tomarse unos días para pensarlo. Annastasía no tomaba decisiones de manera impulsiva, al contrario, era mucho más fácil que perdiera buenas oportunidades por su indecisión, que por ser demasiado resolutiva y dejar de ver todos los pros y los contras. Era su personalidad, y a él le gustaba que fuera así, aunque la mayoría de sus amigos la rechazaban por ser demasiado parada. La lentitud en la juventud es un lastre, hay prisa por vivir a esas edades tempranas y nadie espera por nadie. En una mujer tan joven, cuya principal virtud no era tener los ojos como si se acabara de levantar


de cama en cualquier momento del día, esperar facilidades acerca de tal o cual propuesta no era lo más conveniente. Semejante cualidad nos lleva a imaginar la desgana, pero se trataba de una impresión física, que no tenía tanto que ver con una actitud. De hecho su comportamiento nunca denunciaría las preocupaciones que la asolaban. La languidez de algunas personas nunca exponen sus sueños inauditos, o los deseos que más los avergüenzan, pero eso no quiere decir que no existan. Durante la noche, se había quedado observándola con curiosidad, porque durante todos los momentos cotidianos, a través de sus movimientos, a cualquier hora del día, aquellos ojos medio caídos no producían el efecto desolador de aquellas horas que parecían convocar lo más sórdido de cada uno. El aspecto de su amiga había cambiado desde aquel momento unos años atrás en que su depresión se había comportado con virulencia pero él, entonces, aún no la conocía. La delgadez actual y su mirada abandonada tenía el estilo de la decadencia, tal vez resultaba la expresión de la belleza, pero no tenía nada que ver con la calavera convaleciente que había sido después de la muerte de sus padres. No se trataba de impostura, o artificio, ella era como era de forma natural, si bien no hacía demasiado por corregirse, en el supuesto de que hubiera algo que corregir. Varias veces a la semana se alisaba el pelo, y le caía lacio sobre la frente y sobre uno de sus ojos, porque era de ese tipo de pelo graso que siempre parece pastoso y apenas es necesario tocarle para que recobre su forma habitual. Se hacía la raya al lado, se lavaba la cara y parecía que acababa de salir de la piscina, con ese aspecto sofocado, limpio y sin maquillaje que esgrimen las que van al centro deportivo municipal para recuperar alguna lesión. A veces, unido a todo lo anterior sacaba de alguna parte una voz grave y profunda capaz de agrietar una porcelana, pero por fortuna no gustaba de hacer frases largas, y eso lo hacía todo aún más interesante y misterioso. Quería parecerse a Betty Davis, pensaba Ricks, y sin embargo, no pasaba de Lauren Bacall. Pero eso era mucho más de lo que cualquier humano pudiese resistir. Prefería verla como una mujer fuerte y simple, que no lo complicara emocionalmente, y mucho menos, que lo enredara con instintivos juegos de inteligencia, o como ella solía mostrarse, a la expectativa de lo que otros tuvieran que decir para sencillamente tener que expresar su aprobación o rechazo. No todo el mundo vale para hacer planes, y los que se dedican a organizarle la vida a los demás terminan por ser muy difíciles de tratar, así que en ella todo parecían ventajas. A menudo Ricks se desesperaba pensando que era demasiado raro para encontrar una chica que fuera capaz de soportar sus rarezas, pero en esta ocasión nada le parecía imposible. No le notó nada al principio, había que compartir un piso y los cuatro habían estado de acuerdo, sin entrar en pormenores ni rarezas de personalidad. En realidad se mostraban felices de la convivencia mixta, y eso se les notaba. Curt no estaba dispuesto a dejar su habitación, y las chicas estuvieron de acuerdo en compartir la suya y dejar que Ricks se instalara a sus anchas en la que quedaba libre. Curt tenía la ventaja de ser el hijo de la casera, cuando llegaba, al principio de su convivencia, a casa recogían un poco, tenían la intención, a pesar de la provisionalidad, de pasar allí unos cuantos meses; al menos hasta que terminara el curso. No tenían porque excusarse por el desorden ni nada de eso, y tampoco había forma de mantenerlo todo en orden de forma permanente. Esto duró un tiempo pero fueron cogiendo confianza, o tal vez llegaron a la conclusión de que Curt era tan abandonado a su pereza como todos ellos, y al fin todo fue más natural pero también más lleno de colillas, latas vacías y papeleras rebordantes. Annastasía tenía la costumbre de desayunar muy temprano. En aquel tiempo no tenía mucho que hablar con ella, pero le apetecía desayunar con ella y en un momento empezó a espirar sus movimientos y poner el despertador para poder hacerlo. Al cabo de un tiempo empezó a notar que había algo más que timidez en sus reacciones y sus apartes. Escuchar por primera vez su voz en una conversación, algo más que respuestas en monosílabos no había sido fácil. Tuvo que insistir y tener paciencia, y por lo que recordaba eso no había sucedido en el primer desayuno compartido, ni en el segundo, ni en el tercero. No quería parecer pesado y de nuevo había adoptado aquella postura ante una mujer que era dejarla llevar la iniciativa, y dio resultado, porque finalmente, algún tiempo después la conversación surgió. Fue familiarizándose con sus costumbres y sus manías, a veces desaparecía y lo dejaba con la palabra en la boca, pero el aceptó ese juego como parte de una personalidad muy complicada pero que empezaba a presentarse ya entonces como interesante. Lo que nos hace mejores o peores es como


nos enfrentamos a la muerte, y en eso ella había sido humilde dentro de la desesperación infantil del trauma recibido. Debido a las extraordinarias circunstancias que suelen acompañar a un trauma infantil, no es extraño que el individuo involucrado pase el resto de su vida desafiándose para intentar asumir que no es como el resto, y que sus amigos, sus compañeros de clase, sus familiares o incluso, sus compañeros en el trabajo, podrán entender como se siente. Ella llevaba en su corazón un gran dolor que se manifestaba de forma inesperada, que podían surgir inmediatamente después de una feliz experiencia y arruinar su vida. Podía salir con un amigo a cenar, empezar una relación con un chico, dejar que la amaran, y al segundo siguiente sentir que un miedo cerval unido a un injusto remordimiento, la obligaba a salir huyendo, llegar a su casa, refugiarse en su habitación y pasar horas encogida a pesar de tomar su medicación. En muy pocas ocasiones había sido capaz de completar con el necesario sosiego una experiencia placentera, era como si se lo negara a sí misma, como si creyera que no se merecía ser feliz, o como si temiera que la felicidad fuera una trampa para que de nuevo, un hecho grotesco, violento o una terrible enfermedad mortal, se cruzara en su camino para recordarle que debería haber estado esperando que el momento llegara. El psiquiatra, el señor Tante, se lo había dejado muy claro, nadie dejaba de amar por miedo a sufrir si perdía a la persona amada. El más maravilloso pensamiento estaba a su alcance, la vida más fantástica podría entrar en sus planes sin miedos, asumiendo el dolor e intentando superarlo cada si se presentaba, pero sin aventurar que una maldición caería sobre ella por desear una vida normal llena de esperanzas, sueños e ilusiones; eso le había dicho. En una persona joven como Patty, cuyo principal rasgo era desesperarse cuando no entendía algo, permitirse ser la primera en entender la buena sintonía en los desayunos de sus compañeros de piso, fue un avance por el que se felicitó. Por supuesto, durante un tiempo largo no dijo ni insinuó nada, porque por la personalidades que desplegaban, aquello podía tratarse de uno de esos amoríos inconscientes que se mantienen latentes, pero no avanzan. Se trataba de un comportamiento normal entre jóvenes y que exigía el mayor respeto. La timidez, la vergüenza, el miedo al ridículo, y por otra parte ,la importancia a la propia reputación, y el reconocimiento de la popularidad de los más avispados, suelen ser cosas a tener muy en cuenta en ese tiempo por el que todos pasamos. Así, que con su silencio, durante todo el año había sido cómplice de algo que se iniciaba sin saber si iba a durar, si se iba a consolidar, o si al llegar el verano y dejar de verse, se difuminaría aquel interés. Conocía sus reacciones pero no esperaba la urgencia por volver a casa después de que Ricks se levantó para pagar en la barra. Era una oportunidad para insistir sobre las vacaciones de verano, caminarían sin pausa pero sin dejar de hablar de sus cosas. No estaba seguro de que fuera buena idea, pero si notaba que la contrariaba tendría tiempo de asumir sus errores. Había algo de impostura en hacerse creer a sí mismo que estaba pensando en lo mejor para Annastasia, cuando en realidad le aterraba la idea de un largo verano sometido a la canícula del pueblo. Una vez a la semana tendría que desplazarse a la ciudad en el coche de los viejos para hacer algunas compras, y si ese día era sábado se podría quedar hasta tarde, comer algo en el centro comercial o ir al cine. En alguna ocasión se encontraría con otros chicos del pueblo dispuestos a pasar un rato charlando de los viejos tiempos. En condiciones normales volvería a casa antes de la madrugada, y es posible que encontrara al viejo en el porche dando cabezadas de ojos entornados en una silla de mimbre. Si antes del amanecer aún no había vuelto se preocuparían, y eso sería muy engorroso. Creía que, con su edad, esas salidas de fin de semana ya deberían parecer más normales y estar más asumidas, pero no era así, por eso estaba pendiente de la hora aunque parase en algún bar de carretera de camino a casa. Por la mañana se levantaría antes de las doce para ayudar en casa con las tareas, y eso sería lo más excitante que le pasaría en toda la semana y cada semana del verano. La vida en casa de sus padres era muy diferente a la que llevaba en la gran ciudad. Al principio lo asumió como un cambio necesario, como un mal menor si deseaba seguir sus estudios fuera del pueblo, pero lo cierto es que se estaba acostumbrando a todo lo nuevo, y ya nada le parecía igual de bueno. La libertad de salir corriendo hasta el río, bañarse en él tirándose desde la roca más alta, subir a la montaña saliendo de mañana para volver a última hora de la tarde, ya no se parecían aventuras necesarias. Antes de volver cada uno a su habitación, tomaron café en silencio y a pesar de haber vuelto a hablar de ello no fue capaz de sacarle ni una sola palabra que le indicara que podían hacer planes juntos.


En la soledad de su habitación Ricks reflexionaba acerca del año escolar que terminaba. No hubiera podido obviar que se hacía mayor, ni le daba la espalda a la realidad de su postergada madurez, sino que se sentía bastante satisfecho de como le iban las cosas -a pesar de que sus calificaciones no iban a ser las de otros tiempos-. Había algunos inconvenientes en ello, como el choque que le suponía acostumbrarse a las nuevas ruidosas exigencias, y así y todo, ¿cómo no aceptar cuanto lo excitaba y lo emocionaba su nueva vida y sus expectativas? El día era soleado, pero el parte meteorológico no había sido igual de optimista para el día siguiente. Ricks se concentró en ponerse la ropa del “equipo de lo novatos”, tal y como todos llamaban a los chicos de atletismo de primer curso. Vio al compañero nuevo que intentaba situarse para no molestar, y se puso a su lado en los vestuarios. Luego lo volvió a ver corriendo a su lado y una sonrisa que parecía anunciar, “he venido a hacer amigos”. Por lo que contaban de él, ese muchacho se había movido con su familia desde la parte más al sur del país, y podría haber perdido el curso, pero había tramitado una traslado de expediente y estaba dispuesto a presentarse a los exámenes; si aprobaba salvaría el curso a pesar de no haber sido un año fácil para él. Ricks era de los mejores corredores del grupo, pero debería mejorar su marca si quería participar dignamente en la maratón municipal de principios de verano, y para eso no debía distraerse demasiado. No se trataba de rechazar nuevas amistades, pero necesitaba un poco de concentración y “el nuevo” no se separaba de sus talones. Intentó deshacerse de él en los últimos mil metros, y entraron casi juntos. “Buena carrera”, le dijo, y eso fue más de lo que tenía pensado decir. Una de aquellas noches, Patty quería montar una pequeña fiesta e invitó a Dred, el chico nuevo, y a Nelly a cenar. Llegaron juntos y saludaron a todos antes de ir a la cocina donde ayudaron con las tareas. Era extraño invitar a alguien y que se pusieran a trabajar, pero parecía que eso les calmaba; o, tal vez, era que huían de aquella situación de verse en la sala con Curt que era muy serio, sin saber que decirse. Sin embargo, el equipo de cocineros funcionaba animadamente, hacían chistes y conversaban. El resto los escuchaban desde la sala, y terminaron por poner música y ponerse algo de vino. Para la hora de la cena ya habían bebido suficiente, y ya no pararon. Todos se sentaron en dos mesas que unieron para la ocasión, y parecía como si se conocieran de antes porque estaban desinhibidos y riendo escandalosamente. Terminaron pronto de cana porque no tenían apenas hambre y se dedicaron a beber mucho vino, plenamente convencidos de que en su juventud nada podía hacerles daño. El espectáculo empezó a ser grotesco cuando sacaron los licores para el postre, y Curt invitó a Nelly a su habitación con la excusa de enseñarle sus revistas, lo que sin duda su madre no aprobaría. Patty entró más tarde y los encontró intimando, eso debió mover algún resorte olvidado dentro de la chica porque salió corriendo, pero se excusó diciendo que iba a tomar el aire para que le bajara el alcohol, lo que fue un detalle porque ya no volvió hasta el día siguiente sin que nadie supiera nunca donde pasó la noche. Curt siempre creyó que la había pasado dando vueltas por las calles más iluminadas del centro, o que tal vez cayó agotada en la escalera y se quedó a dormir allí mismo. En cualquier caso, no sentía culpable y después de aquella noche, él y Nelly fueron pareja por unos meses. La odiosa noche había sido idea de Patty y resultó de todo menos divertida, al menos para ella. Ricks creía que había estado muy agudo con de sus impresiones acerca de Annastasia, pero enseguida empezó a notar que lo que él creyera timidez, había sido desinterés. No quería ser cruel, pero la actitud con Dred resultaba de lo más chocante, abalanzándose sobre él, riéndose, buscándole la boca, si se me permite decirlo así. De haber tenido una idea clara de que él quería lo mismo los dos abrían acabado copulando allí mismo, debajo de la mesa, y sin importarles que Ricks estaba a su lado bebiendo como beben los cosacos. Y, aunque no llegaron a tanto y Dred parecía poner un poco de equilibrio, sin rechazarla absolutamente, siguiéndole la corriente, pero evitándola cuando se empeñaba en tocarlo, la repugnancia que sentía Ricks era la misma, que si la escena anteriormente descrita hubiese sucedido. La principal virtud de esa noche y de noches parecidas, es que, al fin, se ponen las cartas boca arriba, o dicho de otra forma, los seres más ambiguos se quitan la careta, y concretamente en el caso que nos ocupa, la dolida y traumatizada Annastasia, de pronto se despegaba de su cuadro psicológico y lo dejaba correr hasta los límites de los que pierden el control. Atrás quedaban meses de tedio, de modosas respuestas y vidas comedidas, era el momento de hacer locuras por algún motivo difícil de comprender; quizás porque


se cansara de ser una buena chica, porque necesitaba abordar ese cambio de cara a presentarse como una experimentada mujer en los cursos superiores, o también, y esta posibilidad parecía la más probable, Dred le había gustado tanto que habría hecho cualquier cosa por pillarlo aquella misma noche. Para un joven, aún no acostumbrado a los desenfoques que la vida inesperadamente nos ofrece, cuyo carácter aún estaba por decidir, semejante situación producía un compromiso interno inasumible, una batalla heredada de razón, personalidad, orgullo y sentimiento. Pocas veces, por fortuna se sentía tan traicionado y sus convicciones expuestas a los retos de la vida. La escena a la que asistía era la demostración de cuanto se equivocaba al intentar encasillar a sus conocidos, en buenos, malos, o peores. Intentar salvar a Annastasia por encima de todo lo había hundido, no era ni parte de lo que había pensado, se le rompía el corazón. Era un idiota incapaz de ver en el fondo de las personas y, como solía sucederle, deseaba salir huyendo. Y además estaba Dred y su flagrante traición, su inesperado comportamiento. Por un lado mendigando amistad y por otro corriendo a coger la chica para irse con ella y no decir ni adiós, o eso claramente pretendía. Como en el más esplendoroso teatro, intentó interpretar al gran amigo, histriónico se levantó con voz profunda y agitando los brazos, “¡Eh Dred!, ya tenía ganas de que nos visitaras. Eres un tipo de mérito”, lo adulaba, “¿sabes Ann?, corremos en el mismo equipo de atletismo, y es de los mejores, todo un campeón, así es”. El comportamiento de Ricks sobrepasaba todo lo racional, estaba dolido pero lo ocultaba con su representación; “Vamos Dred, deja la chica un rato, parece como si tuvieras el culo pegado al banco. ¿Te apuesto a que no eres capaz de seguirme y bajar la fachada de la casa hasta la piscina del vecino y darnos un baño allí?”, le respondió con un desprecio, le espetó que estaba borracho y debía irse a dormir, pero Ricks estaba dispuesto a seguir adelante con su desafío y no dejó de hacerlo ni ante los gritos de Annastasía que le pedía que desistiera, terminó corriendo por el parque sin más ropa que un slip y una remera. En el gesto de Ricks se dibujaba una mueca amarga. Con todo, su energía era capaz de asumir todas las tempranas decepciones. Cuanto más corría más relajado se sentía y finalmente, lejos de allí, se paró y respiró hondo. Puso las manos sobre las rodilla e intentó recapacitar. Para los errores de juventud, todos ellos asumían que había tiempo a rectificar. Errores de juventud, luchas sin importancia llevadas al límite, decisiones impulsivas y volver, una y otra vez, a empezar. Empezaba a pesarle seguir siendo joven, por imposible que parezca. En la templada noche, la ausencia de aire fresco dejaba en la boca un regusto acre, sabía como una amenaza impredecible. Había un lago no muy lejos al que solían acudir los excursionistas que aparcaban en hileras y comían sobre el césped, y le pareció que podía sentir la humedad recociéndose en el aire, llevando nubes de mosquitos que se agolpaban en las farolas. No podría aliviarse del calor por mucho que corriera, pero tal vez podría algún día salvarse de sí mismo. Le subió la tensión hasta sentirla en el cuello y golpeó una pared de ladrillo con la mano abierta mientras soltaba una maldición. No tenía prisa por volver, quería darle tiempo suficiente a las parejitas para que decidieran desaparecer. Las calles vacías dan una dimensión real de su utilidad, de su imprescindible colaboración con el progreso, pero a esas horas lo hacían sentirse pequeño. Era como si un buen atasco demostrara que estaban al servicio del hombre y por lo tanto, en cierto modo domadas. Sin embargo, a esas horas de la noche lo intimidaban con su grandeza, las creía peligrosas y no dispuestas a comprometerse con nada ni con nadie. 2 “Lo que sucede en una noche de fiesta, se queda en la noche de fiesta”, eso era lo que se solía decir, pero nadie lo cumplía. Ninguno de los alumnos de la universidad era capaz de mantener en secreto las grandes heroicidades, las extravagancias, los actos grotescos de los que no sabían beber, pero, sobre todo, los despelotes y la perdida de respeto. Cuando aquel día, las chicas pensaron que se trataba de una simple cena entre amigos, confiaban en sus propias fuerzas para controlar la


situación, pero no podían suponer que en los próximos días estarían en boca de todos. Esto no sería del todo exacto sino excluimos a Patty Verna del estigma, bastante tuvo con pasar la noche en la escalera. No resulta fácil prever lo que va a suceder cuando juntamos juventud y alcohol, pero supo reaccionar a tiempo y dejar espacio y tiempo por medio. La palabra de todos aquellos que quisieron incluirla en la ligereza de las listas a otras fiestas similares, fue una palabra rota, un brazo torcido, por la fuerza de su carácter. Creo que Patty y Ricks estaban hechos el uno para el otro, pero se ve que en aquel momento aún no lo sabían, si bien se les empezaba ya a ver juntos con cierta frecuencia. En tal momento, Ricks abandonó su costumbre de levantarse temprano para desayunar con Annastasia, todo empezaba a cambiar, y entonces todos creían conocerse mejor pero de ninguna manera se tenían reservas entre ellos, eran jóvenes, seguían adelante. En otro sentido habría que tener en cuenta el dolor sufrido, eso existía, pero terminaban por atribuirlo más a su propia inocencia que a un engaño intencionado. La juventud es sabia en algunos aspectos, todos hemos sido jóvenes y debemos recordar que nunca tendremos una capacidad de encajar como entonces. No es probable en los tiempos que vivimos, que creamos podemos vivir sin contagio, ajenos a los pecados de los demás, inmunes a nuestras tentaciones e irrenunciables deseos. La renacida confianza tanto de Patty como de Ricks los llevó a acordar verse en verano. Por lo cual creyeron conveniente darse sus direcciones de correos y sus respectivos números de teléfono para así seguir en comunicación. Nadie creería que se trataba de un espontáneo romance, no esperaban eso de ellos porque sus clases sociales, sus concepciones del mundo y sus gustos eran muy diferentes, pero lo que estaba, estaba. En todo caso se expresaban con libertad, y ses sentían tan cómodos juntos, que Patty fue a recibirlo en la meta después de la maratón, y tuvo que ser paciente porque entraron un par de cientos antes de verlo a él. Precisamente por aquel motivo llegaban tarde a una de sus clases y decidieron ir juntos al parque a tirarse sobre la hierba, y, sobre todo él, recuperarse de su cansancio. Y seguía sin representar nada romántico, se trataba pues de un germen, de un incipiente interés, de conversaciones que les salían con naturalidad y de silencios compartidos. Nada podía ser entonces, porque para Ricks, los planes que había querido hacer con Annastasia estaban muy recientes. A esa edad de la juventud, cuya principal virtud es empezar a sentir la necesidad de madurar, aportar a su educación y sus nuevas vivencias la inolvidable experiencia de aferrarse a sus veranos en el pueblo, ayuda con la necesidad de ser fiel a la identidad. Semejante solución no siempre resulta de una decisión voluntaria, pero lo ayudaba a seguir teniendo los pies en el suelo. Así era, durante el primer mes que siguió a su vuelta a la casa familiar, se dedicó a tareas atrasadas de la finca, a arreglar puertas y ventanas, a alimentar a los animales y a ordenar la caseta de las herramientas. Cualquier cosa imaginable acerca de unas vacaciones bañándose en el río, tomar el sol en la piscina municipal, o dar paseos por la montaña y merendar con la puesta de sol, era sobrepasado muy ampliamente por una realidad dolorosamente mezquina. Pocas veces se había sentido tan desagradado por tener que hacer lo que siempre había hecho, por una parte no deseaba dejar de ser quien era, pero por otra, el privilegio del hombre llamado a tener estudios superiores y, algún día, llegar a optar a un puesto del concurso nacional de funcionarios de primera, eso era difícil de asumir. Sus fuerzas, sin embargo, estaban en su plenitud. Lo más esplendoroso de su vida lo estaba viviendo en aquel preciso momento. No era ese un drama tan relevante, en realidad nunca volvería a ser tan libre. Todo parecía aquel verano transcurrir con normalidad, sus padres gozaban de buena salud, el dinero para el mantenimiento de la casa era suficiente y el clima no se había mostrado más cruel y ardiente que otros veranos. Sin embargo, durante una de las visitas a la ciudad, sin haberlo deseado, Ricks se vio rodeado por una pelea en la puerta de una discoteca. Quizás no debería haber pasado por aquel lugar, sabía perfectamente que era una calle conflictiva. Iba aparentemente inmerso en sus pensamientos cuando una silla que salió de una terraza acabó encima del capó de su coche; sorprendido e intimidado metió la cabeza entre los hombros e intentó mirar al lugar del que había salido aquel objeto. Esa fue su primera reacción, llevado por el instinto frenó de golpe y cogió con fuerza el volante. En su cara se dibujó un gesto de dolor, acababa de ver a Dred entre los contendientes, daba golpes a ciegas, sin mirar a la cara de sus oponentes, sin saber de quien se


trataba, o si alguno de sus golpes se podía escapar a uno de sus amigos. Inconscientemente, a través de la ventanilla de su coche, se quedó mirando, inmóvil paralizado por la impresión. Al cabo de un rato, dudó si salir porque al fin esa había sido su primera impresión, pero no lo hizo, puso el motor en marcha y salió entre la muchedumbre muy despacio. Antes de ponerse a darle vueltas a su decisión necesitaba mover el coche, o terminaría por romperle un cristal, o eso le pareció. Intentó conciliar la seguridad en la que se amparaba, y haber bajado poniéndose el mismo a dar golpes a diestro y siniestro. Conciliar la prudencia y el desahogo no era fácil, pero además estaba lo de Dred e intentar asumir si deseaba ayudarlo, y de ser así, si hubiese conseguido llegar hasta él. Miraba la escena que quedaba atrás por el espejo retrovisor, y cuanto más fijaba en el sus ojos más imposible se le hacía dejar de hacerlo, tal era la fascinación que el nerviosismo que lo invadía ejercía sobre todo su cuerpo. Al final de la avenida torció hacia una calle más estrecha y siguió conduciendo hasta que estuvo muy lejos. Mientras duró la escena de la pelea, no tuvo tiempo de pensar en Dred, en el Dred que conocía y aquel que acababa de ver. Sin embargo, al entrar en carretera para volver al pueblo, no dejaba de tener dudas acerca cual de los dos era el verdadero. Se propuso no aprovecharse de una simple pelea, para poner en duda la reputación de aquel. Mantuvo la compostura y aceptó que no se trataba de dos personas, eran la misma, cualquiera puede pelearse alguna vez sin que eso cambie nada. La tentación de cuestionar la reputación de Dred había existido. Dio las indicaciones necesarios a su conciencia para cerrar el episodio por aquella noche. Pero, desde aquel día, notó una alteración en su ánimo, su carácter se manifestaba rudo, huraño y se encerraba en sí mismo. Sus contestaciones a los requerimientos de sus padres, eran ceñudas y eso los trajo durante unos días bastante desorientados. Se empeñaba en llevarles la contraria y corregirlos en cosas absolutamente superficiales. Se le iba el sosiego que hasta aquel momento habían conseguido en la convivencia. Al mismo tiempo su actividad y sus costumbres se vieron alteradas, se notaba cansado y desganado, y pasaba horas tirado en una manta vieja que había puesto debajo de la sombra de unos árboles. Resultaba evidente que algo lo había alterado, pero los ancianos no se atrevían a decirle nada. Patty Verna vivía a cien kilómetros de la casa de Ricks. No era un viaje fácil en coche, pero cuando lo llamó por teléfono para decirle que le haría una visita, ya estaba pensando en hacer aquel trayecto en tren. No le dio la oportunidad de dudar, le apetecía verlo y estaba decida a no dejar pasar el verano sin pasar unos días a su lado. Una tarde de calor, sin haberle dicho el día exacto ni la hora, bajó de un taxi que llegaba desde la estación y que la dejó al borde del camino. Arrastró una pequeña maleta con ruedas de plástico sobre la tierra seca. Estaba sudando y aún no sabía si se podría quedar o tendría que buscar un hotel en el pueblo. Sólo tardó un rato en disipar sus dudas, Ricks la abrazó, se la presentó a sus padres y le enseñó la habitación en la que podría pasar aquellos días. Era una habitación sencilla, la ventana cerraba mal y el colchón era demasiado blando, pero había dormido en sitios peores. Tal vez, llegado aquel momento de su vida, Ricks empezaba a saber que no es fácil vivir sin una máscara. La persona tiene formas de convivencia que exigen abandonar el estado natural por algo más elaborado, y es por eso que si a algunos les gusta correr, dejan de hacerlo en la calle, y pagan un gimnasio para hacerlo sobre una cinta eléctrica. Pasa lo mismo con la elaboración de los alimentos, es posible que sea mucho más sabroso un pescado recién salido del agua y puesto a la brasa, que otras cosas mucho más elaboradas en las que se emplean todo tipo de especias y salsas artificiales, que posiblemente tienen aditivos químicos. Pero todos, o casi todos, parecen estar de acuerdo en que lo más elaborado es lo más civilizado, lo más cultural y a lo que debemos aspirar. Quiero decir, que Ricks, empezaba a sentir que todos lo juzgarían si no daba ese paso, si no se cubría con una máscara que le sirviera a la vez de protección y tuviera algo que intimidara en su nueva y sofisticada apariencia. Ella se mantenía firme en sus convicciones, creía saber llegar al corazón de la gente, y muy posiblemente se llevaba menos sorpresas que él con sus nuevos amigos. Mantenía con claridad las diferencias fundamentales de unos y otros a pesar de ser tan joven. Se sentía tranquila y confiada en aquella cama de rancho, y se iba a cuidar de no perder los nervios si al final nada salía como había esperado. El sentimiento de camaradería que desarrollaba en favor de Ricks, era verdadero. Le


parecía que su vida era mejor cuando pensaba en él. Era fuerte, pero también creía conocer sus límites, y de lo que no estaba segura era de que él hubiese olvidado a Annastasia. Pero, al menos por un momento, aquel verano había conseguido estar a su lado, bajo su mismo techo y respirando su mismo aire, y eso era mucho más de lo que Ann podía decir. Al día siguiente se levantó temprano y salió al porche para contemplar la naturaleza en todo su esplendor. La casa estaba rodeada de grandes árboles de verdor intenso. Oyó cantar unos pajarillos en uno de ellos, e inútilmente intentó descubrirlos entre el follaje. Podría haberse ahogado de tanto aire, pero sus pulmones resistían y se acostumbraban cada minuto que pasaba. La vida se manifestaba en aquel lugar como nunca antes la había interpretado. No conocía el latir humano más allá de los atascos, las colas del metropolitano, y los estadios abarrotados para ver a los héroes deportivos los fines de semana. Todo lo que de salvaje tenía la naturaleza se volvía tibio, y se dejaba observar dulcemente. Un leve sonido a su espalda la puso alerta, un movimiento a continuación le hizo comprender que alguien, o algo, estaba a su espalda. Era un ruido de pasos ligeros, de uñas contra el suelo de madera, y de soplidos inconscientes. No parecía nada peligroso pero estaba a su espalda, eso la inquietó y se dio la vuelta. Se quedó inmóvil un segundo y al fondo del hall vio pasar a León, el perro peludo y posiblemente pulgoso de la familia. A su alrededor se movía una sombra que acudía detrás del perro, era Ricks, que le preguntó si quería café, ella asintió. “Voy a la cocina a prepararlo, no te vayas muy lejos”, y se dio media vuelta seguido por León. Los árboles eran como gigantes cargados de buenos deseos, de respeto y de vida. El mundo les debía más de lo que les daba. La estremecía la naturaleza porque no estaba muy acostumbrada a ella, y se dejaba llevar. Al mismo tiempo que imaginarlo, el viaje había comenzado en el ferrocarril, en la excitante pretensión de poder planear como iba a ser, cuando ya estaba sucediendo, y no la defraudaba. Era un todo de amistad, viaje, paisaje, y posiblemente había algo también, nuevamente de albergar buenos deseos acerca de su amigo. Ahora que se había dejado guiar por sus impulsos, se estremecía descalza sobre el porche, y aceptaba su destino fuera cual fuera. Pero primero debería terminar en la universidad, cumplir sus más inmediatos deseos, madurar, y sobre todo, encontrar un piso y nuevos amigos para compartirlo el curso próximo. Uno de ellos sería Ricks, de eso estaba segura. Se sentó en un banco recibiendo la luz del primer sol de la mañana, y escuchó la cafetera gorgotear, todo era perfecto. La existencia se hace de pequeños momentos en los que no sucede nada y debemos valorarlos. Debemos abarcar el pensamiento y sustituir los malos augurios por esperanzas, planes, y solvencia de nuevas ilusiones. La muerte parece tan lejos a los veinte años... La angustia existencial no le había llegado aún a Patty, sin embargo, con Ricks era diferente, cuando sentía la ansiosa naturaleza de los negros pensamientos necesitaba correr, por eso después de tomar un café acompañando a Patty en el porche le dijo que salía a correr, y al rato vestido con ropa apropiada y unas zapatillas de carrera salió como una flecha por el camino arenoso que lo conducían hasta los árboles que Patty había estado mirando con tanta atención. Eso le dio tiempo para dedicar la mañana a un baño largo y a lavarse la cabeza como si toda la tierra del mundo se hubiese instalado en la raíz de su pelo. No era tan descabellado intentar hablar con los padres Ricks, y ellos respondían con una sonrisa y monosílabos, porque no eran habladores, pero también porque no creían tener mucho en común con aquella muchacha que les tiraba de la lengua. No se trataba de espíritus antagónicos o desconfiados, simplemente consideraban más cómodo no hablar demasiado, eso no era tan raro entre la gente solitaria de las granjas de la comarca. Ah, pero con Ricks era diferente, tenían aquella confianza nacida de los malos momentos, e incluso, a poco que él lo reconociera, un afecto que esperaba agazapado entre las horas muertas que pasaban juntos. Pero todas sus convicciones no eran aún suficientes, Patty pensaba más de lo debido, y ella nunca había sido una persona dominante...Al llegar a aquel lugar, a pesar de que lo habían hablado, y él le había confesado que el verano se le hacía muy largo allí, y con toda las fuerzas que había tenido que acumular, le gustaría al menos, no parecer tan invasiva. No lo era, se decía, no lo presionaba. Los padres de Ricks eran muy conocidos en el pueblo, habían vivido toda su vida allí, y en los alrededores todos se conocían, se encontraban con los vecinos de otras granjas cuando bajaban a comprar algunas cosas -cosas que siempre surgían y no se podían aplazar, herramientas, un congelador, neumáticos para el auto, etc.-, cuando esos encuentros se producían dejaban de ser los


seres lacónicos y silenciosos, y entonces se paraban a hablar con ellos demostrando interés por las vidas de aaquellas personas a las que conocían y apreciaban, y se contaban las últimas novedades de sus vidas, los giros más importantes y como iba cambiando todo con el paso del tiempo. Pero con Patty era diferente, había alguna cosa que los bloqueaba, sin por ello dejar de ser amables, e intentar mostrar toda la simpatía de la que eran capaces. El día empezaba muy lentamente, era suave a esa hora, y cuando Ricks regresó de su carrera decidieron salir a dar una vuelta por el campo. Él tenía una idea vana del camino adecuado para no someter a su invitada a los inconvenientes de pasar entre las vacas de los vecinos, saltar vallas o caer de golpe en cuidadas huertas de las que los echarían a gritos si los vieran. Pasaron delante de algunas casas y él le iba contando algunas anécdotas de las personas que vivían en ellas. En un lugar, el camino tenía un repecho desde el que se podía ver el valle, y lo subieron, y Patty gozó viendo los campos sembrados, los bosques y la red de caminos del Estado pasando entre las granjas. Se sentaron en una roca, y bebieron agua de una cantimplora que él había tenido la previsión de llevar consigo. Aquel verano hicieron varios paseos parecidos, alquilaron un caballo para que Patty pudiera aprender a montar, fueron un un par de veces a la ciudad para ver el ambiente de noche y bailaron delante de una fuente, ella conoció algunos de sus amigos y fueron juntos a una verbena al pueblo de al lado, bebieron cerveza bajo la luz de la luna y, sobre todo, tuvieron mucho tiempo para hablar de sus cosas y de la vida que llevaban como estudiantes. Uno de aquellos días el padre de Ricks anunció que el sábado iba a matar un cordero y que el domingo comerían todos juntos, se trataba de una ocasión especial, y Patty se sintió muy honrada. El viejo reía orgulloso, como si de pronto se le hubiera contraído el gesto y mostraba la dentadura poderosa y amarilla. No dejó de mirarlo hasta que él conforme consigo se dio media vuelta y desapareció para ir a afilar los cuchillos. No demoró el sacrificio y ella no asistió a él porque Ricks le buscó una ocupación en al ciudad, y le pidió que fuera a hacerle recados. Cuando volvió apenas quedaban restos de la matanza, y no la dejaron entrar en el galpón donde habían desollado al animal. No vio la carne hasta el domingo, cuando la tenía en el plato cubierta de guisantes, cebolla y patatas. Removió desconfiadamente con el brillante tenedor pero eso era habitual en ella. Mientras intentaba reconocer cada uno de aquellos productos cubiertos de grasa y aceite, movía los hombros hacia adelante y evitaba mirar al viejo que tenía enfrente. Sin embargo, esto no duro, y en cuanto empezó a comer fijó sus ojos en él que l sonreía agradado. Ella tenía curiosidad por aquellas formas rústicas, sin complejos, abierta al mundo, y el anciano le respondía con la satisfacción de saberse observado. Él comía con ansia, y eso la sofocaba. En realidad no se trataba de nada obsceno, de hecho, para él era algo muy natural, y soportable para una chica por muy delicada y de ciudad que fuera. Así continuaron el tiempo suficiente para que pudiera terminar de engullir toda la carne, cuando ella apenas había probado unos guisantes. Después de aquello, no parecía que le pudiese quedar mucho espacio en el estómago, pero se puso una tazón de vino como si fuera a desayunar, y se lo tomó de un golpe. Estaba rojo, embotado y apenas capaz de hablar, y nadie se atrevería a decirle que fuera más comedido; al menos por una cuestión de salud. Sin embargo, lo miraban mientras el cometía todo tipo de excesos. Hace todo tipo de mezclas, toma tarta de postre con vino, y después se pasa al licor cuando aún tiene la boca llena de dulce. Las orejas se le ponen rojas como si fueran a empezar a arder en cualquier momento, se rasca la frente justo encima de los ojos y resopla, pero no se deja vencer. Una gran satisfacción lo invade, ya no parece su rostro,a mudado, se ha instalado en el la mueca del hombre orgulloso capaz de despreciar al mundo y sus bajezas. Ella sigue ensimismada, a su ritmo, modulando cada vez que lleva el tenedor a la boca como si estuviese afinando las cuerdas de una guitarra. Ya nada la sorprende, y nunca le molestó, acepta las costumbres por muy lejos que esté de todo el exceso. Ricks no es ajeno a todo, pero no parece importarle, está a gusto y sin aplicarse con la voracidad de su padre, como con cierta velocidad y acaba pronto, sin aspavientos. Patty se sentía por encima de otros sentimientos, llena de atenciones. El tiempo que pasó en la granja todos estuvieron pendientes de cualquier cosa que pudiera necesitar. Y resultó que a pesar de todo, Ricks no deseaba avanzar. Un sábado por la tarde fueron a nadar, el río era un bien precioso, y anduvieron hasta un lugar solitario donde tomaron el sol casi desnudos para secarse para secarse del


baño. No hablaron de amor, pero tuvieron sus cosas. No les importaba ser vistos y pusieron la ropa mojada al sol. Nadie les veía desde la carretera y en cuanto pudieron se vistieron y empezaron a caminar de vuelta. Fue entonces cuando Patty le preguntó por Annastasia, él respondió que no sabía nada de ella, pero que había visto a Dred en una pelea en la puerta de un bar. Los dos coincidieron en estar sorprendidos pero que la gente no siempre actuaba conforme a lo que se esperaba de ella. Desde luego el perfil amable e inofensivo de Dred se ponía en duda. Patty se paró y lo miró a los ojos, no quería ser malinterpretaba, pero había algo que le quería contar. Se rascó la cabeza pegando el mentón al pecho, y lo miró desde abajo levantando los párpados todo lo que pudo. “Annastasia tiene una depresión, y se cree que es culpa de Dred, pero no están juntos. No debería contarte esto. Nunca estuvieron juntos en realidad, él se aprovechó de ella, y no la quiere ver.” Ricks no respondió pero estaba pensando que Dred era un indeseable al que le habían dado su amistad y se había a provechado de todos. Los había engañado, eso parecía claro, pero ya nunca volvería a hacerlo. No deseaba empezar una conversación interminable, apremiando a su interlocutor, que acordaran convertir a aquellos que les habían causado algún daño, en demonios rabudos. El paseo hasta el río y el baño, les había hecho bajar la comida que siempre parecía más de la que podían asumir. Ella se lamentaba de estar engordando, de haberse abandonado a los placeres del campo y el sonreía porque le agradaba que así fuera. Ya no pesaba, fuera de aquel ámbito, la necesidad de recuperar los sueños de momentos anteriores. El campo estaba haciendo una labor regenerativa, una cura de paz interior que le hacía aprender a ser más paciente, porque los tiempos allí se alargaban y la inundaban; era consciente de ello y lo apreciaba. Todo lo que había conocido aquel año fuera de su hogar había sido estupendo. Además de los amigos, todos los conocimientos y la nueva forma de ver las cosas, le ayudaban a encarar la vida. Como si unicamente hubiera una forma de enfrentarse a los estudios, empezaba a relegar sus aficiones por otras más acordes con su nueva forma de estar en el mundo. Hasta había corrido la maratón, en lo que nunca había pensado, y a la que posiblemente seguiría presentándose como una cuestión de orgullo. Cuando no era más que un niño empezó a destacar por sus notas, y su padre estaba muy orgulloso de él, solía presumir en el bar del pueblo, y decía a todos que iba para presidente. Posiblemente no llegaría a presidente de nada, pero había puesto el primer pie en los estudios superiores. Aún en ese momento, a través de los verdes campos, y las cercas que limitaban las propiedades, se sentía un joven y brillante estudiante, capaz de interpretar los textos más farragosos, y dispuesto a conocer el espíritu humano. Y al mismo tiempo intentaba recordar quien era en realidad, sobre todo cuando se enfrentaba con las necesidades de la casa y las limitaciones de sus padres ya ancianos. Miraba atentamente a su amiga mientras encaraban la carretera andando, todo lo que sucedía era bueno, y las decepciones, las contrariedades establecían su inocencia en un nivel descendente, lo que no le venía nada mal, porque, nada había más chocante que un estudiante de pueblo que precisamente por eso fuera considerado un ser inocente y fácil de engañar. Debía hacerse el duro, aprender y someter sus emociones. La lucha por demostrarnos a nosotros mismos cuánto valemos, por encontrar aquello que justifica todos nuestros desvelos, empieza siempre demasiado pronto. La ansiedad que se dibuja en nuestro descomunal esfuerzo por seguir en carrera encaja en la idea que podemos hacernos de búsqueda de la felicidad, como no sucedería de otra forma, en lo que el mundo parece esperar de nosotros. De ahí nos vienen muchos de nuestras frustraciones, las que nos llevan en algún momento a asumir que somos limitados, y en ocasiones ni siquiera llegamos. No necesitamos llegar a viejos para saber que no vamos a tener una segunda oportunidad, pero, a pesar de ello, puede que desafiar a nuestras fuerzas a cualquier precio, no sea lo más acertado. Tensa como ella era, llegado un momento, empezó a interiorizar que el verano se terminaría cuando volviera a la ciudad. Allí tendría que organizar un nuevo viaje al final del verano, el que la llevaría a la ciudad universitaria. Se pasaba la vida haciendo maletas, debía asumirlo. Empezó a transmitir las señales de la partida, y finalmente lo anunció una tarde que estaban sentados en el porche despidiendo un día de mucho calor. La tierra estaba caliente de recibir el calor de sol durante todo el día, y despedía un vapor de olor agradable incluso cuando se había hecho de noche. Aún antes de partir y volver a su vida cotidiana, Patty fue agasajada con otra copiosa comida, que


era para el padre de Ricks el mejor reconocimiento y muestra de amistad que podía mostrar. El último domingo se sentaron a la mesa como si no fueran a levantarse más. Todos comieron con sin lujos, pero hasta la invitada, después de tantos días respirando aire puro había abierto el apetito y empezaba a coger kilos. No hace falta mucho para acostumbrarse a lugares que se entregan en el respirar, en el vivir, pero sobre todo, en la mesa. Miró a aquella familia con ternura terminando con todas las barreras. Se sentía abrumada por su amabilidad, y se complacía por haber vivido todos aquellos momentos. De ninguna forma podía interferir con sus costumbres de ciudad frente a la poderosa razón de aquellos dientes fuertes, capaces de masticar hasta el infinito sin levantar la cabeza del plato. Asumía sus diferencias, pero se había prestado por unos días a formar parte de todas sus contradicciones, y dejarse llevar por esa fuerza. Reconocía aquella vastedad, el territorio, el trabajo y las incomodidades, como una experiencia de vida por la que se sentía muy agradecida. Aquellas gentes de la comarca, y también la familia que la había acogido por sus vacaciones, se lo entregaban todo a su tierra, con la devoción de un creyente que hace místico su trabajo en la huerta, le daban su vida, sin engaños ni ambigüedades, lo que era, era, y estaba. El subterfugio de la máscara era un acontecimiento que ella conocía de la ciudad, y que no descubría en aquel otro ámbito que la cubría y que estaba a punto de abandonar. Hay una razón trémula para respetar a la gente que vive de la tierra, y lo había comprendido; eso se llevaba en su aprendizaje. Pero aún con todo, debía renunciar, porque sabía que nada de eso podía exigir de ella la fidelidad que se exige a una cenicienta que muere de deseo. Cuando se despidió y ya iba al coche en el que Ricks la llevaría a la estación, el viejo saludó desde la puerta de la casa, a su lado, el perro movía la cola, y después, apareció su mujer, sonriendo y saludando. Entonces, dejó las maletas en el coche y volvió para darles la mano, y abrazarlos si podía. Ante la diferencia de una despedida, le resultó reconocible abrazarlos. La reconfortó haberlo hecho, con simpleza, porque algo en sus pulmones se lo había pedido. Hubiese podido partir sin más, pero volvió hasta la puerta de la casa y respiró mejor, conteniendo la emoción de la partida que a veces sucede. Volvía fortalecida, y sin embargo, le temblaban las piernas, vacilaba, emergía de un sistema de pensamientos encontrados que la harían subir al tren incrédula de los nervios que se desataban sin haber sido convocados. De nuevo, aquella mañana se pintó los labios, y le sonrió a Ricks con aquella mezcla obscena de labios hinchados y dientes amarillos, adornada de ruidosas pulseras y anillos sin futuro. Dijo adiós desde la ventanilla de su compartimento con el pelo recién lavado, aún húmedo sacudido por el primer trote de la locomotora, frecuentemente forzado, tomando velocidad, alejándose a techo descubierto. Siempre que podía viajaba en tren, no se trataba de ningún privilegio, cualquiera podría hacerlo en clase turista. Se trataba de un pequeño aparato de cercanías, por lo tanto ni siquiera disponía de vagones individuales, y mucho menos algo realmente exclusivo. Por lo que pudo llegar a saber, sólo había dos trenes que comunicaran aquella parte del país con una gran ciudad, uno a primera hora de la mañana y otro a media tarde, fuera de esos horarios tan convenientes, la estación aparecía sumida en la soledad y un somero abandono. Tampoco resultaba incómodo, de hecho, iba casi vacío. Desde el momento que se puso en marcha creyó que podría dormir un rato, pero no fue capaz, tenía demasiadas cosas en la cabeza, sensaciones y recuerdos de los días que acababa de pasar al lado de Ricks. Una vez el camino estaba adelantado, y ya quedaba menos de la mitad del viaje sus pensamientos fueron de atrás hacia adelante; dejó de pensar en todo lo nuevo que le había pasado y empezó a pensar en como serían las cosas en el inmediato futuro. El tren se movía con uniformidad, y no tenía la impresión de velocidad de otros trenes, y eso le resultaba agradable. No tenía la impresión de urgencia de otros viajeros, uno tras otro iban pasando los postes telefónicos al lado de la ventanilla, y reconocía en los viajantes profesionales el fastidio del retraso. A eso de las cuatro de la tarde ya estaba cerca del destino, y los grandes y agrestes campos dejaban espacio a un paisaje cubierto de pequeñas casas. Le hubiera gustado haber llevado encima su aparato de música, ponerse esos tapones en las orejas, y aislarse de todo; tal vez dormitar. Miraba de reojo a un tipo preguntón que parecía querer iniciar una conversación y al que respondió sin ánimo acerca de la temperatura n el vagón. “Sí, hace calor”, y se giró ligeramente. El señor no debió entenderlo porque aún lo intentó de nuevo, “Parece que vamos con retraso”, le decía, y ella, “si, parece”, y de nuevo se giraba intentando hacer evidente que le daba la espalda y no quería conversación.


3 Encaramado Al Sol Aquel verano había sido inolvidable, pero la vida debía continuar. Unos meses pasaron, después de arreglar los papeles del nuevo curso y de encontrarse en ese trámite con muchos amigos, Patty echó de menos a Ricks. Se hizo la distraída por los pasillos por ver si lo veía aparecer para formalizar su matrícula, pero no fue así. Luego bajó a la cafetería de la facultad y allí se encontró con Curt y Nelly, que por lo que parecía avanzaban en su relación, pero ni rastro de su amigo más fiable. Él le había dicho que se iba a entrenar todo el verano y lo que le quedaba de año, para volver a participar en la maratón, pero eso no debería tener nada que ver, en absoluto, con aquella ausencia. Sabía que no apreciaba especialmente los estudios académicos, pero no podía creer que perdiera un curso por olvidar las fechas en que debía pagar su plaza. Ella sabía que de él se podía esperar lo más extraño, así que lo llamó por si ese era el caso, pero no. Le dijo que tenía las fechas apuntadas en su agenda, pero que había sucedido algo que lo cambiaba todo. Le dijo que su padre había muerto de un ataque cardíaco, y que de un día para otro había tenido que asumir la responsabilidad de mantener la granja respirando, y estar al lado de su madre, porque sólo lo tenía a él. Contestó que lo lamentaba. Estaba confusa, apenas podía reaccionar. Ricky aceptaba que se debía convertir en un granjero. Empezaría una nueva vida llena de pequeños compromisos, de producción y venta de pequeños productos. Una explotación agraria no espera por nadie. Ella, que no solía aceptar reticencias, había sido batido en un minuto con razones que no tenían objeción posible. Antes de colgar le pidió un favor, que siguiera entrenando porque quería volver a verlo en la maratón. Sonó como una despedida, uno de esos favores que, en realidad, nadie espera que se cumplan. Ya no esperaba ser querida con la avidez de un año antes, en aquellos lugares que visitaba en madrugadas de dolorosa dificultad. Por primera vez creyó que debía desafiar a lo que se esperaba que sucediera, y empezó a notar una atracción por lo que no siempre tenía que estar conforme a lo dictado. La moderada satisfacción por su resta conducta empezaba a sentirse cuestionada. Fue entonces, en su regreso para incorporarse al segundo curso, cuando la visión de costumbres de sus compañeros y compañeras empezaba a despertar. Y como si fuera un animal capaz de imitar todas las formas, los sonidos y los gestos, no perdía detalle de como se comportaban aquellos que eran considerados populares por el resto -debo decir que si todos hemos pasado por circunstancias parecidas, ahora creeremos que aquel reconocimiento era inmerecido, y si nosotros mismos fuimos populares, tal vez, y sólo tal vez, consideremos que hacíamos bastantes payasadas-. Otra característica de su carácter y forma de estar que empezaba a cambiar, tenía que ver con aquella simulada pasividad que la había retenido en tantas ocasiones, y que ahora, al ver a sus antiguos amigos era incapaz de reeditar, saltaba sobre ellos, gritaba y los abrazaba con vehemencia. Otras chicas de primero, ocupaban el lugar que ella dejaba, sentadas solitarias y modositas, atisbando a los escandalosos veteranos, dispuestas a abandonar la cafetería de la recepción en busca de lugares más recogidos para el estudio. La devoción que se suponía que los novatos debían sentir por los alumnos de cursos superiores, ella lo sabía bien, nunca había existido. Los más sobrios estudiantes, atribuían aquellas demostraciones de alegría a una necesidad o sentido de pertenencia, como una forma de reafirmar su estatus en el


prematuro comienzo de curso. No es necesario observar que en tal caso, como complemento y extensión de esa reafirmación, presumían delante de los nuevos despistados, les tomaban el pelo o adoptaban una postura de superioridad delante de ellos. No faltaba en aquel momento, en el que se trataba de conocer quienes iban a ser los nuevos compañeros de curso ese año, echar de menos a los que habían cambiado su especialidad, el horario o habían renunciado definitivamente a seguir estudiando. Y, en este último grupo se incluía Ricks, así que Patty, que conocía los detalles de esa renuncia, tuvo que explicar a uno por uno, lo lamentable de su decisión. No había morbo en ello, podía haber rivalidad, pero el sentimiento de pérdida era sincero, ni ninguno creía haberse sacado de encima un competidor, porque lo que los unía tenía más que ver con lo que vivían juntos, fuera de clase, que con los objetivos académicos y profesionales. Todo esto no llegaba a darle forma a la escena que todos ellos, premeditadamente, habían imaginado. Es decir, aquello que habían esperado nunca era como deseaban, aquel intento de escribir una historia en su pensamiento, que inmediatamente sucedería. Y había partes que se repetían, las caras habían cambiado un poco, pero, algunas aparecían. Quedaba convertir la reunión en algo memorable para contarlo con el acento de una gran fiesta, cuando no había pasado de un aburrido papeleo de oficinas, y un burocrático atardecer de cubrir instancias y recibir los sellos necesarios. Tenían la briosa concepción de sus vidas que les permitía poner un simple hecho cotidiano a la altura de un acontecimiento, y casi al momento, pasar a a otra cosa, como si su descomunal esfuerzo de un minuto antes, no valiera nada. Se asignaban la tarea de llevar al máximo exponente de la excitación, de convertir en extraordinario cualquier encuentro fortuito, y al momento, lo dejaban caer por cualquier otra causa que los distrajera. No digo que en esta tarea ostensible de no pasar nunca desapercibidos se fueran a dejar la piel, muy al contrario, su característica principal era que lo hacían porque no le costaba nada escandalizar, reír, darse abrazos y empujarse, porque estaban en su papel. Y al fin, sin haber pasado por la universidad, la mayoría de los mortales busca la misma cosa, que sus tareas se puedan hacer con cierta comodidad. Patty Verna ni siquiera sabía cuando volvería al sosiego que en su infancia y juventud había venerado, la aterraba tanto que le pusieran la etiqueta de mediocre que estaba dispuesta a unirse al club de los inconsciente, en busca de un poco de emoción. No había respeto por la commoción ajena, no estaba bien visto retirarse en silencio si se aceptaba que otro era capaz de demostraciones de alegría insuperables, había que intentar que se podía responder con una sorpresa y nervios mayores, y nunca desfallecer. El encuentro después del verano con los amigos y compañero del curso del año anterior era una fiesta de alucinaciones, sin de drogas, sin demasiado alcohol, pero alucinaciones al fin. Le pareció ver a Dred entre un grupo que se detenía para hablar delante de un ascensor, que a su vez estaba al lado de una ancha escalera, donde se iban a separar y despedirse. Se alargaba el momento, y su permanencia, cuyo principal rasgo era estar bloqueando la puerta, empezaba a resultar incómodo porque el río de estudiantes no cesaba. Lo contempló un rato, dudando si acercarse para saludarlo. Necesitaba compañeros para compartir un piso de estudiantes, y siempre sería mejor alguien a quien conocía por malo que le pareciese, que un perfecto desconocido. Aquellos gestos no le parecían como para desconfiar. Comprendía las reservas de otros chicos, ellos, como gallitos, siempre se están disputando el favor de las chicas, por eso no quería juzgarlo por lo que se contaba de él. Acaso su temperamento no era tan ceñudo, ni sus reacciones tan inesperadas. Rechazó toda prudencia y se dispuso a un encuentro que pareciera fortuito, pero lo cierto es que llevaba un rato sin quitarle ojo, y esperaría el momento oportuno para saludarlo. Al fin, algo sucedió, empezaron a darse abrazos ruidosos y se esparcieron, unos por la escalera, otros por el ascensor. Iba Dred a entrar el último, cuando ella le tocó un brazo, él se dio la vuelta y le dijo que subieran que en seguida los acompañaría. ¡Qué pastosos se vuelven los chicos con las despedidas!, se dijo Patty, pero sonrió. Lo miró de nuevo, y le pareció que llevaba ropa nueva, un polo blanco y unos jeans, todo limpio y bien planchado. Eso la intimidó un poco, nunca lo había visto así, impecable, sonriendo con la dentadura perfecta y el pelo trigueño, casi rubio, reluciente, como si lo hubiese secado al sol. Tal vez no había sido buena idea acercarse hasta allí, estaba empezando a


notar un desagradable complejo de inferioridad, y eso no era normal en ella. Se acercaron el uno al otro hasta que su conversación fue nítida, pero a pesar de los esfuerzos no conseguían decir nada especialmente excitante. Se preguntaron con qué profesores les había tocado, si tenían clases en común y cosas parecidas. De la misma forma mostraban interés por cómo habían pasado el verano, pero Patty no contó nada de su visita a la granja. Ninguno parecía impacientarse, ni él tenía prisa, a pesar de que había prometido a sus amigos que se reuniría con ellos. Posiblemente para cuando llegara ya no estarían donde habían dicho que lo esperarían. Se quedaron mirando en silencio el uno para el otro un minuto mientras pedían unos refrescos. El camarero los sirvió con rapidez, pero sin apenas hacer ruido, lo que no era normal, porque con las prisas se oían los vasos, las bandejas, y los cascos vacíos de las botellas rebotar entre sí. Patty no creía que fuera raro lo que estaba haciendo, sólo porque Dred hubiese roto con Annastasia, después de todo las parejas van y vienen durante el periodo universitario. Muy pocas aguantan y sobrepasan esa frontera, como si una vez conseguido su título necesitaran respirar. De hecho había parejas unidas por sus malas relaciones, por sus celos y discusiones, como si sus broncas fueran algo realmente importante en común, una dimensión de la pasión que quería respetar, pero que al final terminaba por destruirlo todo. Nadie podía obligar a Dred a seguir unido a Ann, sólo por evitarle la factura del psicólogo, y en eso también estaba siendo cruel. Fríamente, ¿estaba eligiendo entre su ética, y encontrar un compañero de piso? Después de todo, tendrían que ser cuatro para que aquello resultara de una economía, digamos, conveniente. Sabía que debería haberla llamado a ella primero, pero desechó la idea de Ann, por algún motivo que no entendía del todo, pero que tenía que ver con Ricks. O para no exponerla a más engaños, porque si convivía con ella iba a necesitar de toda su teatralidad para hacerla creer que la apreciaba naturalmente. Debería haberle dado esa oportunidad, y tal vez lo hubiese hecho, pero Dred estaba allí, y todo resultaba fácil, sólo tenía que plantearlo y esperar que él no tuviera ya esa parte arreglada de algún modo. Entonces, si las cosas seguían manteniendo a Ann en su vida, y en su camino, debería tener en cuenta que le debía una disculpa; pero era poco probable que el tiempo corriera en ese sentido. Al fin le colocó la pregunta a Dred, indirectamente le preguntó si tenía y a arreglado su alojamiento, y él respondió que lo tenía bastante adelantado. Los ojos de ella debieron mostrar una cierta decepción, porque el se apresuró añadir que podía sumarse al grupo, pero que tendría que dormir en una cama mueble, que la casa estaba bien, pero que ya se habían repartido los huecos y que no podía hacer nada al respecto. Le dijo quienes era los otros estudiantes, y ella apenas los conocía, pero no le pareció un mal arreglo. Ella levantaba los ojos para no coincidir con los de él. No sabría responder a algunas cosas que él pudiera preguntarle, y mantenía una estrategia que guardaba las distancias. “No sé como resultara esto”, se decía sin terminar de convencerse de estar tomando la decisión adecuada, pero suele ser determinante en tales casos, que uno lo haya buscado, eso parece tranquilizarnos acerca de nuestras propias equivocaciones. Quiero decir que si hubiese sido al revés, y hubiese sido Dred quien la buscara para ofrecerle el acuerdo, sin que ella lo esperara, le hubiese dicho que no. Además, si alguien hubiese insistido en que aceptara una propuesta que llegara desde fuera de sus cálculos, y esa insistencia hubiese sido firme, se hubiese exasperado, y hubiese gritado si fuera necesario, pero nadie la habría convencido de que aceptara. Era por eso que estaba convencida de que con ella, la psicología inversa funcionaría, en el caso de que alguien tuviera la malicia de ofrecerle lo contrario de lo que en realidad quería que aceptase. En una ocasión, cuando aún no había decidido que era lo que quería estudiar, su madre le había dicho que le gustaría que estudiara derecho o psicología, lo que le quedó claro de aquella conversación fue lo que no le gustaba. “En realidad no nos conocemos tanto, y debes saber que tengo mis rarezas, pero creo que me puede interesar esa cama mueble”, le respondió al fin. El dijo que no importaba que fuera rara, siempre que no asaltara el frigorífico por las noches, a lo que ella añadió rápida de reflejos, “no he dicho que fuera rara, sólo que tengo rarezas”. No había calculado exactamente cuánto iba a necesitar hacerse respetar con el nuevo grupo y no quería que se equivocaran con ella. Desde el principio se indignaría por cualquier malentendido si era necesario, pues esa era una de sus rarezas. Era una chica sobreprotegida por sus padres, y si por ellos fuera, se hubiesen encargado de buscarle los compañeros de piso, a lo que de ninguna manera estaba dispuesta. Su madre llegó incluso en una ocasión a pedirle a otra chica de su edad, que también cursaba estudios en la misma


ciudad, que le diera noticias de ella, porque hacía mucho que no la llamaba. Cuando Patty se enteró se armó un buen follón familiar, y nunca más intervino en la libertad que tanto deseaba. Estaba contenta, pero no quería que él lo notara. Se contuvo hasta que lo perdió de vista y entonces se fue dando saltitos infantiles, como si acabara de recibir un regalo que había deseado durante mucho tiempo. Necesitaba confiar en Dred para dar aquel paso, y lo hizo, y para cuando empezara el curso ya conocería a sus amigos Tania y Joss, y se habría instalado con ellos, por un precio repartido que le pareció ajustado a sus necesidades, y bien dividido. Se fue caminando entre avenidas, y con la cabeza mirando al suelo, llena de las novedades que lo condicionarían todo. Apenas podía dejar de pensar y mirar los grandes edificios que se levantaban a ambos lados, impaciente para cruzar sin esperar a cambiara el semáforo a verde. Le suponía un esfuerzo añadido seguir andando sin tropezar con sus propias reflexiones. Era el nuevo estado que se definía, alumna de segundo curso, incontestable. Tan sólo cuando llevaba tiempo suficiente caminando sin rumbo fijo, el aire fresco, y el arrullo de los árboles de los parques la empezaron a despejar. Cambiaba su identidad, todo aquello lo hacía, y era por su fuerza, por la forma en que su nueva vida conspiraba para cambiar el futuro. Posiblemente nada de lo que resultara al final se habría deseado premeditadamente, ni iba a ser tal y como ahora lo imaginaba, pero presentía sus capacidades. Era algo más que estar satisfecha por como había hecho las cosas hasta llegar allí, era la parte final de un reto que la llevaría a capacitarse profesionalmente, y personalmente, para interpretar los códigos de lo que exigía de sí. En ese momento, en que sus pensamientos eran más esperanzadores, tropezó con un anciano. En apenas unos segundos el hombre rodó por suelo, y se llenó de barro. No se levantaba y eso la asustó hasta hacerla dar un salto y casi ahogarse, se abalanzó sobre él para ayudarlo, y lo complicó todo aún más. Sintió el agobio propio de una situación así, y el hombre la miró enojado y rechazó su ayuda. Se levantó y se alejó maldiciendo. Lo vio irse en un borrón, porque los ojos se le hacían pequeños sin poder asumir del todo lo que acababa de suceder, y aquella imagen encogida, de paso dolorido avanzando con el pantalón lleno de barro y sin terminar de sacudirse la chaqueta. Y siguió, esta vez directamente hacia la estación, preocupada pero despierta, con la intensidad de quien acaba de recuperar el suelo. Quería animarse, pero no entendía cómo acababa de suceder aquello. No tenía la cabeza en su sitio, no podía aceptar como normal que Dred le causara aquel estado de excitación. No levitaba, pero chocaba contra pobres viejos sin culpa, no era capaz de concentrarse y su imaginación volaba. La vida es un acontecimiento tan efímero, que da pena que esté sometida a juicios superficiales, a malicias y a mezquinas estrategias, pero supongo que pensar mal es una defensa. No quería juzgar a Dred, ni por sus tatuajes fascistas, ni por su sentido desmedido del honor, que de nada le había servido cuando se decidiera a dejar tirada a Ann y no volver a hablarle. Unos meses después la convivencia parecía normalizada, y si ella había estado un poco asustada al principio, había cogido la suficiente confianza con Tania y Joss, para pasar veladas de tele hasta altas horas, en las épocas que los exámenes les daban un respiro. Ya casi había olvidado la fiesta en que Nelly y Curt se habían conocido y ella había terminado haciendo tiempo en la escalera, esperando que se hiciera de día para volver al piso y poder dormir un poco. Aquella noche, finalmente, había conseguido rehacerse y conseguir las fuerzas suficiente para entrar y pasar por el salón donde Dred y Ann estaban besándose. Él le miraba mientras pasaba en dirección a su habitación, y sin dejar de besar a Ann, ella había creído que la sonreía. Después había conseguido meterse en cama y dormir hasta mediodía. Dred no había vuelto a acercarse a ninguna chica en segundo curso, y eso la había agradado, pero necesitaba conservar el piso de estudiantes hasta los exámenes finales y no estaba en situación de poner condiciones. Si sus compañeros se decidían a hacer fiestas, tendría que acostumbrarse a que ya no era ninguna niña. La madre de Curt, posiblmente no estaría muy contenta con dejarle el piso para él y Nelly, porque ya no podría alquilarlo, y era un dinero que necesitaba, y además porque Nelly estaba embarazada y su barriga estaba tan crecida que apenas le permitía ir a clase. Además, la situación requería de un tacto especial y una complicidad con los padres de la chica, que no resultaba agradable pero lo creían una obligación moral. Fue al principio que todos estaban muy contentos con la novedad, y todo parecía ir sobre ruedas, pero cuando Curt tuvo que empezar a ocuparse de todo porque Nelly estaba muy avanzada en su estado, el muchacho


tuvo que dejar de ir a clases y aplazar su carrera. Empezó a plantearse en sacar a su familia adelante y buscar un trabajo, y todo se le iba complicando sin que pudiera comprender como todas las cosas se habían sucedido en aquella cascada de consecuencias. Todo el mundo parecía conocer los aspectos más personales de la situación que vivían Curt y Nelly, y sobre todo, las chicas, no podían comprender que hubiesen sido tan bien intencionados y tan inocentes. Si algo había contra lo que ellas estaban bien alerta, era contra un embarazo no deseado que truncara su posibilidad de terminar sus carreras, aquello por lo que se habían esforzado tanto. Pero a veces sucedía, y lo comentaban entre ella muy escandalizadas. A la futura mama le decían que estaban muy contentas por ella, pero a su espalda solían comentar que estaba tonta o que había sido muy poco inteligente. De noche, mientras veían la tele, Patty solía acostarse en una parte del sofá apoyando su cabeza sobre el regazo de Dred, porque se movía poco y la hacía sentirse segura, a pesar de ponerse pesado cuando empezaba a hablar del honor, de la patria y de la muerte. Nada estaba saliendo tan mal como algunos podían haber predicho. De cuando en cuando iban a cenar fuera o al cine, y con cierta asiduidad a pubs de moteros con cascos de la primera guerra mundial, y gruesas gafas de la misma época. Empezaba a sentirse cómoda con su nueva vida, como si hubiese pertenecido de siempre a ese mundo. A veces se quedaba sola en casa y pasaba la tarde leyendo revistas o intentando ordenar su armario, lo que se trataba de una labor muy ambiciosa, y muchas veces llegaba Dred de improviso, y tenía que salir dispara al cuarto de baño a arreglarse un poco. Sudaba intentando recomponer su cabello, lavarse la cara y cambiar la bata por una sudadera, en el mínimo de tiempo. Dred se reía por la coquetería de su amiga, pero no hacía comentarios al respecto. El resto del tiempo lo empleaba en estudiar, pero procuraba no obsesionarse, y se esforzaba lo justo para los aprobados. Tal vez el exceso de café ayudaba en ese juego de pasar la noche anterior a un examen intentando contener los datos que no había sido asimilados en su momento, y la reacción astringente de la lengua la avisaba de nuevas reacciones. Parecía muy conveniente hacer las cosas así, pero había llegado hasta allí con otra prudencia que ahora le estorbaba. También acostumbraba, en noches como esas, de llevarse un plato de pasta simplemente hervida y sin más aliño que un chorro de salsa de tomate de bote. Nunca había dejado de hacerlo, en realidad, era una costumbre infantil que le resultaba fácil y conveniente, cuando el tiempo estaba medido y necesitaba cada minuto para intentar lo imposible, superar un examen sin haberlo preparado más que la noche anterior. A su padre, un hombre recto y firme de la política local, le hubiese parecido indecente esa forma de actuar, ella nunca había sido así y lo decepcionaría conocer que estaba cambiando tanto, pero nunca lo sabría. Patty Verna estaba sujeta a su pasado, a una familia equilibrada y al amor de sus padres. Era por eso que no solía contar a los dos mundos a los que pertenecía, cosas del otro. Era fiel al dicho, de que “tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha”, y parecía que así todo podía seguir funcionando. Pero sabía que debía ser cuidadosa, que una conducta escandalosa llevaría a su padre a “cerrarle el grifo”, y que eso supondría renunciar a sus estudios hasta que se los pudiera pagar por si misma,él no se andaba con medias tintas. Esa era la verdad. A veces, llevada por la tensión lloraba a escondidas, del mismo modo, se le daba por reír en fiestas escandalosas, era pasar de un extremo a otro sin poder interpretarlo. Si alguien entraba en la habitación porque había oído sus gemidos, se enjugaba las lágrimas y terminaba riendo como una tonta, y diciendo que reía porque se sentía feliz, lo que no era verdad. Se avergonzaba de su suerte, y temía que cambiara, parecía débil, pero no lo era. El pudor existía, pero una vez superado podía esgrimir un carácter firme durante semanas sin volver a dar síntomas de alguna pena desconocida. Llorar un poco no está mal, se decía, y reanudaba su trabajo con más fuerza y determinación. Pasaba de las ganas de comerse el mundo, a la angustia que le producía el temor a fracasar, pero por lo que todo daba a entender, se trataba de arrebatos y dudas, que duraban poco. Los miedos se presentan a veces como la presencia suave de un fantasma, al que presentimos y desaparece al mirarlo fijamente, un fantasma efímero, pero que vuelve una y otra vez con la obstinada dedicación del que pretende obsesionar a su víctima. Una de aquellas noches que salían a un pub, Patty quiso parar en un cajero para consultar su saldo y calcular si podía retirar algo de dinero. Pararon en una oficina que les quedaba de camino y que no estaba lejos de su casa. Un lugar rodeado de tiendas pequeñas que a esas horas ya habían


cerrado. Pero llevaba en la cabeza que andaba mal de fondos y que posiblemente no le llegaría el dinero hasta final de mes, por lo tanto, en lugar de sacar dinero (lo que sin duda la animaría), se iba a llevar una sorpresa al ver que volvía a estar en números rojos y eso le iba a amargar la noche definitivamente. Todo estaba solitario y en silencio, Dred y lo otros chicos la esperaron en el coche de un amigo mientras ella se encaminaba a la oficina, y entonces ocurrió algo inesperado, volvió al coche muy asustada y dijo que había alguien en el cajero y que no se atrevía a entrar. Dred fue determinante, “malditos inmigrantes”, dijo mientras saltaba del coche acompañado de su amigo. Entonces, fueron las chicas las que observaron la escena desde el coche. Dred le pidió la tarjeta para abrir la puerta, y entraron de forma violenta, arrojando a aquel hombre de raza negra a golpes, después le tiraron sus cosas a la calle. “Vete a tu país”, le decía mientras lo pateaba sin darle tiempo a lamentarse. Desde aquel momento un apreciable cambio se operó en la conducta de Patty, no podía disimular el desagrado por lo que acababa de vivir, como si profundamente hubiese alterado la naturaleza de todas las cosas. Una vez más la vida la superaba con su crueldad, sus contradicciones y decepciones. Al mismo tiempo que había temido ser atacada por el extranjero, odió a Dred por golpearlo cuando ya todos sabían que era inofensivo. No era fácil ver a Patty perder los estribos, pero les gritaba que lo dejaran mientras los chicos se empeñaban en golpearlo una y otra vez. Durante algún tiempo estuvo reflexionando sobre lo ocurrido, todo tipo de ideas iban y venían en su mente en las largas horas en que se aisló en su habitación, y la más recurrente era que deseaba salir de aquel lugar lo antes posible. Se sometió a repetidos arrebatos de impotencia, y de nuevo, como si fuese un mal de los esforzados estudiantes, pasaba de sentirse feliz e ilusionada, a padecer de los nervios y creer que nada era como debía ser. El trato con sus compañeros de piso se fue haciendo menos directo y cordial, y pasó a un tenso silencio que superaba distanciándose aún más y encerrándose en su habitación. Este cambio de conducta no les agradó a sus compañeros pero la consentían. En aquel tiempo no faltaron los desprecios y los apartes, y en una ocasión pudo oír a Dred con absoluta nitidez, presumiendo de sus conquistas entre las cuales la contaba a ella. Al mencionarla, y contar los más escabrosos detalles de su breve relación lo hacía sin ningún respeto, pero... ¿qué otra cosa podía esperar de él? No dudaba en contar como la había seducido, como le habían gustados sus juegos, e incluso imitaba las caras y los ruidos que ponía en el clímax de la pasión. Ella pegada a la puerta de su habitación lloraba encogiéndose como si la hubiese golpeado como al hombre que dormía en el cajero. Para terminar de ser francos, hubo otra circunstancia que influyó en estos acontecimientos. Dred era el chico más independiente y convencido de sus cosas que había conocido, no sólo era difícil influir en sus decisiones, sino que gustaba de andar solo sin que nadie supiera de sus idas y venidas. El amigo de Dred, Joss, era más o menos de su misma edad, y se conocía desde hacía años. Unos días antes de la escena con el inmigrante, Patty volvió temprano a casa y Joss estaba tirado en el sofá escuchando la radio y leyendo revistas, cuando la vio se recompuso y se sentó esperando que ella se sentara a su lado y descansara. Parecía cansada, así que Joss imaginó que se había dado una larga caminata y que querría sentarse. En el salón, el ruido de la radio parecía dispararse en los momentos de publicidad, y joss la apagó. Olía a café y ella agradeció aquel momento mientras comentaban como había ido el día (recordemos que ella entonces aún no había sido apartada del grupo, al contrario, gozaba de sus simpatías). El chico estaba animado y hablador y así empezaron a comentar lo que había pasado aquella mañana, y él le dijo que Annastasia había estado, que se lo había pasado charlando mucho rato con Dred y que finalmente se habían ido juntos. Fue una noticia de una consistencia suficiente par hacerla retroceder y para estimular su imaginación acerca de cosas que estaban pasando y que ella no sabía. Hizo algunas preguntas a Joss, pero no consiguió sacarle nada más, y aquello podía ser un problema, porque ella no sabía exactamente cuales eran sus sentimientos, pero había avanzado con Dred hasta el punto de ceder a sus más íntimas exigencias. Después de aquello Dred se vio más veces con Annastasia, y lo peor de todo fue que lo hizo furtivamente, manteniendo el secreto.


4 Las Bonitas Los estudiantes y los dueños de los bares más baratos solían llevarse bien. Llegaban con sus escándalos inocentes, sus desmedidas disculpas de principiantes cuando rompían algo, con sus chandals sudados, sus impermeables y sus monederos rebuscados de céntimo a céntimo. Los camioneros, o los repartidores eran gremios muy deseados porque consumían hambrientos y dejaban propina. Pero los estudiantes no fallaban y, si el verano flojeaba, volvían al año siguiente, así que los dueños de los bares de comidas, intentaban mantener esos dos tipos ambientes con cierta concordia. Los estudiantes se movían en grupo y eso aseguraba llenar el local a determinadas horas de la tarde, y cuando llovía a penas se movían. Eran agradecidos, y siempre tenían parra un bocadillo y una cerveza, o en su lugar, tres o cuatro chupitos de licor. Entre ello pululaban unos cuantos que eran amigos y que les gustaba el ambiente, pero que no estudiaban y les proporcionaban entradas para conciertos, discos baratos y estimulantes sin los que no aguantaban toda la noche estudiando. Algunos los miraban como chiquillos, pero cualquier cosa que hicieran se salía de la inocencia, rechazaban juegos que habían consumado un año antes por parecerles infantiles y nunca contaban a sus padres las novedades que aceleraban sus vidas -lo que habitualmente hacían antes de dar ese paso hacia la edad del despegue-. Aquellos que aún seguían en la carrera apuraban la mitad de curso y habían olvidado a los compañeros que iban dejando sus lugares vacíos en los bares. Sentada en un taburete de un bar pasaba las horas Annastasia, sin saber que sus antiguos compañeros habían cambiado sus costumbres y a esas horas estaban en otra parte de la ciudad. Ann seguía queriendo a Dred, lo buscaba, preguntaba por él, frecuentaba los lugares en los que creía que lo podía encontrar. No creía que tuviera que culpar a su amigo, por su depresión, por su inestabilidad y por su incapacidad para superar viejas inclinaciones a enfermar sin motivo. No era tan desagradecida, aunque sabía de las habladurías que lo culpaban de su recaída y no había hecho nada por cortarlas. En aquel tiempo había consultado algunos psiquiatras que había buscado en otras ciudades, sin desvincularse del señor Tante, y para eso había viajado en sus vacaciones de verano. Pero no habían sido viajes de placer porque apenas se apartaba de los circuitos programados, y volvía a su casa, inmediatamente después de hablar con los médicos. Fuese por el motivo que fuese, intentar recuperar el tiempo perdido con Dred le pareció una buena idea, y desoyó los consejos del doctor Tante que le aconsejaba llevar una vida tranquila, sin grandes desafíos o sobresaltos. Annastasia quería vivir, o dicho de otro modo, sentir la vida, y ese era un riesgo que no podía obviar. Creo que Annastasia se dejaba seducir por aquella seguridad impostada de Dred, lo mismo que le había sucedido a Patty, y posiblemente a otras chicas antes de ellas. Después de todo nadie sabía muy bien cual había sido el motivo de llegar a mitad de curso el año anterior. Desconfiar es a veces prudente, y a veces se trata de prejuicios, pero si llegaba rebotado de otro lugar del que había tenido que salir corriendo, la dimensión violenta del muchacho podía ser peor de lo que todos pensaban. Todos tenían que ir aprendiendo que sólo aquellos que pasaban los años a su lado, eran dignos de una total confianza, y aprender de los desconocidos que terminaban por darles esquinazo. Fue entonces cuando observando esta historia y otras parecidas, llegué a la conclusión de que exacerbar el nacionalismo, creer que debemos comportarnos como pueblos cerrados que temen a lo extranjero, a sus enfermedades y a su pasado asesino inconfesable, son


prejuicios que llevan a los hombres a temerse y odiarse. Con sorpresa y estupor, cualquiera que nunca haya visto en sí mismo un rastro de xenofobia, puede llegar a creer que son necesarias las referencias si no conoces a alguien de mucho tiempo, y me dispongo a rechazar cualquier pensamiento parecido. Dred no parecía recordar si lo perseguía alguna historia lamentable, si en algún momento desaparecería para entrar en prisión, contando a todo el mundo que se iba embarcado por unos años; estas cosas pasan a veces. Se traba de una persona que inclinaba a los jóvenes a confiar en él, por sus convicciones, por su firmeza y porque nadie calculaba sus secretos y sus evasivas. Supe en ese momento de la historia que nos ocupa, que el rechazo que los extranjeros producían en Dred, era el mismo que él, con su supuesto criminal pasado, producía en mi. Si él se aplicaba sus prejuicios debería rechazar su propia presencia tan lejos de su ciudad y comunidad de origen. Dred no era trigo limpio. Cuando se dio cuenta, Annastasia llevaba días coincidiendo en los bares a las horas de estudiantes, y esa búsqueda ya se había hecho muy evidente. En cierto modo se había comprometido con sus preguntas, y cuando pasaba horas sentada esperando oía cuchichear a sus antiguos compañeros, “ahí está la loca esa, tendremos que cambiar de bar”, decían. Parecía un fantasma moviéndose entre las conversaciones animadas de los otros. La puerta de aluminio y cristas se golpeaba por que tenía caída para cerrarse sola, y la lluvia empapaba la entrada con un reguero de cuerpos que resbalaban hasta la barra. Entonces, el día menos esperado encontró a uno de los amigos de su antiguo amante, y el dio las indicaciones necesarias para que lo pudiera encontrar. Este muchacho la acompañó sin desviarse demasiado de su ruta, pero el lugar que le indicaba quedaba lejos de allí y se encontraba en un lugar de intrincadas calles, de cruces difíciles de interpretar y de demasiados giros a derecha e izquierda para memorizar sin más. Le pareció que nunca había visitado aquella parte de la ciudad. Se despidieron y ella siguió avanzando hacia el lugar indicado, introduciéndose en callejones desconocidos, desembocando en amplias avenidas y de nuevos asistiéndose por estrechas callejuelas en las que poder preguntar a las señoras que hacían la compra por el ansiado destino. Iba justamente a tomar un camino cuando al preguntar a una señora de negro por el mercado de abastos -enfrente del que quedaba el bar que buscaba-, le indicó que debía seguir en la dirección contraria a la elegida. Todo esfuerzo era poco por acertar, y ella no era una chica torpe, pero parecía como si alguien se hubiese empeñado en ocultar aquel barrio del resto del mundo. Todo iba bien pero entonces, subitamente, sin que pudiera haberlo creído, se encontró en un lugar por el que ya había pasado unos minutos antes. Las calles, las esquinas, los comercios los campanarios, surgían reconocibles y avanzaba intentando no volver a encontrarlos de nuevo. Ya iba a desistir de su empresa, cuando uno de aquellos amables señores que salía de comprar fruta en una tienda, estuvo dispuesto a acompañarla hasta la siguiente carretera. Annastasia empezaba a preguntarse, ¿qué pensarían de ella y de su obsesión? Sintió la necesidad de explicarse, y entonces comprendió que no era fácil, y que ni ella entendía muy bien que hiciera todo aquello por volver a ver a una persona que tenía su propia vida, y que no sabía si la recibiría con corrección. Supo al mirar la cara de aquel hombre, que estaba deseando darles las últimas señales para separarse de ella y cruzar la calle. En ese punto se despidieron, ella siguiendo adelante como le indicaba, y él cruzando para perderse en calles aledañas. Ella se rió nerviosa, e hizo un movimiento impreciso, perturbada por al indecisión. Pero seguía sintiendo la necesidad persecutoria del reencuentro. Entonces le vino a la cabeza una idea recurrente, era demasiado tarde para cambiar las cosas; y digo recurrente, porque otras veces en su vida le había servido de trampolín hacia adelante. Tal vez se tratara de una trampa que se autoimponía, pero después de todo lo andado no iba a renunciar. No era negociable, ni se iba a llegar a un acuerdo al respecto, el regateo no se puede establecer para las cuestiones capitales, y encontrar a Dred se había convertido en el asunto más importante de su vida. Y como sucedía en esos casos, renacía de su momento de fatiga hasta encontrar un nuevo camino. Mientras estos ligeros pensamientos iban y venían como flashes en su cabeza, se rascaba nerviosa los brazos. Recordó que le había prometido a su tía que estaría el domingo para comer de vuelta a casa, y estaba quemando sus últimos cartuchos. Por algún motivo estaba convencida de que no debía cejar en su intento. Además, Dred había llegado a convertirse en algo importante, una necesidad más, dentro del complicado entramado psicológico que la mantenía en pié. De cualquier modo aquel


lugar tenía que existir, y estaba ofuscada y muy cerca. Había adelgazado los últimos días, estaba nerviosa y en ocasiones le dolía el vientre, pero no se sentía enferma como quien coge un virus o un frío. Se podía decir que estaba siempre enferma, pero de la enfermedad de los que no son capaces de poner puertas a su pensamiento. Tomó una calle en la que vio hombres cargando una camioneta, era el mercado, y enfrente encontró el lugar que buscaba. Eran las tres de la tarde, y se preguntó qué hacía a esas horas aún dando vueltas. El bar estaba vacío, unicamente dos estibadores comían platos de legumbres con tocino, nadie más. La angustiosa realidad de la espera, no era nueva para Annastasia, se había pasado la vida esperando que su sufrimiento pasara, o al menos, se mitigara. De cualquier forma, es cuanto podemos hacer, en eso no era diferente al resto del mundo. La vida es una sala de espera a la que sólo le vale la resignación. Esta sensación de estar en manos de lo que tenga que suceder se revela sobre cualquier otra, o también sobre la idea que cree justificada la existencia por uno u otro avatar de la existencia. El lector habrá percibido que. Como suele suceder en casos parecidos, Annastasia creía que salir al paso de sus ansiedades iba a disminuir su sufrimiento. El convencimiento de que puedes hacer algo por evitar las peores cosas que te pasan, por aliviar el peso, también la llevaba a ella a la obsesión por encontrar a Dred. Tal vez eso es lo que buscan algunos en los gimnasios, les tranquiliza creer que pueden hacer algo contra el tiempo y sus calamidades. Este humilde narrador no puede olvidar la imagen de un cuidador de ancianos, sentado en un taburete al lado de un moribundo, cultivando los músculos de sus brazos y sus hombros con pesas silenciosas. De ahí que algunos crean que los que luchan por sobrevivir “a brazo partido”, tienen menos posibilidades de verse invadidos por las tensiones de las enfermedades mentales; en cambio morirán pronto y sin apenas haber pensado que sucedería. Hay, en fin, un reflexión aún sobre la obsesión de Annastasia y su necesidad de demostrarse que estaba capacitada para competir. Seguía aspirando a una continuación en sus estudios, aunque eso ya no sucedería ese año. La grandeza de los que luchan por superar sus miedos, de arrancarse sus incapacidades, sólo es comparable al que decide seguir viviendo con valentía a pesar de estar perturbado y dolorido por traumas infantiles. Dejándose caer sobre un taburete, respiró como si hubiese cruzado la ciudad de punta a punta. Durante un tiempo indefinido estuvo reflexionando acerca de las cosas que le preocupaban y parecían inconexas. Meditó sobre Dred, sobre lo que le faltaba, sobre lo que tenía, sobre sus inseguridades y ansiedades, sobre la muerte de sus padres y si eso tenía tanto que ver en sus miedos de adulta, o si en realidad, sus temores dependía tan sólo de su miedo al fracaso. No tenía duda de que sus fantasmas eran reales, y precisamente por eso había convencido a su tía para conservar su psicólogo y alojarse por temporadas en un hostal barato, seguía contándole al doctor Tante sus martirios pero no le iba a contar que buscaba a Dred. Temblaba de pensar que se podía hacer de noche antes de reconocer las calles de vuelta, pero era mediodía y no parecía que fuera a tener problemas por eso. Si se le hiciera de noche en la calle, y alguien se le acercara, aunque sólo fuera por pedirle fuego, es posible que saliera gritando y corriendo con los ojos llenos de angustia. Y como sabía que eso le podía pasar, y que no podía controlarlo, llevaba un estricto control sobre los horarios en los que caía la noche en invierno y en verano. No importaba que fueran las siete de la tarde, y que la actividad fuera la normal a esas horas, la fobia a la noche la inundaba si no iba acompañada. Pidió algo de beber al tiempo que soportaba la opresión de las esperanzas incumplidas y de los fracasos pronunciados. Estaba segura de no haber perdido el tiempo, siempre se avanza, y la hora no era la mejor, pero había conocido aquel lugar y eso era importante para ella. Salieron los hombres que acabaron de comer y volvió a golpearse la puerta de aluminio. Annastasia estaba segura de que sólo haber modificado la firmeza de sus convicciones -podía verse así-, podía haber convertido sus nuevas obsesiones y exigencias, aunque también fuera capaz de apreciar que este planteamiento suponía una excusa. Agradecía cuanto le pasaba por malo que fuera, pero era incapaz de calcular como iba a terminar toda aquella motivación extra. Allí mismo, un poco más tarde se encontró con antiguos compañeros, al fin estimados amigos, o, al menos, queridos compañeros con los que poder hablar. Todos le preguntaban por qué no se había matriculado ese año, y ella respondía que estaba fatigada pero que lo retomaría. Siguió preguntando por Dred, y supuso que pronto lo sabría porque no todos los chicos eran tan discretos. Fuese como


fuese, pasó otro día y al fin lo encontró. Siguió considerando la posibilidad de retomar su relación donde la habían dejado, y al contrario de lo que hubiese pensado cualquiera, él estuvo de acuerdo, lo que no pareció una sorpresa para ella que lo besó como un animal hambriento. Se amaron toda la tarde en su habitación del hostal, y en ese tiempo, ella no dejó de llorar, alegando que lloraba de felicidad. ¡Oh Dios mío, nadie puede ser más feliz! Decía ella en momentos de aparente sosiego. Delante del doctor Tante empezó a comportarse con cierta distancia, él notaba su falta de colaboración, pero como la veía animada lo dejaba correr. Suponía que había conocido algún chico con el que había empezado a salir, y no andaba lejos de la realidad, y, si bien, los excesos de felicidad eran un anuncio de nuevas recaídas, tendría que acostumbrarse. En esos momentos hubiese podido entender cualquier cosa que le contaran sobre Dred por muy sórdido que fuera, se lo perdonaría todo tan sólo con que él la aceptara. Una de las características de las reacciones de Ann -el doctor lo sabía bien- era una ausencia absoluta de vergüenza, porque nunca había sentido estar condicionada por nada parecido. Los miedos, eso era lo que la había conducido desde niña y había descartado tantas cosas de su conducta. Poco a poco, en aquella habitación a la que Dred acudía procurando no ser visto por otros clientes del hostal, se iban habituando a una relación furtiva, en ocasiones de escapadas, de disfraces, de gestos disimulados y de caricias escondidas. Ann iba y volvía de casa de su tía, que se preocupaba por ella, pero creía que no debía interferir en sus intereses de juventud, para que fuera aprendiendo a ser independiente. La irresistible atracción que la chica tenía por Dred se manifestaba cuando surgían problemas, cuando él demostraba que era una persona violenta y en esos momentos ella creía que ya no podía estar sin él. Era una falsa sensación de seguridad, una atracción irracional que la iba llevando por un camino nuevo y desconocido. Se iba desprendiendo de su encierro, y así llegó a visitar el piso de estudiantes y supo que Patty también salía a veces con él, pero al principio no le quiso dar importancia. Estaba en la posición del que debe hacer todo lo posible por ganar su lugar en un espacio, y no podía adoptar otras posturas más decididas. Hubiese sido de una venganza implacable si se hubiese sentido traicionada, no debemos engañarnos, pero no estaba en situación de exigir la fidelidad de una relación estable. En todos los extremos de sus reacciones había algo de desequilibrio, por la imprudencia. En ese sentido, cualquier médico hubiese esperado situaciones semejantes, o habrían afirmado, sin temor a equivocarse, que los errores de juventud a los que todos los jóvenes se arrojan desafiando sus limitaciones, también se complicaban en su caso. A Dred parecía no importarle el trauma de Annastasia, consideraba que había muchas chicas menos atractivas y con peores rarezas, por muy onerosas que a otros le parecieran. Es difícil disociar la enfermedad de los acontecimientos de nuestra vida, y saber si otra persona en iguales circunstancias actuaría de la misma forma. Pero también sabemos, que hay reacciones inexplicables en las que nunca intervienen condiciones personales definitivas. Siempre he sentido un interés manifiesto por aquellos actos inexplicables que las autoridades políticas y policiales, los médicos y los familiares, sólo pueden atribuir a los desequilibrios psicológicos del agresor, pero este no era el caso de Annastasia. Por muy molesta que se sintiera no iba a reaccionar con violencia. Algunos estudios anuncian que los maltratadores de adultos, han sido niños maltratados, y se podría aventurar la teoría de que el asesinato temprano de su padres ante sus ojos infantiles, podría de adulta llevarla a cometer un crimen. Pero eso no iba a suceder, no sentía ningún tipo de empatía con aquel suceso, ni creía que eso fuese una forma de darle solución a sus problemas y sus dolores. Era precisamente ese recuerdo lo que la hacía encajar con resignación cualquier nueva contrariedad. Recordemos en este punto, que Annastasia tenía un hermano, que por su parte, llevaba una vida mucho más equilibrada, que ya no necesitaba un psicólogo y que mostraba claramente que en su caso, ya nada lo torturaba y había sabido olvidar aquello sucesos lamentables. Podía haber intentado superar su “disfunción” creyéndose sola en el mundo, pero la ayudaba y le daba fuerza pensar que su propio hermano, después de una vida igual de desgraciada había sido capaz de la fortaleza a la que aspiraba. Pasaba horas pensando, dándole vueltas a todos los aspectos positivos y negativos de su vida, y ya no se justificaba por nada; ya no sentía que todos la observaban en silencio, hablaban de ella cuando no podía oírlos, y la juzgaban injustamente.


En una ocasión se lamentó de tener que acompañar a Dred a la biblioteca, hacía mucho que no pasaba por allí, y se sentía extraña a aquel que no hacía tanto había sido su mundo. Tuvieron problemas para entrar, y como solía hacer, el bedel llamó al guardia de seguridad. Los ojos de Dred enrojecieron, y el portero recordó un hecho lamentable que sucediera hacía ya algún tiempo; un deterioro de materia o algo parecido. Desde luego, Dred no parecía el tipo de muchacho que se dedica a dejar mensajes en las mesas haciendo letras con una navaja sobre la madera. O pagaba una multa o no le volvería a dejar entrar en la biblioteca, y eso no solía suceder, así que sólo se podía atribuir a un capricho y un abuso de aquel hombre delgado y ceñudo. Cuando Dred sintió que un calor incontrolable le subía al pecho dio un brinco sobre el mostrador de la recepción, y se arrojó al cuello del otro. Annastasia sintió un estremecimiento, pero sobre todo era como si se sintiera orgullosa de toda aquella violencia. También eso era una extensión escondida de sus rarezas, y si lo pensara fríamente, cuanto más se conocía menos se gustaba. Algunos alumnos miraban la escena desagradados, y algunos no pudieron contenerse y tomaron parte defendiendo al funcionario e intentando inmovilizar a su amante. Nadie iba a aprobar aquel comportamiento, mucho menos el doctor Tante, o su tía, así que se fue escurriendo entre los curiosos y volvió sola al hostal. Aceptó estar cambiando y ya no parecía la niña tímida y sufridora de otro tiempo, muy al contrario, al verse en el reflejo de un escaparate encontró una cínica sonrisa sobre su cara y hubiese reído, porque lo estaba deseando. El cambio consistía pues es no lamentar todo lo que desgraciado tiene el hombre, ser igual al resto del mundo, integrarse en una cadena de sucesos sórdidos era lo que hacían todos; en lo que el mundo andaba. Dred miraba a Annastasia con la animosidad propia de quien se siente molestado por alguien muy cercano de quien no sabe prescindir. Con la profunda certeza de desconocer el significado del amor aprovechaba los instantes que ella ponía a sus pies. Le daba la posibilidad de experimentar una sensación de plenitud que sin embargo nunca podría acercarlo al amor. Nunca lo había sentido, nunca lo había deseado. Patty tampoco le había ofrecido eso de lo que muchos hablaban y no acababa de entender. Experimentaba algunas sensaciones nuevas, eso sí, pero no era amor. Empezaba a vivir una vida sin sobresaltos, hasta donde alcanzaba. El turbulento pasado ya no lo acosaba, y el último encuentro con Annastasia, aunque sabía que ella lo había estado persiguiendo, esperando y, si así podía decirlo, cazándolo, le había ofrecido la serenidad que deseaba durante un tiempo, y que Patty no le expresaba. Lo que había sucedido en la biblioteca no podía recordarlo con nitidez, sólo que había acabado en comisaria. Annastasia huyó, y ahí terminó el sosiego. Él no sólo sabía que estaba estrechamente relacionado con la violencia, sino que creía en ella porque las cosas importantes de los hombres de honor debían defenderse. Creo necesario decir que Dred no se consideraba un delincuente, o un ser peligroso, muy al contrario, creía firmemente en la gente que como él, se consideraban guardianes de un orden necesario. Aunque no creo que él fuera capaz de comprender en una mínima parte, que era un problema para el resto, para la gente pacífica que sólo deseaba ser libre, y que, lo he dicho muchas veces, lo que para él eran convicciones, para otros eran prejuicios. Siempre, desde que recordaba, había formado parte del orden occidental, del cristianismo, de la libre empresa, de naturaleza y costumbres de su pueblo, del rechazo a lo extranjero. Naciera entre sus iguales, creía en la historia de las naciones fraguadas por la espada, y si le era fiel a su propia tradición familiar, algún día terminaría su carrera y estaría dispuesto para tomar una posición relevante en los puestos de responsabilidad de alguna gran empresa. Donde el se movía, donde estaba cómodo, otros pensaban igual, eran parte de una ideología. Paraba en sus bares, asistía a sus reuniones lúdicas, pero nunca se había afiliado, y eso también le sirvió esa vez para no pasar una temporada en la cárcel. En cuanto a sus sueños, también los tenía, como todos los jóvenes, pero, como ya he dicho, iban más lejos de los sueños corrientes, de los que quería trabajar en su especialidad, o los que aspiraban a una vida honrada con su familia y su trabajo, Dred soñaba con la grandeza, aspiraba a convertir su vida en un acontecimiento, a ser un yuppie capaz de llevar una gran empresa a la dimensión de imperio internacional. Confusamente decidía su futuro y estaba dispuesto a demoler cualquier cosa o persona que se interpusiera entre él y eso destino que tenía que estar escrito en algún antiguo pergamino profético. La inquietud de no ser capaz de amar, no era una de sus debilidades. Sabía que otras personas, algunas que conocía, eran capaces de desesperarse por


no conocer alguna vez el amor, pero nunca había sentido la necesidad de conversar al respecto con nadie. Despreciaba a los obreros, a la gente que realizaba trabajos manuales, a los que limpiaban lo que otros ensuciaban, a los que reparaban, a los que construían, a los que no tenían inteligencia que ofrecer y se conformaban con poner su esfuerzo y su fuerza mecánica. Vivía en esos límites, y si me preguntan a mi, a Dred le hacía mucha más falta ir a la consulta del doctor Tante, que a Annastasia. Tal vez la vida lo vencería en algún momento, siempre sucede, pero mientras no llegara ese momento de fracaso y de mortalidad, seguía viendo el mundo desde su torre de oro. En su cabeza lo creía todo perfectamente estructurado, nadie regalaba nada, en la sociedad había fuerzas antagonistas y el sabía exactamente donde situarse. No quería cambiar, no se arrepentía de su ferocidad y salvajismo; humillar y aplastar a los débiles era lo que se debía hacer, guardar el orden, eso hacía. Y en los momentos libres que los estudios y sus pendencias le dejaban, se entrenaba para la maratón del principio del verano. Eso no tenía nada que ver con el amor, ni con los extranjeros, ni con sus sueños, pero sí con su necesidad de vencer, de recibir los honores y de sentirse superior al resto. La tarde de su reencuentro con Annastasia llegaba de entrenar para la maratón, había estado corriendo y en las pistas de la universidad se había colado un extranjero. Entrenaba con el resto como si cualquier cosa, jadeaba, sudaba y volvía a correr, esforzándose como si quisiera ganar. ¡Qué pretensión! ¡Qué se había creído? Dred se incorporó al grupo que corría y se puso a su lado, diciéndole algunas cosas desagradables y amenazantes, como que debía volver a su país antes de que alguien le partiera las piernas. El moreno seguía corriendo y lo ignoraba. Cuando Dred lo hubo molestado suficiente, en un intento desesperado por perderlo de vista, aquel joven se puso el primero y sacó distancia al pelotón, y corrió como ninguno llevado en volandas por su indignación. En su situación era realmente delicado reaccionar de otro modo, poder expresarse o reaccionar enfrentándose a un desconocido que lo provocaba. Entendía todo lo que Dred le decía, su idioma era el mismo, por lo tanto no hubiese fallado la comunicación de haber existido la voluntad de entenderse. Pero no era así y hubiese sido interrumpido y tal vez golpeado si hubiese intentado razonar con su agresor, porque sólo de agresión podemos calificar lo que allí sucedió. Dred había oído que una chica andaba preguntando por él, y cuando vio a Annastasia allí sentada, en el taburete de aquel bar barato, la trató fríamente, pero al final accedió a acompañarla a su habitación para pasar la tarde fumando y bebiendo. Entonces le contó lo que había sucedido como si se tratara de una historia inventada y ella lo atendía con un profundo silencio. “En cierto modo, este tipo de cosas suceden todos los días, y me causa un profundo dolor la normalidad con que la sociedad se lo toma. Le pido a Dios que no me afecte, pero no consigo superar el hartazgo y la ira. Nos dejamos llevar por las estúpidas propuestas de la televisión comercial, que nos alinea y pretende hacernos olvidar que estamos siendo invadidos por culturas que nos son extrañas.” Bajo la triste oración que parecía recitar se escondía también el miedo. “Entré en las pistas de entrenamiento de mi facultad, que es el lugar donde suelo entrenar habitualmente con otros compañeros, y me encontré al moreno, con sus aires de superioridad, dejándolos a todos en ridículo. ¿Qué te parece? Para muchos soy un “liante”, uno que busca problemas, lo sé bien. Tuvimos unas palabritas al acabar, y no creo que vuelva, pero me han pasado una notificación para que vaya a hablar con el director. Le hubiese dado una buena paliza, pero me hubiesen expulsado, creo que hice lo correcto. Pero que sepas que el tipo no se callaba, le dije que si deseaba pelea que volviera otro día por allí, ¿y sabes que me contestó? Que estaría encantado. Annastasia le acariciaba el pelo, mientras el fumaba un cigarrillo, le temblaban las manos, y estaba nervioso. En realidad, no le gustaba que le sucedieran aquellas cosas, pero no podía controlarlo. No tenía nada más que hacer en toda la tarde. No le iba a hablar a Annastasia de Patty, y de que tampoco con ella se llevaba bien ahora. Era una traidora, y la traición no la soportaba. Cuanto antes se fuera del piso mejor, habría más espacio para todos. Así que los planes eran pasar la noche jugando con Annastasia, escuchando música y bebiendo, no cambiaba mucho del plan de la tarde. Hacía muchos meses que no sabía nada de Annastasia y su depresión, pero parecía mejorada. De todas formas, no parecía que los cambios en su vida sucedieran para durar. El relato de la confusión que reinaba en la cabeza de Dred no necesita aclaraciones adicionales.


Por sus expresiones, sus intenciones, sus actitudes y su reacciones violentas, queda sobradamente aclarado cuales son sus intenciones. El por qué de sus ansias no necesita agregar crueldades mayores. Tampoco es necesario saber gran cosa de él, los hechos en el momento presente son suficiente para juzgarlo si eso es lo que deseamos hacer con él. Pero tenemos que suponer que su personalidad procede de un estímulo cultural añadido, posiblemente de un ambiente familiar equivocado, antiguo, o resentido, en el que no vamos a entrar.

5 Predisposición Predestinación Y Perspectivas Nelly, Patty y Annastasia, como otras muchas chicas, a las que se exigía una disposición avanzada y superior acerca de sus sueños, terminaban, cada una en su lugar, tropezando con sus rupturas. Necesitaban deshacerse de su pasado para alcanzar un nuevo estatus, o al menos eso creían. Nelly al quedar embarazada y aspirar a formar una familia de forma prematura, ya casi había renunciado a terminar su carrera, y a Annastasia le pasaba algo parecido porque atender convenientemente a las tensiones que su madurez infringía a su falta de equilibrio, convertía a la enfermedad en un hijo que necesitaba atenciones adicionales. Posiblemente nunca se atreviera a tener hijos, y eso era otro drama añadido. Patty, por su parte, era la mujer que se supera afrontando decepciones. Era duro, pero se endurecía e iba comprendiendo algunas cosas. Los motivos de Dred para dejar los estudios serían mucho más serios, antes de acabar la carrera, mataría a un hombre y sería condenado a veinte años de cárcel. En el caso de Curt era también su rol de macho, tenía una familia de la que se sentía responsable y necesitaba un trabajo para darle de comer a su mujer y a su hijo. La madre de Curt, estuvo muy afectada por la “poca cabeza” de su hijo, con el que tuvo algunas conversaciones muy serias lo que los llevó a no hablarse en una temporada. Patty Verna supo que habían detenido a Dred, y no lo lamentó demasiado. Le había dolido cuando comprendió que era incapaz de amar, y que no había significado nada para él, pero eso ya había quedado atrás y no le importaba el resto. Antes de acabar el año académico, volvió a saber de Ricks, él le escribió una carta contándole los últimos acontecimientos. No eran buenas noticias, algunos meses después de la muerte del padre, había muerto su madre, y se había quedado solo al cargo de aquella enorme granja que era su arraigo pero también su cárcel. Había transcurrido tiempo suficiente para que el mundo diera muchas vueltas. Un año de vida, es un vertiginoso movimiento de cosas, actitudes y mentalidades, en los parámetros de la juventud. Era, como no podía ser de otra forma, como si hubiese pasado un largo viaje, del que no quería contarle algunas cosas. Iba a pasar tiempo en la ciudad, preparándose para la carrera maratón, y durante ese tiempo cerraría la granja, y le gustaría verla. Ella se sintió inmediatamente halagada. Estuvo en seguida dispuesta a contestarle para aceptar aquella invitación y poder acompañarlo en aquella preparación. Se veía a ella misma, animándolo y esperándolo en la meta, para saltar de alegría celebrando su hazaña. Estaba muy agradada por aquella idea, porque el curso se había vuelto muy anodino, y estudiaba por mecánica sin darse demasiadas alegrías el resto del tiempo. Posiblemente, de aquel grupo de amigos que habían compartido piso el primer curso en la universidad, Patty había sido la única, que había entendido que debían superar las dificultades. Ricks hubiese estado también en la carrera de una comprensión superior del mundo, si la vida no lo hubiese golpeado tan salvajemente. Ellos no estudiaban para ser superiores ni para sentirse mejores, pero el ego los separaba de la realidad, y en eso también podían llegar a parecerse a Dred. Asistimos a los avances del mundo en investigación,


en adelantos tecnológicos, en desafíos aritméticos y arquitectónicos, y esperamos lo mejor de nuestros universitarios. Ponemos nuestra esperanza en todo lo que hay de grande en sus desafíos y confiamos en que sus motivos sean superiores. Esperamos que sean capaces de expresar todo lo que como hombres sentimos sin comprender. Cualquier evocación de otras vidas y otras muertes con las que nos hayamos cruzado, terminan por ser inexplicables y debemos confiar en aquellos que apuntan a seguir interpretándolo desde sus cátedras. Sublimamos a nuestros estudiantes y confiamos en ellos para que nos saquen de nuestras dudas y dignifiquen todo lo que de bueno hay en la humanidad. Algunos pensarán que no hay para tanto, que las universidades no sirven para el desarrollo del espíritu y que algunos de esos muchachos, están allí perdiendo el tiempo, por diversión o eludiendo enfrentarse con el momento de asumir responsabilidades mayores. No era fácil para Patty sobreponerse a cada nuevo giro del destino, cada nuevo desafío intentaba ponerla en una nueva situación, regularmente más difícil que la anterior, y tardaba a reaccionar ante propuestas inesperadas. Por esa falta de reflejos se había perdido algunas cosas buenas, pero en este caso, reaccionó al asombro que le supuso recibir la carta de Ricks, y respondió inmediatamente que estaría encantada de verlo. Las circunstancias convertían a aquella carta en la posibilidad de terminar el curso superando los sinsabores anteriores. No obstante, no se trataba de arrojarse libremente a días y días de paseos y entrenamientos, era consciente de que debía seguir centrada de algún modo en lo que se le vendría en breve, que serían los exámenes de primavera. Al menos, hasta que creyera que tenía las materias tan dominadas como para superarlos sin problemas. En ese sentido, era conocida su prudencia y la solvencia con la que se estaba enfrentando al segundo año. Ya no era una novata, una principiante dispuesta a comerse el mundo, y sabía que los éxitos dependen de la constancia en primer lugar, pero también de una pequeña dosis de talento. Por su parte, Ricks había llegado a las mismas conclusiones pero extrapolándolas a sus entrenamientos. Estaba muy centrado en ese maratón y sus posibilidades, y había trabajado mucho para ganarlo. A veces se sentía desanimado pero perseveraba en sus sueños, podía encontrarse aún muchas dificultades en su camino, pero la peor era su propio desánimo. Nada nos puede librar de nosotros mismos, si ofendemos a nuestros sueños con las dudas del vacío y del desánimo. Hay gente, que es su peor enemigo, que actúan con una superioridad que les cierra todas las puertas, y que tienden a valorar su esfuerzo con un prisma equivocado. Pero, por mucho que molestara a sus competidores, Ricks había sabido llevar su entrenamiento paso a paso, sin anticiparse a los acontecimientos. Estaba en la recta final de un año de pequeños objetivos cumplidos, y sus marcas habían crecido mucho, empezaba a obtener la satisfacción de correr contra si mismo y superarse. Pero al enfrentarse a la idea de la competición debía hacer una nueva reflexión al respecto, y preguntarse si realmente quería ser el primero, llegar antes y pasar la meta demostrando que no había nada imposible ni para un aficionado, o un atleta mediocre como él. Al manifestar su interés por ser el vencedor en un maratón que corrían miles de personas, Patty Verna lo escuchaba embobada por aquella borrachera de triunfo, sin creerle en absoluto. No eran sus pretensiones lo que la seducían, sino la pasión que ponía en contar cuanto lo había deseado. Sus actos parecían conducidos por su desafío, y así lo dejaba ir, y lo exteriorizaba. En ese sentido, su viaje para permanecer un tiempo en la ciudad no parecía tener otro significado que el puramente deportivo. Su característica prudencia no quedaba, sin embargo, a un lado. Una vez hechas las gestiones y compromisos necesarios comenzó sus entrenamientos sin más transacciones. La estancia no le iba a suponer un desembolso inasumible, ni mucho menos, ahora era el dueño de su vida y su solvencia nadie la ponía en duda, pero había algo de contención y ahorro que daba señales de una inminente madurez. Ricks era un caso aparte, y él lo sabía, y es posible que nunca pensara en serio en terminar sus estudios. Había una disposición a los placeres elevados en los que habían sido sus compañeros burgueses de carrera que no convergían en él. No lo determinaba convenientemente como uno más, ni tampoco por su familia o línea de procedencia. Tampoco representaba una amenaza para ajenos linajes burgueses, ni ellos se sentían amenazados. En todo caso, un rústico hijo de granjeros, a lo más incómodo que puede aspirar, en su relación con los burgueses universitarios, es a obligarlos a rechazarlos cuando pretende su amistad. Poner en evidencia a un rubicundo hijo de burgueses no es


tan fácil. Este argumento debe responder a viejas experiencias de un narrador que sin haber alcanzado estudios superiores, trató con poco humildes universitarios, que por lo demás no mostraban una sola aspiración más elevada en la vida, que la de conseguir destacar en algún deporte, tomar drogas a escondidas o demostrar una clase que se diluía en la pereza. Y estoy siendo benevolente con algunos de ellos, que se matriculan por darle el gusto a sus padres, y terminan la carrera por puro aburrimiento. No puedo comportarme como un sentimental a este respecto, ni ser más generoso con una clase dirigente que alimenta el fascismo burgués como algo natural; no sería decente. Como tantos otros hijos de obreros que empiezan a trabajar muy pronto, estudiar en el tiempo libre que te permite un oficio manual, debería ser motivo suficiente para renegar de todas las universidades burguesas, privadas y politizadas desde las clases más altas. Una nueva universidad pública que permite el acceso a los hijos de los trabajadores, con un sistema de becas suficientes para que puedan estudiar aunque no puedan pagarla, se está creando y debemos confiar que entonces podrán contribuir políticamente a la sociedad luchando por genuinas utopías y no por aspirar a un puesto ejecutivo en una poderosa multinacional. La inquebrantable voluntad de los hombres espirituales -nadie ha visto ninguno-, es lo que los filósofos centro-europeos no supieron sustituir: en su afán por renunciar a la tutela divina, terminaban aquejados de terribles enfermedades venéreas o rindiéndose al vicio del propio trabajo. Debemos aspirar a estudiantes capaces de renunciar a las primeras ideas, y dispuestos a darle una segunda vuelta a esta sociedad que nos ofertan como si se tratara de un pollo de supermercado. No es un capricho formar mentes que puedan liderar procesos de cambio. Pero, si esto lo aplicamos a la historia que nos ocupa, como podemos ver, muchos de nuestros estudiantes se distraen con el vuelo de una mosca, se entretienen con cualquier cosa que los pueda apartar de su camino, o desisten porque no son capaces de resistir a las particularidades que la vida pone en su camino y los condiciona hasta el extremo de hacerles pensar que sus objetivos son banales. Patty Verna parecía decidida a terminar el segundo curso, y empezaba a verse en interpretando un personaje de relevancia social, ¿por qué no? Al manifestar su interés por Ricks, Patty no sabía lo que podía durar, si era en verdad lo que necesitaba o si lo tomaba tan en serio como creía. En ese sentido sus actos estaban sometidos a condiciones como el tiempo que le faltaba para terminar sus estudios, que en las vacaciones de verano volvería a su casa y sólo lo vería de forma esporádica, o que tal vez a la vuelta de un tiempo él decidiera que necesitaba un tipo de mujer más “robusta”, por así decirlo, para que le ayudara a sacar adelante la granja y formar una familia en aquel medio, con todo lo que eso podía conllevar. Una vez que había decidido la imposibilidad de resolver todas sus dudas, y dejarlas pendientes de otro análisis a la vuelta de un tiempo y después de ver como rodaba todo, se creyó preparada para ver a Ricks cada día y aceptar una especie de cortejo rural, al que él parecía haberse inclinado al fin. Era consciente de que para Ricks las decisiones tenían un peso difícil de quebrantar, en ese sentido hubiese dado un buen estudiante. Al igual que otros muchos amantes rechazados, necesitó en su caso esperar el tiempo necesario para sacar de mente a Annastasia, lo que se produjo cuando supo que, aún sumida en su depresión había vuelto con Dred. Nunca supo si había estado enamorado de ella, pero parecía obvio que había albergado algún tipo de esperanza. Caso cerrado: Annastasia ya no iba a volver a su vida. Patty empezaba a comprender de qué iba todo, a darle a cada cosa la importancia que merecía, y sobre todo, a no comprometer lo importante. Era consciente de que las cosas nunca iban a ser del todo como ella esperaba, y, sobre todo en el amor, estaba dispuesta a aceptar sus diferentes movimientos y sus engaños, sin rechistar. Se ilusionaba con Ricks como antes lo había hecho con Dred, y cualquier resultado inesperado lo iba a ser menos porque aceptaba su derrota de antemano. Le había parecido muy conveniente que recurriera a ella, y eso la satisfacía, aunque sabía que no podía hacerlo, en los mismos términos, con ninguna otra persona del mundo. A pesar de que el tiempo en la memoria juvenil se alarga, y lo que había pasado tan solo unos meses atrás, parecían años, esta vez, Patty recordó el verano en la granja con cierta ternura y proximidad. Fuese lo que fuese, estaba dispuesta a encontrarse con Ricks abiertamente y darle una oportunidad al romanticismo, siempre, eso sí, que no supusiera poner en riesgo el curso. Ricks empezaba a sospechar que correr era una cuestión de obstinación, e intentaba superar sus


marcas con pundonor, sin sucumbir a las tentaciones que lo apartaran definitivamente del deporte. Su fuerza propendía a la superación, pero no podía calcular si encontraba en ello una presunción aldeana. Era posible que necesitara probarse que era tan bueno que cualquiera, porque el triunfo también era eso. Quedaba, eso estaba claro, fuera de las aspiraciones de Dred en esa misma carrera -si bubiese podido correr, pero estaba fuera de circulación, por así decirlo-, cuales eran, derrotar y humillar a sus rivales, sentir el ebrio calor de los ganadores y creerse capaz de todo, a partir de entonces. Consciente de los motivos de otros para sacrificarse en entrenamientos sin fin, despreciaba el triunfo tal y como esos lo entendían. No obstante, esa necesidad de sentirse tan bueno como el mejor, era u aspecto que también necesitaba ser revisado. La atracción que la carrera ejercía sobre él lo extraía de un destino cierto entre sus animales y sus campos, y ese era un aspecto que los corredores amateur, los que corrían por placer, por hacer montón y por terminar en grupo, jamás entenderían. El camino de la vida hacia la superación, hacia empezar carreras y entrenamientos transitables de los que poder aprender, que nos alejen del sentimiento de culpa infantil y terminen por encarnarnos en ancianos enfermos y moribundos, pero, al fin, satisfechos. Un maratón no es una sacudida de espiritualidad, no se trata de una interpretación religiosa de los límites del desaliento; al menos, él así lo interpretaba. Entretanto, después de un día de sudor, si llegaba a casa con las piernas rotas, los fantasmas de sus muertos lo respetaban, y sus obsesiones no eran tortura. Tampoco corría para evitar el dolor o la confusión que los tristes acontecimientos de los últimos meses le producían. También consideraba absurdo que otros pudieran correr por apaciguar su furia, ¿tan indignados podían estar por las injusticias a las que eran sometidos? Corriendo no se solucionaban los problemas, pero calmaba, se dijo. Un día, algunas semanas después de que Ricks volviera a la ciudad, quedó con Patty al acabar uno de sus entrenamientos. Se dio una ducha y se reunieron en el parque, justo enfrente de la biblioteca. El conserje perseguía a algunos chicos de primero que entraban peleándose y jugando en sus dominios. Los oyó gritar y responder a sus amenazas, y comprobó que nada había cambiado tanto. Miró el estanque y se rió intentando comprender como se le había ocurrido alguna vez intentar nadar en tan reducido espacio. Desde la escalera tomó posiciones y dejó la bolsa de deporte en el suelo. Podía mirar todo lo que pasaba en el parque, las parejas, los estudiosos, los juguetones, y los que adormecían sobre la hierba tomando cerveza, pero sólo si no se movía de aquel lugar. Pero al ver aparecer a Patty en la distancia, se puso la bolsa al hombro y salió corriendo para encontrarse con ella. Se empezaba a notar la primavera en el calor de la tarde, pero sobre todo en el olor del césped. Fue una momento memorable, tomaron una cervezas y terminaron por dejarse caer al ocaso sentados en el muro de la estación de ferrocarril, contándose sus cosas, y viendo pasar trenes. Por su parte, Patty no tuvo que arrepentirse de haber dicho nada inconveniente, aunque, le hubiese gustado hablarle de Dred, y lo que nunca sintiera por él. Se trataría en tal ocasión de aclarar algunas cosas, de hacerle saber que nunca había estado entusiasmada con el temperamento de aquel, pero que se había entregado con una inocencia que no comprendía, y que la imagen que se había formado de él hasta convertirlo en un ideal, pronto se vino abajo. Ni ella ni nadie podía mantener una imagen idealizada de Dred por mucho tiempo. Le hubiese contado lo de su violencia, lo mal que trataba a los desconocidos sólo porque no le gustaban o porque eran extranjeros, y lo simplistas que eran sus argumentos al respecto. Ya no lo toleraba, le molestaba su voz, su risa, su presencia, y hubiese añadido que por eso había dejado el piso de estudiantes que compartían. Pero ese día prefirió callar, escuchar lo que su amigo tuviera que decir, adoptar una posición comprensiva, y llevar aquella tarde en un tono armonioso difícil de igualar, sin habérselo planteado primero. El sol cayó naranja y desparramó su luz como zumo, eso los llenaba de energía. Eran conscientes de que para muchos compañeros, observadores, antiguos alumnos y conocidos del liceo, eran culpables por olvidar tan rápido, por enamorarse sin comprometerse y por pasear sus delirios encariñados con los callejones más estrechos. Posiblemente había algunos estudiantes muy serios y disciplinados, y esos pensarían que perdían el tiempo porque el romanticismo es una afición deplorable para los que tienen el tiempo en tanto aprecio. Se podría hacer un tratado práctico sobre la escena universitaria, sus diversiones, sus aficiones y sus amoríos, pero eso sería tanto como pretender meter toda esa pasión juvenil en una botella y olvidarla en un desván.


Debería lamentar no poder dar una idea más cercana de como son, de como piensan y como actúan los estudiantes universitarios, porque, en realidad, no son tan diferentes de otros chicos de su edad, pero no los tratado lo suficiente ni he vivido en su mundo más íntimo. Puedo, sin embargo, contar esta historia hasta donde yo conozco, intentando no caer en lo tópicos acerca de las drogas, los romanticismos, los viajes en grupos, las fiestas universitarias o las escapadas a los festivales índies. Dadas las circunstancias, y sin haberlo deseado, haber terminado hablando de la influencia de los amores de juventud en el resultado social que busca líderes, es un asunto difícil y delicado. No hubo un planteamiento premeditado en las relaciones que los personajes iban a tener entre ellos, y al escribir sobre jóvenes, uno no tiene más remedio que aceptar ese juego. Me daba perfecta cuenta de como se iba moviendo el juego, y posiblemente saliendo de los cánones que se habían pensado de antemano, pero es lo que tiene la narrativa, en algún momento cobra vida, y corre por su cuenta. Tal vez algún lector intrépido pueda ver en Patty, un posible y preparado presidente de gobierno en el futuro, o una ministra brillante, yo me conformaría -como personaje del que se espera lo mejor- conque no olvidara con tanta facilidad. Ricks corría cada mañana desde muy temprano y hasta mediodía. Se movía con libertad por calles que nunca antes había visitado, pero no reparaba en los detalles. Ya no se veía como un estudiante, sólo como un hombre que se entrenaba para una carrera. Se había hecho un hombre de golpe y ni siquiera podía intentar disimularlo. No había pensado mucho en ello en ese tiempo definitivo de asumir sus responsabilidades en su casa. No podía dejar de pensar en las escenas de sus padres muertos, de los entierros y de la casa vacía. Apenas unos pocos parientes había acudido para darle el pésame y se habían ido inmediatamente. Es posible que mientras corría escapara de esas imágenes. Conocía alguna gente en la ciudad, pero sólo quería ver a Patty, el resto del tiempo o estaba corriendo o encerrado en su habitación. Estaba en una encrucijada, en uno de esos momentos en los que llegamos sin darnos cuenta y nos hacen cambiar de golpe, hasta las últimas consecuencias. Corrió por los parques, por las aceras casi vacías de primera hora de la mañana, rodeaba los centros comerciales, y nunca paraba, a través de las plazas y las grandes avenidas. Después de la primera hora hora se detuvo en la parte más alta, y se apoyó en el muro de la fortaleza, que era la atracción medieval de la ciudad y que también tenía parques y jardines. Se tomó una barrita energética y miró un mapa, haciéndose un recorrido mental de lo que quería hacer en lo que quedaba de mañana. Desde el muro, allí en lo alto, los tejados de la ciudad conservaban la humedad de la noche, Acababa de salir el sol detrás de unas nubes, y le calentaba la cara. No tenía prisa, no había mucho que hacer, y cualquier otra cosa que no fuera correr lo podía hacer por la tarde, sin embargo, sabía que no podía estar mucho rato como un turista, contemplando el paisaje. No quería quedarse frío, nada sería peor que el sudor que se pegaba en la ropa de su espalda, se enfriara. Guardó el mapa, y cerró las cremalleras de su impermeable. Miró al cielo y una nueva nube se movió cubriendo el sol de nuevo. Al cabo de un minuto empezó a trotar de nuevo, respiró y modificó el ritmo de su respiración hasta alcanzar un paso corto pero pesado. Se equivocaría aquel que intentara atribuir a Rick un profundo y ordenado pensamiento, o su profunda fe en sus entrenamientos a alguna causa superior. Él había tomado la decisión de correr aquella carrera mucho antes de los cambios que se habían operado en su vida, y según lo que se desprende de lo hasta ahora descrito, no intentaba imponer una presencia superior a sus decisiones. Todo lo que tenía de cumplidor, se expandía en responsabilidad en aquel año de dolor, y tal vez, unido a esto, si ponemos la preciosa obstinación que ponía en lo que realmente apreciaba, inmediatamente descubramos en él perfil del entregado deportista. Por no intentar añadir más de lo estrictamente necesario, debemos en fin conocer, que su entrenamiento lo llevó en serio, que se esforzó y que mejoró sus marcas del año anterior. Nadie podría negar que físicamente se había producido un avance. Antes de ponerse de nuevo en marcha, Ricks vio acercarse a dos policías que lo miraron con desconfianza. A su lado pasaban hombres bien arreglados, recién afeitados y apurando el paso en dirección a sus trabajos. Los envidió porque tenían claro a donde iban, cuan era su cometido y el sentido urbanita de hacer un recorrido diario por calles estrechas acortando en una dirección determinada Uno de los policías le pidió la documentación. Nadie se detenía, ni siquiera lo miraban,


mientras rebuscaba en los bolsillos de su impermeable. Sacó el documento de identidad de una cartera muy pequeña, y aprovechó para estirar los brazos mientras el agente procedía a examinar cada detalle. Podría haber parecido una falta de atención, casi una provocación, pero no pareció afectarle a aquel hombre que separaba el documento para ver la foto y compararla con extrañeza con el original. Ricks sonreía levemente sin parpadear. Antes de devolvérselo hizo una señal de aprobación y se reunió con su compañero para alejarse con escueto, gracias. Ricks seguía haciendo sus ejercicios, abrió las piernas y se tocaba la punta de los pies con las manos. Previamente había guardado el documento y no le había dado más importancia. A continuación empezó a trotar entre aquella legión de viandantes que se dirigían sin freno a sus oficinas del ayuntamiento. Poco después de la carrera, intentando calcular... posiblemente alrededor de una semana, se encontraron en una café. Patty había vuelto a su casa porque tenía cosas que hacer allí, y ese tiempo no había pensado en lo mal que le había ido a Ricks. Apenas había entrado en un pelotón unos quince minutos después de que entrara el primero. Algunos decían que no era un mal tiempo, pero él se sentía fracasado. Ella acababa de llegar de ver a sus padres y al bajar del tren casi no le había dado tiempo a volver a su apartamento para dejar su maleta y reunirse con él. Por lo que podía contar con respecto a su estudios el año no había ido mal, y eso le permitía asegurar que el año siguiente se parecería mucho al que ya iba dejando atrás. Al menos eso era en lo que pensaba, y en lo que tenía que ver con el tiempo que pasaba en la ciudad universitaria, aunque, no volvería a ella hasta octubre. Aún conservaba sus aspiraciones intactas, y no quería que aquello tuviera que eternizarse porque sus malas notas le hicieran intentarlo una y otra vez. Se trataba de un día de transición, a Ricks ya no le quedaba mucho que hacer allí, y Patty en cuanto terminara algunos exámenes le sucedería lo mismo. Sabía exactamente la fecha de su vuelta y ya se lo había dicho a sus padres que la esperaban con los brazos abiertos. La pregunta estaba en el aire, y Patty querría saber si volvería a intentarlo al año siguiente, si ser un corredor de maratón era algo que se quedaba para siempre, o si se trataba de un acto de superación que no duraba más que en casos muy extraordinarios. Aquel verano Patty no lo visitó en su granja y él tampoco la llamó, era como si los dos entendieran que lo estaban dejando pasar. Una noche, después de un día de mucho calor, rompió a llover. Fue como si se hubiese estado preparando durante todo el verano en las nubes ocultas en las montañas, y descargara sin previo aviso. Tuvo que ser muy fuerte porque golpeó contra los cristales hasta que lo despertó. Miró un momento por la ventana desde la cama y le pareció algo muy raro, pero enseguida hundió la cabeza en la almohada y siguió durmiendo. A la mañana siguiente salió el sol, y a mediodía terminaba de secar el suelo que se había hecho charcos. Aquel día bajó al pueblo y tomó una cerveza en el bar de Rosetta. En realidad el bar era de sus padres pero le habían puesto su nombre, y todos lo conocían por el bar de Rosetta. Era uno o dos años más joven que él, y siempre le había dejado claro que haría lo que le pidiera. Tal vez esa entrega incondicional fue la principal razón para su rechazo, pero poco a poco se había ido convenciendo de que no había en ello nada tan malo como había creído. Sin prisa -nada tenía la urgencia de otro tiempo- se iba convenciendo de las ventajas que tendría salir con Rosetta, aunque fuera por una temporada. Todos los sueños tienen un mérito en si mismos por ser tan atrevidos, nos proponemos lo que creemos inalcanzable, pero muchos llegan a su meta, demostrando que la dificultad si se persevera no significa imposible. Pero la vida no perdona, como si el más grande esfuerzo es una opción muy pequeña en nuestro contexto, por muchos años que disfrutemos con salud. Los sueños están bien, pero hay que asumir el resto, la pobreza, la enfermedad, el trabajo, el dolor de la inteligencia, la contradicción suprema de nuestra muerte, la cobardía, y la obligación de existir por un mínimo espacio de tiempo. En Ricks, la naturaleza del tiempo no era una preocupación moral, en él todo empezaba a tener sentido si le facilitaba la cotidiana existencia, si no era así, lo alejaba de sus urgencias y lo complicaba todo. La poesía del estudiante rústico perdido en la gran ciudad empezaba a pasar de largo. Veía los campos, las montañas y el cielo como no lo había hecho antes, y sentía que es pertenecía. Era hermoso darse cuenta que se encontraba allí para manifestarse en los aguaceros, en las tardes de calor imposible, o en las noches de tenebrosa tormenta. Lo satisfacía saberse mirado con ternura por la vida salvaje, que lo colocaba con cuidado en el centro de la


existencia, actor principal del mundo entre sus animales y sus árboles. Ayudaba a su vecinos si enfermaban sus animales, los acompañaba a comprar medicinas o mismo a buscar al veterinario, para pasar la tarde esperando ver remitir en ellos la fiebre de alguna infección. Aquellos insaciables días de volver sobre sus pasos y asumir los sueños perdidos, se preocupaba de entender a aquellas gentes a las que siempre había visto como un niño sin compromisos. Ya había pasado tiempo desde que dejara la idea de estudiar, y muchas cosas habían pasado desde entonces, pero eran tantas que ya no podía recordar muchas de ellas. Las escenas de la niñez, creciendo en aquel lugar al lado de sus padres era una realidad que lo impelía a existir para el mismo desafía que ellos habían aceptado, la resonancia metálica de su casa, de la cerca que delimitaba sus tierras y frente a la necesidad legendaria de tener una familia lo más rapidamente posible. Nadie se casaba en el pueblo después de los veinte ni antes de los dieciséis, y él había estado distraído aprendiendo cosas que ahora no le servían más que para leer novelas en las tibias tardes de otoño, mientras esperaba que la noche entrara con un nuevo frío.

6 Los Tacones De La Campiña Por alguna razón que hasta él desconocía empezó a salir con Rosetta asiduamente. Pasaban veladas en los pubs de otro pueblo que no era el suyo, y donde también los conocían pero no los molestaban. Se sentaban en sillones en rincones oscuros y allí podían pasar horas besándose y sobándose hasta la madrugada. También bebían cerveza pero no se emborrachaban hasta los límites de no poder conducir de vuelta. A los padres de Rosetta nada de esto les extrañaba, ni les parecía mal, porque verían con buenos ojos un noviazgo algo más serio. Claro que si la chica se quedaba en estado, eso sería otra cosa, y aquella familia no tenia buenas pulgas en todo. Pero eso no iba a suceder, y si en algún momento llegaban a romper todo estaría dentro de la corrección. No era muy frecuente que antes de volver al pueblo pararan en la granja con alguna excusa y terminaran en la habitación de Ricks, pero a veces sucedía. Después de unos meses llegó el momento en que los padres de Rosetta quisieron invitar a comer en su casa a Ricks, no por conocerlo, pues desde niño lo habían visto crecer, pero por preguntarle las cosas comprometedoras que se preguntan en estos casos, como, por ejemplo, cuales eran sus intenciones. Y sin saber como se vio sentado en aquella cocina dando respuestas convincentes y tranquilizando a los padres de Rosetta. Lo que había empezado un poco a lo tonto iba tomando un sentido que no le resultaba desagradable, y algunas virtudes de Rosetta que hasta entonces le pasaran desapercibidas, se manifestaban seduciéndolo. Después de eso, empezó a comer en el bar como si fuera un miembro más de la familia, se sentaba en una mesa al lado de la ventana y allí le ponían lo que hubiera de plato del día sin cobrarle nada. No se trataba de otro cliente, ni siquiera de un novio de tantos, todos albergaban esperanzas más serias. Algunas veces por motivos diferentes no podía estar en esa cita del mediodía son Rosetta, e inexcusablemente debía llamar por teléfono para avisar de su ausencia; eso era lo normal. O si en otra ocasión, debía salir precipitadamente para atender cualquier urgencia, lo que solía suceder porque tuviera obreros trabajando en casa, o algún animal se la pusiera enfermo, entonces volvía lo antes posible o le pedía a la chica que se reuniera con él. A veces, esas reuniones daban lugar a tardes de trabajo en las que ella le ayudaba en todo lo que podía, y así empezó a demostrar que era muy fuerte y capaz de realizar un trabajo duro igual que un hombre. Cuando se comprometía con alguna labor no cejaba en su intento de terminarla de forma conveniente, aunque ello supusiera levantarse temprano al día siguiente y reanudarla antes de volver al bar para empezar una nueva


jornada detrás de la barra. La primera vez que llegó a la granja, Ricks le enseñó cada habitación, también la de sus padres, de la que no había tocado nada desde su muerte. Ella no quiso entrar, se limitó a mirar desde el umbral, y a tirar de Ricks para que salieran de allí. Eso había sido muy al principio, cuando empezaban a salir, y cuando empezaba a descubrir a un chico diferente al que conocía de toda la vida. Rocks la llevó con la intención de que se quedara con él toda la noche, pero no lo consiguió, Rosetta lo miró todo con insana curiosidad, hasta los establos y el cobertizo de herramientas, pero cuando terminó no quiso quedarse. Cuando volvió a verla, aquel mismo día por la tarde, ya no estaba seguro de nada, pero ella lo recibió con una sonrisa y siguieron viéndose. Unos días después accedió a dormir en su habitación, y esperar a que saliera el sol, antes de volver al bar. Ricks recordaba aquellos primeros días con añoranza, porque había sido muy dulce y paciente, y porque con el tiempo todo se vuelve costumbre. Un día, sin previo aviso, aparcó un coche en el umbral de la finca. Ricks quedó estupefacto al ver llegar a aquel tipo vestido de negro, y que más que un banquero, parecía un enterrador. No hubiese podido disimular su curiosidad aunque lo hubiese intentado, dejó las herramientas con las que construía una valla nueva a un lado de la casa, y anduvo un poco en su dirección sin dejar de mirarlo. Las gafas diminutas y un vestido ajustado, le daban un aspecto de fragilidad que no era real,no debía dejarse engañar. No se trataba de la forma habitual de vestir de los banqueros que conocía. Llevaba un maletín en su mano derecha, y un pañuelo en la izquierda que se pasaba por la frente y por el cuello una y otra vez. Los zapatos habían llegado lustrosos hasta que bajó la pista de tierra que bajaba hasta la casa, y ahora se veían cubiertos de una pátina de arena. Las manos eran de dedos largos y delgados, parecían manos nerviosas, difíciles de domar y su voz estridente parecía a juego con unas manos así. Puso el pañuelo y el maletín en la mano izquierda, y estrecho la de Ricks con la derecha. Se presentó y aceptó un vaso de agua de limón. Conocer el estado real de sus cuentas era algo que se volvía a plantear, porque hasta tal momento todo parecía estar controlado. Las noticias no eran buenas, y abrir los ojos cuando se trata de un gran deuda es doloroso, sobre todo si la inocencia de un corazón puro lo acepta como una verdad infranqueable. De nada hubiese servido negar los papeles, posponer la disposición a conocer contratos, facturas, viejas firmas, intereses y nuevas dudas, en tales casos los agentes del banco hacen gala de contumaz insistencia y de su ventaja profesional. En lo referente a su fe, estaba empezando a perderla toda, y esa noche no le quedarían santos a los que rezarle, aún sabiendo que todo podía ir a peor. Siempre le quedaría su fuerza interior, las ganas de vivir que lo mantenían creyendo en sí mismo. Uno de aquellos papeles, tenía que ver con un préstamo que sus padres habían pedido para pagarle sus estudios, y que al no ser devuelto le exigía vender la granja para poderle hacer frente. El impulso con que se lo planteó a Rosseta no impidió la sorpresa ni el desánimo, y pudo ver como se le ensombrecían los ojos y se apartaba de él. Y sin embargo, una cosa tan común, un hecho que sucede todos los días -el hombre de negro con el maletín lo sabía muy bien-, llegaba tan inesperado como demoledor. La perdida de la granja incluiría, claro estaba, cambios en todos los planes, y replanteamientos en todos los sueños. La perpetua ferocidad de los impagos persiguen a los deudores como insaciables depredadores, y no lo iban a dejar en paz hasta que cumpliera con sus compromisos. En un lugar donde los vecinos intentan ayudarse y donde la honradez y la reputación eran sólidos valores, no iba a encontrar, sin embargo, el apoyo necesario. Hasta en la ambigüedad de las respuestas que encontró cada vez que pidió ayuda, comprendió que todos creían que él jamás podría devolver lo que pedía. Rosetta poco a poco fue dejando de ver a su amante, declinando sus invitaciones, e incluso escondiéndose en casa de sus padres para no recibirlo. Era una chica fuerte, capaz de levantar troncos de muchos kilos, arar, serrar y clavar como cualquiera, y algunos de sus trabajos en la granja quedaron a medias, pero no había más vueltas que darle; no podía aceptar un novio pobre, ninguna chica en el pueblo lo haría, y ella pretendía ser mejor que las demás, ni un ejemplo para nadie. Se equivocaría que lo diera por vencido, quien lo diera todo por perdido, tan sólo se trataba de una mutación, de una cambio hacia adelante, de una nueva invisible disposición de los planes para el futuro. Quizás todo fuera mejor así, nada podía ser tan malo para un muchacho con toda la vida por


delante, y las ganas de probarse tantas cosas. Realmente, sin miedo a equivocarnos, debemos afirmar que Ricks era capaz de superar aquella contrariedad y otras muchas similares. No había motivo para la alarma en este caso. Era muy capaz, intrépido y tenaz, ya lo deberíamos conocer a estas alturas. Miro a Ricks con cierta familiaridad, con ánimo, pero no como a un héroe, no le haría esa jugada tan fea. De haber creído que ciertos pasajes de su vida empezaban a exigirle una dedicación y un compromiso mayor que al resto de los mortales, hubiese renunciado. En cualquier caso los motivos para seguir luchando partían de la confianza que tenía en sus fuerzas y la capacidad para desarrollarlas. La razón para tanto optimismo tenía que ver con ese instinto de supervivencia, y la reacción a estos primeros fracasos. Hubo de pasar un tiempo para que entendiera que los derrumbes a temprana edad dan la posibilidad de maniobra, se está a tiempo de enderezar un giro inesperado, y convertir lo que parece inevitablemente el anuncio de la decadencia, en la posibilidad de un cambio para mejor. Tan pronto como la implacable sensación que le produjo verse atacado y dolorosamente agredido se presentó, decidió no recrearse en su desdicha y empezar a planear su futuro. Nadie sospecharía, al verlo en un momento así, que había tomado una decisión que lo cambiaría todo. La imagen del fracaso iba a quedar atrás, se mudaría a la ciudad, buscaría un trabajo, acabaría sus estudios, conocería gente, viajaría, y nunca, nunca, volvería a su pueblo. No se trataba de rencor, pero había razones para no honrar aquella tierra que lo condenaba a la parcialidad, a limitados razonamientos y a desconocer todo lo que debería conocer un hombre de su tiempo. Mientras seguía dando testimonio de vida imaginando emprender aquel viaje, intentaba olvidar por completo a Rosetta. Además, en cierto modo, había sido expulsado. ¿Cómo podía alguien imaginar que su postura buscaba una venganza o un orgulloso desprecio? Intentaba sobrevivir en un mundo en el que nadie se lo iba a poner fácil. De un ojal del pantalón negro le colgaba un llavero que entraba en uno de los bolsillos al extremo de una cadena. Sacó unas gafas de leer y abrió el maletín, sin abandonar un minuto la expresión de forastero despistado. Como si se tratara de una ceremonia puso los papeles sobre el maletín que utilizó de mesa mientras lo sostenía en el aire con uno de sus brazos. -No me mire usted así Ricks, sólo soy un agente, un enviado, si lo prefiere -dijo-. Las historias que cuentan de los bancos no son todas falsas, pero en lo que a mi respecta podían ahorrarse algunos detalles. Algunos resentimientos los comprendo bien, yo también soy humano, aunque comprenderá que, por mi trabajo, tenga que tomar cierta distancia con el dolor que sin duda genera esta actividad. Según su mirada yo soy el único culpable de sus desgracias, y me gustaría convencerlo de lo contrario, pero sé que si lo intentara no lo conseguiría. Ahí tiene su casa, posiblemente el trabajo de una vida, el símbolo del esfuerzo de sus padres, nada de eso me es ajeno. ¿Acaso no podría ahorrarme este discurso? Usted finalmente tendrá que hacer lo que tenga que hacer, no le va a influir en nada, lo sé. Pero para los que son como yo, permitirnos decir unas palabras, es importante. Los negocios son los negocios, y tengo la impresión de pedir disculpas por mi trabajo... -No hace falta que siga. Puede ahorrarse el discurso. Ricks examinó los papeles dejándose llevar por las indicaciones del agente del banco. Le mostró las deudas, las facturas impagadas y devueltas, copias de los préstamos asumidos al aceptar la herencia, el estado de las cuentas y las posibilidades (omitiendo las más ventajosas). Toda huella de piedad desapareció de su cara cuando Ricks le dijo que consultaría a un abogado y volvería a hablar con él más adelante. Su respuesta fue que ya no quedaba tiempo, y que deberían tomar una decisión en una semana, pero que lo mejor era vender la propiedad, y que el banco les haría un buen precio. Guardó todos los papeles y le dejó algunas copias a su cliente, se dio media vuelta y emprendió la subida por el camino arenoso en dirección al coche. El pantalón estaba tan gastado que el negro bruñido de la parte delantera, hacía brillos en su trasero. Cualquiera podía haber observado que utilizaba mucho aquella prenda y que también estaba carcomida en los talones, porque le quedaba un poco grande y


la había pisado con frecuencia en aquel punto. Tenía los pies grandes y los arrastraba, tropezando en ocasiones con pequeñas piedras que salían disparadas a ambos lados. Tal vez las pateaba a propósito, pero Ricks no lo quiso atribuir a un episodio de desgana. Una semana después, puso la granja en venta y se le presentó una buena oportunidad. Recibió por ella mucho más de lo que había estimado el banco que valía, y no le hizo acudir a abogados para realizar esta operación, ni ganas tenía de contraer nuevas deudas. Pagó las deudas, preparó el auto de su padre para un largo viaje, y aún le quedó una bonita cantidad para empezar su nueva vida. El auto ronroneó al encenderlo, y crujió al soltar el freno de mano en cuesta arriba; iba cargado hasta los topes. Ricky se pasó toda la noche quemando lo que no había podido vender o regalar. No los muebles, claro está, vendía la casa con todo, pero sí las cosas personales: ropa, juguetes, facturas, las fotos de Rosetta y todo lo que le recordara a ella, libros, calzado, todo lo que alimentara una gran hoguera que resplandeció en la distancia. Condujo hasta el pueblo para comprar algo de comer y de beber y ya no se detuvo. El techo iba cubierto de maletas, unas encima de otras y atadas con elásticos y cuerdas, pero tomaba las curvas con precaución y nunca cogía demasiada velocidad. Partió una hora antes del amanecer, iluminando la carretera con sus faros y asistiendo al espectáculo de ver apagarse la última estrella entre montañas. A media tarde, aún faltaba un poco para llegar a su destino. Entonces tuvo un pensamiento para Annastasia, y lo último que supiera de ella. Entonces estaba en apuros, no dejaba de tomar pastillas para la ansiedad, y de visitar a su médico. De eso hacía unos dos años, y se dijo que si hubiera seguido estudiando ahora estaría a punto de graduarse, y tal vez su enfermedad se lo impidió, pero no a otros de los chicos compañeros de aquel primer curso. Así sucedían las cosas, la obstinación era el mejor aliado. Pero si de algo estaba seguro era de que aquel tipo, Dred, no iba a ninguna parte. No quería imaginar que si se le hacía de noche, y debido al frío se le ocurría protegerse del frío dentro de un cajero, él podría aparecer y darle una paliza. O tal vez, eso sucediera al revés, y su rebelión desatara tal furia que lo matara allí mismo. Ricks se había ocupado de sus cosas, había intentado hacerlas bien, y aún así, todo se había venido abajo. Hubiese necesitado ayuda, pero no podía contar con nadie, así que seguía adelante. Comprendió que volver a la ciudad donde había plantado sus estudios, esta vez, para intentar empezar de nuevo y encontrar un trabajo, lo llevaba a aquellos pensamientos, y aquellas caras familiares que daban vueltas como personajes en su mente. Y por fin, pensó en Patty, la que había causado la más honda impresión en él, y la más inalcanzable; tenía que reconocerlo. La imaginaba triunfando, saliendo adelante, siendo famosa e importante, saliendo en los informativos, tal vez como un líder político o una reconocida ensayista vendiendo miles de libros de sus teorías filosóficas. Para Curt y Nelly apenas tuvo un simple pensamiento, su hijo debería tener cuatro años.

1 El Alma Hambrienta (de una verdad que mata) Al terminar de leer las condiciones que exigían para poder optar a un trabajo en el muelle, tuvo claro que no estaba a su alcance. Le devolvió los papeles al oficinista sin poder decir nada ni a favor ni en contra, tampoco parecía que aquel hombre lo esperara. Muchos de los requisitos que le pedían habían vencido, el más importante, la edad: cualquiera que pasara de los veinte era un viejo allí. No se trataba de reticencia, era su actitud habitual, muchas veces al día debía recibir papeles, cubiertos o no, y ni siquiera miraba a los ojos a su interlocutor, se limitaba a recibirlos, ordenarlos,


clasificarlos, comprobar si estaban bien cubiertos y sellarlos si era preciso. No es necesario describir al hombre de la ventanilla hasta el extremo de sus características físicas, cualquiera puede hacerse una idea de los tics y el armazón de insignificancias del que se cubren para que no se les aturda a preguntas. En cambio, en cuanto salieron de allí y accedieron a la sala de espera, Roimar y su amigo se encontraron frente a frente con el director de exportaciones. No hicieron más que entrar para casi tropezar con él, tan sólo un alarde de reflejos lo pudo evitar, y a continuación dieron unos pasos hasta sentarse en uno de los bancos. Justo debajo de la ventana que daba a la calle, y al lado de una señora vestida de negro, que había dejado a sus pies una cesta con dos gallinas vivas, atadas por las patas. En las circunstancias de la oficina de contratación del puerto todo el mundo parecía más amable de lo habitual, sin embargo, aquel hombre voluminoso y de pasos anchos, no parecía dispuesto a pararse ante nada. Deberíamos señalar que a pesar del encontronazo no reconoció a Rudy, que se mostró contrariado al señalar a Roimar que creía que se estaba “haciendo el sueco”. No era extraño encontrarse allí al director, al que Rudy conocía por Faber Castriño; el puerto no era tan grande y todos entraban y salían de todas las oficinas. No quería creer que se había tratado de una descortesía o de un desprecio, pues no recordaba haberle hecho ninguna cosa inadecuada en el pasado a la que respondiera de tal modo. Cuando se sentaron en el banco al lado de la señora con gallinas, Rudy seguía preguntándose si no lo habría reconocido, si se había tratado de una grosería, y llegando al colmo de la duda, si habría sido él que lo habría confundido con otro hombre de extraordinario parecido. Puesto que cualquiera podía saber lo que se comentaba de como se había hecho rico, y de como hacía alarde de su riqueza, no había demasiadas explicaciones que ofrecer acerca de su poder y su influencia. A Roimar parecía darle bastante igual, mientras que Rudy no le quitaba ojo, y le hacía medidos comentarios, susurrantes apreciaciones acerca de su fortuna oculta y de que se comentaba que tenía comprado nada menos que a un ministro. Otras cosas no las contaba, pero Rudy sabía que muchos personajes muy conocidos del ámbito social más elevado en la ciudad, tenían que dirigirse a él para que les solucionara algunos problemas. Por un momento estuvo a punto de confesar que habían sido buenos amigos en la escuela, y que habían tenido la misma novia, pero prefirió callar. Castriño se paró en el mostrador para solucionar algún problema, posiblemente algo de un contrato o de que necesitaba personal para trabajar en el muelle de contenedores, ¿de qué otra cosa se podía tratar en la oficina de contratación? Entonces volvió la cabeza y vio a aquellos dos individuos cuchicheando, y le molestó. Hizo un gesto de desagrado y volvió a lo suyo. A pesar de la intensidad que Rudy ponía en la importancia del hallazgo, Roimar seguía aburrido, y si miraba al gran hombre lo hacía sin gana, y por seguirle la corriente. Nadie se atrevería a hacerle un reproche, por muy zafio que le pareciera. Mientras lo miraban conseguían no demostrar ninguna emoción, representaban la virtud de la discreción que en nuestros tiempos evita tantos conflictos. Sin esfuerzo se desarrollaba una conversación entrecortada, de preguntas y respuestas en las que abundaban los monosílabos. Podría decirse que se trataba de dos aburridos campesinos en busca de su primer trabajo en la ciudad. Una imperceptible preocupación se interponía en sus argumentos y secretos, o al menos Roimar así lo sentía. Su compañero de banco, seguía escudriñando cada movimiento en la sala. En este sentido, por mucho que lo hubiese estudiado, no terminaría de descubrir si Castriño seguía sin reconocerlo. Nunca se había sentido tan intrigado por algo tan superficial, y se le ocurre que podía levantarse y dirigirse directamente a él, y preguntarle si lo recuerda, pero también es consciente de que si la respuesta fuera afirmativa eso no cambiaría las cosas. Ahí quedaría todo, no se atrevería a pedirle trabajo para Roimar, y si lo hiciera, la respuesta sería condicional, le pediría un número de teléfono y nunca llamaría. “Esas cosas son así”, se decía intentando contentarse. Sólo en otra ocasión había necesitado trabajo, y de eso habían pasado doce o trece años, y eso para Roimar había supuesto una eternidad. Era desde su casa de primera infancia que recordaría cada vez la enfermedad de su padre y su adolescencia truncada. Existió un sentimiento de persecución en todo aquello que no olvidaba y que de alguna forma se volvía a repetir. De no haber tenido aquel carácter y desarrollo físico que le habían hecho parecer mayor de lo que era, hubiera sucumbido. Temblaba sin remedio cada vez que lo recordaba. No confíaba en que fuera a encontrar trabajo, ni siquiera en aquellas condiciones en las que estaba dispuesto a cualquier horario, a cualquier trato, a


cualquier cosa que le ofrecieran por mala que fuera. No podía negarse a nada y le costó parte de sus creencias, su padre no sobrevivió, y eso había sido lo peor. Involuntariamente seguían mirando al hombre, que a ratos se volvía y los miraba intrigado y molesto. Rudy estaba empeñado en contar todas las situaciones sórdidas o hilarantes del colegio que recordaba de él, pero reprimía el ruido de su risa. Mientras, su amigo estaba tan lejos como aquel tiempo en el que su padre cayera irremediablemente enfermo. Nadie podía negar lo que suponía la crisis y la forma en la que los había golpeado. Cuando quedaban sin trabajo, algunos creían tan firmemente en sí mismo que esperaban encontrarlo en poco tiempo, pero los meses pasaban y la mayoría empezaban a comprender la dimensión real de lo que estaba sucediendo. Había un ánimo general que llevaba a muchos a creer que se trataba de una situación pasajera, pero no era así. Las autoridades prometían que estaban haciendo todo lo necesario y añadían que ya no podía durar demasiado. Allí mismo, sobre el banco y sin más apoyo que una carpeta de cartón blando Roimar cubrió la última solicitud -ésta para empresas auxiliares donde contrataban sin importar la edad- con letra insegura,mientras escuchaba las conjeturas que Rudy lanzaba acerca de la fortuna del director del muelle de exportaciones. En otro tiempo se había enfrentado con la muerte, porque la había vivido muy de cerca en su familia. Durante la frecuencia en que asistió a la enfermedad, uno tras otro sus seres más queridos fueron muriendo, y quedaron él y su hermano y una tía solterona a la que apenas visitaban. Pero intentaba evadir esos oscuros pensamientos, que volvían cuando los tiempos eran duros. Intentaba no complacerse con esas ideas macabras que convierten la vida en algo muy simple, e intentaba perpetuar sus atenciones en su propio aspecto físico, en la creencia de que eso alejaba algunos de aquellos fantasmas. Cuanto más pretencioso y presumido se volvía menos se obsesionaba con la verdad, con la única y certera verdad que es la intrascendencia del espíritu, porque asumir la nada le parecía lo única realidad contra la que no podía luchar. En aquel tiempo, la crisis añadía todos los inconvenientes de soportar el invierno con la obsesión añadida de la próximidad de una enfermedad incurable. Y lo cierto es que admitía la verdad que lo mataba, sin limitar su reacción, y mientras su amigo inseparable le hablaba del hombre en el mostrador, él se peinaba y se estiraba la ropa consciente de que no había sido planchada en mucho tiempo. De una forma o de otra, la muerte estaba siempre presente, y no podía decir, “no es asunto mío”, pero seguía peinándose sin descanso. Evadirse de la verdad, para él, consistía en mirarse estúpidamente al espejo y vestir sus mejores galas, en acicalarse y comprar ropa cuando las necesidades más apremiantes no estaban cubiertas. Carecía de prudencia, y si se veía superado por las dificultades, las solucionaba desde la tarima de importancia en la que se colocaba recién afeitado y con los zapatos lustrosos. Posiblemente la mayoría de sus amigos pensaban de él que vivía en un estado de idiotez del que no era capaz de recuperarse, toda su corta vida había estado expuesto a eso. Las semejanzas entre un presuntuoso y un idiota son más que evidentes; pero el dolor de la inminencia de una muerte que no acaba de manifestarse, se debe, en primer término, a la obsesión que nos retira de nuestras fantasías, y en ese sentido lo de ponerse pajarita, o acudir con frecuencia a cortar el pelo, puede resultar una buena evasión. Por fin parece que el director ha recibido complacido su resguardo y va a separarse del mostrador. Desde el primero hasta el último de los solicitantes han tenido que hacer unas cuantas gestiones, y volver al día siguiente con los certificados debidamente sellados, pero no en su caso, ¿qué sentido tendría, si es posible que el documento vaya dirigido a sí mismo o a algún colega? En cuanto a Rudy, Roimar le debía atención por acompañarlo en los malos momentos, eso lo tenía claro. Llegó a tomarlo por el mejor de sus amigos. Pero luego creyó que no debería hacer escalas absolutas, ni orden de clasificación por relevancia estricta al respecto, y lo dejó en: amigos un poco mejores (en el que estaba Rudy), y otros no tanto. Había agradecido su dedicación, pero no tomarlo por un dios de la amistad infinita, ni nada parecido. Es posible que no fuera capaz de desentrañar los aspectos de la existencia que le afectaban directamente, para poder comportarse frente a ellos con cierta reserva y a la espera. Y parecía que otros en cambio eran capaces de establecer esas diferencias y en su inocencia les cedía el paso. ¿Era lícito llenarse de razón esgrimiendo la inocencia como principal motivo de su inacción? Obviamente no. Él sabía que no debía


compadecerse, ni acomodarse en la autocomplacencia del que puede más de lo que demuestra, así que en otro momento debería revisar aquello de que, otros lo tenían por el que abusa de la inocencia del que se resiste a competir, o sabe Dios qué. La severidad con que se enfrentó a los dos hombres sentados fue evidente mientras guardaba todo el papeleo. ¿qué pasa? Preguntó sin esperar respuesta. El director del muelle de exportaciones había notado que habían estado hablando de él y lo demostraba con sus gestos bruscos. Roimar estaba tan azorado que disimulaba mirando a otra puerta que daba a una oficina diferente. Al mismo tiempo, Rudy sintió la necesidad de levantarse y dirigirse a él para presentarse, y aclarar el malentendido, pero no lo consiguió. Al parecer Faber Castriño no lo recordaba, ni tenía intención de hacerlo. A partir de aquella experiencia algo iba a cambiar en la actitud de Rudy con los extraños, pero también en general. Algo que afectaba su elocuencia pero que avanzaba en la prudencia que nunca tuvo. En momentos semejantes, en lugares públicos, dejó de hablar de la gente que tenía alrededor como si no lo escucharan, porque se percató de que sólo él creía lo que decía. La desagradable contestación de Castriño le hizo replantearse su forma de estar en el mundo, de provocar gratuitamente y de tomarse a risa cualquier cosa que lo pudiera divertir. Los rasgos de su cara se volvieron más duros, como esculpidos en piedra, y no era imposible moverlos en busca de una risa más o menos facilona, pero no era fácil. La vida parecía continuar como si nada hubiese cambiado pero el tipo osadamente divertido que Roimar conociera iba tomando la forma de un adulto insatisfecho, al que todas las ilusiones le habían fallado y capaz de tener en cuenta que los demás pueden tener dolores que él no conoce ni es capaz de calcular. No sería sin embargo la última vez, porque nada sucede con cortes definitivos aunque si nos movemos en tendencias, y hubo otras ocasiones en las que desplegó esa forma sofisticada de molesta violencia de la risa que busca molestar. No es necesario entrar en detalles cuando se trata de describir a aquellos que convocan el ridículo para divertirse, son gente lamentable. No fue un cambio inmediato, pero estaba afectado y eso inició una tendencia que corrigió ostensiblemente su conducta.

2 Volvimos Sin El Triunfo Inesperadamente Roimar recibió una respuesta afirmativa a una de las solicitudes. Naturalmente debía someterse a un período de prueba pues la experiencia que argumentaba debería ser testada presencialmente. Se trataba de usar una máquina carretilla en el mulle, y cuando siguió leyendo descubrió que trabajaría para Faber Castriño, aunque no directamente, eso parecía claro. ¿De qué manera había sucedido? Cuando se lo contara a Rudy no podría creerle. No era demasiado tendencioso creer que podía haber tenido relación con su encontronazo de unas semanas antes en la oficina del puerto, o también,que al fin hubiese recordado, aunque fuese muy levemente a su compañero de colegio. Resulta de una elevada futilidad llevar más allá de la casualidad, un hecho semejante, intentando darle una relevancia superior, tal cual podía ser la de considerarse recomendado nada menos que por el director. -Debo confesar que no lo esperaba -dijo a Mia-, pero siempre hay motivos que desconocemos, que influyen en nuestras vidas y que nos llevan en volandas. Uno de ellos, en mi caso, supongo que tiene que ver con el menosprecio al que me someto, dudo de mi mismo. Creo saber que puedo conseguir todo lo que me proponga y de repente me derrumbo. Siempre fui serenamente consciente


de la responsabilidad que todos asumimos con nuestras necesidades. No sé lo que te parece esto que te digo, porque no tengo a nadie a mi cargo, ni padres ni hijos. Creía que debía decírtelo, es algo que juega en mi descargo. Aún ahora, que parece que he conseguido un trabajo, siento que me miras como si te apiadaras de mi, y eso es todo lo que merezco. Durante el tiempo que estuvimos esperando en la sala de espera, no miré a Castriño ni una sola vez a los ojos, pero notaba que él si nos miraba molesto; no sé si hice bien. No le hubiera dicho lo que los pobres pensamos de las actuaciones prepotentes de gente como él, con eso no hubiese demostrado nada. Es más habría sido un signo de estupidez indisimulable, pero nadie puede negar que como desahogo, de buena gana a todos los trabajadores del mundo nos gustaría gritar a la vez. Estoy un poco excitado por la noticia, perdona. Lo cierto es que perdemos mucho por nuestra actitud, así que intentaré ser amable con ese hombre en esta etapa que se abre, ¿qué otra cosa puedo hacer? Mia formaba parte del equipo de jardineros del barrio, y se había pasado la tarde y la noche cavando una zanja. Estaba cubierta de sudor, y tenía tierra en la cara de tocarse con los guantes. Se duchó en la casa de Roimar y él no paraba de hablar mientras se secaba el pelo. Ella quería recuperar los buenos tiempos, y eso la llevaría a hacer cualquier cosa por conseguirlo, pero creía, como un lamento, que los tiempos pasados nunca vuelven del mismo modo. A él cualquier cosa que dijera o hiciera le parecía bien, y también estaba de acuerdo en que las cosas cambian sin remedio. La influencia que ejercía sobre él se manifestaba abiertamente, pero nadie manda en la pasión y con reproches no se enciende ningún buen fuego. Los amores son como el latido que se manifiesta con la vitalidad de la juventud, pero va diluyéndose, sin encontrar otro significado en su fuerza que el ritmo decadente de todo lo que existe. Se sienten tristes a veces, pero eso le pasa a todo el mundo y lo saben. No es que se acaba el amor, es que el paso del tiempo se come todas las ilusiones. Las fotos de juventud siempre están llenas de risas esperanzadas, de ilusiones, de sueños por conquistar, y a su lado, las fotos de la vejez enfrentan los rostros, con el desencanto. Imposible luchar indefinidamente con el brío que se pierde y el corazón que se detiene; imperceptiblemente pierde la métrica del tiempo. La juventud disimula cualquier cansancio, pero lo cierto es que había salido por la noche a celebrarlo y no quería que ella lo notara. Podría sufrir el agotamiento de una noche sin dormir e intentar pasar por recién levantado de cama, con un sueño reparador y sin ninguna señal en sus ojos o en su cara. Además, lo anima tener que estar en activo, haciendo cosas mientras Mia intenta organizar sus pensamientos sin reparar en él. La verdad es que siente un zumbido en los oídos que apenas si mejora el dolor de cabeza, y aún así, sigue sonriendo. Le arde el estómago y tiene la boca como si estuviera masticando una pastilla de jabón, puede notar la resaca pero si se echara un minuto y durmiera, todos esos síntomas se multiplicarían por mil. Afortunadamente ya era de día y ella también necesitaba dormir, aunque sus motivos eran diferentes. La miraba y sabía que estaba cansada y que se metería en la cama de un momento a otro, mientras que esperaba que él saliera a la calle por algún motivo, y porque no sospechaba que de buena gana se echaría a su lado. Quizá no todo saldría tan mal como él había creído que sucedería, y pudiera dormir un poco en casa de Rudy, o en un banco del parque si fuera preciso. Este pequeño engaño, del todo inocente, pudo marcar las líneas en las que comenzaba una fuerte crisis en su relación, una torpeza del todo innecesaria que sólo podría explicarse por la desdicha a la que venía sometiéndose desde hacía un tiempo frente a Mia. Algún tiempo después, recuperando la tranquilidad necesaria tuvo que aceptar su error y reconocer que no debió involucrar sus afectos en la dimensión de sus secretos y admitir simplemente ante ella que no se había acostado aún. Sin embargo, en aquellos primeros compases de su engaño se sintió turbado y el arrepentimiento lo paralizó. Era una concepción muy estrecha de la relación de pareja la que le hacía creer que siempre le estaba fallando, y uno de los motivos por los que se fue a dormir a casa de Rudy, el otro es que no había podido prever que Mia apareciera aquella mañana sin previo aviso y ocupara su cama, su casa y su vida. Había sido una reacción resultado de una estrecha educación maternal, y de los recuerdos de infancia que colocaban a las mujeres en situación de indefensión frente a los retos de un mundo a


la medida de los hombres. El desaliento que mostraba su madre después de la muerte de su progenitor había resultado doloroso, particularmente cuando empezó a repetirle con cierta frecuencia que marido, el padre de Roimar, le había prometido que si se casaba con él, más pronto que tarde le pondría una asistenta que le haría la vida mucho más fácil. “Tu padre me prometió una vida fácil”, le repetía echándoselo en cara al hijo, cada vez que dejaba la ropa sucia tirada en el baño, cuando salía corriendo de casa para no fregar platos o si entraba con las botas cargadas de tierra dejando un reguero, difícil de limpiar, a su paso. Una de las causas que lo llevó a buscar trabajo desesperadamente, además de por una crisis creciente, tenía que ver con que la relación con Mia se alargaba y creía que había llegado el momento de dar un paso adelante y tener entre los dos una casa en la que vivir conjuntamente, y no aquella habitación con baño que era su casa y en la que lo visitaba a veces. Desde cualquier punto que se viera, también desde el de sus amigos, estaba perdiendo su mejor oportunidad de unir su destino al de una mujer talentosa a la que perdería si no salía del pozo en el que se había metido. Era una víctima de su arrogancia, y creerse demasiado bueno para los trabajos que le salían no iba a ayudarle. Así que se sintió muy aliviado al recibir la convocatoria para empezar a trabajar, y no pudo menos que salir a celebrarlo toda la noche. Por supuesto que llegar lo antes posible a casa de Rudy, explicarle su problema y conseguir que aceptara sin darle demasiadas vueltas a los motivos, iba a ser conveniente para, por fin, poder cerrar los ojos unas horas y descansar. Había dos motivos por los que esperaba conseguir su objetivo, uno era la enorme tensión que empezaba a acumular y que lo impacientaba, el otro era que Rudy era de entre sus amigos, del que podía esperar que le solucionara un momento así. Tenía una edad en la que no podía dejar las pocas oportunidades que se le presentaban, a riesgo de no volver a tener otras. Nadie podría decir cuales eran sus razones para haber dejado pasar la vida sin esperanza, o si sencillamente había llegado hasta allí, sin más. Pero cuando un trabajador en el punto de pasar de su juventud, empieza a encontrar su vida caótica y empieza a hacer casi cualquier cosa por salir del círculo vicioso en el que se haya metido, nadie puede preguntarle si sus principios siguen indemnes, o lo que es peor, si alguna vez los tuvo. Rudy había sido invitado a comer por uno amigos, pero no puso objeciones y Roimar quedó durmiendo hasta media tarde. Cuando volvió a casa su amigo aún estaba allí. Luego, a eso de las seis lo acompañó a su casa, con la condición de no decirle a Mia donde había estado. Ella aún estaba allí, en la radio sonaban canciones comerciales a un volumen excesivamente alto. Mientras se ponían cómodos en el único sillón de la habitación, ella bajó el volumen y dejó que la música siguiera sonando de fondo. Rudy intentaba ser gracioso, pero no lo conseguía. Hacía imitaciones de personajes de la tele, pero no estaban los ánimos para muchas gracias. Así pasaron un rato, mirando las cosas que hacía incapaz de sacarle una sonrisa, hasta que Roimar le dijo, “déjalo ya, hoy no es tu día”. Al principio creyó que debía intentar algo parecido para ayudar a su amigo, le salió de dentro, sin llegar a proponérselo, porque posiblemente se lo hubiera sacado de la cabeza. Solía intentar algo parecido por sobreprotegerlo, no había divertidas coincidencias en que Rudy se pusiera a hacer “monadas” para salir del paso en las situaciones más difíciles, pero Roimar solía reír solo cuando lo recordaba. Nada iba demasiado bien aquel día, y nada se iba a enderezar ya. Después de haberlo intentado todo, Rudy se fue, convencido de que eran unos pelmas y que estaban perdiendo el sentido del humor. Al día siguiente Roimar estuvo en su trabajo a la hora exacta. Al principio pensó que todos se habían puesto de acuerdo para llegar un poco más tarde, pero se trataba de ir conociendo las costumbres y más adelante conocería que si llevaba el uniforme puesto de casa podría ahorrarse un tiempo de sueño cada mañana. Todos andaban muy ajetreados de un lado a otro del muelle centrados en su trabajo, pero los que pudieron hablar con él le dieron algunos buenos consejos. Resultaba muy raro ver a un tipo tan acicalado manejando una de las máquinas, pero no lo hacía mal. Como durante su tiempo para el bocadillo no hubo nadie que lo sustituyera siguió trabajando, y le sirvió para hablar con algunos mozos de la descarga que lo ayudaron a terminar algunos trabajos. Pero el tiempo pasó y volvió a quedar solo, llevando mercancía de un sitio a otro sin que nadie se acordara de él. Así pasó la primera jornada, y cuando llegó su hora apenas tuvo tiempo de plantarlo todo, porque se percató muy tarde de que ya todos habían ido saliendo y sólo


quedaba él. No había nadie con quien hablar, y o tomaba la decisión de irse sin más, o seguía esperando dando vueltas por el puerto sin sentido, y no estaba dispuesto a que se le hiciera de noche intentando saber si lo que le estaba pasando se trataba de una broma. Si ella supiera lo que realmente piensa él... El miedo que tiene a que pase el tiempo y verse perdido es atroz. Es mucho más débil de lo que aparenta, y de lo que fue en otro tiempo. Cuando era más joven, no se negaba ninguna aventura, tenía cuerpo para todo, y no se hacía de rogar para emprender cualquier nueva batalla, si así podemos llamarle. Y míralo ahora, como se ha ido diluyendo. Ella era todo lo que él necesitaba, y bajo ese punto de vista, desde el que se van asumiendo todos los miedos como propios, cada vez encajaba más en sus planes. En absoluto se podría decir que no hubiese tenido paciencia con él, y aquella tarde, mientras se preparaba para su turno de noche, y seguir cavando aquella interminable zanja, se preguntaba si el hecho de que hubiese encontrado trabajo en el muelle cambiaba algo. Hay algo bueno en su historia, y eso es que aún no se les ha puesto esa cara de trabajadores resignados que no han hecho otra cosa en la vida más que trabajar y esforzarse, y vuelven a casa cada tarde sin una sola ilusión que alimente sus sueños. No se lo ha dicho, pero ha estado pensando que lo deberían dejar. Eso les serviría a los dos para situarse de nuevo, saber lo que quieren en verdad, y cuando lo supieran, por fin poder ir a por ello. El perfil de las relaciones de larga duración puede resultar grotesco, sobre todo si las condiciones del amor se deterioran. A veces los amantes se miran a hurtadillas confiando en que aún sigan unidos por un hilo de afecto, e involuntariamente se estremecen de terror al comprobar que han pasado la linea que los convierte en desconocidos durmiendo en la misma cama. Es una sacudida que los toma por sorpresa, porque le han dado la espalda a lo obvio, envejece el amor. Les cuesta a ambos renunciar a la fascinación del recuerdo de los primeros días. Algo no han hecho bien y el paso del tiempo consiste en degenerar las condiciones que aún los mantiene unidos, pero saben por cuanto tiempo. Todo seguía aparentemente igual cuando Roimar empezó a trabajar, como sucedía habitualmente se veían al caer la tarde si ella tenía libre, y la influencia sobre tantos años de dedicación iba a existir, pero aún no los traspasaba la nueva visión del mundo que se abría a sus ojos. Faber Castriño empezó a dejarse ver por el puerto. Salía del edificio de oficinas y se daba un paseo aparentemente sin sentido práctico. Evitaba la agitación de las partes más concurridas de carretillas y mozos y apenas volvía sobre sus pasos cuando el sol se ponía como un ritual. No pudiendo alejarse demasiado del muelle para no desatender sus obligaciones, tendía a dar vueltas a un viejo almacén abandonado cerca del cual, solía fumar un pitillo. Allí esperaba que la secretaria saliera para hacerle una señal que indicaba que tenía una llamada de teléfono, entonces tiraba el cigarro al mar y volvía con paso apurado a su oficina. Roimar lo veía con curiosidad, y se preguntaba si se acordaría de él, y de su encontronazo en la oficina, pero por supuesto, no se lo iba a preguntar. Pronto resultó evidente para él que debía estar atento para asumir las costumbres para poder hacer las cosas como otros las hacían. No se limitaba a estrechar lazos con sus compañeros, sino que entendía que debía pegarse a algunos cada vez que podía para poder entender algunas cosas. Y tal vez por eso, desde que acudiera a la ventanilla de la oficina a recoger su primera paga y conociera a Marieta, volvía siempre que podía. Se adivinaba entre los dos un entendimiento que pasaba por encima de otros, y al contrario de lo que creía, eso no le convenía. Ella lo había tratado desde el principio con una complicidad que no entendía del todo. Entró aquella primera vez resuelto a recibir aquel dinero que le hacía falta, y porque le habían dicho que se diera prisa, que todos habían cobrado ya e iban a cerrar. Marieta estaba al punto de ponerse el abrigo y marcharse a su casa pero abrió la ventanilla sólo para él. Le dijo lo que quería pero ella ya lo sabía. La miraba tímidamente y no se atrevió a decir nada más. Se sintió culpable por llegar tarde hasta que ella le sonrió, entonces se retiró un poco del mostrador y se relajó, era como si abandonara aquella insistencia que le metía presión a la oficinista al inclinar su cuerpo hacia adelante. Tal vez tuvo miedo de no cobrar hasta el día siguiente, y por eso aquella actitud despierta y motivada. La espera era comprensible y Marieta era amable. Buscó los papeles, se los dio a firmar y le entregó el cheque. Por lo demás, no hubo


quejas, sólo felicidad por haber comprendido que debía estar atento al día de paga y prometió que la próxima vez lo haría mejor. Le pareció encantadora, y mientras ella iba exhibiendo un manojo de llaves y cerrando todas las puertas, se despidió deshaciéndose en agradecimientos. Desde entonces buscaba excusas para acercarse a la oficina cuando sabía que estaba aburrida y charlar con ella de cosas sin importancia.

3 De Nuevo Al Volar El poder de seducción que Marieta ejercía sobre él no era aparente fuera del trabajo, y la devoción que sentía por Mia no se hubiese resentido si las mujeres no tuvieran un sexto sentido para estas cosas. O tal vez, sin darse cuenta se dejó encontrar por esa intuición madura con que ella lo observaba. Sin demasiados preliminares empezó a distanciar sus visitas, y cuando la llamaba, le daba algunas excusas difíciles de creer; Mia se estaba yendo. Era muy estúpido por su parte creer que se trataba de una situación inesperada. Y además ,aún habiendo planeado algunos cambios a su lado, debería haber supuesto que cuando una crisis se arrastra durante años, las soluciones no se dan de forma tan rápida ni desprovista del lamento por el mal ya pasado. Casi de una forma perversa se enteró por otra persona de que Mia había empezado a salir con otro hombre. Ya no significaba nada para él, si olvidamos la profunda tristeza que lo invadió por un tiempo que le pareció demasiado largo y difícil de tolerar. La nueva vivienda que pasó a ocupar Roimar no tenía nada que ver con las estrecheces de su antigua habitación. Aquel nuevo apartamento tenía cocina propia y eso lo había llevado a decidirse bruscamente por ocuparlo a pesar del precio. Sin que apenas se diera cuenta iba llevando sus pasos hacia la comodidad burguesa en la que Mia -que ya no estaba- lo había iniciado. Allí los ruidos de la calle le parecían llenos de armonía pueblerina, repetidos y previsibles. Y la provisionalidad de su vida en la habitación hasta no hacía tanto, ahora le abría la expectativa del que desea acondicionar su vivienda para establecerse en ella de forma permanente. No se trataba tanto de echar raíces definitivamente como de sentir la seguridad y estabilidad de apreciar y cuidar el lugar en el que se mora. En momentos así en la vida -llamémosles momentos de transición-, necesitaba explicarse a sí mismo, quizás para no parecer tan grotesco como se creía. Desde la muerte de sus padres podía sentir el peso de la vida con todas sus aplastantes razones, sin defensas ni apoyos. Carecía del interés habitual por descollar que sus compañeros en su tiempo de estudios le habían mostrado, y eso no lo hacía más atrayente a los ojos de las chicas. De aquellos amigos de estudios ya no le quedaba trato con ninguno pero estaba convencido de que algunos de ellos tenían que haber llegado muy alto, lo que se decía haber tenido éxito en la vida. Y de las novias de aquella época, podía recordar que todas le duraban demasiado poco, así que quizás estaba llegando el momento de empezar a acostumbrarse a esos fracasos, e incluir a Mia en el mismo grupo que a todas las demás. Ya tenía una edad, pero seguía haciendo planes como si no le importara, o como si siempre estuviera a tiempo de empezar de nuevo. No la había tratado de forma distinta que a otras, pero había esperado algo diferente, y luego cuando pasó el tiempo, ella fue perdiendo la confianza y las esperanzas que había puesto en aquella relación. Ni en aquellos tiempos de la escuela, ni con ninguna otra había sentido una pasión superior, ni un impuso del deseo más definitivo, pero eso no era motivo para exigir o esperar más que en otras ocasiones. No, no podía decir que su actitud de cara al éxito nunca demostrada en su tiempo de estudiante, tuviera la fuerza o el convencimiento


para seguir seduciendo mujeres jóvenes y aún llenas de sueños por cumplir. A pesar de no haber estrechado su amistad con Marieta hasta el punto que hubiese deseado, aceptó el sobre que ella le estrecho sin que nadie más pudiera percatarse. Estaba intranquila y le tembló la voz al pedirle que lo leyera cuando tuviera tiempo y que ya hablarían. Presintió que se trataba de algo del sindicato, porque a esas alturas ya sabía que Marieta era la delegada del sindicato para la empresa, además de la ocasional amiguita de Faber Castriño. Fue la primera vez que tuvo en sus manos un documento oficial del sindicato, no se trataba de una mera propaganda, y eso fue así porque prometió devolverlo cuando lo hubiese leído. No era fácil de entender con términos técnicos de farragoso panfleto, y tenía que ver con asuntos que desconocía de la negociación de salarios y horarios que llevaban un tiempo en marcha. Al parecer se lo daban a leer sólo a algunos trabajadores para conocer su opinión y tomar decisiones. No entendió por qué Marieta se lo daba a leer a él, que al fin y al cabo era un perfecto extraño y un novato, en casi todos los sentidos. En los meses que pasaron desde que rompió con Mia y se instaló definitivamente en su nueva casa creyó comprender algunas otras cosas. Su actitud había cambiado y se mostraba animado a seguir prosperando, si es que a encontrar un trabajo y permanecer en él, se le pudiera llamar prosperar, como sacándolo de una normalidad. Se empezó a oír el descontento en las calles, con grandes movilizaciones e inestabilidad política,justo en el momento que a él parecía no irle peor. Aunque el diagnóstico para los meses, incluso los años siguientes eran de cierres de fábricas, parados recorriendo las calles y campesinos acudiendo a las puertas del parlamento para pedir mejoras en las condiciones de vida, sistemáticamente los gobiernos se sucedían sin capacidad de dar una sola solución a tanto desatino económico. Aunque las figuras más relevantes de la vida pública prometían que todo iba a cambiar de forma inminente, los resultados que reflejaban todos los medidores decían lo contrario, y ya empezaba a no ser noticia que el tiempo pasaba sin cambio alguno. Existe una forma de confiada inocencia en los ciudadanos que parece animar a estos personajes a salir en los medios haciendo declaraciones que resultarían imposibles de probar para cualquiera, prometiendo soluciones imposibles o erigiéndose en profetas de un mundo mejor. Mientras tanto las líneas de escalas, encuestas, diagramas de parados y población activa, medias comparadas y extractos corregidos de posibilidades y repuntes, hacen su parte abrumando de inexactitudes las primeras páginas de los periódicos. Una de las razones que llevó a Roimar a formar parte de los movimientos de protesta fue precisamente el terror cerval a perder el trabajo que tanto había deseado. Por su parte no escatimaba esfuerzos y sabía que en el muelle en el que realizaba su servicio era difícil que se manifestara la crisis de una forma virulenta. Como era de esperar se produjeron choques entre policías y manifestantes, y recompusieron el gobierno una vez más. La situación era extremadamente delicada y hubo movimientos paramilitares que nadie esperaba, y cuando los primeros líderes obreros empezaron a desaparecer se agravaron los desordenes. Lo que hacía tan evidente su cambio era la aterradora sensación de no poder equivocarse, y entonces, llevarlo a convertirse en un ser expuesto, débil, huidizo y vulnerable. Aún en el caso de ser parte de un malentendido, capaz de encontrar una excusa razonable, ya nunca sería capaz de desprenderse de esos nuevos miedos, o al menos, eso creía. No podía entregar la construcción de su espíritu cambiante a los cambios que la vida le pudiera deparar, el sentido de la justicia estaba pues en juego, y no podía decir “es cuestión de tiempo”. Estaba dotado para discernir lo que era justo de lo que no, y tomar decisiones era lo único que lo podía salvar de la indiferencia. Decisiones que lo cambiaran, que lo condujeran y finalmente que formaran su criterio. En un momento en el que Faber Castriño quiso celebrar la buena marcha de sus negocios, y tal vez confraternizar con los trabajadores, organizó una cena en la que pagaba una parte importante de cada plato, y asumiendo el deseo de que los de más edad quisieran llevar a sus mujeres, aceptó que cada uno pudiera llevar un acompañante. A Rimar no se le ocurrió otra cosa que invitar a Rudy que estuvo feliz de poder entrar en los vericuetos del muelle y sus gentes. El anfitrión, dirigió la noche a su antojo sin que nadie le llevara la contraria. Demostraba sin reparos que casi todos los que estaban allí le debían algo, y eso era así aunque algunos no lo supieran. Con argumentos suficientes estableció por donde podían discurrir las conversaciones, si bien en los pequeños grupos cada uno


hablaba de lo que quería y eso le era ajeno. Así que muy a su pesar algunos empezaron a hablar de política y de la necesidad de empoderar a los sindicatos para que los defendieran. En aquel momento en que millones de parados empezaban a pasar a la acción manifestándose en las calles, Castriño seguía ajeno a todo y deseaba que todos hicieran lo mismo, porque esos problemas, según aseguraba, nunca les tocarían a ellos. Molestaba a algunos por sus aires de superioridad y desprecio del problema general que estaba llevando al país a la ruina. La seguridad indolente con que se sacudía el desastre nacional no llegaba a los comensales con indiferencia, pero no querían enfadarlo, pues conocían sus delirios furibundos, y hacían como que no lo entendían. Rudy miraba a Castriño sin poder relacionar su discurso con el chico del colegio que conociera. “Este hombre vive en su burbuja”, dijo en un desahogo. Naturalmente a su alrededor todos estaban de acuerdo con él, y le sonreían pero al no conocerlo, ni serle familiar su cara, guardaban silencio. “No se deben hacer caso de los discursos, no los creen ni las embriagadas cabezas que los crean” respondió Roimar con la resolución del que pretende demostrar su criterio pero no avanzar por un camino tortuoso. Entonces, sin que estuviera preparado para ello, Marieta se sentó a su lado. Precisamente había estado hablando con ella no hacía mucho, e intentaba convencerlo para que la acompañara a una visita que tenía que hacer a un antiguo empleado ya jubilado, del que sabía que estaba enfermo. “De ninguna otra forma podemos señalar a la política de este gobierno más que de disparatada”, Rudy seguía metiendo el dedo en la llaga, “El componente humano es la mejor herramienta de una sociedad para salir adelante y superar todas las contrariedades, y este gobierno desprecia a sus gentes”. Algunos miraban a Castriño temiendo que lo hubiese oído y empezaban a sentirse incómodos con Rudy, pero el salón era amplio, y aún sin estar del todo de acuerdo con su jefe que soltaba su soflama por su parte, lo aplaudían servilmente. Lo que podríamos resumir como una postura cínica pero inteligente ante el miedo de enfrentarse al monstruo, creían que no había nada de malo en refugiarse en él aún sabiendo que se comía a otros, que si eran desconocidos no importaban tanto como su propio bienestar. Durante el tiempo que duró la cena, Marieta no dejó de hacer halagos a Roimar y de aprovechar cualquier excusa para arrimar su cuerpo a él, como si todo lo cerca que pudiera sentirlo le pareciera insuficiente. Los dos se retiraron antes de que terminara el evento porque ella se lo pidió y Rudy tuvo que volverse solo a su casa, lo que no le importó porque lo pasó realmente bien. También supieron unos días después que Castriño estuvo preguntando por ella y que la buscó dentro y fuera, hasta que se dio por vencido y volvió a su mesa. Lo cierto es que cuando Marieta le pidió que la acompañara a casa dando un paseo, el no lo dudó, porque no podía encontrar mejor forma de acabar aquella noche. Tal vez creyera que se trataba de una mujer con suficientes posibilidades, solvente en admiradores, y por tanto difícil de alcanzar; ¿pero acaso no eran esos desafíos los que hacían que el amor valiera la pena? -Querido amigo -así le llamó Marieta como si hubiese estado preparando su discurso, y pensando como dirigirse a él en los términos más adecuados-, no tengo costumbre de contar fantasías, de argumentar invenciones o enredar madejas sin sentido. Las divagaciones no son mi entretenimiento y me gusta ser franca en lo que respecta a mis intenciones. Si digo que esa relación que todos me atribuyen con Faber Castriño, existió pero ya es cosa del pasado, que lo quise y me ha hecho sufrir como nunca había sufrido. Las mujeres amamos resistiéndonos a la entrega y las que no lo hacemos, terminamos en circunstancias tan desagradables que no se deben contar. Si en algún país hoy en día se ejerce una violencia mayor sobre las mujeres, es éste. Y no me refiero a la violencia física, sino a la forma en que los medios tratan esos casos. En ocasiones creo que se ponen de parte del maltratador. Las mujeres solas no vamos a poder cambiar esta mentalidad de posesión que los hombres tienen y que les viene de tan antiguo. ¿No dices nada? ¿Qué opinas? -Que si las mujeres fueran un animal en vías de extinción ya estaríais protegidas, y que es un tema cultural. Tienes razón en eso del hombre como exponente de la brutalidad que convierte a la mujer en parte de su hacienda. -Pues sí, sabía que estarías de acuerdo conmigo. Por favor, nada me molestaría más que ser


malinterpretada, algunas mujeres que hemos sufrido las peores experiencias no odiamos a los hombres, les tenemos miedo. -¿Tú me temes? -A ti no, por supuesto, si no no te hubiera pedido que me llevaras a casa -le hablaba con una cercanía que lo seducía, lo desarmaba, y reconocería cualquier cosa que ella propusiera por no llevarle la contraria en un momento así, y eso no decía mucho de él. Pero estaba como hinoptizado, y no podía dejar de escucharla-. La audacia de las mujeres en estos tiempos ha llegado a ser notable, sin duda. Los miedos son de todo tipo, no sólo a la violencia de macho. Miedo a fracasar, a la burla, miedo a vivir, a la soledad, al abandono, al desamparo, al dolor, a la locura, a la tortura psicológica, ¿lo comprendes? ¿irás a la manifestación? -Allí estaré si nada se tuerce. Espero que no me cambien el turno para evitar que asista, ya sabes como funcionan estas cosas. En su nuevo trabajo no le iba tan mal como había pensado que sucedería, existía una estrecha circunstancia de camaradería día a día en el trato con sus compañeros. Eso lo convencía de que debía tomárselo en serio, y no como en otras ocasiones que no sintiéndose a gusto, por pura negligencia había ido dejando de cumplir con sus obligaciones hasta que al final terminaba por abandonar. Al parecer, así lo había comentado con Rudy y con otros amigos, podría permanecer allí indefinidamente porque tener su mente ocupada le sentaba muy bien, es decir, había notado un equilibrio y tranquilidad en si mismo que le venía haciendo falta. Seguramente había puesto mucho de su parte para que eso fuera así, pero no sabía que parte de influencia en ello tenía su interés por Marieta, y eso no lo dejaba entrever. Cuando le hablaba a sus amigos de su nuevo trabajo, le contaba todo tipo de aspectos positivos que se había encontrado allí, de los tiempos de ocio compartidos con los compañeros, de los días de paga y de las anécdotas hilarantes que allí compartía y que sin duda generaban todos los trabajos al aire libre cuando el ambiente era animado y bromista, pero nunca les habló de Marieta. Es curioso, era la primera vez que le sucedía esto, era como si sintiera un respeto reverencial por ella, ni siquiera con Mia su novia más seria y que creyó definitiva, le había pasado algo así. No le parecía adecuado confesar su atracción por Marieta como la peor de sus debilidades, ni que, una vez, después de aquella cena en la que ella había decidido y así lo afirmó, terminar su relación con el jefe de ambos, habían marchado juntos en una manifestación, habían corrido delante la policía y habían terminado paseando toda la noche por el parque de acebos. Como habría de contarles que no podía concebir mayor dicho que pasar con ella por terribles dificultades que los habían llevado a esconderse durante horas en un zaguán llenos de mugre, y ruidos de ratas royendo la madera de los entre-techos. En tal caso no faltaría quien la pusiera en cuestión, y le reprochara la facilidad de la entrega. Por eso era mejor callar y no ponerse a merced de la desconfianza, ni permitirles a ellos, por muy amigos que fueran que pusieran en duda tan maravillosos y peligrosos momentos. No podía reaccionar contra aquella amarga dulzura que se manifestaba en cada nuevo capítulo del comienzo compartido de sus aventuras. Todos los conflictos sociales tienen claros culpables, los represores, que intentando desviar esa claridad suelen culpar al pueblo desde los púlpitos. En todas las revoluciones que el mundo ha conocido ha sido así, y eso equivale a tanto como decir que aquellos mandatarios que sucumbieron a la violencia del pueblo se merecieron lo que les ocurrió. En su caso, Roimar asistió a aquellos acontecimientos como algo más que un mero invitado, él creía sinceramente que algunas cosas debían cambiar, y que algunos de aquellos seres patéticos que los gobernaban debían ser enviados a sus casas con la vergüenza de haber sido suspendidos por el pueblo. El número de heridos por los enfrentamientos con las “fuerzas del orden” iba en aumento, aunque en sus discursos los responsables directos de los mandos ejecutivos, intentaban aparentar total normalidad. Sin embargo, y aún ejerciendo la presión que creyeron necesaria sobre los medios, el descontento era


creciente y la legitimidad de los elegidos, cuando se habían presentado como candidato único, era más que dudosa. Con los conceptos modernos que manejaban nuestros jóvenes, acerca de los desafíos de la vida, y además, lo poco que dura, es posible aceptar que muchos de ellos creyeran que no existía un deber y un placer más elevado, que el que enlazaba el amor y la revolución. Constantemente las parejas revolucionarias hacían alusión a la libertad plena, tanto de hombres como mujeres, a este respecto. Y la tolerancia era grande cuando conseguían desprenderse de antiguos patrones culturales, pero, para ser sinceros, en el caso de Roimar no era así, y no conseguía verla con el desapego que se le suponía. No conseguiría imaginar de ninguna de las maneras que podría encontrarla amando a otro sin que eso le importara. Tal vez en ese caso se retiraría, vencido, dolido y en silencio, pero seguro, que si llegaba a suceder, le importaría.

4 La Consistencia Envidiable No fue la última vez en la historia de aquel país, o de cualquier otro, en la que se intentara justificar la represión por los hombres que se decían de orden y reserva del sentido patriótico. Invocaban el orden como única excusa para todo el despliegue de fuerzas que se produjo, y eso sacaba aún más ciudadanos a la calle. El drama del político que se manifestaba inútil e incapaz de crear empleo y que se dedicaba a retirar las ayudas sociales, enervaba al pueblo. Para un político insensible, alejado de la realidad, la insistencia de la protesta sólo era una molestia que se debía extirpar a cualquier costo. No tardó mucho Roimar en darse cuenta de que se estaba metiendo en un buen lío, y que Castriño aunque nunca lo confesaría pertenecía a ese grupo de patriotas que lo querían todo bien atado. Su mirada severa se paró sobre él una tarde de poco trabajo, y le dijo que dejara la máquina y que en unos minutos lo vería en la oficina. Allí recibió algunas recriminaciones sobre la forma en la que hacía su trabajo, y por lo que parecía todo iba mucho peor de lo que pensaba. Parecía condenado de antemano, y serían inútiles las explicaciones porque algunas de sus acusaciones eran ridículas. Faber Castriño no sólo estaba enojado también parecía nervioso por la forma en que se retorcía los dedos entrelazados de ambas manos. Ante el primer intento de reacción, y después soportar la mirada incrédula de Riomar adopta una postura fría y una mirada congeladora. Cuanto más lo pensaba, menos lo entendía. Y posiblemente no era tan difícil, pues ya habían llegado a los oídos del director del muelle de exportaciones, que Roimar se veía fuera de la empresa con Marieta. Golpeó la mesa con la mano abierta y se puso de pie amenazadoramente. -¡Ni una palabra! Me doy perfecta cuenta de algunas cosas han estado sucediendo a mi espalda. ¿Cómo puede un ser caer tan bajo? ¿Cómo se puede ser tan desagradecido? Estoy seguro que será capaz de elaborar un cuidado castillo de naipes, lleno de casualidades, mentiras y disculpas. No consiento los romances aquí, van en detrimento del rendimiento y de los resultados. No es la primera vez que sucede. Roimar empezaba a comprender por donde iban las cosas, y el color que estaban tomando no era el más conveniente. Se trataba del rojo de la sangre indignada. Lo miraba sin ser capaz de responder con coherencia. -No fue suficiente divertirse con ella sabiéndolo todo, sino que necesitaba airearlo para que todos lo supieran y se rieran a gusto. Como ve no me ando con ambigüedades, no soy de esa calaña.


Debería haber calculado que esto sucedería y haberlo tenido vigilado, no podemos fiarnos de los nuevos. Usted pensará que con que ella se ofreciera eso significaba más que suficiente, pero hay muchas más cosas en juego. Me repugna lo que ha hecho. Se muy bien lo que les pasa a los jóvenes. Creen que lo merecen todo, y ahora estará sintiendo lástima de este viejo que es incapaz de retener a su lado a la mujer que ama. Por un momento, Roimar creyó que iba a explotar, vio como su boca se llenaba de espuma y que lo golpearía sin remedio. Ha gritado y pateado una silla, y todo sin dejar de verlo a los ojos, con los suyos enrojecidos. Toda esa furia le hace respirar profundamente, mira al suelo e intenta controlarse. Poco a poco, sus manos van dejando de temblar, intenta respirar con normalidad. Arrastra una silla y se sienta. Deja caer el mentón sobre el pecho y se queda sin sangre en las manos y en la cara. -¡Váyase ahora! -¿Estoy despedido? -No, aún no. No es del todo culpa suya. ¡Salga de la oficina! Los días se hacían más largos y la primavera empujaba con fuerza, pero después de unos días de sol constante y agradecido, volvía una semana de lluvias. La temperatura tampoco tenía bajadas definitivas y se producía ese efecto de desorientación justo antes de salir. La intensidad con la que se había propuesto vivir en maquinista le hacía apreciar todos los cambios en el cielo como parte definitiva de su existencia. Y cuando en su primera juventud había explotado como la primavera nada le había puesto en guardia contra su imprudencia, ni tampoco nadie lo había acompañado después de los errores cometidos; eso era una constante en su vida que ya no era tan joven ni inexperta. Era sobre todo la ausencia de planes, la falta de convicción acerca de su futuro y el lugar al que se dirigía, lo que lo llevaba a actuar sin reflexionar sobre la conveniencia de esos actos. Y todos los indicios que conocemos y que circulaban alrededor de cada paso dado los que nos ponen expresamente sobreaviso del drama al que estaba abocado, pero sobre todo habían sido sus interlocutores más comprometidos y exigentes los que lo habían marcado para ser el candidato a todas las desgracias. Llamaba la atención por lo ilocalizable que había estado y lo inalcanzable que se había vuelto en los últimos tiempos para sus amigos, y debemos observar que si eso se debía a la pasión por Marieta, que lo empezaba a dominar, ni que lo viéramos muy lejos, eso le convenia. La vida, según creía se le estaba volviendo fabulosamente arriesgada pero soportable, y su amor revolucionario no podía escamotear la valentía que se le exigía. Se amaron en los portales, se ocultaron en los váteres de los bares, se escurrieron de la seguridad llegando a su casa en la que se encerraban por días. Empezó a pasar con frecuencia por su casa, donde pasaba toda la noche. La cama de Marieta era grande y los acogía a los dos con suficiente comodidad y tanta suficiencia lo convencía de la conveniencia de no precipitarse en cambiar nada en un corto espacio de tiempo. Ella aprovechaba para contarle los más antiguos secretos del muelle y los trabajos que allí se desempeñaban, y gradualmente él se fue dando cuenta de que tal vez no era buena idea salir con una chica que trabajaba en el mismo sitio y se empeñaba en seguir hablando de su trabajo el resto del tiempo. Pero esto suele suceder y la mayoría de las parejas en esta situación lo sobrellevan con paciencia y armonía. Una noche en medio de una de sus anécdotas, guardó un largo silencio y de un salto aseguró que ya estaba bien de aquello, y que o salían a tomar algo se volvería loca. Eran las tres de la madrugada y Roimar estaba agotado, pero Marieta había estado bebiendo vino de oporto, y parecía bastante mareada. Ella insistió asegurando que no le quedaba ni una gota de licor en casa, lo que no era cierto. Aquella noche estaría llena de incidencias graciosas y la hubiesen podido recordar como una más de aquellas en las que habían paseado su amor bajo las estrellas, si no fuera porque


en un momento Marieta se puso a devolver, y a él le dolía la cabeza y tenía un frío atroz. No fue uno de sus mejores momentos. Gloriosamente la belleza retocada de Marieta se manifestaba cada día detrás de su ventanilla. Muchos eran los que admiraban, haciendo comentarios graciosos sobre sus formas redondas, pero también altivas. Algunos aprovechaban para entregar papeleo innecesario y pasar un rato bajo techo, y lo que empezaba a parecer exagerado, que lo días de lluvia, otros pasaran por el edificio de oficinas para ofrecerse a hacer recados. Los comentarios eran más atrevidos desde que empezó a correr el rumor de que ya no salía con el jefe, y a Riomar le tenía mucho respeto. Y luego había los que a pesar de saber que ella solía verse con él después de trabajo, se atrevían a un divertido cortejo que se tomaba con humor. Por supuesto no se toma a ninguno de los trabajadores más atrevidos en serio, nunca los mira a los ojos, y sabe cambiarles de conversación sin que apenas se den cuenta. Sabe que, en cierto modo, se comportan así con porque es una forma de demostrar que le tienen muy poco respeto y eso los hace sentirse importantes, pero se lo consiente, y más tarde, cuando comenta cada uno de aquellos absurdos casos con Roimar, se ríe de ellos. A él no le parece muy correcto, pero siempre lo toma por sorpresa con aquellas historias. “¿Qué pretende?” Se pregunta, “¿Darme celos?” Después sus pensamientos dan un giro más, y cree que contárselo es una forma de reafirmar y estrechar su relación. En la cabeza de aquella mujer, ofrecerle la posibilidad de reírse de sus adversarios y ganarles en todo, tenía que ser un motivo de felicidad para él, pero no era así. Una mañana que Roimar llegó temprano vio una ambulancia y unos coches de policía en el muelle. No le dejaron acercarse y se fue a cambiar de ropa. En las taquillas estaban comentando lo sucedido. Un trabajador había muerto ahogado allí mismo unos años atrás, y ahora en el mismo sitio había aparecido el cuerpo de Orduña, el delgado sindical. Esta triste coincidencia hacía que todos aventuraran todo tipo de posibilidades y locas conjeturas. Pero nadie alzaba la voz, el ánimo era de respeto y cansancio. Unos días antes todos se habían reunido en una asamblea en la que se había acordado ir a la huelga, y sabían que traería problemas pero no imaginaban que podía verse interrumpida por semejante desgracia. Todo se fue complicando a lo largo del día, Castriño apareció para amenazarlos y despareció el resto del día. Nadie lo volvió a ver, pero los que lo conocían afirmaban que no podía andar muy lejos. Cuando esperaban para poder entrar en el almacén de máquinas, vieron pasar la camilla con el cuerpo cubierto con una sábana blanca como la nieve. Aquello les tocaba demasiado de cerca, y no podrían seguir comportándose como si las cosas que pasaban no fueran con ellos. Se volvieron a reunir aquella misma tarde y decidieron seguir adelante con las acciones que habían acordado y mantener la convocatoria de huelga. Roimar no estaba dispuesto a quedar al margen de todo aquello, así que trató de olvidar las amenazas que Castriño le habían dirigido, porque sabía que no tenían nada que ver que las exigencias sindicales por el convenio colectivo, pero también se podía llegar a la conclusión de que las dos cosas irían unidas en la cabeza de su jefe cada vez que lo mirara con aquellos ojos que eran puro reproche. Según Rudy, la idea que se estaban haciendo de las posibilidades de un cambio político eran muy improbables, pero había que intentarlo. De todo lo que se desprendía de la inestabilidad social, en ocasiones creían que el mismo gobierno los animaba para poder justificar la represión más bruta, y eso parecía tan transparente a sus ojos, como confusión sembraban todas las declaraciones de personajes públicos en los medios. También aseguraba a su amigo, que para una “mente clarividente como la suya” -no era modesto en eso-, estaba muy diferenciada la mala intención de los poderes económicos y el perverso seguimiento que les hacían los ministros de un gobierno sin moral. Y así, entre los consejos de su amigo, la información que Marieta le pasaba del sindicato, las reuniones y asambleas con compañeros y todo lo que se hablaba en las manifestaciones, se iba componiendo una idea de cual era su lugar en el mundo. Había vivido hasta entonces apropiándose de una idea de supervivencia, y por su parte esa había sido la única manera hasta que empezó a interesarse por las cosas que pasaban en el mundo, y como por efecto de una extraña droga todo empezó a cambiar en su cabeza y en la forma en la que ordenaba sus ideas. No obstante lo que más le había impresionado de ese cambio era que, muy lejos de considerarse un aprendiz, un invitado o un novato, Roimar se creía seriamente comprometido y en conciencia, con los derechos de las personas y un Estado a su servicio. La legitimidad de las manifestaciones iba creciendo, al mismo


tiempo que los motivos de la represión empezaban a ponerse en cuestión. Llegaba un tiempo electoral que anunciaba un cambio, y por primera vez en un descontento que duraba años, empezaban a notarse buenas sensaciones y el optimismo hacía permanecer a los trabajadores firmes en sus filas. Con la idea de poder y ser capaz de enfrentarse a los nuevos retos conseguía la fuerza necesaria y renovado optimismo. Decir que no sentía que sus viejos miedos empezaban a manifestarse de nuevo no sería cierto, o que lo que había constituido el viejo sentido de la vida no seguía presente eso también sería falso. La idea se trataba de interpretar una frase que habrán escuchado otras veces pero con matices diferentes, “cuando la vida nos alcance”. Inclusive en la forma de entenderlo de algunos debería ser, “cuando la muerte nos alcance”, pero Roimar le daba un sentido diferente para intentar explicar lo que le estaba sucediendo. En demasiados aspectos de su vida la tenacidad lo había acompañado y ayudado hasta poder decir que el momento que vivía estaba relacionado con el empeño que había puesto en llegar hasta allí. Más probable que perder la juventud era aún perder las ilusiones, los planes y que todas las posibilidades de cada cosa nueva que quería hacer ya carecieran de su momento. Podría haberse planteado ser cualquier cosa, corredor de maratones, músico de jazz o navegante en alta mar, pero ya no. Esta era la nueva idea dominante, ya no había tiempo para querer ser nada nuevo, la vida le había dado alcance. Por complejo que se hubiese vuelto todo, había algo que no había cambiado y no debía cambiar, y eso era la reacción contra toda injusticia. Ya no eran las mismas cosas las que lo mantenían en pie, firme en sus desafíos. En los meses siguientes a su última conversación con Rudy, acudió con él y con Marieta a varias manifestaciones, se vieron en reuniones del sindicato y hasta coincidían en sesudas charlas de política y filosofía. El alcance al que se refiere cuando habla de que la vida cierra oportunidades, le obliga a centrarse en lo importante, y en aquel momento de su vida, nada consideraba más importante que ayudar a hacer caer un gobierno que creía que la represión era la respuesta que debía dar a las exigencias ciudadanas, y así, al mismo tiempo, oscurecer sus casos de corrupción con el ruido de los escudos y las armas contra la protesta. Las víctimas inocentes de todo ese tiempo que se vivió, marcados con la inexorable lógica de inconsciente pensamiento fascista -el mismo que subyace en los que creen que la desigualdad, y el dolor de los otros, les favorece-, se convertían de pronto en símbolo presente y material de lo que era necesario hacer. Él mismo entre otros muchos, sentía que cada nueva decisión gubernamental para dejar a grupos sociales sin asistencia sanitaria, arrojándolos a la calle sin importarles que las viviendas quedaran vacías o simplemente cerrando los comedores escolares, lo enfurecía. Y concentraba todas aquellas exigencias, en la necesidad de cambiar el gobierno, sin esperar a ver como podían superar el punto sórdido de la insensible caricatura en la que se habían convertido. En aquel mes, apenas un año después de empezar a trabajar, alguien dejó una solicitud de información de vida laboral de Roimar sobre la mesa de Marieta. La petición era por escrito, firmada por el director del muelle, y con una nota anexa en la que se le pedía a la oficinista que le comunicara que debía quedarse al terminar su trabajo para una reunión. No parecía nada extraño porque ya había sucedido otras veces y por asuntos carentes de toda importancia. En los distintos muelles del puerto el significado de las reuniones es parecido, los trabajadores y los jefes son parecidos, y las formas de disciplina también. A la hora de la pausa, Marieta acudió a la cafetería y le entregó la solicitud, después quedó con que lo vería en su casa más tarde y dijo que lo estaría esperando con ansia y curiosidad por saber de que se trataba. Desafortunadamente, Marieta tenía mucho trabajo atrasado, una montaña de documentos por clasificar y archivar, y le hubiese gustado quedarse un rato sentada a su lado, pero eso hubiese sido demasiado para todos. Con la desprendida elegancia que se esperaba se dirigió a la puerta bien erguida y sin mirar a nadie. Resultaba llamativo el respeto con que la miraban y la trataban cuando más gente podía ver, a aquellos mismos trabajadores que iban a la oficina a bromear con ella. No querían que se les notase pero todos la miraban disimuladamente a la espalda, o al menos eso parecía. Incluso los casados la miraban como hacía mucho que no miraban a sus esposas, porque ellas no les permitían bromear a escondidas, ni, por supuesto tenían un final de espalda tan apretado y redondo. Por supuesto que si ella lo hubiese deseado podría haberle mandado un recado por


cualquiera, para que acudiera a la oficina a buscar sus papeles. Eso era lo que solía hacer, pero la deferencia que tenía con Roimar estaba relacionada a los ojos de todos con esos encuentros que entre ellos se daban después del trabajo. No resulta fácil describir es estado en el que se sumió Roimar, no le había contado nada de su última entrevista con Castriño y las amenazas que había vertido sobre él, y la expectativa de una nueva reunión le hacía pensar que las cosas podían haber empeorado. Quizás sólo se trataba de nuevas condiciones del servicio, de un pedido inesperado al que habría que dedicarle un tiempo extra o, lo que parecía más lógico teniendo en cuenta que no había hecho caso a la primera advertencia y seguía viéndose con la que había sido la novia de Castriño, que le dieran la carta de despido. Pero en su personalidad inconsciente y arriesgada imaginó cosas mucho peores y no se equivocaba del todo. Esa noche, cuando ya todos habían salido cayó una lluvia fina que lo sumía todo en una humedad insoportable de la que resultaba imposible escapar, estaba dispuesto para acudir a su cita en la oficina, pero no hizo falta. Vio llegar a lo lejos a Castriño acompañado de otro hombre, ambos portando sendas palas, con cara de malas pulgas y dispuestos a consumar una nueva canallada. Bajo su impermeable, Roimar no sabía si estaba empapado de la lluvia o de sudor, y la carne estaba helada como si toda su sangre se hubiese ido muy lejos. Nadie puede imaginar como salió de aquella, por fortuna los golpes recibidos no fueron en la cabeza y cuando lo tiraron al mar no estaba inconsciente. No él mismo, unas horas después, cuando consiguió salir del agua arrastrándose marea abajo y agarrándose a las piedras del espigón, sabe como pudo llegar a casa de Marieta. Fue una historia que no contaría nunca a nadie pero que no podría olvidar por mucho que lo intentara. Cuanto más pensaba en ello más enfermo se ponía, y tardó en recuperarse algún tiempo en el que no pudo escapar de terroríficos sueños. En tales momentos ya no pensaba en luchar, ni en el sindicato, ni por supuesto en volver a ocupar su puesto de trabajo pidiendo la intermediación de la policía y de una justicia que nunca se inclinaría de su parte. Así estaban las cosas en una sociedad podrida, en la que los más altos responsables se conocían y se comunicaban con lisonjas y favores. Se habló un tiempo de aquello pero luego se olvidó, cuando todos supieron que estaba vivo y que la vida seguían para él lejos del muelle, después de que su cuerpo dejara de parecer un globo hinchado y recuperara su volumen normal. Ya no conocía a nadie, ni deseaba ver a sus antiguos compañeros, sólo Rudy llegó para llevárselo a su casa y pedirle a Marieta que no lo viera más, por su bien. Ni siquiera con el paso del tiempo, fue capaz de averiguar como fue capaz de salir de aquella situación. Tan sólo recordaba que su instinto lo llevó a dejarse conducir por la marea hasta donde sus perseguidores no podían verlo a menos que se tirara también al mar, y después se agarró por su vida en unas rocas dos el mar batió, y arrojó su cuerpo una y otra vez contra ellas, hasta que logró salir. Sin duda tuvo mucha suerte, de ninguna otra forma se puede explicar. Él y Rudy, algún tiempo después beben licor en su nueva casa pero ni eso le hará olvidar. Afortunadamente el gobierno cambió, y Rudy llega muy optimista con noticias de jueces que empiezan a dictar cárcel para corruptos y corruptores, y lo más sorprendente de todo, la policía entró en el muelle de exportaciones y se llevó detenido a Castriño. Junto a la ventana, Roimar no puede olvidar la cara de aquel hombre con sus fríos ojos y su voluntad de hacer daño sin sentir el más leve remordimiento. Tal vez e mundo siga girando después de todo, se dice. Quizá no todos se daban cuenta de lo que sucedía, o quizá no conocían le dimensión real de la podredumbre, pero siempre hay una baza que jugar, la buena gente siempre tiene sus recursos. Entonces, mira a través del cristal a aquellos ciudadanos que van y vienen a sus trabajos, de sus casas, de llevar los niños al cole, y una sonrisa cruza su cara. Brotan ahora ideas que son capaces de detener el caos, siempre hay ocasión de recomponer lo que otros se han empeñado en destruir si lo mejor de nosotros se pone en juego. Un espasmo en los labios lo conduce de vuelta al sillón, intenta pronunciar un nombre, interesarse por como le ha ido a otros, pero no le sale. Cuando por fin aquella noche se durmió, fue un sueño apacible y feliz, la fiebre y la angustia iban desapareciendo, y ya no despertó a media noche envuelto en sudor esperando ser golpeado por una pala sin dueño.


1 Juventud Atacada, Infancia Ausente La distinguida posición de Audrey llevaba a su tutora en el instituto a creer que saldría adelante a pesar de sus limitaciones intelectuales. Algunos de sus compañeros en aquel tiempo la recuerdan como una chica alegre, optimista y discreta. Antes de terminar sus estudios era conocida por sus resultados en el equipo de balonmano y algunos de ellos al preguntarle cobre sus recuerdos de aquel tiempo muestran una cierta admiración por ella, una reverencial estima por su entrega deportiva y humana. Venía de una familia principal que vivía en una gran casa en el centro del pueblo, y no le hubiese hecho falta haber seguido en el equipo de balonmano al terminar sus estudios, pero no parecía decidida a dar el paso del matrimonio, lo que, sin duda, lo hubiese cambiado todo. Tal vez su postura al respecto no era inamovible, pero su novio de toda la vida estaba haciendo un gran esfuerzo y desplegando toda la paciencia de la que podía disponer, que con el paso de los años demostró no ser poca. Una y otra vez le pedía el matrimonio, y una y otra vez ella le contestaba no creer estar preparada para semejante paso. Lo más sobresaliente que podemos contar acerca de aquel chico es que estaba muy preparado, sabía idiomas y literatura, y podría encontrar trabajo sin problemas en cualquier empresa de carácter multinacional si se lo propusiera. Había rechazado algunas ofertas de pequeñas empresas del pueblo, y cuando por fin se decidió a dar el paso profesional y desplazarse a una gran ciudad lo hizo sin Audrey, porque ella no quiso acompañarle. Tampoco lo acompañó a la estación de ferrocarril, y la despedida se produjo el día anterior sin responder a ninguna de sus preguntas sobre la intensidad de sus sentimientos y si se volverían a ver, o seguirían comunicados. Uno de aquellos chicos que se relacionaba con ellos afirmó que ella nunca lo tomó en serio, que el tiempo que él paso lejos del pueblo, ella salió con otros y que nunca pensó que se sintiera estimulada en ningún sentido por su novio de primera juventud. “Suele pasar. Nunca lo quiso de esa forma, con ese propósito. Durante años se acompañaron al cine, a los bailes y él le llevó los libros hasta el colegio, pero Audrey nunca lo vio como el hombre definitivo, el guardián de sus sueños, el compañero de su vida futura, ni ninguna de esas cosas que de haberlo aceptado la habrían llevado a no conocer más varón ni más vida. En aquel momento, sin duda, tuvo miedo. En aquel tiempo, según la tutora de curso de Audrey, no era vergüenza que las mujeres se mostraran reservadas, o que hicieran giros semejantes sin dar demasiadas explicaciones. Con frecuencia los chicos exponían sus sueños y sus sentimientos, y ellas “jugaban” con ellos, o dicho de otra forma, no se los tomaban en serio, porque no se resignaban a estar predestinadas a un matrimonio temprano, y como se suele decir, “retirarse de circulación” antes de tener una idea de qué va el amor -si es que hay alguien que lo sepa-. Pero las cosas cambian, y los chicos ya no desean atarlas, someterlas, enfrentarlas a la moralidad, y dejarlas en estado antes que que cumplan los veinte y sepan que en realidad nada es como les habían prometido. Bueno, tal vez el mundo no haya cambiado tanto como creemos, pero también hoy en día hay vanguardias, y Audrey fue una mujer vanguardista en muchos aspectos. Amablemente, la Señora Barnes Miggiaulina, la Tutora de último curso de Audrey, les entrega copia de un memorándum de aquellos años. Se trata de trabajos que los profesores solían hacer al terminar el curso y que contextualizaban los resultados y lo que los alumnos habían aportado al grupo. Añade algunos comentarios acerca de sus recuerdos, y los


objetos que se guardan en la sala de profesores como presentes que los alumnos solían entregar y que compraban realizando una colecta entre ellos. No sé lo que pudieron pensar los técnicos de imagen cuando entraron en aquella habitación forrada de estanterías, trofeos, bandejas con expresiones de agradecimiento en letra gótica, jarrones con dedicatoria, fotografías, ánforas que no son de la antigüedad pero lo parecen, madera tallada con frases conmemorativas, catálogos de viajes de fin de curso, más fotos, retratos de profesores realizados por alumnos, vajillas, representaciones del patrón del colegio con más frases en bajorrelieve en bronce y base de mármol, héroes deportivos lanzando jabalina y disco esculpidos en piedra, coronas de laurel de cerámica y casi cualquier otra cosa que los alumnos puedan regalar a sus profesores. La señora Miggiaulina tenía un dulce acento italiano con el que excusarse por el desorden, y el polvo acumulado. “Tendremos que llevarnos algunas cosas para el almacén, esto empieza a estar de nuevo sobrecargado”. Había algo en aquella habitación que arrastraba a la melancolía a los espíritus sensibles, a observar con respeto y en silencio, a curiosear en el alma de aquellas caras juveniles en fotos de hacía veinte o treinta años. Todo aquello tenía las proporciones del olvido, de lo importante que se vuelve inútil con el tiempo, y que en un momento indefinido algunos de aquellos objetos, tendrían que terminar en casa de los profesores más piadosos que los salvaran del contenedor de la basura. Nada se posee con la intención de conservarlo definitivamente, o tal vez sí, pero esa intención no lo salva del decisivo instante en que pierde su alma, su sentido, la intención última (en el caso que nos ocupa) de reconocimiento con que fueron entregados, pasando a ser simplemente objetos incapaces de resistir el paso del tiempo. Todo transcurría con lentitud hasta que la tutora tomó de una estantería una fotografía, y se la mostró a Bordieau, “ésta es Audrey a punto de su mayoría de edad”, y pasó su dedo sobre la figura de una chica joven, sonriente, que se destacaba en un grupo numeroso. La fotografía estaba enmarcada en algo repujado parecido a la plata, y pasó a las manos del fotógrafo que la miraba con curiosidad. Higgins, el técnico de sonido se asomó sobre el hombre de su compañero para mirar, y éste se giró ligeramente para para mostrarle la fotografía. Hubiera deseado llevársela para mirarla en el hotel más detenidamente, y no se le ocurrió que si se la pedía era probable que se la dejara unos días, pero le pareció que tenía prisa por devolverla a su sitio y la la ofreció de vuelta. Era una foto en blanco y negro, con un grupo de nueve o diez chicas apretujadas unas contra otras en un polideportivo, vestidas con ropa de deporte y mostrando sus blancas dentaduras plenas de emoción y unidad. Dieron una vuelta entre toda la cacharrería, y antes de salir, Bordieau no pudo evitar echar un último vistazo a la foto, con las manos en la espalda y estirando el cuello sobre la estantería a la altura de los ojos, adoptó un aire pensativo durante unos segundos, hasta que la señora Miggiaulina lo sacó de su ensimismamiento, “¿seguimos?”. Después de un tiempo en que su novio ya no estaba, su madre se ocupó de comprarle revistas y discos, de llevarla a los entrenamientos e intentar llenar ese vacío de alguna forma. Siempre se había preocupado por ella, y había extremado los cuidados para que llegara a convertirse en la mujer que esperaba de ella. Se había dejado llevar por sus atenciones durante la infancia, por lo tanto no era nada nuevo que la señora Deark Jones, en momentos muy determinados, creyera que debía centrarse en la felicidad de su hija. Para Audrey no constituía ningún esfuerzo reconocer que se sentía querida y llena de atenciones en el seno familiar. No creía que fuera necesario todo aquel despliegue de medios, pero mientras decidía la conveniencia de dejarse llevar por aquellos sentimientos que tanto la brumaban, reconocía que le creaban una sensación de seguridad a la que le costaría renunciar. Si sabía que le iba a resultar imposible seguir siendo el juguete infantil de la casa y para ello, negarse a seguir creciendo, por lo menos podría aceptarlo por un corto espacio de tiempo aún, sin que ello supusiera una reto de superación en ningún sentido. Habían pasado unos cuatro meses desde que empezaran aquel trabajo con la propuesta sobre la mesa de la secretaria en la productora y no tuvieron respuesta. Empezó como algo necesario, como la reacción a la inactividad y a la vez no dejar morir una idea que le parecía consistente y dispuesta a dejarse tocar. Parecía que no iba a dar mucho de sí, y que se cansarían después de un tiempo de luchar contra el olvido y la desgana de aquellas personas a las que entrevistaran, pero sucedió todo lo contrario y se lo empezaban a plantear como un trabajo lento del que no sabían si serían capaces


de ponerle un final. La actitud primera cuando se quiere hacer un ejercicio de investigación, que puede terminar en documental, es tener el material suficiente que permita una conclusión, pero a veces, y este era uno de esos casos, si se acumulaba demasiada información, y es un tipo de información que abre caminos nuevos, que conduce de una historia a otra sin aparente conexión, algunos autores deciden cortar de pronto y contentarse con lo expuesto. Elaborar un final no siempre es posible. Llevaban moviéndose de una punta a otra del país durante todo aquel tiempo, visitando gente que la había conocido en su éxito y en su faceta más conocida, el deporte, pero al fin, se habían decido a dirigirse al lugar donde había empezado todo, su pueblo de nacimiento. Higgins y Bordieau esperaron el tiempo necesario para ser recibidos, para inspirar confianza y para poder insistir en sus entrevistas como una rutina, hasta el punto de que algunos lugareños creyeron que se iban a quedar a vivir allí para siempre, o que iban a poner la oficina principal y su centro de trabajo y nudo de todas las historias, en el pueblo. Dos meses antes, les informaron de que debían entregar el material de filmación en la productora, o renovar la solicitud de préstamos y así lo hicieron. Unas semanas después se pusieron de nuevo en contacto con ellos porque habían cambiado los protocolos y les faltaba documentación adicional. Hicieron fotocopias de todo lo que les pidieron y lo entregaron, eso les hizo para durante un tiempo sus visitas, pero al final consiguieron que los dejaran en paz. Finalmente se desplazaron sin esperar más, pero tuvieron suerte, y recibieron una notificación en la que les aseguraban que su préstamo había sido aprobado durante un año, pero que el trabajo que realizaran no estaba sujeto a ningún contrato. Sabían que no conseguirían financiación, y que para eso la solicitud debían enviarla a otro departamento, lo que habían hecho previamente, y sencillamente no habían recibido respuesta. La tediosa estrecha libertad de sus años adolescentes confería a la alumna un cierto halo de respeto que la tutora respetaba. Entretanto, se iban moviendo en dirección a la pista de balonmano al aire libre, que no siempre son lo más útil, pero a la que estos centros le sacan un indudable partido. La tutora afirmaba que no era ninguna molestia cuando ellos se excusaban, pero lo que ella ignoraba es que pensaban volver las veces que hiciera falta, y que la obstinación del buscador, del investigador de los detalles de las vidas ajenas, debía caer en la insistencia hasta el cansancio. La madre de Audrey, insistía en acudir a los entrenamientos y partidos de la temporada escolar, y no sólo eso sino que se hizo conocida como una asidua animadora, y Barnes Miggiaulina tuvo que reconocer que la recordaba celebrando los saltos de su hija cada vez que salía volando sobre la defensa del equipo rival. Lo estimulante de la conversación con Barnes es que le notaban cuando no deseaba hablar de algún tema en concreto, porque le pareciera personal, íntimo o impropio de ser expuesto en una película, pero al final terminaba por hacerlo. Por ejemplo, no sabía si a la familia le parecería bien que hablara de ellos y las relaciones que tenían en aquel tiempo, pero no era para tanto, ni había cosas tan secretas que contar, al contrario. Siempre hay gente dispuesta a interesarse vivamente por un documento parecido, y después de las extraordinarias historias que iban conociendo -como posiblemente también se encuentran en la vida pasada de todos y cada uno de nosotros a poco que levantemos la arena que las cubre-, no dudaban que podrían darle una exposición conforme a sus expectativas sin atribuirlo a la casualidad, y sí a un trabajo exhaustivo. Sin embargo, Barnes no podía saber si se trataba de un trabajo de aficionados o si iba a tener difusión por televisión, por lo que no eran muy compresibles tantas precauciones y miedos a la hora de “soltar la lengua”. A pesar de todo, escuchó con atención las observaciones que los periodistas -o si se prefiere cineastas porque aún no sabrían bajo que formato distribuirían su trabajo-, le hacían al respecto y se propuso ser un poco más locuaz de forma general. En su segunda visita al instituto hay un portero que antes no habían visto, y que los previene de que deben limpiar bien los pies para pasar a los pasillos de aulas, porque lo están dejando todo lleno de tierra. Por lo que parece el sábado anterior tenía libre y ellos también se libraron de su exacerbada manía por la limpieza. Pasaron delante de su ventanilla mirando furtivamente porque no deseaban más inconvenientes. Obviamente pertenece a ese tipo de personas que por hacer bien su trabajo se meten en todo y le dicen a todo el mundo lo que debe y lo que no debe hacer. En ese momento Bordieau teme que le diga que está prohibido filmar dentro y que debe dejar las cámaras allí mismo, así pasa delante de él a toda velocidad y una vez lo deja a su espalda, ya no vuelve a


mirar atrás. La señora Barnes no dice nada, se limita a acompañarlos y mas adelante, a dirigirlos a su destino, el aula en la que estudió su protagonista. Gracias a ella se han enterado que precisamente en aquella aula no han cambiado los pupitres en todos aquellos años, porque se conservan bastante bien y no lo consideraron necesario. Antes de que ella pudiera recordar ese detalle, le insistían en que recordara alguna cosa interesante que pudiera ser grabada. Resultaba evidente que tenía que existir algo que en aquel tiempo hubiese usado con las manos, que hubiese tocado y utilizado como una parte de si misma, y al fin fue una suerte que de todas las cosas que habían sido renovadas, una de ellas no fuera aquel pupitre delante del que se encontraban. Quienquiera que lo estuviera utilizando lo mantenía en perfecto estado, y se había olvidado cuatro pitillos Malboro en una de sus esquinas. Al levantar la tapa, observaron los pitillos y restos de virutas de un lápiz mal afilado, y lo que les pareció más interesante, todo tipo de dibujos obscenos, frases filosóficas y desafiantes, y pruebas de laca de uñas, amalgamado con el paso de los años como en una pintura de Pollock. Aquel exceso de lineas de color abigarradas debía ser grabado, fotografiado y observado con detenimiento, pero no iban a encontrar lo que buscaban, el nombre de la chica perdido al lado de un corazón. Había nombres, sí, algunos de los usuarios de aquel lugar, anteriores y posteriores al tiempo en que ella lo utilizó grabaron él sus nombres, y algunos los motes por los que los conocían, pero no estaba Audrey entre ellos. Hicieron unos cuantos planos entrando desde la puerta, girando desde el centro sobre sus propios pies y acercándose al pupitre hasta pararse sobre él y poder leer cada uno de sus mensajes. Entonces oyeron golpes en la pared, y risas que procedían del aula de al lado. Por alguna razón que no podían comprender, el equipo de limpieza estaba de tarea en sábado. Estaban convencidos de que no serían molestados, pero lo cierto es que los ruidos se colaron por encima de su conversación con Barnes y tuvieron que repetir la toma. Se presentaron inesperadamente entre su diversión y a uno de aquellos hombres le entró un ataque de voz que no les permitió decirles lo que hacían allí y que necesitaban silencio, hasta que el hombre terminó su “ataque de tisis”. Caminaron cansados por el pasillo portando el equipo de vuelta confiando en que se haría un respetuoso silencio con su trabajo. Gracias a los comentarios gratuitos que hizo Barnes (en esta ocasión no fue nada discreta ni prudente) supimos que el hombre que tosía tenía algún tipo de enfermedad y que podía estar en su casa reposando sin que a nadie le pareciera mal, pero se empeñaba en seguir trabajando. Antes de caer enfermo ya era uno de los mejores limpiadores de su equipo, y era como si no quisiera renunciar a ese estatus, y seguiría acudiendo cada día a su puesto hasta que cayera allí mismo y tuvieran que llamar a una ambulancia y dejarlo ingresado en un hospital sin aparente solución. Bordieu intervino en favor de aquel hombre y expreso su deseo de que se curara, a pesar de su afán por poner el trabajo por delante de la salud. Barnes tenía ese carácter que en otros siempre le parecía que hicieran lo que hicieran siempre tendría una crítica, se descubría en ella que nunca estaría contenta con una solución, y eso no les resultó nada agradable. “Pobre hombre, nunca lo respetarán ni por trabajador ni por perezoso”, le susurró Higgins a Bordieu sin que ella pudiera escucharlo. Aquella mañana tuvieron un malentendido con Barnes, que pareció enfadada porque le hicieron firmar un documento en el que admitía que sus opiniones eran sólo suyas, eso fue una evidencia más de la falta de química entre ellos. No la podían culpar por su actitud distante, o en ocasiones ser incapaz de congeniar con los extraños, porque parecía que formaba parte de su personalidad estirada y siempre exigiendo un respeto que nadie sabía a lo que venía. No me refiero que ese respeto lo pidiera expresamente, no deseo ser malinterpretado en esto, pero sí en su actitud. Más adelante les confesaría que no se fiaba de quien no conocía, de hecho, tampoco de vecinos con los que al fin no tenía un trato directo. Además, no estaba dispuesta a cambiar cuando estaba a punto de la jubilación. No se trataba tanto de ser desagradable, ni de temer decir lo que se pensaba, como de demostrar un egocentrismo incapaz de someter. Lo mismo pensaba que el mundo, en cierto modo giraba alrededor de ella, y lo que no tenía que ver con ella le era de un interés muy relativo. En la vida la gente se mueve por sus fortunas o por sus ideales, y ese tipo de gente no le interesaba lo más mínimo, ella se movía por su esfuerzo y la recompensa que en justicia creía que le correspondía, y volvía una y otra vez a aquello del respeto que se le debía a las personas que se habían planteado la


vida en esos términos. Decididamente les iba a resultar bastante complicado llegar a entenderse con ella, provocar una sonrisa o mantenerla dentro de unos parámetros amables que mostrar en la cinta.

2 La Expectación De Los Departamentos Se sentían tan estimulados que se llenaban de ideas para otras entrevistas y visitas. Los dos creían que en tal momento de sus vidas nada podía reconfortarlos más, y ni siquiera la idea de encontrar una respuesta económica a sus limitaciones podía recompensarlos mejor que el trabajo que estaban realizando. Entonces encontraron que los cambios del clima eran un efecto recurrente en las imágenes y la idea que cualquiera que lo viera se pudiera formar. Cuanto más abierto de sol aparecía un nuevo día, mayor contraste encontraban en ofrecer imágenes de la nieve al borde de las carreteras, las vestimentas de los transeúntes y el acento local entrecortado por las mandíbulas palpitantes. Se trataba de aprovechar cualquier fenómeno característico de estos pueblos expandidos por todo el país y de los que salían talentos incuestionables de la vida social, de tal modo que expresara los modos de vida, los significados de aquella forma de ser y de actuar, y las soluciones que daban a sus problemas. El cansancio que sentía Bordieau tenía algo de físico, pero no se lo atribuía a la actividad que desarrollaban, por el contrario, creía que el trabajo le ayudaba a sobrellevarlo. Tenía más que ver con sus problemas con Marie, a la que en ese momento no sabía que tipo de relación lo unía o si no lo unía ya nada a ella. Y estaba también la profunda decepción que le había producido el mundo por no ser capaz de acostumbrarse ni acomodarse a él. Sin poder evitarlo todo lo que había girado a su alrededor los últimos años iba perdiendo sentido, y en lugar de servirle de base para seguir adelante con sus sueños, le afectaba de manera muy diferente con su desaliento. La madre de Marie lo había visitado hacía un tiempo en su apartamento. Él había pillado un catarro que lo tenía tumbado y apenas se valía por sí mismo para ordenar un poco su habitación, el salón o limpiar el cuarto de baño, pero tuvo fuerzas para levantarse de la cama y acudir al portero automático para abrirle la puerta del portal. Había desconectado el teléfono, así que no le extrañó que se presentara sin avisar. Era una mujer muy atractiva en su madurez, independiente, divorciada y activa. Lo apreciaba y se preocupaba por él, y se lo reconocía respondiendo a sus llamadas, y yendo a comer con ella de vez en cuando a algún restaurante del centro, a pesar de que sabía que si Marie se enteraba de estos encuentros se iba a quejar, y la peor parte la llevaría Margueritte, su madre. Cuando quedan para alguna actividad que podría parecer absolutamente familiar, incluso llevada a cabo por una madre y su hijo, ella va siempre muy maquillada, y sin que pueda saber como lo hace, sus ojos se llenan de misterio y profundidad. Tal vez ya nunca abandonará esa coquetería que le parece tan natural, pero a él en ocasiones lo pone ligeramente nervioso y debe recordar quienes son cada uno. Le dejó la puerta abierta y se volvió a la cama, cuando entró lo vio cubierto con las mantas hasta el cuello, y temblando por el efecto de la fiebre. Había ocasiones en las que se sentía una víctima de un mundo que no contempla un lugar adecuado para los inadaptados como él, o al menos como deshacerse de ellos. Se trata de dejar que las cosas ocurran hasta que uno mismo se dé cuenta de que así no puede seguir, y en su caso, ese orden de cosas estaba consiguiendo hacerlo pensar al respecto. Pero, por otra parte, sabía que aquel pesimismo se debía en parte al efecto de sus dolores y de la medicación, y que cuando se encontrara mejor una incesante actividad sería el remedio que le haría olvidar todas sus carencias. Margueritte solía decir que le gustaría que su exmarido fuese la mitad de dócil que él, y volvió a comprobarlo cuando, sin


ninguna objeción ordenó y limpió lo que vio en un estado más precario, después le preparó una sopa, le tomó la temperatura con un termómetro y le fue a la farmacia por el antigripal del que apenas le quedaban un par de sobres. El hizo todo lo que le mandó, le conectó el teléfono y le aseguró que le llamaría por la noche para ver como se encontraba. Lo cierto es que, obedecer le sentaba de maravilla, se le despejó el dolor de cabeza, se puso una bata y se levantó a tomar la sopa a la mesa de la cocina. También se puso unos calcetines y se lavó un poco, pero no se afeitó lo que le seguía confiriendo un aspecto deplorable. Pararon los temblores, la mejora era momentánea, tal vez psicológica, pero indiscutible. Ella se sentó a su lado mientras esperaba que terminara la sopa y se tomara un vaso de leche que se estaba calentando al fuego. Le preguntó por sus planes, y esa fue la primera vez que Bordieu le habló a alguien de Audrey. “Voy a pasar un tiempo investigando para un documental, se trata de una jugadora de balonmano del equipo nacional. Era bastante buena, pero por algún motivo terminó jugando en la liga de playa. Un día desapareció y no se volvió a saber nada de ella. Un misterio.” Poco antes de caer enfermo había sido consciente de que no iba a recibir más encargos de la productora y que si quería seguir en activo, debería planear sus propios trabajos. Aunque a él le hubiese gustado perpetuar una relación salarial estable, lo cierto es que llevaba un tiempo dándole vueltas a su independencia y a las nuevas ideas estéticas y la importancia que le gustaría darle a historias aparentemente intrascendentes. El flagrante desinterés que le mostraron por su trabajo debería haberle molestado, pero le encontró un lado positivo y empezó a pensar con frecuencia en Audrey, en por qué había actuado de aquella forma, abandonando una vida fácil y prometedora en su lugar de nacimiento, y que la había llevado a dedicarse profesionalmente al balonmano. Apreciaba sinceramente a Margueritte y todo lo que hacía por él, no se cansaría de repetirlo, lo hacía sentirse como un verdadero hijo. Era por eso, entre otras cosas, por lo que no quería hacer caso de algunos llamativos comentarios que circulaban libremente y que la situaban como una mujer muy inclinada a los encuentro sexuales fortuitos. Esos comentarios siempre existen de una forma o de otra. De forma general no solía dar crédito a la gente que andaba con ese tipo de historias entre sus entretenimientos, pero en el caso de Margueritte tenía una reacción adversa inmediata. La había visto en un par de ocasiones por la calle con dos hombres diferentes en actitud cariñosa, pero eso no era asunto suyo. Pertenecían a un mundo que se relacionaba con afecto, que interactuaba con afecto y se perdonaba cualquier cosa, además la apreciaba. Lo había comentado con Marie mucho tiempo antes, y su respuesta había sido contundente, “la vida de mi madre no la entiende ni ella”, no volvió a preguntar. Al salir por la puerta era consciente de que había hecho un buen trabajo y que la convalecencia iba a serle más llevadera, lo miró y le sonrió sinceramente. El la miraba desde la cama, recostado sobre dos almohadones y el cabecero, y las piernas flexionadas. Le había prometido que por la noche calentaría el cuenco de sopa que había sobrado y que estaba envuelto en una cinta plástica, que se lo tomaría y que dormiría abrigado. Le hizo un gesto con la mano y ella cerró la puerta de la calle. Durante el tiempo que estuvo enfermo no hubo un día que no pasara por el piso para ver como se encontraba y cocinar algo, o que llamara por teléfono. Le compró algunas cosas fáciles de comer que no necesitaban ser cocinadas como yogures, queso y embutido, y finalmente fue a la farmacia y renovó las cajas de medicamentos amontonadas sobre la mesilla. Era su forma natural de actuar,siempre había sido así, y no creía que debiera sobrentender nada, no había un mensaje implícito en sus atenciones, pero a Bordieau le llevaba a conjeturar acerca de la mujer perfecta, con la juventud, la espontaneidad y la alegría de la hija, y las atenciones y el afecto de la mujer madura. En aquellos días la mirada de Margueritte le parecía más profunda, lo miraba y lo escuchaba hasta hacer que se sintiera turbado, y el apartaba sus ojos como si se tratara de un colegial. Una mañana despertó y la fiebre había bajado, se levantó se dio una ducha y se dispuso a afeitarse. No reconocía su propia cara en el espejo, había adelgazado y la barba había tomado unas dimensiones que no podía imaginar. Primero la rebajó con una tijera intentando dejarla lo más rala posible, y después echó mano de la espuma y de la cuchilla. Debía hacer un admirable juego de muñeca para evitar lo pronunciados que se habían vuelto los pómulos y la nuez, pero al fin no quedó rastro de pelo sobre


ella, y apenas se hizo sangre. Se secó concienzudamente, se puso una camiseta limpia y el pijama y volvió a la cama. El último día de su enfermedad, volvió a hablar con ella de Audrey. Se suponía que su pasión por el trabajo podía alcanzar cualquier meta que se propusiera. En cambio buscar información de una jugadora del primer equipo que lo había sido hacía años, y que ya nadie recordaba, eso iba un poco más allá. En el curso de sus pensamientos empezaba a organizar esa labor, y hablar de ello con Margueritte, durante aquella desafortunada convalecencia le ayudó. Pensar en ello, y sobre todo hablar, exteriorizar sus pensamientos, le ofrecía la ocasión de organizarlos, verlos crecer como un espasmódico reflejo de lo que quería alcanzar, y entusiasmarse con la idea una vez más. No solía ser una persona entusiasta en otras circunstancias, pero recuperar las fuerzas, y creer en sí mismo, lo hacía acelerarse y mostrarse exultante, y, posiblemente, la presencia dulce y sonriente de Margueritte tenía también algo que ver en ello. Iba formando imágenes que consideraba extraordinariamente útiles para poder explicar lo que quería hacer, y se identificaba con ellas como si se tratara de herramientas, y ella intentaba seguirlo recostándose en su sillón como si creyera que podía pasar horas escuchándolo. En tanto que la historia de Audrey iba tomando forma, Higgins se movía inquieto en la habitación del hotel y advertía a su amigo y compañero en el proyecto, de que debían estar alerta sobre los falsos recuerdos que aparecían como verdaderos en el ánimo de aquellos entrevistados, que terminaban por adornar sus historias de una forma totalmente inconsciente. Unos contraían una especie de compromiso para el engrandecimiento del mito que se gestaba, y otros intentaban presentarse como parte ineludible y comprometida por lo que había vivido en aquel tiempo, y ambas formas de narrar pervertían el espíritu verdadero que se espera de un documental. No fue hasta después de un accidente de automóvil que la jugadora de balonmano cambió la liga profesional por jugar en un pequeña organización de equipos que se enfrentaban en los meses de verano en campos de playa, sin apenas remuneración económica y sin más ambición que la satisfacción de competir. Aunque quiso plantear que el cambio se debía a las lesiones que le había causado el accidente, lo cierto era que esas mismas lesiones las sobrellevaba con más o menos ánimo desde hacía mucho tiempo, tal vez años. El burdo engaño no pasó el filtro de la prensa que se cebó con ella haciendo ver a todos que ya no estaba a la altura, o que tenía problemas personales. Ella tenía motivos de sobra para querer desaparecer de la primera fila del deporte, de la exigencia que le suponían y de la persecución de la prensa. En aquella época se acababa de divorciar de su marido, que también era su representante y en ocasiones entrenador físico. Higgins quiso conocer que Barnes Miguiaulina podía decir al respecto, pero o no sabía o no quiso comentar nada de la vida personal de su exalumna. El que fuera su marido por el tiempo que duró su carrera y hasta que decidió desaparecer de la vida social, el señor Clark, había sido anteriormente su profesor de gimnasia en el instituto y lo había dejado todo para casarse con ella y seguirla a donde la llevara su carrera. Cuando se divorció volvió al pueblo se volvió a casar y tuvo dos hijos. En los comienzos de su relación la había manejado como había querido y ella hacía todo lo que él le pedía. Pero lo que se pueda saber de su relación no nos va a explicar por sí misma porque sucedieron las cosas, siempre hay factores a los que no llegaremos, por eso los documentales cuentan una vida comprimida, sin poder entrar en los detalles de las emociones detenidamente. El cielo se volvió del color del plomo y las nubes pesaban como nunca. Empezó a llover y Higgins cerró las ventanas mientras un chaparrón violento golpeaba los cristales. La calle más ancha del pueblo pasaba justo delante de sus ojos y se hizo un remolino que se vertía cuesta abajo, mientras una señora se refugiaba debajo del porche de una barbería. Desde la ventana situada justo encima de la suya, alguien arrojó un barco de papel que cayó de costado y se fue hundiendo sin remedio. Por un momento tuvo la tentación de abrir de nuevo la ventana y asomarse mirando arriba, pero posiblemente no vería nada absolutamente, así que retuvo la curiosidad y se limitó a seguir contemplando la riada. La calefacción estaba puesta y Bordieau leía el periódico sentado en un sillón, era un sensación agradable, casi familiar, si no rompiera ese encanto las bolsas de deportes abiertas asomando zapatos, pantalones sucios y otra ropa caída en el suelo. Según se comentó por el tiempo que Clark volvió al pueblo nunca había querido a Audrey, y la


prueba fue que se volvió a casar con una novia que había tenido, y que lo esperó todos aquellos años. Algunos decían que podía haberse tratado de lo contrario de lo que parecía, y que no se trataba de una chica dispuesta a romper aquel matrimonio con cartas secretas, llamadas de teléfono y contactos esporádicos. De haber sido así, aquella mujer habría sido esa imagen que todos odian de la inoportuna fresca dispuesta a la aventura, pero en el pueblo era muy apreciada, su nombre era Evelyn Turner, y también practicaba deporte. No obstante había sido Audrey con su juventud, la que se había interpuesto en una boda planificada seduciendo a su profesor de gimnasia cuando no era más que una estudiante de bachiller que apuntaba buenas maneras en el balonmano. Las reservas de los vecinos, así las cosas, no se centraban en Evelyn, sino en Audrey, y en todo caso en la ligereza con la que Clark había ido y venido como si se mereciera una segunda oportunidad. Algún tiempo antes de llegar a plantearse que aquella entrevista pudiera ser necesaria, Bordieau había supuesto que iba a ser improductiva e insulsa, parecía como si pudiera adivinar la actitud desentendida de aquel hombre, al que por otra parte no le venía nada en todo aquello. Solía soñar lo que iba a preguntar imaginando reacciones y gestos, que en este caso eran de desaprobación de un hombre incómodo por exhibir una parte de su vida que aún le dolía. Intentaba visualizar hasta lo más inconsciente, y desde unos días antes había empezado a sentirse derrotado, exhausto con lo que no era capaz de vislumbrar, con el trabajo que le estaba costando imaginar algo más o menos coherente. Se había movido inquieto por la habitación, había intentado escribir preguntas perspicaces, y había respirado con dificultad viendo viejas fotografías del exmarido entrenador de Audrey, y todo eso no había pasado inadvertido para Higgins. Por algún motivo que no entendieron del todo, pero que les pareció de buena suerte, Clark apenas disponía de unos minutos para atenderlos y no les permitió grabar nada de lo que hablaron, les pidió que no lo molestaran ni a él ni a su familia. Esa iba a ser la primera vez que alguien intentara filmar un documental partiendo de las declaraciones de un sujeto principal, y cercano, tal como era el marido del mito que se intentaba desentrañar, y sin imagen alguna de él. En otro tiempo su entusiasmo les hubiese llevado a intentar lo imposible por hacer aquella entrevista, se habrían puesto tan pesados que rayarían la falta de respeto, e incluso podrían intentar una cámara oculta, pero aquello posiblemente acabaría de forma violenta, y en esos pueblos abandonados de la mano de Dios, las buenas gentes suelen tener armas en casa para guardarse de los intrusos. Así que cuando salieron de vuelta para el centro del pueblo había parado de llover, y no habían conseguido gran cosa. Aunque ni entre los dos habían conseguido el apoyo necesario, se sentían a gusto compartiendo también los fracasos. Higgins había sido vecino y colaborador de Bordieau en un programa de radio, en el que por cierto ninguno de los dos cobraba y que nunca pasó del nivel de “prueba”. Aunque no había entre ellos una afinidad especial además de la pasión por todo lo freelance, se sentían cómodos trabajando juntos. Cuando les apetecía podía llevarse la contraria y entrar en furibundas discusiones sin por eso afectar a su amistad, y al contrario, en seguida entrar en una incesante catarata de acuerdos, buenos deseos, conformidades y razones compartidas, que bailaban entre lo cómico y la hipocresía, sin que tampoco en esas ocasiones, ninguno de los dos pudiera sentir desconfianza alguno respecto del otro. En el trabajo compartían las esperas, a veces noches enteras esperando a la intemperie que apareciera un personaje al que deseaban abordar. En los lugares más insólitos se turnaban para echar cabezadas en el coche, o se refugiaban en alguna cafetería abierta a horas intempestivas. Sólo por eso su trabajo ya merecía una atención que respetara tanta dedicación. De las viejas copias de trabajos antiguos poco quedaba, y parecían de acuerdo en destruirlas, como si se sintieran avergonzados de su falta de profundidad, cuando en sí mismas eran también documentos, no ya de los temas escogidos, sino de la evolución de su trabajo, de su estilo, si así queremos llamarlo. Seguían un guión aunque pareciera que improvisaban. Entraron en un edificio de oficinas en donde sabían que trabajaba la señora Deark Jones, que ya debería de estar retirada, pero por algún motivo desconocido para ellos seguía en activo como oficinista. Bordieau pensó que debía de tener algún parentesco con el dueño del negocio, y que la mantenía en su puesto como una cuestión de favor, pero no dijo nada. Un edificio de puertas y ventanas, escaleras y ascensores, de pequeños despachos y retretes diminutos, poco más había que contar de este tipo de torres cubiertas de


aluminio y brillos en los días soleados. Tal vez no deseaban estar allí, tal vez cualquier otro sitio sería una mejor elección, pero entraron y buscaron a Deark. Por las indicaciones del portero, que no pensó que pudiera ser indiscreto, ella acababa de cruzar por el portal y había subido en dirección a su oficina, y a continuación les dio las indicaciones necesarias para encontrarla sin dificultad. Subieron en el ascensor, salieron a un pasillo y abrieron una puerta acristalada, y sin más, allí estaba ella, vestida de falda hasta la rodilla, camisa, chaqueta y zapatos de tacón. Derecha sobre su asiento, sin permitir que su espalda tocara el respaldo, con los brazos sobre la mesa, a ambos lados de una máquina de escribir antigua. La cara inexpresiva los miraba sin adivinar, sin un gesto, esperaba capaz de hacer una interrogación del más infinito silencio. Sería interesante señalar que nunca fue una mujer dada al halago fácil ni a la risa floja, nunca se comprometía en afirmaciones que no se pudieran probar y la neutralidad suiza que desplegaba dejaba claro que con su vida tenía más que suficiente. A este respecto, podemos llegar a la conclusión de que le dieron todo tipo de explicaciones sin que ella se las hubiese pedido, quienes eran, lo que hacían en el pueblo y lo feliz que los haría que aceptara contarles cosas de Audrey. Después de todo la película que rodaban era una especie de homenaje a todas las mujeres luchadoras que habían llegado lejos en los equipos nacionales de los diferentes deportes. De hecho, así se lo dijeron, si aquella primera experiencia salía razonablemente bien, podrían hacer una serie con algunas otras de aquellas chicas valientes y luchadoras. Este tipo de lenguaje, le gustaba a la gente de edad. La vida tenía para ellos cuestiones de honor, de valentía, de esfuerzo, de fe, de perseverancia, y ese tipo de cosas. No es una mujer fácil tiene su propio peluquero que acude a su casa cuando lo necesita, y tiene suficiente dinero para vivir dos vidas sin trabajar, y no les costaría reconocer que hasta su tono de voz parece tener la falta de tensión de clases más elevadas. Sin embargo, la desaparición de su hija fue un drama en medio de una vida de exigencias convertidas, y propósitos alcanzados, y por todo ello deben suponer que se trata de un tema poco agradable para ella al permitir que sea abordado. Nunca habían visto una expresión tan desdibujada, y semejante frialdad les hace muy complicado hablar con ella. Pero Bordieau sabe que si hacer un documental fuera fácil lo haría cualquiera, y que su talento consistirá en saber sacar un buen documento con el ingenio necesario. No los atendió inmediatamente, pero estuvo de acuerdo en que visitaran su casa y en que llevaran con ellos sus cámaras y micrófonos. Mientras esperaban ese momento se dedicaron a editar material y hacer las mezclas necesarias respetando los patrones originales, eso les daba la seguridad de las nuevas copias que podrían a salvo lo grabado ante la posibilidad de un accidente. Una noche se celebraba una fiesta en un bar del pueblo, y Higgins lo comentó porque se había parado a leer los pasquines pegados en los cristales de las ventanas. Hasta entonces se habían centrado en sus tarea y habían evitado cualquier distracción, pero llevaban más de un mes en aquel lugar, y a Bordieau le pareció buena idea salir a airearse un poco. Como solía suceder en estos casos, Higgins empezaba a beber a primera hora de la tarde y cuando entraron en el salón de baile ya estaba bastante perjudicado. Algunas caras conocidas los saludaron, y todo se desarrolló en una atmósfera de diversión. La señora Barnes solía asistir a todo tipo de fiestas lo que no suele suceder con otras mujeres mayores que han preferido quedar solteras y se cierran en círculos muy determinados. Higgins se las ingenió para bailar con ella y casi cae dormido sobre sus pechos, pero al final se despidió muy contento de haber sido sostenido por aquella mujer, que lo apretaba como un diablo. Ella pareció interesarse por todo lo que él contaba, aunque por lo que cualquiera podría adivinar, se trataba de cosas sin sentido. Después de beber un poco más y de reír y hablar con con algunas damas desconocidas que parecían interesadas por los forasteros, decidieron volver andando al hotel. Prefirieron salir de aquel lugar mientras se sostuvieron en pie, y eso fue una decisión inteligente.

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La Introducción De La Frecuencia Una vez en el hotel se dejaron caer cada uno en su cama con desgana. Toda la energía de la que eran capaces durante el día se había desvanecido en aquella fiesta. Bordieau le pidió a Higgins que le pasara el mando a distancia de la televisión, pero gruñó haciéndose el dormido. Tal vez, en realidad, tenía ganas de conversar, pero si era así estaba claro que había elegido el peor momento. No quería molestarlo más de la cuenta, así que renunció a poner la tele y guardó silencio. No hablar acerca de lo que tenía en la cabeza podía ser lo mejor, porque estaba pensando si su obstinación no sería un obstáculo en su trabajo, y además tenía serias dudas acerca de que la procedencia de esa forma de ser no estuviera relacionada con un orgullo inestable, descomunal y nunca reconocido. Si hubiese mantenido una conversación con Higgins en esos términos, hubiera creído que le faltaba al respeto, y no sería cierto, pero lo hubiera creído. Debía sincerarse consigo mismo al menos en eso, o al menos encararse consigo mismo sin eludir la violencia de aprender a conocerse. Le hubiera molestado hablar de algo tan personal cuando él mismo habría empezado esa conversación, que por su puesto no estaba al alcance de nadie, y acerca de lo cual a nadie le permitiría opinar. Higgins hubiese caído en la trampa y hubiese hecho algún inocente comentario lo que el inconsciente de su amigo no hubiese podido tolerar. Miró por la ventana y por increíble que pareciera, había dejado de llover y un cielo estrellado aparecía a ratos entre las nubes. Habían podido ir y volver a su destino en sendos paseos, no volvió a caer ni una gota. Había enfriado, el cristal se empezaba a empañar y los desagües ya tragaban el agua restante con cierta normalidad. En momentos parecidos todos hemos recibido alguna vez una especie de iluminación que no esperamos, como si de repente sonara en nosotros un despertador atrasado que ya no puede prolongar por más tiempo nuestro plácido sueño inconsciente. Tal vez en esos momentos se nos presenta todo lo que hemos estado evitando durante meses, incluso años, y ya no podemos entretenernos más que en la turbada ausencia que nos alarma y se declara inmortal. A la mañana siguiente Bordieau despertó con un humor parecido con el que se había acostado la noche anterior. No le dolía mucho la cabeza si tenemos en cuenta todo lo que había bebido, y el silencio era total. El pueblo parecía haberse puesto de acuerdo para respetar su resaca y todo dormía aún. Un sol suave de invierno parecía pedir permiso para brillar, pero si insistía terminaría por secar las calles que conservaban la humedad del chaparrón de la tarde anterior y el frío de la noche. En la calle apenas se mueve algún tendero sin prisa, y en el pasillo del hotel notó unos pasos que se movían sigilosamente. Se sintió tan intrigado que estuvo a punto de abrir la puerta, pero prefirió entrar en el baño y dejar que su vejiga se desahogara. Marie, a veces parecía buscar la confrontación, y hasta que se separaron, durante al menos el último año le llevó la contraria a capricho, por los temas más irrelevantes. Solía terminar las discusiones de con una afirmación irrebatible por su determinación, aunque según el lo veía muy cuestionable. Empezaron a perder la comunicación mucho antes, pero estaba claro que ella buscaba un poco de aire desafiando sus respuestas. Hasta donde el sabía, había salido con algunos hombres desde entonces, y alguno de ellos había estado viviendo con ella una temporada larga. No había vuelto a hablar de ella con nadie, aunque no podía evitar que algunos amigos comunes le contaran algunas cosas de ella y como le iba, lo que soportaba en silencio mientras buscaba la forma de cambiar el curso de la conversación. Ahora estaban claramente separados y no había posibilidad alguna de reconciliación, en eso los dos estaban de acuerdo. Por lo tanto aquella mañana recibir una llamada de teléfono de ella mientras desayunaba fue algo más que sorprendente. No se trataba de un hotel caro, pero incluía el desayuno en el precio, y uno de los empleados de la recepción de acercó para indicarle que lo llamaban y le mostró un teléfono sobre una mesa en la sala de estar desde donde podría responder. No era momento de sacar viejas acusaciones, no creía que ella lo hubiera llamado por eso. Su voz era débil y parecía existir un motivo de fuerza mayor para justificar una llamada que sería lo último que él pudiera esperar. Lo comprendió desde el principio, pese a lo mucho que se habían odiado


había algo que podía obligar a hacer una llamada en los peores momentos: “Mi madre ha sufrido un accidente de automóvil. La enterramos mañana. Se lo muy unidos que estabais y cuando te apreciaba por eso te llamo. Si no te da tiempo a venir no te preocupes, va a ser algo muy rápido y muy reducido al ámbito familiar”. Intentó conservar la calma ante semejante llamada, más aún cuando la persona que le daba la noticia tenía que estar muy afectada. Intentó en un segundo articular algún tipo de condolencia, aunque sabía que eso nunca había sido su fuerte. Después de eso no hablaron mucho, cuando colgó el aparato la cabeza había empezado a darle vueltas y ya no pudo volver al comedor para terminar su desayuno. Al parecer, Margueritte volvía de un viaje largo y se le hizo de noche. Tal vez tenía la presión habitual de una persona que lleva conduciendo todo el día y apura el acelerador en los últimos kilómetros porque no cree que pueda pasar mucho más tiempo al volante sin hacer una pausa. Tal vez durante unos cuantos kilómetros estuvo calculando y decidiendo entre correr un poco más y reducir el tiempo que la separaba de su destino o parar en un bar de carretera y tomar algún estimulante que impidiera que la fatiga terminara por inmovilizarla. Las ambulancias llegaron de inmediato pero ya no había rastro de vida ni de respiración en su cuerpo. Bordieau imaginó aquel momento sin esfuerzo, las luces de emergencia sobre el techo amarillo brillando en la noche,la exaltación de los sanitarios separando a los curiosos y toda aquella actividad nerviosa intentando sin éxito devolverle el ritmo cardíaco. Aquella mañana nada le salía bien, y al volver a la habitación su compañero de aventuras seguía durmiendo. Por algún motivo eso lo enojó. Incomprensiblemente se puso a dar voces, tiró las mantas al suelo y lo dejó destapado, desorientado y mirándolo con cara de terror. Se trataba de una reacción incomprensible, y Higgins no podía saber si se trataba de una broma, e intentó reír, pero al ver aquella cara enrojecida y aquellos pulmones faltos de aire comprendió que algo no iba bien. Se apresuró a levantarse y preguntarle qué le pasaba, y después de un silencio a intentar calmarlo. Por lo que parecía Bordieau lo acusaba de seguir durmiendo mientras el mundo se desmoronaba, pero sin entrar en detalles. En otro tiempo, ante una reacción así, Higgins hubiese salido corriendo y no lo hubiese vuelto a ver más, pero era su amigo y si le pasaba algo debía compartirlo. Se hablaban con tonos encasillados, de ninguna manera resultaban fluidos o naturales, y estaban a la expectativa de la respuesta que pudiera dar el otro. Aún no había acabado el enfado de Bordieau y ya se estaba arrepintiendo, no tenía sentido el trato que le daba a las personas, incluso a los amigos cuando se enfadaba. De esa manera se daba a entender a sí mismo que algo no iba bien con su vida aunque no lo quisiera reconocer, y posiblemente, escuchar la voz de Marie había acentuado esa sensación. Eso unido a la noticia terrible de la muerte de una persona que le tocaba tan de cerca había hecho el resto. No había otra explicación para su conducta, y al final Higgins aceptó sus disculpas y él salió solo a caminar sin destino fijo, solo andar, embotado por mil pensamientos sin orden, incapaz de pensar con fluidez. Unos años antes, una navidad a la puerta de un centro comercial, había conocido a Marie. La gente pasaba a su alrededor sin reparar en él, y él veía aquella marea humana cargada de bolsas y regalos. Había quedado para tomar algo con unos amigos antes de ir a cenar con su familia, pero no tenía prisa, había salido con tiempo suficiente e intentaba hacer un poco de tiempo viendo escaparates. Un grupo de chicas se divertían a su costa, posiblemente porque les parecía ridículo su forma de vestir y de andar. Nunca se había visto en una situación parecida y el descaro con el que se reían en su cara esperaba alguna reacción en él, pero se conformó con dirigirse a una de ellas y preguntarle qué les hacía tanta gracia. Ella dejó de reír y respondió algo confundida, “eres un tipo cómico, no te lo tomes como un desafío”. ¿Un desafío? Se había preguntado en aquel momento. Las otras chicas siguieron caminando calle abajo, y ella aún permaneció un momento para seguir hablando con él. “Me temo que contra eso no puedo nada, no conozco los parámetros de la corrección burguesa”. En aquel tiempo estaba aceptando la verdad de una vida que no avanza, de un hombre que se encuentra en un callejón sin salida, que se creía menospreciado en su trabajo y, en ocasiones, acorralado por la mediocridad. Puede ser que por su juventud no estuviese en condiciones de poner en valor su experiencia. Reaccionó aceptando el aire que ella le ofrecía, aunque sabía desde el


principio que ninguno de los dos buscaba una relación de larga duración. Pocos amigos o familiares llegaron a saber como se sintió entonces, ni lo que conocer a Marie supuso para él. Como fue construyendo un muro de influencia que lo aislaba de todo, y como pasó de luchar contra la adversidad a sentirse el hombre más débil del mundo pero amparado por ella. A cualquier otro, todo aquello le hubiese resultado extraño, pero se dejó llevar y cuando ella lo dejó, se creyó el hombre más triste y patético del mundo. De vuelta en el hotel hizo la maleta y le dijo a Higgins que era algo que debía hacer, ese tipo de cosas en las que no se puede volver la cara o mandar a otra persona. Quiso saber al menos de que se trataba y Bordieau se lo contó, y al saber de lo que hablaban se compungió y se quedó en silencio unos minutos. Bordieau retomó la conversación, “no es por no querer evitar dar una opinión al respecto o crear una idea equivocada de cuanto la apreciaba, no me preocupa lo que piensen. Después de esto posiblemente no nos volvamos ver nunca más, de ninguna manera somos familia ni nada parecido.” Higgins se rascó la cabeza, había estado pensando acerca del cambio de humor de su amigo durante el tiempo que estuvo fuera, y de golpe, más allá de la noticia triste que acababa de conocer, se preguntaba que iba a hacer esos dos días mientras él volvía. “No me importa mucho que digan que me parezco a ellos, que soy casi familia. ¿sabías que decían eso? Mi vínculo era Margueritte, pero ya no”. Durante el tiempo que estuvieron acompañando el cadáver intentó acercarse en varias ocasiones a Marie para darle sus condolencias y al fin lo consiguió. Estaba con un hombre alto que creyó reconocer, pero no sabía exactamente de qué. Sin duda todo estaba siendo muy sobrio pero Marie no dejaba de llorar y eso lo emocionó pero no podía hacer nada al respecto. No sabía lo que ella podía esperar de aquel reencuentro pero no se iba a quedar para preguntárselo. Estaba convencido de que había hecho lo correcto y puso todo de su parte para desplegar toda la amabilidad y sincera consternación, no sólo porque le salía pensar una y otra vez en Margueritte, sino por Marie, a la que no podía dejar de ver. Al terminar los últimos compases de la ceremonia de despedida en la iglesia, salió sin mirar atrás porque estaba sobrepasado por los acontecimientos y ya no sabía como reaccionar, así que prefirió no despedirse de Marie. Los asistentes se consumían por su impotencia ante la muerte que una y otra vez se nos presenta en la vida sin que nadie la haya convocado. Nos dejamos devorar por la sensación del absurdo cada vez que se presenta, lo llevamos lo mejor que podemos, pero no podemos ser ajenos a su voracidad. Por un momento se calmaban todas las ansiedades, todos los padecimientos estaban supeditados a un momento superior de despedida. Nadie era más que nadie, y eso los hacía mejores, o al menos así lo creían. Había en todo aquello una despedida de siglos un padecimiento por el combate que nos era ajeno entre Dios y Satán. Tal vez, Bordieau olvidó que en esas ocasiones hay cosas que decir: suele suceder que alguien cuenta algo -casi siempre bueno, y con espíritu constructivo- que alguna vez dijo el personaje desaparecido. En tal situación le hubiera sido preciso tener paciencia, hablar un poco más de lo estrictamente necesario con Marie y esperar que ella le confesara, “mi madre te apreciaba como a un hijo, te iba a pedir que te fueras a vivir con ella y lo abandonaras todo”. Cualquier cosa que pudiera imaginar que Marie le pudiera revelar en aquel momento tan adecuado para ese tipo de confesiones, por loco que pareciera, entraría dentro del ineludible compromiso con la cercana memoria de los muertos. Pero salió corriendo, no le dio tiempo a elaborar un discurso sobre aquello que alguna vez, en un estado de cercana confianza, Margueritte le había revelado. De alguna manera Marie, encontró la manera de hablar con él, y le dijo aquello que él no sabía que ere. “Tuve una conversación con mi madre una semana antes de su accidente. Hablamos de ti. Me dijo que no iba a encontrar a otro tan bueno, y que debía hacer todo lo posible por “repescarte”, esa fue la palabra que empleo. Y añadió que había sido muy tonta por mi comportamiento. Segundas partes no son buenas, y volveríamos a fracasar, pero quería que supieras que ella te tenía en un altar”. ¿Un altar? No era lo que esperaba. Eso lo avergonzaba, de la misma manera que en el pasado lo habría hecho si Marie se hubiese parecido a su madre. Aquellas vidas se habían cruzado con sus errores y sus virtudes, con sus manías y sus impaciencias, y algo quedaba de todo pero no suficiente. Asumió su facilidad para equivocarse, dispuesto a confesarlo todo, cualquier error


imperdonable, a asumir todas las culpas, a humillarse, pero incapaz de dar un paso atrás. La vida continuaba con la desmesura de lo que no se sabe si va a ser, y esa preciosa incertidumbre que echa tierra sobre los fracasos por muy reconocidos que sean, lo invitaban a decirle adiós con dulzura. En ese estado de desvarío que siempre el dolor nos produce despertó dos días después en un taxi de vuelta en el que llevaba una hora dormitando. Era una hora avanzada de la tarde y no encontró a Higgins por ninguna parte, así que se quedó en el hotel. La luz se iba con rapidez, las nubes cubrían el sol pero no llovía. Un vendedor de hortalizas pasó con pequeño carro, tirando con sus brazos de él. Por algún motivo prefería hacerlo así, pero lo creyó innecesario, no podía ser que no tuviera una animal que hiciera ese trabajo, o mejor aún, una furgoneta vieja. En las distancia se amortiguaba el significado de semejante actividad, pero razonó que si iba muy lejos y lo hacia con frecuencia, acabaría rompiendo la espalda. Ya estaba sintiendo remordimientos por su dolor, cuando volvió a la mesa de la habitación y se puso a trabajar sobre los papeles que definían las entrevistas hechas y el guión de lo que les quedaba por hacer. Se pasó lo que quedaba tarde trabajando en las entrevistas, y cuando anocheció Higgins entró por la puerta. Se alegró de verlo, pero olía a tabaco y a alcohol. Se puso a hablar sin parar de lo que había sucedido aquellos días, y por no había avanzado en el trabajo porque, según decía había preferido esperar para enfrentarse a eso los dos juntos. Eso a Bordieau no le pareció del todo cierto, porque a continuación le soltó que había estado viendo a la tutora, y que había pasado una noche en su casa, pero no entró en más detalles. Entonces pasó de la positividad de volver a ver a un amigo al que había echado de menos, a pensar que Higgins se estaba tomando aquel viaje como una vacaciones. Estaba tan fatigado que no tenía fuerzas para seguir dándole vueltas a eso, y apenas hizo caso cuando su amigo fue a servicio y lo oyó vomitar como si se hubiese bebido todo el ron del bar. No creyó oportuno hablarle hablarle del entierro y de como había ido su viaje. Ventiló el servicio, se lavó los dientes y después de ponerse el pijama se echó a dormir. La madre de Audrey, los llamó unos días después y estableció una cita que tendría lugar en su casa, una de las mejores y más suntuosamente adornadas del pueblo. La señora Deark Jones, acababa de sufrir un accidente y tenía una pierna vendada, lo que le proporcionaría unos días de descanso en la oficina. No estaba completamente paralizada, los recibió de pie sostenida sobre unas muletas y en seguida se sentó en un sillón al lado de una ventana. Según ella misma les informó no se trataba de nada serio, una torcedura que debería remitir en su dolor en pocos días. Los calmantes estaban aún sobre una mesita al lado de una botella de agua mineral y un vaso. El olor era a limpiador, por lo que adivinaron que alguien había estado fregando los suelos. Al fondo del pasillo una escalera subía a las habitaciones, y en uno de los rellanos un enorme vitral de colores fuertes mostraba una representación de San Jorge matando al dragón, con una lanza ensangrentada, desde su caballo, lo atravesaba penetrando el hasta a través de la boca, y posiblemente alcanzando sus tripas. La luz que entraba en el pasillo era tan roja y amarilla como los cristales que atravesaba y eso recreaba una sensación de permanente puesta de sol. Había una chica vestida de mandilón que estaba atenta a cualquier cosa que la señora le pueda pedir, y en su conjunto, cuesta creer que necesitara trabajar para mantener todo aquel gasto, pero según aseguró se incorporaría a su puesto en cuanto pudiera. En pocas ocasiones volverían a entrar en un lugar tan lleno de detalles e impresionante y personal decoración. Al cruzar la puerta del salón, Higgins se abalanzó sobre el sofá y ocupó el lugar más próximo al sillón de la señora. En pocas ocasiones lo había visto actuar de una forma tan decidida e independiente, él, que siempre le consultaba todo. Pero Bordieau asumió que algo estaba cambiando, algo que tardaría en entender pero que tendría que ver ineludiblemente con ese desafía que aceptamos todos alguna vez, y que tiene que ver con demostrarnos de lo que somos capaces con nuestro talento, mayor o menor. No podía evitar verlo con extrañeza y sentirse incómodo desde su vuelta. Cada vez que quería hablar con la madre de Audrey tenía que pedirle a Higgins que se inclinara hacia atrás, pero como él obedecía dócilmente, la conversación avanzaba. La señora Deark Jones tenía algo que decirle, y se esforzó por ser comprendida. Durante largo tiempo su hija había permanecido desaparecida para él mundo, se trataba de uno de esos casos sin resolver que se dan a veces. A menudo el mundo tiembla porque un campeón de ajedrez, un atleta o un multimillonario,


desaparecen sin dejar rastro. No es como esos aviones que desaparecen cuando sobrevuelan el océano, no se trata de un posible accidente, de un secuestro o del efecto sobrenatural del triángulo de las Bermudas, en los casos a los que me refiero, o bien se trata de un accidente o de una desaparición voluntaria. Tal vez Bordieau fue muy torpe al no asumir esta última posibilidad, y cuando la señora Deark Jones les dijo que había estado hablando con su hija y que deseaba que dejaran de molestar a gente que conocía y apreciaba, y mostrándose aún más categórica, que suspendieran el documental por no contar con su aprobación.

4 El Temblor De La Sirena Durante muchas horas los dos amigos pasaron el tiempo sin hablarse y casi sin mirarse. Aquel tiempo en el pueblo no había sido malo, pero el presupuesto empezaba a flojear, las diferencias entre ellos crecían y la señora Deark lo había dejado claro, era la hora de abandonar el documental. Se esforzaban por continuar unidos hasta que el trabajo terminara, lo que a pesar de las presiones no sucedería inmediatamente. Pero Bordieau había empezado a mirar a Higgins como un rival, había algo en él que no le gustaba y ya no lo disimulaba. A menudo en los días siguientes a esa entrevista con la señora Deark le empezaba a molestar todo de él, como comía, como dejaba sus cosas por la habitación o si salía sin previo aviso y sin que nadie supiera cuanto iba a tardar. Además, trabajaba en la edición de los vídeos sin contar con la opinión de Bordieau, y aunque su trabajo no era malo, lo cambiaba todo y eso era u problema añadido. Sabía que Higgins se veía con Barnes Migguialina y eso no le importaría si no lo hubiese planteado como un secreto. De cualquier modo, en la semana siguiente su relación tuvo altibajos. Parecía que mejoraba cuando se ponían de acuerdo para pagar el hotel una semana más. En alguna ocasión Higgins recogió el baño después de asearse y no lo dejó todo para el personal de limpieza del hotel, que al fin lo que hacían era meter todas sus cosas en un cesto para que él después se hiciera cargo. En una ocasión cenaron juntos, y en esa cena estaba también la señora Barnes, fue muy incómodo para Bordieau que escuchaba una conversación acerca de la posible implantación de una cadena de hamburgueserías en el pueblo. De aquello la que más tenía que decir era ella, que vivía allí y conocía el desarrollo del proyecto, y Higgins le hacía preguntas que hasta podían llegar a hacernos creer a todos que era una conversación interesante. Bordieau apenas abrió la boca, pero tomó el postre sin quitarle ojo a una camarera que ni se había fijado en él, pero estaba de buen ver. Barnes, dijo que se llamaba Margarita, y que se la presentaría si no estuviera casada. Lo cogió por sorpresa y se sintió un poco avergonzado de que sus miradas furtivas no lo fueran tanto. Barnes continuó con un despectivo contando sobre una pelea que ella había provocado en una ocasión: “le gusta provocar a los hombres, y su marido es muy celoso. Aquella vez, alguien se puso muy pesado con ella y le estaba diciendo algunas cosas subidas de tono. No sé si respondían al consentimiento, o si el insistía después de que ella le pidiera respeto, pero en ese momento pasó por el café su marido, y golpeó en la cara al hombre, rompiéndole la nariz.” Nadie podía decir sin temor a equivocarse que ella disfrutaba cuando los hombres se peleaban por su causa, o que la excitaba que su marido se apasionara de tal forma que llegara a golpear a los hombres que la miraban, pero lo que ya se empezaba a comentar era que había empezado a pegarle también a ella. Bordieau no quiso saber nada más, dejó de mirarla, pero le molestaba que Barnes hubiese manejado la situación influyendo tan decisivamente, moviéndolo a reaccionar hasta abandonar la mesa. La sentía riéndose por dentro, así que pagó su parte y se inventó un dolor de


cabeza para irse. Estuvo a punto de montar una escena de enfermo sin fuerzas, y se hubiese vomitado allí mismo si hubiese podido, pero no llegaría tan lejos. Para él estaba claro que había algo burlón hacia las miradas que le había dedicado a la camarera en el relato de la señora Barnes. La tutora se revelaba al fin con su personalidad endeble. Eso no influiría en la historia que ayudaba a contar porque nadie lo notaría a través de la cámara, aunque a veces bastaba un tono de voz falso para consensuar un rechazo. No sabía por qué los había acompañado a cenar, había sido un error, de eso estaba seguro. Ni siquiera tenía tanta confianza con ella para aceptar que fluctuara con sus advertencias, con el objeto de ver si ponía en alarma y a la defensiva a su interlocutor. Estaba seguro de que con Higgins, al contrario, sí que había alcanzado un grado superior de cercanía, pero eso según la forma de pensar de Bordieau no le daba derecho a nada. Lo había tratado como a un vulgar fracasado en busca de entretenimiento, o peor aún, como a un estudiante en prácticas, y esa reprochable conducta no se la debía consentir. Sin embargo, nada podía ser tan grave, porque había decido que en un par de días se pondría en marcha hacia un nuevo destino, y entonces la perdería de vista. La declaración de la señora Deark lo había cambiado todo. Creía Bordieau entonces que no podía ser de otra manera. Teniendo en cuenta cuántas esperanzas había puesto en su proyecto apenas podía aceptar que detenerse era una opción, y que en cualquier caso, mostrar lo ya filmado como un trabajo inacabado, era una posibilidad. A fin de cuentas, tenían material suficiente para llenar dos horas en la vida de un público dócil, pero debería concentrarlo y dejarlo en apenas treinta minutos para un público más exigente. El tiempo que estuvo solo en la habitación del hotel pudo dormir un poco hasta medianoche, y aún tuvo ocasión de recapacitar acerca de todo lo que sucedía. El prodigio del destino se volvía a manifestar con toda su fuerza, rompía los planes y la marcha lógica y consecuente de los acontecimientos. De nuevo, como tantas otras veces en su vida, disminuía su influencia sobre la realidad y sólo tenía la opción de amoldarse lo mejor que pudiera a los cambios. Al día siguiente estuvo recogiendo sus cosas y metiendo la ropa en las maletas. Aún no sabía lo que iba a hacer, ni lo que tenía pensado Higgins, que iba y venía como si de pronto todo su vida se redujera a hacerle visitas a la profesora. Bordieau recibió una invitación para reunirse aquel mediodía con Clark, y eso le sorprendió. Después de varios intentos y conversaciones, al fin había un cambio de actitud en el exmarido de Audrey, y fue tan inesperado como estimulante, aunque la decisión de abandonar el pueblo en los próximos días, tal vez en las próximas horas, estaba tomada. Se dan ocasiones raras a lo largo de la vida, momentos dispuestos a descolocarnos, en los que parece sonar una alarma de gravedad que nos pone alerta, que nos avisa de que nada depende absolutamente de nosotros. Necesitamos creer que podemos abrirnos paso en la contrariedad, pero lo cierto es que si las cosas se enconan, por mucho que apretemos con nuestras pretensiones no terminaremos de hacer que las cosas sigan rodando. Pensaba que debería despedirse, pero quedaban demasiados cabos sueltos, porque su vida se resistía a dejar aquel espacio abierto en le momento en que decidiera empezar la película. Amortiguado por la distancia que empezaba a poner entre él y las contrariedades, pensó en presentar la cinta a un concurso, pero para eso debía firmarla con Higgins, cuando en aquel momento estaba pensando en perderlo de vista. ¿Cuántos finales podía imaginar para su trabajo? Imaginó primero, dejarlo tal y como estaba, y anunciar con letras en blanco sobre negro, “en el momento que la madre de Audrey nos lo pidió paramos nuestra investigación, pero sabemos que ella sigue con vida”, otro final, podía tratarse de cortes de imágenes de archivo de alta competición, de sus mejores actuaciones en partidos memorables y granes finales, y por último, cabía prometer una segunda parte y dejar un final abierto en espera de que la deportistas quisiera ponerse en contacto con ellos. Estuvo con Clark aquel mediodía, y la reunión transcurrió dentro de la amabilidad. Aquel hombre lo tenía todo calculado y lo invitó a comer, pero lo llevó a un reservado donde nadie podía escucharlos. Empezó hablando de la situación económica del país, del tiempo que hacía pensar que el invierno iba a durar aún bastante, al menos eso afirmó con voz de experto. Cuando llevaban un tiempo comiendo, Bordieau quiso tocar el tema que lo había llevado hasta allí, Audrey. El exmarido estaba dispuesto a hablar de todo, pero sin micrófonos ni cámaras. Después de ponerse de acuerdo le dijo todo lo que quería saber, pero no explicó sus motivos para aquel cambio de postura tan obvio. Después del postre y el café, quiso pagar, y como conocía al dueño del


restaurante se impuso también en eso. Cuando ya se levantaban, hizo una última sorprendente revelación. Le explicó que los motivos de su divorcio se debieron a que ella había conocido a otro hombre con el que vivía en la actualidad, pero no contó nada de él, ni un comentario, y le ofreció las indicaciones necesaria sobre su dirección y la mejor ruta para llegar hasta allí en coche. Después de la última semana de depresión, en la que había creído que algún castigo se cernía sobre sus errores, una nueva luz se encendía, un nuevo concepto de derrota al que poderle sacar partido. En su nuevo planteamiento del todo, debía aceptar que habían fracasado ostensiblemente, que no habían sido capaces de conducir el trabajo documentado hacía las ideas predeterminadas. Al terminar de leer todo lo que recordaba y que había escrito acerca de su entrevista con Clark -sabía que lo podría utilizar con una voz en off-, lo puso sobre la mesa del escritorio de la habitación, justo al lado de una televisión diminuto que a veces ponían a la hora del informativo de la noche. Se levantó y miró que empezaba a anochecer y se encendían las farolas como insectos nocturnos avisando de su presencia. Separó los pies para deja todo el peso sobre su espalda en una demostración de fuerza innecesaria. Permaneció allí unos minutos sin apenas modificar aquella postura, viendo montañas a lo lejos por encima de los tejados y esperando sin saber qué. La exaltación que le producía encontrarse de nuevo en el camino, dispuesto a abrir nuevas puertas, a añadir nuevos temas a la narración, le producían ese estado de peculiar optimismo. Había dejado a la vista su última entrevista porque quería que Higgins la viera. Estaba minuciosamente escrita, sin tender a ser comedido en las palabras utilizadas y sin entregarse a un esfuerzo que encerrara la frescura como quien encierra un animal peligroso. No había motivo para el arrepentimiento por aquellas hojas de contenido sincero y, desde luego, nada secreto. No le desagradaba en absoluto la idea de que le pudiera molestar, pero el objeto final de aquellas hojas, eran que comprendiera que nada había terminado aún, y que debía tomar una decisión al respecto. Vio a Higgins moverse entre las sombras de la calle. Hubiese apreciado el vapor que salía de su nariz cada vez que respiraba si hubiese puesto atención. Lo siguió hasta que entró en el hotel, lo que suponía que en cualquier momento entraría en la habitación, justamente, el tiempo que le diera llegar al ascensor, subir y cubrir los diez metros de pasillo que lo separaban de la puerta. Miró los papeles desconfiadamente una última vez, como si aún estuviera decidiendo si meterlos en un cajón, pero no lo hizo. Encendió la televisión y se tumbó sobre la cama dejando que los zapatos colgaran a un lado, estaban poniendo un programa de insectos moviéndose entre hierbas y arenilla, se hizo el distraído y saludó a Higgins cuando entró sin dejar de mirar el espectáculo de la naturaleza luchando por la supervivencia. 5 de Febrero de 2015

1 Terciopelo Por Precaución Sobre el escritorio de Peter Bix los viernes quedaban restos de comida hasta la mañana siguiente, porque los sábados también le tocaba trabajar a Doloritas. Con la resignación necesaria, se cambiaba los zapatos de tacón por unas zapatillas de pelo acrílico y empezaba por tirarlo todo en una bolsa negra. Allí iban los restos de pizza, las latas de cerveza y los platos y vasos de plástico. No era una chica guapa ni había seguido estudiando, y no representaba lo que se dice un “buen partido”, se viera por donde se viera. Sus facciones eran duras y su mirada vulgar. De joven había trabajado en una tienda de ropa, pero ninguna chica que hubiese terminado el bachiller seguía en esas tiendas que pretendían una imagen juvenil para vender el producto. No se habría casado de ninguna de las maneras, porque las oportunidades que se le presentaban le ofrecían una vida que no


podía aceptar, y los novios tampoco le duraban demasiado. Sin el apoyo de su familia en eso, había aceptado el trabajo limpiando oficinas que ya no había abandonado, tal vez porque como ella decía, “se había encasillado”, o tal vez porque le resultaba cómodo estar ocupada por la semana y divertirse los sábados por la noche sin tener que dar demasiadas explicaciones. Tenía confianza en que las cosas cambiaran, pero los años pasaban y eso lo hacía todo cada vez más difícil. Ese tal Peter Bix tenía que estar muy loco, de sus desperdicios se desprendían sus costumbres, y aunque hubiese desarrollado un sistema para la locura que le permitiera llevar una vida normal, estaba claro que sus extravagancias lo delataban y lo ponían fuera de todo equilibrio. Las cosas, hasta donde ella sabía, habían sido siempre fáciles para él, de buena familia nunca le había faltado de nada, y se había montado aquel despacho desde el que organizaba su fortuna y tomaba las decisiones necesarias para mantener activos todos sus negocios. Entró en el baño y se puso una bata, y a continuación, sin saber por qué se pintó los labios, como un presentimiento, sin que fuera algo que hiciera habitualmente. Había chicas que se maquillaban antes de entrar en tarea, pero no era lo que solía hacer, sin embargo, ese día se miró al espejo y se pintó los labios. Por su forma de proceder nada parecía indicar que fuera un día extraordinario para ella, ni que se fuera a enfrentar a sus tareas con un dinamismo diferente al que solía. No había citas, ni la esperaba una comida especial a mediodía, ni tenía nada que celebrar, exactamente se trataba de un día como otro cualquiera, hasta la noche en que saldría a divertirse, y eso sería todo. En el trabajo se animaba inexplicablemente, allí recuperaba el control, aunque se tratara de un esfuerzo poco agradable al que nadie se acercaría voluntariamente. Pero, por decirlo de algún modo, era en aquel preciso momento del día, cuando se sentía más ella, más fuerte y más irreverente con el mundo. Dado la firme creencia en su eficacia, no esperaba que nadie pudiera decir nada acerca de como dejaba las cosas, ni que nadie se acercara a alguno de los lugares de los que se ocupaba en distintas partes de la ciudad, para comprobar como transcurría su trabajo o fiscalizar los resultados. Y fue por ese motivo, por el que entró directa al baño para ponerse la bata y las zapatillas, caminando en la penumbra y sin comprobar si había alguien más en aquel lugar. Inevitablemente tropezó con el cuerpo dormido de Bix en el sillón cuando volvió a la oficina. Esa era la primera vez que lo veía y no se trataba, como había imaginado, de la imagen de hombre irreprochable que algunos se ocupaban de mantener de él. Así a simple vista no podía hacerse una idea de sus aptitudes, de la ambición que lo había conducido hasta allí, y de que formas poco ortodoxas había superado los contratiempos. Pero sabía lo suficiente de hombres para entender que aquella imagen de maduro “engonimado” no podía traer nada bueno. El interés que Doloritas sentía por los hombres había cambiado varias veces en los últimos años. Conocía sus deseos más urgentes, y el vacío que quedaba después de eso. Y en su último cambio, se mantenía en la idea más desencantada de sus relaciones, lo que hacía extensible al género masculino. Había perdido la cuenta de las decepciones, y en la última había caído enferma, hasta el punto de perder las fuerzas durante más tiempo del que se podía permitir. Incapaz de asumir la parte de la culpa del desastre en el que se estaba convirtiendo, permaneció postrada compadeciéndose de sí misma, hasta que se produjo aquella última mutación en su opinión sobre sus sentimientos, y lo que los sentimientos representaban en realidad. Y entonces, en aquel momento crucial había enfermado su madre y no la había vuelto a ver durante un tiempo. Por fortuna se recuperó y también eso se normalizó, pero había sentido tanto miedo y se había sentido tan sola, que desde entonces el mundo se había vuelto mucho menos interpretable. Pasó un tiempo y se acostumbró a vivir con la inseguridad a la que se veía avocada, sin embargo, esa costumbre le pesaba como una cadena. No acostumbraba a pensar demasiado, pero esa sensación era como una pérdida de aire que estaba terminando por convertirse en obsesión. Las fiestas del viernes por la noche en la oficina eran una expresión más del éxito, del hombre que vuelve tarde a casa sin dar explicaciones a su esposa, y si lo hace se conforma con decir que tiene mucho trabajo y ha estado muy ocupado. Alguien reponía los licores en el mueble bar al que Doloritas devolvía las botellas empezadas, probablemente él mismo. Y tiraba mucha comida de encargo que sus amigos y posiblemente amigas, no habían ni tocado. Todo iba directamente a la bolsa de basura que dejaba en el contenedor antes de irse a casa y no volver hasta el lunes siguiente.


Posiblemente, lo que había empezado como una forma de cerrar asuntos de inversiones, se había convertido en una costumbre que ya nada tenía que ver con los negocios, que empezaba con una cena de encargo en la oficina y continuaba en los clubs hasta el amanecer. Se quedó plantada delante de Bix y miró un bote de pastillas sobre la mesa, eran muy fuertes y comentó en voz alta, “éste está peor que yo”, en alusión a sus problemas para conciliar el sueño. Bix tenía su propia forma de hacer las cosas y de conducirse en la vida y en los negocios, y no deseaba que nadie interfiriera en eso, pero no era feliz y se abandonaba a esa vorágine de exigencias, que lo llevaban de preocupación en preocupación y lo evadían de pensar en otras cosas. La aceptación del enredo que era su vida y en el que él solo se había metido, era una labor de años en la que la lentitud no te permitió apreciar los cambios que poco a poco se iban presentando. Durante un tiempo había disfrutado de aquella situación, planteándose la diversión como una extensión necesaria de todo lo que tenía que hacer, para que su vida discurriera en los parámetros que había planeado. Pero algo había cambiado, y aquella noche se había quedado dormido en el sillón de la oficina y tenía una resaca de miedo. Durante un minuto Doloritas dudó si despertarlo, si ponerse a limpiar haciendo ruido para que despertara por sí mismo, o si salir sin hacer ruido y marcharse a casa dejándolo dormir. Lo miraba con el bote de pastillas en la mano, cuando él abrió un ojo y respiró profundamente mirando alrededor. Cuando se ubicó y estuvo seguro de no estar en el otro mundo, la miró a ella, le preguntó su nombre y que hora era. Después de tener dos respuestas convincentes, se levantó, aún le dio tiempo a desaguar en el váter, cogió su chaqueta y las llaves de su auto de encima de la mesa y se fue, despidiéndose con toda cortesía. Ella no le respondió pero cuando se cerró la puerta dijo -está loco-, lo que era bastante corriente en sus labios, porque cuando alguien hacía algo pasando delante de ella sin apreciar su censura, solía repetir eso mismo. Quizás sólo quería decir, “está pasando por un momento de locura transitoria”, o llamar la atención sobre alguien que no actuaba conforme a lo que se esperaba de él. Es posible que sólo quisiera decir es un excéntrico, o tal vez que aquella persona no la impresionaba aunque intentaba llamar la atención, pero esas eran sus palabra, “está loco”, y seguía con su tarea como si cualquier cosa. En ocasiones, ambos desde sus mundos separados, habían deseado que se pudiera detener el tiempo y el movimiento como en una fotografía, y que eso les obligara a prestar atención sobre todas las cosas que parecen insignificantes: de hecho, personas y circunstancias que nos parecen insignificantes y sobre las que pasamos a toda velocidad en cuestión de segundos, sin volver a mirarlas nunca más, podrían poseer el sentido, no ya de la existencia, sino de la nuestra. El sufrimiento que sufren algunos seres, nace de su naturaleza solitaria. Mantienen a pesar de todo, un aire espléndido que llama a muchos a confundirse al respecto, y creen envidiarlos sin conocer los pormenores de su existencia torturada. Bix vivía agotado, intentando no exteriorizarlo. Cada momento de su vida se reponía de la extenuación, y para aliviarse cometía todo tipo de errores y vulneraba todo tipo de reglas. Tenía en su formación sólidos principios a los que renunciar a cambio de perseverar en sus ambiciones. También eso le ayudaba a evadirse de los más oscuros pensamientos. En su relato, sin intervalos, no había contrapartidas, iba directo a por lo que deseaba; o eso o el derrumbe. Era un enero soleado y tuvo que arrimarse a la balaustrada para no ser herido por una luz insoportable a sus ojos. Movía los pies torpemente, y las piernas, siempre tan delgadas, parecían que podrían quebrarse en cualquier instante. A esa hora de la mañana, un sábado, la circulación era escasa y el sonido de sus tacones repicaba en la pared del otro lado de la calle. Miró atrás por pura costumbre mientras abría la puerta del garaje y arqueó la espalda para pasar adentro antes de que terminara de levantarse del todo sobre su cabeza. Se dirigió, antes de nada, a una de las columnas para encender la luz, y no quedar completamente a oscuras, cuando la puerta descendiera y golpeara el suelo con el ruido destartalado que era, un pedazo de hierro repintado de verde oscuro. A pesar del cansancio, no tuvo más que levantar la cabeza para ver su cupé y dirigirse a él en un laberinto de capós, defensas e incómodos y sobresalientes espejos. Gabrieli le contó aquella noche, mientras cenaban en la oficina, que un hombre que él conocía,un tal Elmer, se había desmayado aquella misma tarde en un centro comercial. Que lo había visto subir y bajar por las escaleras mecánicas, pero que lo había evitado porque sabía que le pediría dinero.


Bix comía comida mexicana mirando fijamente a Gabrieli, como si no pidiera creer lo que decía, porque no sólo conocía a aquel individuo, sino que habían sido buenos amigos amigos en el pasado, y no conseguía que le pagara una vieja deuda. Los años pasaban y había dejado de verlo, así que daba el dinero por perdido. Gabrieli bebió vino y siguió con su historia. Elmer se había pasado la tarde dando vueltas por el centro comercial, y lo cierto era que él también lo había hecho, pero eso no era tan extraño, porque solía quedar con unos amigos en una cafetería de la segunda planta y desde allí podía ver lo que sucedía. Dejó de comer y encendió un cigarrillo mientras hablaba, con intervalos de mechero, humo, aspiración y expiración. Estaba claro que las intenciones de Elmer no estaban definidas, se comportaba de forma errática y no parecía buscar nada concreto, ni interesarse por ningún producto que quisiera comprar. Daba vueltas esperando su momento, calculando algún descuido o simplemente, buscando alguna presa cándida para operar algún engaño, y no es que hubiese deducido todo eso por como se conducía, sino que después del desmayo supo que había cogido algo que no era suyo, y al sentirse descubierto le había dado un ataque de pánico, o algo parecido. El asunto es que se había desmayado y los curiosos se habían agolpado sobre él sin hacer nada por evitar que un individuo que saliera corriendo detrás suyo, absolutamente enfurecido, lo pateara un par de veces antes de que llegara un guardia y se hiciera cargo de él. Le obligaron a tranquilizarse y separase del delincuente desmayado, y tuvieron que llamar una ambulancia porque sangraba por la cara y parecía que lo había atropellado un camión. La sangre es muy alarmante, y no era para tanto, pero así fue y alguien hizo la llamada y en un momento aparecieron dos hombres con una camilla en la que se lo llevaron, pero el guardia se fue con ellos. Así que, por lo que Gabrieli contaba, no creía que hubiese salido sin más de aquel incidente. Conocían a Elmer por separado, y cada uno de ellos tenía motivos para detestarlo, por eso Gabrieli no tenía la más mínima intención de disimular, y se encendía en algunos pasajes de la historia empleando insultos de desprecio que no repetiré. Como si cualquiera pudiera comprender la animadversión que lo movía, sin tener intención de los motivos que tenía para ello, relataba los pasos de Elmer aquella tarde entre los clientes del centro, intentando que cada uno de sus movimientos pareciera la espontánea reacción a las dificultades del hombre más torpe del mundo. Lo único que le había quedado claro en tal momento que el resultado no podía ser diferente del que fue, desmayado, golpeado y detenido. El actual estatus de Peter Bix le confería un respeto que sus invitados no escatimaban. Esa noche, Gabrieli y Zappo se hicieron a la idea de una buena cena, y acostarse tarde después de salir fuera de la ciudad a divertirse. Los dos eran casados, y Gabrieli ostentaba un alto cargo en una de las empresas de Bix, lo que lo llevaba a considerarse un amigo, más que un trabajador de confianza. Lo que no sería así, si a eso no le sumáramos más de veinte años a su servicio. No era la primera vez que Bix le pedía que se uniera a la juerga un viernes por la noche, llamaba por teléfono a casa, o incluso pasaba por allí para dejarlo todo perfectamente atado. Le resultaba muy cómodo sumarse a la fiesta, porque sólo tenía que ser buen conversador, ya el resto estaba organizado. Zappo apenas se veía con su mujer, vivían una situación de separación, pero bajo el mismo techo. Entraba y salía a su antojo y casi no hablaba con su mujer, por eso tampoco tenía que decirle donde andaba, si viajaba, si tardaba varios días en volver a casa, o con quien había pasado la noche. Era como si Bix se rodeara de hombres que pusieran por delante sus negocios a sus familias, y esos, al fin, eran los que compartían aquellas cenas de confraternidad en la oficina. No es que no le hubiera importado haber creado un imperio algo más equilibrado, tal vez con empleados más morales y escogidos, pero lo que había era lo que había. A él, el dueño de todo, le había correspondido también como parte de su herencia, una forma de hacer las cosas que no pretendía pertenecer a un mundo cortésmente establecido, un mundo desde el que nunca podría hacer crecer su fortuna. Su “estilo” era algo así como parte del lodo del que procedía y del que no renegaba. Por eso no le parecía mal nada de lo que hacía su mujer, por eso tampoco se metía en sus cosas, y por eso mismo no dijo ni una palabra cuando aquella mañana pasó delante de ella que tomaba el sol en bikini en el patio de casa. Jenny, era algo así como una chica de portada, pero de las que había a millares esperando por una oportunidad, y lucía bien a su lado, pero no había pensado en ella como madre. ¿Quién podía saberlo? Las mujeres más explosivas, en


ocasiones, llevan dentro un espíritu maternal, que en el momento en que se descubre ya no son capaces de volver a “encajonar”, por así decirlo. Podemos imaginar que el sol no beneficia en nada para aliviar la resaca, y que el dolor de cabeza de Bix era importante. No había ninguna emoción que traer a cuenta de una noche así, tan igual a otras muchas, y por muchas vueltas que le diera no podía evitar poner de nuevo cuestión si aquello le divertía. Sin embargo, durante el trayecto en coche hasta casa parecía ligeramente animado, lo que era todo un triunfo si tenemos en cuenta que apenas podía pensar y se le nublaba la vista. Nadie podía reprocharle por vivir como quería, por no haber tenido hijos y por no intentar entrar en el círculo virtuoso del club financiero. Al cabo, no podía decir que todo estuviera saliendo conforme a lo previsto, aunque, en lo relativo a su cuenta corriente la había doblado en los últimos años. Tenía la impresión de estar actuando de la mejor de las maneras en lo que respectaba a sus intereses materiales, pero una terrible sensación de estar dejando pasar un tiempo precioso, en lo que tenía que ver con su vida personal, estaba empezando a acorralarlo. A diferencia de otros triunfadores de su tiempo, Peter Bix no buscaba el reconocimiento social. La mayoría de sus negocios, desde la venta de pornografía importada, hasta la construcción de viviendas de baja calidad, eran actividades de sin complejos morales, por decirlo de alguna manera. Siempre había sido, siempre había estado relacionado con otros hombres que no les importaba hacer negocios con él y, como ya he señalado, no le iba nada mal. Intentó dormir pensando en todo eso para intentar llenar el hueco que le producía no sentirse completamente realizado. Difícilmente iba a ocurrir nada que no hubiese planeado, y la imagen de su mujer, con las tetas infladas como balones, era algo que había deseado y, por lo tanto, ¿a qué venía quejarse ahora? No se puede aspirar a ganar siempre si no se hacen algunas trampas, se decía sin rubor.

2 La Versión Escondida En la casa disfrutaban de una mañana apacible, hasta que a eso de las doce de mediodía sonó el teléfono. Los sábados la chica del servicio tenía día libre, y como Bix dormía profundamente, y, en esos casos, solía desconectar el teléfono de la habitación, Jenny tuvo que dejar su copa sobre una mesa del jardín y entrar a contestar. La lenta conversación que se produjo a continuación pareció confundir a Jenny, que aún no siendo una chica muy espabilada, se puso alerta y desconfió al escuchar una voz de mujer al otro lado. Doloritas se presentó como la chica que limpiaba la oficina, y aseguró, que había encontrado en un sillón una cartera cargada de billetes y tarjetas de crédito que pertenecía a su marido. Jenny desde ese momento adolecía por conocerla, y aunque no fue tarea fácil pudo convencerla para que pasara en el trascurso de la mañana, para entregarla allí mismo. Doloritas se hizo la remolona todo lo que pudo, puso todo tipo de objeciones, porque aunque se moría por ver la casa por dentro, no le parecía buena idea ceder en aquello (además, era posible que no la dejaran pasar de la puerta). Al fin, tuvo que hacerlo, y sólo Dios sabe por qué las mujeres hacen ese tipo de cosas, pasó por casa para arreglarse antes de acudir a su cita. Y desde luego que lo hizo, se pintó los ojos como si fuera a una fiesta, y se puso ropa ceñida que no pasaría desapercibida ni para un monje tibetano. Ante ella se abría la enorme casa custodiada por perros y cámaras de seguridad, situada en la parte más rica de la ciudad, rodeada por otras casas que no la desmerecían y asomando árboles de un pequeño jardín al otro lado de los muros. Jenny la hizo pasar y pasaron delante de una hilera de arces que daban una sombra estimable. La anfitriona se había puesto una bata, porque a pesar del sol, no estaba demasiado tiempo expuesta al exterior, porque a pesar del magnifico tiempo que


tenían, era enero y no cabía descuidarse. Los adornos iban desde pequeñas columnas de mármol con plantas como corona, hasta objetos de tauromaquia clavados en las paredes de la casa. No había trofeos, ni trozos de toro disecados, al menos en eso habían guardado las formas porque Jenny decía que no quería vivir en un cementerio de animales. Habían guardado los perros, pero podía oírlos ladrar. A la derecha de la casa había una caseta en la que adivinaba a dos o tres perros desesperados por inesperado castigo de ser encerrados en pleno día, y por el olor provocador de la desconocida. Sobre una mesa de jardín había todo tipo de vasos copas y licores. Jenny la invitó a sentarse y le preparó algo de beber. También había en una esquina, sobre una mesa de rincón, una televisión desenchufada y un vídeo y películas de VHS tiradas por el suelo. Todo parecía diseñado para pasar muchas horas en aquel lugar. Sobre la madera del cobertizo que parecía guardar herramientas, había unas fotografías de caballos, y Jenny señaló que habían pertenecido a Bix, pero que tuvo que venderlos porque se morían de pena y apenas los montaba. ¿Qué querría decir con que los caballos se morían de pena? Doloritas calculó agudamente, que si estaban bien atendidos los caballos no se morían de pena, por muy lejos que estuvieran de su dueño. Eso sí, si los tenía abandonados en una finca en mitad de la nada, en una montaña de difícil acceso, y tardaba en ir a llevarles comida por pura pereza, eso sería otra historia. Le daba mucha pena, saber que había animales que sufrían por el abandono al que los sometían sus amos. En cualquier caso, habría hecho bien deshaciéndose de ellos si no los podía tener bien atendidos. Se sentaron y hablaron sin temor. Cerca de donde se encontraban, había una zapatillas que Jenny había dejado abandonadas para ponerse unos zapatos y recibirla, y si hubiesen subido a su habitación hubiesen encontrado el bañador tirado en el suelo, pero esa imagen se la iban a ahorrar. En cuanto se despertó, Peter Bix supo que Doloritas había estado allí y cual había sido el motivo de su visita. Miró la cartera y comprobó que todo estaba correcto, no podía ser de otra forma. Hacia la mitad de la tarde nada más había sucedido, y se encontraba muy inactivo y falto de fuerza vital. Habían transcurrido unas horas de sueño que le hacían sentirse descansado, pero ausente de la tensión necesaria para tomar decisiones. Por lo que pudo saber, Jenny le había propuesto trabajar en una película de las más atrevidas, porque según dijo le pareció muy atractiva. No había sido correcto, ni nada que la chica pudiera esperar, por eso recriminó a su mujer. Siempre estaba esperando que actuara de forma diferente a lo que se suponía, y eso le creaba algunos quebraderos de cabeza. En vano esperaba que fuera quien no era, y no la podía culpar por eso. Lo siguiente que sucedió fue que pasó la tarde temiendo no volver a ver a la chica de la limpieza, a él también le había parecido atractiva, pero no se trataba sólo de eso. Por una lado estaba la reacción de ella, saliendo de la finca sin mirar atrás, y le avergonzaba no haber sido correctos con ella. Y también empezaba a inquietarle la idea de llegar uno de esos días y encontrar el despacho sin recoger porque ella hubiese decidido no volver por allí. Como no tenía un teléfono que retuviera los números entrantes, y encontraba otra forma de contactar con ella, tendría que esperar al lunes para poder hablar con ella. Por algún motivo que no solía entrar en sus líneas de conducta, creía que le debía una disculpa, y eso era bastante extraño. Esa noche, Bix volvió a salir de casa sin ánimo de volver hasta el día siguiente, en el que la dinámica fue la misma. Pasó la mañana del domingo durmiendo y por la tarde salió para no volver hasta el día siguiente. Seguía sin llover, y la noche era fría y estrellada. Aparcó delante del cristal iluminado del Capriles, donde esperaba encontrar a Gabrieli. Se quedó erguido fumando en la puerta, moviendo las puertas y fumando hasta que empezó a sentir que se le helaba la planta del pie, y entró. A su espalda la puerta se cerró suavemente, sin un ruido, pero ofreciendo la sensación de una atmósfera muy diferente. Fue como sentir esos soplidos neumáticos que todo lo convierten en vapor y reducen cualquier golpe. Se adentró en el salón y se acercó al mostrador para permanecer de pie. Pidió algo de beber. A su lado pasó un hábil camarero haciendo equilibrios con una bandeja a la altura del hombro, buscando los espacios en la distancia, calculando movimientos inesperados y procurando ser visto, eludiendo las espaldas de los que tenían cara de distraídos, y confiando en la suerte. Retrocedió ligeramente para dejarlo pasar y seguirlo con la vista hasta verlo desembocar en el salón de los que habían ido hasta allí para cenar. La noche se alargaba y Gabrieli tardó en aparecer. Nada más entrar se acercó a él y le hizo notar


que llevaba la chaqueta torpemente abrochada, lo que le daba un aspecto desastroso. Una mujer que había ido a buscar donde aparcar entró un momento después y le hizo la misma observación. La importancia del aspecto, el efecto de los descuidos en el ojo ajeno, y la inclinación, que estaba a punto de convertirse en moda, de juzgar los más mínimos detalles, no era algo que le agradara. No obstante, se refugió en el servicio y recompuso su figura lo mejor que pudo. Se trataba de un juego antiguo, dejarse llevar por la resaca hasta alcanzar un aspecto que denunciaba la falta de cuidados. Representaba al tipo de hombre del que nadie cuidaba, por el que nadie se preocupaba y al que no le importaba. Llamar la atención sobre estos aspectos del personaje es importante por cuanto su matrimonio no se establecía en esos parámetros, en su vida no había hijos ni padres que pudieran llamar la atención sobre su aspecto antes de salir de casa, y de seguir así, en unos años le daría pereza cualquier tipo de higiene, y saldría a la calle, viejo, sin afeitar, con el pelo engrasado y pegado a la cara de dormir, presumiendo de billetera y duchado en colonia de la más cara. La mujer que acompañaba a Gabrieli, según supo se llamaba Hanna y su acento extranjero era obvio, cargaba las jotas como suelen hacer los nórdicos, holandesa, sueca o alemana, todas resultaban bastante parecidas a los ojos de Bix, así que no preguntó. Le llamó la atención la exagerada desproporción de sus pechos, el enorme bulto que saltó a sus ojos en cuanto se sacó el abrigo, porque para él, eso si era una cosa digna de ser contada y, así visto, una chaqueta mal abrochada era un detalle menor. Pero no iba a hacer ningún comentario al respecto, no estaba molesto por nada, ni deseaba entrar en un juego de observaciones superficiales hasta tal punto. Era inevitable sacar primeras impresiones, suele suceder en casos parecidos, y porque creía lo mejor empezar a relacionarse con las chica que acababa de conocer sin reprimir su personalidad, dejó volar los ojos amablemente sobre la figura de la rubia. A mitad de la noche, después de haber bebido, con el ánimo de los exaltados y sentados en los cómodos sillones de terciopelo rojo del Capriles, Bix se soltó con un negocio nuevo que quería proponer a su amigo, y él lo escuchaba con atención. -Para convertir nuestra empresa en algo de lo que pueda sentirme orgulloso, debemos dar el paso de ser simples comerciantes a algo de más altura. Además de comercializar las películas pasar a ser creadores. Creo que podemos hacer una película, sólo nos hace falta un director y un cámara. Los actores creo que los tengo, pero habrá que hacerles una buena propuesta. ¿Lo imaginas? Peter Bix, Productor. Tengo algunas ideas que para la época serán innovadoras. Conjuntaremos el romanticismo con las más escabrosas escenas, e intentaremos ponernos en el punto para que todo el mundo pueda sentirse interesado. Trascenderemos, no sé si te gusta esa palabra. Seguramente la comprarán por eso, por los cuerpos desnudos, ¡qué simples! No sospecharán que vamos a cambiar el aspecto del mundo de las películas ligeras -cualquiera que hubiese visto la expresión de Gabrieli hubiese creído que todo aquello era muy divertido, pero Bix se lo tomaba muy en serio-. Nunca nadie habrá realizado nada parecido, nada tan arriesgado no convincente. En la sociedad moderna, ha habido hombres que se han comportado con una ambición parecida, persiguiendo un sueño se han convertido en visionarios. El mundo no ha cambiado en favor de algo si alguien no ha sabido imaginarlo y darle forma a los que podía construir dentro de su cabeza. En ese sentido le debemos un respeto a los que Bix quería contar, aunque sólo sea por curiosidad. No nos precipitemos, pensando que de un hombre así no podía salir nada medianamente inteligente, ni anticipemos su fracaso, que aunque resultara en lo comercial, difícilmente podría tener algún interés para el mundo cinematográfico de culto. Estaban muy animados cuando se les acercó una chica de larga melena oscura y carnes duras de deportista. Gabrieli dijo que casi la había olvidado, habían quedado con ella que era miaga de la rubia nórdica. Entró presentándose con una soltura nunca antes vista por ellos. Dijo que se llamaba Luxana, y se dio dos besos con su amiga. Sabía hacer apreciar lo que ofrecía, si me permiten la expresión y no les parece demasiado machista, o machista a secas. La que de ellas se sentó más próxima a Bix fue la rubia, que le tendía su cuerpo involuntariamente cada vez que se movía. Se trataba de movimiento insistente, pero necesario si no quería permanecer con la copa en la mano, y


que realizaba cada vez que se estiraba para echar un trago. Bix podría haberse hecho una falsa idea de sus intenciones, pero tampoco él parecía demasiado inclinado a dejarse llevar por la impresión que le causaba. Luxana parece interesada en la conversación, y comenta que ella estudió arte dramático, lo que ninguno de ellos parece dispuesto a creerse, aunque, la dejan terminar de hablar y no hacen preguntas al respecto, ni le llevan la contraria, ni siquiera la miran con desconfianza. Bix invita a las chicas a que se acerquen a la pista y bailen un rato para que él y Gabrieli puedan hablar de sus cosas, les pide unas bebidas y extiende la más galante de sus sonrisas. Están de acuerdo, si más tarde las acompañan a un local de moda, porque no parecen dispuestas a despegarse de ellos en toda la noche. Bix no acaba de comprender a lo que se refieren cuando insisten acerca de un final a cuatro. Le parece algo obsceno, o relativo a dejarse ir hasta darle la vuelta al pecado, y eso precisamente es lo que nunca haría, dejarse llevar por las ideas y los planes de aquellas chicas a las que apenas conocía. Por lo que sabía de ellas eran amigas de Gabrieli, y él las conocía bien, pero aún así aquel ofrecimiento le pareció fuera de lugar. Disuade a su amigo de seguir la conversación en otro lugar, y se despiden con un saludo lejano sin darles tiempo a reaccionar. Cuando las dos chicas salen de la pista ellos ya habían desaparecido. “No es que me haga mucha gracia hacer este tipo de cosas”, afirma Peter Bix, “pero cuando tengo algo importante en la cabeza, necesito perseguirlo sin distracciones. Supongo que tus amigas lo comprenderán”. Sabía que no lo comprenderían, y que Gabrieli le hubiese respondido eso mismo, pero prefirió guardar silencio. Se había casado unos años antes con una actriz a la que retiró de cualquier actividad, y que se pasaba el día tomando el sol, poniéndose cremas y pintándose las uñas de los pies. Tal vez, en parte, de ahí saliera la idea. No había habido muchos roces en aquellos pocos años de matrimonio, y habían convivido con cierta distancia, si eso es posible, respetando un trato tácito. No existía un ánimo firme de evadirse del contrato, o revertir una situación que se podía sobrellevar. Y, bien pensado, no era lo mismo llegar cada día a una enorme casa vacía, o a la que ahora tenía en la que aquella muñeca, con la que no solía dormir, luciera con alguno de sus problemas domésticos que ofrecerle para que él, con una simple llamada telefónica, le diera solución. Quería que Jenny fuera una de las actrices, y tenía pensado para el actor masculino una sorpresa que a Gabrieli le pareció sorprendente. -¿Recuerdas ese tipo que viste, del que me contaste que le dieron una paliza en el centro comercial y después lo llevaron detenido? Elmer, tu me hablaste de él, el viernes. Lo conozco desde niños, y nunca fue lo que se dice una amistad duradera, pero puede dar un buen actor -Gabrieli se sorprendió porque sabía que le debía dinero, y aún con todo, parecía como si Bix se sintiera en deuda con su amigo. Esa era la única explicación posible para tomar una decisión así. A menos que Elmer estuviera “especialmente dotado” para el cine francés. Aunque entre los amigos de infancia, cada uno, ya desde entonces, parecía destinado a algo en la vida, y Bix por la fortuna de sus padres a llegar a ser un hombre importante, sorprendió a todos que Elmer, con su desprendido y aparente talento, se hubiese metido en tantos líos. Habiendo desempeñado todo tipo de trabajos, las pendencias eran parte indisoluble de su carrera, y por su reiterada afición a terminar en la comisaría tuvo que cumplir entre las barras de la prisión algunos meses. La realidad amenazaba ahora en mezclarse con la ficción, entre los recuerdos que de la infancia se tenían y la angustia de creer que podía haber quemado ya sus naves, cabía una posibilidad firme de que se dejara convencer para formar parte del proyecto de Bix. Las dificultades del actor inexperto nada representaban, sobre todo si el efecto deseado lo entregaría Elmer con creces. Todos los comienzos acaban con la paciencia de cualquiera, planteando problemas que parecen infranqueables y que por repetidos, se minimizan y terminan por no tener importancia en siguientes ediciones. Había que reconocer que la desconfianza de Elmer estaba justificada, pero la intención de Bix no tenía dobleces, y cuando más adelante le propusiera ser actor, tuviera que luchar con todo tipo de reticencias. No era tan difícil de entender, con la necesaria dosis de trabajo y dedicación, que uno de aquellos grandes retos fuera convertir el lado más desecho de la imagen de Elmer en un conquistador sin corazón. Deberíamos caer en la cuenta que en ese afán de creador que


a Peter Bix le había entrado, también estaba procurar que el aspecto de Elmer fuera aseado, comprarle ropa y hacerlo engordar unos kilos. Si bien lo de arreglarle la dentadura tendría que quedar para otra ocasión. Las circunstancias en las que se desarrollaba aquella primera reunión para darle forma al sueño de Bix de ser productor, no parecían las más adecuadas, pero él había cerrado negocios de millones, en discotecas y pubs de carretera y no le parecía tan extraño. Celebraba sus ideas como si fueran distinguidas y elaboradas estrategias de un genio, y Gabrieli lo aceptaba con paciencia y resignación. Los que entiendan algo de ese noble arte, comprenderán que una película, por pequeña que sea en tamaño o pretensiones, puede ser concebida por una mente brillante, capaz de la abstracción que le permita hablar casi de cualquier tema, cuando, en realidad lo que muestra puede distar mucho de lo que pretende. En todo caso -y es posible que todos adivinemos que Bix no era el visionario que pretendía, ni un Russ Meyer de segunda, ni nada parecido-, debemos apreciar el esfuerzo que parecía dispuesto a poner en ello. La vehemente forma en que se expresaba le daba un carácter de sincero propósito a sus planes. No había punto de discusión todo estaba en su cabeza, lo que contaba y lo que resistía a descubrir, y sobre todo ello empezaría su carrera de productor con la ayuda de Gabrieli. Esta entrevista duró toda la noche, entre ruidos de campanas, música de baile y chicas sentándose y levantándose de su lado. Y como la noche del domingo estuviera a punto de concluir, se despidieron delante del despacho, Gabrieli se fue a su casa, y Bix, tal y como tenía pensado, volvió a dormir en el sillón que tan bien le estaba sirviendo en aquel lugar. Dotado de todo tipo de actitudes menos de conciencia, se proponía despertar la mañana del lunes cuando Doloritas entrara para limpiar. Y como debemos entender que su renovada pasión por el cine, la incluía también a ella, alcanzaremos a entender que su ánimo por disculparse, había tornado hacia expectativas mucho más interesadas. No olvidaba que su mujer había sido la primera en sugerir que Doloritas (a partir de este momento la llamaré por su nombre artístico, Lola, por lo que deducirán que ella terminará aceptando la proposición que Bix le quería hacer) podía ser una estrella del celuloiode. La respuesta que le pudiera dar era para él de crucial importancia, hasta el punto de desbaratar todo lo adelantado si no conseguía convencerla. La intensidad de su deseo era tal que se propuso seducirla con el único fin de obtener una respuesta positiva, y para eso le prometió que se divorciaría, que se casaría con ella, que la convertiría en una estrella y que viajarían por todo el mundo. Lola se consumió en la duda, se resistió todo lo que pudo, pero de nada le sirvió porque él entró en el WC, en el preciso instante que intentaba ponerse ek mandilón de trabajo, casi desnuda y sin defensa.

3 El Parecer De La Locura Pasaron unos años y Jenny seguía queriéndole a su manera, aunque no hacía falta ser muy sagaz para interpretar la relación de Bix y Lola. Todo el mundo consideraba que cualquier empresa en la que él se empeñara tenía que terminar por tener éxito, y tal como les había prometido, a todos les iba bastante bien a su lado. El estrellato de Lola y Elmer se estaba consolidando después de una docena de películas, y el equipo de producción era firme y se le había añadido otro cámara, un guionista y un director de fotografía, este último a las órdenes de Gabrieli, que era el director del filme y el que tomaba las decisiones en última instancia de acuerdo con el productor. En aquel tiempo, todo había sucedido conforme a lo esperado, y los pequeños contratiempos se fueron


solucionando uno tras otro; hasta Elmer pagó sus deudas y ahora lucía una dentadura digna de un galán del cine americano. Se podía decir que todos consideraban una suerte haberse cruzado en su camino con Bix, y le estaban agradecidos. Hasta Lola, que de alguna manera había sido la más forzada a empezar su carrera, ahora tenía una cuenta corriente saneada, iba a fiestas como las que nunca soñara, y se había comprado una casa que permanecía vacía, pero que tenía casi pagada. Además de esto, Bix no parecía ponerse nervioso si sus amantes no duraban demasiado, tenía chófer y coche de lujo para las ocasiones especiales, y había salido varias veces en el informativo del mediodía como el nuevo descubrimiento de Lavinias Films, tal y como le habían puesto a la productora. Una mañana, después de levantarse y dejar a Bix durmiendo en la cama con un sueño profundo, Lola miró la correspondencia que Jenny había recogido y dejado sobre la mesa de la cocina. Mientras desayunaba observó que una de los sobres a su nombre llevaba de una televisión. Abrió la carta con la rapidez y la ansiedad que le producía la fama. A esas alturas ya lo sabía y lo admitía: quería ser famosa, y en cierto modo ya lo era. Le proponían asistir a un programa sobre disfunciones sexuales, habría un psicológo, una pareja cuyas relaciones no eran satisfactorias, un cura, una prostituta y un cocinero famoso. El programas se llamaba, “Tu sabes hacerlo”. Ese mismo días, después de hablarlo con sus amigos y compañeros y con el regocijo evidente de Bix que veía una oportunidad nueva para sus negocios, respondió que acudiría y así lo hizo unos días después. Temía ser tratada con la displicencia de los moralistas, pero supo que eso no iba a suceder cuando la sentaron al lado del cura y justo delante de una mesa en la que alguien había desplegado todo tipo de juguetes sexuales. Una mesa cubierta de penes de de látex, no parecía que pudiera condicionar el debate, pero hablaron poco de la influencia psicológica y más de la sustitución física y las nuevas posibilidades del mercado. No transcurrió el programa sin que le preguntaran por sus películas y le hicieran alusión a las transparencias de su vestido. En sus intervenciones la instaban para que diera con la mayor exactitud posible si ella veía el sexo como un medio o una finalidad, y le atribuían, sin que pudiera entenderlo, un alto grado de maestría en el tema que estaban tratando. Tendría que responder sinceramente, y expresar sus dudas al respecto, que eran muchas más que las de sus compañeros. Así que se limitó a dar vueltas sobre la idea de que insistir era un camino tan válido como otro cualquiera para llegar a apreciar ese tipo de relaciones como algo inherente al género humano, pero era perfectamente consciente del rechazo que en algunas personas generaban las escenas más escabrosas. Bix creía que en la cadena podían haber tenido la idea de abusar de la confianza que se les ofrecía para pretender dar un espectáculo grotesco de seres al margen de la normalidad, si es que eso existía. Jenny la miraba con una apenas disimulada envidia, y los comentarios de Bix acerca del cura y las miradas que le echaba a sus bragas a través de las transparencias de su vestido, hacía reír a Gabrieli. “Sólo los hombres que saben satisfacer a las mujeres pueden decir que su vida ha tenido un sentido para ellos”, dijo Lola sin ningún pudor, y echando por tierra cualquier interpretación filosófica moderna sobre la existencia. La reacción del cura fue instantánea pero no enérgica, parecía dispuesto a parecer la persona más tolerante y comprensiva del mundo, al menos en televisión. De manera que se puso en el plano de los que buscan la verdad sin haberla encontrado, y aseguró que nadie puede hacer afirmaciones tan absolutas, ni sacar de su entorno su pensamiento. Añadió, que tal vez en el mundo en el que se movía Lola, eso fuera así, y tuviera tal importancia, pero sin lugar a dudas, nada que ver con los que tenía por primer cometido en la vida la adoración. Elmer parecía enternecido, y le aseguró a Bix que era una chica excelente y que siempre había sido muy comprensiva con él. “Si tu supieras lo difícil que se nos hacen algunas escenas teniendo en cuenta que no siempre soy yo, si no el demonio que me sale de dentro”. Sobre el sexo como liberación del rol social al que somos sometidos, Lola intentó hacerse comprender, y afirmó que ella había sido una obediente ciudadana, cumpliendo con lo que se esperaba de ella pero que aspirar en la vida a jubilarse como limpiadora no era a lo que había aspirado de niña. Admitió que la libertad no era la que ella pudiese sentir cuando no dependiera de nadie, o no necesitara trabajar para vivir, sino la sensación que le producía creer que su vida era un desafío. El cura volvió a intervenir como si aquellas afirmaciones supusieran una invitación a la


rebelión, y sólo de él dependiera poner las cosas en su justo espacio. Ella lo escuchaba con atención pero sin respeto. Parecía como si hubieran puesto a aquel hombre allí sólo para replicarle y contradecirla. Partiendo de aquella idea, el hombre del alzacuellos afirmó que la libertad era una sensación interior como ella afirmaba, pero que esa sensación debía encontrarse en la levitación a la que se llega alabando a un Dios que te ama por encima de todas las cosas. Esa noche Bix recuperó un romanticismo que ya no recordaba, y tuvo la impresión de haber desatendido a Lola desde hacía tiempo. Pasó a recogerla por la cadena de televisión, y se presentó en el plató a tiempo para recriminar al cura por verle el trasero. No habría concebido una escena así de no haberse sentido impresionado por como se expresaba su primera actriz, estaba muy orgulloso. Le gustaría enseñarle su mundo más personal y antiguo, visitar los viejos pubs y las discotecas, los lugares a los que hacía tanto que no volvía, y así se lo propuso después de cenar en uno de los mejores restaurantes. Lola notó el cambio y recordó que la noche pasada había pasado muy anodina, que Bix se había levantado a medianoche a tomar un vaso de leche y que había vuelto a la cama para quedarse dormido casi inmediatamente. “Quería enseñarte este lugar, aquí a la luz de la luna”, así terminaron en un parque mirando al río, debajo de una farola de luz amarillenta y apoyados en una barandilla con dibujos de hierro forjado. “Esta loco Bix, muy loco”, repetía Lola desconcertada. Le propuso algunos cambios en su imagen para una nueva película, y eso aumentó más la confusión. Parecía poseído de un ánimo renovado y ella lo interpretaba como la ternura que deseaba, hasta permitirle apoderarse de su voluntad. Juntos caminaron sobre el puente, y profundamente comunicados, pronto olvidaron los sinsabores de otros tiempos. “Cada vez que vengo a este sitio me acuerdo de ti, y creo que me podré enamorar; si es que el amor existe”, le decía Bix mientras ella lo veía cada vez más extrañada. Se abrazaron como nunca lo habían hecho, y sabían que aquello no resistiría, que por la mañana todo volvería a ser como siempre, pero se dejaban llevar. “Sé que nos destruiremos si no nos conformamos con lo que ya tenemos”, decía él, y ella repetía, “estas loco”. Una temporada viviendo en la casa de Bix equivalía a diez años de vida de cualquiera, y así lo descubrió Doloritas antes de ser Lola. Exactamente así se había sentido los primeros años, pero todo era mucho más simple de lo que nadie pudiera imaginar. No había un propósito diferente al que había perseguido cuando sedujo a la chica de la limpieza, ni siquiera había deseado volver a estar con su mujer. Jenny sencillamente se había mudado a la habitación de invitados y sin rencores. No se trataba de pasar un examen moral, pero eso era lo que había, una pareja durmiendo cada noche en su cama, y una ex-pareja en la habitación de invitados. Ya habían pasado otras veces en sus vidas por aquel dolor que intentaba infringir los prejuicios de los vecinos, los conocidos, los compañeros de oficina, cualquiera que se inclinara a juzgar a cualquiera que no se sometiera a una vida “normal”, o lo que era lo mismo, a limitar sus libertades. Y para ello, tener en cuenta el mal ejemplo que pudieran dar a una sociedad necesitada de gestos de generosidad. Todos ellos y la productora, eran candidatos al éxito, a pesar de las críticas que se vertían en las cadenas vendidas al partido conservador. No podían esperar estrenar una de sus películas en ella, ni a las prudentes horas de la madrugada, ni con una advertencia de contenido dudoso para espíritus sensibles. Sin embargo debemos traer a cuenta el buen trabajo que hacen los conservadores, protegiendo todos esos matrimonios fracasados que deciden continuar juntos por miedo al escándalo. Es un gesto noble sacrificarse así, aunque sus vidas sean un infierno, y en ocasiones, un infierno violento. La contribución de las estrecheces moralistas de los conservadores a nuestra sociedad, evita que muchos de sus miembros “tiren por la calle del medio”, se pongan unos calzoncillos en la cabeza y permitan que se derrumben en un momento de delirio años de construir una vida alrededor de sus creencias, acertadas o no. No hay suficiente documentación al respecto, pero yo diría que más del cincuenta por ciento de nuestro sistema social y laboral vive de las apariencias, y sería un cataclismo que se produjera un derrumbe en ese sentido. Y sospecho que los más moralistas lo saben e intentan salvaguardar los valores que han construido con renuncia y dedicación. Lola y Bix eran pareja, y fuera de la pantalla ella no sólo le era fiel, sino que le contaba cualquier cosa que pudiera poner en problemas su relación o crear una crisis. En cierto modo, eso también es amor, ¿no creen?


Después de aquella noche, sin saber por qué o por qué no, Lola se volvió más reservada y desconfiaba de cualquier propuesta que le hacía su productor. Era lo bastante independiente como para poder decir que no, y eso también podría ser una novedad. No siempre había sido así, pues había llegado a depender de él hasta desesperarse, y eso no había sido fácil. Pero había conseguido una nueva posición, una categoría, por así decirlo, y cualquier director de cine ligero, o pornográfico, como deseen, estaría encantado de trabajar con ella. Si los besos de Bix, aquella noche le parecieron estupendos, a partir de la mañana siguiente y en todos los meses que siguieron, los notaba forzados y desalentadores. Su relación terminó de venirse abajo cuando le dio a leer el guión de la nueva película que quería hacer. Estaban de viaje por la costa, a ella le había regalado un bikini que quitaba el hipo, y el se pasaba la tarde en el hotel bebiendo y paseando a la sombra. Lola se acababa de someter a su última operación estética, y le habían recomendado descanso, así que se estaba poniendo morena sobre la arena de la playa cuando él le entregó el guión y desapareció dejándola nuevamente sola. Ella terminó por descubrir una pequeña playa donde podía pasar las últimas horas de la tarde completamente desnuda sin que nadie la molestara, y sobre todo, donde él no podía encontrarla. Naturalmente las cosas se estaban poniendo tensas antes de que terminara de leer aquel montón de cuartillas sin corregir, pero unos días después cuando decidieron volver a la civilización y el condujo durante horas sin que de la boca de ninguno de los dos saliera una palabra, comprendió que todo había acabado. Ella se mudó al cuarto de invitados con Jenny durante una temporada, y finalmente se fue a vivir a un hotel, con un par de maletas y algunos recuerdos. Pertenecía a una clase social dispuesta a sacrificar su orgullo por conseguir lo que quiere, pero una vez lo tiene entre los dedos, es incapaz de doblegarse para retener lo que es suyo por derecho. Ya no era la limpiadora de oficinas de antaño, y podría encontrar trabajo porque en aquellos años no había dejado de contactar con personas del negocio que le habían hecho propuestas. Otras chicas habían cambiado de productor en mitad de su carrera y no les había ido mal, pero sabía que en el mundo en el que se movía debía tener cuidado con lo que firmaba. Sólo se despidió de Elmer, con el que había compartido tantas cosas, y al que no le propuso que la acompañara porque podría haberse malinterpretado, y las actrices, al fin, también tienen sus prejuicios. Todo tiene un tiempo de vida, y su carrera empezaba a dar síntomas de cansancio. No se daba cuenta, pero tal vez todos, productores, directores y público, empezaban a esperar de ella menos de lo que creía. Casi no podía calcularlo desde dentro, pero con cierta perspectiva, hacía mucho que no aportaba novedad alguna que pudiera atraer a nuevos artículos positivos de la crítica del género, qué existe, por extraño que parezca. No podía ser de forma diferente. Aunque pudiera desear relanzar su imagen con el cambio propuesto, y a pesar de la ilusión que había puesto en todo, no iba a ser fácil. Así pasaron unos meses después de la ruptura y hasta que Lola firmó un contrato con otra compañía, Peter Bix permaneció a la espera, sin una decisión, sin reacción, a la expectativa de cualquier cambio. Los carteles de sus mejores películas, debidamente enmarcados, con las letras del nombre de la primera actriz, LOLA, escritas en amarillo oro, fueron inmediatamente puestos en el contenedor de la basura. Y así se perdía de un golpe cualquier respeto por el recuerdo. La vida tiene estas cosas, se crean grandes proyectos que duran años, de los que uno puede sentirse orgulloso, y de pronto se borra todo recuerdo como si nada hubiese sucedido, como si nunca hubiese existido. En realidad, el sueño de Peter Bix había sido creado por ella, para convertir a Doloritas en una estrella, y a su manera, lo había conseguido, durante una parte exigua de su vida, pero por mucha tierra que intentara echarle al pasado, todo había sucedido. La madre de Bix lo aceptó de vuelta en casa porque era una anciana encantadora que vivía en una gran mansión y no le suponía ningún trastorno. Bix abandonó todos sus negocios e intereses y se dedicó en cuerpo y alma a la vida social y pasar las tardes jugando a cartas y apostando en las carreras de caballos. Hasta entonces no había pensado mucho en su familia y su padre ya no vivía, por eso las últimas reuniones que tuvo con sus primos y sus hijos, fueron muy entrañables. Después de aquellos días de reconocimiento familiar llegó lo de su accidente de auto y lo de la silla de ruedas y su parálisis, y algún tiempo después lo de su suicidio. Lola no asistió a su entierro, pero Gabrieli estuvo sin darse a conocer y se fue pronto.


Estos cambios inesperados en la vida nos hacen más duros pero nos dejan más solos, fríamente golpeándonos con los límites de una vida escrita. Una vez más Doloritas se preguntaba que capacidad de reacción tenía, y si detrás de todo lo que existe no está un destino previamente escrito, un guión inamovible que sabe cual es el paso siguiente sin que podamos hacer nada por liberarnos de semejante cadena. Años podrían pasar sin dejar de ser lo que somos, aún lastrados por el remordimiento. El nuevo productor se mostró inflexible en cuanto tuvo el contrato entre sus manos firmado por su actriz principal. Se trataba ahora de aprovechar su carrera para hacer una película que lo superara todo, que fuera descarnada, escandalosa, explícita y sangrante. Hasta a la actriz del porno más madura y experimentada pondría reparos a interpretar semejantes escenas. Pero los aspectos legales, y una legión de abogados dispuestos a intimidar con sus artículos de letra pequeña, le hicieron comprender que debía cumplir su parte. La película se hizo y el estreno fue caótico. Hubo gente que salía del cine, otros vomitaron allí mismo, y dice una leyenda urbana que algunos hasta se suicidaron. El mundo social conspiró contra ella, y fue prohibida. La sociedad política discutió la conveniencia de poner límites a este tipo de creaciones en el parlamento, y allí mismo se pudo su última película como ejemplo de lo que no debe ser creado, como si de una bomba nuclear diseñada para explotar sin remedio y destruir el mundo, se tratara. En alguna nueva faceta, donde los juguetes propuestos no sólo eran descomunales, sino crueles, recibía indicaciones específicas acerca de como usarlos y moverlos en cada momento. Aprender sobre la marcha, dispuesta como una novata que miraba por primera vez semejantes asistencias, formaba parte de los trucos de expresión que el director esperaba. No había pues ensayo, ni repetición de tomas, debía encariñarse con aquellas cosas de plástico si se lo pedían -ella había usado sus manos con habilidad esperando felices reacciones de otros actores pero aquello era algo totalmente nuevo-, y lo haría si llegaba a comprender el objeto de tanto absurdo desvelo. Pensó que si hacía todo lo que le pedían pronto le perdería el miedo, pero el director, con mirada neutra, en busca de una tensión en retirada pedía lo que parecía imposible. “Ahora, ahora: sin piedad, sin miedo, no se van a romper”. Entonces explicaba que otros actores ya se habían familiarizado con técnicas nuevas y eran capaces de auténticas acrobacias, y que ellos podían hacer cosas que nunca soñaran si lo intentaban. Y sin esperar demasiado pasaban a grabar una escena nueva. El compañero de Lola en esa maldita película, era frío y enérgico, y en momentos extraños le parecía que, por algún motivo que no llegaba a comprender, la odiaba. Era en esos momentos cuando comprendía lo bueno que había sido trabajar durante años con amigos, y echaba de menos a Elmer y el cuidado que ponía en hacer que se sintiera cómoda. En un momento aquel tipo tan fuerte y bien dotado, hizo un movimiento en falso, y ella sufrió un espasmo inesperado que lo empujó en sus parte y lo hizo caer haciéndose mucho daño. Ella no podía dejar de mirar aquella cosa sangrando, con la que nadie volvería a jugar, o a la que nadie volvería a acariciar en mucho tiempo. “¡Maldita idiota!” Gritaba el director cuando llegaron los enfermeros y se lo llevaron en la ambulancia. Pero la película se terminó y el escándalo duró hasta que una bomba explotó en uno de los cines en el que se presentaba. Todo parecía absurdo, y más aún cuando Lola empezó a recibir amenazas y comprendió que su carrera estaba llegando a su fin. Por mucho que queramos ver el proceso de cambio que llevó a Doloritas la chica que limpiaba despachos, hacia la maravillosa Lola, la actriz porno, como el lamentable resultado de la seducción de millonario indeseable llamado Peter Bix, o aún más, si intentáramos justificarlo como el rechazo de una vida sacrificada y sin objeto por el efecto pernicioso de una ambición desmedida, no podremos hacerlo sin tener en cuenta sus propias declaraciones, cuando en una entrevista televisada afirmó: “me decidí a hacer la primera película porque sentía las cadenas de una vida en la que todo el mundo me daba órdenes, y me liberé de todo aquello de una forma drástica”. Intelectuales, psicólogos y religiosos, preferirían darle otra interpretación, posiblemente una interpretación que nace de aquello en lo que creen firmemente, y posiblemente más cerca de las alucinaciones que la cultura en boga nos ofrece. Tal y como hoy se miran estas cosas así lo debo decir. La explicación que nos acerca a ese gran misterio que algunos consideran que es la libertas, al menos tiene el origen de la voz de la protagonista. De ahí que, entre tantas estudiadas formas de explicar las reacciones humanas, aquellas que se mantienen con el paso de los años parecen


aproximarse más a lo que podemos considerar como real. La libertad implica una intención deliberada que ella expresa como “solución a la falta de aire”, la intención de romper con todo lo que la ataba. En el título del libro de García Márquez, “Cien años de soledad”, uno se pregunta que hechos históricos acontecieron en Macondo después de su independencia y por lo tanto su libertad, para alcanzar tal abismo de soledad. Se podría especular indefinidamente acerca de la necesidad de poder elegir, y en ese sentido, aceptar dejar su trabajo para ser actriz, había sido una decisión y un acto de libertad incuestionable. Aunque su decisión hubiese sido entrar voluntariamente en la cárcel, o tirarse por un barranco, hubiese sido un acto de liberad del mismo modo. Y la segunda parte estaba por decidir, porque nuestras decisiones, al renunciar a permanecer en el momento de la elección, limita todo el resto. Una vez que elegimos volvemos a ser presa de nuestra elección. Ese era el caso de Lola, perseguida por su pasado, por su estela, por historia ya escrita. No podía aspirar a ser otra cosa que aquello en lo que se había convertido, y eso volvía con los mismos fantasmas del pasado, esta vez sin poder elegir ser alguien diferente. Se supone que el ejercicio de vivir es un acto de libertad, pero ni existe esa libertad en nuestros remordimientos, ni en los errores cometidos ni en los éxitos que nunca nos definen más que como aquello a lo que renunciamos a cambio. La mente siempre nos traiciona, y la libertad es una emoción que va y viene en nuestro interior ofreciéndonos un espejismo de un mundo maravilloso que nunca fue, o atormentándonos sin remedio.

4 La Traición De Los Sueños Lola frivolizaba con su guardaespaldas. Lo necesitaba, lo había tenido que contratar cuando empezó a recibir amenazas de muerte y como le parecía bien favorecido, tonteaba con él todo hasta donde le permitía. No es nada nuevo, suele suceder, damas maduras coqueteando con sus cuidadores de cualquier tipo, guardaespaldas, enfermeros, chóferes, jardineros, etc. Se trataba de un joven locuaz que contaba historias increíbles sobre la arquitectura de la ciudad, y anécdotas que habían surgido por la construcción del ferrocarril, que no podía imaginar de donde habían salido. Sólo otro hombre la había hecho sentirse tan importante, y había muerto en un accidente de coche. Claro que no se trataba de un pasión exacerbada y pasajera. Había padecido mucho los últimos meses, y tal vez por esa razón necesitaba prestarle tanta atención a cada historia de aquel hombre. Toda aquella emoción desbordada no era propia de ella, mucho menos a su edad, así que se lo atribuía a la situación que estaba viviendo, unida a un momento de su vida en que tendría que tomar algunas decisiones. Se encontraba en un cruce de caminos, ya le había sucedido otras veces, era cuestión de tomar alguna decisión más o menos acertada. Escapaba de si misma, evitaba pensar en qué responsabilidad tenía en que todo hubiese salido tan mal. Intentaba entregarse a su guardaespaldas porque había perdido su identidad, su ciudad, su familia, su fe y cualquier otra cosa a la que poder volver. Según todas las señales, podría estar deseando iniciar una nueva vida con él. Ocurrían escenas inesperadas que partían de ella y pretendían un romanticismo desmedido, le hacía regalos, le proponía paseos, lo llevaba a cenar a restaurantes caros, cualquier cosa si lo veía desasosegado o aburrido. Pasó el peligro, se fue olvidando el escándalo y aquel hombre dejó trabajo y siguió con ella. Se fueron a vivir a un puerto de clima suave todo el año, y allí se convirtieron en la pareja de moda. A Elmer le llegaron noticias de Lola cuando estaba a punto de cumplir los setenta. Llevaba unos viviendo en una residencia de ancianos y estaba enferma. Alguien, una enfermera, había escrito una carta porque ella se lo pidió y Elmer no podía entender como habían dado con él. En realidad se


trataba de otro anciano, pero había sido acogido por la familia de su hijo a los que cedía su pensión a cambio de un poco de calor humano, afecto, techo y comido, un buen trato según creía. Al parecer, según decía Katerina, la enfermera, Lola se acordaba mucho de él, y le mandaba todo tipo de recuerdos, besos y abrazos, y esperaba que se encontrara bien de salud. Cualquiera pude imaginar lo que significa a una persona que ha pasado de los setenta que se espera que se encuentre bien, porque obviamente, Elmer tenía de todo menos salud. Para él. Haber recibido aquella carta era cuestión de supervivencia, la que Lola buscaba en su encierro, porque según le comunicaba, ya no podía salir debido al giro que había dado su salud. Así que debía tener en cuenta hasta que punto podía haber avanzado cualquier cosa que tuviera. Podía atribuirlo a algo en los huesos, en las piernas o en la cadera que le impidieran moverse, pero, notaba cierta pesadumbre en aquellas letras que le hacían suponer algo peor. También le comunicaba que estaba pendiente de una nueva intervención (de lo que quiera que fuese), pero que a su edad nadie confiaba en que lo fuera a superar y que finalmente si lo hacía, fuera a curarla definitivamente. Lo importante de aquella misiva no era tanto la linea de comunicación que se abría, como que Elmer llegaba a entender que para Lola ya el resultado de los procedimientos médicos no iban a hacer la diferencia, sin embargo había una importancia superior en el gesto y el recuerdo que la había movido a pedirle a Katerina que diera el paso de escribir y enviar aquellas letras. Debe haber algún tipo de relación entre la vida que se había deseado vivir y los recuerdos se admiten en el trámite presente, a pesar de que en su caso estaba tentada en ocasiones de no dar paso a ninguno de ellos. Tal vez Elmer era uno de esos pocos recuerdos a los que se le daba paso con agrado. Elmer sabía que en su situación no sólo estaba encerrado, ni tenía prohibida ninguna cosa que coartara su libertad de entrar o salir, sin tener en cuenta otra cosa que sus límites físicos. Pero además era consciente de que su nuera, su hijo y sus nietos hacían todo porque estuviera feliz, y por eso se apresuró a pedirle a su hijo que lo llevara en auto hasta el lugar donde yacía su amiga, y que podrían encontrar sin dificultad por el timbre del sobre. Sin embargo su petición no fue bien recibida, porque había compromisos importantes que ataban a su familia, y aún así, al fin lo consiguió. Lo cual complicaría algunos compromisos labores, y obligaría al resto de los componentes de la familia a reestructurar sus horarios mientras durara el viaje. No creían que fuera cosa de más de dos o tres días, pero eran conscientes del significado trascendente que el viejo le daba. Teniendo en cuenta la extraordinaria inquietud que la inmediatez de la muerte debe provocar en los ancianos -supongo que a todos nos pasará algún día si llegamos allí-, en ningún caso debemos hablar de las relaciones entre ancianos creyéndolas basadas en los mismos estímulos que las de personas de otra edad. En lo relativo al afecto ellos están libres de aquellos problemas que al resto nos hace ser tolerantes, no pueden convivir con lo que les hace daño por mucho que les convenga, y se limitan a querer a quien se lo demuestra. De ahí que cuando Lola vio a Elmer entrar por la puerta de su habitación en la residencia, y sopesara lo mucho que se había molestado por ir a verla, se emocionara hasta ponerse a llorar como una niña de primaria ante su mejor regalo de cumpleaños. -Sin tu quererlo has movido una luz en este anciano -le dijo Elmer cuando al fin pudieron hablar sin ser molestados-. Hubiese muerto si no me hubiese dedicado al cine en el que tu me iniciaste, porque en aquel momento mi vida iba cuesta abajo. Durante mucho tiempo fuiste toda mi familia, después supe que tenía un hijo, pero tu me salvaste entonces. Siempre tuve el presentimiento de que yo quería morir, y tengo años para aburrir, ¿qué te parece? Perteneces a un amor que te profesé en silencio y que veneré hasta ahora que, me siento liberado y desinhibido y ya puedo confesarlo con toda libertad. Todo lo que abarca la vejez es una confesión que no esperabas, y que encendistes con tu carta. Supongo que no esperabas esto, pero has sido la espoleta que me ha activado cuando ya nadie podía contar con ello. Amar en secreto es amar con pureza, y eso nada lo supera, porque nada puede sustituirlo. -Estoy desconcertada, me haces llorar. -Calla, no digas nada. Necesito confesar todo lo que he callado, y cuando hoy me vaya no me volverás a ver. ¿Comprendes el sentido que le doy? Quiero que haya existido, y con esta confesión


la dimensión es diferente, nunca volveré a creer que lo he soñado. Puesto que he dado este paso, mi determinación le devuelve la existencia a lo que creía haber perdido. Creí que podría vivir sin saber nada de tí y olvidarte, pero ya ves que no es cierto. ¿Puedes creerlo? Una vida sin verte y sin saber si había muerto, o te habías ido a vivir al extranjero, o si te había casado y tenido hijos, y todo sigue igual de encendido. ¿Cómo es posible? Incluso creo poder ver a través de ti que nunca me amaste del mismo modo, pero esta carta me hizo sentir que debía acudir a tu encuentro, aunque tan sólo me quisieras como una recuerdo, sin la intensidad que nos hiciera merecedores el uno del otro. Lola lo mira, se limpia la nariz con el pañuelo, las lágrimas corren hasta su boca, y se encoge como un pajarito. Se siente feliz, de nuevo liberada como en su primer amor adolescente, capaz de disparar sus sentidos hasta oler cada perfume, de ver el iris de su amado y de tocar su mano para sentir la electricidad de su piel. ¿Qué forma de belleza se esconde detrás de un anciano confesando su amor oculto durante una vida? Ni el movimiento de los cuerpos se vuelve bello en la vejez, apenas los fluidos siguen lubricando, es decir, por lo que presiento, la vejez lo extingue todo excepto, como en la escena a la que acabamos de existir, la pasión. La maquinaria suena deficitaria, pero el alma sigue amortizándose hasta el último minuto. Ninguna libertad vale la pena si no tiene la cualidad de hacernos sentir libres, y para eso tiene que sorprendernos, seducirnos y llegarnos al corazón. No basta soltar la rienda si no hay campos abiertos. Ella lo miraba, movía los brazos desnudos bajo el camisón transparente. Le gustaba actuar como una estrella venida a menos. Representaba su papel porque sus películas con el paso del tiempo eran tan soft que apenas podía sentirse pecadora. Muchas veces había pensado que del mismo modo que terminó por no soportar al guardaespaldas, podía terminar por no soportarse a ella misma. Su cuerpo era obsceno erotismo envejecido, pero nada pornográfico. Precisamente no llegar a soportarse a uno mismo puede tener que ver con el remordimiento, ¿quién lo puede decir sin llegar a equivocarse? Pero no era su caso, y sus preocupaciones eran más inmediatas, urgentes y definitivas. Cuando Elmer fue recogido por su hijo aquella tarde para llevarlo de vuelta a su casa, Lola volvió a sentir el frío cuchillo de la soledad codeándose con todo el resto de sus fantasmas. La suya, vista desde aquel momento final, había sido una vida en busca de un sentido que parecía haberse escurrido. Llena de emociones fuertes, y desafíos que los mortales comunes desean evitar. Había hecho cosas que muy pocas personas en el mundo habían hecho, pero no creía que fueran prodigios o que eso le concediera un valor especial a lo vivido. Se había desarrollado ampliamente, y había conseguido huir de la mediocre vida que se había planteado en un principio, pero el precio que había pagado a cambio había sido muy alto. Para alcanzar aquel estado de espiritual pecadora sin retorno, del martirio permanente de aquellos que nunca terminan de pagar por sus pecados, no le había hecho falta ningún director espiritual, de haberlo tenido posiblemente lo hubiese corrompido. En particular su equivocación, por otra parte grandemente extendida en el mundo que había conocido, había sido vivir el momento sin pensar en el mañana, y el mañana tenía forma de reproche. Manifestaba en aquella cama a la que estaba reducida la impotencia que le producía no poder escapar a su pensamiento, a meditar acerca de quien era y lo que representaba para aquellos que la trataban a diario, sin apenas conocer los pormenores de su historia. Pero en el tiempo que le quedaba para enfrentarse al quirófano, aquella voz que era la suya y que la atormentaba, se iría gradualmente desvaneciendo y se dejaría comer por la niebla de las drogas. En uno de aquellos recuerdos tortuosos pensó en su hermana que habría de morir antes de cumplir los diez años de edad al caer por un barranco. ¿Por qué tenía todo que ser tan triste en su vida? Recordó el día que nació, porque su madre dio a luz en casa y ella despertó a media noche por la excitación del momento. Era la noche de navidad, y unas señoras que no conocían entraban y salían de su cuarto con palanganas y calderos de agua caliente. En su hogar todo estaba preparado para recibir el espíritu navideño, el árbol adornado de bolas y serpentinas ocupaba un espacio notable en el salón. Cuando llegó el momento de hacer entrar a su padre en la habitación llevaba una hora


esperando sentado en una silla pegado a la puerta, oyendo los gritos de su mujer. Ella no entendía muy bien lo que estaba pasando, pero cuando le enseñaron aquel bebé diminuto y feo, pensó que se lo habían cambiado, que su hermana tenía que ser más grande y bonita como una princesa. Llegó la madrigada y las mujeres que habían ayudado a su madre en el parto habían desaparecido, a cambio, bajo el árbol había un montón de regalos envueltos en papel de colores. En ese momento tomó una pastilla y prefirió dormir, porque sabía que lo siguiente era verterse en los acontecimientos trágicos que acontecieron a su familia, y ya había pensado en ello otras muchas veces sin que por ello fuera a sentirse mejor, o más digna de una vez haber tenido infancia. La mente se convertía en un laberinto de inextricables situaciones mal vividas. A la edad de quince años un chico al que conociera en una fiesta la invitó al teatro. Ella a aquella edad se colaba en fiestas de chicas mayores a las que acompañaba sin decir su edad. Sólo podía ver lo valioso que resultaba parecer una cosa diferente a la que era, y el resultado mágico de conocer cosas a las que de otra forma nunca tendría acceso. Aquel chico le regaló una pulsera, y se puso muy elegante para acompañarla aquella noche, para iniciarla en el mundo de los actores y las actrices, de lo que parecía pero no era en realidad, del terciopelo rojo del patio de butacas. No se resistió, y lloró al llegar a casa porque el teatro era una cosa hermosa, inesperada, sorprendente, y que le había tocado el corazón. Tal vez nadie como ella había conocido a Peter Bix, y no podía decir nada especialmente malo de él, otros se ganaban la vida haciendo trampas. En cualquier parte del mundo hay hombres haciendo cosas realmente reprobables, pero él era una niño malo, ni siquiera necesitaba tener aquellos negocios que él consideraba tan importantes. Podía haber vivido como el mejor de los de su clase sin esforzarse, sólo ir gastando la herencia de sus padres en viajes y caprichos. “Estas loco”, le repetía Lola por sus ideas extravagantes, y porque siempre la cogía por sorpresa. Sin embargo, la cuestión de sus modales era algo que quedaba en el aire, ella nunca lo reconoció pero algunos decían que no la trataba tan bien como parecía. No voy a ser yo quien escriba de semejante rumor sin las pruebas precisas, pero si podemos afirmar que Le habló de él a Katerina, que lo hizo elegantemente, en los términos de quien presume de haber tenido algo que ver con una persona famosa que finalmente se le escapó. En algún momento ella descubrió que Bix no estaba dispuesto a comprometerse a otros niveles, y eso a ella le llegó en un momento en el que una vez más sentía la necesidad de romper compromisos que la ataban y no la satisfacían. Era ya demasiado mayor para creer en los milagros, y sin embargo, estuvo apenas una semana en el hospital y superó la operación a la que sometió sin ninguna complicación. Por una vez en la vida se puso de su propia parte y empezó a cuidarse y hacer todo lo que le decían los médicos, respetó la dieta y tomó la medicación. Tal vez se trataba de una cuestión de buena suerte, y si era así estaba en racha. La visita de Elmer había sido una bocanada de optimismo y se le habían cargado las ganas de vivir. La vida continuaba a pesar de no poder levantarse y quedar postrada para siempre en si cama de la residencia. No quería pensar cuántos años de vida le quedaban, o cuando sería la próxima operación, había tenido fuerza esa vez, podía seguir conociéndose y soportándose el tiempo necesario. Vivir era lo que más deseaba.

1 Este Frío Viento Entrelazado El viento y el frío no ocurren hermanos, sólo en los libros, En el vacío penetran entrelazadas las costillas, Pero para avanzar, sus flechas primero se lanzan oscuras, Contra la muerte, cuando oscura ya no madruga la mano asesina.


Este viaje me está costando como ningún otro. Esa mujer que besa en la memoria No redime con sus ojos vacíos, Ni se acerca si no reclama. Para que la nada exclame enfermiza, Nada en el confín de todo respira. Ya no causa el asombro de antaño Pero no ha perdido sus malas maneras, Ya no prescinde de seducir.

1 No es que la impaciencia no le permitiera dormir, en cuanto se recostó y apoyó la cabeza en la almohada cayó dormida sin remedio. Tampoco era que estuviera tan cansada que no pudiera evitarlo, sino que lo deseaba por algo que había sucedido en noches anteriores y que durante el día se había manifestado hasta ponerla ansiosa. Se quedó en el primer sueño, anclada a una esquina como quien espera una cita. A su marido no le importaba esa novedad, o tal vez deberíamos llamarlo, esa nueva fiebre por acostarse temprano. Cuando era una adolescente le había pasado algo parecido, pero su primer novio se cruzó en su camino y echa un ovillo en sus brazos había perdido su capacidad de volver una y otra vez al espacio que desarrollaba en sus sueños. Casi lo había olvidado, pero esos espacios habían vuelto, llenos de peculiaridades, detalles, cuestiones específicas acerca de las imágenes y las sombras. No estaba sola en esos sueños, eso estaba claro, y los personajes iban y venían. Alguno era un poco más importante que otros, pero los espacios la tenían seducida, impresionada y sorprendida. La noche anterior había soñado que estaba en un salón francés de antes de la revolución, rodeada de pelucas blancas y enormes vestidos con generosos escotes. Se quedó dormida pensando que volvería a bailar en uno de aquellos salones. Etba podía olvidar los detalles de sus sueños, pero guardaba la sensación de realidad, al menos durante el día siguiente a una noche intensa. Y esa sensación era suficiente porque era más fuerte de todo lo que esperaba, y la hacía desear que volviera la noche y estar somnolienta. Cuando su hijo Rasp cumplió los quince años empezó a ser consciente de lo poco habitual que era que su madre durmiera tanto. Ella le habría dado cualquier cosa que le pidiera, pero quedarse dormida era involuntario, y aquella tarde que cruzaba la ciudad en autobús con él, le volvió a suceder y se pasaron de la parada. Tenía la intención de no llegar tarde aquel día de fin de curso, pero al pasar delante del colegio, Rasp miraba por la ventanilla a sus compañeros que jugaban en la acera. Sobresaltado le movió el hombro y la cabeza, la barbilla se balanceó sobre el pecho sin la sujeción necesaria hasta que abrió los ojos. En el autobús iba más gente pero no miraban descaradamente a la señora dormida, como si el sueño mereciera un respeto. Fue la primera vez que él notó que aquello le podía crear problemas, pero bajaron en la parada siguiente y a paso apurado llegaron apenas unos minutos tarde. Aún no había vuelto a casa y empezó a sentir de nuevo la necesidad de soñar, cualquier pequeño acontecimiento que se cruzara en su camino tomaba la forma de un inicio, le abría el camino para imaginar una historia loca en blanco y negro, cubierta de sombras, pero capaz de las sensaciones más intensas. No había llegado a cerrar la puerta de la calle y ya se había sentado en una silla en el pasillo, ni siquiera había pasado del armario de la entrada donde dejaban los abrigos y los paraguas. Nada de eso. Se recostó y cerró los ojos hasta que le pareció que todo quedaba fuera de sus límites, la cocina, el baño, y por fin la habitación. Lo imaginó, lo deseó, pero seguía allí sentada, con su


abrigo y sus botas puestas. Claro que si pudiera tumbarse en la cama todo sería más duradero y profundo, pero no se atrevía a moverse, porque la respiración había empezado a moderarse y esa era la señal justo antes de perder por completo el contacto con la realidad. No era una cuestión de fuerza de voluntad, pero reconocía que ese no era uno de sus fuertes, se trataba también de haber encajado perfectamente en aquella silla en el momento que más lo necesitaba, menuda, con las orejas y la nariz sonrojadas, dejándose arrullar por el calor de la calefacción y el abrigo abrochado hasta el pecho. Podía tratarse mucho más que de una enfermedad, si llegara a sospechar que también eso fuera. Tal vez se trataba de una elección entre muchas otras en la que debía poner un poco de orden, sólo eso. A veces podía verse desde el aire, o soñaba que se veía, inmóvil, profundamente dormida. La silla no le iba a ofrecer el confort que esperaba, o tal vez en un momento así no se piensa, pero lo cierto es que se fue escurriendo, y cuando despertó una hora después estaba tumbada en el suelo y la silla caída a su lado. Raulo tenía la virtud de dejarse impresionar por los sucesos extraordinarios, sobre todo si se trataba de accidentes; no obstante, lo que incidía en esa virtud era que esa impresión le permitía implicarse en el suceso sin paralizarse. La impresión, en su caso, era un aspecto positivo a tener en cuenta. Incluso en algún caso que se viera involucrado en un accidente de automóvil con sangre, miembros amputados y muertos, había conservado lo mejor de él hasta mostrarse activo y de indudable utilidad. Aunque el principio se mostró incapaz de pararse a verificar que estaba en un error, pensó que a Etba Rivetta le había dado un síncope y podía estar muerta. Pero, como digo, no se paró a comprobarlo. Inmediatamente la cargó sobre sus brazos, la llevó a la habitación y la tendió sobre la cama. Sólo entonces, en un análisis más sereno, comprendió que dormía, un sueño profundo como nunca había visto, lo que al dejarla sobre la cama la había llevado a un plano superior y respirando con más profundidad le hizo creer que sería incapaz de despertar alguna de vez de aquel estado, que por sus sonrisa parecía tan sosegado y placentero. Raulo. Por algún motivo difícil de comprender se sintió avergonzado, la cubrió con una manta, mientras decidía que, en principio, debía ocultar aquel hecho a todo el mundo, llevarlo en secreto hasta conocer la dimensión real de todo aquello, si se trataba de enfermedad o de una simple reacción fisiológica con la que tendría que convivir. Esa fue la primera vez que vio a su mujer en ese estado. No puedo expresarlo con más seriedad; afirmo que sin llegar a considerarse una enfermedad la forma de dormir de Etba Rivetta era enfermiza. No hubiera podido librarse de ella en aquel momento, pero como no era un síntoma permanente de algún otro mal, y como llegaba desaparecía, nadie podría diagnosticarlo ni atribuir a algún fármaco que en un momento dado desapareciera. Podría haber supuesto un peligro añadido si se durmiera de golpe, pero no se trataba de eso, no era como un desmayo, sencillamente se iba apagando, necesitando sentarse y apoyarse y cerrando los ojos lentamente. Aunque hubiese necesitado un médico para desprenderse de su sueño no hubiese encontrado ninguno que pudiera solucionar su problema de una forma científica. Aún con todo, debemos valorar que si su sueño la hubiese tomado por sorpresa hubiese podido caer bajo las ruedas de un coche, caer por unas escaleras o por una ventana, o haberse derrumbado en la cocina con una sartén de aceite hirviendo encima, por poner algunos ejemplos contundentes de como de peor podría haber sido con sólo imaginarlo. Raulo empezó a trabajar en el taller unos meses antes sin contar los problemas añadidos que podrían surgir, ni imaginar que aquella debilidad adolescente de su mujer se manifestaría en un momento tan inoportuno. Hasta aquel momento se las habían apañado con su vida bastante bien, y tenían un hijo al que habían criado sin demasiados problemas. A veces discutían, pero en eso también se parecían a las parejas más corrientes. Si una discusión se cernía sobre alguna diferencia insalvable se encendían sin control pero sin llegar a levantarse la voz; al final se dejaban por imposible el uno al otro y seguían con su vida. Como su hijo había entrado en una edad en la que empezaba a preferir pasar tiempo solo, o dicho de otra manera, salir de debajo de sus alas, e intentar algunas salidas sin el control paterno, Raulo interpretó que podía existir una relación con el sueño de su mujer. Creyó entonces, que al sentir que su hijo ya no la necesitaba se liberaba al tiempo de cualquier otra responsabilidad, que siempre sería menor a la de atender a un hijo, y ese abandono le permitía evadirse de la realidad sin ningún tipo de remordimiento.


Como el tiempo que a él le quedaba libre, la encontraba durmiendo, la comunicación quedó en un impasse al que él se enfrentó intentando minimizar los inconvenientes que le creaba. A Raulo le gustaría llegar del trabajo -ahora que por fin volvía a trabajar después de algún tiempo-, y sentarse en el salón escuchando alguna emisora de radio con música melódica, y charlar con ella de como había el día, después preparar una merienda fría y tomarse una cerveza antes de que se hiciera de noche. Podrían hacer cualquier cosa que desearan antes de que su hijo volviera de sus actividades extraescolares, lo que lo mantenían ocupado hasta muy tarde. Se trataba de un parón inesperado en todos sus planes, pero iban rodando a medio gas, como se suele decir. Raulo había jugado al fútbol durante su juventud, y no le había ido mal. Había ganado suficiente dinero y había conseguido ahorrar una parte, pero las lesiones acabaron son su carrera, y durante un tiempo había asistido a un entrenador como técnico de un equipo. Había jugado de defensa y finalmente le habían extirpado el menisco y no había quedado completamente curado de otras lesiones de rodilla. Cerca del momento final, cuando ya iba a salir del que había sido su club durante tantos años, sus compañeros le hicieron una gran fiesta de despedida. Hicieron una cena en un gran hotel, hubo mucho alcohol y chicas, y acabaron bañándose desnudos en la piscina. No hubo malicia en nada de eso, las fiestas del club eran como las despedidas de solteros, se trataba de pasarlo bien un día haciendo todo tipo de locuras, nada que afectara al equilibrio que también esperaban en sus vidas cotidianas. Nadie debía acordarse de aquella noche, y nunca le dijo a Rivetta en que términos se celebraba, pero suponía que ella tuviera momentos parecidos en sus salidas nocturnas sólo de chicas. Cerca del final de su carrera deportiva como ayudante de entrenador, terminó sus estudios de mecánica y empezó a trabajar en el taller, fue un cambio profesional algo extraño, un giro brusco en sus costumbres, pero, en honor a la verdad, la realidad de otros compañeros que habían dejado el club antes que él era todavía peor: desde los que pasaban de relaciones públicas de una gran discoteca a ser los porteros, a los que hacían unas oposiciones para bomberos, otros llegaban a salvavidas en una piscina y algunos, oficinistas, o jardineros en el ayuntamiento. En fin, los trabajos más variados, sobre los que volcaban una parte de su personalidad perdida en el mundo deportivo. Nunca dudó de que podría sacar a su familia adelante, y durante el tiempo que duró aquel cambio radical en su vida, alimentó la idea de estar enriqueciendo sus conocimientos y preparándose para algo aún mejor. Su propósito era mejorar en su trabajo, tal vez llegar a ser encargado, o montar su propio negocio, pero inexplicablemente pasaron los dos primeros años y se vio cómodo en aquel ambiente de camaradería y de bromas entre mecánicos que estaban cómodos con sus vidas tal y como discurrían. Habían pasado dos años desde el momento en que su mujer empezó a quedarse dormida sin previo aviso, pero había mejorado, y tal vez esperaba que en cualquier momento volviera a suceder, pero llevaba muchos meses sin volver sobre aquellos síntomas. Faltaba un mes para que Rasp cumpliera lo dieciocho y Raulo estaba empezando a asumir que los cambios en su vida iban muy rápido. Podía entender que el muchacho iba en serio con su última novia y que si todo seguía como parecía, en poco tiempo se irían a vivir juntos y la casa quedaría con un vacía, no por esperado, menos helado. Ponía excusas para ausentarse por la noche, casi siempre decía que iba a alguna fiesta, pero no era difícil de adivinar que la pasaba con su novia. Lo imaginaba trepando hasta su ventana, y saliendo de allí antes de la mañana para que los padres de ella no los descubrieran. Esa era una posibilidad, pero había algunas otras: que algún amigo les cediera el piso para sus escarceos, que ellos mismos hubiesen alquilado una habitación sin decírselo a nadie, o la que más le desagradaba, que pudieran estar gastando una fortuna en moteles de carretera. Rasp había empezado a jugar en categorías superiores y no había dejado sus estudios pero empezaba a tener suficiente dinero para independizarse. Que la vida nos pase delante de las narices sin que apenas nos dé tiempo a interpretarla no debe parecernos nada extraño, existimos para pasar por ella, no para interpretarla; a menos que hayamos nacido con vocación de profetas, de filósofos, o se poetas. Sin embargo, cuando compartimos nuestros destino con otros, de esa convivencia surge una interpretación involuntaria, de la que conscientemente nos dejamos imbuir. La vida de familia y la forma en que se enfrentan al mundo, a lo que les queda por vivir y a la muerte, cada vez que se cruza en su camino, interpreta, categoriza,


ordena, establece rangos y estéticas, e intenta entender lo que tiene que ver en un contexto más amplio. Cuando Raulo propuso por primera vez a Etba Rivetta que separarse era una opción que debían tener en cuenta para su felicidad, y que si ella creía que podría ser más feliz con otra persona él lo comprendería. Ella en aquel momento no le había respondido, pero (nunca sabría si la causa habían sido aquellas palabras) de pronto empezó a recuperarse de sus inesperados sueños. Había pasado mucho tiempo desde entonces y las dudas resurgían, esta vez por otros motivos. Raulo se dejó caer en una silla del taller, le tocaba cerrar y todos se habían ido. Estuvo allí sin moverse tanto tiempo que se hizo de noche y apenas se movió. Sus pensamientos iban y venían sobre la vida que le quedaba, sobre el amor que sentía por Etba, sobre cuánto iba a durar su matrimonio, y sobre si valía la pena seguir alargándolo a pesar de notar todo aquel descontento. No se trataba precisamente del mejor momento de su vida. Cuando un cúmulo de viejas conversaciones toman forma en la cabeza, y eso lleva a ideas sórdidas y atrevidas, y a continuación empiezan a tocar el alma y a entristecernos, nos creemos legitimados para tirar la toalla, por muy perverso que este acto nos hubiese parecido en el pasado. Le escocían los ojos, y empezó a considerar absurdos todos aquellos pensamientos que lo asolaban. Así pues, mientras se frotaba las manos con disolvente, se irguió e intentó ponerse de nuevo en marcha. El gato del taller -en realidad no era del taller, era un gato asilvestrado que entraba y salía a su antojo por un agujero en la puerta- se movió y dejó caer unas latas vacías; eso acabó de despertarlo del todo, se dio una ducha y después de sacarse el mandilón y vestirse con sus propias ropas volvió a casa sin ni siquiera parar a tomar una cerveza. Él no lo sabía, pero cada vez que hablaba con Etba producía una conmoción difícil de cuantificar. A ella le parecía un charlatán sin fondo. Razones a medias, vocecita de cura como avergonzándose, lloriqueos sin una lágrima, ¡Dios Santo, nadie podría reconocer en él al deportista rudo y arriesgado que había sido! No tenía sentido del decoro, al menos ante ella, porque ante extraños seguía guardando las apariencias igual de bien que siempre. Lo escuchaba con paciencia, a pesar de que le repugnaba ver como se rebajaba. ¡Qué hermoso le había parecido en otro tiempo! Pero ya no, y tampoco iría a verlo a jugar, ni siquiera un partido de veteranos. Él quería una respuesta afirmativa y ella callaba, como si no lo tomara en serio. Después, como si recapacitara, no volvía a tocar el tema durante meses, y esta última vez había pasado un año. Y volvía con aquel asunto, de que era ella la que no lo soportaba y no era feliz, y de que su ofrecimiento era sincero, porque lo hacía por ella. Quedaban muchas tardes en el salón esperando que Rasp volviera para cenar juntos. Entonces se dieron cuenta de que Rasp ya casi nunca estaba en casa a esa hora. Que entraba y salía como un fantasma, que no le gustaba oírlos discutir y que a veces ni se despedía. En una ocasión llamaron a casa de los padres de su novia para saber si iba a estar para cenar y a él le pareció tan mal que se lo dijo muy incomodado y no lo volvieron a hacer. Después de eso, Etba se inventaba cualquier excusa para bajar a la calle cuando empezaba a anochecer, y estar un rato dando vueltas esperándolo, mientras Raulo veía los partidos del fin de semana sin despegarse del televisor. El peligro era real, se estaban quedando solos, frente a frente, y cuando esperar también se hace innecesario cualquier cosa puede cambiar. Raulo creía que su hijo terminaría por tomarse más en serio sus posibilidades para el fútbol, que su dedicación sería mayor, y que comprendería que era joven para comprometerse y abandonarse a una vida fácil como otros habían hecho antes. Los deportistas que se acomodan en la vida familiar pierden mucho entrenamiento; eso pensaba. -No creo que se case tan joven. Los dos deseaban que se quedara aún algún tiempo, pero el cambio se estaba anunciando. -Crees que va a esperar por que a ti te parezca que no es el momento. Los jóvenes tienen su propia idea del mundo y sus necesidades. No lo plantees como una desgracia. -respondió sin levantar la vista del televisor.


-Son como siempre. Nada cambia tanto -lo contrarió-. Igual que nosotros fuimos. No creyó que fueran a empezar una discusión por algo así. -Pues anda que no ha cambiado el mundo.... En serio, ¿lo sigues viendo igual? Veamos las cosas como son. Es egoísta por nuestra parte querer a nuestro hijo bajo nuestro techo como cuando era un niño. Ha crecido, ha llegado su momento, y él lo sabe. -Nada va a ser tan fácil. No lo es para nadie. En tales circunstancias transcurrían sus tardes, sin observar sus propios cambios. No volvieron a hablar del asunto, y el noviazgo del hijo se alargó aún un poco. Además de eso, Raulo empezó a llegar cada vez más tarde, y se iba volviendo huraño y lacónico. Poco a poco fue cerrando las conversaciones, como si no le apeteciera hablar con su mujer ni para una pequeña discusión de las que antes tanto lo entretenían. El tiempo avanza cambiándolo todo sin darnos tiempo a calcular en qué términos. Raulo no había sido un jugador que había pasado desapercibido por el tiempo que duró su carrera, ni tampoco había realizado un trabajo menor como ayudante de entrenador. Durante el tiempo que duró su contrato los resultados no habían sido malos, y un día alguien le mandó por correo un libro ilustrado que era algo así como una memoria del club. Fue una grata sorpresa, allí estaba él, entre otros, pero destacando en fotografías de su juventud, disparando a puerta con el gesto severo, o rematando de cabeza completamente cubierto de barro. Su nombre aparecía en varios apartados, y siempre con lisonjas difíciles de asumir. Para él, dedicarse al fútbol no había sido fácil, nadie le había ayudado ni aconsejado como él había hecho con Rasp. Había trabajado para poder seguir en el equipo cuando al principio no le pagaban ni los desplazamientos. Había ido subiendo de categoría con mucho esfuerzo, y renunciando a muchas diversiones propias de su edad. Nunca pensó en rendirse, aunque recibió golpes que lo tuvieron parado por meses, pero supo resolver también ese tipo de problemas. Llevó el libro al taller para enseñárselo a todos, y la secretaria nueva, una mujer de unos cuarenta años, se mostró muy impresionada por aquellas fotos de un Raulo joven y combativo. Lo relajó mucho aquel momento en la oficina pasando aquellas enorme hojas de papel plastificado sobre la mesa de Berenica. La mujer, que hasta aquel momento no lo había visto más que como a un mecánico lleno de grasa, y no había reconocido diferencia alguna con los otros chicos, de pronto creyó que debía tratarlo con cierta deferencia. Claro que él le llevaba unos diez años y no eso en aquel momento le hubiese parecido una distancia insalvable si se hubiese planteado un romance. Aquella mujer, soltera a edad en que empezaba a preocuparle ese tipo de cosas, empezó a dejarse agasajar con palabras dulces e invitaciones a tomar café. Al principio de su incorporación a la parte logística del taller no pensaba en otra cosa más que en conservar su trabajo, pero esa idea también se había relajado a la vuelta de un año. Empezó a creerse con derecho a bajar a lugares que hasta entonces sólo eran frecuentados por hombres, y a dar su parecer sobre si algún trabajo merecía o no la pena de ser realizado. “Demasiado gasto para el resultado”, comentaba, y lo curioso que en ocasiones seguían su consejo y devolvían el auto sin reparar, asegurando al propietario que le saldría mejor comprar uno nuevo. Durante un tiempo Raulo notó que su nueva amiga lo miraba con detenimiento cuando se encontraba de pie frente a ella. Y no era despreciable sentir eso como una recompensa después de haber perseverado con simpatía para llamar su atención. No fueron más que unas miradas, como si estuviera constatando que aquel cuerpo fornido de obrero pudiera haber sido el de aquellas fotografías de deportista. Deberíamos ahora señalar que en tal momento a ella no la movía más que una inquietante curiosidad, pero que todo parecía estar abierto. Qué Berenica encontrara llamativo aquel cuerpo maduro, en el que al final se había impuesto un estómago redondo sobre la disciplina del cinturón, podía considerarse natural, después de todo ella misma empezaba a estar sometida a ese efecto inexplicable del paso del tiempo contra el que no se puede luchar. Inexplicablemente, o al menos, sin poder explicárselo a su mujer, Raulo comenzó a hacer deporte,


a salir a correr, e incluso comentó que le gustaría apuntarse a un gimnasio. Practicó la carrera alrededor de la verja de un parque. Era un caso que solía dar en algunos hombres maduros, que posiblemente respondía a algún arquetipo psicológico que algún docto en la materia, describiría como un intento por enfrentarse al paso del tiempo. Día tras día iba cubriendo sus expectativas asaltado por la necesidad de demostrar que su fuego aún no se había apagado, y que su potencia, aún podía dar mucho que hablar. Sin haberlo decidido se encontró con un nuevo reto, darle espacio a la libertad que de nuevo empezaba a sentir. Sin embargo, y a pesar de todas las señales que desprendía, nada hacía creer que podía existir algo más excitante que motivara esta nueva reacción, además, claro está, que volver al deporte que una vez lo había seducido. Etba Rivetta tuvo una conversación con su hijo al respecto, y expresó sin reservas su desconfianza y su extrañeza; intentaron averiguar entre los dos, que podían hacer para devolverlo a la cordura y la serenidad de sus tardes de fútbol delante del televisor, de intentar arrastrarlo con aquello que le gustaba, buena cerveza y aperitivos. Pero también llegaron a la conclusión de que si descubría sus planes, la reacción podía ser la contraria a la esperada. ¿Era aquel hombre que dormía con ella, su marido? No lo conocía ni sabía que andaba buscando; permitan que lo diga, estaba tan desorientada que temía una recaída y volver a dormir indefinidamente. Tampoco reconocía sus gustos, que durante tanto tiempo habían sido un firme aliado para contentarlo, para darle lo que necesitaba, para anclarlo a la casa y ofrecérselo con un falso desinterés. Esa era la única verdad de su estrategia, retenerlo contra su voluntad. Constató por ese tiempo, que tampoco reconocía sus reacciones, y que si en otro tiempo era locuaz, cuando ahora le preguntaba por sus ausencias, era parco en palabras, distante y sombrío. Si ella insistía lo descubría irritable y cortante, dispuesto a no dar pie a nuevos interrogatorios. ¿Había valido la pena tanta vida mal vivida? En su caso no eran una excepción, porque muy pocos son los que consiguen resumirse sin un lamento parecido. Etba tendría que asumir su parte de culpa, admitir que todo se había compartido y también los inevitables errores. Los fracasos sugieren siempre mucho más de los que significan, y no se engrandecen hasta que no se reconocen, hasta que uno se siente atrapado y decide abandonar. Muy a su pesar, sin la resistencia necesaria, la voluntad se vuelve barco en la tormenta, a punto de hundirse sin remedio, entrando en las más íntimas cuestiones que propone la catástrofe. Era una auténtica lástima que ya no se considerara capaz de de enfrentarse a los nuevos “inconvenientes”, por así decirlo, que no pudiera descubrir la verdadera dimensión de la amenaza que sentía y llegaba para terminar de empeorar la situación creada por la marcha del hijo. Con el ánimo por los suelos, Rasp tuvo claro que sus padres se iban a separar, y así se lo confesó a Cecile, su prometida. Aquella tarde iban de camino a una fiesta que organizaba uno de sus compañeros, un defensa central rudo y lento en el campo, pero divertido y bailón cuando la música sonaba cerca. Dudaron si asistir, pero por otros motivos, esta que no estaban de camino en el coche, Rasp no había dicho una palabra al respecto, pero lo tenía bastante preocupado. Era de suponer que si le iba bien a sus progenitores eso sería de gran ayuda para él, y lo contrario, si había problemas tendría que acudir como el coche de bomberos a apagar el fuego. Llegaron tarde a propósito, con intención de pasar desapercibidos. Que todos hubiesen tomado una copas sería lo mejor, mostrarían su lado más simpático, podrían quedarse un rato y tal vez ausentarse antes de que terminaran los discursos. Además, Jesepe, el anfitrión había invitado a dos nuevas figuras que se iban a incorporar al equipo en breve, y se las quería presentar, pero a Rasp no le hacía mucha gracia; aunque, tampoco quería ser desagradable. Cecile era una mujer discreta, y si bien, estuvo un rato a su lado, ateniéndose a su combinado y a disfrutar de la compañía, en un momento se distanció, charlaba abiertamente con unos y con otros, y hasta se decidió a bailar en una esquina del salón que habían despejado con ese fin. Rasp no dejaba de mirarla, preguntándose si estaba siendo indiscreta, pero ella no iba a comentar nada que no debiera porque sabía ser discreta, y porque no necesitaba pedirle permiso para hablar con nadie, hasta ahí podían llegar las cosas. Nadie podría calcular hasta que punto el futbolista se parecía a su padre, pero su vínculo con Cecile parecía igual de preocupante porque existía una desconfianza que si no controlaba podía estropearlo todo. Seguramente le había pedido que no comentara con nadie cosas personales, porque no estaba pasando por un buen


momento y tendría que soportar algunas preguntas acerca de cómo le iba la vida, y cosas parecidas. En tal situación necesitaría tener las espaldas cubiertas, para poder esgrimir una amplia sonrisa y responder, “todo bien, todo muy bien. Nunca creí que este año iba a dar tanto de sí”. De alguna manera sus previsiones funcionaron, Cecile no comentó a nadie acerca de su depresión, y los motivos de ésta, y eso ayudó en sus respuestas, porque todos parecían tener envidia de lo bien que se le presentada todo. Todo iba bien, sin embargo, no quería sostener demasiado tiempo su fingida alegría. Se fueron temprano, y se dirigieron a un motel donde ella pasó mucho rato consolándolo, lo desnudó y lo acarició hasta que cayó dormido. Incluso, después de verlo roncando como un oso, lo tapó y se sentó a su lado en una silla, sin más distracción que leer una revista de estilismos para el hogar, muebles y complementos. Rasp debió de insinuarle que últimamente no era capaz de dormir, porque no lo despertó hasta que amaneció. Es posible que debido a la actividad agotadora de los estudios, los entrenamientos y el estrés familiar, lo estuviera pasando tan mal, que en los últimos tres días no hubiese dormido más que tres o cuatro horas de un tirón. No es fácil interpretar la intranquilidad del muchacho y la impresión que le causaba la posible separación de sus padres. Quizá pensaba que, en cierto modo, los que habían sido los pilares de su vida se tambaleaban. Sé que no es fácil de creer algo así, adulto, triunfando en el deporte, a punto de casarse y tan inseguro, y que le costara tanto hacer un ejercicio de aceptación acerca de algo que. por otra parte, empezaba a ser bastante corriente. En los próximos días andaría de uno a otro, hablando con Etba Rivetta y Raulo por separado, buscando algún gesto de arrepentimiento, tal vez palabras de buenas intenciones, algún acercamiento de buena voluntad, pero esa vez, ambos parecían haberse confabulado para no entenderse. Estaba aturdido y eso empezó a reflejarse en su rendimiento y lo pasaron a la reserva, casi lo costó algún disgusto al equipo, y lo aceptó con resignación. Ante el riesgo de sus compañeros llegaran a conocer el origen de sus preocupaciones antes de tiempo, de nuevo empezó un teatro de sonrisas que no resultaba muy natural, tal vez porque temía que se rieran de él a destiempo, o lo que sería peor, que sintieran lástima de su debilidad. Ningún jugador de fútbol puede permitirse ser tan sensible. Las tardes en el taller parecían alargarse y Raulo dejaba volar su imaginación. Siempre había deseado tener una aventura en la que pudiera poner en juego una pasión desmedida, loca, como se suele decir. Encontrar una mujer dispuesta a aceptar un juego de deseos y rotas ataduras, y que siguiera significando eses desasosiego indefinidamente. En una ocasión había pasado por un parque solitario de vuelta a casa, empezaba a hacer frío porque era una hora avanzada, casi de noche y parecía que todos se habían recogido antes que él. En un momento, doblando una esquina vio a una mujer fumando, exhibiendo un escote turbador, podía adivinar sus pezones y su mirada, incitándolo a pararse y decirle algo. Allí, en aquel instante, ya no se trataba de terminar el día, de deshacerse de la planicie de tantas horas de duro trabajo, todo se desvanecía y daba lugar a una lengua azarosa que apenas lo iba a dejar hablar, resbalando de saliva. No le faltó deseo, pero el gusto por el paseo lo hizo desistir del desafío, de la carne blanca y fofa desparramada sobre el ombligo, y la piel traslúcida, depilada hasta sangrar ofreciéndose como prohibida. Ni todo un repertorio de pestañas postizas, de labios humeantes, soplidos intencionados y alientos susurrantes, fueron capaces de retenerlo dentro del portal al que fue al principio arrastrado. Se dejó llevar por las caricias y la excitación, más tarde recapacitaría reprochándose por su atrevimiento, “si el chulo de la chica estuviera dentro de aquel portal oscuro, podrían haberle robado, o haberlo herido, y nadie se hubiese enterado”. Aquel riesgo lo había dilatado aún más, el límite de la tragedia lo admiraba cuando recordaba aquel pasaje de su vida. Había llegado a casa y no le había contado nada a Etba, no lo hubiese entendido y se habría enfado sin necesidad. La situación, debo insistir en ello, había tenido lo excitante de lo que le estaba prohibido, y hubiese perdido todo su interés si sólo hubiera dependido de los encantos caídos en la intervención del grosero personaje. Eso debería hacerle pensar que una vez separado de su mujer, cuando el interés por Berenica no estuviera intermediado por el riesgo de la ruptura, todo se volvería insulso hasta apagarse. Algún tiempo después de su separación Eatba Rivetta empezó a sentir los síntoma de su


enfermedad que volvían a manifestarse con virulencia. Se había quedado sola en el piso y Raulo había alquilado un pequeño apartamento en el centro. En una ocasión pasó un día entero durmiendo, caída en el salón, sin que nadie lo supiera. Estaba revisando los papeles del banco, las facturas del abogado e intentaba como quedaría su situación económica después de todo aquello. De una estantería del mueble de la TV bajó una caja con cartas, y documentación antigua. Allí encontró postales, fotos y recibos de un viaje que había hecho unos años atrás a la playa. Raulo salía en bañador en una de ellas, parecía mucho más joven, con su porte deportista, sonriente y radiante, todo le iba bien; satisfecho de sí mismo. En otras de aquellas fotos estaban juntos tomando combinados en una terraza, era de noche, estaban tan morenos que parecían de esos extranjeros que se pasa tres meses de verano pisando la arena de la playa. Sonreían, ella también estaba más joven y feliz, llevaban ropa blanca y el le había regalado un brazalete y un collar que le había comprado a unos hippies; los llevaba puestos. Sacó algunas de aquellas cosas violentamente de la caja y las rompió en mil pedazos dejándolos caer por el suelo. Entonces descubrió una nueva fotografía, era ella con un bañador amarillo a media tarde, había posado con un amigo de Raulo, un tipo que se había pasado cuatro días tonteando con ella discretamente. Al menos eso le pareció, y a él nunca se lo había contado. Visto con el paso del tiempo, ya no le parecía tan mal, y físicamente era flexible como el resto de los futbolistas amigos de Raulo que había conocido. ¿Qué habría sido de él? Rompió la foto y la dejó caer con el resto. Estuvo un buen rato allí sentada hasta que le dio el sueño y empezó a escurrirse. Una vez en el suelo se hizo un ovillo y quedó profundamente dormido. Esa iba a ser la primera cosa importante que sucediera en su vida, en la que él ya no iba a tomar parte. Nada de llevarla a la cama, de intentar convencerla de ir al médico, de preocuparse por ella o creer que lo mejor era ser discreto, porque como había dicho otras veces, “la gente está deseando saber este tipo de cosa para entretenerse”. Nunca sabría que la enfermedad había vuelto, y todo lo que eso suponía. Ya no se le permitía tomar parte en cosas que antes eran sus preocupaciones, y ni siquiera se iba a enterar. Después de volver de casa de su madre, Rasp habló con Cecile acerca de lo sucedido, y de la posición en que lo colocaba todo aquel lamentable asunto. Ella se mostró comprensiva e intentó ayudarlo a buscar soluciones. Rasp estaba muy disgustado, y sabía que su madre se quedaba en aquellas circunstancias, traspuesta e impedida para llevar una vida normal, cuando volvía a soñar, lo que para ella no era nada malo. Después de estar casi una hora sopesando los pros y los contras, Rasp sacó una cerveza de la nevera y se sentó en el salón del apartamento que al fin habían alquilado. Faltaba poco para la boda, y Cecile lo había amueblado con todo los detalles. En la operación la había ayudado su madre, y se podía decir que había quedado un lugar no muy grande, pero confortable. Los visillos dejaban entrar una luz blanca que proyectaba sombras de terciopelo, y Cecile le ofreció unas galletas saladas. Raulo creía que había algo de intención en que las mujeres le estuvieran siempre ofreciendo comida, como si con eso pudieran ahuyentar el mal humor, la depresión, los malos momentos y el dolor por todas las catástrofes del mundo, aún así, tomó algunas de aquellas galletas con la cerveza y se sintió mejor. Después de hablar con su padre tuvo claro que ya no debía preocuparse más por él y empezar a pensar en como ayudar a Etba. Ya no podía seguir siendo comprensivo con aquel hombre que se empeñaba en ser un desconocido, que salía con la chica de la oficina y que le acababa de decir que se iba a vivir con ella. No podía comprender como le había hecho eso a la mujer que más había hecho por él, porque si la hubiese querido de verdad hubiese seguido intentándolo hasta desfallecer. Ya no podía estar seguro de que la hubiese querido alguna vez, y eso dolía como hijo y como persona. No podía soportar la idea de que hubiese pasado una vida engañándolos a todos. Etba no asistió a la boda por que temieron una de sus crisis y que cayera dormida en medio de la ceremonia, en cambio tuvo que soportar a Raulo del brazo de su nueva novia, intentando relacionarse con todo el mundo, y recibiendo respuestas frías de algunos conocidos que ya no lo respetaban. Pero cuando la gente se divorcia da por bueno todas las incomodidades que se derivarán de su decisión y después de la separación y habían decidido divorciarse. Etba había encontrado pequeños entretenimientos en casa, y estaba feliz de tener con ella a Rasp, que era la persona que ahora más se preocupaba por sus desvanecimientos. Cecile, en cambio, no se


tomó nada bien tener que vivir con su suegra. No llegaba a hartarse de su conversación, de su presencia o de sus achaques, pero la incomodidad a la que me refiero era creciente. Esta difícil relación empezaba a manifestarse en reacciones y decisiones que nadie esperaba. A veces se ponía un abrigo y salía a la calle sin previo aviso, como si la hubiese picado un insecto y no resistiera de inquietud. Esa necesidad de tomar el aire y poder salir a pasear sin más, posiblemente le evitó muchas discusiones inútiles. Cecile intentaba acostumbrarse a la nueva situación, y además tenía otras válvulas de escape. Siempre había cosas que hacer, si Etba no se le adelantaba. Hacer planes no era lo mejor en tal situación, pero varias veces por semana, Etba salía para algunas compras y entonces aprovechaba para leer sin que nadie pudiera molestarla con preguntas impertinentes. Creía estar siendo injusta con la madre de su marido, y su juventud, soberbia y la poca paciencia de la que apenas hacía gala la llevaban a no poder entender, que la parte más divertida de la vida estaba desapareciendo. Los ruidos, inesperados eran lo peor, pero también al comer, al arrastrar las zapatillas, al vestirse, incluso al respirar, le parecían inconvenientes. Como se encontraba demasiado inactiva decidió volver a estudiar y eso la obligaba a salir de casa con cierta frecuencia. En un alarde de su compromiso valoró que podía hacer lo que quisiera sin objeciones porque nadie parecía necesitarla. Así que habló con Rasp y le pidió que la ayudara en su decisión, y para terminar de ser optimista, le dijo que él también debería estudiar y que podrían matricularse los dos juntos. Rasp se mostró desconcertado al principio, era muy pronto para empezar a proponer cambios que no esperaba. Aquella noche lo hablaron detenidamente antes de acostarse, y como dejar sola a Etba unas horas durante el día no tenía porque suponer necesariamente un accidente, todo fue pareciendo bastante razonable y así pasaron otro año compartiendo su matrimonio, el piso, la enfermedad de la madre de Rasp, y todo el resto.

2 Sin Mención De Los Malditos El tren se detuvo exactamente en el centro del corto apeadero. Habían pasado por unas casas aisladas y algunos bosques franqueados por caminos de tierra mojada. La hierba crecía profunda y libre, y las ganaderías se movían dispersas en todo aquel campo. No podía entender completamente las razones que la habían llevado hasta allí, aunque ya había estado en otras ocasiones y Teddar era una buena amiga. No hacían falta razones de peso para hacerle un visita. La estaba esperando, y en cuanto puso un pie sobre el andén se precipitó sobre ella para darle un abrazo, sin esperar más tomó la maleta a pesar de sus objeciones y la condujo hasta el coche. Entonces cayó en la cuenta, mientras su amiga abría el maletero y depositaba allí todo su equipaje, de que no sólo tenía un coche nuevo y reluciente, sino que, por lo que parecía, había aprendido a conducir. El vehículo tenía una pinta estupenda, y como su amiga le demostraría en pocos minutos, se había convertido en una hábil conductora. Estaban deseando contarse tantas cosas que apenas podían dejar de hablar, pero el pequeño viaje hasta la casa de Teddar la estaba impresionando. No recordaba aquel paisaje de aquella manera, tan hermoso y definitivo. De pronto se cruzaron con un coche que hizo sonar el claxon con familiaridad, “es el señor Jordan”, dijo la anfitriona, “tiene una tienda de ultramarinos, y siempre anda de aquí para allá”. Y no le dio más importancia. Mientras Teddar la acomodaba en la habitación de invitados no podía dejar de pensar en lo mal que le había ido todo. Hasta no hacía más que unos años seguía entregada a la tarea de una familia burguesa bienintencionada. Estaba dolida y hacía todo tipo de conjeturas comparándose con antiguas amigas de cuando sólo era una colegiala; de eso habían pasado más de treinta años pero


seguía en contacto con algunas de ellas. Es posible que no estuviera muy atinada al afirmar que a todas les había ido bien menos a ella. Teddar, sin ir más lejos, había quedado soltera, y a su edad eso parecía una terrible mancha difícil de interpretar. El resentimiento anima la confusión, de eso no hay duda, y a veces ni siquiera hacen falta los indicios de compararse con los otros, si queremos animar un razonamiento más o menos optimista. Al quedarse sola después de cenar y pasar un buen rato aseándose, se metió en cama y miró al techo en la penumbra. Le costaba conciliar el sueño -nadie lo hubiese pensado en su caso-, era como si no necesitara soñar, ni evadirse, simplemente estaba viviendo. No necesitaba librarse de la parte de la vida que le tocaba en aquel momento como en otras ocasiones, dado que cuando se había sentido atrapada lo había sentido con toda su fuerza. Empezaba a sopesar si de lo malo que le había pasado no podría sacar alguna enseñanza positiva. En la psique dormilona de Etba, repercutía el valor de los fracasos y eso conducía su carácter volviéndola introvertida, nadie tenía la culpa, nadie tenía por qué llegar a entrar tanto en su complicada forma de ser. Se le ocurrió hacer aquel viaje porque la mujer de su hijo apenas le daba conversación, y la vida se le había vuelto monótona. De hecho, no parecía una muchacha demasiado espabilada, y ya hacía unos años que la conocía, pero, para ser sincera, esa era la opinión que se había hecho de ella. No era precisamente culpa de ella todo lo que le pasaba, pero añadía un peso más a su existencia. Las amistades van cambiando; cambian de forma de ser, cambian de domicilio, y en suma, cambian sus vidas hasta que ya nadie ocupa lugar en ellas más que sus más allegados. Salía a sus paseos por la ciudad y ya no encontraba viejos amigos y amigas, en lugar de eso veía caras sonrientes que la saludaban pero que no tenían la más mínima intención de pararse a hablar con ella. Desde hacía unos años había notado eso. La gente tiene sus problemas, sus dificultades, y no quieren recrearse en sentir lástima por ellos mismos contándoselo a todos. A ella misma le había pasado al final de su matrimonio, cuando peor lo estaba pasando y ya ni siquiera discutía con Raulo. En aquel tiempo si se hubiese encontrado con alguien que quisiera saber como le iba la vida, hubiese salido corriendo para no tener que contar nada. Por esa razón y otras parecidas se había decidido a visitar a Teddar, su mejor amiga, casi una hermana. Debería haberla puesto en antecedentes, porque hacía mucho que no hablaban ni se escribían, y aunque sabía lo de su divorcio, no había entrado en detalles, pero seguro que iban a tener mucho tiempo para hablar. E incluso, si la conocía tan bien como creía, querría saber hasta lo más íntimo y delicado, y tendría que pensar de nuevo si le iba a contar lo de aquella chica que trabajaba en la oficina del taller de su marido y de la que le habían contado que se había hinchado los labios con silicona. No era fácil de entender que hubiera mujeres que por tener los labios de silicona se creyeran capaces de retener a cualquier hombre, pero parecía que esa era la nueva realidad en los tiempos que corrían. Podía apañárselas sola, no necesitaba depender de nadie, y por fortuna desde que se había divorciado no había sentido la necesidad de dormir y evadirse soñando. ¿Sería posible que aquello no volviera nunca más? Pensar que hasta en eso podía mejorar, la animaba. Antes de dormir aún tuvo una nueva reflexión acerca de algo a lo que le había dado vueltas en el tren. Era un tema en el que le costaba entrar, sobre todo porque quería planteárselo como un modelo, y establecía una insegura comparación con su propia situación. Los momentos de la vida que conocía de su amiga eran examinados en busca de una seguridad. Necesitaba saber que la felicidad de Teddar no era fingida y necesitaba saberlo con la recomendable libertad que se tomaba al pensarlo. No sentía censura ni cargo de conciencia alguno, porque la apreciaba y no se trataba de un ejercicio que naciera de un mal sentimiento. Así fue comparándose en agudas ideas, hasta llegar a la conclusión de que ella misma tenía que intentar una libertad parecida, pues no veía en ella represión alguna que le produjeran las convenciones sociales. No obstante, en aquella ocasión debía ser prudente y no parecer una loca que imitaba abiertamente las formas de otra persona, creándole una obvia incomodidad. ¿Pueden imaginar tener un amigo, que se pegue a ustedes como el caracol a su concha, y que se dedique a imitarles? Siendo por naturaleza una persona tímida, se dijo que debería asumir todo lo que de bueno tenía aquel espíritu libre, pero sin que nadie pudiera notar que simpatizaba con todo ello, ni observar abiertamente los cambios que se produjeran. De nada sirve darle tantas vueltas a las cuestiones de la propia vida si no se está dispuesto a


cambiar algunas de ellas. El momento decisivo cuando llega, va a ser un acontecimiento del que dependan muchas cosas, y sobre el que giremos en equilibrios, en un sentido positivo o en el contrario; y eso ha de ser así, aunque ese acontecimiento nos pase discretamente desapercibido. Pero precisamente de ese interés que tenía que poner en no dar un paso en falso, debía nacer el cambio. Al fin llegaba a ese pensamiento que había estado evitando, no ya últimamente, o debido a la situación a la que se viera reducida después de su divorcio, sino, desde que había entendido que Raulo ya no la quería. Si hubiese sido valiente, esas ideas que ahora fluían con cierta facilidad lo hubiesen hecho entonces, y todo habría sido mucho más fácil y comprensible. Era una sensación nueva, sentir el aire del campo golpeando su cara como una dulce piel ajena, y se dejaba caer, como los restos de una vieja casa familiar, sobre la ropa de cama, para que acariciara su mejilla renovada cubierta de un sabor de poros que creía haber olvidado. Aquel viaje había durado apenas unas horas, pero desde el primer momento notó que lo había estado ansiando desde hacía mucho. Se lo sugirió a si misma como un secreto, pero lo cierto es que llevaba mucho tiempo, posiblemente años, pensando en él. Delante del asombro general dijo que se iba de vacaciones sin especificar a donde ni por cuanto tiempo, y a su hijo casi le da un ataque (fue gracioso para ella ver las reacciones que se desprendían de su decisión). No llegó al pánico, pero se preocupaba por ella. A final de temporada, había mejorado mucho como futbolista, su progresión había llamado la atención de los clubs más importantes, y lo llamaron de una cadena de TV para hacerle una entrevista. Ante la pregunta de, “¿qué es lo que ahora te preocupa?”, su respuesta había sido: “Mi madre es lo que más me preocupa. Ya tiene una edad y muchas de mis reflexiones se van hacia ella y los problemas que se le plantean. Siento decepcionar, pero el fútbol no es mi prioridad”. Algo tenía que haber de terrible en envejecer a los ojos de Rasp. En general, la vida activa como profesionales de los deportistas no es demasiado larga. No se trataba de nada decisivo, sólo una vacaciones, y además, ella prometiera llamar al llegar a su destino, y así lo hizo. Era un buen hijo, ella lo sabía y lo valoraba, pero apenas estaba en casa y eso también influyó. Todo aquello formaba parte del momento, de las nuevas situaciones y formas de estar en el mundo, de la búsqueda de la postura más conveniente para enfrentarse a los nuevos retos que el divorcio proponía. Es algo que sucede todos los días, gente moviéndose, viajando, cambiando de casa, yéndose de vacaciones... buscando. Hasta el momento en que al fin montó en el tren, y acomodó su maleta sin necesitar que nadie la ayudara, no estuvo segura de que podría hacerlo ni comprendió cuanto lo había deseado. Nadie acudió a despedirla porque así lo dispuso, y sus conversaciones telefónicas con Teddar fueron a escondidas. Su destino era un enigma, y posiblemente a la que más le molestó fue a Cecile, su nuera, porque todo lo que ella hacía lo miraba con extrañeza; pero no dijo nada. Por la mañana Teddar volvió a dar muestras de su habilidad para conducir su coche nuevo, y fueron hasta el pueblo para hacer algunas compras. Etba Rivetta llevaba los ojos bien abiertos, y todo le parecía muy viejo, las casas eran de un estilo de una altura con porches y balcones de madera oscura. La torre del ayuntamiento lucía banderas que no conocía, y un reloj con campana. Parecía un poco atrasado, y volvió a mirar su reloj para establecer una comparación; eso la hizo dudar, porque tal vez era el suyo el que no iba bien. En ese momento, Teddar tomó una curva y la torre del ayuntamiento se perdió de vista. Decidieron aparcar delante de un bazar, donde compraron ropa de cama, y unos platos y vasos. Curiosearon todo lo que pudieron, pero terminaron pronto allí. Al salir a la calle, un hombre las saludó, era el médico, según le dijo más tarde su amiga. Un hombre atractivo, pagado de si mismo, bien peinado, perfectamente vestido y afeitado, soltero, el sueño de cualquier viuda, pero no para ellas. Caminaron un poco, en dirección a una cafetería al fondo de la calle, pero no pensaron en entrar porque ya habían desayunado y era muy temprano. Enseguida, antes de que puedan cambiar de idea, entraron en el ultramarinos de Jordan, y allí Teddar parecía desenvolverse como nunca. Los ultramarinos de estos pueblos pequeños, alejados de todas partes, tienen todo lo necesario, están surtidos con picardía, casi conociendo lo que le gusta a cada vecino, y allí iban encontrando una cosa tras otra aquello que habían apuntado en una nota para no olvidar nada. En el mostrador, el señor Jordan les esperaba sonriente, y también en eso era bueno, les atendió con simpatía y eficiencia. Teddar le recordó alguna cosa que estaba esperando porque debía ser pedida, pero le respondió que aún no había llegado. De uno de sus bolsillos, sacó


la cartera, pero Etba se le adelantó y le pidió que le permitiera ser generosa en eso, que era lo menos que podía hacer. Había comida para unos días, y el señor Jordan las cobró devolviendo el resto exacto. Mientras unos vecinos subían a un autobús en la parada-centro, justo enfrente de donde se encontraban, salieron a la calle principal. El primer objetivo, la compras, parecía superado. Como si Teddar fuera capaz de cronometrar cada actividad se puso de nuevo en movimiento. Se preguntaba si su amiga sentía aquella actividad tediosa por haber pisado aquellas calles toda su vida. Unos obreros tambaleantes comenzaban su actividad aquella mañana en un edificio casi terminado, era el nuevo centro de salud, le dijo su amiga, “responde a una vieja reivindicación de los vecinos que tenían que desplazarse para consultas menores. No nos librara de ir a un gran hospital en caso de ingreso, y el más cercano está muchos kilómetros, pero al menos tendremos médicos, servicio de urgencias, laboratorio de análisis, ese tipo de cosas.” De vez en cuando Teddar saludaba a vecinos que conocía, y miraba con curiosidad a otros que la sonreían, “esto me pasa mucho, me sonríe gente que sé que conozco pero sin terminar de recordar de quien se trata”. Un comentario acerca del tal cosa o de tal otra, las iba llevando en una conversación entretenida. Podían cambiar el gesto, la gravedad o la emoción que le producían los temas que sacaban, pero seguían hablando y mirándolo todo como si aquel paseo no fuera a terminar jamás. Todo el tiempo invertido en vivir se resume después de una edad en la que ya nos consideramos demasiado viejos para emprender nuevas aventuras. Si concentraban todos sus saberes y aprendizajes como imprescindibles para saber vivir el momento real y presente, el único punto de partida en ese momento de derrota, se debe utilizar para ir preparando el último tramo de la carrera, el final de todas las fuerzas. Si ya el interés por el viaje al campo había sido un acto de libertad, pero también de aprecio por su amiga, ¡qué se debería esperar de esa relación de sumisión que surgía al sentirse tan a gusto en su compañía! Y sin embargo debemos tener algo más en cuenta, se trata de no pasar por alto la necesidad que se vuelve exigencia en aquellos que acaban de sufrir un terrible golpe del destino, un corte inesperado en los planes de sus vidas, de empezar a construir de nuevo los parámetros que los ha de regir en el futuro, y, en su caso, hacerlo de forma que tuviera éxito en el equilibrio que esperaba. Nada es infalible en el tiempo de vida, ni existe razón para ser optimista acerca de los finales felices. Nada debe ser tomado como inapelable, lo cual debería ser tenido en cuenta por Etba Rivetta y cualquier nueva ilusión que pudiera albergar. Si su viaje se trataba de añadir un parámetro más a su vida, un escape para momentos de presión, tal vez podría hacerlo compatible con todo lo otro. Si, al contrario, lo planteaba como una ruptura, más expuesta a cualquier mal viento se encontraría. De aquel primer paseo por las calles del pueblo jamás olvidaría el paso decidido de su amiga, aquella mujer de gesto reclinado y comprensivo, escuchando pero firme. Como sabiéndolo todo, es tipo de mujer que no necesita explicaciones pero está atenta a cualquier reacción para convencerse de que nunca se equivoca. Le propuso entonces un paseo hasta el café del lago, allí en verano los excursionistas practicaban todo tipo de deportes acuáticos, y en invierno acudían los jubilados a tomas café caliente con bollos, “no quiero decir que nos vea como a dos insulsas jubiladas, pero es un sitio tranquilo y agradable”. Hicieron su paseo vadeando el lago bajo unos árboles de ramas caprichosas. De aquella mujer a la que creía conocer, le llamaba la atención lo decidida que se había vuelto, su abrigo negro y su pelo recogido, a la que seguía sin hablar como habiendo aceptado una invitación que no se interpretaba en todas las dimensiones. Pero ya se veía el edificio viejo, más que nada decadente, deteriorado por el invierno, y en el que se adentraron con la confianza que inspiraban los camareros en librea con sus voces armoniosas y sus gentilezas al retirarles las sillas para que se pudieran sentar cómodamente, o al preparar la mesa aportando unas cartas que no eran necesarias. Dos desayunos, café, bollos y zumos. La vista es muy hermosa, se lo hizo saber, y Teddar respondió que era bueno que aquel sitio siguiera estando olvidado de la mano de Dios, que nadie se acordara de que existía ni de que intentaran modernizarlo y arreglarlo: “tal y como está es suficiente para los vecinos, y un aluvión de extranjeros no nos iban a hacer más ricos, aunque posiblemente el sr. Jordan, el dueño del ultramarinos no opine lo mismo”.


Las dos amigas pasaron los primeros días muy ocupadas, haciendo compran y preparando la casa para una estancia larga de la invitada, aunque, a decir verdad, Etba no sabía cuanto tiempo se iba a quedar. Las dos se conocían bien, y se parecían, lo que hacía la convivencia mucho más fácil de lo que habían esperado, si eso era posible. Como de jóvenes habían sido buenas amigas, y ya habían convivido en otras ocasiones, todo parecía bastante regular. El verdadero motivo del viaje quizá nunca terminaría de ser expuesto con libertad en una conversación. Todo parecía dentro de la normalidad, pero Etba hacía ya algún tiempo que estaba asustada, enojada con el mundo, desubicada, y sólo Dios sabe cuantas cosas más. Le contaba a Teddar sobre su separación, sobre la boda de su hijo y lo antipático de su nuera, de sus ataques de sueño, sobre la chica del taller, sobre la necesidad de salir de su piso que la ahogaba, pero no le hablaba de sus miedos. Quiero decir con esto que empezaba a replegarse, y que si no se abría de todo era porque no estaba aún segura de cual iba a ser el próximo paso a dar. Hacía demasiado poco tiempo que estaba allí. Aún no terminaba de encajar pero estaba haciendo todo lo posible por sosegarse y descansar; eso era lo que más le hacía falta. Durante la temporada Rasp no había sido un jugador más, creo que lo debo repetir las veces necesarias. Hubo un momento de ruptura en su carrera ese año, al menos hasta los dos últimos partidos, en los que su juego se ensombreció. Pero iba aprendiendo el oficio, y a pesar de su mal juego, supo mantener sus posiciones y el resto del equipo hizo el resto. La clasificación fue buena, y nadie le reprochó aquel mal momento al final de la temporada. Era un chico honesto y se preguntó que le había pasado, se enfrentaba a sí mismo a solas en su habitación buscando soluciones, ese era un rasgo de la personalidad de los buenos jugadores. Quiero decir que cuando algo falla y acaba el partido, no pasan a otra cosa hasta no conocer exactamente qué falló. En poco tiempo jugaron unos amistosos y se vio recuperado y entonces lo atribuyó a una llamada telefónica de su madre, en la que le decía que sus vacaciones iban bien, y que las estaba disfrutando mucho. No había de que preocuparse, pero entonces entendió que tenía que estar emocionalmente estable y tranquilo para rendir. Algo tan simple no se le había pasado por la cabeza. Y de una forma o de otra todos sus compañeros tenían bajones emocionales, y habían llegado a la misma conclusión. Divorcios y problemas de pareja parecía el problema más común, pero también deudas, juergas, discusiones con otros compañeros, y por supuesto la peor de las situaciones, encadenar una mala racha y no ser capaces de recuperarse de la depresión colectiva que les producía. Después de un tiempo, Etba iba relacionando los rostros que le presentaban, estaban los serviciales, los amigos, los que no respondían al saludo y los descartados. Alguien le sugirió que sonriera, que en los pueblos se tiene muy en cuenta eso, y que se está destinado a encontrarse con las mismas gentes una y otra vez. Y si eso era lo normal, entendió que debía congeniar con las costumbres, y sonrió con más frecuencia. Al mercado empezó a acudir sola, y a adelantar el trabajo en casa para la comida. Otro le sugirió que comprara las hortalizas y frutas de los vecinos, que estaban en una estantería aparte. Ella le preguntó si eran mejores y él asintió, y añadió que también eran un poco más caras. No sabía por qué, pero en algunos aspectos se encontraba muy perdida, como si nunca hubiese hecho ese tipo de cosas. Pero todos intentaban ayudarla, algunas señoras la ponían sobre aviso de no cargarse para evitar que se le estropearan los productos en casa, pero eso ya lo sabía, y así lo haría si no se daba el caso de que no pudiera hacerlo con tanta frecuencia como deseara. Lo único que podía hacer para contentar a todos era sonreír, a los que agradecía sus advertencias y a los que ya terminaban por parecerle muy cargantes. Algunos días que salía sin previo aviso, había visto de lejos, más o menos a las mismas horas, a Jordan y a Teddar, hablando. Aquellas conversaciones parecían formar parte de un juego firme de comprensión y entendimiento, ¿tendrían tanto que decirse? Se sintió un poco excluida porque Teddar nunca le hablara del tema, todo parecía indicar que aquella familiaridad con la que se hablaban escondía algo más. Empezó a sospechar que entre Teddar y el tendero había algo más que una simple amistad, y si eso era así, ella debería suponer un estorbo. Creía que la confianza tenía una naturaleza recíproca, y que por algún motivo te la devuelven con la misma intensidad con la que la ofreces, pero no es así. Al acercarse a su amiga para intentar hablar de temas más personales la conversación siempre terminaba por escurrirse por lo banal. Su


decepción era tan grande que no podía disimularla, por eso Teddar se inclinó sobre ella e intentó comprenderla. El día había sido largo, cada una a sus cosas, no se habían visto hasta que se pusieron a preparar la cena y no habían empezado a hablar con aquella intimidad fracasada hasta que se sentaron en el sofá tomando café y escuchando música. Era una música muy lenta, algo clásico de violines y piano, muy triste. Más le valdría no haber comenzado aquella conversación sobre lo que cada uno espera, porque comprometía a su amiga en un tema muy personal, de que posiblemente no deseaba hablar. Notó sus evasivas, pero se sintió mejor cuando se le acercó y la miró directamente mientras le pedía que no se pusiera triste, que la vida no era fácil para nadie. Pero la desolación que la había embargado aquel día procedía del golpe inesperado a su psique la hacía no sentirse segura en ningún sitio, ni siquiera en los últimos refugios, en aquellos a los que le damos un valor de santuario y no llegan ni altar de estampitas y velas del supermercado. Debía aceptar una vez más que cancelar los planes por muy firmes que parezcan es inteligente si se hace cuando se aprende a quitarle importancia al fracaso, o se aprende a moverse, haciendo pie para dar un salto y seguir imaginando libertad. Teddar se dio cuenta que no había sido del todo honesta con su amiga, pero por muy hermanas que se consideraran, no se encontraba en disposición de acortar más los espacios. El rostro de Etba la rehuía, evitaba encontrar sus ojos porque estaba deprimida y no creía que hablando fueran a recuperar el tiempo perdido. Hay derrumbes que se producen en la desgana, pero de los que sabemos que saldremos sin problema si descansamos un poco, y esperaba que por la mañana se encontraría mucho mejor. Sólo acertó a hacer una pregunta , “¿Te ves con Jordan, el tendero?” Sonó despectivo, y no hubo respuesta. Teddar se levantó, y apeló a la intimidad, a que había cosas personales que no se van contando sin más, y que él era un hombre casado, con una familia preciosa a la que no deseaba causarle ningún daño. Hablaban con un tono enfermo, saboreando las palabras hasta hacer aparecer los matices del desasosiego sobre ellas. Empezó a llover y el aparato de música terminó su programación, silencio. Ni siquiera trató de explicarlo como se sentía, como eran sus retos y sus fantasmas de vieja solterona. Etba se movió, levantó la cabeza y los ojos y por un momento pareció que iba a hablar, pero permaneció en silencio. Entonces, Teddar dijo que se iba a acostar, que estaba molida como si le hubiese pasado un camión por encima, se acercó a ella y se despidió con un beso en la mejilla. El ruido de la lluvia lo inundó todo, posiblemente venía sucediendo desde hacía un rato, pero aquel gorgoteo de desagües la hizo sentir muy sola, la llenó de miedos y se acurrucó como una niña que echa de menos una caricia de sus padres. En algún momento de aquel mes ya avanzado empezó a bajar sola hasta el café del lago, ampliando su paseo diario por el pueblo con el desayuno en aquel lugar, y dejando las compras para la vuelta. Daba la casualidad de que para hacerlo tenía que pasar delante de la tienda del sr Jordan al que saludaba con una sonrisa maliciosa de la que no podía desprenderse, y que parecía decir: “¡Ajá, así que eres tú! La sorprendía la tranquilidad con la que la gente asumía sus secretos incorporándolos a la vida diaria. La confundía el asombro que podían llegar a producir los que vivían dentro de una grave contradicción intentando darle la apariencia más respetable y natural. Sin ir más lejos su marido era uno de esos especímenes, o al menos lo había sido. Escuchaba los cantos de los pájaros por las riveras húmedas, como si en la ciudad ya no existieran y estuviese asistiendo a una manifestación del pasado. La primera luz de la mañana asomaba a veces entre los árboles creando sobras caprichosas, en contraste con alargados espacios de hierba alegremente iluminada. Miraba la hora para poder asistir al día siguiente al mismo espectáculo, si salía el sol y se lo permitía. Era un sol dulce y reconfortante que la tentaba de parase y orientar la cara hacia él durante unos segundos. Cada sonido, cada movimiento, cada brillo, formaban parte de un santuario del que se dejaba inundar en su paseo. A veces algún pez saltaba en el agua y creaba círculos que se repetían abriéndose hasta desaparecer. No podía desprenderse de sus aprendizajes en la ciudad ruidosa y otras expresiones tan diferentes de las que formaba parte, pero se veía seducida por nuevas sensaciones. Seguía caminando enfrentándolos con aquella deriva rural que penetraba en sus pulmones en la verticalidad del último tramo de cuesta y escaleras de cemento, antes de pasar por un pequeño puente y encontrarse en los parterres justo delante del café. Se creía lo suficientemente fuerte para enfrentarse a eso, se sentó en una mesa y desayunó hojeando el periódico local.


Esa mañana el camarero la tendió sin demora, se trataba de un momento absolutamente tranquilo, de luz desigual y tedioso, de una forma que nadie más sabría relacionar con el aire limpio que respiraba. El día seguía su trayectoria en busca de nuevos estímulos, y el hecho de haberse detenido al café de la mañana en aquel lugar empezaba a convertirse en una rutina. Las mesas de alrededor empezaban a llenarse de jubilados lo que le resultaba agradable, porque las cafeterías de jubilados no curiosean, no se fijan en el aspecto de los más jóvenes, ni parecía que corriera rumor alguno acerca de nada ni de nadie, porque estaban demasiado fatigados para detenerse en semejante entretenimiento. El camarero, muy estirado, iba y venía cerrando puertas a su espalda. Sin quererlo, en su afán por resultar eficiente, iba y venía con una velocidad que resultaba insoportable para aquellas personas, a las que apenas les daba tiempo a abrir la boca, y sólo podían volver a cerrarla sin expresar idea alguna, antes de que él se diera la vuelta y saliera disparado. No era fácil encontrar el momento justo para colocarle cualquier pedido, a menos que se tuviera la fortuna de atraer su atención con un gesto lejano, entonces acudía y escuchaba. Escuchar es eso de lo que el mundo anda tan necesitado, y que queda anulado por el signo de estos tiempos, la gente eficiente y rápida, que son los que se enteran menos y los que nunca están donde deberían. Etba Rivetta, acababa de cerrar los ojos y se quedó traspuesta. La felicidad ingrata de algunos viejos conocidos nos hacen comportarnos con resentidas escapadas, pero las felicidad inconsciente de los desconocidos ponen a prueba el respeto debido. No se encontraba del todo bien, y no consideraba que la felicidad fuera siempre el resultado de planteamientos positivos e inocentes, por eso cuando oyó a los camareros bromear y reír a lo lejos, antes de salir de vuelta a la carrera para llevarle su café, sintió una ganas incontrolables de cerrar los ojos. A las reacciones de las gentes que habitan los diferentes espacios del planeta no le podemos dar unicamente una influencia telúrica, climática, cultural o política. Las aspiraciones de las personas no sólo se miden en medidas de economía y desarrollo, influencia exterior o libertad de consumo, nada de eso es definitivo. Las personas envejecen tropezando con su psique, con sus miedos y sentimientos de culpa. Nunca terminan por desaparecer los arrepentimientos, y es posible que podamos añadir un punto más a esa aspiración de llegar a viejos con el sosiego necesario, y capaces de aceptar lo que nos espera. Se trataría ahora de probar que existe también,en algunos lugares, una relación entre los más grandes pecados y vivir al pie de una gran catástrofe. Es como respirar el peligro minuto a minuto llevara a las buenas gentes a entregarse a sus pasiones, y que eso sea debido a que el miedo a un fin inmediato se adhiere a esa necesidad de más vida y más entrega. Durante siglos hemos conocidos historias que parecen fantásticas de amor, al pie de un volcán en erupción, ante la inminencia de un terremoto y sus réplicas, enfrentándose a ríos que se desbocan arrasando sus vidas cada año de lluvias, tsunamis, sequías y huracanes, y esas historias quizás hayan sido reales en su gran mayoría. Etba tenía una mente fantástica, y cuando se fue a vivir al campo, es posible que intentara huir de su falta de vida, de la necesidad de sentir de nuevo, pero también de creer que en una hecatombe nuclear una gran ciudad un objetivo, mientras que un pueblo lo suficientemente lejos de todo podría intentar eludir los vientos radioactivos. La misma mente fantástica, que ahora, sentada cada mañana con su desayuno delante del lago, esperaba que un animal mitológico emergiera de sus aguas sin que nadie pudiera esperarlo. Se sentó en un sillón a esperar que su amiga volviera a casa y tal vez cenar las dos juntas. Nunca le decía a donde iba ni cuanto iba a tardar. Un reloj de dígitos encendidos en color rojo iban marcando los segundos al lado de una taza humeante de café. Echó una mirada innecesaria alrededor de la habitación, y no reconoció nada nuevo, ni había esperado que sucediera. Respiró, se reclinó y dejó volar la imaginación. En seguida oyó el ruido de la puerta, era Teddar, a la que reconoció porque a esas horas no pensaba en volver a salir y pasaba la llave dejando el llevaro colgando en la cerradura. -Hay novedades -le dijo mientras la observaba sacarse el abrigo. -No me digas, ¿algo grave? -Respondió Teddar haciendo una pregunta. Etba se terminó el café y dejó la taza sobre la mesa.


-Tanto como grave no diría yo, pero para mi es trascendente. No me siento obligada a hablar de estas cosas, ni contar todo lo que me sucede, pero creo que te lo debo. Me he quedado dormida en el café del lago. ¿Imaginas que susto se llevaron los camareros? Ellos sí pensaron que era algo grave. Podría pedir una ambulancia y que me llevaran a casa, pero no quería irme sin despedirme de ti, y agradecerte como me has acogido, sabes que te aprecio demasiado para hacer algo semejante. -No sé que decir, necesito sentarme -Teddar dejó cualquier cosa que tuviera pensado hacer al llegar a casa, no podía pensar en nada. Estaba afectada por como se sucedían los acontecimientos-. ¿He hecho algo mal? -No, por supuesto. Esto no tiene nada que ver contigo. Sólo te voy pedir una cosa más, que llames a Rasp para que pase a recogerme. -Claro, ahora lo llamo, y mañana lo tendrás aquí. Estoy segura de que vendrá en seguida. La separación fue dolorosa. Algo no acababa de encajar y rompía todo lo que tocaba, cada ilusión, cada nuevo plan que establecía para la vida. Se abrazaron mientras Rasp esperaba en el coche. Eran mujeres corpulentas pero sensibles, y no existía contradicción en aquellos brazos rudos intentando abarcarse, y las lágrimas que asomaban a sus ojos. Podrían haber abrazado a un oso con la misma intensidad y fuerza sin experimentar temor alguno. Las palabras se agolpaban en la boca y se interrumpían en deseos inconexos para el futuro, exacerbaban cada nuevo deseo, cada aspiración de felicidad para ambas en el futuro, se llevaba al extremo. No había una estrategia de continuidad, ni para volverse a ver algún día, no para los pasos a seguir en los próximos meses. Tal vez sucedía, cuando no existían esas expectativas, esos sueños necesarios, cuando la enfermedad de Etba se manifestaba de nuevo. En tal caso, si aceptamos que pueda ser algo más que una especulación, tenía lógica que después de su separación, todas las novedades, todos el mundo que se abría para ella, había contenido el sueño, y no había recaído hasta el momento en que de nuevo las puertas se le cerraban sin solución. No era posible permanecer con Teddar, porque ella tenía su vida perfectamente estructurada, y porque había ido por un mes, para unas vacaciones que ahora terminaban. Por otra parte, si la idea de vivir con su hijo y su nuera le había parecido fantástico al principio, ahora se sentía encarcelada, controlada y, en fin, en ocasiones, un estorbo. Todo empezaba a derramarse de tristeza y el éxito grandioso que había esperado se daba la vuelta en su contra y la hacía sentirse vieja sin demasiadas oportunidades. Ya no había tiempo para muchas maniobras y el desaliento la paralizaba. La irreparable sensación de vergüenza se acentuó al subir al auto y mirar a los ojos a sus hijos. Antes de que Teddar se retirara, cuando aún sostenía su brazo en el aire, la vio apoyar la cabeza contra la ventanilla y caer profundamente dormida mientras su hijo se esforzaba por atarla al asiento estrechando el cinturón de seguridad sobre su abrigo.

3 Tomaba La Forma De Otro Rostro Sólo una vez le había pasado algo parecido, con misterios parecidos y dudas igual de inquietantes. Era todo tan parecido como en el hotel de vacaciones y en el café del lago. Entonces había empezado a preguntarse, ¿qué cosas son las que nos unen? Y lo había formulado en voz alta por si


Raulo tuviera la respuesta. De seguir por aquel camino hubiese estropeado la vacaciones, pero antes de renunciar por completo debía intentar satisfacer su curiosidad durante un tiempo prudente. Le parecía entonces, y se lo siguió pareciendo a su vuelta a casa, que cuando un grupo de amigos y amigas se divierten juntos (ellos se habían conocido en uno de esos grupos numerosos vinculados a un equipo de fútbol), algunos creen que podrán encontrar su pareja y así cerrar el círculo de su existencia. Ese no era su caso, porque ellos estaban recién casados, y por lo tanto había superado esa expectativa, y también la de aquellos otros que no buscaban nada más que un poco de compañía. Al tiempo que paseaban por los jardines de aquella construcción barroca en medio del campo, el notaba su inquietud, porque creía que sus pasiones estaban colmadas, y no sabía muy bien a donde quería llegar y qué era lo que le producía aquel estado. Estaba extraña, como si celebrar una segunda luna de miel, una año después de casarse le pareciera motivo suficiente para cuestionar algunas cosas que se daban por sentado. Insistía en conocer sus motivos porque descartaba que estuviera enamorado, “ya nadie se enamora”, afirmaba dando por sentado que no creía que lo que ella sintiera fuera amor, en el sentido más amplio del término. Rasp aparcó el coche y subieron. Cecile abrió la puerta sin darles tiempo a hacer sonar el timbre, estaba preocupada y se sentía algo culpable. Después de mirar como Rasp la tomaba de un brazo y la sostenía en pie, todo le pareció aún más grave. Mientras él conducía a su madre a la habitación ella se hizo cargo del equipaje y los siguió sin hacer una sola pregunta, aunque estaba rabiando por decir algo. Etba no la miraba, llevaba la cabeza baja, y, al contrario de lo que podía parecer, no se encontraba mal, no más que cualquier otro momento de su vida los últimos cuarenta años. En cuanto se sentó en la cama, sintió la necesidad de recostarse y se quedó dormida. Rasp echó las cortinas y Cecile salió de la habitación cogiéndose el brazo izquierdo sobre el vientre como si le doliera. La expresión de la cara de la nuera era de dolor, pero siguió en silencio, y el olvido y el silencio nunca son inocentes. Tal vez Cecile se sentía culpable por en todo aquel mes, había intentado no pensar en ella, creer que nunca volvería y que podría pasar página sin más. Cecile tenía la concepción estética del mundo de los adolescentes, y cualquier cosa que pudiera afear su vida, le producía un rechazo inmediato. Esa noche Rasp tardó en conciliar el sueño, estaba inquieto porque al día siguiente tenía una entrevista por una oferta para cambiar de club, pero también porque iba a ver un médico y hacerle una consulta sobre la enfermedad de su madre. Lo mejor de ser hijo de Etba era que podía ocuparse de ella, o al menos eso era el pensamiento positivo que intentaba sacar de cuanto acontecía. El doctor lo miró atentamente y examinó algunos informes antiguos que guardaban en casa acerca de la enfermedad. Se los tendió de vuelta señalando que no hubiese sido necesario, que estaba muy claro y que si quería volver al día siguiente con su madre para que la examinara lo haría, pero que todo indicaba que se trataba de un caso irreversible, con un claro y elevado componente psicológico, y que esos ataques la acompañarían hasta su muerte. Añadió que era una enfermedad muy rara, pero con peligros similares a los de la epilepsia, es decir, que nadie podía saber en que momento volvería a derrumbarse. La epilepsia por su parte estaba muy relacionada con el estrés y una alimentación adecuada ayudaba a que as crisis se espaciaran, hasta llegar a desaparecer en algunos casos. Si su madre encontraba el motivo de su ansiedad, es posible que consiguiera controlar los ataques. Era lo mismo que ya le habían contado otras veces, cuando su padre había recorrido todo tipo de clínicas privadas en busca de algún resquicio sobre el que se pudiera colar una solución. Sentía una cierta envidia sobre aquellas personas que conocía que tenían familias sanas, sin médicos y medicinas por medio, sin preocupaciones de este tipo, y pudiendo afrontar nuevos retos. Al menos nadie podría decir que no se había preocupado, y que tomando por normal lo que evidentemente era un anormalidad, se había acostumbrado a la enfermedad y no había intentado una vez más encontrar una solución. Rasp llegó a casa y se sentó en un sillón, todo estaba en silencio. Pensó en Raulo, y como había derivado todo. Aquel silencio prolongado, al que se entregaba su padre, tenía todo el aspecto de un insensible desinterés. Pero en seguida intentó ser positivo, y se dijo que si no había llamado ni se había preocupado por ellos era porque tenía ocupaciones que se lo había impedido. No podía ser por miedo a un rechazo, ni por haber tomado una decisión resentida y precipitada acerca de la fiabilidad


de sus afectos. “Si no llama, es porque tendrá sus propios problemas, porque se halla cambiado de ciudad o porque le hallan propuesto algún trabajo muy lejos que lo tenga muy ocupado”, se dijo. El divorcio de sus padres lo obligaba a tomar decisiones, a ser crítico, a posicionarse, y nada de eso le agradaba. Ya no era ningún niño, y su mundo había cambiado por completo. En aquel momento, le quedaban muy pocas cosas a las que aferrarse. Los años pasaban y no iba a poder seguir indefinidamente comportándose como un adolescente. Al día siguiente, después de la infructuosa visita al médico, antes de que pudiera cambiar de idea, llamó al taller para saber si su padre seguía trabajando allí y preguntó su domicilio. Él estaba trabajando en ese momento pero no quiso hablarle. No lo había vuelto a ver desde que hiciera sus maletas y saliera por la puerta, pero no había dejado de pensar en él, aunque lo hubiese deseado en más de una ocasión. Uno de aquellos días se decidió a hacerle una visita. Vivía solo, y escogió un momento en que pudiera encontrarlo en casa y pudiera presentarse sin previo aviso y no tener que darse la vuelta por haber actuado de una forma tan impulsiva. Le abrió la puerta y no supo como actuar, quedó sorprendido, se saludaron y le pidió que pasara sin ningún signo de haberse alegrado de verlo; sin abrazos, sonrisas, o excitación alguna. “Esperaba encontrarte en casa”, le dijo. Él le ofreció un refresco y se sentaron en dos sillones al lado de una ventana. Le ofreció unos dulces que había comprado de camino como una forma de aclarar que sus intenciones no eran las de discutir acerca de lo ya pasado, pero eso tampoco lo tenía muy claro. Raulo lo miraba fijamente esperando algún tipo de reproche, con la cabeza alta y los ojos bien abiertos. Si Rasp se hubiera vuelto invisible, por algún motivo sobrenatural lo hubiese mirado del mismo modo y hubiese sido capaz de seguir sus movimientos. No parecían tener prisa, aunque estas situaciones no suelen ser cómodas y suceden con más frecuencia de la que posiblemente creemos. No son situaciones deseadas por nadie, pero, sin duda, Raulo lo tenía que estar pasando mucho peor. Lo había superado en todo, mejor deportista, mejor hijo que él nunca había sido, y por lo que parecía con menos errores lo que lo hacía mejor persona. Pero aún era joven y la vida pasa facturas que son difíciles de interpretar. Un padre desea lo mejor para su hijo, y que lo supere en todo, pero era pronto para saber cuales iban a ser sus errores, y pudiera parecer si él estuviera escribiendo estas lineas, que ponía en duda la capacidad de Rasp para superar esos errores. La vida no se escribe con trazo claro, nadie es tan bueno, nadie es tan transparente. Considerando que todo era según como se quisiera ver, la intención contaba. No había ido hasta allí para hablar de los problemas, ni siquiera para hablarle de Etba y su enfermedad, sólo quería conversar un poco, sin pensar que se trataba de un ogro indomable. El universo podía ser bello o frío como una roca del polo, según desde donde se viera, y posiblemente el universo más hermoso se veía desde la tierra, una noche limpia de luna llena en buena compañía. Con los seres humanos pasa algo parecido, todos somos hermosos y vulnerables, pero depende en la posición que nos pongamos para llegar a esa conclusión. No había hecho muchos planes para llegar hasta allí y le sabía a poco, quería poder confiar en él y que alguien ñe devolviera el aprecio perdido. “Me alegro de que hayas venido”, esas fueron sus palabras, pero la tensión no se rebajaba. “Sí, todos deberíamos alegrarnos, pero no resulta fácil. Estas cosas llevan su tiempo. Pero es mejor empezar a quitarle importancia, antes de que se monte una gran bola y no seamos capaces de moverla. No sería bueno que pasaran los años y nos fuéramos a morir como desconocidos” Todo discurría dentro de la normalidad hasta que Raulo le preguntó si se iba a quedar mucho rato, que no lo estaba echando, pero había quedado con Berenica para tomar algo y que pretendía pasar la noche en su casa; esto último lo dijo guiñando un ojo de complicidad. En ese mismo instante, el padre se desdibujó y apareció ante sus ojos un mecánico desconocido, posiblemente dado a la cerveza y las películas baratas de gasolinera. Todo esto sucedió en una fracción de segundo, lo que sumado a la desconfianza de la que provenían, la que Rasp había pretendido superar con su visita, acentuaba el arrepentimiento por el paso dado. A pesar de todo hizo algo de tiempo, comentándole que todos estaban muy bien, que les iba de maravilla y que el futuro era prometedor, no sólo por sus resultados en el fútbol -esto último era lo único cierto de su discurso-, sino porque la vida familiar parecía marchar de lo mejor. Ni un gramo de condescendencia habría a partir de aquel momento. Si


hubiera planeado la visita para urdir un elaborado engaño, y así intentar causar a su progenitor algún tipo de pesadumbre, no lo hubiese hecho mejor. Había dejado su abrigo colgado en el perchero al lado de la puerta, y mientras hablaba no dejaba de mirarlo, como si deseara que saliera volando y pasara delante suya para que pudiera echarle mano y anunciar su despedida. Pero no, iba a necesitar alguna excusa para levantarse y acercarse a la salida, tomar el abrigo, ponérselo bien abrochado y salir como si lo estuviera esperando el presidente de la federación de fútbol. “Lo he estado pensando todo este tiempo, no creas que no lo hago. Sé he cometido muchos errores en mi vida, y eso me mortifica. Lo sabrás cuando tengas mi edad. Se piensa mucho en como hubiesen sido las cosas si no hubiésemos tomado aquella decisión, o si, al menos, nos hubiésemos equivocado menos. Es por eso que me alegra que estés aquí, no me gustaría envejecer pensando que no quieres volver a verme.” Raulo, hablaba sin saber que al hacerlo hacía incurrir a su interlocutor en un río de contradicciones. Parecía querer hacerle entender que unas cosas importan más que otras, y que ser su padre iba a importar siempre. Rasp intentaba imaginar qué parte de aquella mente deseaba una vida tan caótica como la que parecía llevar, y qué parte decía respetar los lazos familiares a pesar de todo. Mientras el mundo siga dando vueltas los desencuentros con los hijos se moverán en la dermis entrando y saliendo por los poros a su antojo, llenando el espíritu y erizando el vello con un sarpullido en cada rechazo. Y sin embargo, todavía estaba dispuesto a ser juzgado, Rasp estaba en su derecho y podría mostrarle su desprecio, se lo tenía merecido. Con toda exactitud la escena se iba construyendo sobre los parámetros que deberían haber esperado de antemano, una tormenta de perdón y odio, todo contenido por las mejores formas, por la exquisita educación de los dos. Ras hubiese haber dicho algo más, pero no quería demorar la parte de aquel encuentro que no entendía, así que lo dio por concluido, se levantó y se puso en marcha, despidiéndose estrechándole la mano, sin besos ni abrazos. Simplemente, ofreciéndole la mano, y diciéndole adiós. Hacía tan sólo unos días, había hablado con Cecile de la necesidad que sentía de ver a su padre, de hablar con él y normalizar sus relaciones. Resaltó en aquella conversación que no pretendía ser indulgente, pues era una necesidad que partía de él, de hacerse bien a si mismo. Y esta conversación no habría tenido la menos importancia si no hubiese llegado a casa, el mismo día de su entrevista, quejándose de como había resultado. “Forma parte de su naturaleza. Es un ser incapaz de calcular como ven otros las situaciones en las que él también está involucrado. Su visión de lo que le rodea, con sus intereses, su egoísmo, sus necesidades, sus beneficios y pérdidas, es lo único que es capaz de tener en cuenta. Creo que ya ni se acuerda de ella ni para quejarse.” Era una situación nueva, en cuanto se descubría un aspecto que hasta entonces no tenía en cuenta, la posibilidad de un dialogo fluido con su padre se iba cerrando. Poco a poco iba teniendo claro algunas cosas que le endurecían el corazón. Señaló una y otra vez, durante el tiempo necesario, lo enojado que estaba, para terminar concluyendo que a pesar de todo, la puerta había quedado abierta. A veces no se puede establecer una relación familiar después de las crueldades a las que lleva un divorcio, y más si es el de tus progenitores, pero esperaba, en cualquier caso, poder volver a verlo. Hacia el final de la tarde, Etba se presentó en el salón como una aparición, arrastrando los pies y con la cara con las marcas que se hacen después de un sueño larga sobre una almohada arrugada. Como Rasp no quería que supiera lo de su visita, cambió de conversación inesperadamente, y continuó hablando de los libros que había visto en el escaparate de una librería y que según dijo le gustaría comprar. Seguía su argumento añadiendo que se trataba de un lugar nuevo, y que parecía muy acogedor. Cecile no sabía si interpretar que, en realidad, le estaba sugiriendo que se los regalara, solía emplear ese tipo de estrategias cuando quería algún capricho. Desde la puerta cerrada del balcón Etba veía a los vecinos volver a sus casas y a las farolas encenderse ante la inminencia de la noche. Repasó mentalmente los nombres de los vecinos que veía y conocía. Movía los labios, subió la mano a la altura de la cara y se frotó los ojos. La observaban sin ánimo de intervenir, y porque si le hubiesen hablado hubiese tardado en responder. Perdían la capacidad de anticiparse; invariablemente, fuera cual fuera el resultado de la tarde, deberían actuar sin precipitarse. Se creyeron preparados para manejar la situación sin mirarse a los ojos, guardando el primer silencio. Para ella, responder preguntas cuando acababa de despertar e intentaba recordar sus sueños, la podía


conducir a volver a la cama y caer de nuevo en aquel estado en el que creía vivir una parte de su vida que se estaba perdiendo cuando estaba despierta. Etba Rivetta se volvió y los miró como si nos los conociera. Acordaron no discutir esa noche, y a Rasp se le puso un dolor de cabeza que no esperaba. Otras veces había padecido de inesperadas jaquecas y se preguntada si algún día una enfermedad como la de su madre se manifestaría hasta impedirle vivir libremente. No era el hijo perfecto que pretendía, por lo tanto no tenía derecho a pedir explicaciones. Tenía las emociones a flor de pie, y comenzó a quejarse de su falta de compromiso y su incapacidad para resolver los problemas que se les iban planteando. -No estoy satisfecho de mi, ni mucho menos. Me hubiese esforzado si fuera de otra forma, sin embargo, soy como soy y como me he ido haciendo, y eso ya no se puede cambiar. Tengo la impresión de haber engañado a todos por no contar la verdad del rendimiento deportivo, se trata de un remordimiento recurrente. La relación del equipo con los reconstituyentes y las drogas es imperdonable, pero nos amparamos en la excusa colectiva. Cuando intento no fallarle a los míos me estoy carcomiendo por no haber podido ser mejor, y por tratar de evitar los peores resultados. Nos encontramos en un momento muy difícil, y no sé si soportaría fracasar también en la vida personal. ¿Me comprendes Cecile? Ya sé que tu crees que no me va mal en mi carrera, pero no soporto la falsedad, y debo mantener mi vida personal a salvo. Te preguntarás que tiene que ver el fútbol con la enfermedad de mi madre, y para lo tiene que ver todo, porque son las dos cosas más importantes de mi vida, después de mi matrimonio. Al deporte ya le he fallado, y no sé como recomponerlo, y no le quiero fallar a ella. No quiero más abismos en mi pasado. Rasp pasó mala noche, no se lo dijo a Cecile, pero aquel día le iban a dar un premio. Nada de fiestas de la federación, al contrario, se trataba de un reconocimiento del vestuario que se concedía al jugador más motivado, o dicho de otro modo, el que más había estimulado a sus compañeros durante el año. En realidad, se trataba de un reconocimiento del año anterior porque ese año aún quedaba mucha liga. Atribuyó su dolencia a las preocupaciones, y a que se le había puesto un interminable y lento dolor de cabeza. Sin embargo, mientras se preparaba un café, creyó que lo superaría en los minutos siguientes y estaría en perfectas condiciones para un nuevo entrenamiento, y para aceptar la celebración después de la ducha. Por un momento tuvo la impresión que dormía poco porque su madre le hurtaba los sueños, ¿de qué otra forma se podría explicar que durmiera por dos personas? En seguida rechazó esa idea. Recordó que Cecile también iba a salir esa mañana para unos exámenes, y Etba se quedaría sola. No era nada extraño, lo hacía con frecuencia y no esperaba ninguna crisis, que de suceder la llevaría a dormir aún más. En ocasiones la dejaban durmiendo a primera hora de la mañana y cuando volvían a mediodía, seguía exactamente en la misma posición y con la misma profundidad en su respiración. Nada más salir de casa comprobó que no olvidaba nada, palpó la bolsa en la que llevaba sus zapatillas de deporte, y revisó un pequeño discurso que había apuntado en un papel. No le gustaba dar discursos, y menos en un vestuario cubierto de camisetas sudadas, pero esperaban que dijera unas palabras y lo iba a hacer. Al llegar al campo se tomó un refresco en la barra del bar de la entrada. Esperaba en vano que llegara algún compañero, porque no había visto el reloj y ya todos habían entrado y se estaban cambiando. El camarero que era conocido le previno porque se dio cuenta de que estaba desorientado. Temió “dar la nota” en un día tan indicado y si no se daba prisa, llegaría cuando ya todos estuvieran corriendo y dando vueltas al campo, que es lo que solían hacer de calentamiento. Esa parte no se la excusarían y tendría que hacerla solo mientras el resto seguían con su programación. La única solución que vio, fue entrenar con el chándal que llevaba puesto. No fue un buen día. En un momento se empezó a sentir mal y tuvo que retirarse. En el vestuario vomitó, y lo atribuyó a un principio de gripe, pero esperó y dio su discurso antes de volver a casa. Había un silencio total y nada parecía fuera de lo normal, otras veces había encontrado la casa en silencio, sin un ruido en la cocina o en el baño, sin televisión o radio, sin conversaciones. Supuso que su madre dormía y tomó precauciones para no molestar su sueño. Caminó despacio, dejó los


objetos que portaba, la bolsa de deporte y las llaves, con extrema suavidad. Se sorprendió al ver a Cecile también durmiendo echada sobre la cama de matrimonio, se quedó mirándola desde la puerta intentando no ser descubierto. Sabía que si se mira insistentemente a una persona dormida se la puede despertar y bajaba la mirada al suelo, y la volvía a mirar. Había visto aquella habitación un millón de veces, la había ocupado, la había sentido, había dormido en ella, y aquellos escasos veinte metros cuadrados, ahora como nunca, parecían respirar. No era una casa grande, pero el salón se interponía entre las dos habitaciones y eso les daba una somera intimidad. Probablemente había secretos que quedaban así bien guardados. Tras aquel mal día, había deseado por encima de todo estar de nuevo en casa, y seguía sin apartarse del marco de la puerta de la habitación, como si el aire expulsado por los pulmones de Cecile, el aire templado de una respiración plácida, concediera a la estancia un halo de natural solemnidad y paz. Era la primera vez que sentía algo así y no podía saber si lo volvería a sentir alguna vez. Inmediatamente entendió que si seguía contemplando aquel cuerpo femenino dormir, si permanecía allí, no era para hacerse preguntas acerca de la lógica y el por qué de las cosas. Cecile tenía, más o menos su edad. Solía mirarla fijamente cuando hablaba con ella, y ella respondía con una atención similar. La conocía, la había amado y poseído tantas veces que se había convertido en delicada costumbre, ¿a qué venía aquella sensación de estar respetando el sueño de una virgen? Cecile era atractiva, y realzaba sus formas con ropa muy ceñida, pero detrás de una apariencia superficial se escondía un fuerte carácter. No era muy habladora pero cuando abría la boca todos el mundo la escuchaba; sabía hacerse respetar. Era el tipo de mujer que crea inseguridad cuando observa a un desconocido, y sin embargo a los que van a su lado les sucede lo contrario, los ampara y los cubre de una pátina de respeto. Los cuadros de la habitación los había escogido ella, y parecía que tenía el don de alegrar cada estancia, porque eran cuadros de flores, vistosos pero con predominio de blancos. Tal vez eso conjugaba adecuadamente con lo visillos de las ventana, pero Rasp no entendía demasiado de esas cosas y procuraba no darle demasiadas vueltas; ella se encargaba de la decoración y punto. Al abrir la puerta había dejado entrar la suficiente luz para hacer sombras, pero no tanta como poder entrar sin tropezar con alguna cosa. Cecile había echado las persianas para poder dormir en pleno día, como si de repente hubiese sentido la necesidad de saber lo que sentían las mujeres que hacían eso. Sabía que algunas mujeres, en algunos momentos de depresión, incapaces de huir de otra forma, desertaban de todo, se echaban a dormir en pleno día y no querían hablar con nadie, ni siquiera con su marido o con sus hijos. Pero, aún sería más alarmante, que deseara imitar a la madre de Rasp, o que creyera que podía existir algún tipo de relación entre el sueño que ella sintiera y el de su suegra. En la calle había empezado a llover, y en la casa había una temperatura que invitaba al reposo. Todo parecía haber sido planeado para el propósito de dejar irse la tarde sin oposición, sin añadir las objeciones que buscan la utilidad de todas las cosas en cualquier tiempo. Contempló la escena como una pintura a la que debía añadir el hormigueo de la lluvia en las ventanas, aquel picoteo fino que le hubiese pasado desapercibido con sólo entregarse a una conversación, o llenando la casa de voces de una televisión olvidada en el cuarto paralelo. El color desigual de las paredes también era un capricho de Cecile, lo veía más moderno, y según decía más práctico a la hora de pintar, pero él tenía sus dudas. Intentó recordar si aquel día había dicho algo inconveniente. Alguna de esas cosas que se dicen sin pensar y de las que no se espera ninguna reacción, y sin embargo, caen como un bomba modificándolo todo. ¿Podía ser posible que algo así hubiese sucedido? ¿Qué hubiese dicho algo inconveniente sin haberse dado si quiera cuenta? Lo que acababa de argumentar tenía el peligro añadido de una imaginación desbordante, y no quería ponerse en la situación del que ve como su mujer se contagia del sueño de su suegra y que a partir de entonces, cada día, al llegar a casa, las encuentra a las dos dormidas y ausentes por completo de él y de su mundo. No obstante, su alarma cesó, Cecile se movió ligeramente, su sueño era ligero y estaba seguro de que la despertaría y se levantaría si intentara acercarse a la cama o si le hablara. Al haber llegado inesperadamente se encontró una escena que no esperaba, porque no contaban que después de su premio y su discurso no hubiese salido con el resto de chicos a celebrarlo. Pero no estaba bien, lo atribuyó a una gripe, volvió a casa sin previo aviso y quedó paralizado por la idea de que el mundo se redujera, de pronto, a una interminable


somnolencia que despreciaba cualquier innovación, adelanto tecnológico y progreso científico o filosófico. Aunque algún hombre fuera capaz de descubrir el razonamiento que le diera sentido a la existencia, o también, aunque el presidente del parlamento europeo hubiese anunciado una campaña para acabar con el hambre en el mundo, hubiesen seguido durmiendo. No se trataba más de un acto de rebeldía poética que de egoísmo, porque según entendía, la poesía hace falta una mirada poética para interpretar casa situación y cada cosa bella, pero esa mirada surgía de un tipo de hombre capaz de sincerarse consigo mismo, enfrentarse a sus máscaras y plantarse ante los demás tal y como es. Echarse a dormir era dejar que les importara cualquier cosa que la gente pensara, y en ese sentido, dando valor a su propia rebelión, se incluían en la relación poética de los que renuncian al mundo y lo que interesa a todo, imponerse. Respiró hondo, se puso la mano en al frente y la frotó bajándola sobre la cara hasta cogerse la mandíbula entre la palma y el pulgar. Volvió a respirar, y esta vez se frotó los ojos con fruición. Eso podía ser debido al escozor que sentía, pero se hacía el duro y se decía que era debido al cansancio. E esa hora solía salir a dar un paseo, pero no quería hacerlo sin avisar que se ausentaba, que en ese momento despertara Cecile y se sintiera sola, con la noche caída y presintiendo que a él no le había importado como se encontraba. No era tan despreocupado, ni tan relajado para las cosas que ella le importaban y, mucho menos, para lo que pudiera sentir o le pudiera suceder. Siempre se había tenido por una persona sensible, y siempre había reaccionado ante la desgracia de los seres queridos. No sabía lo que estaba pasando, ni a que se debía aquella escena de sueño colectivo, si era una enfermedad, una depresión, alguna noticia recibida que la había postrado, o simplemente que le había apetecido tumbarse un rato y había caído en un sueño profundo. De cualquier manera, no pensaba despertarla, tendría que esperar y no impacientarse. De nuevo volvió a estar tentado de acercarse a la cama y mirarla de cerca, observar sus ojos, si había marcas de haber estado llorando o alguna otra cosa y por segunda vez rechazo la idea por miedo a despertarla. Se desplazaba en la inquietud de no entender, de sentirse también enfermo y de creer que todos podían tener síntomas parecidos, pero también lo contrario, que estaba exagerando, que todo se reconduciría y que el día siguiente lo vería más claro y limpio. En el desayuno, Cecile pone interés en que todo esté muy ordenado. Coloca la cafetera y la luche en el centro de la mesa del salón, y a continuación pone tres tazas, pan y mantequilla, pero sabe que probablemente Etba no se levantará -lo hace arias veces al día, come, se asea un poco y vuelve a la cama, pero con horarios tan diferentes como extraños-. No parece recordar nada del día anterior, porque cuando al fin Rasp se fue a la cama, ella no se despertó. Muestra su blanca dentadura absolutamente convencida de ser la mujer que cualquier hombre pudiera desear en una mañana así. Por supuesto que puede convertir aquel principio del día en algo memorable, ya lo ha hecho otras veces. Desde que ha comenzado el show no ha dejado de pasearse semidesnuda delante de Rasp, y eso no es una novedad para él, pero sabe cuando ella lo hace maliciosamente. También es verdad que cuando el la observa disimula y desaparece tras la puerta de la cocina con la excusa de ir a buscar tal o cual cosa, eso ayuda a que el piense en otras cosas. La estrategia no es demasiado elegante, y si le preguntara a él, y si el decidiera responder sinceramente, sabría que resultaba torpe en ese juego, pero no sucederá. Termina por sentarse a su lado y empiezan a conversar. Ella quiere contarle algo de su profesor, cosas que le dice y que la hacen sentirse muy coqueta. En realidad, ya le ha hablado de ese tipo otras veces, y él lo considera un mediocre por ponerse así en sus manos. Después de todo,ella le está contando a su marido lo que otro hombre le dice, ¿eso no lo convierte en un estúpido?, ¿qué esperaba, que ella le guardara el secreto? Eso si que hubiese sido sorprendente. Después de un momento de silencio vuelve a hablar de él, y lo nombra como “ese profesor”. “Él es como es, y me dice que soy de una inteligencia mediterránea. No entiendo todo lo que me dice pero no me lo tomo a mal, porque creo que busca estimular una parte de mi que considera dormida”, casi se arrepintió de haber dicho algo semejante, porque aceptaba varias interpretaciones y alguna de ellas no era muy adecuada. Por un momento creyó que se iba a venir abajo, aquel optimismo no era muy creíble. Entonces, sin haberlo esperado, guardó silencio durante casi un minuto, y lo miró fijamente. “¿Estamos perdiendo una parte de nosotros? -ya no hablaba del profesor-. Parece que te da igual, tu seguirás adelante con tu vida y tus cosas. Nada parece afectarte


y eso me descoloca. En cierto modo debe ser cierto que hablo demasiado. También en eso voy a tener que darte la razón.” Podría hablar hasta el infinito si acabara de llegar y se creyera sola, pero su suegra siempre estaba allí, y nunca se sabía si dormía o simplemente estaba, como una presencia que no siempre se sospecha. Hubo un nuevo momento de silencio y ella a continuación se retiró a la habitación y lo dejó solo. Entonces, Rasp se quedó mirando a través de la ventana, transido, con la taza de café muy cerca de los labios estiró las piernas y dejó volar la memoria hasta un momento de su juventud en que había salido para un paseo con su mejor amiga. Era una compañera del instituto que se hacía mechas en el pelo, y a aquella edad era extraño que las chicas se tiñeran el pelo intentando parecer mayores de lo que eran, pero las mechas le daban un aire muy maduro. Había chicas capaces de ponerse colores increíbles para le pelo, como rosa, o verde, pero mechas con brillos rubios sobre un pelo castaño, no era a lo que solían aspirar a su edad. Se fueron al centro de la ciudad andando, un lugar donde había una cafetería cada dos portales, y así toda la calle. Algunas con dos puertas eran la misma, unidas por un pasillo interior, otras estaban llenos de ancianos, y otras ofrecían especialidades de bollería con chocolate. Cada vez que se paraban delante de una de aquellas puertas atiborradas de fumadores y niños jugando, ella hacía un mohín, y comentaba algo que la desagradaba, así que seguían andando en busca de otra cafetería que realmente les sedujera. El rumor de los cuerpos y las conversaciones en un día de fiesta, lo llenaba todo. Y cada vez que él pensaba en que clase de lugar la podía hacer sentir a gusto, volvía una y otra vez al presentimiento de encontrarse ante alguien que se creía tan selecta que no podría pasar aquella tarde agradablemente, si no le invitaba a un sitio poco concurrido y posiblemente, caro. No hablaban de otras cosas, no encontraban un tema de conversación adecuado, pero ella encontraba las palabras adecuadas para comentar la puerta acristalada de cada uno de aquellos sitios. Rasp no pensó que Cecile podía estar esperándolo, y que había algo más, si en los minutos siguientes no acudía a su encuentro, ella iba a entender que no le importaba. Desde luego, aquella chica del instituto que retenía en su memoria como el perfume evocador de un cabello sano, no tenía mucho que ver con su mujer, pero había dejado volar la mente hasta recoger mecánicamente, y salir por la puerta robotizado. Había perdido la expresión de su cara, no miraba a nadie. Solo caminaba, una paso detrás de otro, sin mirar a los transeúntes con los que se cruzaba; podría haberse cruzado con la chica en la que estaba pensando y ni haberla reconocido. Intentaría en vano aquella mañana, comprender la profundidad de la herida que había causado, y de la que en tal momento empezaba a ser consciente. Se concernía de cualquier hecho que, aún en el peligro de lo que se realiza de forma inconsciente, lo había llevado hasta el borde la crisis matrimonial. Tan sólo hacer las cosas bien había sido su finalidad, pero estaba más claro que nunca que sus intereses eran disparejos y buscaban la felicidad por caminos que en nada se asemejaban. Juntos había vivido los avatares más insólitos los últimos años, habían asistido al nacimiento de nuevas ilusiones, y por el contrario, se habían enfrentado a nuevas contrariedades, y debía insistir en eso, si de todo ello, algo no había compartido en su resolución, nunca había partido de una premeditación consciente que pudiera causar un dolor en Cecile que, no por oculto, menos importante y a tener en cuenta.

4 Reptar Sin Aliento Habían discutido otras veces, y se había dado cuenta de que sus diferencias eran cada vez


mayores, pero hasta ese momento no le habían parecido insalvables. Asistido, en el nuevo tiempo que se habría después de su separación, por la ineludible tarea de ayudar a Etba, los fantasmas de la depresión se fueron corrigiendo. Lo que para otros hubiese sido un derrumbe, él lo convirtió en actividad desenfrenada para salir adelante en aquella difícil situación. La casa materna, en aquel año de matrimonio, lugar de paso y asumida provisionalmente, volvía a convertirse en su propia casa. Por algún motivo se sentía inclinado a permanecer el tiempo que hiciera falta, nada de prisa ni ansiedades por volver a cambiarlo todo, o esgrimir nuevos planes. Ya no estaba entre sus ideas aquella que propusiera Cecile de tener su propia casa, aunque eso supusiera llevar a Etba con ellos. Esa y otras, en realidad, eran planes e ideas compartidas, no del todo suyas. Durante meses, después del primer año de matrimonio intentaron enderezar sus aspiraciones, o quizás se trataba de las aspiraciones de ella. Puede que en el fondo, la separación, a pesar de todo lo que le había costado renunciar a su matrimonio, le serviría para llegar a conocer cual era su forma de pensar, cuales de las ideas del último año eran suyas, o si simplemente habían constituido un ejercicio de acuerdo y aceptación con la otra parte. Hay razones para creer que Rasp no había puesto demasiadas objeciones cuando ella le dijo que la fatigaba y le propuso separarse. Hacia mediodía ya se habían puesto más o menos de acuerdo, sin una discusión ni una palabra malsonante. Otro en su lugar, es posible que hubiese esperado algún tipo de explicación, pero él sabía que ni siquiera una bronca hubiese sacado otra idea que la que se hacía presente y se deducía de sus palabras; ella quería otra vida para si misma diferente a la que se estaba planteando. Y como si aquello, que se intuía pero no se decía, fuera de una fuerza obstinada tal que nada, ninguna apelación a los buenos propósitos o, al sentido de compartir todas las responsabilidades, o cualquier otra cosa que pensara que podrían mejorar, podría hacerla cambiar de idea, resultaba también inútil entrar en agrias discusiones sin fin. Nadie que lo hubiese visto esos días podría decir sin mentir que no estaba apesadumbrado, o que no daba la impresión de sentirse derrumbado. No podía evitar que las cosas fueran como eran y no iba a eludir las miradas, los comentarios y algunas mofas de sus declarados enemigos. En ese estado de cosas, no tuvo, sin embargo, la intención de pasar página sin demora y seguir con su vida como si nada. Nos pasamos la vida haciendo cálculos, y cuando sucede algo importante que realmente lo cambia todo, para bien o para mal, no lo vemos llegar. Una y otra vez, en sus momentos de soledad, intentaba poner orden en sus pensamientos, pero nada de lo que le sugería su situación, ni sus planes ni sus pensamientos, eran precisamente consoladores. Así pues, si cumplía con sus obligaciones y permitía que la vida siguiera su curso sin salir huyendo, la realidad era como para echarse a temblar, y en momentos parecidos es donde los hombres deben demostrar la madera de la que están hechos. Y a estos hombres y mujeres, que aceptan las condiciones que la vida les presenta en los peores momentos, se les atribuye el valor de sostener el hecho social con la fuerza de los héroes. No era natural lo que algunos querían interpretar de sus reacciones, y la verdad de su mansedumbre y su dolor. Como los giros del destino imponen con firmeza sus castigos, tenía que seguir pareciendo fuerte. Hubiese preferido tirarse en una cama, no comer, no afeitarse, emborracharse todo el día y negarse a atender visitas, pero, por el contrario, prefirió refugiarse en el deporte, en los entrenamientos y en salir a correr por el parque a las horas más insospechadas. El primer año después de separarse de Cecile fue el más duro, pero no consiguió impacientarlo ni destruirlo, y cuando se encontró un poco mejor afrontaron el divorcio y nunca se volvieron a ver. Sobrellevó las atenciones a su madre, que tenía recaídas pero ya pasaba mucho tiempo haciéndole compañía en el salón. La cuidaba, y ayudaba en lo que podía a la chica que pasaba todos los día para hacerles la comida y arreglarles la casa. Su padre no supo nada por él de aquellos cambios en su vida, y si en otro momento había anhelado que se pudiera dar una reconciliación ya no. A partir de tal momento Etba empezó a ser consciente de que tenía un hijo importante, casi famoso, y cuando jugaba los domingos por la tarde, ella se lo pasaba viendo el partido por la televisión y esperando su vuelta.. Allí nada eran diferente, hasta el punto de que las idas y venidas a la habitación para dormir, se convirtieron en normalidad. Después de vivir un tiempo los dos solos, madre e hijo fueron


sometiendo la tensión de sus pasadas emociones, a una vida plácida y serena. También existía el trajín propio de una casa que necesita un mantenimiento, una dedicación diaria y una preocupación cuando faltaba tal o cual cosa. La vida hogareña estaba forzada por la reclusión de la madre, pero no resultaba desagradable para un hombre que no deseaba pasar página después de una separación. El inesperado choque que le sobrevino después de conocer las intenciones de su pareja, y la asunción de una nueva forma de estar en el mundo, lo creía una forma de purgar sus pecados. Pero la vida familiar, al final concitaba en él buenos sentimientos, lo volvía más sereno, y no le resultaba tan agobiante como en un principio pensó que sería. La descontrolada dinámica de algunos de sus compañeros de equipo, no parecía tentarlo y dejó de ir a fiestas. Los años pasaron y Etba se volvió una anciana prematura, hablaba poco y dormía mucho. Para los vecinos seguía siendo la misma de siempre, con su “problemática”, la que todos ya conocían. Su comportamiento distaba mucho de problemático, pues apenas salía, pero cuando, en ausencia de su hijo, se había encontrado a alguien a la escalera, y había parecido tan desagradable por no contestar a un saludo, se había limitado a huir y dejar a los peores protestando y maldiciendo por lo bajo. Para algunos vecinos era imposible comprender que ese comportamiento se debía a un estado mental que derivaba de su enfermedad, y se creían ultrajados por el trato recibido, pero a ella le daba igual. El gradual deterioro de sus funciones físicas y falta de fuerza, la llevaban a pasar con frecuencia por el servicio, y en ocasiones a no llegar a tiempo, Rasp adivinó que en los años siguientes todo se iba a complicar demasiado. Durante aquellos años, el jugador tuvo algunas lesiones graves, y su carrera se truncó, cambiado una y otra vez, hacia equipos más humildes. Pero si le veía el lado positivo, eso le permitió seguir llevando la misma vida anodina de siempre, porque si su carrera lo hubiese llevado a fichar por equipo importante, posiblemente hubiese tenido que cambiar de ciudad, o incluso de país, y eso le habría planteado el problema añadido de llevarse a su madre con él, o internarla definitivamente en una residencia geriátrica. En su vejez se le daba por pedir todo tipo de caprichos, si bien era fácil de contentar porque se trataba de cosas simples y propias de su edad, como camisones, zapatillas, dulces, té de una determinada marca o tabaco. Rasp salía a propósito a horas avanzadas por darle el gusto, pero ella no parecía agradecerlo especialmente y su carácter se iba volviendo difícil y huraño. Inútilmente luchaba la anciana contra su dolores y achaques, y las piernas empezaban a fallar lo que la hacía moverse con lentitud y torpeza. -Madre, sería bueno hacer otra revisión. Ir al médico nunca está de más -le pidió Rasp en una ocasión. -Ya estoy muy mayor para empezar ahora a aceptar tu autoridad. -No se trata de eso. Lo digo por tu bien, te queda mucho que vivir, y debes hacerlo en las mejores condiciones. -Si yo decidiera que lo necesito lo haría. No me agrada que te preocupes tanto por mi hasta el extremo de hacer que haga cosas que no quiero hacer. Cuando tengas mi edad comprenderás muchas cosas. Se cambia mucho, no sólo por fuera, la forma de pensar toma extremos que muchos no entienden. La vida nos hace sufrir mucho, y nos ganamos descansar. -Lo comprendo; pero otros también han pasado por dificultades y son fuertes para seguir haciendo lo que deben en cada momento. Y creo que ahora lo que deberías hacer es una revisión médica; nada del otro mundo. Son pruebas sencillas -Rasp sabía que era una batalla perdida pero quería intentarlo. Se mueve hacia una silla y se sienta para verlo como se mueve alrededor de la habitación. Como otras tantas veces se vuelve una y otra vez sobre sus propios pasos. Apenas se da cuenta, pero es una situación repetida que ella hace posible cuando se muestra receptiva a conversar. Por momentos similares, van encontrando aspectos comunes de la existencia que les hace posible seguir


sintiéndose madre e hijo, y convivir con sosiego. Concluye la discusión dejando bien claro que no piensa volver al médico hasta que se encuentre realmente mal, lo que supone tanto como decir, hasta que ya no tenga solución. Acaba de descubrir que se ha arreglado más de costumbre, se ha puesto una bata de raso que el recordaba haberle comprado, pero que no había estrenado hasta ese momento. Se ha arreglado el pelo, y le parece que lleva algún tipo de maquillaje, pero no puede asegurarlo a pesar de su extrañeza. Se muestra desconcertado, pero le parece un paso positivo, y cree que ella podría empezar a salir de su estilo de vida, de su encierro y de su depresión, si se arreglara cada día. Mostrar interés por la vida y el aspecto que se representa en ella, sería un paso adelante. Tal vez, esta vida que se nos presenta provocando, cubre las paredes de su laberinto con enfermedad, vejez, delirio y muerte. En este marco nos movemos veloces hasta desaparecer, acosados por la exigencia de descubrir un secreto que nunca existió en un tiempo insuficiente: los parámetros de una ecuación absurda. Concebimos la existencia como un acertijo supersticioso, seguros de que al fin, alguna generación será capaz de interpretarla y ofrecer la respuesta a la cuestión que se nos plantea. Inspirados por la ciencia quizá encontremos el remedio a todos nuestros males y vivamos cientos de años capaces de recordar aquellos acontecimientos más íntimos de nuestra adolescencia. Y un día, hartos de dar vueltas sin sentido, nos preguntaremos si existe un desplazamiento, que nos perpetúe, una forma de deslizarnos que valide lo que no es más que sinsentido. Ya no vale correr, cuando estas seguro de haber probado todas las ecuaciones. En un momento así apreciaremos que otros hayan muerto creyendo que no tuvieron tiempo suficiente para seguir evaluando y desenredando el comportamiento humano y lo que tiene que ver con la creación y con la esperanza de que la respuesta existiera. Si eternizamos la existencia, desearemos morir cuando decidamos que después de haber relacionado todos los parámetros posibles no existe la necesidad de seguir manteniendo ese absurda investigación de principiantes, inseguros neófitos e interinos. Debo confesar en este punto, que la historia de Etba Rivetta no ha sido sugerido por ninguna historia real, pero se parece a miles de historias que, por corrientes, no son menos eludidas. También Rasp se puede parecer a algunas personas que conocemos, dispuestos a hacer renuncias tratando de aguantar los pilares de su vida. Me limito a sentirme atraído por lo inevitable. Es perfectamente asumible que nadie quiera obsesionarse con los finales, porque eso es tan sólo una parte de la historia que deben vivir, y utilizan con este fin, entregarse a todo tipo de entretenimiento que les ayuden a evadirse de la realidad. El trabajo, el fútbol, el cine, la cultura, la política, la guerra, etc., a mis ojos, no son más que la necesidad apremiante que el hombre tiene de evadirse de la vejez, de la enfermedad y de la muerte. A lo sumo, Etba llegaba a contemplar su paso por todas las cosas desde la perspectiva de su amor perjudicado. Su hijo era capaz de oponerse a sus recuerdos, pero se resistía a contarle acerca de Raulo, de como le iba la vida, de si era feliz, y de los contactos que alguna vez habían existido entre el hijo y el padre ausente. Era preciso resumirse de alguna forma, llegando más lejos de la enfermedad o del amor que le dedicaba su hijo con sus atenciones. No diría que desde mi atalaya de constructor, que ella se estaba volviendo loca. Eso sería tanto como intentar justificar todo lo que va mal en el mundo, todo lo que se tuerce sin motivo y todo lo que se rompe definitivamente sin posibilidad de enmienda. En nombre del dolor ella debe retener la cordura y devolverse todas las preguntas a las que no le encontraba respuesta. De todas las vueltas que le demos a un mismo tema, a una misma historia necesariamente tendremos que encontrarle algún tipo de enseñanza. Por muy torpe que yo haya sido en la exposición el lector debe verlo como un muro infranqueable, porque la intención es que funcione como las sombras de un trapecio, discurriendo entre los cuerpos y las cabezas que se vuelven hacia lo más alto discurriendo espontáneas como el asombro, deseando formar parte, aspirando a volar. Todos los cuidados no parecía suficientes, y los giros de humor de Etba eran cada vez más frecuentes e inesperados. Debería valorar como habían ido las cosas en los últimos años, porque todo había funcionado a su favor, pero no lo hacía. La chica que los asistía en la casa no era muy habladora y parecía no caerle bien. Por todo ello Rasp pasaba mucho tiempo en un club local en el


ayudaba al cuerpo técnico sin ningún cargo concreto o que se pudiera definir de alguna forma. Hubo un momento en que sintió la necesidad de hablar con ella, eso fue cuando empezó a trabajar, pero la chica se empeñaba en contarle dramas de su familia y bastante tenía Etba con lo suyo, así que fue dejando de comunicarse con ella, y había llegado un momento que evitaba su presencia, yendo de una habitación a otra cuando la chica estaba en casa. Debemos ponernos en el lugar de una mujer mayor, enferma, abandonada por su marido y decepcionada del mundo y sus amistadas. Pero, aún después de ese ejercicio, debemos tener en cuenta que todo podía empeorar. Si ella se empeñaba en no colaborar con la situación familiar, Rasp se podía encontrar realmente en apuros. Un día, regresó a casa a última hora de la tarde. Fue uno de esos días raros en los que se hubiese quedado a dormir en el gimnasio, y que paró a tomar unas cervezas para hacer tiempo. Todo estaba en silencio, y no encendió la luz inmediatamente porque pensó que Etba podía haberse quedado dormida en el sillón del salón. Desde la entrada del salón podía ver la débil luz de la lamparita de noche que llegaba desde la habitación y el murmullo de una radio a muy bajo volumen. Esta vez entró en la habitación, se había quedado dormida con las gafas puestas y un libro caído sobre el pecho. Apagó la luz y volvió sobre sus pasos para sentarse y coger algo de aire. Pero cuando llevaba unos minutos sentado en silencio un olor a podrido le llegó de la cocina y se levantó para ir a ver. Al abrir la puerta un golpe de aire caliente y aquel olor lo golpeó. Entonces se percató que nadie había sacado la basura en los últimos días y que en una de las bolsas había carne con gusanos y fruto enmohecida. ¿Qué es esto? Se preguntó. Algo estaba sucediendo que se escapaba a su control. Cerró las bolsas y tuvo que apretar el plástico grasiento para obtener dos puntos solventes, con las que poder hacer un nudo. Todo estaba cubierto de un líquido aceitoso y no creía poder llegar a la calle sin dejar un rastro en el portal, aún así, se acercó al contenedor y sacó del edificio aquel olor penetrante. De vuelta a casa limpió la cocina y se dio cuenta, por primera vez, que la chica que los asistía en la limpieza hacía muchos tiempo que no pasaba por allí. Más tarde supo que Etba le había pedido que no volviera más, y entendió que sus problemas no eran pocos y que su madre iba a añadir unos cuantos más a puro capricho. Le dijo unas cuantas cosas que de ninguna manera justificaban lo que habían hecho, y peor le pareció aún que insultara a la chica sin motivo aparente. Tuvo que mover a algunos amigos para volver a localizarla y pedirle, casi rogarle, que volviera porque su madre ya era muy mayor y empezaba a hacer cosas extrañas. La muchacha estuvo de acuerdo pero eso le costó un poco más de lo que le pagaba. Es innecesario esforzarse en imaginar lo que sucedería a continuación, porque hasta la mente más obtusa vería venir lo inevitable. Entre los dos hubo buenos momentos de conversación, los debidos a la madre y a su hijo. Momentos que constituyeron una agradable armonía, la esperada convivencia de una misma sangre. Confiados y entregados a largas tardes de conversación no podían suponer que la naturaleza humana era tan caprichosa y que la madre empezaría a volverse reservada y desconfiada. En ocasiones, de forma vehemente e inesperada, se levantaba y se encerraba en su habitación de un portazo, sin mediar discusión o motivo aparente alguno. Esta personalidad resentida era algo nuevo para Rasp, y con la precisión de un cirujano intentó interpretar y manejar la situación, pero no tuvo éxito. Llegó a creer que su madre perdía la noción del tiempo, y, en ocasiones, que no lo conocía, pero nada de eso era cierto. Buscaba entender, descifrar, encontrarle la lógica a aquellas reacciones, y llegó a pensar mezquinamente, que prefería que volviera uno de sus ataques de sueño, y que estuviera sometida unos cuantos meses a la disciplina del sueño. Algo se estaba perdiendo en la dedicación en la que se había entregado, y la naturaleza de los conflictos, cada vez más frecuentes, empezaban a tener consecuencias en la psique de los dos. Y no sólo por el daño de algunas cosas que se decían y se reprochaban, sino por las formas que se empleaban y que terminaban en gritos y lamentos dolorosos. Pero, llegado el momento, después de un tiempo necesario de líos inesperados, Rasp empezó a sentirse molesto con la simple presencia de Etba Rivetta. No soportaba la visión de su cuerpo desplazándose como un fantasma, haciendo sombras, espiándolo detrás de las puertas, o respirando con un pitido desagradable que no podía evitar. Se ponía nervioso, hacía gestos de desaprobación, y cuando no ya no podía aguantarlo salía al bar a tomar unas cervezas confiando que a su vuelta ella ya se hubiese acostado. Etba empezó a sentirse culpable, pero era incapaz de reconvenirlo sin el furor que se esperaba de ella, y parecía como si lo


culpara por haber sido abandonada por Raulo. No se hubiese sorprendido si en un momento ella le hubiese dicho, “eres igual que tu padre”, o algo semejante. Pero no lo hizo. No era locura, pero la vejez estaba deteriorando cada víscera, cada articulación, los ojos, la piel y también cada gramo de masa encefálica, todo seguía el proceso de una uva que se mustia hasta perder toda su esencia. Y parecía, en un contexto tan determinado, que no era consciente del daño que se causaba. El gradual deterioro del cuerpo iba unido al deterioro de las relaciones con el mundo. Todo le parecía mal, todo la molestaba y le dolía, pero no estaba dispuesta a explicar como se sentía, y en cambio, mostraba signos de ese estado con sus reacciones furibundas y sus gritos. Con el paso del tiempo, Rasp pudo comprobar que nada cambiaba, que la actitud no remitía en sus principios y efectos, y la piel se le oscureció, no se cortaba las uñas, el pelo parecía cubierto de una blanca electricidad, los dientes se pudrieron y aparecieron bajo sus ojos una verrugas que le robaban cualquier luz. Hubo un momento en que el hijo paso de apiadarse de su madre y todo lo malo que le sucedía, a verla como un rival del no podía por menos que detestar su presencia. Se acostaba desesperado, apenas podía dormir de un tirón, y creía que no podía hacer nada por ella, pero por la mañana se tranquilizaba e intentaba sacar adelante un día más. Se quedaba pensativo y entristecido cuando bajaba al bar, o cuando acudía al club, y él no se daba cuenta, pero su alma se estaba secando y ennegreciendo como le sucede al alma de la gente que no es capaz de superar sus resentimientos. Por aquel tiempo, Rasp empezó a temer que su madre pudiera salir por la noche de casa, que echara a andar y desapareciera para siempre. Entonces empezó a cerrar con llave y no abrir hasta la mañana. La imagen de llamar a la policía y tener que organizar una brigada ciudadana para buscarla entre los indigentes, muerta en un callejón o en un río, o descubrir algún tiempo después que había aparecido en un vagón de tren sin documentación a muchos kilómetros de allí, le producía escalofríos. No sabía como iba a afrontar el futuro, pero se confesaba incapaz de afrontarlo sin una familia a su lado que pudiera ayudarlo en momentos tan difíciles. Y lo que aún parecía peor, verse a sí mismo con unos más intentando ser aceptado en un geriátrico para futbolistas retirados. Pero no quería seguir pensando en cosas tristes, debía intentar evadirse de alguna manera de esos pensamientos, para seguir enfrentándose al día a día sin obsesionarse. Salió para el campo donde tendría entrenamiento con las categorías inferiores, y afrontaría el partido del fin de semana con ánimo. Si los chicos ganaban el año siguiente subirían de categoría; la vida debía continuar.

1 La Furia De La Luz Deprimida Existen tipos humanos capaces de las cosas más extrañas e inesperadas, se daba perfecta cuenta de que así era, y, al dejar el libro en el suelo ya sabía que otros podían acostumbrarse al cautiverio, pero no él. La primera impresión al ser arrojado al calabozo fue que en algún momento podría salir de allí, pero lo cierto es que se trataba de un lugar cerrado, cuatro paredes de piedra con dos aberturas por donde apenas pasaba una mano y una puerta de metal, del que no había forma de huir y no lo habría conseguido por sus propios medios. Por fortuna no iba a ser necesario, la inexplicable versión del comienzo de la pelea no lo iba a librar de una multa y seguir en el agujero hasta el día siguiente, pero después podría volver a casa. La inaceptable indiferencia que le producía a los guardias su conducta parecía directamente relacionada con gravedad del castigo, tenía cierta experiencia en eso, así que podía soportarlo si no los provocaba. Afortunadamente pudo dormir un


poco, y cuando la luz de un nuevo día coló los primeros rayos por las aberturas en el muro, oyó pasos en el pasillo. “No ha sido para tanto”, se dijo. Se dio prisa en guardar el libro en el bolsillo de su chaquetón y atarse los cordones de los zapatos. “Nunca más aceptaré una invitación para beber con un desconocido”, añadió hablando consigo mismo como si fuera el propósito más firme de los últimos años. Abren la puerta, le entregan su mochila y en un santiamén está fuera del calabozo. Ya se siente mucho mejor. Firma un papel de conformidad y sale a la calle sin mirar atrás. Un guardia bienintencionado le dio algunos consejos para no volver por allí, pero ni se molestó en contestarle. Hablar solo era una costumbre de hombres solitarios, y no le parecía del todo sano. No sabía en qué momento había empezado a hacerlo pero su mujer no parecía darle mucha importancia, las dificultades entre ellos eran de otra índole. No sabe por qué se encaprichó con ese libro, además de que forma parte de un acuerdo con alguien a quien aprecia, no conoce otro motivo, lo lee una y otra vez y siempre lo lleva encima. Esperó a llegar a casa y darle a Erika todo tipo de explicaciones, y después de alguna discusión y un buen aseo, lo abrió de nuevo y se relajó viendo sus letras, perfilando sus figuras y pasando las páginas delicadamente. Unas horas después le llegó el olor a salchichas chamuscadas desde la cocina, era la hora de comer y había estado durmiendo. Erika pensó que era lo mínimo que podía hacer por él, pero enseguida le recordó que debía pasar por la oficina de empleo. Afirmó que no podrían seguir sin un trabajo mucho tiempo, y que ella por más que buscaba tampoco encontraba nada. Hacía un año que vivían con los subsidios, y no era cómodo para ellos, además también en eso se les estaba acabando el tiempo. Estaban en mitad de la tormenta y los dos creían que se merecían que amainara y que la vida empezara a tratarlos un poco mejor. Entendían, conjurándose contra la mala suerte, que merecían algo mejor, pero es posible que Erika pensara que él no se esforzaba lo suficiente. De cualquier forma, no debería culparlo abiertamente, porque según les habían señalado en la oficina no quedaba casi nada y las ofertas de empleo a las que podían acceder exigían cambiar de ciudad, o incluso viajar al extranjero, y por lo tanto no dependía completamente de ellos. Dadas las circunstancias pretender resultados o culparse por no avanzar en las soluciones, podía complicarlo todo mucho más. Se sintió feliz de no haber perdido el libro en la pelea, sentía una prudente admiración por el hombre que se lo había prestado. Una obra dramática fácil de recordar en lineas generales, pero con pasajes intrincados y párrafos interminables. La obra no estaba carente de interés, e insistía en las partes que creía no entender del todo sin terminar de conseguir su propósito. En su género debía constituir todo un referente, pero, justo es reconocerlo e insistir en ello si fuera necesario, él no era un experto. Se negaba a sí mismo la posibilidad de sorprenderse y por eso solía leer cada párrafo antes de ver a Surmiento para releer esa parte. Se limitaba, tal como él se lo había pedido, a hacerlo lentamente, sin prisas, porque prefería una lectura corta pero sosegada, a algo de corrido que no pudiera asimilar como esperaba. Es sobre todo, la ausencia de compromiso lo que mantiene vivas aquellas lecturas. En realidad Surmiento no le ha prestado el libro para que disfrutara con su lectura, sino para que lo llevara encima -le pidió que le hiciera ese favor-, y que le leyera en los momentos muertos que pasaban en el bar cada vez que le apeteciera. Al terminar sus salchichas le costaba desprenderse de la idea de que había pasado tiempo sin acudir a su cita con los licores del bar, lo que sumado a la pelea y el tiempo que tuvo que pasar encerrado, hacía que hubiese pasado más de una semana. Supongo que nunca hay demasiadas pistas cuando se trata de lo que no es agradable recordar, y sobre todo si no se explicita, con el propósito de no mantener el recuerdo, en una malintencionada confusión. Terminó de comer y le vino a la mente la cara abrupta de aquel individuo en un bar lejos de su casa al que nunca antes había ido, dado que solía proceder con cierta prudencia si salía a beber cuando ya se había hecho de noche. Una cara sin intención ala que, sin embargo, respondió amistosamente cuando entablaron conversación. No resulta fácil librarse de un tipo pesado una vez que te ha enredado en alguna de sus recurrentes conversaciones y el proceder de aquel con sus apreciaciones y juicios de valor acerca de los extranjeros le eran completamente ajenas. En instantes similares otros habrían encontrado alguna forma de diversión, y posiblemente, debido a la simpleza


con la que se expresaba, hubiesen encontrado la forma de reírse de él sin que el tipo se diera ni cuenta. Pero Rake no estuvo afortunado en sus comentarios cuando intentó cortar las peores de sus peroratas, y no lo estuvo porque decía lo que pensaba y no era capaz de hablar con un idiota sin darle a entender que era un idiota. Aquella bestia casi le rompe la nariz con su puño de acero, y él respondió estrellando el taburete en su cabeza. Ese fue el motivo por el que pasó la la noche entre rejas, y como al otro tipo le pusieron una venda y se fue a su casa desde las urgencias del hospital, y había sido él el que había golpeado primero, la cosa quedó en nada y por la mañana lo dejaron salir. Algo parecido a un fantasía le ocurre cuando está en el bar leyéndole el libro al anciano medio ciego al que tanto aprecia aunque nunca se lo diga. Una intensa fijación por el bien se apodera de él, como si eso fuera lo mejor que pudiera hacer en la vida. Dado que la interpretación de la bondad depende en gran medida de los propósitos de la fantasía, no era extraño en su caso que creyera que mantenerse en esas lecturas le devolvían un bien recíproco. Dado que no podía prescindir de algunas ideas supersticiosas que estaban muy ensambladas con su educación, dependía en parte de ser fiel a esas supersticiones para conservar un cierto equilibrio inclinado al bien y la justicia. Era susceptible a la mala suerte, y si un día una cadena de desafortunados incidentes se cruzaban en su camino, como una cadena de casualidades difíciles de encajar, se culpaba por alguna cosa que había hecho sin saber bien de qué se trataba. Entonces una gran pesadumbre lo embargaba e intentaba recordar y reconocer a quien le había causado algún daño inmerecido. Del mismo modo, unos años antes de casarse y obtener la nacionalidad había creído que si su conducta empeoraba sería repatriado sin remedio, y eso lo llevaba a intentar hacer gestos de buena voluntad, recados y favores desinteresados a sus amigos y vecinos. En aquel tiempo había asumido un papel trascendente y revelador, porque no se conocía a sí mismo, pero todo lo que hacía le reportaba buenas sensaciones y los demás también eran capaces de apreciarlo. La influencia que el anciano empezaba a ejercer sobre él sin duda contenía algo de aquella tradición desconfiada y supersticiosa que le venía de familia. Creía en los encantamientos, en la mala suerte y pérdida de la voluntad por intervención de espíritus muertos, entre otras cosas aún más absurdas. Esa tarde Erika tenía que acudir a sus clases de costura, lo que además le reportaba algo de dinero, pero a pesar de eso y lo importante que era, le hubiese gustado que lo acompañara para presentarle al viejo. Le hubiera gustado llegar con ella muy cerca y escuchar desde la calle los primeros himnos, y entrar juntos, casi abrazándola, pero sabía que eso no sería posible porque no le gustaba que la abrazara en público. No había comido mucho aquel día y le vendría bien una pinta y unas patatas, no está de más admitirlo. Una vez dentro quedaría atrapada por el ambiente, por las canciones y la celebraciones de todo tipo, se quitaría el abrigo y esperaría a que la condujera para sentarse los dos al lado de Surmiento, que intentaría descifrarla detrás de sus gafas de cegato esforzado. Lo que Rake quería decirle es que algo había cambiado y no quería que siguiera al margen de las cosas que le pasaban y que le parecían importantes. Ya no podía seguir tolerando esa parte de sí que se acogía a un orden riguroso, para mantener separados algunos aspectos de la vida, y ya no se trataba de un truco para mantener espacios de independencia como un extensión cultural de sus miedos, algo en lo que Brunno, su abuelo, sin duda había tenido mucho que ver. Para Brunno haber llegado de un país extranjero y haber conseguido instalarse allí con su nieto, había sido su mejor desafío. Prevenirlo de cualquier mal, preservarlo de cualquier costumbre tóxica, eso había sido un triunfo sobre todo lo nuevo que no podía entender ni asumir de una cultura, que en muchos aspectos le parecía salvaje. Respecto a los rumores que corrieran acerca del abuelo Brunno, él nunca les había dado crédito. Durante un tiempo en su juventud lo había tenido confundido, era capaz de prescindir de las malas intenciones suyas o de otros, pero de lo que no había sido del todo capaz había sido de dominar su inconsciente. Nadie había podido encontrar una sola prueba al respecto, de manera que, para algunos, era preciso mantener el nivel de la conjetura y las fantásticas descripciones que no llevaban a ninguna certeza, pero parecían ser del gusto de los que andaban en el chismorreo. Podría pasar la tarde esperando que llegara su amigo el viejo Surmiento pero el dueño notó su


desconcierto y lo sacó de dudas, llevaba unos días enfermo y no iba por el bar. No cabía por su parte esperar nada especialmente grave, pero quiso conocer algo más, y Dulés noto el afecto y el significativo tono de voz que empleó para preguntar. Le respondió que se encontraba en un periodo de observación, y que tal vez no se tratara más que de un catarro, pero que su mujer no lo dejaba salir a la calle, y que le parecía que eso era exactamente lo que se debía hacer en casos similares. La cerveza había corrido más de lo habitual aquella tarde y aquellos hombres de la barra parecían dispuestos en un concurso de canciones tradicionales. Perfectamente organizados esperaban que uno terminara y entre canción y canción charlaban y bebían, y en las partes más emotivas acompañaban haciendo bajos, siempre respetando la voz principal. Alguno de aquellos tenores se podría haber presentado en uno de esos concursos televisivos en busca de talento con serias posibilidades de ganar, si no fuera porque su nivel bajaba mucho cuando estaban serenos. El local se iba llenando de hombres y de humo, y posiblemente Erika no se hubiese sentido cómoda allí, pero aquel día, por algún motivo íntimo le hubiese gustado que lo acompañara. Se hallaba presente, recostado en un banco de madera, debajo de una de las ventanas un músico callejero que entraba para dormir, Dulés parecía molesto con la idea de que lo cogiera como costumbre y se le colara cada día a dormir en aquel mismo sitio, así que salió de detrás de la barra y lo despertó para que se fuera. Los hombres seguían cantando, y Rake se sentó para leer en el único sitio que quedaba libre, el que acababa de dejar el músico. Dulés lo empujó, y eso ya fue demasiado, el otro gritó que tenía dinero y que pagaría lo que consumiera, pero era demasiado tarde, el dueño del bar lo quería fuera. Enardecido, maldijo y amenazó, y si no fuera por los reflejos de otro hombre que lo detuvo hubiese golpeado a Dulés con su guitarra. Rake acurrucado contra la ventana temió que aquel hombre arrojara una piedra que rompiera el cristal y entrara a través de la ventana, justo a su espalda, pero no ocurrió. Se sacudió la humedad del abrigo, y sacó el libro del bolsillo para releerlo de nuevo. Pese al coro insistente logró concentrarse en un párrafo, una y otra vez siguió sus letras sin desengaño, la misma emoción volvía cada vez. Por desgracia no podía pasar mucho tiempo en casa sumido en su lectura, a Erika no le gustaba tanta inactividad, pero podía leer en el bar. Todo el libro se salía de las formas que conocía, en un marco de miedos y desgracias los personajes luchaban sin descanso. Se insertaban en una vida inventada pero tan parecida a la realidad que al final tampoco había piedad para nadie. Si hay algo que nos caracteriza como hermanos, sin diferencias en el color de piel, en la raza, en la clase social, etc. es que estamos sometidos a una tortura de la que no debemos esperar compasión, y a pesar de saber que así es, luchamos hasta la extenuación. Para intentar justificar esta actitud tan cobarde, establecemos que la búsqueda de la libertad es un derecho disociado de la pasión humana. En lo que se refería a la profundidad literaria, pensaba que le venía bien que aquel libro no fuera demasiado complicado de modo que él lo pudiera comprender. En ocasiones encontraba referencias acerca de como otros actuaban con respecto a él, y como le facilitaban el camino sin que apenas pudiera darse cuenta. Hubiera podido leerle un libro mucho más sesudo a Surmiento, leerlo sin comprender lo que decía, pero adivinaba que detrás de la elección del viejo estaba la necesidad de dar con un libro que se acomodara a sus necesidades y a sus capacidades. Las emanaciones de libertad que en el ambiente de bar se movían, entre la cerveza, el humo y las canciones, en realidad parecía ocultar un cierto desasosiego. Piensa para sus adentros que los hombres se compensan. Que no pueden permanecer quietos un momento porque el sosiego al que deberían inclinarse sólo encuentran en la tormenta. No podía observarlos mucho tiempo por no molestarlos, pero, en ocasiones tomaban su atención y perdía la noción del tiempo, no podía desviar la mirada y sonreía. No miraba con la curiosidad de quien se sale de la foto, de quien se pone fuera de la escena, formaba parte de ella, y tal vez por eso le permitían su curiosidad amablemente. Aceptar pelearse con aquel matón llevando encima el libro de Surmiento fue una temeridad, no se hubiese perdonado si hubiese sufrido algún daño, afortunadamente el bolsillo interior de su abrigo estaba forrado y lo mantuvo si torceduras. No se le había encomendado cuidar de él, no era el guardián de una obra memorable, pero era el libro de su amigo, un libro viejo y delicado, y eso era suficiente para lamentar en mayor medida los destrozos que se le pudieran haber causado aún más que los golpes que él mismo recibiera.


Durante el tiempo que habían durado sus lecturas, Rake se había aprendido algunos pasajes de memoria y Erika había rechazado oírlo declamar cuando él se lo propuso. Le habría gustado poder impresionarla con semejante afición, con su fluidez y su probada memoria. Podía pasar una tarde recordando aquellos párrafos, a veces, páginas enteras, sin equivocarse, y entre uno y otro comentando lo que le parecían. El abuelo Brunno no quiso estar presente el día de su boda, porque según dijo, la madre de Erika hablaba mucho y le rompía la cabeza con sus preguntas y sus historias. Pese a que hablaron con ella y prometió no acercarse a él durante el tiempo que durara la firma y la ceremonia, Brunno se obstinó en su idea de pasar la tarde viendo un partido de fútbol, o al menos puso esa excusa, y ya nunca más volvieron a verse. Él hubiese estado orgulloso de su afición y la dedicación con la que se entregaba a la cultura. Erika había propuesto una visita a sus padres en los próximos días y él había estado de acuerdo, pero antes tendrían que hacerle una visita a Surmiento, y esa vez ella no le diría que no, estaba seguro. Salió a la calle, hacía frío y se había hecho de noche. La farola en la puerta del bar estaba tan sucia que apenas alumbraba una luz macilenta y temblorosa. Debería sentirse feliz por haber dejado atrás el episodio de dormir en la cárcel y poder caminar hacia casa con la expectativa de una buena cena y una noche en calma, sin embargo, la noticia de que el viejo Surmiento estuviera enfermo lo había llenado de inquietud. Caminó pegado al río, el agua parecía tornarse negra y precipitarse en busca de una salida que no era otra que su propio cauce. Con toda seguridad podía realizar aquel apacible paseo porque no tenía grandes enemigos ni temores esenciales, pero tener este tipo de pensamientos en momentos así aludía a sus miedos. Cualquiera que se cruzara con él esa noche o en cualquier otra noche semejante, no presentiría ningún peligro, enseguida se darían cuenta por su forma de mover los ojos para evitar la provocación de los malentendidos, de que eludiría cualquier enfrentamiento. Y a pesar de eso, y de todos los buenos sentimientos que asumía como suyos, no había podido evitar la estúpida pelea de apenas un día antes. Quizás se lo había planteado sin éxito. Es posible que al verlo se dijera, “este hombre es inestable y no debo provocarlo”, pero nada sucedió así. Lo que creía que no había ocurrido, lo había hecho en realidad, y por mucho que le costara, debía volver a la realidad y asumir que lo que parecía más estable también era cambiante.

2 La Secreción De Un Mal Propósito El mérito incuestionable del taller de costura eran sus alumnos, el espíritu de la institución radicaba en la capacidad de abstraerse de realidades caóticas para dedicarse en sus pequeñas escapadas a aprender e innovar en un sector que está saturado, sobre todo, por las grandes firmas. Y de entre todos los alumnos había un grupo que había decidido poner título y firma a sus obras, lo que no dejaba de ser un atrevimiento y un desafío para el resto. Erika no había sabido explicárselo al señor Alger que casi nunca acudía presencialmente a los cursos, pero precisamente en un instante en el que ella misma intentaba entender y encajar lo de la firma, fue él y sin previo aviso, se dejó caer por el taller. A partir de tales novedades tuvo que explicarle con ejemplos prácticos y específicos, en qué consistían sus planes y métodos. Después de presentarle a los alumnos (también al grupo que pretendía firmar sus trabajos) creyó tener una idea más exacta de que lo que se cocía, por así decirlo, y de que al fin, con firma o sin ella, los alumnos asumían su rol. El motivo de su visita no era tanto el de supervisar la marcha de las clases, como involucrar a Erika en un nuevo


proceso para revitalizar la academia, escribir artículos en la prensa local acerca de los movimientos que cada día se llevaban a cabo, los objetivos que perseguían y los logros alcanzados, todo ello envuelto en... ¿cómo decirlo?, envuelto en una agradable carcasa literaria. Y para es trabajo la necesitaría a ella. Cuando Erika se unió al taller, y la propusieron como profesora, no podía esperar que las cosas tomaran una dirección semejante, su propósito no había sido ese. Todo el mundo podría haber adivinado entonces a poco que la conociera y también por los comentarios que había hecho al respecto -Rake lo sabía bien-, que necesitaba enfrentarse a una actividad que la llevara a relacionarse con gente, que la sacara de casa y le reportara algún tipo satisfacción personal. Claro que necesitaba el exiguo dinero que cobraba por hacerlo, los tiempos no permitían encontrar nada mejor, pero los motivos al margen que acabo de enumerar eran lo suficientemente importantes pata obviar que se estaba sumiendo en eso que se ha dado en llamar, “la economía sumergida” que da de comer a tanta gente y que tan perseguida está por los burócratas. Por algún motivo que no podía entender se demoró más de la cuenta, se detuvo en algunos bares en los que nunca antes había entrado y bebió porque necesitaba relajarse. Estaba asustado y tenía frío al principio, pero después de unas copas, caminaba sin prisa y hasta tuvo que desabrochar un par de botones del abrigo. Las calles y los callejones más oscuros le parecían tenebrosos y hasta terroríficos, pero ya no le daban miedo y se arrojaba a ellos esperando ser golpeado y maltratado. Gracias al alcohol sus pensamientos eran confusos, y nada le importaba, aunque le vino a la mente que Erika lo estaría esperando y terminaría por acostarse cansada de ese juego. La lógica del paseo y el aire de la calle siempre cumple, una vuelta al aire libre de unos veinte minutos y se hace el milagro. Como ya le había pasado en otras ocasiones, cuando se sintió un poco mejor decidió que era el momento de entrar en su casa y enfrentarse a las escaleras. Intentó abrir sin hacer ruido y entró. Había una luz encendida, la luz de una habitación pequeña que a Erika se le quedaba encendida por la noche. El silencio era total, se lavó la cara, se quitó la ropa y se asomó para verla dormir. Después fue a la cocina, en un plato había un filete con patatas tapado con otro plato, lo miró y lo dejó tal y como estaba. Se preparó un sándwich y llenó un vaso de agua del grifo, se sentó en el salón. Todo estaba tranquilo. Siempre habrá gente que duerma con una luz encendida al final del pasillo. En las noches que pasan algunas personas -no sé si Erika formaba completamente parte de ellas-, intentan curar su insomnio desde el cansancio y con actitudes que nunca cambian. Tener en esos pasillos interminables una luz al fondo del pasillo le da un carácter fantasmagórico, una convicción del poder mágico que la luz tiene para contener cualquier aullido. Aunque ningún científico pueda probar ni haya hecho ningún estudio que pruebe que los miedos son menos en las casas donde se enciende una luz mortecina que vela cualquier sueño. Los sueños candorosamente estructurados, inocentemente asumidos, creen en esa magia hasta modificar la respiración y tranquilizar los bichos imaginados. Al día siguiente Erika le dijo que no iría al taller aquella tarde, porque había hablado con Alger y le había dado el día libre a cambio de que le escribiera un artículo para un periódico. Se trataba de un artículo sobre la academia de costura, los alumnos y sus actividades. Intentó explicarle a Rake con claridad que los cambios no iban a ser demasiado grandes, que podía escribir el artículo más tarde y que aquella tarde podían hacer la visita a sus padres que habían estado posponiendo. Rake sospechó que ella le había estado ocultando que tenía la tarde libre para pillarlo por sorpresa y que no tuviera tiempo a buscar una excusa. Por fortuna el padre de Erika era un tipo simpático y a Rake le parecía también amable, y cuando se trataba de hacer visitas ese era punto muy necesario a tener en cuenta. También encontraba una una afinidad en sus costumbres a la mesa, y como aquellas visitas tenían la ineludible costumbre de la merienda, solía sentarse a su lado. Y mientras Marcus se embuchaba un par de bollos, se preocupaba de que a él tampoco le faltaran. Erika solía observarlos divertida mientras comían sin la menor intención de interrumpirlos. Esther, la madre, con mucho menos apetito y acostumbrada a los excesos de su marido, no parecía darle importancia. Desde luego, por su envergadura, si Marcus tenía algún problema en la vida, ese no debía ser la dieta. Para él comer era una cosa principal, y parecí creer que todo el mundo tenía obsesiones similares porque se comportaba como si todos estuvieran esperando que compartiera con ellos cualquier cosa que se llevara a la boca. No caía bien por glotón, sino por esa despreocupación que suelen tener los que se


enorgullecen de su sobrepeso que ayuda a relajarse a los que están a su lado. Al menos, eso creía Rake, sin desmerecer a otros tipos humanos, consideraba que los obesos eran seres simpáticos, dormilones, carentes de mala intención o segundas intenciones. Podía equivocarse al respecto, pero Marcus nunca lo había incomodado, no se había mostrado exigente o irónico, y lo mejor de aquellas meriendas era que si se sentía fatigado se echaba la siesta sin presuponer que eso podría molestar a sus invitados; todo un personaje. El caso de Irlena era muy diferente. Supongo que todo el mundo conoce a gente así y sólo se puede asumir de una manera que convoca a la paciencia. No la veía como una enemiga o una rival, pero, que se anduviera con secretos y murmullos cuando hablaba en apartes con Erika lo ponía en una situación muy difícil, y Rake no se merecía un trato tan diferenciado, eso lo sabía con toda seguridad. Las familias son esos lugares donde se consienten cosas que no se le consienten a nadie por no montar un escándalo, hasta que un día, cansados de esperar un cambio, hastiados y vencidos, tal vez en una cena de navidad, todas esas pequeñas mezquindades que se han ido aplazando, salen a la luz. Nadie le había asegurado que el matrimonio se trataba de eso, o que al menos, una parte era así El mérito de Rake en esas tardes interminables nunca había sido del todo reconocido y, como se desprende de todo lo expuesto, radicaba en su bondadosa paciencia. Le gustaba creer que era capaz de ser todo lo bueno que se podía llegar a ser, pero debía proponérselo. Las mejores personas son aquellas a las que no se les nota su propósito, el resto de la gente se deja llevar. Este tipo de pensamientos, que lo relacionaban con un supuesto estado de bondad al que creía que se podía llegar por etapas, posiblemente tenía que ver conque algunos de sus antepasados habían sido pastores de almas, o dicho de otra manera, dirigentes espirituales de congregaciones populares. Eso había sucedido en otros países, y él había oído hablar de ello a Brunno, pero nada más que eso. El misterio por el que algunas cosas se transmiten en las familias, sin sistemas, métodos, herencias culturales o algo parecido, es algo que no se desentraña por muchas vueltas que le demos. La madeja de gestos, caracteres, parecidos, impresiones, gustos e inclinaciones que nos vienen de familia sin saber como sucede, es algo a asumir sin intentar su comprensión. Pasaba la tardes en aquellas reuniones con cuatro anécdotas y algunos consejos, dejando a Rake sumido en pensamientos que muy poco tenían de optimistas. Pero al llegar a casa, en semejante tormenta, tomaba la palabra e intentaba sacarse la depresión discutiendo con Erika algunas de las cosas que allí se habían dicho y no le habían parecido muy animosas. Su voz era capaz de atravesar hasta sus depresiones más profundas cuando intentaba defender su forma de vida y su independencia, pero lo cierto era que necesitaban la ayuda económica que los padres de Erika les dispensaban, y si para eso era óbice aprender a escuchar en silencio y asumir los consejos de su madre como si los fueran a seguir, pues no había muchas vueltas que darle. A todo el mundo le es dado la capacidad de conservar lo que es mejor para cada uno, y si eso pasa por rebajar los egos, engullir el orgullo y adoptar una vocecilla servicial, pues así tendría que ser. Rake le había estado dando vueltas y empezaba a preguntarse si eso sería sano, si ser salvado siempre merecía la pena, o si en ocasiones, hecha la cuenta después del drama, no saldría todo mejor para todos. Rechazó esos malos pensamientos, sin entrar a valorar lo que Erika pensaría si eso también lo discutiera con ella. Aquella tarde Marcus se empeñó en enseñarle a Rake su cicatriz, una enorme cremallera desde el codo hasta la mitad del brazo por causa de una operación, que a su vez estaba causada por una caída. Como si se tratara de una liturgia se fue desabrochando la camisa hasta que sacó el brazo de la manga y la dejó colgando sobre el hombro opuesto. No se trataba de una creación artística, aunque, en la forma de exponerlo, parecía que así fuera. Retorció el brazo para mostrar la parte que en situación de reposo quedaba oculta, y la cosa quedó al descubierto. Cerró el puño y lo movió como si eso fuera a favorecer la maniobra. Después de una primera impresión, Rake pensó, “bueno, ya está, ya lo he visto, ¿y ahora qué?”. No había nada más que ver, todo estaba claro, con toda seguridad un vistazo era suficiente. ¿Por qué se empeñaba Marcus en mantenerlo al descubierto? Parecía como si disfrutara con aquello, como si cada vez que se lo mostraba a alguien pudiera medirlo, pesarlo y sentir si su textura había cambiado desde la última vez. Apretó de nuevo el puño y el descomunal brazo de hombre grande se tensó y entonces hizo una demostración de fuerza,


como afirmando que a pesar del accidente, aquel biceps hinchado seguía siendo poderoso y tan agresivo como se mostraba cuando sus dientes disfrutaban despedazando la carne medio cruda que Irlena le preparaba con frecuencia. Al salir de la casa de los padres de Erika, hizo un comentario que le pareció muy necesario acerca del viejo Surmiento y su enfermedad. Intentó ser práctico preguntándole si ella lo acompañaría a hacerle un visita, porque sería apenas un momento y vivía muy cerca. Erika era una persona considerada y sensible con los intereses de Rake, pero en esta ocasión prefería volver a casa, porque según dijo, estaba cansada y él podía excusarla y darle recuerdos. Después de todo Erika no lo conocía, y parecía que sentía una aversión al bar y a los amigos del bar y no la reconocería. Bajaba los ojos azorada, pero su decisión era firme. Afortunadamente parecía animada, y su respuesta vehemente iba acompañada de una mal disimulada alegría. Todo estaba bien, él podía hacer su parte y se verían más tarde, como si ella quisiera estar sola, como si ese fuera su deseo. Al fin y al cabo Surmiento no era más que una imagen que se había hecho de lo que Rake le había contado de él, y al no tratarse de algo más concreto, sería capaz de escabullirse sin esfuerzo y él no insistiría. Al dirigirse hacia la casa de Surmiento experimentó la incertidumbre de la buena intención que no sabe como será recibida, algo semejante a la timidez, pero él no era tímido, o al menos, no hasta ese punto. No quería pensar lo que iba a acontecer el resto de la tarde, ni siquiera lo intentó, en la inminencia del ocaso quería no demorarse y que volviera a perderse en los bares de medianoche. La pausada quietud de las alamedas, y el suave ritmo que imprimía a su marcha ayudaba en el efecto que le producía un día que languidece. Sabía que de los pequeños gestos se derivaba el valor final del ser humano, y que muchos de esos gestos, en su caso, le llegaban desde su educación, en la que debía sumir la impronta cultural de Brunno. Lo que nos ocurre cuando exponemos esta parte de nosotros, nos mostramos en hechos de una calidad añadida, de un valor intrínsico que no debemos dejar a la casualidad. La grave y vulgar dejadez del instinto, también nos caracteriza por su animalidad, hemos sido desbordados por esa circunstancia capaz de movernos en aspectos primarios, pero nada más. Al llegar a casa de Surmiento le abrió su mujer. Parecía enojada, o tal vez era su carácter. No parecía entusiasmada de verlo, pero lo dejó pasar a pesar de todo. Surmiento no se encontraba nada bien, y apenas podía hablar. La señora tenía cuerpo suficiente para ocupar todo lo ancho de un pasillo, y le dio la espalda indicándole que la siguiera. No parecía que lo quisiera mirar, así que él la acompañó hasta que estuvo delante de la cama del enfermo. Rake adoptó una actitud remisa, y estaba dispuesto a seguir todas las indicaciones de la señora, sólo había una: brevedad. Ella salió de la habitación, él se quedó de pie delante de la cama. Miró las medicinas sobre la mesilla de noche, el vaso y la jarra con agua, con la familiaridad de la última vez que Brunno había caído enfermo. Hizo un gesto de dolor y luego miró a Surmiento que a su vez lo miraba sin reconocerlo. Guardó silencio y miró las manos del viejo como si no pesaran, transparentes, con aquella piel líquida que podría colarse entre el tejido de las mantas y desaparecer. El pelo le caía sudoroso y pegajoso sobre la frente, y nadie se había preocupado de afeitarlo, por lo que parecía, desde hacía un par de días. Cuando le habló, el dulce tono de voz que empleó pareció despertar al anciano, y le hizo mover la mano en dirección a la mesilla. Quería coger las gafas y le facilitó la operación, aunque Rake sabía que tampoco veía con ellas. Apretó los labios como si temiese ser reconocido por la voz, cuando eso era a lo que debería aspirar, ser reconocido. Por algún motivo se sentía intranquilo. Hacía calor en la habitación y quería salir de allí, pero debía tener paciencia. El calor era un factor con el que no había contado, se sacó el abrigo y lo sostuvo entre los brazos. Le habría preguntado a Surmiento si quería que le leyera, pero lo veía tan cansado que no lo hizo. No debía impacientarse e intentó ser amable, pero Surmiento tampoco tenía predisposición a una conversación. Intentó creer que no era una situación sofocante, pero lo cierto es que no estaba cómodo. No hizo preguntas, miró el color desvaído de las paredes que parecían ir perdiendo progresivamente el brillo debido a escasa luz de la habitación. No había para tanto, en unos minutos saldría de allí y volvería a su casa, era una situación incómoda pero pasajera. Esa noche encontraría a Erika despierta y le gustaría poder estar con ella, los dos solos. Según ella, ya nunca pasaban veladas como las de antes, y tal vez fuera cierto, pero no era porque no se buscaran


lo mismo sino por las circunstancias cambiantes. Se dijo que le pasaba a todo el mundo. Según Marcus, “no era bueno vestir como él lo hacía porque eso le hacía parecer un conquistador, y cuando los hombres se casan deben intentar arreglarse sólo para sus mujeres, y añadió que los hombres que salen de casa arreglados dejando a sus mujeres atrás se enfrentaban a una desarreglo de relaciones irremediable”. Tenía su gracia, pero nadie diría de él que parecía un seductor, y tampoco creía que Erika pensara que cuando llegaba tarde era porque había estado con otras mujeres; lo suyo no funcionaba así. Llegaría esa noche a casa apeteciéndole estar con ella, que tal vez, con un poco de fortuna también hubiese estado pensando en él. Tal vez no había sido buena idea pasar a visitar al viejo, sobre todo porque no sabía si era oportuno y si a él y a su esposa les parecería conveniente.

3 Cuando Sepas La Verdad Podríamos intentar calcular si las personas esenciales y queridas en la vida de Rake lo eran hasta la obsesión, y en lo que se refiere a las más apreciadas, es posible que así fuera. Nada le era ajeno de aquellos referentes, como para no tener en cuenta sus éxitos y sus fracasos, sus alegrías y sus sufrimientos. En aquel estado de bondad en el que pretendía colocarse, tal vez algunos no pasaban el filtro de la coherencia, y aún así creía que debía seguir teniéndolos en cuenta. Sasisi era uno de aquellos que nunca le habían demostrado un aprecio suficiente, y por algún motivo le respondía con su preocupación y comprensión, y sobre todo desde que lo llamaron de su país para incorporarse a filas, esa preocupación había ido creciendo. Ya, en estos tiempos, nadie puede ignorar las guerras lejanas, y como en este caso, pueden tocarnos muy cerca. Cada vez que se sentaba cómodamente en el sillón para ver las noticias, tal vez en una sobremesa, medio adormecido después de comer o simplemente para tomarse un café con el placer que le suponía, era incapaz de eludir los episodios de aquella guerra en la que sabía que su amigo se encontraba. Era incapaz de disimular su desagrado, pero aún más de apagar la televisión e intentar ignorar una realidad que por lejana no menos cruel. No era la primera vez desde que Sasisi se había ido para cumplir con su deber patriótico, en que pensaba en lo injusto que era cortar así una vida. No podía tener la certeza de que la vida de su amigo estuviera en peligro cada minuto, y tampoco de que no fuera a volver, pero se sentía dolorosamente impresionado por todo ese asunto. No por menos esperada, la noticia de su muerte o un posible accidente en primera linea de combate, hubiese sido menos impactante y triste. Debía acordarse de él con frecuencia para justificar el aprecio que nunca le perdería, a pesar de la distancia y las terribles circunstancias en las que se desenvolvía. En las salidas de juventud en busca de diversión y aventuras, en el grupo de amigos, no había sido de los más apreciados, uno de aquellos con los que se compartían intimidades, pero mantenía la profunda convicción de que si desapareciera en aquella estúpida guerra, ningún otro lo podría sustituir. Era por esa razón y otras similares, que no tenía un fácil dormir. Le asaltaban dudas, recuerdos y arrepentimientos en mitad de la noche que no le hacían fácil conciliar el sueño. Y había sido por Sasisi, por Surmiento, por los


malos bebedores y desconocidos golpeados o por su propia muerte aún no anunciada, y por otros amigos nunca del todo olvidados, que asumía como normalidad levantarse en la noche y deambular por la casa como un sonámbulo para terminar sentándose en el salón, o viendo la calle desolado desde una ventana. Pasaba unas horas sumido en sus pensamientos, intentando distraerse, fatigándose sin éxito, pero cumpliendo aquella imagen de sí mismo que imaginara en su juventud. Así se había visto entonces, cuando aún pensaba que habitar la noche era una señal de bienestar y felicidad del espíritu, algo que pocos consiguen, disfrutar de la duermevela, un placer difícil de explicar para aquellos que han convertido sus vidas en el desafío de conseguir, en una forma de vida y de sobrevivir. Las noches de insomnio se convertían pues en la exclusión palpitante de viejos rencores, y la reactivación de los aprecios que se negaba a dejar morir. Ante la postura adoptada por Erika acerca de su insomnio, al que no le daba mayor importancia, el ruego de que lo acompañara a un especialista resultaba de todo punto inútil. Según ella, tendría muchas más posibilidades de curación encontrando un trabajo y ordenando horarios, que gastándose un dinero que les hacía falta en un psicólogo. Nada lo desanimaba más que sus reiteradas negativas a cualquier invitación que él le hiciera para formar parte del mundo que bullía en su cabeza, del mundo de sus preocupaciones y obsesiones. En cambio, cuando ella hacía planes para darle forma a su idea de pareja formalmente asistida por los convencionalismos, él asumía su parte, y diría que hasta con cierto entusiasmo en algunas ocasiones también le servía de apoyo (no tanto cuando se trataba de la habituales visitas a Marcus e Irlena). Sin embargo, para las visitas institucionales, para la solicitud del subsidio, para informarse de cualquier tipo de abono local, para ir y venir con recados al taller de costura o para ser presentado en cualquier ámbito social, él siempre estaba dentro de la expectativa creada. No había límites para seguir creando la imagen del consolidado amor de pareja sin hijos que lucha contra las dificultades, y le daba la impresión de que Erika se enorgullecía de que la acompañara en tales casos. Una tarde quedaron en una cafetería del centro para estar con Lorna, la novia paciente y dolorida de Sasisi. Se trataba de un lugar que frecuentaban los jubilados, muy grande e iluminado donde daban muy bien de merendar. Por algún motivo las señoras de cierta edad gustaban de tomar dulces y galletitas con café o té después de las cinco de la tarde. Estaba justo en mitad de una avenida y rodeada de otras cafeterías también muy concurridas, en las que los clientes se complacían con la calidad del servicio,pero también porque les gustaba ver y dejarse ver entre sus espejos y cristaleras, y ocasionalmente encontrase en esos lugares con viejos conocidos que no esperaban volver a ver. Otras ventajas de quedar con alguien en aquel sitio era que estaba cerca de los lugares de ocio, y desde allí era fácil, con un pequeño paseo, encontrar cines, teatros o alamedas. No hacía falta moverse mucho para casi nada, sino que podríamos decir que, en este caso, el centro de la ciudad lo establecía la avenida de las cafeterías. Además del buen café y los bollos, el lugar era conocido por sus excelentes vinos de Oporto, los licores y los aperitivos, el Vermouth y el Fernet. Todas las tardes se congregaban allí un buen número de señores y señoras de cierta edad que tomaban este tipo de productos observando las máximas de la moderación y las buenas maneras, y se sentaban con sumo cuidado y con la espalda erguida en sus exiguas mesas y sus sillas diminutas. Al rededor de ellas había una hilera de sillones contra la pared mal iluminada, que apenas se usaban porque no conferían la distinción que daban las mesas de formica del centro. Las ventanas no tenían cortinas y se veía a los paseantes como una distracción más y a Erika le gustaba aquel lugar por sentarse cerca de una de aquellas ventanas y dejar que la conversación fluyera sin mordaza, de tal modo que podía dejarse ir o permanecer en silencio viendo la calle sin que eso le supusiera un problema. El silencio en la práctica tenía para ella, también el significado de la comunicación y le resultaba muy apropiado cuando no se sentía con fuerzas para comentar según que cosas. Sólo una vez que estuvieron sentados y ya habían empezado a beber, cuando se dieron cuenta de que tal vez su elección no había sido la más adecuada en ese momento y dadas las circunstancias. Erika recibió una llamada poco antes de que Lorna llegara para incorporarse a la reunión, era como si hubiese preferido cerciorarse de que ya habíamos llegado porque no le hubiera gustado estar sola sentada allí. Es posible que aquel lugar le diera la sensación de indefensión, cuando precisamente a Erika, al contrario, le producía la sensación de sobreprotección. De forma totalmente


casual, y sin embargo nada inoportuna, apareció Yosef, otro viejo amigo de aquellos tiempos de estudiantes, se incorporó a la conversación y pasó la tarde con ellos. La afición de Yosef por la literatura y por los nuevos creadores, confería al encuentro una oportunidad para salir durante un rato de las conversaciones que no podían eludir, la guerra y la crisis. Puestos a reconocer el mérito en toda su extensión de Yosef, debemos decir que también intentaba escribir pero era perfectamente consciente de sus limitaciones. Tal vez debido a esa forma que tenía de sincerarse acerca de sus aficiones, sin que ello le supusiera la vergüenza del que se da por vencido, era lo mismo por lo que los que lo conocían lo valoraban mejor de lo que él mismo proponía. Incapaz de precisar una razón, Yosef afirmaba que la literatura era un fenómeno que se expande sobre sus propias cenizas, que sucedería mientras los solitarios encontraran más dulce compañía en las letras que en otros hombres. Aún sin saberlo, sus palabras estaban siendo clasistas, ni siquiera su propio recuerdo acurrucado en brazos de su padre poco antes de que muriera, podía sustituir esa idea por la de que necesitamos sentirnos a gusto en compañía en cualquier idioma, en cualquier gramática, en cualquier religión y en cualquier literatura. Situado al fondo, en otro tiempo, hubiera un mostrador anexo que había desaparecido, pero ni Yosef ni Erika lo recordaban. Así derivó Rake la conversación a un terreno más amable. Para él la estética del lugar había perdido personalidad con ese cambio, y la facultad funcional de buscar sitio para poner más mesas le parecía algo redículo, porque sacrificar el sentido estético del primer creador de un ambiente era, artísticamente hablando una solemne idiotez. En realidad, sus amigos no le prestaban mucha atención, como si aquella conversación no tuviera la importancia que se consideraba suficiente para justificar un argumento, a favor o en contra, ni siquiera la disposición a una afirmación de conformidad. Partiendo de una tarde semejante, cuando se hizo de noche y pretendían volver a sus casas, echaron a andar sin un destino definitivo y al llegar a un cruce de avenidas, Yosef se separó del resto, ese fue el momento en el que Lorna se emocionó y empezó a hablar de Sasisi como si ya estuviera muerto, lo que no era en absoluto así. “Sasisi llegó a este país sin dinero, y todo lo que consiguió lo hizo trabajando. No fue fácil para él, sobrevivió a los centros de internamientos para extranjeros sin papeles, a las enfermedades que allí se le pegaron y las palizas que recibió. Pero otros muchos pueden decir lo mismo, y sólo la obstinación y la fe en su fuerza les hace superar tantas dificultades, son gente muy especial. Debería odiar a todo el mundo porque nadie le dio una oportunidad pero siempre llevaba una sonrisa en el rostro. Nunca tuvo una familia que lo amparase, y si la tuvo a mi no me dijo donde.” Rake recordó a su abuelo, y todo lo que había tenido que hacer por él, así que comprendía aquella forma de ver las cosas. “Durante un tiempo compartió su vida con otros jóvenes en su misma situación, vivían juntos y compartían los gastos. Si otros anunciaban que se habían quedado sin trabajo y les pedían ayuda, les buscaban un lugar donde dormir, y hasta que pudo tener un trabajo estable y su propio apartamento pasó mucho tiempo. Durante mucho tiempo creyó que la única forma de evitar que lo deportaran era esconder su identidad, y hablaba en francés. Podía ser Belga, canadiense, o de cualquier colonia francesa en África, pero al final para poder acceder al trabajo que se le ofrecía, tuvo que revelar su verdadera identidad. Para los que no tienen nada todo se reduce a conseguir un trabajo y estos tiempos ponen a prueba la paciencia de la gente. Generoso y entregado, no puedo decir nada malo de él. Toleraba todo lo malo que la pasaba y asumía todos los sinsabores si la promesa de mejorar seguía en pie. Cuando ya creía superadas sus pesadillas, y sus costumbres eran las de su país de acogida, le llegó la carta. En estos casos terribles, muchos desaparecen y nunca nadie vuelve a saber nada de ellos, porque hallan muerto o porque hallan desaparecido. Me avergüenzo de mi país que consiente que estas cosas pasen.” Y siguió hablando y haciendo preguntas a sus amigos sobre sus razones y lo mucho que se había torcido el mundo, a lo que Rake se apresuró a corregir, “No se ha torcido, lo tuercen los que tienen poder para hacerlo”. A Sasisi le faltaba un año para conseguir la nacionalidad pero “la justicia” era insensible a las condiciones que emocionaban a sus amigos y nadie se lo tuvo en cuenta. Entre amigos que no se han visto en algún tiempo, lo que se dice “ponerse al día”, es a veces una


tarea imposible de abarcar. No existen en esos casos las pistas necesarias ni el tiempo indefinido. En tales casos parece que todo ocurre de una forma que nadie planificó, y sin embargo era de esperar que tal o cual tema fueran tocados. Las conversaciones toman tensión cuando empezamos a notar que nos que damos fuera de cosas que deseamos saber, quizás ajenas a nosotros peo que estimulan nuestra curiosidad hasta los límites de la perversión. Rake volvió a casa muy entristecido, pero intentó que no se le notara. No quiso hablar de su pelea porque se avergonzaba, y sabía que si lo hacía lo llenarían de preguntas incómodas. Por fortuna Erika tampoco sacó el tema, y dejó de temer que la idea que sus amigos tenían de él pudiera, desde ese momento, estar mediatizada por su pérdida de control en un hecho tan subjetivo y específico. Los días siguientes no hubo cena, Erika se recluyó en la habitación para escribir unos artículos sobre la academia, y Rake se conformó con hacerse unos bocadillos. Creyó que la vería más tarde para pasar un rato juntos en el sofá, pero cuando se ponía a escribir ya sólo salía para el baño y a continuación se metía en la cama. Luego a medianoche se volvían a ver, él con su insomnio y ella se ponía de nuevo a teclear y corregir. Él ponía el concierto para piano nº3 de Rachmaninof, bajito para no molestar, y le preparaba algo de café. Mientras escribía no parecía capaz de atender a nada más, y su el se hubiese golpeado uno de sus pies descalzos contra una pata de un sillón, y aunque hubiese maldecido después de un horrible grito, ella no hubiese levantado la cabeza de sus letras. La segunda noche se levantaron a un tiempo, debían ser las tres de la mañana, y se quedaron sentados, cada uno en su lado de la cama, ella viendo a la ventana y el a la cómoda, sorprendidos por la coincidencia de dar aquel pequeño salto revitalizante al mismo tiempo. Lograron mirarse y sonreír, fue el primer signo de comunicación en tres días, el tiempo que duró la confección de dos artículos de apenas un par de folios cada uno. Al principio Rake pensó que aquello si iba a ser así de forma habitual se iba a convertir en un problema añadido, pero no había para tanta alarma. Quienes han llegado como emigrantes a un país extraño lo hicieron para luchar, para asumir los retos e ir enfrentándose a ellos uno a uno, cada vez que un nuevo obstáculo se presentaba. Quienes de ellos han conocido las bendiciones de la recompensa y han alcanzado vivir dignamente, los que han sido capaces de perseguir sus sueños y alcanzarlos a pesar de la presión social y el rechazo, tienen motivos para evocar los tiempos difíciles como los que recuerdan una horrible guerra con el romanticismo de los gloriosos vencedores, todo irreal. En su casa, con su esposa, escuchando música y tomando café o licor, no se consideraba un triunfador porque al recordar al abuelo Brunno y como se había dejado la piel por una vida mejor, el dolor de los peores tiempos aún permanecía como un virus latente esperando una crisis de emociones para presentarse de nuevo. Erika no podía ser consciente de lo que se le pasaba por la cabeza, ni llegaba a conocerlo a este ese extremo. Para poder llegar a conocer a una persona hasta los límites de la autocompasión, sería necesario con cierta frecuencia entrar en los límites de sus traumas, cuando adopta formas imprevisibles y se convierte en otra persona, la que nunca exterioriza, la que oculta a todos. Todo lo que consideramos de insuperable y admirable en nuestras olvidadas amantes, tenía posiblemente una parte traidora en sus frustraciones. Pero Erika, del mismo modo decepcionante que propongo vernos cada uno, absolvía a Rake pensando que ella misma tenía sus miedos, y la misma indulgencia debía asumir de las cobardías de las personas que más le importaban. En esos momentos aparecía lo mejor de ella, su radical pureza, y sonrisa en su cara que asumía que un mundo sin compasión no valía la pena. El señor Alger se encargó de enviar los artículos acompañados de unas fotografías del taller con los alumnos trabajando. Habría hecho falta que Erika hubiese hecho entrevistas entre sus alumnos, pero lo cierto es que pensó en ello. Aquello hubiese descrito mejor que nada el ambiente y la atmósfera que se perseguía. Pero aún con todo la pasión que había puesto en su trabajo se traslucía en cada palabra, en cada expresión y párrafo. De todo lo que allí exponía no había nada de mentira ni sinrazón, puso en ello algo más que cuatro ideas aparentemente mal ensambladas. Mientras tanto. Alger, liberado de una ocupación más, podía dedicarse a otros asuntos y se lo agradeció. Ella ignoraba en parte el por qué de tanto reconocimiento, al fin y al cabo disfrutaba escribiendo, pero el efecto producido también dejó sorprendidos a los alumnos. Sin otra razón aparente más que la idea de reconocer su trabajo, Alger le ofreció llevarse a casa algunas prendas que habían sido llevadas por desconocidos a arreglar y que nunca habían sido recogidas. Ella escogió algo de ropa para Rake,


y un abrigo para ella que se había probado y en el espejo le pareciera que le quedaba como si le hubiesen tomado medidas. De cualquier forma, de eso se trataba, y si de hacerle unos arreglos dependía ella misma podría llevarlos a cabo.

4 Sin Dilatar Confesiones La agonía de Surmiento llegó casi a la par de la noticia de la muerte de Sasisi en el frente. Fue al volver de la ceremonia que se celebró en lugar de su entierro -porque a Lorna le parecía excesivo montar un entierro ya que el cuerpo había volado por los aires en medio de la jungla y sus trozos si aún existían habían quedado allí- cuando se enteró de la situación que estaba pasando el anciano. Gradualmente el aspecto del enfermo había ido ensombreciendo sus ojos, hundiendo su pecho y haciendo desaparecer la musculatura de brazos, piernas y cara y tosía con frecuencia acompañando esos accesos con flemas que su mujer se apresuraba a limpiar con pañuelos que tenía preparados en los bolsillos de su chaqueta. Se podría razonablemente creer que en casos de terribles enfermedades se tiende a exagerar los síntomas, cuando la realidad es que nunca se llega al doloroso origen del horror que representan. Con absoluta seguridad, los estragos que en el cuerpo produce una enfermedad terminal, para cualquiera que los haya vivido en un ser cercano y querido, son imposibles de describir, y menos aún de alcanzar a transmitir el golpe de realidad sórdida al que nos someten. Observó, nada más entrar en la casa, que la tranquilidad, la quietud y la ausencia de luz fuerte, parecía diseñado por un experto para entristecer a cualquiera. Si alguien por error, lleno de la agitación usual de la calle y del mundo moderno, tocara en aquella puerta, enseguida sería consciente de que algo lejos de este mundo de gente loca se estaba activando. El aire asfixiante ponía en guardia a cualquiera contra una enfermedad capaz de mutar, pero también capaz de destruir los cuerpos hasta lo grotesco y luego dejarlos caer como si fuerzan un juguete que se va desinflando hasta que desaparece. La resignación de la mujer de Surmiento formaba parte del mismo dolor, y su amargura causaba gran preocupación a cualquiera que se detuviera a observarla. Toda la negrura de una respiración que se extingue forma parte de la pureza que se corrompe, y te invita a dejarte llevar y formar parte de esa corrupción, y si se me permite, en cierto modo lo somos. En el pausado caminar de doña Martina nada más existía en el mundo, era su ritmo lo que le permitía convertir cada día en orden, y que nada fuera de la habitación de Surmiento se moviera. Esta vez Rake consiguió que Dulés lo acompañara, y eso fue muy importante para él. Dulés no era lo que se podría decir el tipo más amable del mundo, su mal afeitado le confería el aspecto de la dejadez y el abandono más propio de expresidiario que ya ha renunciado a encontrar trabajo, que al dueño de un bar, que al fin y a la postre ganaba más de lo que era capaz de invertir en otros negocios y se esperaba de él una presencia aseada, aunque sólo fuera para firmar los más importantes documentos. Tenía la cabeza grande, y aunque su dentadura no era muy sana, daba miedo cuando se enojaba y la enseñaba arrugando la nariz. Respetaba a la gente culta, y apreciaba que Rake le leyera a Surmiento en el bar, porque pensaba que eso lo sacaba del embrutecimiento al que la vida lo había llevado, o a los raíles sobre los que lo había puesto desde niño y sobre los que aún, su falta de tacto, había dejado de pedalear. Si realmente alguien lo quería provocar bastaba con hacer referencia a su analfabetismo nunca disimulado -firmaba los albaranes de los comerciales con una especie de círculo-, si adoptaba la postura del pobre ignorante ofendido y engañado por todos,


entonces ya era muy difícil pararlo y se iba a “armar la gorda”. Nadie lo apreciaba especialmente, pero su cometido en la vida lo tenía claro y cumplía con su deber para salir adelante como siempre había hecho, no se dejaba estafar en cuestiones de dinero, y si alguien entraba en el bar y molestaba a los otros clientes, si hacía falta lo sacaba a empellones a la calle, y en eso era inflexible. Habían cerrado las ventanas y dejado caer las persianas hasta convertirlas en parte de la pared opaca, tal vez le molestara la luz a Surmiento. La única luz en la habitación consistía en una lamparita sobre la cómoda que apenas producía otra cosa que sombras. Decidieron acercarse a la cama cuando la esposa de Surmiento les sonrió y dijo, “les agradezco la visita, no viene mucha gente”. Dulés no quería extenderse innecesariamente, pero no lo hubiese dicho y se llenó de paciencia. Era un hombre duro en otros aspectos pero la escena de la enfermedad le producía una angustia difícil de soportar, y posiblemente quedaría todo el día y toda la noche afectado por la impresión. Al cabo de unos minutos cruzaron algunas palabras con el enfermo, que obsequió a Rake con un nuevo libro, y les preguntó por sus amigos y le dijeron que preguntaban por él. No era muy razonable excitándolo con la idea de que si cogía fuerzas pronto podría salir. La voz de Rake no se recuperaba del arrobamiento propio de quien observa un situación difícil sin saber muy bien que hacer o que decir. Al cabo de unos minutos Surmiento empezó a sentir dolor y fueron a llamar a su mujer que les pidió que salieran. No fue porque Dulés ya no aguantara más, si bien se había puesto muy pálido, y decidieron que era prudente despedirse a través de la puerta cerrada y dar por terminada la visita. En momentos así, Rake se daba cuenta de que su existencia no tenía un objeto definido de antemano, y esa impresión se hacía certera cuando la comparaba con esos libros que no tienen un argumento. Se trata de historias que nadie sabe a donde van porque no van a ninguna parte y porque su autor se dedicó a disfrutar del placer de escribir sin estructurar una enseñanza o una moraleja, y mucho menos como hacen algunos con sus libros y sus vidas, historias sorprendentes o vidas que buscan transcender. Y esa convicción lo llevaba a creer que vestirse con aquellas ropas que alguna gente había llevado a arreglar al taller de costura y que nunca había recogido, no era en sí vergonzoso, pero también, que lo que lo hacía sentirse incómodo era que Erika creyera que su aspecto mejoraba pareciendo un figurín, o que su visita a Surmiento se vestiría de una pátina de respetable altura por preocuparse por tener una u otra apariencia. Al llegar a casa y se sentó en una silla de la cocina sin apetito alguno, a pesar de que no había comido nada desde mediodía. Dulés tenía trabajo en el bar y se despidió con toda rapidez. Puso las manos cruzadas sobre la mesa y sintió una ligera náusea. “Esta situación no es agradable para nadie, o me aparece un trabajo pronto o me voy a volver loco”, pensó. Cambiar de vida a esas alturas no era lo que deseaba, ¿pero, cuánto tiempo podría aguantar en esa situación? Sería un disparate acostumbrarse a la idea de que seguir deambulando sin trabajo puede ser una situación indefinida. Por aquel entonces empezó a temer olvidar alguna fecha importante para Erika. Los miedos asomaban y no podía evitar relacionar su imposibilidad de recordar eventos, fiestas y celebraciones, con el grave desinterés que parecía a los ojos de cualquiera. Existen otras opciones para el aprecio que le tenemos a nuestras uniones a las personas con las que compartimos nuestras vidas, pero no siempre podemos esperar que lo entiendan. Rebuscó en los cajones del salón, entre las facturas, en las guías de teléfonos y en las viejas agendas, y no fue capaz de encontrar la fecha exacta de su aniversario. Sabía cuantos años llevaban juntos porque aquel año se quedó sin trabajo y sabía que había sido poco antes de primavera, pero nada más. Llevado por el azar empezó a encontrar algunas propagandas de antiguos viajes, entradas de conciertos que guardaban como recuerdo y fotos de vacaciones. Los cajones cerrados mantenían estos papeles lejos del polvo y la humedad, sin embargo los encontró viejos, como translúcidos o amarillentos por haber sido olvidados allí durante años. De cualquier forma le parecieron hermosos. Carecían de un valor material, pero estaban allí como parte de su unión, y Rake estaba especialmente sensible a eso. Todo aquello quedaba muy lejos, pero le hicieron pensar en cosas que de no haber sucedido así, quizás nunca más hubiese vuelto a pensar. Imágenes, diálogos, gente que no había vuelto a ver, anécdotas de trenes y autobuses que se perdían y los atrapaban en la tormenta, todo lo que había tenido un significado y que ya no parecía capaz de mover ficha en el presente. Además, le parecía, por así decirlo, una


trampa muy zafia echar mano de lo sentimental para mover a Erika en su favor. Intentaba aparentar indiferencia, pero si Erika hubiese entrado en el salón en aquel momento de la noche, lo hubiese encontrado entregado, casi hundido. A pesar de todas las diferencias había una interrogación humilde en sus ojos. Miró entonces dos revistas sobre la mesa aún sin sacar de su plástico. Enseguida comprendió que se trataba de los artículos sobre el taller de costura que había realizado su mujer. Los tomó entre sus manos y no pudo resistirse a romper el embalaje buscar entre fotos, consejos y propagandas, lo que le interesaba. Había en él un ansia que no podía disimular. Durante un tiempo había pensado en ofrecerle su ayuda a Erika para que pudiera dormir mientras él hacía acopio de algunas ideas que le pudieran servir, pero lo repensó y le pareció una intromisión. No era muy rápido leyendo, pero cuando terminó de leer el primer artículo le pareció perfectamente construido y de entretenido interés. No le podía causar la impresión de un artículo literario pero le gustaba hasta invitarlo a repasar las mejores partes. Quiso considerarlo parejo a algunos escritos ensayos que le gustaban, y que habían sido el principio de algunos académicos para empezar a escribir cosas más imaginativas. Todo era explícito y explicable pero no superfluo, pero ninguna otra cosa se podía esperar del trabajo que le habían encargado. Había seguido escrupulosamente las instrucciones que le habían dado, lo que no era un gesto propio del artista en ciernes que quería ver en ella. Consideró la segunda revista y leyó el segundo artículo, muy diferente del primero, aunque igual de esclarecedor. Erika esta vez redoblaba sus esfuerzos por hacer comprender la dulzura que empujaba a sus alumnos primerizos a acercarse al taller. Hablaba de ellos, incluso poniendo nombres con la perspectiva de un profesor seducido por su trabajo (aunque a ella le gustaba pensar que no hacía más que coordinar las clases). Cada frase que pudiera pronunciar para describir lo que leía intentando ser complaciente sonaría huera o falsa, cuando en realidad, no podía separarse de su lectura. Concluyó dejándose caer en el sillón con la mirada perdida en el espacio que había más allá del techo, y con la voz atragantada. Si hubiese tenido que hablar en ese momento no hubiese podido -porque la emoción por todo lo que sucedía, no sólo por su lectura-. Recordó el libro que le había dado Surmiento y lo sacó del bolsillo del abrigo para compartirlo con su total ausencia de sueño. Le profesaba un gran reconocimiento al recuerdo del viejo, porque todo lo que pudiera hacer por él lo llenaba y lo hacía por sí mismo. El libro lo exhortaba a reflexionar sobre el valor de momentos tan inconexos, insípidos y carentes de importancia como el que vivía a cambio de valorar lo que otros hacían pensando en él. No era un error mitificar los gestos de un amigo, más aún en las circunstancias en las que se producían. Podía entender el significado de todos los desafíos a los que era sometido por el sinsentido de su vida, pero precisamente por el efecto de todo aquello donde ya no había vuelta, la identificación de la entrega tomaba una franqueza esperanzadora. Además de no permitir que el desasosiego se desplazara sin sentido, debía usar aquella experiencia para su propio fin, cuando fuera que sucediera. Si bien no podía atribuirse el don de la fidelidad absoluta a sus propias convicciones, es conocido que la epidermis humana sufre grandes cambios a lo largo de un breve tiempo de vida. Confiaba en mantener muy presente todo lo que en tal momento de la noche consideraba tan importante, pero la vida nos puede llevar a la desesperación cuando se planta ante nosotros sin caretas, lo sabemos, pero no lo tenemos en cuenta. -¿Qué lees? -Erika se asomó en pijama con los ojos apenas abiertos. Durante algún tiempo había empezado a preocuparse acerca de Erika, creía que se estaba distanciando y se avergonzaba por pensar que ella le podía fallar, pero esos pensamientos pasaban con frecuencia por su mente. Desde que había escrito aquellos artículos y le había llevado a casa aquella ropa que no sabía a quién pertenecía, no podía dejar de reflexionar acerca de los giros que daba su vida. Le asustaba que las cosas se movieran sin contar con él, y esa exclusión le resultaba muy dolorosa, cuando en realidad debía valorar que a situación a la que les había llevado la crisis no les permitía demasiados remilgos. No podía salir de sí mismo, él era quien era y escapar no valía, aún cuando sus pretensiones fueran evitar una crisis irremediable. Había pensado en buscar trabajo fuera porque muchos lo


estaban haciendo, y esa pretensión aún lo entristecía más, porque suponía una separación. Ahondando en esa misma precaria solución, cabía establecer que fuera por tiempo determinado, y reafirmarse en que no rehuía la crítica a las condiciones que le estaban siendo dadas, pero era muy posible que no resolviera nada. Se le cerraban todas las puertas y el tiempo pasaba. Formaba parte de lo que se había llamado la generación perdida, alguien en alguna parte había aceptado que debía vivir sin futuro, lo que era equivalente al sacrificio de los que habían sido llamados a una guerra lejana. Alguien, sí, en alguna parte, tenía el poder de decidir ese tipo de cosas. Cuando se levantó, ya casi era mediodía y Erika no volvería hasta la tarde. Nada le apetecía menos que salir a la calle a esa hora tan severa,pero debía hacerlo si quería comer con pan fresco. En el pequeño trayecto que separaba la tienda de su casa encontró a Yosef y lo invitó a comer, parecía animado y una buena charla nunca estaba demás. Yosef no tardó en confesar que le gustaba Lorna y que habían empezado a salir, que sabía que todo iba muy rápido, pero que le había gustado siempre, y le falto añadir, “y bueno, ahora que todo se ha clarificado y es posible...”, pero no lo hizo, aunque empezó a hablar sobre la libertad en el cine y en la literatura, y a Rake le pareció que sus frases tenían segundas intenciones. Admitir una conversación como aquella para acompañar la comida, tal vez no había sido la mejor de las ideas, pero no quería comer solo. Aunque la soledad tenía que ver de alguna manera como aceptar la soledad. Como solía ocurrir cada vez que tenía una nueva idea que no esperaba, la imposición constante de las reglas de juego estaban cada vez que tomaba una decisión en soledad, pero también bajo la influencia aplastante de la compañía de los muy habladores. Cualquier cosa era mejor que empezar a pensar que nadie se libraba de las obsesiones. Por supuesto, era posible que la conversación con Yosef alcanzara los extremos de aquellos que se creen permanente enfermos y asediados por la idea de que se van a morir en cualquier momento, pero él no era así, y se enredaba en cosas más superficiales como títulos de libros, estilos y formas de vida de sus autores preferidos. En el ámbito de sus momentos solitarios, últimamente se le daba por pensar con frecuencia en lo difícil que le resultaba vivir sabiendo que la muerte era irremediable para todos, y agradeció la compañía de Yosef y su charlatanería pedante. Todo el interés que le prestaba residía, no tanto en el interés de la conversación, como en la evasión del diagnóstico mortal que suponía seguir obsesionándose con lo fácil que es morirse. Pero entonces ya no quiso hablar más de literatura y empezó a hablar de Lorna y de su relación, y de que se sentía culpable por no haber esperado un poco más; como una especie de duelo. Y todo el interés que había despertado por hacerle pasar una comida agradable se vino abajo. Parecía sinceramente agobiado por aquello, y lo cierto es que Rake no le daba mayor importancia. Precisamente había estado pensando en Lorna y si lo estaría pasando mal, y si ellos estaban juntos superando los malos recuerdos, pues todo estaba bien y no había que darle tantas vueltas. La moral, las reglas de comportamientos social unidas a exigencias culturales muy antiguas, algunas religiosas, le hacían volver a pensar en la involución de la libertad cuando se trata de dar explicaciones sin creer en lo que se dice. La lógica de la maldad no tiene que ver con el estado de la conciencia por muy semidormida que se nos haya quedado. El mundo no va a ser mejor por entregarnos al remordimiento, ni por cuestionar las bondades de la libertad.




Tormentoso Apasionado Ludvesky Abril 2015


Tormentoso Apasionado


1 Tormentoso Apasionado Por algún motivo que ahora mismo no conocemos, Thermes fue tratado en un sanatorio privado en el extranjero, sin que él nunca hubiese hecho mérito alguno para ello, más allá de sus conquistas. El amor cuando es necesario y oportuno, cuando es consuelo y salvación, cuando reconforta y se apiada de los débiles, es capaz de conmover hasta el sentido práctico y neutro de un asesino a sueldo. Durante un tiempo fue seguido por un sicario que terminó confesando sus intenciones y renunciando a un plan cuidadosamente elaborado, que hubiese terminado demasiado pronto con la vida del poeta. Aprendió a deslizarse en las multitudes, a evadirse de los compromisos, con sutil delicadeza a volverse insignificante, si ese cambio de imagen le hacía pasar desapercibido o si le permitía dejar de existir por una temporada. Durante un tiempo fue ministro de la revolución, y eso fue lo que lo llevó a ser señalado y perseguido cuando la dictadura de los capitanes, asumió las riendas del gobierno para no soltarlas durante décadas. Podríamos intentar imaginar que las indicaciones que le dieron al sicario fueron claras, tajantes y muy simples, que posiblemente un militar con algunas estrellas vestido de paisano, le dio un fajo de billetes en algún bar, y que en algún informe de las amistades del fugitivo en el extranjero, hoteles en los que se le había visto y fuentes de financiación, encontraría la última dirección conocida en un país europeo. Sin apenas tiempo de reflexionar, Carioco aceptaría en la misma entrevista un billete de avión para las horas siguientes y una reserva de hotel a un nombre que no era el suyo pero que coincidía con la documentación que también le entregaban. Precisamente en el sentido más asesino de un sicario, dilatar las intenciones o demorar la ejecución, solía traer complicaciones, así que partió de inmediato. Pero empecemos por el principio, cuando Thermes caminaba distraído por las calles de una ciudad extranjera recién llegado a su exilio. Se sentía espeso, y asumía su miedo en un paseo de sucesión de comercios, fruterías y pubs que abrían a mediodía. Era demasiado mayor para dejar que una ciudad lo deslumbrara, y lo que todavía era más definitivo, miraba con ojos de poeta, no de exministro, y eso le daba a la parte del progreso que era novedad, una importancia relativa. La cordialidad del primer mundo es sólo aparente, y a los ciudadanos les parece poco natural que los extranjeros respondan a sus amplias sonrisas, con desconfianza o despectiva indiferencia. En la esquina del parque por el que solía deambular, al final de una calle con número en lugar de nombre, se abría una carretera vieja y desatendida que no conducía más que al extrarradio, a parques tecnológicos y a solares abandonados, o tal vez no abandonados, pero en cualquier caso que sus dueños no eran capaces de rentabilizar de ningún modo. Un poco más adelante estaban montando un circo, una enorme carpa que imaginó volando si se llenara de aire caliente como un globo. Les parecería muy extraño saber, a los que asistieran a la sesión de tarde, que mientras veían los números de los elefantes haciendo gracietas a sus domadores, se habían elevado por encima de la arboleda cercana, y esa levitación había concluido poco antes de la hora de terminar, para dar paso a la cola de niños con papás inquietos que esperaba para entrar en el mundo mágico. Al menos, la propaganda estimulaba la imaginación de los viandantes en esos términos. Un señor bigotudo, de


chaleco rojo con botones brillantes y sombrero de copa, repartía pasquines. Llevaba pantalones por dentro de las botas de cazador, pero lo que más llamó la atención del poeta, fue el látigo negro y brillante que llevaba enrollado y atado al cinturón. Tal vez intentaba representar a algún héroe de aventuras del celuloide, pero si era así, se había quedado en un pastiche de estilos muy diferentes. O sencillamente tenía esa intención (la de parecerse a algún personaje muy popular), pero al salir de su furgoneta se había puesto lo que había encontrado más a mano. En cualquier caso nadie buscaría el arca de la alianza en un lugar más dedicado al ocio que a la religión. Con una sonrisa intentó justificar la minuciosa inspección a la que lo acababa de someter, a lo que el otro respondió, “amigo, o pasa a la taquilla, o se hacha a un lado para que otra gente lo pueda hacer”. Y lo cierto de eso era que sólo había unos pocos curiosos rondando por allí, y ninguno tenía intención de sacar entradas hasta que todo estuviera montado. En tal momento un ruido de tierra batida, un redoble, un tambor retumbando lo llenó todo. Miró delante, estaban moviendo a un elefante para atarlo con su cadena de una pata a la estaca clavada en el suelo. En el traslado, por algún motivo que no llegaba a comprender, el animal se había puesto nervioso pero no parecía nada que el domador no pudiera controlar. Se movieron con maestría delante de él amenazándolo con unas varas muy largas, y en ningún momento hizo ademán de dañar a los hombres, tan sólo se resistía a dejarse conducir. Era como uno de esos perritos que sus amos sacan a dar un paseo y en el momento de recogerse, evitan ser conducidos de vuelta a casa. Alguien gritó un nombre, y Orinoco dejó la propaganda que repartía y salió corriendo para asistir a sus compañeros. Entre los tres consiguieron su objetivo en un momento y ataron al animal, que se tranquilizó sin más, La excitación cesó, la alarma había pasado. En el poste de madera que sujetaba los cables de la luz, habían grapado una solicitud de empleo, necesitaban un contable, administrador, comercial, cocinero, mozo para darle de comer a los animales, o todo a la vez. “¿Necesitan personal?”, preguntó, a lo que Orinoco con desgana respondió, “¿Qué sabes hacer?”. Acariciar una cicatriz como él lo hacía debía ser la última moda en cuanto a películas de autor se refiere, creía recordar haber visto esa escena repetida en sus tardes de cine, antes de su paseo. Compraba algo de comer, algo que pudiera ir comiendo mientras caminaba o sentado en un banco en el parque, y se dejaba llevar por el fascinante giro que había dado su vida. De tal modo solía terminar en la puerta del circo, hablando con Orinoco o con Katy, la seductora mujer barbuda. Vio como lo iban montando y cuando todo estuvo perfectamente distribuido asistió a un par de sesiones en la tarde, o se dedicaba a deambular viendo las caras de la gente que con paciencia infinita, alimentaban grotescas colas de animal legendario. Los circos se acababan, se arruinaban y esfumaban sin más, no era fácil encontrar circos de gente libre dispuestos a deambular por el primer mundo sin control, y sin saber su próximo destino. Estaban llamados a la desaparición, se trataba de una malformación en el control capitalista del ocio, un jardín de placeres terminales, que como fruta perecedera en el Edén pecador de las grandes ciudades, encontraban en ellas su último suspiro. No parecía tan nervioso e inconstante el señor Orinoco una vez que se le conocía y se habían cruzado algunas conversaciones con él, aunque fueran de los asuntos más simples. Ya no intimidaba, ni seguía pareciendo uno de esos soldados retornados, algunos con taras físicas y otros con graves trastornos psicológicos, los que buscaban refugio en lugares al margen de las componendas sociales. Su postura era firme, pero su sonrisa era franca y si había parecido rudo al principio, ya no. Se mantenía, eso sí, firme en su puesto los días de espectáculo, justo delante de la taquilla, cortando billetes, imponente con una mirada escrutadora que desaparecía cuando abandonaba aquel lugar. En realidad, era lo que se dice, un pedazo de pan, o al menos, como Thermes nunca lo había provocado, no podía saber de ninguna de las maneras como reaccionaba al ser contrariado. Junguen era un nórdico forzudo hizo algunas objeciones cuando se permitió a Thermes hacer los textos de presentación y nexo en las diferentes etapas del espectáculo, y como no podía ser de otro modo, las poesías que adornaban los grandes carteles con elefantes trotadores y payasos traviesos. La incomprensión de éste llegaba, según se creía, de la dificultad de poner tanta letra en la propaganda, y para el conductor, aprender de memoria textos tan largos. Sin embargo las pequeñas obras de Thermes eran aptas y entraban en un tipo de cohesión soñadora entre el público y los artistas, esto lo hacía durar un poco más, pero los cambios se hacían sin prisas y los artistas lo


agradecían. En ocasiones de una bolsa de papel sacaba un sándwich y se lo comía allí mismo, sentado en un banco de madera debajo de una farola, en la misma acera que servía de parada al autobús. Su forma de actuar, carente de los refinados tics de los burgueses del primer mundo, eran muy del agrado de algunos de los chicos del circo. Tampoco tenía urgencias con sus dientes, y no le importaba si hablaba con trozos de lechuga incrustados en las encías. Tenía tantas manchas de mayonesa en su abrigo que nadie diría que había sido ministro, ni él descubriría su secreto mejor guardado. En más de una ocasión había intentado limpiarlo con métodos caseros, pero sólo conseguía agrandar las manchas. Tendría que terminar por mandarlo al tinte, pero la primavera se anunciaba con toda su fuerza, y pronto podría desprenderse de aquella prenda tan pesada. En la operación de comerse el sándwich demostraba no tener prisa algunas, lo colocaba cuidadosamente sobre el banco, y sacando un cortaplumas del bolsillo lo cortaba en cuatro trozos. Ver la lentitud con que iba metiendo en la boca pequeños trozos, recordaba a aquellos niños que aprendían a comerse los helados delante de sus amigos, representando un placer tan artificial e infantil, como malintencionado. En una de las ilustraciones que utilizó en para acompañar los textos aparecía un forzudo rubio que se parecía mucho a Junguen, y así era porque se habían guiado por sus indicaciones para crearlo. Se trataba de un hombre rubio, de ojos azules y hombros descomunales, levantando unas pesas negras. Ya nadie practicaba deporte con semejante aspecto, pero llevaba puesto uno de aquellos bañadores antiguos de tirantes, y el pecho reventando de aire. Obviamente lo habían adornado para darle aquel aspecto de principios del siglo veinte, y desde luego, Junguen jamas vestía ese tipo de prendas. Sin embargo, aquella cara de mofletes hinchados, sí que la ofrecía a veces, cuando hacía el número de levantar a un tigre dentro de su jaula. Lo que nadie sospechaba en tales momentos era que aquella jaula que parecía sujeta por mera protección, en realidad le ofrecía una “pequeña” ayuda para realizar su hazaña. Por la tarde, el día que conoció a Katy acudió a la oficina del partido para entrevistarse con Marcosí, el secretario de organización y la persona que, por así decirlo, llevaba su asunto. Quería saber si los ingresos adicionales que pudiera conseguir influiría en la pensión con la que compensaban sus servicios pasados y la persecución a la que se le sometía por su militancia. La novia de Marcosí, Ariana, solía andar por los despachos y la encontró a ella primero y le expuso sus inquietudes, ella le respondió que no habría problema, y acertó. Aquella chica era mayor que él, más voluminosa, con más carácter y lo que era más definitivo, parecía entenderlo todo mucho más rápido. Marcosí se sentaba a su lado cuando eran asuntos de confianza, y como era el caso, la dejaba hablar con Thermes mientras él se recostaba en un sillón viejo y la cogía de un brazo y respiraba con la profundidad de quien no soporta el final del día. Se abandonaba de tal forma que parecía que se iba a quedar dormido, con la piel brillante del sudor, Thermes lo miraba incrédulo de tanto abandono, y afirmaría si alguien se lo preguntara que lo único que impedía a Marcosí poner los pies sobre la mesa y tirarse una ventosidades, eso era su presencia. Aquello era demasiado para un despacho de la sede del partido, pero estaban en confianza, se decía mientras se llevaba a cabo la entrevista. Las primeras experiencias en su faceta de fugitivo de una dictadura en un país extranjero le devolvían la fe en sus posibilidades, y cualquiera que lo observara y conociera sus condiciones, tendría que aceptar como mínimo, que era un hombre valiente. En su condición de perseguido se proponía sin haberlo deseado como instrumento de la propaganda, y eso le iba a traer problemas. En ese punto de ofrecerse como ejemplo y exhibir su vida en documentales críticos con la dictadura, se convertía al mismo tiempo en “objetivo de seguridad”. Y, al parecer, daría buen resultado en esos términos, porque todo en él era verdadero y sin segundas intenciones. Comoquiera que hubiesen sido sus aspiraciones en el pasado, no deseaba que se revolviera en ello. Todo lo que había acontecido a su alrededor, la experiencia vivida de desdén y endiosamiento, lo hacían desear nunca más tener contacto con los lugares donde se deciden las cosas importantes. Empezó a darse cuenta de que no servía para aquello mucho antes del golpe, sabía que no era capaz de descifrar las claves de las relaciones humanas en aquel nivel, y lo habría dejado más pronto que tarde si el cambio de poder no se hubiera producido.


Pero, aunque en otros ministerios, cuando se produjo el asalto militar los despachos fueron destrozados, en su caso, como tuviera sobre la mesa un santo de bronce que le había regalado un obispo, los asaltantes fueron algo más respetuosos. Eso le sirvió de crítica entre sus propios compañeros, pero ni acudía a culto alguna con regularidad, ni era tan religioso. Tampoco era ateo, pero le molestó toda aquella cosa de las críticas y los apartes, después de todo lo pasado. Marcosí nunca le menciono ese tema, pero por algún motivo que nunca explicó pudo conseguir algunos efectos personales de aquel ministerio y se los entregó a Thermes con toda solemnidad, entre esos objetos se encontraba el santo con la palma en una mano y saludando con la otra. Marcosí era más resolutivo de lo que podía parecer cuando se encontraba cerca de Ariana. Hacía las cosas por motivos contrastados, sin dejar nada al azar, y dejando claro desde el principio que, en esos términos, no le gustaba que cuestionaran sus decisiones. Consecuentemente, el partido funcionaba sin reproches, con mayor o peor fortuna en el apoyo ciudadano, pero respaldado por los suyos. Andaba Thermes, dándole vueltas a la doblegada relación que se había planteado en aquella pareja, cuando un nuevo razonamiento torció lo ya establecido: no se trataba de que Marcosí se dejara llevar sin hacer aparecer su verdadero yo, era su falta de aficiones y adiciones, que lo llevaba a centrarse de tal manera en su relación. Eso lo convertía en la persona más interesante que jamás había conocido, la fragmentación de su carácter tenía un motivo nada corriente. Pero es que, además, tenía que tratarse de algo un poco más complicado, no podía ser tan simple. Todo el mundo tiene adiciones, se dijo, el café, la hierba, la morfina, los ansiolíticos, el anís, ¿cómo era posible que su única adición fuera la pasión que sentía por Ariana? La geografía conocida y las aficiones de Thermes se iban expandiendo, y la involuntariedad de sus paseos lo iban conduciendo sobre nuevas líneas de tranvías y parques, y entonces empezó a detenerse cada mañana en el Cósimo, un bar al lado de una floristería y un escaparate con maniquís femeninos que cambiaban de ropa con cierta frecuencia. Podríamos pensar que empezó a frecuentar ese lugar porque le gustaba el olor de las dos filas de flores de tiesto en la terraza de al lado, pero la realidad era que tomar un café en momentos esperados le ayudaba a contener el hambre y el desasosiego, a pesar de que el médico le había aconsejado lo contrario. Camino del circo, en la misma acera, hacia el oeste, pasaba por unos grandes almacenes con dos enormes árboles que las pasadas navidades habían iluminado con bombillas de colores, lo recordaba bien, aunque entonces no pasaba por allí con frecuencia; nunca entró en ello porque se sentía observado y cuestionado, tal vez por si raza o su ropa de extranjero. En la medida que dependía de su buen carácter para abrirse camino en su nueva vida, en ocasiones creía interpretar un papel inabarcable, ni se le pasaba por la cabeza encontrarse en condiciones de oponerse a ninguna idea ajena, ni a la más mínima interpretación de la realidad. Se trataba de darle valor a perder cualquier criterio, el que obstruía cualquier sinergia cuando cualquier pequeña cosa en contra podía contrariarlo, o mostrar su peor gesto. La repentina necesidad de parecer en cada momento, capaz de congeniar hasta con su peor enemigo, en cierto modo, también le vino bien para la salud. Ya no tosía como en el pasado, y esa nueva condicionada armonía también le ayudaba a escribir sin virulencia contra sus enemigos. ¿Era eso bueno?


2 La Depresión De Katy Era sobre todo el presentimiento de estar interfiriendo en la relación que adivinaba entre Katy y Junguen lo que le llevaba a comedirse en sus relaciones con ambos. Nadie hablaba de eso, ni él preguntaba abiertamente. Sospechaba que o llevaban sus relaciones en secreto, o que lo habían hecho hasta no hacía mucho y ya lo habían dejado y por lo tanto no había más que ocultar. No tenía certezas, se trataba de una suposición precedida del mal humor y las rudas reacciones del rubio cuando lo encontraba hablando con ella. Al llegar por las mañanas los saludaba a los dos con corrección pero no se implicaba en el parloteo natural en estos casos. Otro aspecto que le parecía interesante del circo, era que respondía al sueño de un hombre ingenuo, de barriga prominente, de voz fina y de modales relevantes, el dueño de todo, el señor Oswaldo. Por todo un poco, llegó a parecerle lo mejor, saludar escuetamente y dirigirse directamente a la caravana de Oswaldo para presentarse cada día. Apenas reparaban en él, ni en la singularidad que representaba en aquel lugar, mientras ensayaba la banda, levantaban lonas, cavaban zanjas y luchaban contra el viento asegurando las lonas de las carpas. Orinoco parecía un capitán, recargado y lustroso, recogiéndose el pantalón y apretando la hebilla sin ser capaz de tenerlo en su sitio. Aún con toda su tos parecía el más dispuesto en la tarea, y solo Katy seguía a Thermes con la mirada y luego lo dejaba todo para ir a peinarse la barba como si ya no pudiera esperar. No parecía que todo pudiese quedar en orden antes de mediodía, pero como la primera función entre semana no empezaba hasta las seis y todos tenían libre después de comer. La única persona que no disfrutaba de su ración de trabajo al aire libre era Renata, afectada por una enfermedad que la hacía coger peso sin remedio. Era la mujer de Oswaldo y la veía tirada en su cama cada mañana cuando entraba en la caravana a darles los buenos días. Ella no parecía infeliz con su inmovilidad, se había acostumbrado a quedarse encerrada, y si bien cuando entró lo había hecho por su propio pie, lo cierto era que no saldría por la puerta si lo intentara en ese momento, si se declarara un incendio o si decidiera acabar con su matrimonio y fugarse en plena noche con alguno de los montadores que también eran los conductores de los camiones. Le gustaba quedarse en aquella cama descomunal como una abeja reina, esperando visitas, y recibiendo a los acreedores. Se envolvía en sedas y se rodeaba de cojines que la amparaban en sus giros. En sus mejores noches se ponía gasas transparentes, y en verano dormía completamente desnuda. Para cuando Thermes llegaba por la mañana solía taparse con una sábana, Oswaldo la había lavado con una esponja enjabonada y una palangana con agua tibia, y había llegado, en su manía por la limpieza en ese ejercicio, hasta las partes más íntimas. Por algún motivo no usaban secador de pelo, y se le pegaba a la frente y al cuello hasta que se secaba por completo alrededor una hora después. En ocasiones lo invitaban a desayunar, y no siempre era una visión que invitara a empezar el día con el necesario sosiego. La música sonaba todo cada minuto en el aparato de radio de Renata, y a un volumen capaz de eclipsar a la banda de música en sus momentos más delirantes. Thermes imaginaba a Oswaldo haciendo la manicura y depilando a su mujer con entregada dedicación, pero eso no hacía ceder ni lo más mínimo el respeto que le tenía por todo lo que arriesgaba en semejante aventura. Estaba dispuesto a hacer todo lo que le pidieran siempre que no interfiriera en la imagen de poeta que creía tener, y eso prefiguraba el marco de sus condiciones vitales para los próximos meses. Se imaginaba como acompañante de la señora abeja reina, y aunque su mejor idea era que la exhibieran como la mujer más obesa del mundo, nunca se atrevió a proponerlo. Le gustaba el circo y las circunstancias en las que se encontraba, pero se creía poeta por encima de ministro o presentador con micrófono, tal y como Oswaldo le había pedido. Había nacido con la influencia de las palabras, y por eso sabía más de ellas que de las personas. Una estrella lo


deslumbró de camino para el planeta tierra, y cuando vio la luz del día, ya no le deslumbró como le sucedía al resto de bebés llorones a su alrededor. Durante su infancia habían intentado limitar aquel interés por los libros, pero había sido inútil. Sus calificaciones eran inmejorables, y ningún padre puede nada en contra de eso. Fue un niño modelo seducido por cuentos, historias de aventuras y poesías, ¿cómo no iba a invocar a todos los dioses poetas al verse como uno más en el circo entre los héroes voladores, domadores, músicos, dramáticos payasos, números con fuego, equilibristas, al lado del hombre bala, de la mujer barbuda, del hombre sin brazos ni piernas, de los contorsionistas o de los comedores de sables? Intentaba acomodarse a la disciplina y a la indisciplina que allí se acostumbraba, y se dejaba estudiar respondiendo a todas las preguntas para satisfacer la curiosidad de sus compañeros. Era poeta, eso no era una pantalla, pero no podía contarlo todo, no podía decirles que en el pasado había sido ministro, y si se lo dijera no le creerían. Oswaldo le recomendó que se familiarizara con los números porque estaba empeñado en convertirlo en presentador, y le dijo que le pagaría el doble si lo hacía y viajaba con ellos. Le recomendó que asistiera como uno más entre el público a la función del sábado por la noche, que era la más completa y que no dejara de ver el número de equilibristas enanos. Del que acababan de sacar una reseña en un periódico de tirada nacional. El número, en otro tiempo tiempo se había llamado, el increíble Jerry “el flaco” y sus hermanos salvadores, pero Jerry ya no estaba con ellos. El asombroso Jerry era arrojado por el aire, confiando en la profesionalidad de sus hermanos que sabían que si no lo recogían en lugar y modo adecuados, podían verlo caer, y como le había sucedido a otros enanos antes, estrellar la cabeza contra el suelo. Una noche le pidieron que no exhibiera una nueva pirueta que estaban montando porque era muy difícil y peligrosa, pero él se empeñó en hacerlo, y no fue un accidente lo que lo llevó a dejar el circo, sino la irrupción de la policía que lo acusaba, a él y a sus 80 cm. de altura de haber golpeado a un marido celoso hasta dejarlo por muerto. Intentó huir escondiéndose en la parte de atrás de un taxi, introduciéndose en la parte destinada a las piernas de los pasajeros, entre el asiento, y los respaldos de los asientos delanteros. Al taxista le pareció rara su conducta, y cuando vio a la policía le faltó tiempo para detener el auto y salir corriendo a denunciarlo. Todo aquello no tomó mayores proporciones, y por fortuna no hubo que lamentar ningún muerto, fue acusado de lesiones, y por su estatura nadie creyó que pudiese tratarse de un intento de homicidio lo que le ayudó a salir en poco tiempo de la cárcel, pero Oswaldo ya no lo contrató. Hasta aquel momento, no había sentido la necesidad de elaborar un código de moral cirquense, y cuando tuvo a mano a un hombre de letras, tal como era Thermes, le pidió que lo hiciera por él. Le dictó los artículos más importantes, es decir, los que tenían que ver con el respeto debido a las mujeres de otros hombres, trabajar enfermos, o acudir a los ensayos o una de las funciones, sin dormir o ebrios. Se lo leía a los nuevos artistas y montadores con rapidez y concisión, y encargó unas cuantas copias a la imprenta que les hacía la propaganda, para entregar una copia a cada uno de los miembros de la compañía. Estuvo hablando con Katy porque ella lo interceptó cuando salía de la caravana, y eso le gustó. Tras un leve espacio de tiempo se percataron simultaneamente de la presencia de Junguen al otro lado de la calle. Los estudiaba detalladamente, cada movimiento, cada gesto, las modulaciones de su voz, nada escapaba a su control, menos la conversación. Desde donde se encontraba no podía escuchar lo que decían, apenas un rumor dulce y condescendiente. Intentaron perderse detrás de unas sábanas que alguien había tendido aprovechando un día de sol, pero no sirvió, Junguen se movió también buscando un ángulo diferente para seguir viéndolos. Ella tenía algo que decirle, pero las circunstancias no eran las mejores, Tuvo la buena idea de decirle que podrían verse aquella tarde, y ella estuvo dispuesta a acudir a la dirección que le indicó, y eso era un gran esfuerzo de parte de la mujer barbuda, porque no le agradaba salir del perímetro de caravanas y carretas del mundo mágico en el que vivía y donde se sentía en su hogar, protegida y útil. Aunque, después de varios meses sin moverse de aquella ciudad y de tratar a a Thermes, ella ya lo consideraba su amigo, no había tenido ocasión de hacer que aquellos lazos, que de pronto sentía leves, pudieran estrecharse de algún modo. Todos parecían saber algunas cosas de él, las mismas superficiales cosas que se saben de todo el mundo, también su nacionalidad y que su familia se había ocupado de él con dedicación y lo que nadie ponía en duda, era un poeta. Pero a pesar de ser tan observado y de


responder a todas las preguntas, ella notaba cierta reserva, o al menos una no habitual pantalla que establecía con el mundo cuando las conversaciones tomaban un sesgo que no le parecía adecuado. Todo el mundo oculta cosas, pero en la familia del circo es mucho más difícil porque se convive a diario y se conocen hasta los más pequeños movimientos. Tal vez se conservan secretos inconfesables del pasado, pero eso también se respeta y lo que se tiene en cuenta es el momento vivido desde que se entra en sus carpas. Tuvo tiempo aún Katy, hasta el momento de su cita, de pensar en ello y la atracción que los misteriosos desconocidos ejercían sobre ella. No era una de esas chicas predispuestas a enamorarse, era capaz de controlarse, y a pesar de todo la impresión que Thermes le había causado era real. No pretendía dejarse caer en sus brazos, pero pasaba por un mal momento y eso no le resultaba fácil de disimular. Cuando le sucedía eso, languidecía, se pasaba las horas echada en un sillón, suspirando y mirando al infinito. Solía recrearse en canciones románticas que lo empeoraban todo aún más, se quedaba adormecida entre sueños inalcanzables y deseos imposibles. Pasaba el día en camisón y se duchaba con frecuencia, hasta que alguien mandaba un médico a su caravana para que le echara un vistazo, pero el diagnóstico solía ser siempre el mismo, depresión y debilidad. Inútil enfrentarse a la enfermedad sin su colaboración, y a pesar de los intentos de sus amigos por alimentarla, no aceptaba ingerir nada hasta que se le pasaba el bloqueo psicológico que sufría. Se entregaban a ella, llevándole caldos vegetales y otros líquidos calientes y fáciles de ingerir, pero ella se resistía, ignoraba a sus pretendientes más conocidos y rechazaba el amor si no le llegaba de parte del imaginario, idealizado, extremadamente atento, delicado y sensible extranjero. No le dijo a Thermes que lo amaba, sino que se sentía inquieta y que quizás necesitara tomarse una vacaciones, y tampoco le dijo que ese desasosiego se lo producía él. A continuación añadió que el motivo de su encuentro era para que la acompañara a comprar una maleta. Pasaron por el Cósimo y después de tomar unos refrescos, se encaminaron a una tienda de productos de segunda mano, o de compraventa. Tal vez en otro tiempo se llamaban almonedas, montes de piedad, o casas de empeños, pero los tiempos habían cambiado y ya nadie te iba a deshacer un trato o devolver un producto malvendido porque hubieras encontrado fondos. Algunas maletas estaban en muy mal estado, pero encontraron una que parecía de piel auténtica, si bien Thermes no era un especialista en eso. Si ella iba a salir de viaje, y si ese viaje iba a ser largo y turístico, le convendría una maleta que le diera importancia, y en eso estuvieron de acuerdo. Desde luego ella no podría ir a la playa portando los baúles que le servían de armarios en su caravana. Desde luego que ella siempre encontraría hombres que se ofrecieran a llevarle su equipaje, pero con una maleta sería suficiente. Entonces vio una caja de bolígrafo y pluma (la pluma nunca iba a ser usada), y se empeñó en regalársela, y le pidió que le escribiera un poema con aquella “herramienta”. La haría muy feliz que le hiciera un poema de amor, pero no se atrevió a llevar su petición hasta esos extremos. Había salido el sol, y pasearon debajo de la sombra de la hilera de árboles clavados en la acera. Thermes se quitó la gabardina y la portaba sobre un hombro. Eso le daba un aspecto despreocupado, mundano y hedonista. Katy parecía excitada pero no dijo nada. Lo miraba de reojo, y le parecía hermoso y generoso por perder la tarde con ella, sin prisa, sin impedimento alguno, disfrutando de su silenciosa compañía. Le hubiese gustado besarlo al despedirse, pero no se atrevió, en cambio le cogió la mano y se la apretó significativamente. Entre tantos tipos humanos, a veces nos encontramos con hombres de talla superior, hombres que se entregan a sus pasiones sin permitir que nada se interponga en sus planes. No se puede bromear con eso, tal vez hubiera otros que pensaran que cualquier cosa es digna de chanza y, por muy digna que parezca, dispuesta al ridículo y de esa forma, ponerlo todo a la altura de los hombres, pero Thermes creía que en el circo se encontraba ante hombres así y merecían respeto. Oswaldo era uno de ellos, capaz de reflexionar y tomar las más difíciles decisiones aunque pusiera en riesgo su propio patrimonio y su vida. No deseo ponerme dramático, pero una de las primeras cosas a las que todo hombre debería enfrentarse, es saber el valor de la vida, cuánto valdría su sacrificio, y por lo qué estaría dispuesto a entregarla. Algunos decían de él que había puesto toda su fortuna en aquel proyecto que duraba ya unos años. No era fácil mantenerlo en pie, los gastos eran muchos y en ocasiones tenía que pedir créditos para pagar la nómina a los trabajadores, a los montadores y a los


artistas, todos tenían que comer, también los animales, el combustible y el mantenimiento. Y a pesar de la posibilidad inminente de quiebra, siempre encontraba la forma de salir adelante. También sabía evitar a los aduladores y oportunistas, y no se entregaba a prestamistas sin escrúpulos que deseaban quedarse con todo. Siempre encontraba el lugar apropiado para establecerse durante una temporada a veces por un precio simbólico y a veces se lo ofrecían sin más. Ya no era un hombre joven y vestía ropas cómodas que le daban un aspecto reconocible en la distancia, pero las llevaba con, por así decirlo, cierta majestuosidad. Por todo ello y por la forma en que iba solventando los inconvenientes que surgían se ganaba el respeto de todos. Así que cuando Katy le dijo que necesitaba unas vacaciones, un nuevo problema no hacía más que presentarse. Debía encontrar una forma de sustituirla, convencer a todos de que era una excepción y de que se abstuvieran de pedir lo que no podía aceptar. Pero a la mañana siguiente, cuando la mujer barbuda se encerró en su caravana y se negó a ver a nadie, Oswaldo comprendió que tendría que llamar a un médico. Se trataba de una depresión y por lo que parecía, tan incisiva que ni uno de los más grandes animales la resistiría sin riesgo de morir de pena. Acostumbraban los chicos a detenerse los días de sol, cerca de su caravana, para ver a Katy estirada en su tumbona, protegida del sol por un toldo serigrafiado con un enorme elefante trompetista y el nombre del circo debajo. Se arremolinaban en nutridos grupos que se inventaban alguna ocupación, y se hacían los distraídos esperando que ella se diera la vuelta para poner los glúteos boca arriba, sin más protección solar que su tanga. Se quedaba dormida en la tumbona, sobre la que solía estirar unas toallas doladas a modo de colchón. Aún en tales circunstancias mantenía el maquillaje, el cardado y las pestañas postizas. Tenía unos ojos bonitos y les sacaba todo el partido que podía. El efecto conseguido no era el que Oswaldo deseaba para las horas de trabajo, y le había pedido que si quería estirar las piernas en la tumbona, al menos mantuviera el albornoz. Pero no le hizo falta insistir porque desde que se declaró la depresión no volvió a salir para lucirse debajo del toldo. Junguen fue uno de esos fogosos hombres que no eran capaces de distinguir entre sus posibilidades y su deseo. Incapaz al tiempo de controlar el vigor que se manifestaba en sus ingles cada vez que que la sentía en un corto espacio. Intentaba olerla, rozarla, poner si mano en su hombro o en su brazo con cualquier excusa para descubrir si su piel también se erizaba con el simple contacto. Pero Katy no estaba dispuesta a entrar en su juego y no descansó hasta le puso claro su rechazo. No intuyó que podría haber una segunda parte, y que él se comportara como un antiguo novio despechado. Por eso tuvo que aclararle a Thermes que no había habido nada entre ellos, y eso también parecía excesivo desde su enfermedad, porque ya no le parecía necesaria esa confesión. El joven seguía viviendo su fantasía, y le llamaba la atención a sus compañeros cuando se paraban delante delante del toldo para mirar como Katy se ponía protector solar. Ya no se alteraba como al principio, pero seguía obsesionado, incapaz de pasar página y convencido de que al final sería para él. Cuando Thermes empezó a curiosear por allí todo se complicó, y cuando se paraba a hablar con ella, creía que eso lo convertía en burla del todos. Si Thermes la tocaba inocentemente, él interpretaba un insoportable gesto de ternura, y se juraba que le haría pagar por tal atrevimiento.

3 Juntos Para La Ira


Durante su encierro las ideas más absurdas pasaron por su mente. No podía dar forma al rechazo que suponía en Thermes hacia ella, pero sentía su mirada tan fría y cruel como indiferente. El dolor que imprime la mirada que no siente porque no conoce a pesar de todos sus intentos por hacerle entender. Creyó que podría entregarse, aparecer de pronto en su apartamento y quedarse para siempre, respirar su mismo aire y tener su boca; así de locas eran sus fantasías. Y no por inalcanzables eran menos precipitados sus deseos. Prevalecía el desgarro. Imperceptiblemente toda esa pena la desangraba de estremecimientos involuntarios, y caía de nuevo en su cama llorando amargamente. Despertaba y apenas abría un palmo las cortinas, lo suficiente para espiar lo que pasaba fuera sin que pudieran verla. La noche caía y nada le hubiese importado más que verlo pasar, pero alrededor de las hogueras estaban los chicos de siempre, riendo con sus bromas embrutecidas y obscenas. Un par de días después su comportamiento no había cambiado, no se atrevía a salir a aquel viaje pendiente,y había guardado la maleta en un armario. Se había tomado unos tranquilizantes y el corazón le latía sin fuerza. Apenas había comido y pensó que podría volverse loca si no consumaba su amor. Se aseó e hizo algo que tenía prohibido por Oswaldo, se recortó la barba, y finalmente le pasó la cuchilla y dejó la piel completamente rasurada, sin rastro de su personalidad, su principal característica y aquello que la definía. Hacía tanto tiempo desde la última vez que tuvo que verse una y otra vez al espejo para reconocerse. Recapacitó acerca de sus actos, de sus motivos y lo que suponían. No podría estar en su puesto en menos de un mes; eso si no decidía seguir afeitándose (hacerlo a diario) y abandonar definitivamente el circo y a todos sus compañeros. Tragaba la amargura de todos los muertos por no aceptar su dolor abiertamente, y por seguir consumiéndose. Entonces se dejó traspasar por un mal pensamiento, y creyó que podría atraer a Thermes a su caravana, él acudiría sin reparo, le prepararía una cena exquisita, lo seduciría, y a la mañana siguiente los encontrarían a los dos tumbados uno sobre el otro, dos cuerpos desnudos, sin vida. Era capaz de consumar semejante idea, lo sabía bien, y con vehemencia arrojó algunos objetos de su mesa de maquillaje contra el suelo. El dolor se volvía insoportable. Como estamos viendo, posiblemente ya lo sabíamos de antes, la experiencia del amor profundo -lo que en algunos casos va unido al desafío del amor prohibido-, llegado sin aviso ni reservas, nos lleva a fallar en todo, a hacer caer todos los escudos y olvidar cualquier prudencia. Nadie duda de que la inconsciencia en la que caen los seres más sensibles, y a un tiempo, temperamentalmente dotados, y que es esa profundidad en el sentir lo que acelera su enfermedad, su decaimiento y finalmente, en los casos más extremos de depresión, los lleva al suicidio. Y esa era precisamente la razón que hacía que Katy viviera asustada de sus propias reacciones. Cuando volvía sus ojos al espejo y se contemplaba, tan desfigurada, desmejorada, arrugada y ojerosa, no se reconocía. Se despertaba en ella la alarma, e intentaba ponerse a la defensiva. En torno suya flotaban todas las condiciones de aquellos que convierten el dolor en determinación mortal, las condiciones de los que se dejan llevar con el sentir sin conexión alguna con lo que podíamos llamar, el corriente equilibrio. El ardor la inquietaba hasta el punto de dudar del resto del mundo, ¿cómo pueden vivir ajenos a lo que sienten?, se decía. Asustaba, de eso estaba segura, algunos lo consideraban una enfermedad, pero nada justificaba los corazones insensibles, inmisericordes, emocionalmente dormidos. Intentaba no revelar esa naturaleza hipersensible, se dejaba invadir, pero no lo exteriorizaba, y siempre se había valido de pequeños trucos más o menos efectivos para mantener ese secreto a salvo. En su juego de persianas echadas, de ausencias consentidas, de viajes no realizados, de sangre alborotada y de sábanas empapadas, construía un mundo que no dejaba ver sus sentimientos más profundos ni los momentos en los que le daba rienda suelta. El relato de nuestras vidas, si ha sido confuso, nos conduce sin posibilidad de evitar ese trance, a explicarnos. Dar explicaciones es una de las cosas que menos nos gusta, sobre todo porque solemos estar obligados a todos los exámenes que nos quieran hacer. Algunos de nosotros se hacen los locos para tener un poco de libertad, pero no era el caso de Katy, pues desde muy joven se había concedido un alto grado de consentimiento, y eso la había llevado a huir de su cada paterna apenas cuando consiguió la mayoría de edad. Si le preguntaban si no se arrepentía de haber dado aquel paso, respondía que no lo sabía, o que hubiera sido mucho peor haber continuado bajo aquella presión familiar. Para acabar de satisfacer nuestra curiosidad, podría añadir que en aquellos años


adolescentes, justo cuando sus pechos diminutos empezaron a florecer, de forma simultanea se dio cuenta de que en su cara empezaba a salir un vello constante contra el que no pudo nada, a pesar de que lo intentó. Después de probar todo tipo de cremas y someterse a un tratamiento de hormonas que no le beneficiaba en nada, terminó por afeitarse, y con el tiempo, por dejarse crecer la barba. ¿Qué otra cosa podía hacer para encajar en la sociedad que trabajar de mujer barbuda? Quizás, en algún momento, imaginó una vida mejor para ella, pero notaba la forma insistente con que la miraban los hombres, y la curiosidad desmedida de los niños y las mujeres, así que concluyó que lo mejor era ofrecerse para dejarse quitar fotos. Puesto que nada es fácil en la vida para una chica que viaja sola y sin pasado, debemos suponer que fue sometida a algunos abusos de los que nunca hablaría y de los que nada podemos afirmar ni imaginar sin más detalles. La bondad y la inocencia, al contrario de lo que nos gustaría, difícilmente prevalecen después de someternos a las contrariedades que el porvenir nos depara inexorablemente. Como consecuencia de esta primera afirmación, consideraremos que una buena parte del engranaje que llena de energía el mundo, debemos entenderlo como una reacción a nuestras frustraciones, traumas, complejos y venganzas. Para evitar esa sucesión en los acontecimientos de la propia vida sería suficiente actuar con simpleza, con la espontaneidad del arte y la naturaleza, pero somos seres racionales, consecuentes y con memoria, y al final nos empeñamos en llevarlo todo a la lógica que vuelve sobre nuestros errores en busca de una superación que nos salve. Estadísticamente, que a un exministro de un país extranjero, poeta, trabajando en un circo, lo atacaran en plena calle, era una posibilidad muy remota. Y a pesar de lo inesperado e incompresible de tal hecho, sucedió. Tuvo la fortuna de encontrarse en una calle que se veía desde lo más alto de la carpa del circo, en la que Junguen se encontraba trabajando en aquel preciso instante, y cuando se percató del asalto, salió como alma que lleva el diablo en socorro de su compañero, aunque rival en (en el amor si así queremos verlo) la atracción que sentía por Katy. Apenas el tiempo necesario para llegar y poner en fuga al asaltante cuando Thermes se encontraba en suelo, golpeado e inconsciente. Pero ya, en tal situación, no había lugar a dudas. Él mismo le “rompería la crisma” si descubría que le había hecho daño a su venerada sirena, pero no consentiría de ninguna manera que nadie lo asaltara. Permanecer indiferente a una cosa así lo convertiría en un tipo de hombre que él no era. Su alma no estaba en venta, sería como arrastrar todas las maldiciones sobre sus pecados si fuera capaz de permanecer ajeno a una injusticia, pero lucharía, sin embargo, por defender el corazón de porcelana de la mujer equivalente que le impedía dormir. En cuanto a Katy empezaba a superar sus problemas de propia aceptación, recibió la noticia con la sorpresa del que cree que nunca le cuentan nada. Creía que a eso era debido su permanente despiste acerca de tantas cosas, pero la verdad era que su inteligencia estaba muy por encima de la media, incontenible en su visión generalizada del mundo en el que se desenvolvía, incapaz de detenerla cuando se veía estimulada por las emociones. De lo indeseable de sus circunstancias era lo que superaba admirablemente, contenidas con sus amagos, con el teatrillo de que viajaba y era una estrella que salía de vacaciones, cuando la verdad era que no seguía en el circo, o que pasaría un tiempo en el extranjero por visitar un especialista doctor para una cirugía y un tratamiento hormonal. Todo ello unido a su sensibilidad superior y a su inteligencia, la convertía en un ser incomparable, difícil de igualar. Por todo ello, el amor superior que desprendía por Thermes, impidió que pudieran detenerla cuando quiso visitarlo en el hospital. ¿De qué se había tratado todo aquello? En su postración se hacía las preguntas más difíciles de contestar, y le sobraba tiempo para evaluar las peores y las mejores escenas de su vida. Nadie se había preocupado por él desde que cumpliera la mayoría de edad, y había aprendido a andar solo. Entonces empezó a viajar y un día se enteró de que sus padres habían muerto, eso fue después de creerse poeta, y poco antes de ser ministro. El resto de la familia parecía no acordarse de él, aunque de vez en cuando le escribía una carta a su hermana. Todo lo que había ido, era lo que lo había hecho un solitario, y a un tiempo, era todo lo que le había permitido dedicarse apasionadamente a lo que le gustaba y lo atraía. No lo iban a doblegar tan fácilmente, ni con amenazas ni palizas, aún le quedaba fuerzas para rebelarse una vez más. Ni siquiera la mala conciencia por los errores cometidos, iban a impedir la redención en busca de una nueva lucha. Se pondría en peligro una vez


más si era necesario, ero le iba a ser fiel a todo lo pasado. De ese modo tan valiente y decidido fue quemando las horas de los días que pasó en el hospital, y de ese modo creía que servía fielmente a la confianza que sus nuevos amigos le demostraban. La imagen de Katy sin barba fue una revelación, y descubrió que podía ser aún más bonita de lo que recordaba. Para poder visitarlo, la chica tuvo que renunciar a su secreto y salir de su encierro, aunque, para no deshacer del todo el entuerto, dijo a todos que ya había vuelto de sus vacaciones. A pesar de haberse hecho tan amigos, de sentir por ella eso que sentía y de confiar en ella, no creía conocerla. De hecho, ella mantenía sus distancias, no sólo con él, sino con todos. No hablaba de su pasado ni de su familia y sus secretos se manifestaban entonces como muy relevantes. Había oído algunas cosas a las que no daba mucho crédito, después de todo, la gente siempre tiene algo que decir. La insignificancia de los ligeros comentarios, los que se hacen de paso y sin medida, no eran un excepción en la vida de las gentes de circo. Como hemos podido ver, la impresión causada era grande y eso, unido a la amistad que sentía, lo llevaba a rechazar la charlatanería que tan bien conocía de los barrios populares en los que también se había movido en su infancia. Desde su cama de convaleciente brotaba la visión de Katy sonriendo, y poniéndole una mano sobre el hombro. Enseguida llegó una de aquellas noches de hospital en la que se quedaba completamente solo. Le habían llenado la mesa de flores que miraba a oscuras como la sombra fantasmal de algo irreconocible. Katy había sido muy atenta también en eso, y en excusar a Junguen que la esperaba en la cafetería porque no quería hablar con Thermes, y mucho menos que le agradeciera alguna cosa. Hubiese intentado corresponder pero tenía un par de costillas rotas y apenas podía reír. Cuando se despidió lo hizo efusivamente pero intentando no moverse, si eso es posible. Entre el momento que apagaba las luces y la conciliación del sueño podían pasar unas horas, y eso a pesar de los calmantes que no le volvían a tocar hasta media noche. Cuando superaba las sombras de los ramos de flores, veía las luces en un edificio de enfrente, si eran luces de televisión se movían intermitentemente. Esa noche tuvo una vista que ni se le había pasado por la imaginación, Oswaldo, Marcosí y Ariana, habían pasado aquella mañana, y por la tarde, su casera y Katy, que debieron cruzarse en el pasillo porque a los pocos minutos de salir una entró la otra. Carioco lo visitó sin ánimo de seguir haciéndole daño, sin armas y escondiéndose de la enfermera que estaba medio dormida detrás de su mesa, justo donde los ascensores se abrían a la planta. Tal vez abrió un ojo al oír el ruido de las puertas en su mecánica movida por fuerza eléctrica, pero Carioco no era alto, y pasó agachado muy arrimado a la mesa. Ese día fue el día que más gente lo visitó en su vida, y le pareció lamentable que fuera por un motivo tan doloroso. Pero al menos le resultó consolador que aquel hombre quisiera verlo para decirle que había renunciado a su misión, y que él no mataría a un poeta por ministro que hubiese sido. Además de eso, le confesó que lo había estado siguiendo durante tiempo suficiente para no encontrar nada que reprocharle y eso lo hacía todo más difícil. Si al menos hubiese sido un cabrón... Thermes era el mismo de siempre, a lo largo de su vida no había cambiado tanto. La única diferencia entre aquel momento y otros que había vivido, era que se sentía un poco más viejo y cansado. Pero en todo aquel saco de años, su país había cambiado, había conocido la necesidad y la represión, y no podía ignorarlo. Aquel tipo le había pateado, y ahora le pedía que guardara silencio, se disculpaba, decía ser inofensivo, y hablaba de no volver nunca a su patria. Intentó llamar a la enfermera pulsando un interruptor, pero lo interceptó a tiempo y nadie acudió. Había escuchado lo que tenía que decirle y quería que se fuera, no había perdón, ¿O qué había ido a buscar allí? Así que miró al infinito, con esa mirada indiferente de los que no escuchan porque son capaces de abstraerse de la realidad, y en ese lugar imaginario permaneció hasta que el Carioco volvió a pedirle perdón y desapareció. En realidad nunca supo si lo soñó porque los calmantes hicieron su efecto y se quedó profundamente dormido sin poder evitarlo. Despertó con la habitación iluminada por la luz del día y recordaba algo de su visita, y apenas un poco después, las atenciones de la enfermera de noche, que le dio a tomar algo y lo dejó dormir. No era que dudase de lo vivido hasta convertirlo sueño, era la sensación de haberlo soñado. En unos días le darían el alta, y empezaría la recuperación fuera del hospital procurando no moverse demasiado. Nunca antes se había sentido tan acompañado. No iban


a quedarse a acompañarlo por las noches, pero sentía todo aquel aprecio hasta el punto de sentir la necesidad de escribir sobre ello. Tal vez tuvo unas palabras acerca de la poesía con el asesino, y le dijo que él no mataba poetas, tal vez él le respondiera que había mucho fraude en ese mundo, y que encontrar un poeta de verdad era tan difícil como encontrar un profeta entre los que se dicen magos capaces de adivinar el futuro leyendo las lineas de la mano. La experiencia no fue despreciable, pero tampoco tan intensa como para causarle una impresión insuperable, o, al menos, afectarlo por un tiempo. Tales eran las cosas que sabía ahora, que no lo tranquilizaban las palabras de renuncia del sicario, porque en origen alguien de quien no sabía nada, más que pertenecía al nuevo gobierno, le había hecho aquel encargo terrible, y podía insistir en sus planes. La única razón para que lo persiguieran hasta tal extremo, era política, no conocía ningún otro motivo. Sacudido por estos pensamientos se enfrentó al desayuno que le llevaron las camareras, entre bromas y colaboración generosa. Llevar tanto tiempo en la misma ciudad era un problema para el circo, la sorpresa, la magia y la curiosidad iban decayendo. Cualquiera pensaría que se trataba de un espectáculo mediocre, cuando la realidad era que un circo necesita moverse para mantener la venta de entradas. Cada vez que Oawaldo daba la orden de levantar la carpa, su mujer estaba varios días de mal humor. Se trataba de una grave molestia para ella, que debía someter a algunos cambios la estructura de su cama, y permitir que la ataran con correas. Eso no la libraba de la prohibición, pero no encontraba más solución. Como si no lo hubiese soportado en más ocasiones, el marido se llenaba de paciencia y pasaba mucho tiempo con ella para que se tranquilizara. La amaba hasta venerarla, pero no era ese tipo de hombres a los que exterioriza lo que siente, y procuraba disimular buscando alguna ocupación a su lado. La oía bufar y maldecir a pesar del ruido de las máquinas, y él, estoico, sin mover un músculo. Si ella arrojaba algún objeto, el se agachaba instintivamente, pero enseguida recuperaba la compostura y actuaba coo si nada hubiera ocurrido. Cuando aquellos viajes llegaban a su destino, él mismo le daba crema en las marcas que le habían dejado las ligaduras, pero por mucho que la oyera gritar no la desataba hasta que se calmaba. Con la pesadumbre propia de semejante situación, sabía que sería difícil de explicarlo a la policía si en algún momento intervinieran, pero era Renata la que finalmente reconocía que esa era la única forma de seguir juntos y finalmente tenía las puertas abiertas si deseaba abandonarlos. Era una vida polvorienta, cubiertos cada minuto del humo de las hogueras, y en ocasiones se apoderaba de ella el agotamienta transeúnte de los pueblos nómadas, sin embargo, sabía perfectamente que era eso, o ser internada en un centro especial donde pudieran atenderla. Por un instante, en aquellos momentos, le abrasaba tanto amor y dedicación, pero eso Oswaldo no lo notaba, de haber sido así, le hubiese dejado un poco de espacio para no absorber tanto aire. Era su naturaleza, se sabía un hombre dedicado, obsesivo y perfeccionista, y nada de eso era lo mejor para ella. La amaba cada vez que le lavaba los pies metiendo sus dedos diminutos entre las callosidades y las uñas, o cuando la daba un masaje palpando con incisiva astucia cada recoveco de sus axilas y sus pechos descomunales. Esos instantes de aseo eran muy placenteros para los dos, y en ocasiones, se apoderaba de él una vorágine de actividad poco juiciosa, que lo hacía respirar con dificultad y después de los jadeos terminaba por caer en un agotamiento delirante. No había riesgo a pesar de que se había pasado el día gruñendo por la inminencia de la partida. El se pegaba a ella hasta sentir sus más personales emanaciones, la piel derrochando vapor, y con el gesto fruncido, conspiraban sus relaciones sin que Oswaldo, en ningún momento hubiese sentido miedo. Otra cosa era limpiar con la manguera a las tigresas, las leonas u otras fieras, no era una mirada parecida, él lo sabía, protestaba pero dentro de Renata nada se hubiese rebelado nunca del todo. No en ese sentido del peligro, no en la aspiración de un riesgo más o menos controlado. Por fin llegó el día en que Thermes pudo pisar la calle de nuevo, las aceras salpicadas del agua sucia de las limpiadoras de portales, y las alamedas arboladas. Prefería tomárselo con calma, sobre todo porque iba apoyado en una muleta pero sabía que su destino era el circo, casi una patria para los exiliados de otros mundos. De nada servía preocuparse, pero alguien le había dicho que estaban desmontando y aún así, sus piernas no podían ir más rápido. Marcosí había hablado con él sólo un día antes, y había sido muy claro cuando le dijo que seguiría amenazado mientras alguien supiera


donde se encontraba, así que debía desaparecer sin decir a nadie cual era su destino. Estaba decidido a aceptar el ofrecimiento que Oswaldo le había hecho no hacía tanto y partir con ellos hacia alguna parte, sin destino conocido. Marcosí le había preguntado cuales eran sus temas, por qué se había hecho poeta y si eso era un obstáculo para empezar una vida desconocida como un extranjero sin pasado. Le respondió, “¿sabes Marcosí? Yo creía que debía hablar de la vejez entre otras cosas. Yo creía que no podíamos renunciar a encontrar un objeto a nuestra vida, y que llegar a viejos tenía que ser la razón para vivir. Alguna gente piensa que nacemos para morir, y eso me desagradaba mucho. En la vejez se ponen de manifiesto las mejores aptitudes de quienes nos cuidan, de los hijos y los nietos, de los enfermeros, de la gente que nos cede un asiento en cualquier parte. La vejez y llegar a viejo desarrollando cada emoción, cada gesto y cada mirada de respeto y compañía. Pero ya que me has preguntado semejante cosa, ahora tengo que decir, que ya no estoy seguro de que deba renegar de la muerte, y no prepararme para aceptarlo”. Llegó al circo, ya casi estaba desmontado, Oswaldo lo oyó llamar a la puerta de la caravana y le puso una especie de poncho plastificado a su mujer, como una cortina de baño a la que le hubieran practicado una abertura por donde le cupiera la cabeza, y así pareciera correctamente vestida. Así pues se trataba de una consecuencia de todo lo vivido. A Oswaldo no le chocó la decisión que acababa de tomar, la propuesta era firme y seguía en pie. Acaba de descubrir que hasta un poeta podía pertenecer a la gran familia del circo, de la que él era el gran padre protector. Aquello le llegaba desde los años de pequeños y fértiles desvelos y le hacía sentirse orgulloso. Thermes estaba preparado para semejante cambio, y para ver al hombre de las noticias hablar de él una vez más, el ministro de tal país, bla, bla, bla, fue atacado y cuando se recuperaba en el hospital desapareció, no se ha vuelto a saber de él, y bla, bla, bla. No sólo hablaban de ministro expulsado, también de la extraña mujer que le había pagado el hospital, de su último libro que se vendía como nunca y de que el partido guardaba silencio al respecto.

4 Los Límites Dilatados En el tiempo que duraron sus viajes intentó parecer en vano desinteresado del resto del mundo. Se predisponía para intentar evitar el fatalismo al que sus peores decisiones lo habían conducido, aparentemente exponiendo una falta de patriotismo que no gustaba a nadie. Particularmente, insistiré en ello todo lo que me sea posible, la libertad de los intelectuales que se comprometen por un tiempo con el partido comunista has estado siempre presente, y ha convertido esa relación en algo falible, inconstante y débil. No sólo evitaba leer la prensa, sino que estaba dispuesto a ir rompiendo sus lazos con una parte de su vida que lo condicionaba todo, así que ni siquiera escribía a Marcosí para que no supiera por donde andaba. Algunas cosas que los poetas hacen no son fáciles de interpretar, si no tenemos en cuenta que la búsqueda de la libertad es importante en ellos hasta la inconsecuencia. Resultó evidente para todos que sus ojos no podían separarse de Katy, a pesar de que declinó la invitación de ella para compartir su caravana, y preferió la compañía de Otto, que también viajaba solo, porque era domador y olía como sus fieras. Tenía una cosa buena su nueva compañía, a pesar de las incomodidades propias de vivir en tales circunstancias, Otto se dejaba tranquilizar y atendía a razonamientos cuando parecía perder la paciencia o se irritaba de pura fatiga. Como último recurso a sus enfados, que no eran habituales, Thermes le ponía un viejo tocadiscos monoaural de tapa, con


música de Cherubini; eso era definitivo. Por lo demás, bastaba atender las indicaciones de Oswaldo acerca del trabajo y cumplir con su parte para que todo marchara con cierta normalidad. Pronto resultó evidente para él, al contrario de lo que había pensado, que podría convivir con sus amigos en igualdad de condiciones, y hasta se animaba a ayudarlos con los trabajos físicos, que era algo con lo que no había contado en un principio. No se limitaba al personaje llegado por casualidad para darle un concepto poético a las presentaciones de números cirquenses, o a escribir notas de prensa, o a elaborar pasquines, se enredaba en la maquinaria como uno más. Katy se había dejado crecer la barba y sus ojos brillaban con más fuerza y belleza que nunca, “se quedará”, se repetía con frecuencia obsesiva. Por lo que parecía el vínculo entre los artistas se iba cerrando a medida que iba avanzando su viaje y visitaban nuevas ciudades. Se dejaban seducir por el público, por cada nueva reacción de sorpresa y por los ojos maravillados de niños y mayores, siempre diferentes en cada nueva etapa. Seguramente, esa plenitud de pueblos exaltados por la magia de la carpa, les producía una sensación semejante, y les ofrecía una carga de energía difícil de imaginar sin vivir en esos términos. Hablarían el resto de sus vidas de ello. De ancianos se acordarían de cada pequeño pueblo y de cada gran ciudad, y de sus gentes, que los veían y los veneraban como a héroes, por el mérito de sacarlos durante unas unas horas de sus problemas cotidianos, de hacerlos reír y de gritar de emoción. Con las fieras todo era aún más complicado, porque los sumía a todos en una mezcla de emociones diferentes, por supuesto de admiración, pero había algo también de temor y de tristeza. Otto era un hombre afectivo, podríamos decir que hasta cariñoso en su forma de hablar con todos, sin embargo, a veces resultaba desagradable verlo usar el látigo con los animales más rebeldes. Entonces, Thermes hablaba con él en las horas que pasaban compartiendo la caravana, intentaba decirle que no fuera tan exigente, pero no servía de nada. Quizá, en otro tiempo otros compañeros se lo habían dicho también, entonces tomaba su gato en el regazo y lo acariciaba sin decir una palabra, sin responder, adoptando una actitud de resignación por la incomprensión a la que se le sometía. Nadie lo vio, sin embargo, para muchos, también para Oswaldo fue Otto quien le plantó fuego al circo. Precisamente aquella noche había estado muy enojado porque alguien había denunciado al circo por maltrato animal y Oswaldo, justamente aquella noche le había comunicado que iban a prescindir de los números de fieras. Posiblemente, emboscado detrás de las sombras de los árboles, procurando no hacer ruido con sus pisadas, moviéndose entre las caravanas, plantó fuego en varios puntos a la vez. Todo el mundo debía dormir rendidamente porque habían tenido una tarde muy larga, y nadie se percató del fuego que crecía hasta que fue demasiado tarde. Cuando llegaron los bomberos todo estaba reducido a cenizas, menos la caravana de Oswaldo. Por fortuna pudieron apartarla a tiempo, tirando de ella con sus brazos, porque no fueron capaces de sacar a Renata por la puerta. Otto no compartió la agitación general por intentar detener el fuego, se sentó en un barril y lloró amargamente. Había sido él quien despertó a todos, uno detrás de otro, caravana a caravana, cuando ya nada se podía hacer, y por eso sospecharon de su actitud. Aquella noche, No valió Cherubini, ni el concierto nº2 para piano y orquesta de Rachmaninoff hubiese bastado. Un poco después desapareció, lo dejó todo atrás incluidas las bestias, y eso les hizo sentirse muy mal a todos, porque fue la prueba definitiva de su culpabilidad. Y, aunque lo buscaron, nadie pudo encontrarlo. Después de aquello iba a ser mucho más difícil para cualquiera seguir la pista a Thermes, porque Oswaldo cobró el dinero del seguro pero no se encontraba con fuerzas para volver a levantar un espectáculo parecido, ni siquiera reducido a su mitad. Así que Thermes hizo su equipaje y se dispuso a desaparecer una vez más y Katy lo acompañó porque ninguno de ellos podía aceptar que fuera de otra manera. Su nuevo hogar era un piso viejo y pequeño en un suburbio de una gran ciudad. Nadie que no haya conocido un lugar semejante puede imaginar el desafío que suponía. Por lo que se refiere a las emociones que despertaba en los dos enamorados, no podemos decir que el amor fuera capaz de hacerles olvidar todo lo que los rodeaba. A esta nueva situación a la que se remitían debemos añadir los problemas de cañerías, ruidos y humedades, lo normal en estos casos. Los adornos de navidad de los últimos inquilinos seguían puestos en pleno agosto, porque en cinco meses nadie había


querido entrar a vivir allí. Los marcos de los cuadros con escenas de caza, estaban cubiertos de cintas de colores, y de las paredes colgaban bolas pegadas con cinta adhesiva. Esta decoración carente todo sentido duró poco, porque a Katy le resultó tranquilizador coger una bolsa de la basura y tirarlo todo, incluidos los cuadros. Entre los primeros absurdos días de su nueva vida, y la necesidad de encontrar un equilibrio surgió el deseo de entenderse, de comprenderse y apoyarse, y todo empezó a ir un poco mejor. Hacía falta dos seres muy extraordinarios para salir adelante con un horizonte así, cada vez que abrían la puerta de su apartamento. Tan poco frecuentes eran sus recuerdos del circo, que llegaron a dudar de haber tenido un pasado de no haberlo pasado juntos. Tal vez el circo existió porque los dos habían estado en él en un mismo tiempo, y como si todo el tiempo en que no se conocían no hubiese sucedido. Thermes siempre había deseado un amor que pudiera con todo, más que ser ministro, poeta o cualquier otra cosa, y ese amor tenía una fuerza poco usual. Estaba seducido por las formas que se representaban en su nueva vida y en su nueva vivienda. Por encima de otras consideraciones artísticas estaban los besos, los abrazos y las noches de amor interminable. Como dos adolescentes vivían un estado de enajenamiento que no entraba en otras consideraciones. Lejos quedaron los celos fuera de control de Junguen y las dudas de Katy, todo se iba superando y lo mejor de todo, su anonimato era total. Para ellos, las habladurías acerca de la barba de Katy era una curiosidad sin importancia que soportaban sin dolor. Se entregaron a las relaciones vecinales, a pesar del desalmado origen de algunas críticas. Incluso las peores miradas de desconfianza fueron capaces de someterlas a encaje sin enojarse. No alargaré más el final por muy feliz que sea, y llegados a este extremos debemos reconocer nuestra admiración por esos amores incombustibles, enfrentados al mundo y sus mezquindades. Quizás todas las Julietas, desde hace un tiempo se sientes defraudadas, y muchos Romeos resultaron incapaces de controlar su fuerza bruta. Cualquier tipo de abuso es censurable, y precisamente por eso, cuando el amor es de verdad, por muy loco que resulte todo, debemos, al menos por una vez, aceptar que hemos escrito una historia en la que nadie muere y el amor triunfa, y eso nos vale madre.

1 Caballo Muerto En La Nieve Llega mi verdadera trinchera mi única defensa después de muerto, mi alba de renuncias para anunciarte, sin epitafios. Así desconocida me amenazas con tu extrañeza, papel que ardes sin aliento. Me da tanta luz y dulzura que me entierres ya sin sed del incesante delirio que fuiste en la tierra que me acoge, que tus enormes brazos tan necesarios para su batir de vientos me deslizan en una pista helada: caballo muerto en la nieve. Campanillas al cuello. Neones en las pezuñas. Una bala en un ojo. Ya me llegaba no saberte en el papel que juega la tarde. Me asalta un frío de cuello desnudo, fuera de toda interpretación, lejos de toda duda, armado contra toda tortura. No sé nada del ritmo de los muertos, de las campanas que no besan, ni de los pechos que desparramas y que alimentan las flores de la tumba paciente. Pero ya no puedo soportar tu risa, y cuidado conmigo porque soy incapaz de perdonar el duelo de tu cuerpo. Fui vencido sin estrategias para perderme una parte de


tus promesas. Tus enormes bocas me tienen. Me desconcierta tu regazo en la comodidad de un cadáver. Y tampoco sé como decirte que he descubierto que antes que me instales definitivamente entre sueños apenas concebidos, debo ser insistente en esto, me entrego para que me abras el pecho. Para que me entierres eres parte de mi trabajo, me dejo, me arrojo, hecho un ovillo creador voy a ser discreto sobre mi y mi deseo. Ya no soy joven para morir para siempre, para caminar igual de fascinado, para no querer lo que nos decimos. Haces aparecer que me mencionas y es como tocarme y rescatarme del camino en el que me hice ruina y huesos. Eres tentación que conversa donde caben los espíritus creativos, donde el llanto de puta y la criatura que duerme inconsciente de la madre comprometida con el vaivén abusivo del jadeo. Eres puta, de luto, pero puta. Al principio creí que no eras obsesión, pero también podemos discutir al respecto. Pasan los días sin trascender, sin que me importe la atmósfera y sus caprichos, a pesar de de su alegría. Te afirmas sin noches y sin días, particularmente seductora, no sé como me dejé convencer hasta llegar aquí. Adherido a la sinrazón de ser un expulsado más. No soy un candidato difícil, me dejo convencer aún al saber que me empeoran los encuentros que me obsequias. Tales eran nuestras conversaciones cuando militar entre tus amantes aún me parecía intolerable. Concebía mi aflicción como un extremo irremediable de todo lo que me había sido dado, el muro exacto, eran aquellos primeros tiempos. Me acababan de instalar en el patio de los afligidos, en el limite de mi tiempo, en el lamento constante y en la baldosa sin llaves ni pasillo. Nadie puede afirmar que ya entonces hubiera leído las obras completas de los poetas más sobresalientes, cabía suponer que el tiempo es limitado hasta en el subterfugio de los condenados. Pensar en no tener mañana no nos librará de la necesidad de nutrirnos. Se abren novedades en un pozo de escolopendras, en la convicción de sus cien pies redoblando el manifiesto de la horca. Cascabeles de cobre inevitables como el resumen de un fantasma, silencio, al fin: la calma. Menos invocarte, ni arrastrarme a solas sobre la lágrima de la serpiente, atrapado por el precio que merezco. Podría intentar hacerme una idea de mis límites pero sería inútil, perdí la noción del tiempo y del espacio al aceptar ser tu huésped. Algunos de tus enamoramientos llegaron aquí mucho antes que yo, las cunetas están llenas de enfermos, se posan una sola vez y ya no son capaces de emprender de nuevo el vuelo, a ellos les pasó lo mismo. Aparentemos que somos incapaces de hacernos una idea del horizonte, no somos precisamente una expedición, a menos que montemos el club de los lamentables. Lo mismo esta necesidad de seguir trascendiendo en el sueño, tiene que ver con la creencia de que sigo vivo, de cuya esencia depende nutrirnos del ánimo indispensable para seguir dando forma a las palabras. Algunos seres establecen los espacios basándose en suposiciones, pero para todos hay unas medidas convencionales, aunque ya sé que tú no crees en eso.

2 Un Golpe De Abril No sé que día es hoy pero las sábanas no parecen mías, podrían hacer un tratado al respecto, o buscar en un bar barato, a una de esas mujeres que leen los posos del café para saber que dice todo ese hilo arrugado. Es posible que alguien nos haya mostrado un océano desde una posición sumisa que no entendimos, ¿a quién culpar de nuestros desaciertos de profundidades marinas? Ya no puedo desatar lo que la tierra levanta, indiferente patria de árboles detenidos. Ni rodear con un brazo tu cintura, lo que es el viento a tu falda o el deseo a la travesura de tus ojos. Parece sábado antes de abril a pesar de las palabras. Se desentierra la profecía de cuerpos fusilados. Como campesinos hemos aprendido a profanar camas ajenas, instantes de enamorados resignados a una primavera que hace crecer la tierra. Tampoco reconozco mis lágrimas, me interrogan con amargo desdén entre las hojas de claroscuro, brillo y deslumbramiento.


3 El Embalaje De La Intención Poética Igual hay un reloj de moscas sobreviviendo en tu almohada y no te has dado cuenta. No te señalo porque obedezcas esas leyes de viejos continentes a la deriva, desplazándose sobre un todo tan grasiento como resbaladizo. En la distancia no duele el diente pero cuando vayas a dormir esta noche vigila, eso siempre es mejor. La ciudad se abre ligera en las plazas, en los sonidos de la ropa en la ventana y la arquitectura que conjunta las vidrieras de todas las casas. Niños pobres, campesinos y gitanos jugando a la rayuela, corriendo en las fotografías o arrojándose al mar desde las piedras que engordan al sol como huevos de burro muerto. Igual nadie sabe que existes en las larvas de las mantas y en las arrugas de tu cuerpo.

4 El Don De La Nada Nos marchamos de trenes y fronteras porque ¿quién asegura el destierro sin hacer de su negocio su patria? Marchamos sobre lo que queda de los dedos de los pies y bailando de tobillos porque éramos de los emigrados pobres, los que no piden privilegios. Pero pedimos auxilio en el grifo de los milagros, respirando confundidos entre pánico y risa nerviosa y nos la negaron con voz de reloj a la hora de la siesta. Hay respuestas que te abren las tripas, cartucho a cartucho. Notamos los parámetros de un vacío tan explícito como el desdén. Deberías estar muerto para no saber lo que pasa, pero sólo te pasabas el día sacándole brillo a las cuentas vidriosas de un rosario malhumorado. Antes se cierra una nostalgia que comprarse entre los que no se dejan impresionar, ni compadecer, ni entregarse a la muerte más violenta. En un buque de distancias se enredan lenguas extranjeras para agradecernos que ellas nunca supieron regresar. Perdimos todos nuestros derechos cuando otros se comportaron como turistas, y yo que me ponía de perfil siempre salía desenfocado. Tendré que desafiar mis propias profecías, las que ya no respetan un desgarro. Volamos buscando volver al sur de nuestras fuerzas, concluyendo un cimiento de plumas, allí donde nos desorientó el humo industrial y el ruido de los palomares. Somos un fragmento, la desmembración, la aridez, las patas del alacrán. En la oscuridad que momifica los cuerpos, no por ausencia de vida, sino por el temor a moverse, retrocedimos hasta un caparazón trasparente a los ojos extranjeros. Nos engañaron tantas veces, como sonaron los himnos que exaltan el hambre hasta darle el roce de la segadora. En la misma


oscuridad que escondimos las herramientas debajo de la cama en una lata abollada y bordes carcomidos, le apretábamos la pierna a una desconocida acurrucada entre los dos, buscando un cuerpo joven para recordar la oscilación de las tarimas. Con turbio y ronco deseo amamantaba a la luz de la luna, las crías de un perro pastor que se había quedado sin pareja. No tenía nada de malo fingir que no entendíamos su idioma, después de todo, si ya no se iba a levantar hasta que vaciáramos sus pechos y como dos aprendices, sometiéramos su trote pesado y viejo hasta hacerla suspirar, y viéramos que era capaz de cumplir todo lo que había prometido.


El Trote Encendido


1 Al Trote Encendido El resplandor de la noche dejaba claro que las nubes eran desiguales. Por primera vez después de un día muy largo hubiesen visto un trocito de cielo si no se hubiese hecho de noche tan de repente, una noche chocolate, negra y fría como el invierno pasado, y que no ayudaba. ¿Seguía abril brillando su luna después de un día de lluvia lenta y aburrida? Juani buscó unas mantas por las habitaciones mientras Louis intentaba encender la vieja cocina con un poco de leña que no parecía tan nueva. Ramis y Packard desempacaban algo de ropa y platos de plástico para la cena; todo muy a propósito para poder pasar aquel primer momento con cierta comodidad. Clark y Tears salieron a inspeccionar la zona con sus linternas -pronto se iban a dar cuenta de que apenas le servían para algo y que no había sido la mejor de las ideas-, aunque sus compañeros, más que una inspección del lugar, pensaron que se trataba de un paseo romántico. Aparentemente, la decisión de salir hacia la vieja casa familiar de Louis, fue de él mismo, con todo el derecho a desempolvar el silencio inmóvil pero no inaccesible de los últimos cien años. Derecho a deshojar la poco calculable belleza de lo que permanece para dejarse maltratar por el paso diminuto de cada segundo; con toda su violencia. Siempre hay algo de susto al contemplar el efecto causado, el indiscutible pospuesto final, que acontecería con el derrumbe del tejado y las riadas desbordando las ventanas. Desde tal punto, la emoción de volver para desafiar los ruidos nocturnos de roedores e insectos, no parecía haber sido tomada en cuenta por Louis cuando les ofreció semejante aventura a sus alumnos. Dado que el miedo de cada uno es materia reservada, no pudo imaginar como se lo tomarían una vez allí, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás, no encontrarían el camino de vuelta en plena noche, y tendrían que decidir como cubrir las camas si querían echarse sobre ellas y dormir sobre todo lo muerto que alguna vez había habitado sus colchones. Juani pasó sus manos por la espalda de Louis para acomodarle una manta sobre los hombros, lo que no era lo mejor para cocinar, agradeció el gesto e intentó aguantar con ella puesta. Ese tipo de afectuosos mensajes por medio de ligeros apretones en los brazos, en los hombros o en el cuello, no eran inusuales en ellos. Era como una confirmación de la amistad, una forma de decirse, estamos aquí y somos reales, podemos tocarnos, somos algo más que buenos sentimientos los unos con los otros. Existía, incidiendo en los términos de su amistad o en los de la ternura que lo unía a Juani, que Louis hubiese pensado que pasar unos días en aquella vieja casa, sin más luz que sus linternas y sin más agua potable que la del pozo, podría convertir la necesidad de estar unidos y las pequeñas diferencias que siempre se arrastran, en una oportunidad de ser mejores. Era cuestión de prestar atención a las incomodidades de cada uno y apoyarse en las limitaciones, pero sin pasarse en la actitud; de la ayuda sin ponerse a la altura tampoco ha salido nunca nada bueno. Esa era la intención, pero por desgracia, la inspiradora casa que lo había llevado a concebir un plan con tan buenos sentimientos, estaba más deteriorada de lo que pensaba. Es más, solemos recordar los espacios de nuestra infancia en unas medidas que no parecen reales al volver sobre ellas ya de adultos, lo cual, en si mismo, resulta incapaz de aportarnos el sosiego que buscamos, al enfrentarnos con un pasado al que nos gustaría volver, pero en los términos que tenemos en la memoria. Para Louis, el experimento que proponía, aún después de la fatiga propia de un largo viaje y de llegar a un lugar inhóspito, a pesar de las tensiones que se produjeran entre los chicos durante el viaje -esto


ya era mucho más habitual-, no carecía del interés inicial, y ni un ápice del ánimo que lo había llevado hasta allí se había quedado en aquellas primeras contrariedades. Después de todo, ¿no eran contrariedades lo que necesitaba para poner en marcha su teoría de que la adversidad nos hace mejores y tiende a unirnos y salvar nuestras diferencias? Para Louis, volver a rememorar las viejas jornadas de pesca con su padre tenía un significado aparte, eso también lo había animado a volver allí, pero no desmerecía el motivo original. De niño, dormía en la caravana, pero recordaba perfectamente que correr por la casa y revolverlo todo era una de sus aficiones preferidas, hasta que su padre un buen día y sin que conociera un motivo para ello, echó la llave y dijo que ya estaba bien y que ya estaba todo visto allí. Con la perspectiva del tiempo, teniendo en cuenta los recuerdos de infancia que a su vez su padre tuviera entonces, cabía la posibilidad de que pensara que estaban profanando la memoria de sus ancestros, y por muy loca que le pareciera esta idea, Louis así lo había interiorizado y lo mantenía firmemente grabado entre todo lo demás relacionado con la casa. Seguro que nada podría ser tan vulnerable, ni siquiera la memoria y el respeto debido. De tanto que los ciudadanos más respetables se empeñan en glorificar a los grandes próceres que en otro tiempo fuero, terminan por crear un rechazo hacia los homenajes, los monumentos y las misas pagadas en su recuerdo. Algo así pasaba con los chicos que acompañaban a Louis, por eso sabía que sería un error contarles de la historia familiar y de como el abuelo se las había arreglado para montar aquella casa en un lugar tan alejado de todo y como había sobrevivido vendiendo madera. Incluso le habría parecido muy poco acertado que ellos pudieran llegar a pensar que los había llevado hasta, sin apenas posibilidad de moverse sin perderse, para tenerlos atados a él y así dedicarse a darles lecciones acerca de los valores del pasado que se estaban perdiendo y de los grandes logros de aquellos primeros hombre establecidos en el pueblo y sus alrededores. Eso quedaba totalmente fuera de lugar, pero además, no tenía mucho que ver con su forma de proceder, sus alumnos lo sabían porque lo conocían y hasta ahí sabían que podían fiarse de su buen juicio. Louis puso al fuego unas salchichas e iba dando indicaciones para que dispusieran papeles de periódico sobre la mesa a modo de mantel, y se fueran sentando sin esperar por Clark ni Tears porque no sabían lo que podían tardar. Felizmente abrieron unas latas de pescado y lo tomaron frío, y alguien encontró el abridor que llevaban un rato buscando para descorchar unas botellas de vino. Se sentaron o se apoyaron por donde pudieron, confiando en que por la mañana les quedaría más claro si podían fiarse de las patas de aquellas sillas viejas. Hicieron algunos comentarios despectivos sobre la casa porque esperaban otra cosa, pero Louis no hizo caso. La noche era de un silencio que en otras circunstancias les hubiese parecido sobrecogedor, pero se lo estaban tomando con buen humor, y era agradable pensar que al menos, podrían enfrentarse al resto de la noche con el estómago lleno y la moral alta. Oyeron el ruido de la moto de Clark, e hizo un golpe seco al detenerse seguido de una maldición. Posiblemente se había golpeado con la escalera del porche al apagar la luz de la moto. Después entraron abriendo la puerta con dificultad y se unieron al grupo. Tears estaba muy nerviosa, sobre sus cabezas la ropa que habían puesto a secar sus compañeros, no dejaba de gotear, avanzaron. El pelo rubio se le pegaba a la cara, y parecía haber envejecido de golpe. Era la más joven de todos ellos, y debería de recuperar fuerzas con facilidad, pero algo había sucedido en su corta excursión hasta el río. Recorrió la cocina con los ojos, escrutó cada sombra y cada mueble, y finalmente la mesa y las caras de los otros que no habían dejado de comer a pesar de su irrupción, tal vez por esperada. Sin que se le notara, cruzó una mirada de inquietud con Packard, se acercó a la mesa, le hicieron un sitio y le sirvieron un vaso de vino. Conversaron mientras duraron las viandas, y cuando se sintieron más relajados empezaron a reír y contar anécdotas graciosas de todo tipo, de lo más inverosímil y de lo más cotidiano. Juani dejó de desconfiar de las sillas viejas y se sentó estirando las piernas sin miedo. La miraron con incredulidad pero Packard hizo lo propio. La leña ardía en la chimenea de la cocina sobre cenizas y brasas rojas de un tiempo anterior, y les pareció que arreciaba la lluvia, pero ya no les importó porque no iban a salir, a menos que el baño estuviera atascado, o que no hubiera suficiente agua en las garrafas de plástico que habían llevado hasta allí. El viento apenas era una leve corriente, pero volverían a sentirlo si abrían la puerta, aunque sólo fuera para ventilar. Nadie iba a hacer algo así, aunque Louis señaló que era conveniente renovar el aire. La sobremesa no duró demasiado, el


tiempo necesario de cantar unas canciones a coro, y bostezar sin complejos entre un estiramiento y otro. Sin la menor duda, en la importancia que queramos darle a nuestras vidas, tendremos alguna vez que aceptar la huella que dejan nuestros dramas. Determinado a olvidar la reciente muerte de su madre Packard tomaba parte del buen humor general. El mejor sentido que podía darle a la impresión causada en su interior, la determinante huella, se acomodaba al mundo que seguía girando a pesar de todo. Esa impresión iría mitigando su dolor, pero se presentaba con la intención de transcender a pesar de todos los cambios a los que se tuviera que someter, por su propio deseo o por cumplimiento de su deber. Pensaba que eran muy considerados, que intentaban distraerlo y pasaban por encima de cualquier mal recuerdo con el propósito de seguir adelante, de poner un punto en el horizonte y dirigirse hacia él como lo único que importa. Así debía opinar Louis que llenaba de actividad, y sin decir palabra proponía la misma actividad para todos. Aún estaba reciente el entierro, y el dolor era limpio como el filo de una espada, que no podía sentir otra cosa más que comprensión. Era por ese motivo que incluso en Tears, con la que había tenido sus más y sus menos, y ahora en brazos de su mejor amigo, le parecía más comprensiva que nunca. Nadie juzga a los que sufren si lo pueden evitar, estaban decididos también a perdonar y su última pelea con Clark parecía un mal sueño, pero de momento no le apetecía hablarle. Al volver del baño en dirección a la cocina, Tears se cruzó con Ramis y escondió la cara porque no quería que notara que había estado llorando, pero no sirvió de mucho porque todos se dieron cuenta cuando se sentó cerca de una linterna. Entonces le preguntaron que le pasaba, y no dejaron de insistir hasta que confesó que habían encontrado un perro muerto a la orilla del río, que últimamente estaba muy sensible y que eso había precipitado su llanto, pero se encontraba bien. Clark confirmó lo del perro y no sería tan raro si no no hubiesen asegurado que no hacía mucho que estaba allí, que era un perro pequeño, un animal doméstico de compañía, de los que se tienen dentro de casa, y que conservaba la correa al cuello. “¿No estábamos tan lejos de todo?”, añadió Clark dirigiéndose a Louis. Habían llegado a ser tan naturalmente... más compañeros que amigos en sus años de estudios, que sentían que les faltaban las vivencias de hermandad que tuvieran con los amigos de infancia. Se preguntaban lo que significan los unos para los otros, y ninguno de ellos deseaba una respuesta definitiva, porque confiaban en mejorarlo todo con el tiempo. Sin respuestas de momento, era lo más apropiado para propagar una mejoría en sus relaciones si alguno de ellos la observaba y llegaba a interpretarla. Tampoco se preguntaban si tenían un objetivo de cada uno, lo que llevaría a una segunda parte en la cuestión, ¿tenían ambiciones compartidas o se limitaban a pasar sus años de juventud lo mejor posible? Y además, cuando estaban más tranquilos aceptaban que lo más sensato era quitarle importancia a las diferencias e intentar controlar las discusiones, lo que a su edad era difícil; la juventud es una olla a presión cocinando pasiones, deseos reprimidos y químicas antipatías. Juani repartió mantas y Louis habitaciones, todos estuvieron conformes; eso también fue una novedad. Se fueron a dormir -Las mantas no servían más que para ponerlas sobre los colchones, si hubiesen sido alfombras también las hubiesen cogido. Esa noche antes de acostarse, Packard intentó consolar a su chica que lo miraba con ojos húmedos al acomodar su saco de dormir y su manta. Se reprochaba no haber hablado claramente de sus miedos y las incoherencias que encontraba en Louis. Quizás se habían dejado convencer demasiado pronto para hacer aquel viaje, y lo que aún era peor, sin hacer suficientes preguntas. Le prometió que hablaría con él, porque aquel no era el lugar solitario y alejado que les había hecho imaginar. Su voz vibraba de un consuelo que necesitaba excusas, o culpar a alguien, o terminar de encontrar errores. Se extendió en sus reproches hacia el profesor, pero no terminaba de ser conciso y ella terminó por dejar claro que no había para tanto, que sólo se trataba de un perro muerto. Lentamente Juani dejó caer su cabeza sobre el hombre de Louis. La boca estaba tan cerca de su cara que podía sentir el aliento. De pronto Louis la miró y se giró con la excusa de hacer llegar el saco hasta su mentón, pero en realidad quería hablar y sus ojos quedaron frente a frente. “Me desprecio cuando me creo capaz de manejar situaciones y personas; se que no deseo ser uno


de esos tipos ladinos que juegan con todos. Tampoco me enorgullezco de poner la oreja en conversaciones privadas, en aprovecharme de mi posición para saber cosas íntimas de mis alumnos cada vez que tienen una crisis y necesitan alguien de confianza con quien hablar. Debería poner más atención en cumplir con mis deberes como docente y dejar estos juegos de intentar reformar a chicos que no desean ningún cambio en sus vidas, porque están a la defensiva. Rechazo todo lo que de mi saben que les va a fallar un día. Me repugna creer que soy calculador y taimado, y que creo que eso me da la superioridad necesaria para tenerlo todo controlado.” Ella se sentía a gusto y segura a su lado y no pensaba en el futuro, y le respondió con un beso porque así evitaba que siguiera hablando. Quería dormir y sabía que si decía cualquier cosa él volvería a analizarlo todo desde el principio, así que lo besó y cerró los ojos. De nuevo en la vieja casa, participando de algún efecto balsámico que nadie sabía con certeza. Compartiendo todo lo que les hacía mal, al menos en sus efectos más obvios. Había que hacer algo, no valían las excusas, y a Louis no se le ocurrió otra cosa mejor, de hecho, le pareció la mejor cosa. Con decisión compartió la ilusión que le producía con sus alumnos más problemáticos, que eran aquellos con los que pasaba más tiempo, y estuvieron de acuerdo en salir de excursión sin saber muy bien a donde, y en que condiciones. Para Ramis y Packard todo era más relativo que para el resto, Hubiesen preferido haber llevado una tienda y acampar a campo abierto, pero la idea de aventura de los otros parecía ir pareja a la de la comodidad, si estar en una casa medio derrumbada, llena de humedad y, posiblemente, de todo tipo insectos, tal vez culebras y roedores era en algo cómodo. Los defensores de las casas viejas tienen un poder mágico sobre quienes las visitan, parecían dispuestos a defender que todo podía ser maravilloso, según como se viera. Podían discutir y modificar sus impresiones, pero no permitirían que se descartara, no hacía falta entrar a discutir algo tan obvio, y Ramis jamás había ganado una discusión al profesor y su colaborador y defensor más cercano, el incombustible Clark. “Tanto hablar de ir a un sitio retirado donde nadie había pisado en años, y ahora resultaba que no era así, decepcionante, como tantas otras cosas.” Quienes vieran esta excursión como una forma gastar tiempo de ocio posiblemente no alcanzarán a imaginar que tipo de chicos problemáticos se movían en el colegio, y como se les tenía sujetos a todo tipo de actividades para intentar exacerbar su imaginación hacia patrones realizables. Dicho de otro modo, los profesores creían muy importante que aprendieran a moverse con libertad para evitar otros conflictos. Ramis hizo sus objeciones, sus críticas al plan, a la casa y cualquier tipo de actividad que en aquel lugar se pudiese llevar a cabo. No consiguió apoyo en su protesta, aunque los otros creían igualmente que nada había sido lo que esperaban. Aquello le hizo sentirse estúpido, como si todos disfrutaran viéndolo decir lo que pensaba y enojarse sin remedio. En otro tiempo se le había ocurrido tomar parte en una carrera ilegal de autos, el coche se lo cogió a su padre y no tenía permiso de conducir, pero como la carrera duraba apenas lo que tardaba en pasar la noche, lo mismo creyó que podría devolverlo al garaje al amanecer. Hizo su inscripción y se dispuso a dar dos vueltas a la ciudad sin respetar señales ni semáforos, el que lo hiciera en menos tiempo se llevaría el premio. Iba solo, la radio lo distraía y la apagó en cuanto empezó a rodar. Quizás nunca creyó en si mismo hasta el punto de considerarse un ganador, afrontaba la sensación de tener el volante en sus manos como un experto piloto, y no se trataba más que de un niño asustado. Las voces de su cerebro desaparecieron en cuanto se unió a la circunvalación y supo que no tenía una sola posibilidad porque no era capaz de poner el coche a gran velocidad y controlarlo sin que se le fuera en las curvas. Después del accidente llegó un coche de policía en un momento, tardaron menos de un minuto, como si estuvieran esperando que sucediera. Lo llevaron a su casa y su padre no podía creer que alguien llamara al timbre a esa hora de la madrugada, abrió en slip y camiseta, y se deshizo de la policía lo antes que pudo. La versión era la misma que la del hijo, y como el coche destrozado era suyo, dejaron a Ramis en su casa. Al día siguiente lo internó en el colegio y allí conoció a Louis y al resto, no fue tan mala idea.


2 El Principio Del Río Louis descubrió a los vecinos en cuanto se hizo de día. Se trataba de un ingeniero Inglés que había construido su casa al otro lado del río. Eso no convertía al lugar en algo diferente, ni en una colonia de turistas como habían llegado a pensar, sólo se trataba de que tenían unos vecinos, y no se iban a quedar tanto tiempo. Por algún extraño motivo en el buzón había restos de propaganda de una hamburguesería, eso lo llevó a imaginar que ellos le pedían comida en ese lugar, que se la servían en la puerta y que solían dejar propaganda en las casas de los vecinos al entregar el pedido. El profesor se sintió culpable al ver el chalet iluminado por el sol de un nuevo día, estaba solo, había salido a pasear y comprobar que todo había cambiado desde la última vez. No era que hubiera perdido el sentido, simplemente debería haber tenido en cuenta el paso del tiempo, y observar que en un razonamiento coherente era muy obtuso haber deseado encontrarlo todo igual que en su infancia. Anteriormente le había pasado que estaba tan cómodo en como marchaba su vida que no esperaba cambios, y eso era muy poco inteligente por su parte. Aquella mañana, viendo la casa de la otra orilla del río, por algún motivo inconfesable, el ánimo se le vino abajo. Tal vez seguir teniendo la vieja casa ya no tenía mucho sentido. La realidad no se resistía al análisis, el cambio no era pasar de la casa solitaria, a la casa con vecinos, se trataba de un sentimiento de fracaso. En un momento así, se justificó pensando que después de una edad, ¿cuando ya lo material no nos llena, todos somos unos fracasados? Los muros de la nueva casa se alzaban sólidos y grises, sin una grieta, sin un error. Las nubes se desplazaban rápidas y bajas, y las sombras duraban poco. De seguir mucho rato allí parado empezaría a pensar que le hacía falta una gorra con una buena visera. A esa hora de la mañana los pajarillos cantaban desaforadamente, echaban sus trinos al aire y se respondían entregándose. La hierba estaba aún húmeda y la caminata había terminado por empapar sus zapatillas deportivas hasta sentir la humedad en los calcetines. De noche habían oído soplar el viento entre la fronda de los árboles más cercanos, y si la luna había salido a ratos, posiblemente había vuelto a llover poco antes del amanecer; era posible que hubiese oído a las chicas dar pequeños gritos de miedo, asustadas por el temporal pero también por saberse aisladas de todo. No le había dado importancia, se había subido el saco por encima de la cabeza y había seguido durmiendo. Desde que no iba de camping, había olvidado lo negra e indiferente que se mostraba la noche, lo tenebrosa que podía ser cuando el silencio lo llenaba todo. Y aquel temblor de hojas se rompía de nuevo a la orilla embarrada en la que se había metido, sin dejar de mirar a la casa y embarcadero. Oyó a los chicos que se habían levantado y jugaban dando voces sin sentido. Las ventanas no permitían apreciar movimiento en el interior. Miraba fijamente en aquella dirección, casi con descaro, con las manos en los bolsillos del pantalón y encogiéndose de hombros. No podía decir que no espiaba a los vecinos, ni excusarse en la insana curiosidad de excursionista. Nadie podía decir que miraba escondido detrás de un árbol. No se sentía un furtivo, sencillamente había bajado hasta el río, y se había quedado sorprendido mirando a la casa, nada más que eso. Había una embarcación y un muelle nuevo de piedra delante de la casa. Unos postes de cemento sujetaban una linternas que seguían encendidas a pesar de que la luz del día ya era plena. Imaginó que el espacio libre y pavimentado a continuación de la rampa, estaba destinado a sacar la embarcación y dejarla allí mismo cuando el río venía crecido. El río es traidor, y los remolinos parecían inofensivos pero eran capaces de comerse a cualquier hombre por fuerte fuera y por muy bien que nadara. Eso lo sabía bien, porque de niño su abuelo le había prohibido acercarse al río sin la compañía de un adulto, y habían observado esa prohibición escrupulosamente cada vez que había pasado allí sus vacaciones.


Sentía una ligera melancolía, que sabía que iría a más si le daba oportunidad. Aún no estaba preparado para dar rienda suelta a las emociones, cerró los ojos y se los frotó con cansancio. Volvió a mirar la gran casa de los vecinos y parpadeó incrédulo. Le hubiese hecho una reverencia de haber sabido que alguien lo miraba desde una de las ventanas, pero se dio la vuelta de un brinco y se alejó torpemente. Juani llegó caminando para encontrarse con él, vio por primera vez el agua del rio con pequeños espejuelos brillantes, llevaba una chaqueta bajo el brazo y se la hubiese ofrecido, pero la dejó caer al suelo para llegar corriendo sobre él y arrojarse a sus brazos. “¿Por qué saliste sin avisarme? Te estuve buscando por la casa.” Le pidió que la esperara porque se iba a lavar, así que dio la vuelta y se sentó sobre una roca mientras Juani se desnudaba y se metía hasta la cintura con una pastilla de jabón en la mano. No era la primera vez que la veía desnuda, de hecho, parecía que ella aprovechaba cualquier situación para provocarlo. Y lo cierto, es que lo conseguía, no era fácil controlarse. El pelo de su pubis caracoleaba haciendo dibujos que exacerbaban su imaginación y sus pechos tenían unos pezones firmes y abultados de los que parecía sentirse muy orgullosa. Era incapaz de controlar sus abrazos, sus besos, sus manos y sus roces aparentemente inocentes, y en ocasiones se preguntaba, ¿por qué hacia las cosas como las hacía y por qué le consentía tanto? Mientras se frotaba los brazos le hablaba y le hacía ver que no había dormido porque la cama cojeaba y cada vez que intentaba darse la vuelta se desequilibraba sobre una de sus patas, Le preguntó si él no lo había notado y le respondió que no. Ella se reafirmó en sus impresiones, dándole un valor que no aceptaba dudas, y que podría ser debido a que esa pata de la cama estuviera a punto de desprenderse, y que de ser así no convenía que les pasara en mitad de la noche. Había cosas insignificantes a las que Juani le daba dimensión de guerra nuclear, y lo hacía con absoluta inocencia. También estaba lo de los ruidos de pequeños animales desplazándose entre los cascotes del suelo. Frente a lo último no podía hacer mucho pero esa misma mañana ella lo condujo hasta la pata que creía que fallaba, y él se dispuso a asegurarla con unos clavos. Con la luz del día observó sobre la cama un tapiz que apenas recordaba. Era la figura de un tigre, bordado en rojo y blanco, pero tan sucio que los colores apenas se distinguían del color marrón amarillo de la mujer que devoraba, o de los verdes de la vegetación, o de los violetas de las montañas. Visto desde el pie de la cama, costaba creer que siguiera clavado a la pared, e imaginaba a los roedores subiendo por él, agarrándose con sus uñas a la gruesa tela de hilo superpuesto. Ramis se detuvo delante de él, y le sujetó la estructura de la cama mientras metía uno de los clavos a golpes, y le dijo que bajarían al río a lavarse y luego irían a dar una vuelta por el bosque que se veía desde la ventana. Le preguntó si los acompañaría y le dijo que no. Unos minutos más tarde los oía gritar en el agua, de juegos y saltos. Los imaginó tirándose el jabón y sumergiéndose en su busca, haciendo una guerra de toallas, y buscando los momentos de sol para secarse antes de ponerse la ropa. Packard estuvo viendo la superficie arrugada del agua, como si fuera sensible al frío primaveral, y después, encontró al perro muerto y también lo observó con curiosidad, pero no podía creer que le hubiese causado una impresión tan profunda en Tears. Ni siquiera un niño, por muy joven que fuera se hubiera sentido tan afectado. “No creo que fuera por el perro”, le dijo a Ramis, “creo que discutieron”. No quiso decir que tal vez Clark quiso sobrepasarse con ella, pero lo pensó. Era uno de esos meses inconstantes, de nubes tristes, de ni una cosa ni otra, derrumbando a los valientes. Cuando dejó de oír los gritos ya había terminado de clavar la cama, y Juani parecía satisfecha sentada sobre sus rodillas mientras tomaban el segundo café. Los chicos se habrían puesto en marcha para su paseo, y ya no los oiría hasta el mediodía. Las mejores fincas estaban valladas y cerradas como si en otro tiempo hubiesen llevado allí ganado, eran buenas en pasto, y para acceder a ellas tenían un inteligente sistema de puertas infranqueable para animales que se desplazaran sobre sus cuatro patas. Como si, uno tras otro, los propietarios se hubiesen puesto de acuerdo para ir cerrándolas con el mismo sistema. El intentó de apartarse de todo, buscar distancia con otros cuerpos, pero no valía con Juani. Siempre se encontraba acompañado, y, a veces, creía que vigilado. La soledad era un bien que echaba de menos, y cuando conseguía aislarse, echaba de menos a sus alumnos. La necesidad de escaparse de aquello sin lo que no se puede vivir, era una cuestión difícil en la que intentaba no


engañarse a sí mismo, pero sin conseguirlo. Volviéndose sobre sus talones miró la labor hecha, y no dejaba de ser un apaño para contentar a chica, que terminaba su café y ahora estaba ordenando sus cosas, sacándolas y volviéndolas a meter en la mochila. Ya ninguno parecía mantener la disposición inicial a mostrar el descontento por la ruina alrededor a la que se verían sometidos durante unos días, era mejor de lo que habían creído, sobre todo si salían a caminar o a nadar al río. Una pócima indiscutible para los más nerviosos. Pero nada podía tampoco terminar de esconder las incomodidades propias de aquella situación. Quizás por eso y porque no había allí otra salida de diversión que convivir y congeniar, apenas se preocupaban de encontrar momentos ni lugares solitarios, sino que al contrario, se preocupaban de encontrarse, de moverse en grupo y permanecer unidos hasta en las conversaciones más absurdas. Acabaron asistiendo por sorpresa, a una parte de sus relaciones que no conocían, y en la que daban por buenos todos los defectos de los rivales, por muy contrarios que fueran. ¿Cómo entrar en lo que Juani tenía en la cabeza? Si sospechara que Louis tenía ese tipo de incertidumbre, dejaría de verlo como a un espíritu inalcanzable y se alejaría. Hace como que nada le importa, pero está pendiente de cada uno de los movimientos del profesor. Conoce todos sus gustos; hasta en lo más íntimo y no finge cuando cierra los ojos para besarlo. Sin embargo, se ha propuesto esperar y entretiene los días con juegos, que él no sabe hasta cuando podrá soportar. Los chicos ya debían haber llegado al bosque de olmos y arces, cerrando una tupida sombra de humedad, tal y como el profesor lo recordaba. Aquel viaje había roto algunas costumbres que Juani y Louis solían observar con cierto respeto. Se alteraban por ejemplo sus paseos y sus conversaciones, sus visitas a los amigos y dormir juntos los fines de semana -que no era norma ni firme condición, porque antes del amanecer se levantaban y él la llevaba a la casa de sus padres-. Al despertar, en aquellos tiempos que recordaba, se quedaba viéndola y tiraba de su mano con paciencia para que abandonara aquella actitud remolona, para conseguir que se levantara y tomar un café. No quería irse, ni volver a ser la niña con buenas notas en casa de sus padres, quería quedarse para siempre, y así se lo había dicho, y a pesar de eso, aún respetaban las normas, las costumbres, las diferencias y las condiciones. Para él era algo más que la chica que se echaba a su lado los sábados por la noche, o la mejor alumna que tenía, aquella inteligencia estaba llamada a grandes cosas. Se movía con sus amigos con un rumor admirado por sus resultados académicos, por sus provocaciones y su tendencia a romper las normas. Se trataba de un vínculo no absolutamente platónico que seducía especialmente a Louis. Seguramente había bajado demasiado sus defensas; las que siempre había mantenido firmes frente a las alumnas. Ni cortarse las venas, puede impedir la libertad que el destino propone. Conspiró hablándole de sus amigos, luego, se propuso como modelo para que él la dibujara con sus palabras, y para que se acostumbrara a la inmensa veneración de los amantes, aprendió a tocarlo con la medida de someros amantes. Él se enternecía de insoportable amor retenido, y pasaba en algunas ocasiones sus manos sobre sus cuerpo cuando creía que ella dormía, y la despertaba para sacarla de su casa antes de que la perdiera para siempre. Oyó el ruido de un motor, y adivinó que se trataba de la lancha del vecino. La playa era lo suficientemente amplia para detenerse cerca de la orilla sin rascar los fondos. Eso no iba a impedir que el señor Girabau no se metiera en el agua hasta las rodillas, antes de pisar tierra firme. Nunca un adulto verá su entorno con la magia y energía que la ve la juventud. Algunos lo habrán olvidado pronto o habrán sido viejos prematuros siempre. Girabau se sentía molesto con los visitantes, con la ligereza que manifestaban, con sus voces y sus carreras, y era precisamente esa ligereza lo que daba el sentido a la vida que él se había dedicado a buscar desde siempre. Los jóvenes que chapoteaban y gritaban en el río le hicieron recordar que el día anterior su perro se había perdido y estuviera esperando por él hasta que se hizo de noche, estaban al otro lado y como se hacía de noche no pudo seguir esperando y se había vuelto a casa; no quería pensar que aquellos chicos lo hubieran encontrado y se lo hubieran llevado. Ese largo pensamiento le sugirió que debía levantarse de cama y volver a cruzar pero cuando llegó ya se habían ido. Mientras buscaba alguna ropa de cazador para nadar por el bosque, le dijo a su mujer que había forasteros merodeando cerca de la casa, y que cerrara y no le abriera a nadie hasta que él volviera. Se le ocurrió llevar un puñal en el cinto que solía utilizar para despellejar conejos, pero no tenía intención


de amenazar a nadie con él ni nada parecido. Y ya se dirigía hacia el barco cuando su mujer salió corriendo detrás de él y le entregó su cartera, porque según solía decir, siempre hay que ir documentado y con algo de dinero encima para no meterse en líos. Quizás no fue más que una excusa para despedirse, pero como tardaba demasiado y se enredaba en hablar de cosas que venían al caso, acabó por cortarla diciendo que todo estaba muy bien pero que ya hablarían de lo que fuera a su vuelta. No sabía si no sabía escoger el momento idóneo para quitar las conversaciones acerca de cosas que le interesaban, o era todo lo contrario. Desde luego si lo que pretendía era demorar su partida, había escogido el momento idóneo. Algunas cosas suceden sin que nadie las espere, y todo aquello apenas había empezado. No podemos conservar las proporciones de los instantes más trascendentes si suceden sin previo aviso, y hay cosas que nos cambian la vida de un momento para otro, sin saber ni como nos han llegado. Hasta el momento que desembarcó y metió las piernas en el agua helada de la mañana, no se le ocurrió que iba en busca de una explicación, una exigencia, que no siempre es satisfecha, y que a veces suena como un desafío. Sorprendido por su frialdad, y por lo que parecía, sin una intención previa, pero obviamente molesto por cualquier extraña presencia, arrastró un cabo para atarlo a un tronco y comprobar que ya no había nadie, pero quedaban las señales y las huellas en la arena de otros pies que no eran los suyos. La misma huella escandalosa que sofocó a Crusoe en la isla solitaria. La imperceptible dureza de su rostro estabilizaba su vejez. Curiosamente la vejez es radical, pero no es raíz, y unos ojos ancianos pueden ser los más dulces o los más crueles. A este respecto, es interesante señalar que los ojos de Garibau mostraban una ausencia absoluta de fragilidad o desamparo. Sería que tenía la capacidad de obviar oportunamente todos sus dolores y permanecer firme a pesar de sus articulaciones, si la tensión necesaria lo exigía. Sin vacilar, se dirigió al bulto negro que reconoció a un lado del camino; era su perro, le quitó la correa y maldijo golpeando un árbol con la palma de la mano. Él sabía en ese momento, como nadie lo había sabido antes, que era capaz de odiar hasta el infinito, llevando el análisis de su encuentro al desarraigo de su precisa educación francesa, y sentirse sin la menor censura, capaz de la brutalidad más inconsciente. No conocía, porque nunca nada le había faltado, las necesidades de los que habían nacido en una clase inferior, cargados de culpas, de privaciones, de violencia y de deseos ordinarios. Y durante décadas impasible en la distancia, en la dureza de la soledad de un lugar retirado y hostil, le ha mostrado que para él ya sólo una cosa importa, el respeto por su hacienda y por los suyos. A diferencia del resto del mundo, por algún motivo que no comprendemos, Garibau había escapado de las comodidades de la civilización y del apoyo social que supone vivir en las grandes ciudades. No era un hombre tan fuerte como podía parecer, y lo había sido aún menos mientras su periodo de adaptación al medio más salvaje del bosque había durado. Nunca había conocido nada igual, y a Blanche le había costado aún más. Pero tampoco era tan obtuso para no poner los medios necesarios para que su vida se desarrollara con cierta normalidad, y como ya hemos dicho, era de buena familia, y siempre dispuso del dinero necesario para dotar la casa de las instalaciones necesaria de un espartano confort, valga la contradicción.

3 Una Hinchada Amargura El recuerdo de los últimos días irritaba a Louis. Era Tears, en su búsqueda de la felicidad y del amor, la que creaba aquellas tensiones. Era la que tenía más tiempo libre y la que sacaba peores


notas y a la que todos escuchaban esperando para poder satisfacer sus caprichos. Era también,la única persona que Packard deseaba tener a su lado en un momento como el que le tocaba vivir. Pero una vez más, dando pruebas de su total desconsideración y egoísmo, ella había saltado de un chico a otro, enfrentándolos en sus rivalidades. Después de hablar con Louis y de haberlo acusado de matar a su perro, Girabau volvió a la playa muy enojado. Para él estaba claro que habían atropellado al perro con la misma moto que estaba aparcada delante de la vieja casa, porque había llevado un golpe y además las huellas dejadas en el barro llegaban hasta el cuerpo del animal. Lo recogió y lo llevó hasta la barca, y sólo entonces inició el trayecto de vuelta. Desde hacía unos minutos no podía pensar en nada, estaba dejándose llevar por la corriente, resistiéndose a encender el motor. Casi por sorpresa una bandada de pájaros se levaron desde la orilla escandalizando con sus graznidos. Desconfiaba del barco porque no era grande y en los ríos los barcos sin quilla son inestables y caprichosos, y aunque no esperaba que pudiera volcar, podía arrojarlo contra una roca. El perro estirado cuán largo era sobre el suelo encharcado parecía dormido. Los bancales de arena crecían sin aviso detrás de cada recodo, y tendría que remontar el río haciendo un doble viaje, y no sólo de orilla a orilla que hubiese sido lo más práctico. Los mosquitos empezaban a manifestarse por cientos, y atravesaba sus colonias agitando los brazos en su defensa. Por fortuna llevaba una remera que lo protegía del sol y de los tábanos, y se puso una gorra con una visera que le cubría los ojos para no quitársela hasta que su retorno estuviera completo. Cuando su mujer vio el perro muerto, hizo un agujero en el jardín para enterrarlo mientras él la veía desde la ventana de la cocina. Ahítos de superficiales enfrentamientos escolares, se dejaban llevar por la bondadosa inclinación a su profesor. Rechazados de antemano por otros centros, se dejaban husmear, permitían que rebuscaran en la parte psicológica del estigma por el que habían sido expulsados de otros lugares. Agobiados por su propia problemática, por ser quienes eran, terminarían por estar a gusto en la incomodidad de aquel medio, en el que descubrían también, la libertad de no sentirse juzgados. Resistían a la civilización incapaces de reaccionar con la hipocresía que se les exigía, y de la que se liberaban sin más testigos que los árboles del bosque húmedo y angosto por el que deambulaban. Unicamente en una ocasión había visto a Juani incapaz de frenarse, por así decirlo. Fue desde la ventana del claustro de profesores, desde una de las ventanas que daban a las pistas de basket. Había una voz a su espalda que le decía que había que organizar talleres para tener a los chicos más ocupados, y no fue que no le estuviera prestando atención, pero notó que algo iba a suceder y ya todos sus sentidos se concentraron en lo que sucedía en el patio. E la distancia podía notar el temblor de los contendientes. Alrededor se iba montando un círculo de mirones con la seguridad de un espectáculo que dotara sus vidas de un poco de la emoción que los libros no ofrecían. Juani confiaba en sus fuerzas, a pesar de la enormidad del hombre que tenía enfrente. Su plaza no era la mejor, y permaneció impasible, no se movió, y observó a pesar de los cuerpos que tapaban como aquella joven menuda, saltaba sobre su oponente y lo ponía en fuga. “Lamentable espectáculo”, masculló. Desde entonces tuvo interés en conocerla y conciliar con ella la vida académica tal y como la sentía, y Juani aceptó su amistad sin ponerle ninguna barrera, al contrario, se abrió a Louis como no lo había hecho con nadie antes. Aunque todo eso es parte del pasado parece necesario señalar que fue entonces cuando Juani empezó a buscarlo, le ofrecía todo lo que esperaba que le pudiera gustar. Era como una indemnización por haberse fijado en ella que se tenía por tan poca cosa. A pesar de de los pequeños detalles físicos, los que tanto ensalzan los chavales en sus juegos cuando necesitan reír sin sentido alguno, Louis le prestó la debida atención, y sólo algún tiempo después supo que aquello exacerbaba aún más, si era posible, la atención que ella le dedicaba. Hasta donde la paciencia le alcanzó se presentó como un hombre disponible más allá del profesor pero sin consumar su relación con la joven, sin embargo, ella seguía esperando el momento de debilidad en que terminara por hacerle bajar aquel muro de aparente indiferencia. Abocados a una juventud degradada, Louis debía pensar que, a pesar de todo, eran capaces de sacar de ellos mismos, virtudes que los alumnos corrientes ni siquiera sabían que existía. Estaban en lucha con su entereza, y eran capaces de demostrar una fidelidad que entendían y también exigían


para con ellos. El mundo les pertenecía definitivamente por su juventud, y en mayor medida que a los que nunca habían desafiado las normas y condiciones impuestas. De esa lucidez acerca de la sublevación personal, resurgía una demoledora clarividencia, que si no se torcía por defender sus emociones podía ayudarlos en su prematura madurez. El hombre que lo acusó de haber matado a su perro parecía conocer el terreno en el que se desenvolvía, y no tardó mucho en afianzarse en la idea de que se trataba del dueño de la casa de la otra orilla. Parecía creer que tenía el derecho a despacharse a gusto, y no dio pie a otra cosa que insultos y exigencias. Estaba realmente enfurecido e intentaba devolver el daño que le habían hecho colocando sus insultos como puñales, pero habría llegado más lejos aún si hubiese sido necesario. La puerta de la cocina era ta grande que una vez abierta dejaba entrar la luz hasta convertir la estancia en un enorme garaje de sombrosas luces y sombras moviéndose al ritmo de las ramas de los árboles. El mundo de la desvergüenza volvía sin previo aviso, y Louis no pudo por menos que contestar con las más sucias maldiciones que recordó. Pensaba que había sido cogido por sorpresa, y que aquel tipo no lo conocía de nada, por lo tanto su actitud no merecía prudencia. Ser comedido y poner a funcionar la inteligencia, no siempre era lo mejor. Y cuando aquel tipo “replegó velas” y dio la vuelta en dirección al rio, noto que a Juani le brillaban los ojos de orgullo por él, por su reacción primitiva. El viejo llegaría a su casa y daría su versión, sus provocaciones y la búsqueda de la humillación, pero lo cierto era que Louis le había hecho decidir que no era buena idea seguir molestándolo. El padre de Plackard era un importante hombre de negocios y no fue fácil contactar, si bien dejaron pasar un par de días, y llamaron primero a la pensión en la que vivía por ver si había vuelto a casa por su cuenta. Al otro lado del teléfono, Louis recibió una voz fría como el hielo y tuvo que dar algunas explicaciones antes de colgar. Eso no le hubiera parecido tan extraño si el concepto que tenía del padre de Plackard hubiese sido otro. Le hubiese dado explicaciones similares al padre de cualquier alumno con el que tuviera que hablar en circunstancias similares, pero aquel hombre no se había preocupado por su hijo desde que lo conocía y el interés desmedido que ahora demostraba no le sonaba muy natural. En momentos así, si no fuera por los chicos, Louis se sentiría muy solo. No era que hubiera perdido la confianza en sí mismo, pero no resultaba fácil enfrentarse a los momentos complicados, sobre todo porque estaba metido en ellos hasta las orejas. Ya había pensado en eso en otras ocasiones, y sabía que si metía la pata, lo de menos sería si uno de los chicos desaparecía, lo juzgarían por implicarse en sus vidas personales. No se iba a tratar de ninguna confusión, si querían ponerlo en entredicho, el director lo llamaría a su oficina y después de criticar sus métodos, lo suspendería hasta que supiera que hacer con él. En la llamada de teléfono que le hizo al padre de Plackard, no hubo mención alguna a lo mal que lo estaba pasando el chico por la muerte de su madre, y no le pareció que en su nueva vida recién inaugurada al lado de una bailarina contorsionista, hubiera sitio para lamentaciones de ese tipo. La indecisión mostrada en las peores circunstancias suelen complicarlo todo. Hubo momentos de confusión, de interrogatorios mal ejecutados, de desconfiadas y capciosas preguntas, y finalmente decidieron dragar el río. Sólo un minuto después de dar la orden les entró la preocupación por el vecino y la posibilidad de que hubiese abandonada la casa, pero no, abrió a la policía y más preguntas, más desconfianzas y más esperas en la vieja cocina. Intentar comprender lo que estaba sucediendo y el final dramático al que parecía abocarlos, no era plato de buen gusto. El impulso irresistible de entorpecerlo ya no valía para aquellos chicos. Los resultados no arrojaron ningún tipo de luz sobre el paradero de Plackard, y por mucho que acusaran al viejo vecino, lo cierto era que nadie mataba a un joven, lleno de energía e ilusiones, por vengar la muerte de un perro. También estaba la rivalidad con Clark, pero no quisieron hablar de eso. Lo cierto era que a Plackard todo le había salido mal en el último año, estaba sometido a una gran tensión y amargura y la idea del suicidio empezó a entrar entre todas las demás posibilidades. En cuanto a la entrevista con el director, nada bueno podía esperar de él, cualquier esperanza se volvía tóxica la sombría oficina que prácticamente habitaba desde el amanecer hasta la noche. Mientras descuartizaba, paso a paso, cada una de sus penas y sus pecados, iba aceptando cada uno de los cambios que tendría que hacer en su vida. Aceptaría su ruina si el mundo aceptara que le


debía la sufrida entrega de tantos años académicos. Sólo en su aparente locura, inesperadamente sobrevenida podía considerar un privilegio enfrentarse al director cara a cara, sin miedo a decir, lo que lo sucedido, había significado para él. Los chismosos se volvían a manifestar a sus espaldas. Suelen permanecer agazapados esperando el momento idóneo para causar el daño mayor, pensó. Pero Louis ya había pasado la etapa de los que se deprimen por comentarios de algunos que le son totalmente ajenos. “Tendría que ver a la gente a ambos lados de la calle esperando presenciar como lo acribillan”: le decía Carolyn Jones a Kirk Douglas en “El último tren de Gun Hill”. Era como si cada cosa que hiciera tuviera un significado paralelo al momento vivido, así que quedarse el sábado por la noche viendo un western, no era la mejor idea. Recordó los momentos en la vieja casa, alejado del mundo, de la civilización y las mezquindades que genera, y deseó volver a estar en el río, rodeado de mosquitos y la permanente humedad cubriendo sus pulmones. Desde luego, era una opción ir a vivir en medio de la nada y envejecer sin que nadie pudiera a preciar como sus músculos, sus huesos y sus emociones se iban consumiendo. Había pecado de pueril juventud, aunque él no lo era, pero se acompañaba de jóvenes, y se resistía a creer, que al menos en sus ilusiones y preferencias había aceptado esa realidad. También en eso lo removía de arriba a abajo querer permanecer inalterable al tiempo, y sentir que se parecía a aquella casa, cubierta de la trama ruinosa de envejecer sin remedio. Por cierto que sólo venía a poner de manifiesto que por muchas vueltas que le diera, y por muchos trucos de cremas para las ojeras, la realidad terminaría por imponerse. Se caían las paredes, las columnas de piedra y la mampostería, y eso le recordaba mucho a toda la familia que se iba muriendo de vieja, los bisabuelos, los abuelos y los padres, generación tras generación. Todo indicaba que lo que tenía que suceder sucedería, que le habían caído encima veinte años en un sólo golpe. Toda aquella historia tenía los indicios de poner cada cosa en su sitio, y decidir que el paso del tiempo de nuevo volvía a poner sus condiciones. Resultaba evidente que el espectáculo debía continuar, y que lo menos que se le podía pedir al que se salía de la norma era que su sangre fuera sangre de todos. Él no era Jesucristo ni john Lennon, ni ningún otro, dispuesto a arriesgarse hasta las ultimas consecuencias por cuestionar las convenciones sociales e intentar cambiar algunas cosas que los oprimían. ¿Era ese su caso? La señora Navarrete no dejó de llamar hasta que descolgó el teléfono, pero la película había terminado, y Kirk Douglas había matado a “los malos”, pero no había conseguido ponerlos delante de un juez. Era la madre de Juani y quería hablar acerca de su hija. -Louis, querido, no hay motivo para complicarlo todo tanto. El padre de Juani hace mucho que hizo las maletas y no volvimos a saber nada de él, así que ahora cuando hay que hablar con el profe de la nena, me toca a mi. Tenemos que vernos. Nadie solía llamar a las doce de la noche para concertar una cita, por eso Louis entendió que debía abandonar toda esperanza si quería darle esquinazo. Era una mujer decidida y hacía lo que debía hacer cuando quería hacerlo. A esa hora del anochecer la enervante algarabía vecinal se iba apagando, pero nada solucionaba la ola de calor que lo llenaba todo de sudor. Durante el día aún había sido peor, chorreaba agua y apenas podía tocar alguna cosa. La lavadora no paraba y aún así no creía poder tener sobre su cuerpo alguna prenda libre de aquel fenómeno que convertía su cuerpo en una fuente con olor a vinagre. Por la mañana, muy temprano, estuvo media hora sumergido en el agua de la bañera. Esperaba la visita de la señora Navarrete, y no estaba tranquilo. Ordenó un poco todo el piso, pasó la aspiradora y puso espray para las moscas, que además de acabar con aquellas molestas que se habían colado, dejaba un olor a limón que él quería atribuir a la química agradable de cualquier ambientador. Bajó corriendo a comprar la prensa y unos bollos para desayunar, fregó una pila de platos que llevaban unos días en el fregadero. Se preguntó si su invitada iría a misa antes de acudir a la cita, y de qué querría hablar. En toda la casa se notaba que se había puesto algo de su parte por agradar. Era como lo que sucede cuando un minuto antes de entrar por la puerta, alguien que había estado manteniendo


una conversación, sale sin ser visto; en tal caso hay algo en el ambiente, una electricidad, una energía desconocida, una sensación que descubre su reciente presencia. Navarrete no tenía porque saber que se intentaba parecer correcto, y que se habían movido muebles por la preocupación que generaba en Louis su visita, pero cualquiera que entrara en el piso notaría aquel desvelo por causar buena impresión. Había estado esperando que los padres de Juani lo llamaran para concertar una entrevista -ella no le había dicho que estaban divorciados-, mucho antes incluso de que lo suspendieran en su trabajo. También, como podía recordar, había estado lleno de inquietud en aquellas noches que salía con ella a los bares de ambiente, porque entonces había temido encontrarse con alguien conocido que no entendiera su relación. Era por eso que le había sugerido, como si no tuviera la menor importancia, que se comportara como una alumna más. Pero sí, tenía importancia. Durante aquella rápida mañana de domingo, fue incapaz de enfrentarse a lo que tenía de símbolo, la quietud cuando todo se derrumbaba. La madre de Juani y sus reproches suponía el final de la vida que acostumbraba. Ni siquiera su tono comprensivo podría evitarlo, y tuvo que explicarle, y repetírselo lentamente, que hacía semanas que no veía a la “nena”. Lo que más le impresionó de aquella mujer fue el enorme parecido con su hija, su sistema para objetivar, resumir y llamar a las cosas por su nombre. Asumió como muy positivo que él estuviera inclinado a “pasar página”, pero por lo que le reveló, Juani la había amenazado con abandonarla y no podría evitarlo si tenía en cuenta que su mayoría de edad era inminente. La invitó a café y estuvo tan cerca mientras se lo servía que pudo oler el tipo de gel de baño que había utilizado en la ducha de la mañana, y le resultó conocido. Ella permaneció inmutable, como una diosa de piedra. -Le aseguro que no existe ninguna estrategia, ningún secreto. Juani y yo comprendemos las limitaciones de nuestra relación, nunca pensamos en llevarla a un extremo imposible. -¡Eso si que sería bueno! Es usted casi veinte años mayor que ella. -No he conocido a nadie capaz de someterse al frío diagnóstico de la razón en asuntos de amor. Y no soy tan viejo como supone. -¡Por Dios, no sea ingenuo! Nadie aceptará que usted haya tenido tan buena voluntad como pretende. Está claro que su ego es más fuerte que el resto. Sus ojos se encontraron nuevamente entre el humo de sus tazas, intentando dominar el equilibrio de un agradable momento, y la tensión propia del asunto que los convocaba. Seguían arrastrando las palabras, la pesadumbre y el sentimiento de culpa, porque los dos creían haberle fallado en algo a Juani. Mientras sopesaba cada respuesta decidida se mantenía erguida, son las espalda derecha como si le hubiesen calvado una tabla entre carne y vestido. Los vecinos seguían con su fiesta mañanera, entre canciones y conversaciones a gritos en el patio. Louis se levantó y cerró la ventana. Nada parecía saciar el respeto que exigía la señora Navarrrete y poco a poco el profesor se iba entregando sin nada que ofrecer, no era nadie, ya no veía a la alumna y una promesa tampoco sería suficiente.

4 El Mundo Ya No Nos Mira


Estaba acostado sobre la hierba viendo las nubes pasar. El viento golpeaba una ventana que se había dejado abierta. Era como una escena repetida que volvía sobre su vida, y sobre la vida de cualquiera porque no se puede escapar a la vida, como a las voces que nos llaman desde ninguna parte. Quizás alguien en el pasado ya vivió una vida muy parecida a la nuestra, no somos tan diferentes unos de otros, y el profesor no se movía por estímulos tan diferentes. Había vuelto a vivir en la vieja casa -eso le había llevado a realizar algunos arreglos para convertirla en un lugar habitable-, pasaran unos años en los que no recibió visitas pero no había podido olvidar nada de todo lo sucedido, la desaparición de Packard y de qué manera e afectó. El mismo viento que jugaba con su ventana había arrastrado las hojas que no se comió la tierra, y otras nuevas apuntaban con verdor alimonado. La atmósfera se volvía de una ligereza que el invierno no comprendía. El vecino de la casa del río demoraba su resentimiento pero había empezado a saludarlo con un gesto pero sin decir una palabra. Al fin al cabo, era como si en el mundo no existiera nadie más, como si todo se hubiese ido al carajo y sólo quedaran ellos, lo que los obligaría a entenderse. A veces, al principio de su regreso, temía encontrárselo en plena noche deambulando por el bosque, armado de su escopeta de cazar conejos, y su cuchillo de desollarlos e ir dejando sus pieles y sus tripas tirados en mitad del camino. Su miedo lo llevaba a vigilar sin sentido en crispadas noches de luna, temiendo a las sombras que proyectaban las ramas de los árboles en movimiento, y al fin, caía dormido cuando asomaba un nuevo día. Comprobaba todas las ventanas y las puertas, pero sabía que eso no sería suficiente si se decidían a asaltarlo. El vómito del miedo duró mucho, más de lo que hubiera deseado, hasta que se convenció de que nadie había hecho tan malos planes para él. El viejo estaba a sus cosas, no era la mejor compañía, pero dejo de creer que lo odiaba sin remedio por todo lo ocurrido, cuando, posiblemente debería ser al contrario. Por raro que pueda parecer, estar en aquel lugar, apenas renegando de su pasado y la civilización que lo traicionó, lo hacía sentirse vital, dispuesto a sobrevivir y poner el esfuerzo necesario para ello. Se consideraba un producto raro de la sociedad que en otro tiempo lo había acogido haciéndole albergar todo tipo de vanas ilusiones. En cualquier recuerdo que tuviera, hasta el más simple, encontraba una secuela dela red de emociones en la que se había visto envuelto, y de la que en un momento posterior, ya libre de ataduras, le costaba poco renegar. Por otra parte estaba su negativa a relacionarse incluso con los muchachos que le habían demostrado más afecto y comprensión, y sólo con Ramis, quizá el más fuerte, aceptó tener una reunión y fue al único que le contó sus planes, y el hecho de que hubieran pasado unos años sin visitas afianzaba su idea de que podía confiar en él y que no había revelado su paredero. Era doloroso admitir que en cierto modo no había querido despedirse de Juani, pero esa era una de las condiciones que se había impuesto a sí mismo, y que había expresado delante de su madre para tranquilizarla. Y así eran las cosas, tranquilizar a la madre, tenía el significado de fallarle a la hija. Aún suponiendo que el motivo por el que hubiese vuelto allí hubiera sido el sentimiento de culpabilidad por la desaparición de Packard, eso no lo iba a devolver con vida a sus familiares. Y aunque hubiese tenido la esperanza de encontrar alguna pista sobre donde se pudiera encontrar, pasaron los años y ya nadie y tampoco él podía mantener semejante esperanza. De algún modo, después de haber reflexionado sobre sobre todo lo que podía dar sentido a seguir habitando aquellos bosques, o qué había sido lo que lo había llevado a desear todas las privaciones a las que se sometía, creyó que todo podría ser perfecto si la imagen que se presentaba en su imaginación de una Juani ya mujer independiente, sentada en la silla al otro lado de la cocina, hubiese sido real. Le había fallado a todos; también a ella, pero como seguir viviendo sin hacerlo. Los hombres parecen estar en un estado de decepción mutua permanente, los unos con los otros. Un juego de intereses de los que se creen merecedores que siempre deja a otros en la cuneta. L volvió a ver recogiendo mantas para sus compañeros, repartiéndolas para que no pasaran frío, bañándose en el río y abrazándolo con una intensidad vital de la que sólo entonces iba a ser capaz. Encontró en el río al perro que, en aquel momento sustituía al perro que había muerto. Justo donde el otro había permanecido tirado toda la noche, esperando que lo recogieran y lo enterraran.


Desde donde se podía ver el barco atracado en la otra orilla, y desde, esta vez con vida, el perro miraba con melancolía y emitía un ladrido lastimero. Permaneció inmóvil un instante esperando su reacción, y como le pareciera un animal tranquilo y no se mostró agresivo, le hizo un gesto para que se acercara. Todo hubiese sido muy diferente si hubiese arrugado el morro enseñando los dientes con un gruñido, pero nada de eso sucedió, y se agachó para acariciarlo. Girabau se mostró muy conmovido por el gesto de Louis, por atender el perro y devolvérselo en cuanto tuvo ocasión. Para terminar de mostrar de demostrarle su agradecimiento volvió en otra ocasión por la casa del profesor y obsequiarlo con unos conejos recién cazados y desollados. No se trataba de una ligereza asumida por un agradecimiento que le hiciera olvidar viejas pendencias; le tenía mucho aprecio al animal y fue un gran alivio para él que se lo devolvieran con vida. “Siempre me pasa lo mismo. Se me hace noche y debo suspender la búsqueda, en cuanto el barco cruza el río, las posibilidades de volver a ver al perro con vida se cierran. En la vida de un cazador, muchos perros pasan por su vida, algunos mueren de enfermedades, otros de accidentes, otros de viejo y a otros los pierde y no los vuelve a ver. Como comprenderá, esto resume mi alarma, espero que lo comprenda y que encuentre razonable ahora esta emoción que me embarga”. Hay honor en la derrota; un honor que no entienden los emperadores. La vida es una batalla perdida de antemano, pero si aún sabiendo que vamos a perder, no luchamos, se lo pondremos demasiado fácil a la parca. Si quería saber lo que era, si era digno de su futuro, no tenía más que examinar cada uno de sus movimiento como lo hacía con los extraños. Desde el abandono de la carrera por el puesto que en sociedad se le había designado, había pasado tanto tiempo, que cuando supo que Ramis lo iba a visitar su corazón se llenó de gozo. Reaccionaba contra el fundamento de toda moral pero no contra la conducta de sus mejores gentes, ni contra las formas que tanto se había esforzado en mostrar a sus alumnos como necesarias. Se quedó un momento circunspecto, permitiéndose recapacitar acerca de lo bueno que había ofrecido y que parecía que Ramis le devolvía anunciando su visita. Hay noticias que nos sacuden, pero a veces para bien, pero en todos los casos son noticias que nos hacen creer que la vida tiene que ser algo diferente a lo que creímos; menos real. La principal característica de aquel momento delataba lo duro que le estaba resultando acostumbrarse a cada nuevo derrumbamiento de la casa. Apuntalaba una pared, reparaba una ventana y descubría una nueva avería, una desagüe que se atascaba o una rama de un árbol que se derrumbaba sobre el tejado. En su ánimo no se desprendía la necesidad de recibir a Ramis con todos los honores, y cuando estuvo allí pasearon, cazaron, viajaron muchos kilómetros para llenar la despensa, y sobre todo, charlaron del pasado, de como los trataba la vida y de las pocas aspiraciones que el futuro les ofrecía. Para que nos comprendan nos rodeamos de gente a la que apreciamos y que tengan nuestras mismas necesidades, dolores parecidos y capaces de ponerse a nuestra altura. Louis lo había visto antes, los chicos conflictivos sólo se dejaban ayudar por otros que hubiesen pasado primero por lo que estaban pasando ellos. No querían la falsa emoción de adultos que utilizaban la compasión como un cuchillo. Se habían invertido los roles, y ahora era Louis el que consideraba a Ramis uno de los suyos, y capaz de ayudarlo en sus decepciones como ninguno de sus colegas profesores, cualquiera de aquellos que habían lamentado lo ocurrido con falsas lágrimas y gimiendo como roedores, podría. Al aparcar su auto delante de la casa, Ramis no esperó. Se dirigió a la cocina que era, por lo que parecía, la puerta principal, y donde esperaba encontrar a Louis. En todo momento conservó la idea de estar haciendo lo debido, pero además, le apetecía mucho rememorar los tiempos de escuela, no podía dejar de pensar en eso. Decidió que ya estaba bien de demoras, y lamentó haber dejado pasar tantos años sin dar el paso. Louis lo estaba esperando, y abrió la puerta antes de que le diera tiempo a llamar. Su vida había cambiado tanto que no quedaba ni rastro del estudiante, y se presentaba una nueva visión del hombre de éxito en que se había convertido. Se fueron dando todo tipo de respuestas, los dos preguntaban llenos de curiosidad. Las respuestas de Ramis eran las esperadas. “Nadie ha vuelto a saber de Packard. Tears se casó con un hombrecillo que presumía más de lo que valía y Clark se ha embarcado en un viaje interminable intentando dar la vuelta al mundo. A Juani no la conocerías si la vieras, es una mujer bella y segura de sí”.


Puesto que la derrota es el mayor de los espectáculos, el profesor esperó la pregunta desde el primer momento, y en mitad de la aportación caótica de datos y últimas novedades que Ramis le daba, cayó como por casualidad, “¿eres feliz aquí?” Buscar el desastre en solitario le pareció la mejor formar de evitar el dejarse rescatar a capricho, y algo parecido fue lo que respondió. Pero no por ello dejaba de aspirar a un día cambiar los designios que el destino revelaba. Había cambiado y al tiempo que perdiera una parte de su orgullo, percibía que una serena profundidad era parte de aquella no-felicidad a la que debía referirse en su respuesta. No podía culpar a nadie por considerarlo el hombre más raro del mundo, si no era capaz de explicar que sentido le encontraba a renunciar a la compañía, a los afectos, a la vida en sociedad, a relacionarse con gente parecida a él, a vivir conforme a las normas que le marcaba la civilización. Nadie podía estar tan resentido como para no volver a intentarlo; no era tan viejo que no le quedara aún algún tiempo. Le chocaron a Louis algunas de las respuestas que le daba su amigo y lo atribuyó a que había crecido y había formado su carácter. Pronto descubrió que aquella forma de hablar no le era del todo desconocida, y recordó el ímpetu con el que el director lo había citado a su despacho y lo había suspendido; la misma determinación y convencimiento en la forma de expresarse. Después de unos días de conversaciones estériles, sobre hechos acaecidos mucho tiempo atrás y que ya no moverían el aspa de ningún molino, Louis aceptó los esfuerzos de deducción y el excesivo celo en interpretarlo todo. Y cuando ya empezaba a esperar una reprimenda y las conclusiones que pusieran a Ramis, por una vez, en un plano superior que su maestro, Louis empezó a preparar una cena de despedida porque había llegado el día de la partida. Y fue en ese momento final cuando el alumno recordó todo lo sucedido en los días trágicos de la desaparición de Plackard. Habló del objeto de aquella excursión, y como todos se unieron sobre la desgracia y nunca más hubo discusiones ni enfrentamientos en el grupo, como si se hubiesen conjurado contra el mal, y hermanado en la desgracia. La decisión en la forma de expresarse de Ramis volvía a ser notoria, y entonces preguntó por el vecino y señaló lo poco clara que había estado su presencia en aquellos hechos. -Cuando creía que no podía soportar tanta soledad por mucho más tiempo, un día encontré su perro. Se le mueren con frecuencia. Me agradeció que se lo hubiese atendido y guardado, y me regaló unos conejos. No me gustan los cazadores. De hecho, no me gusta él, pero me pareció que poder hablar con alguien, aunque fuese alguien a quien consideraba un enemigo, era una bendición. Pero ese hombre sin sentimientos, por lo que me contó, debe tener el jardín lleno de perros muertos que enterró allí mismo. Si un día se muere y alguien compra la casa, espero que no se le ocurra cavar en el jardín, nadie puede calcular lo que puede encontrar. Louis no podía pensar indefinidamente que aquel hombre tuviera algo que ver con la desaparición de Packard. Y en otro tiempo había estado inclinado a hacer algo; algo más de lo que se esperaba de él como normal. Después supo que la mujer de Garibau también había desaparecido, y que el viejo había tomado como concubina a una muchacha extranjera a la que resultaba difícil calcular la edad y cómo había llegado hasta allí. Algún tiempo después, el profesor decide que ha sido suficiente de vida contemplativa y empieza a organizar su viaje para volver a la ciudad de la que nunca debió salir. Se afana inutilmente en justificar sus viajes, y llega a la conclusión de que los proyectos en la vida deben ser por tiempo limitado. Haber pensado que se desplazaba a vivir en la vieja casa del bosque para siempre, no hubiese ayudado en nada, sin embargo, haberlo hecho con la idea de aprovecharlo como un cambio del que tenía algo que aprender antes del siguiente, le confería un ritmo a su vida que la hacía interesante hasta para él. Pasados unos meses ya instalado en un piso diminuto del barrio latino, un día decide bajar a comer al bar de la esquina, que no es nada del otro mundo, pero le resulta cómodo. Durante el tiempo que dura su comida, escucha discutir al cocinero con la dueña, ve pasar una grupo de niños gritones y observa que se está cerrando de nubes que amenazan lluvia. Conoce bien esa hora de la tarde en la que cree comer y está merendando, en la que las temperaturas caen de golpe y amenaza lluvia y en la que se le ha hecho tarde para todo. Es cierto que no puede hacer nada


por enderezar su vida como desearía, ni cambiar los errores del pasado. Entonces se acerca una pareja que acaban de recoger el niño en el cole y vuelven a casa. La cara de ella le resulta conocida; es Juani. Apenas la reconoció por su forma de andar. Él lleva un abrigo marrón y negro, un paraguas y la mochila de su hijo al hombro. Ella, una gabardina, botas altas y una bolsa de plástico de un supermercado, en el que posiblemente han hecho una parada antes de volver a casa. Sus ojos se cruzan cuando pasan delante del escaparate en el que Louis permanece como una maniquí. Louis sonríe imperceptiblemente, le ha hecho feliz verla de nuevo y verla tan equilibrada, o eso parece. Ella se hace la distraída, mira adelante y sigue andando como si nada.



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