La Creaci贸n Y Las Manzanas
Ludvesky 6 de Enero de 2014 Retener El Desafío De Otro Tiempo En aquellos últimos tiempos se había acostumbrado a dar paseos solitarios por el campo, y cada vez que a media tarde sentía la llamada del ocaso, una desconocida energía lo invadía y echaba a andar sin apenas preparativos ni mediar palabra con nadie. Ceder a la llamada de la naturaleza resultaba consolador y cuando sus obsesiones lo abordaban inesperadamente, le facilitaban encontrarse a sí mismo hasta el punto de llegar a considerarse interesante, lo que nunca antes le había sucedido. Armand no era muy conocido en el pueblo, apenas se relacionaba con media docena de sus vecinos y nadie había podido obtener una respuesta coherente si se le interrogaba acerca de su vida anterior, su familia o sus ocupaciones. Si alguien pudiera haberle dado un consejo, en tales circunstancias, cuando empezó con sus nuevas aficiones campestres, quizá el más acertado hubiese tenido que ver con moderar su afición. Hasta aquel momento había conocido los pequeños placeres y los pequeños sufrimientos de la vida, tal y como solía acontecer con los pequeños mortales que la mayoría de nosotros somos. En tal momento de su vida pareció tomar la determinación de echar tierra sobre lo ya pasado y sentirse con el derecho a seguir viviendo. No era momento de dispersarse, aún le quedaban unos años de vida y abrirse a aquellos paseos era como un desafío definitivo. Estaba por creer que a nadie le importaba, pero lo cierto es que algunos en el pueblo seguían sus evoluciones con curiosidad, aunque no hasta el punto de detener sus vidas o desatender sus trabajo por observar sus evoluciones, sus visitas al bar, si compraba en tal o cual sitio, si visitaba la oficina de correos y sobre todo, si salía o no a un paseo por el campo insondable. En esa creencia de que a nadie le importaba, no resultaba extraño su comportamiento, improvisado en ocasiones y apartándose de la vida en sociedad. Quizá la razón de esa vuelta inesperada en su vida, esa nueva reacción para no pasar los días de forma anodina, no se trataba unicamente del deseo de vivir, sino también de un cambio en su interior que se movía lentamente y que apenas podía apreciar más que por esa nueva inclinación a salir de casa y escapar de sus costumbres más apreciadas. En realidad las diferencias de una posible nueva vida, vivida con pasión y sorpresa y de la que procedía de forma más reciente y nunca
olvidada, se producía tan lentamente como cuando vemos las agujas de un reloj: en apariencia nada se mueve, pero sí. No podía, en tales circunstancias, dejar de observar que ese fuego que en nuestra juventud nos abrasa de actividad, tensión y pasión -la que entonces pusimos en todo lo que hicimos-, aún permanecía como esa diminuta llama que promete extinguirse sin remedio antes de que podamos hacer nada al respecto. Algunas de las rutas que había aprendido a seguir a través de la montaña, ni siquiera estaban indicadas en ningún mapa. Los mapas eran un concepto que no le interesaba en lo más mínimo, era capaz de orientarse sin esfuerzo sencillamente observando a su alrededor, rocas, árboles, caminos, valles, picos..., cualquier cosa se volvía relevante y familiar a sus ojos, y cuando volvía a pasar por el mismo sitio dos veces era capaz de reconocer aquellas “señales” sin dificultad y situarse para seguir o volver a cualquier lugar que deseara. Mi versión de lo sucedido aquellos días no podría ser más ingenua, subjetiva e inocente, porque voy relatando lo que me cuentan algunos vecinos, lo que logro descifrar de entre lo que el mismo Armand escribía en un diario y lo que voy imaginando y deduciendo al tiempo que escribo. Las historias singulares como la que nos ocupa, siempre llega hasta nosotros por lo que tiene de sorprendente, y porque esa rareza va en boca de todos sin permitirla morir. Una y otra vez, al cabo de los años, alguien vuelve a recordarla y mencionarla o vuelve a construirla para algún foráneo viajero porque crea que es algo que merezca ser contado. Y así, cada no a su manera cuenta algo distinto, pero no menos interesante y motivador. En cada pensamiento hay diferentes formas de contar, porque realmente hay diferentes formas de ver e interpretar. La vida pasa delante de nuestros ojos sugiriendo imágenes diferentes a cada uno de nosotros, porque cada uno le da importancia a cosas diferentes y resalta lo que él ve, que posiblemente difiere bastante de lo que ve cualquier otro, y así nos vamos dejando sugestionar por esta magia que nos rodea. Suele ocurrir que al narrar, aunque lo narrado no tenga nada que ver con lo que conocemos, ponga de relieve hasta que punto amamos algunos cosas y hasta que punto podemos llegar a obviar otras que nos resultan odiosas. De tal forma, creo que la narración debe ser siempre subjetiva hasta descubrirnos. Y en el caso que nos ocupa he pretendido ser especialmente atrevido, aunque, también debo decirlo, no dudo que haya salido de la mesura que habitualmente me caracteriza. De cualquier modo, invito al lector a tomarse la lectura con calma, a no pretender sacar de ella más, sueños, pasión, arrebatos o tensiones, de las que la más simple historia es capaz de ofrecer, y después, con el sosiego del hombre moderno -el que ya no escapa del tiempo como de una maldición-, nos dé su veredicto. Una reacción de extrañas conjeturas se presentarían ahora si la mujer de Armand pudiera verlo. Posiblemente la angustiaría pensar que él nunca había sido como lo conocía y como lo había tratado y sentido. Un Armand diferente se presentaría ante sus ojos y le produciría un gran dolor llegar a la conclusión que el que ahora se manifestaba era mucho más real y auténtico, y volvería a echarse la culpa de sus discusiones. Es posible que fuera cierto que había dependido demasiado de ella, y que su relación nunca había sido fácil porque había un principio de autoridad al que como mujer no podía renunciar -porque todas las mujeres son las dueñas de su casa y el que
diga lo contrario no conoce lo suficiente en que se basa el matrimonio tradicionalmente entendido-, así que se echaría la culpa de haberlo convertido en un tempano de hielo, metódico, silencioso y frío. En una primera etapa de su matrimonio, Martenza también debería reconocerlo, todo habría resultado mucho más fácil, porque había un interés por ambas partes por hacerlo funcionar razonablemente; interés que con el tiempo se fue durmiendo, aunque, no desapareció del todo. Llevaba más de una hora andando a buen ritmo, así que cuando se sentó un momento sobre un montículo de tierra para tomar aire, no pudo evitar acordarse de ella. Quería tener la cabeza alejada del esfuerzo realizado, y lo conseguía: el cuerpo apenas se daba cuenta, pero la presión a la que estaba siendo sometido permanecía invariablemente aislada del pensamiento, y esta distracción voluntariamente iniciada, alejaba los dolores musculares, las torceduras y el cansancio de un consciente que lo mantuviera presente, como presente se mantiene una tortura continuada. Le pregunté al señor Fitch si él creía que Armand había comenzado con sus paseos debido al fuego interior que lo empujaba a la vida, o si se había tratado de una necesidad de aislarse de sus semejantes. El misterioso sistema que algunos hombres adoptan para ordenar sus pensamientos, puede tener que ver con un rechazo social que sienta e intente encajar, o un rechazo que ese mismo hombre desarrolle hacia el resto de la humanidad y sus exigencias. Es deprimente pensar que eso pueda suceder, pero que otras conjeturas podríamos hacer acerca de quien un día se levanta y encuentra que lo que más le gusta de la vida es alejarse de la civilización y su tribulaciones y echar a andar hacia las montañas insondables. Fitch era el cartero y algunos días aparecía inesperadamente en la casa de Armand con alguna propaganda, alguna notificación de entrega de una compra por correspondencia, o cartas de las partes más inesperadas y exóticas del mundo, de amigos que Armand a los que nadie sabía como había llegado. La relación primaria entre el cartero y Armand, se fue superando con el tiempo, y ya no se limitaba a una entrega y una recogida de firma, más allá de eso siempre encontraban algún tema de conversación e intercambiaban algunas opiniones allí mismo, en la puerta, y siempre con buen ánimo. Fitch podía decir como ninguno que había conseguido extraer alguna opinión de aquel hombre, y que por lo tanto conocía algún extremo de su moral. La respuesta conjugada por el cartero fue tímida, y sin riesgo afirmó que efectivamente, por aquel tiempo en que Armand comenzó con sus paseos le notó un ánimo distinto, más alegre y hasta ilusionado, y así fue capaz de añadir una impresión no evidente. El que puede ver más allá de las ilusiones de otros, aún antes de que sus interlocutores deseen ser tan transparentes, debe ser capaz también de calcular algunas pequeñas mezquindades difíciles de probar. Entonces, Fitch se llenó de valentía y añadió que en realidad, nadie merecía ser tan feliz a su edad y que tener ilusiones que nadie comprendía sólo podía ser debido a algún enamoramiento de extrema madurez, lo que no era nada conveniente. Estuve a punto de abandonar en aquel momento la conversación que mantenía con el cartero, pero él aún añadió algo más, “lo mismo no quería lo suficiente a su mujer, si olvidó tan pronto que le faltaba”. Intenté pasar por alto este último comentario, y ceñirme extrictamente al anterior, “parecía que Armand en aquellos tiempos, se sentía extrañamente ilusionado por alguna desconocida razón”.
2 Aquellos que ya no son posibles Toda su vida se inclinaba para resumirse en los paseos, se trataba también de un intento de desprenderse de todo lo demás, de los recuerdos de familiares y amigos, de momentos más o menos felices de su pasado y de no saber nada que debiera saberse del mundo si eso habría de causarle algún nuevo sufrimiento -querer no saber, con el avance sustancial del conocimiento en nuestro tiempo, puede ser una reacción comprensible. Yo no hablo de un ser medio en el aspecto humano e intelectual, debemos traducir esta perspectiva y reconocer que nos hallamos ante una conciencia que renuncia a las inquietudes de su tiempo a cambio de lo que aún lo conmueve-. Observar el mundo que te ha tocado con el escepticismo que se le debe a una maldición inevitable, seguro que es una idea que a todos se nos habrá pasado por la mente alguna vez, no desear creerlo y terminar por decidir en la derrota, que no podremos hacer nada por parar tanta iniquidad. Daba igual el destino, no había uno en concreto, aunque sí lugares favoritos, y saber moverse con tanta libertad en ese ámbito si se trataba de poseer una admirable tensión supersticiosa que lo podía llevar a cualquier parte. Ya no se avergonzaba de lo inútil que lo hacía sentir su edad avanzada, incluso había desistido de inventarse respuestas ingeniosas y evasivas por si alguien le hacía alguna pregunta difícil, o especialmente indescifrable para su cerebro lento y fatigado para el “mundo real”. A lo largo del tiempo que me instalé en el pueblo escuché muchas versiones acerca de Armanda Grubeck y lo que estaba a punto de convertirse en leyenda, su posible enfrentamiento con un monstruo misterioso que nadie había visto. En ese tiempo alguien me dijo que en su vida anterior, antes de que muriera su mujer y obtuviera un retiro lleno de reconocimientos, había sido comisionado en un partido político para tratar de problemas delicados, o de difícil lectura, con prensa extranjera. Que él pudiera presentarse ahora con un perfil tan definido no me atraía especialmente, no iba a querer saber demasiado del mundo del que procedía, porque al fin lo que me había atraído hasta el pueblo tenía que ver con su vida allí, y no con su vida anterior. Rechacé inmediatamente cualquier idea que pudiera tentarme y hacerme viajar a otros lugares en los que pudiera haber vivido y realizado otra actividad, porque sabía que si me movía tendría que ser en la dirección de la montaña y seguir los pasos que
allí Armand había dado y no otros. Tal vez durante un tiempo hizo creer a todos que se trataba de un fracasado, de un hombre que huía de algo vergonzoso, que debía vivir en una somera humildad, al fin y al cabo la pobre casa que tenía en renta alimentaba esta idea. En realidad, así visto en la distancia, se congratulaba de ese pequeño engaño; era como si supiera que era la mejor forma de encajar, es decir, si a alguien le podía hacer feliz tenerlo en menos de lo que podía representar, el se afanaba en darle el gusto. Sin embargo, este pequeño truco no podía durar mucho, su forma de expresarse, sus modales, terminarían por denunciar al político retirado y posiblemente forrado, y todos a su alrededor terminaron por darse cuenta. De tal modo llegó a expandirse la idea de una posible oculta fortuna, que Fitch puso cierto reparo al principio, al hablar de él; se trataba de un respeto que le hacía medir las palabras, y me costó hacerle perder ese respeto, pero cuando soltó su crítica, todo cambió y parecía disfrutar poniendo en entredicho hasta las cosas más simples. “¿Sabe qué? El bebía”, dijo bajando la voz, y claro no quería decir como otros de sus conciudadanos apuntaran con admiración, “se trataba de un gran bebedor, un hombre entero al que sin embargo nadie vio nunca alterado o mareado”. La observación de Fitch parecía buscar dar en el gusto de lo que su interlocutor quería oír, y no se trataba de eso. Armand no era un mito que se pretendiera destruir. Antes de dar por terminado su viaje, el viejo Armand observó en una de las ocasiones que había llegado más lejos, que un enorme sol empezaba a ponerse en el horizonte, un ocaso ensordecedor de belleza, cegador de color y parte de todo lo que nos intimida cuando respiramos profundamente la neblina del polvoriento aire que expele la tierra. Prefirió quedarse a disfrutar de toda aquella magia de insectos y madera que crujía sin justificar ninguna de sus decisiones; todo estaba bien, demasiado bien. Fijaba su atención en aquel cielo que se alejaba enrojeciendo hasta hacer arder el aire, y se sintió conectado con el momento que le tocaba vivir como si desde siempre hubiese estado reservado para él. Pero el mundo no perdía importancia hasta el extremo de la fantasía, o había perdido el sentido de la realidad, al contrario, hacer real aquellos reflejos de última hora de la tarde era lo que daba valor a aquella experiencia. Desde luego, si no hubiese tomado la decisión de salir a pasear, de ir cada día un poco más lejos, y volver cada vez un poco más tarde, esa ocasión tan gratificante no se hubiese presentado, así que hasta el cansancio formaba parte del resultado. Debemos suponer, porque nunca tendremos una experiencia parecida, que por lo que sabemos un ocaso parecido es capaz de germinar la roca milenaria, inflamar el horizonte púrpura y naranja, ahogar un grito que agota el aire, mientras la noche avanza ardiente y fecunda; la mayoría de los filósofos y sesudos ensayistas encontrarían inexplicable lo que vio aquel atardecer y que ya lo reclamó para siempre. “El Sr. Armand Grubeck nunca hubiera hecho nada que le supusiera una deshonra”, Dijo Leslie, la señora que una vez por semana le hacía la colada y le ordenaba la habitación y la cocina. Si alguien podía contarme lo sucedido en aquellos días, sin duda se trataba de la señora Leslie, nadie más estuvo tan cerca para observar la transformación que yo daba por segura en su patrón, pero que nadie más compartía en el pueblo. Que nadie lo hubiese notado no quería decir que no hubiese sucedido, y
eso era todo lo que tenía en contra de mi suposición. Me pregunto si estaré yendo demasiado lejos con mi imaginación, al fin y al cabo yo soy el primer interesado en tener un control sobre mis suposiciones, y mantener un cierto nivel de cordura. Y una nueva conjetura he intentado extraer de la conversación que tuve con la mucama, es posible que la persona que ella conociera no fuera la misma cuya imagen intento reconstruir. He aquí que podemos reconocernos una vez más en la historia que contamos, ¿cuántas caras tenía el comisionado? ¿cuántas veces, nosotros mismos, hemos actuado con una imagen totalmente diferente de la que es la nuestra de forma habitual? Le pregunté con cierta insistencia a la señora si esto podría ser así, si notaba esos cambios de personalidad, y si a lo que otros les pareció una mejora de ánimo podría tratarse de una postura fingida y artificial. Leslie respondió que no, que su empleador siempre había sido el mismo, correcto y amable con ella, y que era cierto que desde que sus salidas al campo habían empezado se le veía más feliz y con una actitud emprendedora. Desde siempre he alimentado la idea de que si nos apartamos de nuestras costumbres, en cada proceso de cambio o nuevo aprendizaje, nos ponemos en peligro. En ocasiones es un peligro asumido, en otras somos plenamente inconsciente de qué manera nos puede perjudicar nuestro optimismo. La finalidad de cada nuevo cambio en nuestras vidas, la propuesta explícita de empezar una nueva experiencia que altere la vida tal y como la conocemos, tiene que ver con la necesidad de evitar el dolor que produce la inactividad. Sólo comparable a una enfermedad, si la vida nos lleva a estados sedentarios a los que nos acostumbra con impuestas condiciones que apenas vemos venir, sentirnos muertos en vida, ese estado interior de caída, agotamiento de toda perspectiva y depresión, en tal caso, sólo una reacción a tiempo podrá evitar convertirnos en viejos prematuros. Hubo tiempos en los que la gente se preocupaba por los ancianos solitarios, incluso por aquellos que resultaban beligerantes y agresivos con sus vecinos. Nosotros mismos debemos vernos en situaciones semejantes, aunque muy pocos de nosotros se creen capaces de interiorizar seriamente esa idea. Siempre creí que la mayoría de mis conciudadanos se creían inmortales, y cuando la vejez y la enfermedad llegaba a sus vidas, los cogía por sorpresa. Durante los últimos años de su vida uno de estos ancianos solitarios había sentido la necesidad de salir de casa, de ponerse en marcha y sobre todo, de poner a prueba sus fuerzas; los hechos extraordinarios que se derivaron después y crearon, una parte al menos, de la leyenda. De tal modo algunas comunidades de vecinos pueden llegar a parecer monstruosas cuando un día extraño, después de meses de que nadie observara que la puerta de su viejo vecino ya no se abría, un día aparca una ambulancia y un coche de policía en la puerta y descubren que aquel viejo insociable al que nadie conocía llevaba muerto mucho tiempo y que aparte del olor que pudiera salir desde su piso a la escalera, nadie había notado ninguna otra cosa extraña. ¿Cómo podría yo culpar al comisionado por haber sentido esa ilusión interior que creemos propia de los adolescentes? ¿Qué debería haber hecho, haberse sentado en un sillón a esperar la muerte?
3 La Creación Y Las Manzanas Cada vez veo con mayor claridad que estoy tratando con un personaje singular, un ser extraordinario que llega mucho más allá de las decisiones que tomaba, y que supo encontrar una salida a esa gran carencia que tenía al haber vivido una vida que le impidió aprender a reírse de sí mismo. No sólo abrió un camino a todos los solitarios del mundo al mudarse a vivir a un entorno natural, sino que se atrevió a llevar a cabo un diálogo con la naturaleza evitando todos los prejuicios. De las personas que observaban sus evoluciones como vecino, se encontraban unos que censuraban su conducta abiertamente y esos jamás se acercaron lo suficiente para descubrir su verdadero valor. Él jamas hubiese juzgado a nadie, así que se ponía en la posición del que está dispuesto a recibir el martirio sin una protesta, o sin devolver una censura por otra. Por lo que parece, en esos juicios de vecinos empezó la leyenda, o si se prefiere el desconocido hombre enigmático necesario para a continuación convertirse en leyenda. Tal vez, las leyendas a los seres comunes no nos sirven como modelos, o tendemos a llevar a categoría de leyenda algunas reacciones más excéntricas que arriesgadas, porque en los planes de una sociedad sana y familiarmente estructurada, una leyenda no es más que una excepción que nunca terminaremos por aceptar. Avanzaba tan fascinado por la historia que intentaba crear que en un momento la duda de estar alejándome de mi personaje me asaltó; él pertenecía a su propia historia, no a la que yo contaba. Mi instinto intenta pararme a tiempo, me avisa de no continuar hasta que esté seguro de ceñirme lo más posible a hechos probados -y es posible que tampoco eso tuviera mucho que ver con lo que me contaban-. Decidí investigar un poco más y suponer o imaginar un poco menos, y eso me llevó a tener nuevas conversaciones con Fitch, el cartero, al que esperaba a su salida de la pequeña oficina de correos que el pueblo tenía y donde clasificaba las cartas por calles, poco antes de salir con su cartera, habiendo previamente establecido la ruta más efectiva para entregar con cierta coherencia y en el menor tiempo, todo el correo. Desayunaba en el bar de enfrente, y miraba a través por si acaso se adelantaba y salía antes de su hora. En ocasiones terminaba mi café y entraba en la oficina donde apenas lo interrumpía porque Fitch ya estaba terminando de clasificar la correspondencia. Otras veces esperaba a que saliera mientras leía la prensa, y cuando lo hacía, antes de que se alejara, yo dejaba cualquier cosa que tuviera entre manos, me despedía de Sole, la simpática camarera que me atendía, cruzaba la calle a la carrera y lo interceptaba con
un buenos “días Fitch” animado y positivo. “No se trataba de uno de esos ancianos abandonados por el mundo, sucios y que tienen problemas para retener y se orinan en cualquier parte. Pero tampoco lo contrario, tal vez en otro tiempo había sido un tipo elegante, arrogante y pagado de sí mismo, pero si así fue alguna vez, ya no”, me señaló Fitch que parecía, en esta ocasión, pretender hacer un poco de justicia al recuerdo del viejo. Le respondí que no se preocupara, que intentaría ser indulgente en mis apreciaciones, y que el interés que sentía por aquella historia, tan extraña y nunca del todo esclarecida, era en cierto modo un homenaje y un reconocimiento. Al referirme a lo que iba conociendo, a lo que me contaban algunos de los vecinos que lo habían conocido, o a lo que iba deduciendo, reconocía un carácter incomparable y formidable en el personaje que nos ocupa. Nada que objetar, por supuesto, si alguien podía hacerle algún reproche, pequeñas cosas de lo cotidiano que no definen a nadie, pero lejos de constituirse como peso vergonzoso, terminaba por darle forma humana. Resultaría tan hermoso llegados a este punto que Fitch pudiera recordar algún acto de estimable ayuda y compasión del que Armand hubiese sido protagonista, que casi podía imaginarlo sin que él me lo hubiera contado. Tenía que haber alguien en alguna parte que hubiese necesitado de su ayuda, que le hubiese pedido, que le hubiese suplicado su intercesión para solucionar un problema grave que de no ser solucionado traería una tragedia inevitable sobre alguna buena familia, o sobre algún viejo amigo o familiar. La imaginación es libre, y la simpatía que le tenía a Armand me llevaba a pensar las diversas historias en las que él, en algún momento, había ayudado a alguien. Aparatosamente, intenté una y otra vez, sacar esa información desde la memoria del cartero. Le pedí que hiciera todo lo posible por recordar, era algo que necesitaba tener, que deseaba escribir, con todo el dramatismo de aquellos que si no son ayudados lo pierden todo, su hacienda, la dignidad y tal vez la vida, y que alguien de forma desinteresada evita la tragedia emocionándonos a todos. La investigación con la que pretendiera frenar los excesos de fantasía que empezaban a vencerme, no avanzaba, y Fitch, no era capaz de darme esa imagen cada vez más dulce y benévola de su amigo. Le pedí que siguiera intentando recordar algo que Armand hubiese hecho por alguien, alguna cosa, que convenientemente adornada pudiera acercarnos a la verdad, y que si en cualquier momento, aún en mitad de la noche, alguna imagen perdida entre sus recuerdos llegaba en ese sentido, no dudara en llamarme por teléfono y contármelo. Esa llamada nunca se produjo. Había una antigua sensación de pertenencia cuando el anciano volvía a lo más apartado de la montaña: el hombre que conozca esa sensación tiene que haber pasado por la experiencia del desprendimiento, del abandono de la civilización y del vértigo de ir alejándose de todo lo artificialmente construido. Alejados de las ciudades y los pueblos podemos decir que perdemos nuestra condición natural, cuando en realidad, lo natural es otra cosa que tiene más que ver con ser o no capaces de sobrevivir sin ningún adelanto tecnológico. El otro extremo necesario y natural del hombre es su idioma, y eso cuando estamos a solas con la naturaleza tampoco nos sirve. Puede que los hombres amemos más nuestro idioma que a la misma naturaleza. Para aquellos que tienen su casa en medio de la nada, los que han decidido huir
incapaces de competir en un mundo social, el idioma no les es una herramienta extraña o que les desagrade usar; aun en esa situación extrema de lucha con las peores condiciones de una naturaleza impía en la que sólo sobrevives si la amas con la fuerza del que ha aprendido a sobrevivir, aún en las condiciones que te hacen formar parte embrutecida entre la alimañas, ningún hombre deja de amar su idioma, y los nombres que le pone a sus hijos y a todas las cosas. Salir de la seguridad que nos ofrece el medio social, más aún en solitario, debe ser temerario e inconsciente, aunque, los ciudadanos de aldeas recónditas, o pueblos que podríamos situar en la frontera con un gran paraje natural y salvaje, no lo consideren tan peligroso. Algunos de estos aldeanos conocen las condiciones, se trata de tomar de la naturaleza todo lo que necesitan, entrar en ella pero con condiciones de supervivencia, con prudencia, aprovechando las enseñanzas de su ancestros y volviendo al caparazón familiar y social del pueblo, antes de que cualquier peligro se presente. Armand no perdía el idioma, maldecía, se sorprendía o se le daba por hablar solo, y le agrada el sonido de su propia voz. Las horas se alargaban, y en ocasiones se sentaba con la paciencia de quien espera recuperar todas sus esfuerzas, si estas se encontraran detrás de una puerta que se puede abrir en cualquier momento. Cuando sus salidas se alargaron hasta pasar lejos del pueblo tantas horas que olvidaba todo lo que lo había tenido en un orden horario hasta aquel momento, los programas de radio que esperaba con ansia, la hora de la comida y la cena, la visita del cartero, y el ruido del despertador programado para sonar a las horas en las que debía tomarse sus pastillas. Se había convertido en un viajero, y para ser viajero uno debe perder todas sus ataduras. Y lo intentaba, quería alejarse sin miedo y sin dejar de ser él mismo, nunca perder el pie hasta sentirse extranjero o exiliado, pero tal vez sí lo aceptaría si pudiera sentirse un salvaje.
4 El Trueno Roto Como en el caso de otros muchos ancianos que pierden contacto con sus familias, el recuerdo sólo puede ser sustituido -tal vez no sustituido del todo, pero reemplazado de algún modo equívoco- por acción, por vida y por fuertes impresiones. La inseguridad del miedo a vivir, tiene que ver con el miedo a olvidar, porque cada vez que vivimos olvidamos un poco. En la claridad del lugar, la puesta de sol parecía mágica y avanzaba sin detenerse, llamando a cada rincón del firmamento a teñirse de un rojo intenso, como si aquella hermosura hubiese llevado a un ejército de ángeles a cortarse las venas cada tarde, después de un día caluroso. Para los que se empotran en semejante belleza sin previo aviso, sería conveniente el consejo de que les convendría moderar el alma. Ningún escritor puede darse por vencido ante un espectáculo que
los incita a narrar lo imposible. Yo entre mis letras humildes sólo puedo expresar lo que creo que una visión que pretende expresar el universo, puede romper en el flaco corazón de un personaje anciano. Durante mucho tiempo, tanto como nuestro planeta recuerda, se ha estado preparando una descontrolada tormenta de color, el ocaso más grande de todos que caerá sobre todas las parejas de jóvenes enamorados que asistan abrazados a contemplarlo sólo por probar si tanta belleza es posible. Morir de un exceso de belleza es posible, una impresión semejante es equiparable a un golpe de tres mil toneladas, como ser arrollados por un camión calle abajo sin frenos al que intentamos detener poniendo nuestras manos por delante. El montañés experimentado sigue trabajando de espaldas a la caída de la tarde, y no levanta la cabeza de la tierra hasta que se hace de noche, prefiere sufrir y morir agotado por el cansancio de una jornada de doce o catorce horas, a dejarse seducir por una magia sólo equiparable al cinematógrafo, a la erupción de un volcán o a una luna llena gigantesca apenas a unos metros sobre el horizonte. El cambio se produjo, de eso no hay duda, no se trataba del mismo hombre de antes de su vínculo con la montaña. Al sentarse sobre una roca que había estado todo el día recalentándose al sol se acomodó sin dificultad. En aquel lugar se dejó ir hasta los más lejanos confines de la tierra. Cerrar los ojos hubiese sido suficiente para apartarse de la tentación de una belleza semejante, pero no lo hizo. La hermosura tiene sentido si puede ser vista, y como voyeur incipiente tragaba el ocaso abierto con ojos hambrientos. La vista no siempre responde a las más dolorosas impresiones. No necesitaba hacerse preguntas acerca del significado del momento que le tocaba y la relación con la visión inesperada, si no lo merecía, y entonces volvía a prestar atención, a fijarse en los mínimos detalles, a mirar con la fuerza de quien pretende mover las cosas, a quemarse las pupilas por creer en la fuerza de sus ojos. Mirar un sol grandioso se puede pegar a la retina hasta romperla, no es equiparable al que inesperadamente mira un insecto, se deja cautivar de su delicadeza y su movimientos casi mecánicos, nada que ver: Mirar un sol grandioso derramando una mancha sanguinolenta sobre el azul cielo desvaído del atardecer, es mirar abriendo el pecho, dispuesto a dejarse asesinar. Representar a todos aquellos que se nos parecen, es asumir más competencias de las que nos han sido dadas, sin embargo, en un oficio semejante cualquier visión, sacar a la luz aquello que no se revela por sí mismo, investigar del modo que sólo uno lo puede hacer y al fin, mostrarlo, nos lleva a representar, no a los que tuvieron las misas dudas y las mismas ideas, a los que sintieron la necesidad de saber lo mismo que nosotros quisimos saber sino al hecho en si mismo que ha mostrado esa coincidencia. No puedo eludir que esos seres existen y que les han movido las mismas dudas que a mí, es sólo que yo puedo dar el paso de intentar aclarar toda esta confusión. Formamos una comunidad no constituida formalmente pero que se reconoce en su curiosidad. Posiblemente esa comunidad se formó el día que todos nosotros, sin conocernos, asistimos al espectáculo televisivo con el que abordaban cada cierto tiempo una misma noticia con diferentes personajes. Se trataba de los ancianos, algunos de más de ochenta, otros de noventa años, la mayoría habitantes de un medio rural salían de sus casas y echaban a andar hacia la montaña. Me puse entonces en la piel de alguno de ellos, y pensé que sus vidas eran insatisfactorias y no
querían ser una carga para sus familias. Alguno de ellos tuvo que pensar: “La vida se acabó”, y confió en que cayera la noche y así morir de frío entre zarzas y alimañas. Pero no siempre resultaba, y las batidas de los vecinos y de las fuerzas de seguridad del Estado daban finalmente con ellos y los encontraban hechos un ovillo en medio de la nada. “¡Está vivo, vivo!” dirían algunos llenos de alborozo, y el pobre hombre pensaría, “ya no me dejan ni morir”. Incluso en el caso de que yo no hubiese llegado a las mismas conclusiones que otros miles impactados por la noticia, de algún modo el destino me hubiese traído hasta aquí, porque siento que el personaje me buscaba -eso se siente cuando empiezas a escribir sobre él y te responde proponiendo nuevas dudas-, y además, está lo de la leyenda, lo que sin duda también ha influido. Dar noticias de tu vida mantiene la esperanza que otros tienen en que nunca mueras, entonces si aún te queda familia, por lejos que esté, terminará produciéndose ese fenómeno, raro en nuestros tiempos, de las visita. Un día, sin previo aviso, alguien aparece a media tarde, llama a la puerta de un solitario y pasa alrededor de una hora hablando de lo común, de lo que no se sabe, de lo que se necesita y de los que se han ido ya definitivamente ese último año. La visita entonces sirve para ponernos en paz con el mundo y con nosotros mismos, y también sirve para que nos conozcamos un poco mejor y expresemos todo lo bueno que le deseamos al familiar del que nos hemos acordado y que nos a movido lo suficiente para dar ese paso. Algo así debió de ocurrirme al moverme hasta la casa de Armand, aunque yo sabía que ya no lo encontraría allí. No se trataba de un familiar olvidado de todos, ni yo estaba allí por una visita de media tarde para hacer que sus horas pasaran, al menos aquel día, con menos dolor y dureza. El diálogo que se produce con el personaje, lo es por lo que otros me cuentan de él y por lo que deduzco, lo que lo movía a reaccionar de una u otra forma. Si él se movía me comunicaba algo, si no lo hacía, también. La soledad parece un hecho vergonzoso, uno se muere sin aviso y morir solo aún es doblemente vergonzoso, o al menos, esa es la creencia general. Sin embargo, muchos hombres reconocidos han preferido que así sea, escapar de los funerales multitudinarios, y apartarse de todo. Brassens lo hizo, y expresó su deseo de ser enterrado sin multitudes y en un lugar anónimo. Tolstoi se bajó de un tren a media noche, y se sentó en una banco de una estación: murió de frío. Albert Walser salió una noche de navidad a dar un paseo y murió en la nieve. Y podríamos seguir así en una larga lista interminable de genios sensibles que nos aclaran, que no querían gente alrededor, que cuando se trata de morir, lo que ellos querían era sólo morir, sin más. Algunos hombres desaparecen, es un hecho. En Totebaum, todo era aún más confuso. Los motivos nunca eran del todo esclarecidos, los itinerarios o secretos o aleatorios, la duración de la desaparición imposible de medir, porque en el caso de Totebaum jamás ninguno había aparecido, por lo tanto todos ellos, mientras ningún cuerpo fuera encontrado, todos seguían desaparecidos aunque pasaran años, y las búsquedas cesarán mucho antes. Ese era el misterioso final de Armand, nunca había sido encontrado ni vivo ni muerto, y por lo tanto nadie podía asegurar sin temor a equivocarse que no se encontrara de vacaciones en algún país tropical, que se lo hubiese comido un oso, que hubiese encontrado una gruta y estuviese de viaje al
centro de la tierra, o que simplemente se hubiese quedado a vivir en un medio salvaje, en algún lugar inaccesible para otros humanos -algún lugar como Sangri-La al que sólo algunos han podido llegar porque han encontrado la entrada de forma casual y sin conocer esa puerta escondida entre la nieve más agresiva, es imposible-. Pero no se trataba en este caso de un Edén escondido entre montañas inaccesibles, como más adelante conoceremos, es cuestión de tener paciencia y no adelantar acontecimientos. A menudo, los pueblos conviven con sus contradicciones sin hacerse demasiadas preguntas. “La vida sigue” suelen decirse los habitantes de Totebaum cada vez que alguien desaparece, y ya no lo contemplan con el horror del principio, está a punto de convertirse en algo normal; y cuando pregunto sobre ello, me responden sin darle importancia. Algunos viejos han desaparecido al perderse en la montaña y sus cuerpos nunca aparecieron, ya no les parece tan extraño. Entonces, recuerdo la leyenda esquimal que habla de las familias que salían de caza y dejaban a sus ancianos en las rutas del oso blanco; allí mantienen la idea de que si el oso se come a sus abuelos cuando cacen y se coman al oso, el espíritu del abuelo volverá a estar con ellos. De esos viajes nadie sabe nada, por lo tanto debemos ser capaces de discernir la leyenda de la realidad, y no aventurarnos en extrañas teorías. No era previsible lo que podía encontrar detrás de aquella puerta, ni siquiera esperaba respuestas. Todo lo que se puede ver en el domicilio de un anciano es lo que se espera, o se llenan de cosas inútiles hasta el techo, o funcionan despejando todo hasta vivir con tres o cuatro cosas que les hacen felices; este último modelo era el que seguía Armand. La dificultad de que me abrieran la puerta fue menor cuando expresé mi deseo de arrendarla por una temporada. Fitch conocía al dueño y también me facilitó las cosas. Todo estaba tal y como la había dejado el viejo, nadie la había tocado, nadie había entrado a limpiar, nadie había aún decidido sacar sus cosas y que hacer con ellas. Me temblaban las piernas, era el temor entrar en el alma de mi personaje, de conocerlo mejor de lo que él mismo se había conocido una vez, porque nunca había visto su propio mundo como yo lo veía ahora, y el significado que le encontraba podía ser revelador para él. Empecé por reconocer alguos objetos personales, la crema de afeitar, la cuchilla, un reloj sobre la mesita de noche, sus camisas planchadas y colgadas de perchas en el armario, un peine, un bastón -debía tener más de uno porque sin duda le haría mucha falta si pensaba caminar mucho-, una libreta con anotaciones contables y una facturas sin abrir sobre la cama sin deshacer. Fitch me observaba desde la puerta, como si fuera un santuario y tuviera algo de inmoral mirar y tocar las cosas de un muerto, Yo, intentaba ser respetuoso, me preocupaba lo que Fitch pudiera pensar de mí, y no quería que me perdiera el respeto que me tenía por pensar que me movía más un cierto proyecto poético en todo, que lo que otros hacían en situaciones semejantes, que era sacarle el mayor partido posible, lo que se dice “aprovecharse”, sin ningún tipo de pudor.
5 Temor Y Juicio, Solemnes Interpretes Ya nadie se preocupa de sus ancianos, no se les tiene en la estima de otros tiempos. Sé que no debo juzgar, y que cada uno tiene preocupaciones que no debe explicar: sólo señalo un hecho objetivo. Si simplemente se tratara de lo que deseamos, si todo fuera tan sencillo que con quererlo sucediera, nuestra vida sería más acorde con lo que todos necesitamos, también los ancianos. Es nuestra vida lo que se pone sobre el tapete, un juego de bajezas, de trampas sin fin de las que apenas podemos ponernos a salvo. Luego vendrán algunos que creen que nada se está haciendo bien, y que ellos mismos son la prueba, gente que llega a los cuarenta incapaces de cuidar de sí mismos, ¿cómo habrían de cuidar de sus mayores? Mientras, el tiempo pasa y se acerca el momento de la muerte, el momento de organizarles el entierro y empezar a pensar si habrá alguien que los entierre a ellos, porque de momento ya han aceptado que van a morir solos y abandonados, más aún que aquellos ancianos a los que se negaban a ver y que ya desaparecieron. Son merecedores de un tiro rápido e indoloro en la sien, pero no se atreverán, la cobardía los ha dominado siempre, la vida los tiene acorralados con sus condiciones y sus miedos. El cartero no dejaba de mirarme, “¡por Dios Santo Fitch!, no me mires así, que no me voy a llevar nada”, le dije mientras revolvía en otro cajón. Podría soportar la presión de Ficht durante el tiempo necesario, porque sabía que no tenía mala intención, se trataba de una mirada desviada, que no buscaba el efecto que producía. Abrí un armario y me llevé una gran sorpresa al encontrar en su interior ropa de mujer. Allí había bastante ropa de mujer, también zapatos y ropa interior. -Es de Leslie -Dijo el cartero entre dientes-. Es un asunto personal en el que no debemos entrar. Ella había ido alguna vez con el a la feria, y el le compraba ropa. -¿Se quedaba a dormir? -Lo miré fijamente, porque intentaba confirmar mis sospechas con los reflejos de un rayo- ¿Ellos tenían alguna relación más allá de la patrón y empleada? Fitch dijo que no sabía, que le preguntara a Leslie. Con las cosas hermosas que tenía en la cabeza acerca del hombre solitario que ve llegar la vejez desde su vida
anodina y decide vivir hasta sus últimas consecuencias, llevándose su vejez y sus achaques de anciano, para sus paseos, con la esperanza de que algún día la montaña exigiera de él el esfuerzo último de entregarse y morir, con todas las cosas que sabía de él y que me habían llevado a idealizarlo, ahora viendo aquella ropa de mujer en el armario me desconcentraba. Permitir a Leslie entrar en la historia, era casi darle la oportunidad de compartirla, casi de llegar ha ser la protagonista por todo lo que tenía, sin duda, que contar. Historias infinitas de amor con su comisionado, el príncipe llegado del país de las hadas. Los imaginé a los dos amándose en aquella casa, sentados en el sillón uno al lado del otro, tomando café a media tarde, fumando en la cama como dos hippies centenarios. No, esta historia no se trataba de esas dos sombras paseando desnudas por una casa sombría para después morirse con la única satisfacción de haberse amado durante unos meses de desenfreno impotente. Esa era la historia de Leslie, y no le iba a preguntar nada al respecto, intentaría eludirla todo el tiempo que pudiera, hasta que llegara la hora de abandonar Totebaum, y ni siquiera en la estación esperaría verla para despedirme. La historia que yo buscaba era la de un Quijote del que todos dijeran que estaba loco por leer tantos libros, contestatario, respondón y enfrentado a su comunidad. Esa era la historia de un anciano que no aceptaba el lugar que la sociedad le había reservado, el lugar de morir lentamente, de apagarse como una vela, de consumirse el agua del depósito de una ducha fría de una casa de aldea donde ya no queda agua corriente. Yo quería la historia del viejo al que todos llaman loco porque se niega a morir poco a poco de pena y aburrimiento, y decide salir al mundo a conquistar la justicia que siempre es una asignatura pendiente. Un caballero andante que busca todas las sensaciones que el olor de la tierra le devolvía, el poeta, esa era la idea que me había hecho, y después de tanto trabajo no podía reducirla al amor en la tercera edad. El amor no siempre encaja bien en la historia, debemos reconocerlo, la obsesión del capitán Acab por la ballena blanca no hubiese funcionado si hubiese tenido un amor en el que poder pensar en las largas horas del mar. El Quijote hubiese cambiado el mundo si no se hubiese entretenido con la peor de sus debilidades, creer que su vida no tendría sentido si Dulcinea no existiera. Ahora todo ha cambiado, debo aceptarlo, y siento la urgencia salir en la búsqueda de Armand, seguir sus pasos, intentar encontrar su cuerpo, porque para mí, sin duda, Armand está muerto: él y otros como él totalmente desaparecidos no responden a la magia de la montaña. Simplemente han muerto y nadie encontró sus cadáveres. La historia, para mí, ha llegado a un punto que no deseaba. No quiero hablar con Leslie, no quiero saber nada de su hubo amor, o si se trató de de un simple affaire de infidelidades. Con todo lo que había idealizado la soledad y las escapadas al campo y resulta que me encuentro delante de un viejo tan sensual y desesperado por su falta de fuerza, que fracasa al intentar darle valor a sus ideales. La insatisfacción que el deterioro del cuerpo produce, sólo es equiparable a ese cachorro de perro que por instinto intenta montar a una perra en celo, pero no sabe como hacerlo, no alcanza en altura y renuncia finalmente porque no encuentra el camino del desahogo. Unos días después Fitch me encontró en la cafetería Macumbá, justo enfrente de la oficina de correos. Yo me había acostumbrado a desayunar allí, y ya no miraba a través de la ventana la oficina de correos porque me entretenía en largas
conversaciones con Sole, la camarera. Sole parecía muy cómoda haciéndome preguntas sobre los lugares en los que yo había estado, si conocía ciudades del extranjero, como era París, Berlín o Londres. Me confesó que deseaba escapar del pueblo, que cuando terminara sus estudios dejaría la cafetería y se dedicaría a viajar. ¿Quién sabe si estará viviendo en alguna gran urbe europea o americana? A veces pienso en volver a Totebaum y parar en la Macumbá y volver a ver a Sole e intentar ignorar todos los estragos que el tiempo haya hecho en el recuerdo que tengo de su tez juvenil. Fitch entró en la cafetería y me hizo un gesto con la mano desde la puerta. Era tan temprano que apenas había un par de clientes más, se sentó a mi lado y me miró a los ojos. -Hay novedades. ¡Ha aparecido el cuerpo de Armand! -hubiese hecho la pregunta más idiota del mundo si hubiese dudado de que aquel cuerpo aparecido era el cuerpo de un muerto. Pero excitó mi imaginación y me pregunté en qué condiciones estaría, y él me respondió que no lo sabía pero suponías que se trataba de los huesos y las ropas. Parecía natural que las alimañas hubiesen dado cuenta del resto. La precisión del relato que pretendía contar chocaba la información que desorientaba de la virtud a mi personaje principal. Cuanto más me acercaba a los motivos que lo llevaran a abandonar su interés por la gente, tanto más sentía la evidencia de una nueva teoría, “los hombres que no se sienten aceptados en sociedad, porque sus actos les parecen vergonzosos, tienden a aislarse”. Me pregunté si Leslie habría sido la única mujer mayor y casada que habría sucumbido a la personalidad encantadora, elegante y perversa del comisionado. Todo lo que había aprendido en sus años dedicándose a resolver e investigar a otros políticos lo ponía en práctica de anciano, elogiando, bendiciendo, derrochando amabilidad, mostrándose comprensivo y compasivo, adulando y acariciando a sus “presas”. Me pregunté, cuánta gente en Totebaum conocería los escurridizos motivos de Armad, sus andanzas, si además visitaba algún burdel o si todo lo que yo había idealizado se caía de pronto porque debería descubrir que nadie le tenía en el menor aprecio. Fitch me tranquilizó, “No se preocupe, nadie es tan malo como los otros lo ven, ni tan bueno como uno mismo piensa”. Volaban las golondrinas tan alto y a tal velocidad que las rutas de sus juegos se hacían dibujos enmarañados. Armand subió a la atalaya que le pareció más hermosa para contemplar aquel espectáculo, allí sobre la roca caliente, el lugar más idóneo y mejor ubicado para sentir todo lo que sentía. Se trataba de un dolor invasor pero medido en el pecho, algo así como una melancolía, aunque, rozada de colores, de vapor y de golondrinas celebrando la existencia. Recostó la espalda y respiró profundamente, cogiéndose a su mochila como si necesitara el equilibrio que le daba. Aquella hora fue la hora de la muerte, donde se convocan los últimos sabios, donde acuerdan volver a pesar de la distancia, donde resuelven a los espíritus independientes. Cuando la alborada deja de ser sospecha, volvemos a ser niños, y la inocencia nos abraza confundiendo los sentidos. Armand abrió su bolsa y sacó su cámara de fotos,
una de esas cámaras pequeñas para turistas japoneses que se llevan en cualquier parte, y cuando la imagen del herido de muerte empezaba a desdibujarse, la retuvo para siempre con un click infinito. Puso su mano sobre la roca caliente antes de oírla crujir y desprenderse. Intentó asirse a una raíz de arbusto ponzoñoso pero no sirvió de nada, se precipitó en una caída mortal. Apenas sintió el golpe contra el suelo, la cabeza se abrió como un coco, sin oponerse a la roca mugrosa y la sangre manó hasta dejarlo lívido, frío y rígido, sin remedio. El barranco era tan inaccesible que cuando lo encontraron ya de él sólo quedaba la ropa los huesos. No debería sentirme tan decaído por la noticia, la afinidad con el muerto que pretendía nunca había sido aceptada. ¿Cómo podía ser así si no lo había conocido? Lo que pueda concebir como real se vuelve cierto entre mis fantasías. La influencia que escribir acerca de alguien real es tan certera e impresiona hasta tal punto, que uno cree que ha llegado a conocer mejor al personaje que si lo hubiese conocido en vida, si hubiese hablado con él y si me hubiese expuesto a sus enojos, a su censuras y contradicciones. Temo haber llegado demasiado lejos y que me halla influido más la historia a mi de lo que yo haya podido ser capaz de controlarla. Me ha escrito ella a mí, habla de mis miedos, de mis presencias, de mi triste concepto del mundo y de la vida, habla de mis desafíos y de mi falta de ambición. La historia ha sobrepasado a Armand, y en algún momento ha empezado a hablar de mí. Siempre existirá la tensión debida en el momento de la partida, he cerrado mi equipaje y espero el momento de llamar a un taxi que me lleve a la estación. En realidad no vuelvo a ningún sitio, porque no existe en mi el concepto de hogar, volverá a alojarme en un hotel hasta que comience un nuevo proyecto, o termine este que tengo entre manos. Ya no basta con presentir la importancia de saber que uno posiblemente nunca volverá al lugar que abandona, tiene que prepararse para la partida como si nunca se hubiese movido, como si el mundo se hubiese convertido en una aldea. Intenté tranquilizarme, llamaron a la puerta, era Fitch. En realidad me encontraba tan ausente que apenas noté que traía una cámara de fotos en la mano y de que su actitud tenía algo de triunfal. -Le traigo algo. Visité el lugar. Ya se lo habían llevado todo, pero los carteros somos muy curiosos, al contrario de lo que todo el mundo piensa. Cada día de mi vida he portado ese saco de cartas sin dejar de preguntarme que pondrán, cuantas situaciones de separaciones humanas, se resolverían o no en las cartas que entregaba. Y lo que me parecía más importante, de qué forma. Pues si, los carteros somos curiosos, y de todos, yo debo ser el más curioso. Usted también lo es, ¿no? -Pues sí. Es obvio que me gusta sacar a la luz lo que no se ve a simple vista. Hacer preguntas es lo mio. Soy un preguntón -le respondí con humor. -Pues cuando se llevaron los huesos, la ropa, la bolsa, cuando miraron y cerraron el lugar a curiosos como yo para ver hasta los mínimos detalles no aparecí por el lugar en donde fue encontrado el cuerpo de Armand. Pero me desesperaba la posibilidad de acercarme aunque fuera a escondidas. Aquí es donde debo callarme y no contar como
entre en un lugar restringido. Debo asumir que esto no es del todo correcto, pero me parece que está haciendo un buen trabajo y quiero sentir que he aportado lo suficiente. El área investigada había sido barrida por la policía, no quedaba nada por ver, pero imaginé que si se había caído el lugar tenía que estar expuesto a la vista desde allí abajo. Miré arriba y lo descubrí, el saliente de tierra reciente, roto de forma abrupta tenía que ser lo que estaba buscando. Tuve que dar una gran vuelta a la montaña pero accedí al lugar, y allí encontré la cámara, está cámara -levantó la mano y me la mostró-. Eso es todo. Se la ofrezco con buena voluntad, pero tengo mis dudas y tal vez no desee aceptarla. Fitch y su poder deductivo me había dado grandes alegrías con sus teorías y me hacía gracia que siempre se equivocara, pero me agradaba que me hiciera pensar como nadie. Me hizo dudar con la frase, “tal vez no desee aceptarla”. ¿cómo no iba a aceptar semejante regalo? Se trataba nada menos que el cierre de mi historia, una forma de redondear y darle la última pincelada. Le quedé tan agradecido que algún tiempo después llegó por correo a su estafeta un enorme paquete a su nombre, le mandé la bicicleta más grande y más cara que encontré, todo mi agradecimiento hoy aún es poco con el cartero. Las fotos eran reveladoras, en algunas de ellas aparecía Leslie posando muy romántica, con un traje nuevo, dejándose golpear por la luz de una ventana, en otras mostraba su torso desnudo, en otras su rostro muy pintado. Otro grupo de fotos se trataba de árboles, caminos de montaña e insectos, y finalmente la incomparable foto de la puesta de sol, la que Armand hizo en el momento preciso de su muerte, justo antes de que su roca se rompiera y que sólo le diera tiempo de arrojar la cámara hacia atrás. Era una foto increíble, una puesta de sol llena de misticismo, simbólica y tan indefinida que podría haber sido un cuadro. Hice una copia y la guardé. Al día siguiente le entregué la cámara a Leslie, miró las fotos y lloró, eso me hizo comprender que mi trabajo no había sido inútil, que el personaje merecía todas las preocupaciones, preguntas y respuestas. Todo bien.